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TEMA 12

EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD. LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS:


CONCEPTO Y CLASES. LA DISCRECIONALIDAD DE LA ADMINISTRACION. EL
PRINCIPIO DE AUTOTUTELA.
SUMARIO:

I.- EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD

I.1.- Introducción
I.2.- Doctrina de la vinculación negativa
I.3.- Doctrina de la vinculación positiva

II.- LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS: CONCEPTO Y CLASES

II.1.- Concepto
II.2.- La potestad y el derecho subjetivo
II.3.- Clases de potestades
II.3.1.- De supremacía general y de supremacía especial
II.3.2.- Regladas y discrecionales
II.4.- Atribución de la potestad

III.- LA DISCRECIONALIDAD DE LA ADMINISTRACION

III.1.- Ambito y límites


III.2.- Justificación
III.3.- Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados
III.4.- Sistemas de control de la discrecionalidad
III.4.1.- El control de los elementos reglados. En especial, el control del fin y la desviación de poder
III.4.2.- El control de los hechos determinantes
III.4.3.- El control de los principios generales del derecho

IV.- EL PRINCIPIO DE AUTOTUTELA

IV.1.- Concepto
IV.2.- Manifestaciones de la autotutela
IV.2.1.- Autotutela conservativa y autotutela agresiva
IV.2.2.- Autotutela declarativa y presunción de legalidad de los actos administrativos
IV.2.3.- Autotutela ejecutiva
IV.3.- Los límites de la autotutela administrativa

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I.- EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD.

I.1.- Introducción.

Lo que distingue a unos Estados respecto de otros, tanto en un tiempo dado como
en diferentes épocas históricas, no es que unos reconozcan y otros aborrezcan el
ideal de un Estado de Derecho, sino lo que unos y otros entienden por Derecho. Es
ahí, en ese terreno material y no estructural, donde las diferencias son
considerables. Cuando se niega a un Estado su condición de Estado de Derecho, se
parte, obviamente, de una determinada concepción ideal del Derecho.

Como se decía en el tema anterior, el Derecho Administrativo surgió como


manifestación de las concepciones jurídicas de la Revolución Francesa, en la que
por parte de los revolucionarios se sostenía que la fuente del Derecho no estaba en
ninguna instancia superior a la comunidad, sino en esta misma, en su voluntad
general, la cual se manifestaba a través de la Ley general.

Por lo que a esta materia interesa, lo sustancial del mecanismo que permanece no
es que la Ley sea general o singular, sino que toda acción singular del poder esté
justificada en una Ley previa. Esta exigencia parte de dos claras justificaciones. Una
más general y de base, la idea de que la legitimidad del poder procede de la
voluntad comunitaria, cuya expresión típica es la Ley. La segunda idea que refuerza
esa exigencia de que toda actuación singular del poder tenga que estar cubierta por
una Ley previa es el principio técnico de la división de los poderes: el Ejecutivo se
designa así porque justamente su misión es “ejecutar” la Ley. Es a esta técnica
estructural precisa a lo que se llama propiamente principio de legalidad de la
Administración: ésta está sometida a la Ley, a cuya ejecución limita sus posibilidades
de actuación.

I.2.- Doctrina de la vinculación negativa.

Según el planteamiento originario del principio de legalidad, la Administración podría


hacer no meramente aquello que la Ley expresamente le autorice, sino todo aquello
que la Ley no prohibe. Más en particular: habría de entenderse que la Administración
puede usar de su discrecionalidad, esto es, de su libre autonomía, en todos aquellos
extremos que la Ley no ha regulado. La discrecionalidad operaría así en el espacio
libre de Ley.

Tal concepto de la discrecionalidad, y correlativamente de la legalidad de la


Administración, ha estado vigente en nuestro país hasta tiempos recientes,
concretamente hasta la entrada en vigor de la ya derogada Ley de la Jurisdicción
Contencioso-Administrativa de 1956.

Se ha llamado con acierto a esta gran concepción de la legalidad de la


Administración, tan decepcionante en sus consecuencias finales, dice García de
Enterría, la doctrina de la vinculación negativa de la Administración por la Ley: ésta
operaría, en efecto, como un límite externo a una básica libertad de determinación.

I.3.- Doctrina de la vinculación positiva.

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Fue el kelsenismo en el plano de la teoría, y dentro de él de manera especial su
administrativista Merkl, quienes pusieron en marcha la primera reacción sistemática
contra esa explicación deficiente de la legalidad de la Administración. La
construcción kelseniana no podía admitir ningún poder jurídico que no fuese
desarrollo de una atribución normativa precedente.

