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Autor: Washigton Irving

La llamada «Plaza de los Aljibes» es una gran explanada que se

extiende frente al palacio de la Alhambra. Ese nombre lo debe a los

depósitos de agua que, en tiempos ya muy lejanos, cavaron los árabes

en su interior. Y allí, en un rincón, se encuentra un pozo morisco,

abierto en la roca viva y tan profunda que su agua es la mejor que se

puede encontrar en toda Granada, fría como el hielo y transparente

como el más puro cristal.

Alrededor de ese pozo había en tiempos pasados, unos bancos en los

que solían sentarse los vagabundos, los ancianos, los curiosos y

chismosos... y también las comadres, que gustan más de la charla que

del trabajo del hogar, así como las doncellas desocupadas y las

criadas holgazanas. Porque a ese pozo acudían todos los azacanes o

aguaderos de la ciudad. Y es sabido que esos hombres, que

continuamente andan por la ciudad vendiendo el agua que llevan en


grandes cántaros sobre sus propios hombros o sobre las espaldas de

sus borricos, son los que mejor y más pronto tienen conocimiento de

cuanto acontece en las ciudades. Como que a la mayoría les gusta

charlar, no dejaban de contestar ampliamente a cuantas preguntas se

les hacían, acerca de las últimas noticias. Con lo cual ese pozo se

había llegado a convertir en lugar de reunión de todos aquellos a los

que interesaba más lo que sucedía en casa de sus vecinos que en la

suya propia.

Entre los aguadores que, en los tiempos en los que se sitúa nuestra

leyenda acudían con regularidad a ese pozo, en busca de agua fresca

para vender después por toda la ciudad, destacaba por su simpatía, su

honradez y su laboriosidad, un hombre de poca estatura, pero anchas

espaldas y complexión robusta, llamado Pedro Gil. Pero todos le

conocían con el sobrenombre de «Peregil», así como también por el

de «El gallego», por ser originario de una provincia de Galicia.

«Peregil» había comenzado su negocio poseyendo un sólo cántaro de

barro, que se cargaba al hombro. Pero, como ya dijimos, se trataba de

un hombre trabajador y, poco a poco, pudo adquirir otros cántaros y


también realizar el sueño de todo aguador: poseer un borrico en el que

cargar la mercancía.

Era el aguador más popular de toda la ciudad. Siempre atento,

siempre alegre y discreto, despertaba la simpatía de todos sus clientes

y a todos les gustaba intercambiar unas frases con él, porque tenía

buenas ocurrencias y chispeantes respuestas. Y todos cuantos le

conocían aseguraban que era el hombre más feliz de Granada.

Sin embargo, ¡cuán equivocados estaban! Bajo su carácter siempre

alegre, jovial y cortés, el pobre «Peregil» ocultaba muchas

preocupaciones. A pesar de que ningún otro le aventajaba en su oficio

y que por esa razón ganaba más dinero que ninguno, pasaba muchos

apuros para sacar adelante a su numerosa familia. No sólo por lo

numerosa, sino también porque su mujer, que, antes de casarse, tenía

fama de muy hermosa, era coqueta y presumida. En lugar de

ayudarle, sólo le creaba problemas. Muchas veces, en vez de comprar

con el dinero que «Peregil» ganaba con tanto esfuerzo pan y otros

alimentos para los hijos, adquiría adornos y fruslerías para ella.

Además, era desaliñada y poco trabajadora y a menudo en lugar de

cuidar de la casa, se marchaba a casa de las vecinas, a charlar.


«Peregil», sin embargo, tenía una paciencia de santo y comprendía y

disculpaba a su mujer, sin reprocharle casi nunca su conducta. Y,

cuando lograba ahorrar algunos céntimos, se llevaba con él a todos

los hijos, a los que quería entrañablemente. Juntos pasaban algunas

horas en el campo, jugando, corriendo y saltando, y gozando al final

de una buena merienda a base de pan y frutos secos.

Una noche de verano, cuando hacia rato que había anochecido y la

mayoría de los aguadores se habían retirado ya a sus casas,

«Peregil» advirtiendo que la noche se presentaba muy calurosa, pensó

que aún podría redondear el jornal de aquel día, si hacía un último

camino hasta la fuente.

«Todavía queda mucha gente a la puerta de sus casas, porque hoy el

calor es demasiado fuerte para retirarse pronto a descansar -se dijo-.

