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El cedro y el guardabosques

Kioto es una de las ciudades más antiguas de Japón. Está llena de viejos templos, de
castillos y de palacios. También abundan los estanques con peces de muchos colores. En
sus bosques crecen árboles altos, gruesos, viejos y retorcidos. En el año 410, en uno de sus
bosques crecía un cedro que presumía de ser el abuelo de todos los demás. Daba sombra
en la orilla del estanque del palacio y entre sus ramas unos ruiseñores habían puesto su
nido.

Todas las mañanas el samurái Asayama daba su paseo hasta el pie del cedro. Se le quedaba
mirando un rato y se volvía pensativo a su casa. El samurái Asayama era el jefe del ejercito
del Emperador. Aquellos días estaba preparando una gran guerra para conquistar la
cercana isla Kurión y en su imaginación daba vueltas a los modos de atacar y conquistar las
murallas enemigas. El samurái era cruel y para aquella guerra preparaba una catapulta tan
fuerte y potente que aplastase con las piedras que lanzase, las casas y fortificaciones de la
isla vecina. Y para esa catapulta no había tronco mejor que el cedro abuelo del borde del
estanque.

Pero hubo una persona que se enteró por un soldado amigo. Una persona de más de 80
años que desde niño había visto crecer el cedro. Era un guarda del bosque que todos los
días paseaba cuidando de los ciervos, de las flores, de los peces del estanque y de los
árboles y que sufría mirando al gigantesco cedro.

Un día el samurái se levantó más temprano que de costumbre y fue a visitar por última vez
al cedro. Al acercarse vio que al pie del árbol había alguien. Era el guardabosque que,
apoyando en su bastón, le esperaba mirándole fijamente.

-Samurái – dijo el guardabosques -, en nombre del dragón, protector del bosque, te


prohíbo que cortes este cedro. Los árboles están al servicio de la madre naturaleza, no para
hacer máquinas de guerra.

-Y tú, ¿quién eres para cruzarte en mi camino?

El guardabosques no contesto. Se quedó mirando fijamente al samurái como si se hubiera


convertido en estatua. El guerrero no pudo aguantar esa mirada. Se dio media vuelta y
volvió al palacio. Unas horas después, cuatro soldados, con sus hachas al hombro, se
dirigían al bosque con la orden de derribar al gran cedro.

Al acercarse, volvieron a ver alguien junto al árbol.

El guardabosques se mantenía inmóvil, como queriendo proteger al cedro con su débil y


encorvado cuerpo.

-No podéis derribar al abuelo de los árboles.

-Venimos por orden del gran samurái.

-Decidle a vuestro jefe que el servidor del gran dragón, protector del bosque, os lo prohíbe.
Los soldados se miraron unos a otros, volvieron la espalda y fueron a contárselo a su señor.
El samurái Asayama se encolerizó, golpeó la mesa con su guante de hierro y llamó a veinte
soldados de los más fuertes.

La pequeña tropa marchó. Se hacía de noche. Al entrar por el camino que llevaba junto al
estanque notaron una luz extraña. La luz era fuego. Al llegar frente al cedro, lo vieron
rodeado de llamas que iban subiendo hasta la rama más alta. La hoguera iluminaba la
figura encorvada del guardabosques, que seguía inmóvil junto al árbol. Los soldados
corrieron a salvar lo que pudieran. Comenzaron a echar arena y a buscar algo con lo que
traer agua del lago. El viejo seguía inmóvil. Los soldados trabajaban desesperadamente. El
árbol se inclinaba cada vez más. Y el fuego seguía envolviendo todo.

Al fin, el árbol se derrumbó. Su tronco ardiendo cayó sobre el estanque y las llamas se
ahogaron allí. La orilla quedó sembrada de carbones negros. Los soldados se volvieron
entonces, furiosos, para castigar al viejo. Pero lo encontraron también caído en el suelo,
muerto. Temiendo la furia del samurái no volvieron jamás al palacio real.

El hermoso tronco del cedro quedó mucho tiempo ennegrecido en el estanque del bosque,
hasta que un joven guardabosques ocupó el puesto del anciano muerto. Su primera visita
fue para el lugar del cedro quemado. A golpes de hacha separó de la madera carbonizada
lo que había quedado libre del fuego. Con ella pensó hacer un monumento sobre la tumba
del anciano. Me esculpió a mí, dragón del fuego, protector de los bosques. Al cabo de dos
años me llevo al lugar donde siempre había estado el cedro abuelo.

(Adaptado de Martín Valmaseda)

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