Se forja así, frente a la anterior doctrina de la vinculación negativa, el principio de la


vinculación positiva de la Administración por la legalidad, que hoy puede decirse que
es ya universalmente aceptado.

La Constitución española se inscribe explícitamente en esta dirección utilizando al


efecto fórmulas muy próximas a las que acaban de citarse. Así, y reiterando la idea
ya expresada en el artículo 9.1 –“los ciudadanos y los poderes públicos están
sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”-, el artículo 103.1
establece que la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales
y actúa... “con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”, expresión que obviamente
alude a la necesidad de una conformidad total a las normas. En las Leyes ordinarias
se confirma esta concepción, especialmente en la Ley sobre el Régimen Jurídico de
las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, de 26 de
noviembre de 1992, cuyo artículo 53.2, establece que “el contenido de los actos se
ajustará a lo dispuesto por el ordenamiento jurídico”. En este sentido hay que
entender la consagración del principio de legalidad, como principio básico, en el
artículo 9.3 de la Constitución, el cual por estar incluido en el Título Preliminar del
texto constitucional, tiene el carácter de decisión política fundamental.

Así pues, no hay en el Derecho español ningún espacio franco o libre de Ley en el
que la Administración pueda actuar con un poder ajurídico y libre. Los actos y las
disposiciones de la Administración, todos, han de someterse a Derecho. El Derecho
no es, para la Administración una linde externa que señale hacia fuera una zona de
prohibición y dentro de la cual pueda ella producirse con su sola libertad y arbitrio.
Por el contrario, el Derecho condiciona y determina, de manera positiva, la acción
administrativa, la cual no es válida si no responde a una previsión normativa.

Como ha dicho Ballbe, la conexión necesaria entre Administración y Derecho y la


máxima que lo cifra -lo que no está permitido ha de entenderse prohibido, por
diferencia, dice el mismo autor, del principio que rige en la vida privada de que ha de
entenderse permitido todo lo que no está prohibido- implica que toda acción
administrativa concreta, si quiere tenerse la certeza de que se trata de una válida
acción administrativa, ha de ser examinada desde el punto de vista de su relación
con el orden jurídico. Para contrastar la validez de un acto no hay, por tanto, que
preguntarse por la existencia de algún precepto que lo prohiba, bajo el supuesto de
que ante su falta ha de entenderse lícito; por el contrario, hay que inquirir si algún
precepto jurídico lo admite como acto administrativo.

El principio de legalidad de la Administración opera, pues, en la forma de una


cobertura legal de toda la actuación administrativa: sólo cuando la Administración
cuenta con esa cobertura legal previa su actuación es legítima.

II.- LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS: CONCEPTO Y CLASES.

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II.1.- Concepto

A partir de la Constitución Francesa de 1791 y la Declaración de Derechos del


Hombre y del Ciudadano de 1789, fecha en la que la Administración Pública dejó de
ser la emanación personificada del Soberano y de la de voluntad del Príncipe, las
“potestades administrativas” sirven y pueden ser ejercidas en la medida que cuentan
con una cobertura legal previa. Es la legalidad, precisamente, la que atribuye
potestades a la Administración Pública. Las potestades administrativas han de estar
amparadas por la legalidad, pues sin una atribución previa de potestades no puede
actuar la Administración Pública. De aquí que no puedan ser examinadas las
“potestades administrativas” si no se parte del acatamiento y de la vigencia del
principio de legalidad al que nos hemos referido anteriormente. Es decir, y como
expone García de Enterría, el principio de legalidad de la Administración Pública
constituye una técnica de atribución legal de potestades a la misma.

Por potestad se entiende, en términos generales, aquella situación de poder que


habilita a su titular para imponer conductas a terceros mediante la constitución,
modificación o extinción de relaciones jurídicas o mediante la modificación del
estado material de cosas existente.

II.2.- La potestad y el derecho subjetivo.