Si me acerco a la «Plaza de los Aljibes» para llenar de nuevo mis

cántaros, estoy seguro de que conseguiré vender toda el agua. ¡Y los

céntimos que gane en esa ronda pagarán la merienda del domingo de

los niños!» Dicho y hecho. El laborioso aguador emprendió

rápidamente el camino, arrastrando tras sí su borrico y pronto llegó al

pozo que estaba completamente desierto, con excepción de un


solitario personaje que vestía un traje moro y cuya silueta iluminaba

débilmente la luz de la luna.

La figura tenía un algo de espectral que, por un instante, sorprendió y

casi atemorizó al aguador. Pero el moro le hizo señas de que se

acercara.

- Apiádate de un pobre hombre enfermo y solo -le dijo-. Si me ayudas

a regresar a la ciudad, prometo recompensarte con generosidad.

El buen corazón de «Peregil» se movió a compasión y contestó,

decidido:

- ¡Líbreme Dios de pecar ningún pago por un sencillo acto de

humanidad!. Haréis el camino subido encima de mi borrico-. Ayudó al

moro a subirse al animal, pero tan enfermo y agotado parecía estar el

hombre, que si «Peregil» no le hubiera sostenido, a cada recodo del

camino se hubiera caído de la montura.

Cuando por fin llegaron a la ciudad, le preguntó a dónde quería que le

llevase.

- ¡Soy muy infortunado! -exclamó el moro-. No tengo en la ciudad

parientes ni amigos, ni mucho menos casa o habitación. ¿No podrías


dejarme pasar la noche bajo el techo de tu hogar, buen hombre? Te

recompensaré por tu hospitalidad...

Aunque «Peregil» sabía que a su mujer no habría de gustarle tener en

el hogar a un huésped moro, su corazón misericordioso y sus

humanitarios sentimientos, no podían negarse a aquella petición. Y,

así, condujo al moro hasta su casa. Los chiquillos, que al oírle llegar

corrieron a su encuentro, retrocedieron aterrorizados cuando le vieron

en compañía de un desconocido. Su mujer, en cambio, se indignó,

como él ya había imaginado.

¿Cómo te atreves a traer a tu hogar a un moro...? ¡La desdicha caerá

sobre nuestras cabezas y sobre las de nuestros hijos! gritó.

- Cállete y no alborotes, si no quieres llamar la atención de los vecinos.

Es de buenas personas no negar el auxilio a un pobre hombre

enfermo y solo, expuesto a morir en medio de la noche.

Ayúdame a entrarlo en la casa, porque apenas se tiene en pie.

La mujer siguió murmurando y rezongando, pero el aguador tenía

convicciones muy firmes y no le hizo el menor caso. Y, con mucha

caridad, ayudó al hombre a descabalgar y le acompañó, después


hasta el sitio más fresco de la casa, donde, en su pobreza, sólo pudo

ofrecerle como lecho una humilde estera que extendió sobre el suelo,

dándole después una piel de oveja para que se cubriera, cuando

llegaran las horas frías de la madrugada. Pero, a los pocos momentos,

el moro fue presa de grandes temblores y violentas convulsiones, y el

pobre aguador no sabía qué hacer para aliviarle, limitándose a

ofrecerle un cocimiento de hierbas. El enfermo pareció advertir su

desvelo, y durante unos momentos en que su estado pareció mejorar,

le habló en voz baja:

- Voy a morir - le dijo -. Advierto que la vida no tardará en

abandonarme. Toma. En premio a tu gran corazón y generosos

sentimientos, te lego esa cajita de madera.

Y al tiempo que pronunciaba esas palabras, se abrió el albornoz con el

que se cubría y sacó de su pecho una pequeña caja de madera de

sándalo, tallada en forma de cofre.

- La guardaré si ese es tu deseo. Pero confío en que sanarás y

entonces te la devolveré -afirmó «Peregil»,


- No, amigo. ¡Quiera Dios concederte a ti mucha salud, para gozar de

lo que la fortuna quiera proporcionarte! Te lo mereces por tu buen

corazón - replicó el moro. Y parecía que quería añadir algo más, en

relación con la cajita, pero las convulsiones aparecieron de nuevo y no

tardó en inclinar la cabeza y morir.

La mujer del aguador se puso como una loca cuando se enteró.

- ¿Qué sucederá ahora? ¡La justicia dirá que fuimos nosotros los que

le asesinamos y nos llevarán presos, cuando alguien descubra ese

cadáver en nuestra casa!

- Cálmate, mujer - dijo su marido-. Nadie le ha visto entrar en nuestra

casa y aún no es de día. Sacaré su cadáver fuera de la ciudad y le

enterraré a orillas del Genil. No tiene parientes ni amigos, según me

dijo, así que nadie le buscará.

