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Con el primer domingo de Adviento, iniciamos un nuevo ciclo litúrgico y la

lectura del evangelio de S. Lucas, que será el evangelista que nos acompañe,
fundamentalmente, en las eucaristías del año que comenzamos. Iniciar un nuevo
ciclo o año litúrgico no significa o no debe significar repetir lo que ya sabemos.
La finalidad del Adviento está en buscar y descubrir a Jesucristo en el mundo
real en el que vivimos, no en el que nosotros quisiéramos. Celebraremos
realmente el Adviento si somos conscientes de nuestras pobrezas y limitaciones
y nos abrimos a la Palabra de Dios, que en Adviento resume las esperas y las
búsquedas del hombre; que nos asegura que esperamos a alguien que va a
llegar y a colmar con su presencia nuestras más profundas aspiraciones.
Iniciemos, por tanto, un nuevo año, despiertos y vigilantes.

San Pablo insta a los cristianos de Tesalónica, que pensaban que la llegada del
Señor era inminente, a que llevaran una vida digna de Cristo, en la que
prevaleciera la caridad por encima de todo, para cuando llegara ese momento
(1Tes 2,12). La generosidad es la virtud que nos conduce a dar y darnos a los
demás de una manera habitual, firme y decidida, buscando su bien y poniendo
a su servicio lo mejor de nosotros mismos, tanto bienes materiales como
cualidades y talentos.

Cuando somos capaces de sentir la felicidad de los demás como propia,


entonces seremos más felices en la vida porque compartiremos no sólo los
propios éxitos y logros sino los de los demás.

¿Por qué nos interesa fomentar la virtud de la generosidad en este


adviento?

Porque experimentaremos que hay más alegría en dar que en recibir, y


podremos optar por una vida de generosidad que nos brindará una mayor
felicidad y realización personal.

Porque descubriremos que el valor de la persona no se mide por la cantidad de


dinero que da sino por la alegría y la generosidad que manifiesta en sus detalles.
La manera de dar vale más que lo que se da. Y así seremos capaces de ver a las
personas no en función de lo que tienen sino de lo que son.

Porque aprenderemos que ser generosos es saber dar, acompañando lo que


damos con ternura, afecto y alegría. Que se debe poner el corazón en cada
acción que nos lleve a compartir y viviremos la verdadera generosidad en
nuestra relación con todas las personas
.
Porque dar es el acto en que se expresa el amor y una persona que sabe amar es
generosa. Comprenderemos que compartir no se limita a dar cosas materiales,
sino que involucra el tiempo, la atención, el amor, los sentimientos, y estaremos
capacitados a amar con madurez y sinceridad, sin egoísmo.

Porque no se trata únicamente de aprender a dar cosas, sino de aprender a darse


uno mismo. Ser generoso no es dar lo que nos sobre, sino dar lo que somos. Este
es el fundamento de la felicidad humana.

Porque es enriquecer a los que nos rodean con nuestros propios valores,
colaborando en la transformación de la sociedad, sin permitir que se
desperdicien los dones y cualidades que Dios ha dado a cada uno.

Porque compartir implica estar atento y saber reconocer la necesidad del otro,
abriéndose a los demás y abriendo el propio interior al amor de los otros.

Porque la solidaridad debe ser una actitud habitual, firme y perseverante de


servicio, de poner atención en las necesidades de los demás, aún a costa de los
beneficios propios.

Porque valorar y ayudar a los compañeros y participar con ellos llevará a la


solidaridad y a la generosidad.

Porque la solidaridad implica un compromiso que en muchas ocasiones nos


obliga a dejar nuestra comodidad e intereses inmediatos por el bien común. Este
compromiso lo debe llevar a buscar siempre los mejores medios,
comprometiendo a la persona para servir y trabajar con generosidad por los
demás.

Porque ser generoso en el servicio a los demás da sentido a la propia vida.

Porque al vivir esta virtud no desde un punto de vista teórico, sino práctico,
lograremos una mayor armonía en la familia y en la sociedad, trabajando y
luchando juntos y capacitaremos a los demás a formar la propia familia con más
posibilidades de estabilidad, éxito y felicidad.

Al contemplar estas cosas, nos dice el evangelista: levantaos, alzad la cabeza;


se acerca vuestra liberación.

El Adviento debe despertarnos el apetito de lo esencial. Las lecturas nos


exhortan a vivir despiertos, cuidando la oración y la confianza. Vivimos tan
embotados con la TV, con internet, las redes sociales, el móvil, etc. que hemos
perdido la capacidad de escucha, la capacidad de estar solos, de recogernos en
la intimidad, de vivir en contemplación, de hacernos las preguntas
fundamentales de la vida, para vernos sin caretas, sin disfraces en lo más
profundo de nuestro ser, para contemplar con ojos nuevos al Dios que viene.
Solamente en el silencio descubrimos el auténtico sentido de nuestra vida, sólo
así podemos mirar nuestro pasado con paz y reconciliación, nuestro presente
con realismo y el futo con esperanza y abrirnos a la voz de Dios y de los
hermanos. Seamos conscientes que, durante el tiempo de espera, ante la dilación
del Señor, nos amenaza constantemente la tentación de la comodidad, del
placer, de la riqueza, del abandono; sólo el que vigila, el que ora, el que no
abandona el servicio, será salvado, porque la vida que una persona lleve ahora
determinará cómo será su comparecencia ante el Hijo del Hombre. No
perdamos la sensibilidad ante la injusticia con los más débiles, llevados por lo
inminente y por lo que la propaganda nos mete por los ojos.

Pidamos especialmente en esta celebración: Ven, Señor.

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