La conceptuación más clara y precisa se consigue distinguiendo la potestad del


derecho subjetivo. Ambas figuras son especies de figuras del género de poderes
jurídicos en sentido amplio, esto es, facultades de querer y de obrar conferidas por el
ordenamiento a los sujetos. A partir de este núcleo común, todas las demás notas
son diferenciales entre la potestad y el derecho subjetivo. Así:

a) La potestad tiene su origen siempre en una norma jurídica, que la atribuye


al sujeto titular de ella; el derecho subjetivo emana normalmente de una relación
jurídica concreta (por ejemplo, un contrato), aunque también puede ser otorgado
directamente por una norma (por ejemplo, los derechos fundamentales) e incluso
creado por el ejercicio de una potestad.

b) El derecho subjetivo posee un objetivo específico, concreto y determinado,


siendo su contenido la realización de una conducta igualmente específica y concreta
que es exigible a uno o varios sujetos pasivos (por ejemplo, el pago del precio por el
comprador de la cosa). La potestad, en cambio, posee un objeto genérico no
determinado a priori, consistiendo su contenido en la posibilidad abstracta de
producir efectos jurídicos o materiales sobre un sujeto o un colectivo de sujetos (por
ejemplo, la potestad de expropiar los bienes de cualesquiera particulares).

c) Frente al derecho subjetivo existe siempre, y como correlato lógico del


mismo, una obligación o deber de comportamiento (activo u omisivo) que incumbe a
un sujeto. Frente a la potestad existe, en cambio, una mera situación de sujeción,
esto es, un deber pasivo de soportar en la propia esfera jurídica el ejercicio legitimo
de la potestad; de la potestad no emanan, obligaciones concretas, sino que estas
sólo nacerán como consecuencia del ejercicio de la misma y de las relaciones
jurídicas que dicho ejercicio establezca.

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d) El derecho subjetivo consiste en una posición de poder que se dirige a la
satisfacción de un interés de su propio titular; por ello mismo, su contenido es
libremente modificable por el titular, e incluso renunciable. La potestad, en cambio,
es un poder cuyo beneficiario es una persona distinta a su titular, y que se confiere a
éste para la protección de los intereses de terceros.

e) El derecho subjetivo es, por naturaleza, renunciable y transmisible, salvo


los de carácter personalísimo. La potestad, por el contrario y como consecuencia de
su origen legal y no negocial, es inalienable, intransmisible e irrenunciable.
Justamente porque son indisponibles por el sujeto, el titular de la potestad puede
ejercitarla o no, pero no pueden transferirla.

II.3.- Clases de potestades.

Como cualquier otro concepto jurídico complejo, la potestad es susceptible de


diversas clasificaciones. Las más significativas son las siguientes:

II.3.1.- De supremacía general y de supremacía especial.

Por la relación que existe entre la Administración y los ciudadanos, las potestades
pueden ser de supremacía general y de supremacía especial. Las primeras sujetan
a todos los ciudadanos por su condición abstracta de tales, en cuanto súbditos del
poder público, sin necesidad de títulos concretos. Las segundas sólo son ejercitables
sobre quienes están en una situación organizatoria determinada de subordinación,
derivada de un título concreto (funcionarios, presos, etc.).

II.3.2.- Regladas y discrecionales.

Por su vinculación previa con la norma pueden ser regladas o discrecionales. En la


primera, el ordenamiento jurídico determina exhaustivamente todas y cada una de
las condiciones de su ejercicio. El ejercicio de las potestades regladas reduce a la
Administración a la constatación del supuesto de hecho legalmente definido de
manera completa y a aplicar en presencia del mismo lo que la propia Ley ha
determinado también agotadoramente. Hay aquí un proceso aplicativo de la Ley que
no deja resquicio a juicio subjetivo alguno salvo a la constatación o verificación del
supuesto mismo para contrastarlo con el tipo legal.

Por diferencia con esa manera de actuar, el ejercicio de las potestades


discrecionales de la Administración comporta un elemento sustancialmente diferente:
la inclusión en el proceso aplicativo de la Ley de una estimación subjetiva de la
propia Administración con la que se completa el cuadro legal que condiciona el
ejercicio de la potestad o su contenido particular. Ha de notarse, sin embargo, que
esa estimación subjetiva no es una facultad extra-legal, es, por el contrario, una
estimación cuya relevancia viene de haber sido llamada expresamente por la Ley
que ha configurado la potestad y que se la ha atribuido a la Administración
justamente con ese carácter. Por eso la discrecionalidad, frente a lo que pretendía la
antigua doctrina, no es un supuesto de libertad de la Administración frente a la
norma; más bien, por el contrario, la discrecionalidad es un caso típico de remisión

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legal: la norma remite parcialmente para completar el cuadro regulativo de la
potestad y de sus condiciones de ejercicio, a una estimación administrativa.