Pero la suerte no le acompañó. Enfrente mismo de su casa vivía un

barbero entrometido y chismoso, y también muy ruin y envidioso,

llamado Pedrillo Pedrugo. Decíase de él que siempre dormía con un

ojo abierto y una oreja destapada, para que no se le escapara nada de

cuanto a su alrededor sucedía, ni aún en sueños. Por esa razón, tenía


más clientes que ningún otro barbero de la ciudad, aunque su

clientela, como es de suponer, era tan ruin como él mismo.

Y aquella noche le sorprendió oír llegar a «Peregil» más tarde de lo

acostumbrado, por lo cual atisbó tras una de las ventanas. Y su

sorpresa aumentó al ver cómo el aguador ayudaba a bajar de su

borrico a un moro y lo introducía en su propia casa.

Naturalmente ya no volvió a acostarse. Permaneció varias horas

pendiente del menor ruido, que pudiera llegar de casa de su vecino y

así pudo comprobar que quedaba una luz encendida. También vio

cómo por fin su vecino volvía a salir arrastrando tras de sí al borrico,

con un extraño bulto atravesado sobre su lomo.

El curioso barbero estaba tan intrigado que se apresuró a salir a su

vez y, en silencio y con mucha cautela, para no ser descubierto, siguió

los pasos de «Peregil», pudiendo verle mientras cavaba un hoyo en

las orillas del río y enterraba en él al moro. Después regresó

apresuradamente a su casa, para no ser descubierto por el aguador, y

esperó con impaciencia que amaneciera para dirigirse a casa del

alcalde de la ciudad, uno de sus mejores clientes.


Cuando llegó, el alcalde acababa de levantarse pero, como de

costumbre, le acogió con agrado, porque siempre gustaba de oír sus

chismes.

-¡Hay gente que trabaja con mucha rapidez! - exclamó el barbero

mientras enjabonaba las barbas de su cliente-. ¡Robo, asesinato y

entierro, todo en una noche!

- ¿Qué dices...? - exclamó el alcalde -. ¿Es eso un sueño o es

realidad...?

- Realidad, señor, realidad. Resulta que mi vecino «Peregil», «El

gallego», ha robado y asesinado a un moro, y después lo ha enterrado

a orillas del Genil. Y todo en unas horas. ¡Yo mismo lo he visto, con

mis propios ojos!

- Explícate bien - dijo el alcalde-. Quiero saber con detalles todo eso

de que hablas.

El barbero no se hizo rogar. Y el alcalde pronto ideó un plan. Porque

no se trataba de un hombre bueno, ni amante de la justicia, sino del

más déspota y al mismo tiempo más ambicioso y poco escrupuloso

que jamás haya existido. Y así, en lugar de pensar que si hubo delito,
había que prender al delincuente y llevarle ante la justicia, él se decía

que lo importante era recuperar lo robado... en su propio beneficio,

naturalmente.

En cuanto el barbero hubo terminado su trabajo, mandó llamar a su

alguacil más fiel, un hombre tan ambicioso y malo como él, y cuya

negra figura, pues siempre solía llevar una ancha capa y un sombrero

de ala grande, tan negra la primera como el segundo, inspiraban temor

y repulsión a todas las gentes honradas de la ciudad. Y cuando ese

hombre llegó a su presencia, le contó en pocas palabras lo que a su

vez le había contado del barbero, ordenándole que prendiera al

aguador «Peregil» y le llevara inmediatamente a su presencia.

El alguacil marchó con gran presteza a cumplir las órdenes, y al poco

rato encontró a «Peregil» pregonando su mercancía por las calles. Se

apresuró a llevarle a él y a su borrico, a presencia del señor alcalde.

- ¡Eres un criminal! -le gritó el alcalde en cuanto le tuvo ante sí-. No

intentes negar tu delito. Lo sé todo. Pero has tenido suerte al tropezar

conmigo. Soy misericordioso. Y así, te ayudaré, si me entregas todo

cuanto le robaste al moro, antes de enterrarle.


«Peregil», cayendo de rodillas frente a él, aseguró una y otra vez que

era completamente inocente. Y contó toda la historia, sin omitir detalle.

- ¿Afirmas, entonces, que el moro no poseía ningún tesoro, ni una sola

moneda de oro? -preguntó el alcalde, mirándole fijamente a los ojos-.

Pues bien, ¡no te creo! En tu cara leo que eres un hombre codicioso.

¡Estoy seguro de que le mataste para mejor robarle.