II.4.- Atribución de la potestad.

La atribución de potestades a la Administración tiene que ser, en primer término,


expresa. La exigencia de una explicitud en la atribución legal no es más que una
consecuencia del sentido general del principio, que requiere un otorgamiento
positivo sin el cual la Administración no puede actuar.

El segundo requisito de la atribución de potestad es que ésta ha de ser específica.


Todo poder atribuido por la Ley, ha de ser en cuanto a su contenido un poder
concreto y determinado; no caben poderes inespecíficos, indeterminados, totales
dentro del sistema conceptual de Estado de Derecho.

Por otra parte, las potestades administrativas ni son, ni pueden lógicamente ser,
ilimitadas, incondicionadas y absolutas, sino estrictamente tasadas en su extensión y
en su contenido, y sobre esta limitación se articula una correlativa situación
jurídico-activa de los ciudadanos. La legalidad define y atribuye potestades a la
Administración. La acción administrativa en el ejercicio de tales potestades, creará,
modificará o extinguirá relaciones jurídicas concretas.

III.- LA DISCRECIONALIDAD DE LA ADMINISTRACION.

III.1.- Ambito y límites

La existencia de una medida en las potestades discrecionales, es capital. La


remisión de la Ley al juicio subjetivo de la Administración no puede ser total. En
efecto, si resulta que el poder es discrecional en cuanto que es atribuido como tal
por la Ley a la Administración, resulta que esa Ley ha tenido que configurar
necesariamente varios elementos de dicha potestad y que la discrecionalidad,
entendida como libertad de apreciación por la Administración, sólo puede referirse a
algunos elementos, nunca a todos, de tal potestad. Así lo decía el Preámbulo de la
derogada Ley Jurisdiccional de 1956: “La discrecionalidad no puede referirse a la
totalidad de los elementos de un acto, a un acto en bloque..., la discrecionalidad, por
el contrario, ha de referirse siempre a alguno o algunos de los elementos del acto”.

En concreto, puede decirse que son cuatro, por lo menos, los elementos reglados
por la Ley en toda potestad discrecional: la existencia misma de la potestad, su
extensión, la competencia para actuarla y, por último, el fin, porque todo poder es
conferido por la Ley como instrumento para la obtención de una finalidad específica,
la cual estará normalmente implícita y se referirá a un sector concreto de las
necesidades generales, pero que en cualquier caso tendrá que ser necesariamente
una finalidad pública. Además de estos cuatro elementos preceptivamente reglados
puede haber en la potestad otros que lo sean eventualmente: tiempo u ocasión de
ejercicio de la potestad, forma de ejercicio, fondo parcialmente reglado. De este
modo, el ejercicio de toda potestad discrecional es un compositum de elementos
legalmente determinados y de otros configurados por la apreciación subjetiva de la
Administración.

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III.2.- Justificación

La existencia de potestades discrecionales es una exigencia indeclinable del


gobierno humano: éste no puede ser reducido a un simple juego automático de
normas. La necesidad de apreciaciones de circunstancias singulares, de estimación
de oportunidad concreta en el ejercicio del poder público, es indeclinable. Hay por
ello potestades que en sí mismas son y no pueden dejar de ser en buena parte
discrecionales, por su propia naturaleza; así la potestad reglamentaria, la potestad
organizativa o las potestades directivas de la economía o, en general, todas aquellas
que implican ejercicio de opciones respecto de soluciones alternativas.

III.3.- Discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados.

Para determinar con precisión el ámbito de libertad estimativa que comporta la


discrecionalidad, resulta capital distinguir ésta del supuesto de aplicación de los
llamados conceptos jurídicos indeterminados. Por su referencia a la realidad, los
conceptos utilizados por las leyes pueden ser determinados o indeterminados. Los
conceptos determinados, delimitan el ámbito de realidad al que se refieren de una
manera precisa e inequívoca. Por el contrario, con la técnica del concepto jurídico
indeterminado, la ley refiere una esfera de realidad cuyos límites no aparecen bien
precisados en su enunciado, no obstante lo cual es claro que intenta delimitar un
supuesto concreto. La ley no determina con exactitud los límites de esos conceptos
porque se trata de conceptos que no admiten una cuantificación o determinación
rigurosas, pero en todo caso es manifiesto que se está refiriendo a un supuesto de la
realidad que, no obstante la indeterminación del concepto, admite ser precisado en
el momento de la aplicación. La ley utiliza conceptos tales como experiencia,
incapacidad, buena fe, justo precio, etc. porque las realidades referidas no admiten
otro tipo de determinación mas precisa. Lo esencial del concepto jurídico
indeterminado es que la indeterminación del enunciado no se traduce en una
indeterminación de las aplicaciones del mismo, las cuales sólo permiten una unidad
de solución justa en cada caso.

Las diferencias con la discrecionalidad son:

a) Los conceptos jurídicos indeterminados sólo presentan una unidad de


solución justa en cada caso. El ejercicio de la potestad discrecional permite una
pluralidad de soluciones justas.

b) La aplicación de conceptos jurídicos indeterminados es un caso de


aplicación de la ley, puesto que se trata de subsumir en una categoría legal unas
circunstancias reales determinadas. La discrecionalidad es esencialmente una
libertad de elección entre alternativas igualmente justas y la decisión se fundamenta
en criterios extrajurídicos no incluidos en la ley y remitidos al juicio subjetivo de la
Administración.

c) En el supuesto de concepto indeterminado, es posible que el juez revise la


apreciación del concepto realizado por la Administración desde su función aplicativa
de la ley. En cambio, el juez no puede fiscalizar la decisión discrecional, puesto que,

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sea ésta del sentido que sea, si se ha producido dentro de los límites de la remisión
legal a la apreciación administrativa, es necesariamente justa.

Sobre esta base se observa que una buena parte de los supuestos tradicionalmente
tenidos por atribuciones de potestad discrecional por las leyes, no son sino el
enunciado de simples conceptos jurídicos indeterminados. Hoy se ve que justamente
en tales casos la discrecionalidad está excluida, y que más que remitir la ley a una
decisión libre de la Administración, se trata, por el contrario, de delimitar una única
solución justa, cuya búsqueda reglada debe hacer la Administración cuando a ella
corresponde su aplicación, y cuyo control último, por ser un control de legalidad, es
accesible al Juez. Así, conceptos como urgencia, orden público, justo precio, etc., no
permiten en su aplicación una pluralidad de soluciones justas, sino una sola solución
en cada caso.

III.4.- Sistemas de control de la discrecionalidad

El asedio a la inmunidad judicial de la discrecionalidad resume uno de los capítulos


más importantes de la evolución del Derecho Administrativo. La discrecionalidad es
inicialmente equiparada a los actos de imperio, categoría opuesta a la de actos de
gestión, y respecto de la misma no se admitía recurso contencioso-administrativo.
En España, el control de la actividad discrecional se inició con la Ley de la
Jurisdicción Contencioso-Administrativo de 1956.

En la actualidad, frente al ejercicio de las potestades discrecionales por la


Administración, dice García de Enterría, son operantes tres técnicas diversas:
control de los elementos reglados del acto discrecional y en particular la desviación
de poder; control de los hechos determinantes; control por los principios generales
del Derecho.

III.4.1.- El control de los elementos reglados. En especial, el control del fin y la


desviación de poder.

En todo acto discrecional hay elementos reglados suficientes como para no


justificarse de ninguna manera una abdicación total del control sobre los mismos
(existencia y extensión de la potestad, competencia del órgano, formas y
procedimientos, fin, tiempo, fondo parcialmente reglado). El control de estos
elementos reglados permite, pues, un primer control externo de la regularidad del
ejercicio de la potestad discrecional. La discrecionalidad, justamente porque es una
potestad atribuida como tal por el ordenamiento, sólo puede producirse
legítimamente cuando respeta esos elementos reglados que condicionan tal
atribución.

Esta técnica de control es un hallazgo de la jurisprudencia del Consejo de Estado


francés, según el cual todo acto administrativo debe dirigirse a la consecución de un
fin determinado por la norma que atribuye la potestad para actuar.

En nuestro Derecho el artículo 70 de la actual Ley Jurisdiccional, reiterando casi


textualmente lo que decía la anterior Ley, dispone que “la sentencia estimará el
recurso contencioso-administrativo cuando la disposición, la actuación o el acto
incurrieran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de

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poder”(art. 70.2), añadiéndose en el punto 3 que “Se entiende por desviación de
poder el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por
el ordenamiento jurídico”.

Para que se produzca desviación de poder no es necesario que el fin perseguido


sea un fin privado, un interés particular del agente o autoridad administrativa, sino
que basta que dicho fin, aunque público, sea distinto del previsto y fijado por la
norma que atribuya la potestad.