- No, no, señor. El moro, que ya estaba muy enfermo cuando yo le di

albergue en mi humilde morada, no poseía más que una cajita de

madera, tallada en forma de cofre, que me regaló en agradecimiento.

Pero todavía no la he abierto y no sé qué cosa puede contener...

- Conque un cofre, ¿eh? Y ¿dónde está? ¿Dónde lo has ocultado,

miserable? -exclamó el alcalde, pensando que aquella cajita bien

podía contener alguna joya valiosa o un buen puñado de onzas de oro.

- No la he escondido, señor. Está a vuestra disposición, en una de las

bolsas que lleva mi asno sobre los costados.

Apenas el aguador había terminado de decir esas palabras, ya corría

el alguacil en busca de la cajita de sándalo, que se apresuró a abrir

por indicación de su señor. Pero, con gran desilusión por parte de


todos, en su interior sólo aparecían un rollo de pergamino, escrito con

caracteres árabes, y un trozo de vela de color amarillento.

- ¡Bah!... - exclamaron a un tiempo el alcalde, el alguacil y el barbero,

en tono despectivo. Y el alcalde, convencido de que el aguador decía

la verdad, y sobre todo, advirtiendo que en aquel asunto no ganaría ni

oro ni joya alguna, le dejó marchar. Incluso le dejó que se llevara con

él la cajita de sándalo, con el pergamino y el trozo de vela. Pero se

quedó con el asno, como pago de los gastos de aquel juicio,

El pobre «Peregil» regresó a su casa entristecido, cargando sobre sus

propias espaldas los cántaros de agua, que hasta el día antes llevara

sobre su lomo el borrico.

- ¡Pobre animalito mío! -se lamentaba-. Siento haberle perdido, no sólo

por el dinero que me costó y que quizá ya nunca vuelva a poseer, lo

que me obligará a llevar sobre mis propias espaldas los cántaros de

agua quizá durante toda mi vida, sino porque echo de menos su

compañía. ¡Y estoy seguro de que también él me echa de menos a mí

y el trabajo que en buena armonía realizábamos!


Y su pesar aumentó cuando, al llegar a su casa, su mujer le reprochó

una vez más la hospitalidad que había ejercido en beneficio del moro.

Pasaron los días. Pero ni uno solo dejó de lamentarse el pobre

aguador de la pérdida de su borrico y, lo que es aún peor, su mujer

cada día se mostraba más intolerante y malhumorada.

Hasta que una noche, cuando los niños lloraban porque tenían

hambre, su madre les dijo:

- Si queréis pan, pedídselo a vuestro padre. ¡Él es el heredero de un

gran tesoro! Decidle que os dé algunas de las monedas que contiene

la preciosa caja de madera que el moro le legó...

Y el pobre «Peregil», al oír aquellas palabras, fijó sus ojos en la cajita

de sándalo, colocada encima de una mesita, y sin poder reprimir su

indignación, la lanzó al suelo con fuerza. Al chocar con el pavimento,

la cajita se abrió y el pergamino y el trozo de vela salieron rodando.

«¡Quién sabe si ese pergamino no contiene algún escrito de

importancia!. El moro parecía tenerlo en mucho aprecio...», pensó

entonces el aguador, de pronto.


Y a la mañana siguiente se detuvo ante la tienda de un moro

pidiéndole que le leyera el misterioso pergamino.

- Es algo difícil de descifrar -le dijo el árabe, sonriente-. Ahí se describe

la fórmula para poder encontrar un tesoro encantado por un fuerte

hechizo.

- ¡Yo nada sé de tesoros, ni de encantamientos o hechizos! -respondió

tristemente el aguador.

Y se despidió del comerciante moro, olvidándose por completo del

pergamino, que quedó en la tienda.

Pero quiso la casualidad o la suerte, que por fin había decidido

mostrarse benigna con el pobre «Peregil», que aquella mañana, en el

pozo, el grupo de ociosos se entretuviese charlando sobre leyendas

de fabulosos tesoros, escondidos por los moros en las montañas

cercanas a la Alhambra. ¡Y todos coincidían afirmando que tales

tesoros existían realmente, que no eran simple fantasía de la gente!

El bueno de «Peregil» se quedó un rato pensativo. «Quizá aquel

pergamino sea la llave para encontrar un fabuloso tesoro. El buen


moro, al que di hospitalidad en mi casa, insistió varias veces afirmando

que deseaba recompensarme...»

Todo aquel día y también gran parte de la noche, meditó una y otra

vez acerca las riquezas que gracias al pergamino podía llegar a

encontrar. Y a la mañana siguiente, apenas amaneció, se apresuró a

volver a la tienda del comerciante.

- Tú conoces el idioma árabe. Si descifras por completo todo cuanto

dice ese pergamino, te propongo que vayamos juntos al lugar que se

indica y tratemos de encontrar el tesoro oculto de qué habla. Nada

perdemos con probar, por lo menos -le dijo.

Pero el moro denegó con la cabeza.

- Ya he descifrado todo el pergamino -afirmó-. Pero no basta. Para

poder llegar hasta el tesoro, necesitaríamos una vela especial, sin la

luz de la cual la fórmula mágica escrita en ese pergamino no tiene

ningún valor.

- ¡También tengo esa vela maravillosa! -exclamó el aguador-. Voy en

su busca.
Al poco rato ya estaba de vuelta, llevando en la mano la cajita de

sándalo con el trozo de vela amarilla. El comerciante la observó

cuidadosamente y después la olió.

- Ha sido fabricada con perfumes exóticos y esencias de composición

desconocida. ¡Sí, esta es sin duda la vela maravillosa, de la cual habla

el pergamino y a cuya luz ha de ser leída la fórmula para que surta

efecto! ¡Estamos de enhorabuena, amigos! -dijo-. Pero hay algo muy

importante, que no debemos olvidar. Al conjuro de la fórmula leída a la

luz de esa vela, se abrirán los muros más espesos y las cavernas más

ocultas, Esto nos permitirá llegar hasta el tesoro, repito, pero, ¡ay del

mortal que se halle dentro de la caverna cuando la vela se apague! Se

quedará encantado junto con el tesoro y jamás volverá a ver la luz del

sol. Después, de común acuerdo, decidieron que aquella misma noche

saldrían en busca del tesoro. Y así lo hicieron.

Se encontraron pasada ya la medianoche y se dirigieron al lugar

señalado por el pergamino, que era la llamada Torre de los Siete

Suelos, para llegar a la cual tuvieron que subir por el sendero que lleva

a la Alhambra.
Llegados al lugar, sintieron temor. Aquello estaba desierto y rodeado

por frondosos árboles. ¡Y ambos conocían las muchas leyendas que

acerca de aquella Torre corrían de boca en boca! Pero se dieron

ánimos mutuamente y alumbrándose con el farol que llevaban,

cruzaron las ruinas de aquel antiguo edificio hasta llegar a la entrada

de un pasadizo. Siguiendo siempre las indicaciones del pergamino,

descendieron por unas escaleras pasando a través de cuatro bóvedas

distintas. Al llegar a la última ya no había más escaleras y el suelo

aparecía completamente cubierto por gruesas losas, como si ya nada

más hubiera debajo.

Sin embargo, el pergamino decía que las escaleras continuaban a

través de otras tres bóvedas más, pero que el encantamiento residía

precisamente en que nada podía advertirse con ojos mortales y sólo la

fórmula y la vela podrían vencer aquel encantamiento.

El temor del aguador y del comerciante aumentó. Pero se

sobrepusieron y «Peregil» encendió el trozo de vela, mientras el moro

leía la fórmula mágica.

Al instante, violentos ruidos subterráneos llegaron hasta sus oídos. La

tierra tembló bajo sus pies y al punto se abrieron las losas de piedra,
apareciendo el comienzo de una escalera, por la que se apresuraron a

descender. A la luz del farol advirtieron, que llegaban a una nueva

bóveda, en el centro de la cual se hallaba un gran cofre lleno a rebosar

de onzas de oro, joyas y piedras preciosas. A cada lado se sentaba un

moro, inmóvil como una estatua por estar también sujeto a

encantamiento. Y frente al cofre, diversas jarras contenían también

monedas de oro y maravillosas piedras preciosas.

Llenos de asombro, los dos amigos se apresuraron a hundir las manos

en las jarras, llenándose los bolsillos con piezas de oro, collares de

finas perlas orientales, brazaletes y diademas de diamantes y

brillantes, anillos adornados con zafiros y gemas... Pero a pesar de

que, como ya dijimos, los moros estaban inmóviles por el

encantamiento, sus miradas fijas y sus rostros sonrientes llenaban de

nerviosismo al aguador y al comerciante.

Al fin, pareciéndoles haber oído un ruido sospechoso y mutuamente

contagiados de invencible temor, echaron a correr escaleras arriba,

tropezando el uno con el otro, hasta llegar a la cueva donde hablan

dejado la vela mágica, que en su precipitación derribaron y apagaron.


Y en ese instante, de nuevo se cerró el pavimento, con un ruido

atronador, semejante al del trueno más potente.