El vicio de desviación de poder es un vicio de estricta legalidad. Lo que se controla a


través de esta técnica es el cumplimiento del fin concreto que señala la norma
habilitante y ese control se realiza mediante criterios jurídicos estrictos y no
mediante reglas morales. Por eso, precisamente, es por lo que la desviación de
poder no se reduce a los supuestos en que el fin realmente perseguido es un fin
privado del agente, sino que se extiende, como ya se ha dicho, a todos los casos en
que, abstracción hecha de la conducta del agente, es posible constatar la existencia
de una divergencia entre los fines realmente perseguidos y los que, según la norma
aplicable, deberían orientar la decisión administrativa. El articulo 106.1 de la
Constitución subraya expresamente esta idea cuando encomienda a los Tribunales
el control de la legalidad de la actuación administrativa, asi como del sometimiento
de ésta a los fines que la justifica, fines que, obviamente, son distintos en cada caso
concreto.

En cualquier caso, es evidente que la dificultad mayor que comporta la utilización de


la técnica de la desviación de poder es la de la prueba de la divergencia de fines que
constituye su esencia. Fácilmente se comprende que esta prueba no puede ser
plena, ya que no es presumible que el acto viciado confiese expresamente que el fin
que lo anima es otro distinto del señalado por la norma. Consciente de esta
dificultad, asi como de que la exigencia de un excesivo rigor probatorio privaría
totalmente de virtualidad a la técnica de la desviación de poder, la jurisprudencia
suele afirmar que para que pueda declararse la existencia de esa desviación es
suficiente la convicción moral que se forme el Tribunal a la vista de los hechos
concretos que en cada caso resulten probados, si bien no bastan las meras
presunciones, ni suspicaces interpretaciones del acto de autoridad y de la oculta
intención que lo determina.

III.4.2.- El control de los hechos determinantes.

Toda potestad discrecional se apoya en una realidad de hecho que funciona como
presupuesto fáctico de la norma de cuya aplicación se trata. Este hecho ha de ser
una realidad como tal hecho (existencia de la vacante, aparcamiento en lugar
prohibido, etc.) y ocurre que la realidad es siempre una y sólo una. La valoración de
la realidad podrá, acaso, ser objeto de una facultad discrecional, pero la realidad, co -
mo tal, si se ha producido el hecho o no se ha producido y cómo se ha producido,
esto ya no puede ser objeto de una facultad discrecional.

Consecuentemente, la existencia y características de los hechos determinantes


escapan a toda discrecionalidad y el control de aquellos hechos queda en cualquier
caso remitido a lo que resulte de la prueba que pueda practicarse en el proceso
correspondiente.

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III.4.3.- El control de los principios generales del derecho.

Los principios generales del derecho ofrecen una última posibilidad de control de la
discrecionalidad. La Administración no es un poder soberano, sino una organización
subalterna al servicio de la comunidad, y por esta simplísima e incontestable razón
no puede pretender apartar en un caso concreto, utilizando una potestad
discrecional, la exigencia particular y determinada que dimana de un principio gene -
ral del Derecho en la materia de que se trate. No tiene sentido por ello pretender
ampararse en una potestad discrecional para justificar una agresión administrativa al
orden jurídico, a los principios generales, que no sólo forman parte de éste, sino
mucho más, lo fundamentan y lo estructuran, dándole su sentido propio por encima
del simple agregado de preceptos casuísticos.

Los principios generales del derecho proporcionan, por ello, otros tantos criterios que
habrán de ser tenidos en cuenta a la hora de enjuiciar las actuaciones
discrecionales. Conviene recodar a este propósito que los principios generales del
derecho son una condensación de los grandes valores jurídicos materiales que
constituyen el substratum del ordenamiento y de la experiencia reiterada de la vida
jurídica.

El control de la discrecionalidad a través de los principios generales no consiste, por


tanto en que el juez sustituya el criterio de la Administración por su propio y subjetivo
criterio. De lo que se trata realmente es de penetrar en la decisión enjuiciada hasta
encontrar una explicación objetiva en que se exprese un principio general,

IV.- EL PRINCIPIO DE AUTOTUTELA.

IV.1.- Concepto

El carácter de poder público de la Administración se manifiesta especialmente en el


privilegio de la autotutela. Este principio significa que la Administración está
capacitada, como sujeto de derecho, para tutelar por sí misma sus propios intereses,
incluso sus pretensiones de modificar las situaciones jurídicas, eximiéndose de este
modo de la necesidad, común a los demás sujetos, de recabar una tutela judicial.