Siguieron corriendo y corriendo, atravesaron las cuatro bóvedas y el

pasadizo, hasta llegar a las ruinas exteriores. Allí, iluminados por la luz

de la luna, decidieron repartiese las riquezas obtenidas y volver alguna

otra noche en busca de más. Y para asegurarse mutuamente de su

buena fe y evitar que uno de los dos pudiera volver sin contar con el

otro, también se repartieron los talismanes, quedándose el aguador

con la vela y el comerciante con el pergamino.

Durante el camino de regreso, el moro dijo a «Peregil»:

- Es preciso que guardemos absoluta discreción acerca de todo eso.

Nadie más que nosotros debe conocer el secreto, en tanto no

hayamos cogido todo lo que deseemos y lo hayamos escondido en

lugar seguro. No olvides que existe gente mala y ambiciosa, ¡el mismo

alcalde, sin ir más lejos!, y podríamos tener serios disgustos.

- Tienes mucha razón. Seré discreto.

- No debes decírselo ni a tu mujer. Sé que tiene fama de charlatana...

- Y lo es, en efecto. Ni siquiera a ella le diré nada.


- Cuento con tu promesa - dijo el moro.

Y llegados a la ciudad se separaron, marchando cada cual hacia su

propia casa. «Peregil» estaba decidido a no decir una sola palabra a

su mujer. Pero al entrar en su casa, su esposa estaba llorando,

sentada en un rincón.

- ¿Qué te sucede, mujer? - le preguntó, alarmado.

- ¡Y todavía me lo preguntas! ¿Qué va a ser de mí y de nuestros hijos?

Nuestro único bien, el borrico, se nos lo quedó la justicia, por tu culpa,

por meterte a dar hospitalidad a un moro. Y no contento con eso, hoy

vuelves a casa de madrugada. ¡Sabe Dios en qué malas compañías

has andado! ¡Sin duda te has malgastado todo el dinero que habías

ganado y que era el pan de tus hijos para mañana!

Era tanta la aflicción de la mujer, que el pobre «Peregil», que era muy

bueno, no pudo resistirlo. Y sacándose del bolsillo algunas de las

monedas de oro que llevaba, se las entregó a su mujer. Esta no daba

crédito a sus ojos.


- ¿Qué has hecho, esposo mío? ¿Has robado a alguien, acaso?

-acertó a preguntar, por fin. Y redobló sus sollozos, al pensar que la

cárcel, y aun la horca, esperaban a su desventurado marido.

¿Qué podía hacer entonces el pobre aguador? Nada de cuanto intentó

decir, negando que hubiera robado a nadie, la convenció. Por eso, al

fin, terminó contándole toda la verdad, aunque rogándole

encarecidamente que guardase la máxima discreción.

Al día siguiente, «Peregil» tomó una de las onzas de oro y se la llevó a

un joyero de la ciudad, diciéndole que la había encontrado entre las

ruinas de la Alhambra y que deseaba venderla, El joyero la sopesó y

advirtiendo que era de oro finísimo, aceptó el trato ofreciéndole una

cantidad que al pobre aguador le pareció una suma fabulosa y que, sin

embargo, sólo representaba una tercera parte del valor real de la

moneda, que era antiquísima y con una inscripción árabe que aún la

valorizaba más.

Con aquella suma, «Peregil» compró alimentos y golosinas para sus

hijos, y también vestidos y juguetes, pasando el resto del día en

compañía de los pequeños, jugando y riendo.


Hubieran podido seguir viviendo felices y tranquilos, si la esposa,

llevada por su orgullo al saberse rica, no hubiera comenzado a darse

importancia ante sus vecinas y amigas. Esto hizo que el barbero

envidioso y ruin, que ya en una ocasión denunciara al aguador ante el

alcalde, comenzara a entrar en sospechas. Y día y noche espiaba la

casa de «Peregil», esperando descubrir algo que las confirmara...

Hasta que por fin, una mañana, vio cómo la mujer se asomaba unos

instantes a la ventana, luciendo encima de sus harapos, maravillosos

collares de perlas y piedras finas, y en la cabeza, una riquísima

diadema de brillantes.

Pedrillo Pedrugo hizo un rápido recuento de todas aquellas joyas,

dignas de la más alta princesa, y rápidamente se marchó a casa del

alcalde para contarle lo que había visto. Al poco rato, el alguacil salió

de nuevo en busca del pobre «Peregil», que no tardó en ser conducido

a presencia de la autoridad.

- ¡Eres un embustero! -le gritó el alcalde en cuanto le vio-. Me

aseguraste que el moro que había en tu casa no tenía ni una onza de

oro; afirmaste que sólo te había regalado un cofre con un pergamino y

un trozo de vela medio consumida... ¡Y ahora resulta que tu mujer se


pasea luciendo más joyas de las que hay en el tesoro del rey!

¡Mereces la muerte!

El aguador, aterrorizado, explicó al alcalde la forma maravillosa cómo

había podido conseguir aquellas riquezas. ¡Y con qué atención le

escucharon los tres ambiciosos y codiciosos personajes! En cuanto

terminó su relato, el alguacil fue comisionado para ir en busca del

comerciante moro que, a su vez, no tardó mucho en comparecer.

- ¡Te lo dije! -exclamó en cuanto vio al pobre aguador, imaginando lo

sucedido-. ¡Seguro que no supiste callar y hablaste con tu mujer!

Cuando, a su vez, contó la historia y el alcalde, el alguacil y el barbero

comprobaron que coincidía totalmente con lo relatado por el aguador,

comprendieron que decía verdad. Pero...

- No, no os creo -afirmó el alcalde, deseando así apoderarse de todas

aquellas riquezas-. Os meteremos en la cárcel y me quedaré con

vuestros bienes. Estoy seguro de que los habéis robado.

- ¡Un momento, señor alcalde! -le interrumpió el comerciante moro,

que era muy astuto-. Como os decimos, en la cueva existen tesoros

suficientes para enriquecernos a todos. Y nadie más que nosotros


conoce ese secreto. ¡Vayamos esta misma noche al lugar encantado y

os proporcionaremos cuanto oro y cuantas joyas podáis ambicionar!

Sería una verdadera lástima que rehusarais y la cueva encantada

permaneciera cerrada para siempre.

El alcalde mantuvo una conversación en voz baja con el alguacil. Y

éste, que además de ambicioso era muy ladino, le aconsejó que

aceptara la proposición del comerciante moro.

- Aceptad, señor. Así nos quedaremos no sólo con lo que ellos tienen

ahora, sino con todo el tesoro. Y si protestan, ¡tiempo os quedará para

encerrarlos en la cárcel e incluso amenazarlos con la hoguera, por

hechiceros! -afirmó.

Al alcalde le pareció que éste era un consejo excelente, y así

dirigiéndose de nuevo a los dos prisioneros, les dijo:

- De acuerdo. Si habéis dicho la verdad, nos repartiremos el tesoro

entre los cinco y no se hablará más del asunto. Pero, entretanto,

permaneceréis en mi casa y el señor alguacil os vigilará, para que no

podáis escapar.
Y así se hizo, con gran contento por parte de los dos amigos, seguros

como estaban de que los hechos demostraran que habían dicho la

pura verdad.

Hacia la medianoche emprendieron la marcha. Delante iba el alcalde,

llevando a su lado al aguador, para que le indicara el camino. Y detrás,

el comerciante moro, entre el barbero y el alguacil. Lo mismo el alcalde

que esos dos últimos, iban armados, porque temían que sus

prisioneros quisieran escaparse y también llevaban con ellos el borrico

del aguador, con el fin de poder cargar sobre sus espaldas parte del

tesoro, con el cual pensaban regresar a sus casas.

En cuanto llegaron a la Torre ataron al borrico a un árbol, e iniciaron el

descenso por las escaleras, que conducían hasta la bóveda cerrada

por el mágico encantamiento.

Una vez allí, «Peregil» encendió la vela y el comerciante moro

comenzó a leer la fórmula. Y en cuanto terminó, volvieron a oírse los

mismos terribles ruidos subterráneos, que ambos amigos oyeran en la

primera ocasión, e igualmente las losas se separaron con gran

estruendo, dejando ver la escalera.


Lo mismo el alcalde, que el alguacil y el barbero, se quedaron tan

atemorizados, que fueron incapaces de moverse ni un paso. Por eso

sólo bajaron el aguador y el moro, y en esta ocasión, sin dejarse

intimidar por el aspecto de los árabes encantados, se llevaron dos de

las jarras que había junto al cofre, repletas como ya dijimos de joyas y

monedas de oro. Y las llevaron hasta donde habían dejado el borrico,

viendo, al colocárselas una a cada lado, que era todo cuanto el animal

podía llevar.

- Ya basta por el momento -afirmó el moro-. El contenido de estas dos

jarras es más que suficiente para hacernos ricos a los cinco.

- ¿Qué quieres decir con eso? -inquirió el alcalde, ambicioso-.

¿Quedan acaso más tesoros, abajo?