IV.2.- Manifestaciones de la autotutela.

La autotutela no tiene una única manifestación, sino que se manifiesta de diversas


formas y a ellas nos vamos a referir a continuación.

IV.2.1.- Autotutela conservativa y autotutela agresiva

Esta distinción nos sirve para expresar desde una perspectiva material la amplitud
de la autotutela administrativa. La tutela conservativa protege una situación dada,
resiste a la pretensión de un tercero de alterar dicha situación, propugna, por tanto,
una omisión. Por el contrario, la tutela activa o agresiva tiene por contenido una
conducta positiva y por resultado una mutación en el actual estado de cosas, aunque
actúe en protección de una situación previa.

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La autotutela de la Administración se extiende a ambos aspectos. Ejemplo de la
autotutela conservativa es el interdictum proprium, la protección de sus situaciones
posesorias por medio de la coacción propia que deshace las perturbaciones que a
dichas situaciones ocasiona un tercero, restableciendo la posesión, o la facultad
interpretativa de los contratos de la Administración, que ejercita ejecutoriamente.

La autotutela agresiva puede actuar por vía de satisfacción de un derecho


preexistente, por ejemplo, mediante la acción directa sobre el patrimonio del
obligado (procedimiento de apremio, art. 97 LRJPAC), o por ejecución subsidiaria
(art. 98 LRJPAC), supuestos los dos en que la satisfacción del derecho se realiza
mediante la creación de situaciones jurídicas nuevas o la transformación de las
existentes.

IV.2.2.- Autotutela declarativa y presunción de legalidad de los actos administrativos.

Todos los actos administrativos, salvo aquellos a los que expresamente la Ley se lo
niegue, son ejecutorios; esto es, obligan al inmediato cumplimiento, aunque otro
sujeto discrepe sobre su legalidad. Como veremos, esta eventual discrepancia ha de
instrumentarse precisamente como una impugnación del acto, impugnación que no
suspende por ello la obligación de cumplimiento ni su ejecución. Esta cualidad de los
actos de la Administración se aplica, en principio, con la excepción citada, a todos
los que la Administración dicte, bien sean en protección de una situación
preexistente, bien innovativos de dicha situación, creadores de situaciones nuevas,
incluso gravosas para el destinatario privado. La Administración puede, por tanto,
modificar unilateralmente las situaciones jurídicas sobre las que actúa.

Por ello se dice que la decisión administrativa se beneficia de una “presunción de


legalidad” que la hace de cumplimiento necesario, sin necesidad de tener que
obtener ninguna sentencia declarativa previa.

De esa “presunción de legitimidad” de las decisiones administrativas derivan una


serie de consecuencias importantes:

a) La declaración administrativa que define una situación jurídica nueva crea


inmediatamente esta situación, como precisa el artículo 57.1 LRJPAC: “Los actos de
las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo se presumirán
válidos y producirán efectos desde la fecha en que se dicten”. El particular a quien
afecte tal declaración administrativa resulta, desde el momento en que ésta se le
notifica, titular del derecho o de la obligación declarada por la Administración por la
fuerza misma de la declaración.

b) La presunción de legalidad de la decisión es, no obstante, iuris tantum y no


definitiva. No tiene, pues, el acto de la Administración el valor definitivo de una
sentencia declarativa, de modo que es erróneo técnicamente hablar, como se ha
hecho, de “fuerza de cosa juzgada”. La “presunción de legalidad” del acto opera en
tanto que los interesados no la destruyan, para lo cual tendrán que impugnarlo
mediante las vías de recurso disponibles y justificar que el acto, en realidad, no se
ajusta a derecho. Esto supone, que, como regla general, en el proceso
administrativo los ciudadanos quedan gravados con la carga de recurrir, de actuar

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como demandantes, para deshacer esa presunción previa de validez de que se
beneficia la Administración, actuando ésta, en consecuencia, como demandada.

IV.2.3.- Autotutela ejecutiva.

Esta expresión de autotutela va más allá que la anterior. Aparte de eximirse a la


Administración de la carga de obtener una sentencia declarativa, se le exime
igualmente de la de obtener una sentencia ejecutiva, facultándola para el uso directo
de su propia coacción, sin necesidad de recabar el apoyo de la coacción
judicialmente. Así como la autotutela declarativa se manifiesta en una declaración o
en un acto, la ejecutiva supone el paso al terreno de los hechos, del comportamiento
u operaciones materiales, concretamente al uso de la coacción frente a terceros.

La autotutela ejecutiva puede referirse, y es normal, a la ejecución forzosa de los


propios actos de la Administración cuyos destinatarios se resistana su cumplimiento
voluntario; es lo que proclama la cláusula general del articulo 95 LRJPAC al decir
que “Las Administraciones Públicas, a través de sus órganos competentes en cada
caso, podrán proceder, previo apercibimiento, a la ejecución forzosa de los actos
administrativos, salvo en los supuestos en que se suspenda la ejecución de acuerdo
con la ley, o cuando la Constitución o la ley exijan la intervención de los Tribunales”.
El acto administrativo juega aquí como “titulo ejecutivo”, de modo que la ejecución
intenta llevarlo coactivamente a cumplimiento pleno.

Ha de notarse, en fin, que este tipo de autotutela sigue siendo también previa y no
definitiva, de modo que el hecho de su aplicación no excluye tampoco el eventual
conocimiento ulterior de los Tribunales Contencioso-Administrativos, conocimiento
que puede referirse tanto a la validez del acto que ha juzgado como título ejecutivo,
como a la validez misma de la ejecución forzosa y a la observancia de sus límites.
En este sentido, podría hablarse también de una presunción de legalidad de las eje-
cuciones administrativas, con el mismo carácter de la institución expuesta más atrás
para los actos. La estimación del recurso supondrá aqui una restitutio in integrum,
total o parcial, in natura o por la via indemnizatoria si la primera no fuese ya posible.

IV.3.- Los límites de la autotutela administrativa.

Al enunciar las distintas manifestaciones en que se concreta el sistema de autotutela


administrativa se advierte que no faltan en los textos legales en que encuentran su
apoyo algunas excepciones y reservas muy localizadas, pero no por ello menos
importantes.

La prohibición de interdictos contra la Administración ya referida, por ejemplo, por el


articulo 101 LRJPAC a las “actuaciones de los órganos administrativos realizadas en
materia de su competencia y de acuerdo con el procedimiento legalmente
establecido”, tiene sus límites, y así cuando la Administración no actúe con la
necesaria cobertura jurídica, se produce lo que se conoce como “vía de hecho”, en
cuyo caso los particulares, previo requerimiento a la Administración, pueden
presentar recurso contencioso-administrativo. Al mismo tiempo, en estos supuestos
se puede solicitar del Juez la suspensión de la actuación de la Administración, la
cual será concedida salvo que no se de la vía de hecho, o la suspensión ocasione

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una perturbación grave de los intereses generales o de terceros (arts. 36 y 136 de la
Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativo de 13 de julio de 1998).

Por su parte, la vinculación de la Administración a sus propios actos declarativos de


derechos le impide también formalmente volver contra ellos por otros de signo
contrario, a menos que se trate de actos radicalmente nulos (art. 102 LRJPAC),
siempre que, además, el Consejo de Estado u órgano consultivo de la Comunidad
Autónoma aprecie la existencia del vicio en el que el intento de revocación pretende
apoyarse. En los demás casos la anulación de los actos declarativos de derechos
requieren la declaración previa de lesividad para el interés público antes de que
transcurran cuatro años y la ulterior impugnación ante la jurisdicción contencioso-
administrativa, en la que la Administración debe comparecer como simple
demandante, postulando de los Tribunales la declaración de nulidad del acto que
considera lesivo.

El llamado interdictum proprium, es decir, la facultad de la Administración de


recuperar o reivindicar por si misma sus propios bienes patrimoniales o de dominio
público, está igualmente sometida a limites estrictos, más allá de los cuáles la
Administración está obligada a acudir ante los Tribunales ordinarios como cualquier
particular. Cuando de bienes patrimoniales se trata, la reivindicación en via
administrativa sólo es posible en relación a las usurpaciones de antiguedad no
superior a un año. Incluso cuando se trata de bienes de dominio público, la
procedencia de la reivindicación administrativa, aunque no sometida a plazo
temporal alguno, depende de que conste de modo indudable la titularidad demanial
de los bienes usurpados, ya que, de otro modo, se mantiene la compe tencia de los
Tribunales ordinarios y la correlativa necesidad de ejercitar ante ellos la acción
reivindicatoria que reconoce a todo propietario el artículo 348 Código Civil.

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