- ¡Ya lo creo! Queda lo mejor: un cofre lleno a rebosar de perlas y

piedras preciosas.

- ¡Vamos a por él! - gritaron a coro el alcalde, el alguacil y el barbero.

- Yo ya no vuelvo a bajar -afirmó el aguador-. Sería inútil por cuanto,

como ya dije, mi borrico no puede llevar más carga.


- Tampoco yo volveré a bajar -dijo a su vez el comerciante moro-. Lo

que tenemos es más que suficiente. ¡La ambición es una mala cosa!

Órdenes, amenazas, súplicas, todo fue inútil. Los dos amigos se

mantuvieron firmes en su decisión. Y al fin el alcalde les dijo a sus dos

compinches:

- Bajemos nosotros tres. Subiremos el cofre y nos lo repartiremos.

Y uniendo la acción a la palabra, se dispuso a iniciar el descenso,

seguido por el alguacil y el barbero.

El moro seguía con gran atención todos sus movimientos. Y en cuanto

vio que entraban en la cámara del tesoro, sopló la vela, apagándola. Al

instante, se dejaron oír terroríficos ruidos y las losas se unieron de

nuevo, sepultando en su interior a los tres personajes.

- ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó el bueno de «Peregil».

- ¡Alá lo ha querido! -exclamó el moro.

- Pero, ¿no vamos a libertarlos...? -insistió el aguador.

- ¡Desde luego que no! En el libro del Destino está escrito que deben

permanecer encantados en el interior de esta cámara, como ejemplo


de todos los malvados que se dejan dominar por la ambición -contestó

el moro.

Y apenas acabó de decir estas palabras, tomó el trozo de vela que aún

quedaba y lo arrojó en medio del bosque.

«Peregil» se resignó, comprendiendo, con razón, que de haber

regresado todos a la ciudad, el alcalde no hubiera cumplido su palabra

de perdonarles la vida, sino que, para no tener que repartir con ellos el

tesoro, sin duda los habría entregado a la justicia.

Y durante todo el camino de regreso, se entretuvo acariciando a su

borrico, que por fin había recuperado, y dedicándole tantas y tantas

frases amables que el moro llegó a pensar que estaba más satisfecho

de volver a tener con él a su fiel compañero de fatigas, que de poseer

un tesoro digno del más poderoso monarca.

Antes de llegar a sus casas, se repartieron las riquezas obtenidas.

Pero como ambos eran buenos, el reparto no ocasionó la menor

discusión. El comerciante moro, a quien agradaban

extraordinariamente las joyas y las piedras preciosas, se las compuso

para poner más en su montón que en el del aguador. Claro que, en


compensación, le dejó magníficas alhajas de oro macizo que, en su

conjunto, alcanzaban incluso mayor valor.

Los apuros que por culpa de los tres ambiciosos habían pasado, les

sirvieron de lección. El comerciante liquidó su comercio tan pronto

como le fue posible y al poco tiempo marchaba a Tánger, su ciudad

natal.

Mientras, «Peregil» se trasladaba a Portugal con su familia, llevándose

también el pollino, naturalmente. Una vez allí, la esposa, a la que todo

lo sucedido había servido también de lección, le hizo algunas

advertencias y le dio muchos consejos que les fueron de gran utilidad.

Con el tiempo, el simpático y caritativo aguador llegó a convertirse en

personaje de importancia en aquel reino. Los trajes nuevos que su

esposa le compró le favorecían extraordinariamente, y para dar aún

mayor realce a su figura, llevaba siempre una espada al cinto y

sombrero con plumas. Por eso, dejando aparte aquel apelativo familiar

de «Peregil» con el que todo el mundo le conocía cuando era un pobre

aguador, adoptó de nuevo su verdadero nombre de Pedro Gil y, para

que todavía sonase mejor, le antepuso un sonoro «Don».


También su esposa hacía muy buen papel, siempre vestida con mucho

lujo y luciendo costosas alhajas, y como que ahora tenían muchas

criadas y sirvientes, su casa estaba siempre maravillosamente

arreglada y los niños bien cuidados.

En cuanto al alcalde y sus dos compinches, como ya dijera el

comerciante moro, permanecieron sepultados en aquella cámara del

tesoro, debajo de la gran Torre de los Siete Suelos, sin que nadie

jamás en Granada les echase de menos lo más mínimo. Por el

contrario, todos los habitantes de la ciudad respiraron aliviados en

cuanto dejaron de verles. Y allí permanecen todavía, según cuenta la

leyenda, y permanecerá quién sabe por cuántos siglos.

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