Alice Walker
Cuando el poeta Jean Toomer viajó por el Sur a principio de los veintes, descubrió
algo curioso: las mujeres negras, cuya espiritualidad era tan intensa, tan profunda, tan
inconsciente que no se percataban de la riqueza que existía en ellas. Vivían sus vidas
a tropiezos ciegamente: criaturas de cuerpos tan maltratados y mutilados, tan opacos y
tan desorientados por el dolor, que creían no ser dignas ni siquiera de esperanza. Sus
cuerpos, abstracciones sin vida para aquellos hombres que los usaron, se convirtieron
en algo más que “objetos sexuales”, más que simples mujeres: llegaron a ser “Santas”.
No eran percibidas como personas completas, sus cuerpos eran altares: lo que se
pensaba que eran sus mentes, se volvieron templos de adoración. Estas Santas
enajenadas miraban con fijeza al mundo, salvajemente, como dementes – o en
silencio, como suicidas-; y un “Dios” se asomaba en su mirada, tan mudo como una
enorme piedra.
¿Quiénes eran estas Santas? ¿Estas mujeres locas, lunáticas, despreciadas?
Algunas de ellas, sin duda, fueron nuestras madres y abuelas.
En el calor inmóvil del periodo de la Reconstrucción del Sur, Jean Toomer las
vio así: mariposas exquisitas atrapadas en la miel de la maldad, vidas desperdiciadas
en una época, en un siglo, que no las reconoció, excepto como “la mula del mundo”.
Soñaron sueños que nadie conoció –ni siquiera ellas mismas de una manera
coherente- y vieron visiones que nadie pudo entender. Vagaron o se asentaron en el
campo canturreando canciones de cuna a los fantasmas, o dibujando con carbón a la
madre de Jesús en las paredes de los juzgados.
Forzaron sus mentes a desaparecer de su cuerpo, y sus espíritus lucharon por
elevarse del duro barro rojizo como frágiles remolinos. Y cuando esos frágiles
remolinos caían, esparciéndose como partículas sobre la tierra, nadie lloró. En
cambio, los hombres encendieron velas para conmemorar el vacío que dejaron, así
como hace la gente cuando entra a un espacio bello, pero vacío, para resucitar a Dios.
Nuestras madres y abuelas, no todas: se movieron al ritmo de una música aún
no escrita. Y esperaron.
Esperaron a que llegara el día en que esa cosa desconocida que se escondía en
ellas saliera a la luz; pero también llegaron a saber, ahí, en su oscuridad, que en ese
día de la revelación ya habrían muerto. Y es así que caminaron hacia Toomer, algunas
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corrieron, pero con lentitud. Pues no iban a ninguna parte inmediata, y el futuro aún
estaba fuera de su alcance. Y los hombres tomaron a nuestras madres y abuelas, “pero
no obtuvieron placer de ellas”. Así de compleja era su pasión y su quietud.
Para Toomer, yacían inexpresivas y durmientes como campos de otoño, el
tiempo de la cosecha aún muy distante: y las vió casarse sin amor, sin júbilo; y las vió
convertirse en prostitutas, sin ofrecer resistencia; y ser madres, sin satisfacción.
Pues nuestras madres y abuelas no eran Santas, sino Artistas; hacia una locura
aturdida y sangrante, de la cual no había forma de escapar. Ellas eran Creadoras con
vidas de una inmensa desolación espiritual, pero con tal riqueza de espíritu -
fundamento de todo Arte- que el desperdicio de un talento no deseado las llevó a la
locura. Intentaron desprenderse de este espíritu a través del patético intento de aliviar
sus almas de un peso que sus cuerpos, abusados por el sexo y agotados por el trabajo,
no podían continuar cargando.
¿Qué significaba para una mujer negra ser artista en el tiempo de nuestras
abuelas? ¿En el de nuestras bisabuelas? Esta pregunta tiene una respuesta tan cruel
que hiela la sangre.
¿Tuviste una tatarabuela genial cuyo destino fue morir bajo el látigo de un
depravado e ignorante capataz blanco? ¿O que fue obligada a hornear panecillos para
un vago perezoso e ignorante cuando su alma clamaba pintar acuarelas de atardeceres,
o de la lluvia cayendo sobre las verdes y quietas dehesas? ¿O con un cuerpo roto y
forzado a engendrar hijos (quienes con mucha frecuencia eran vendidos) –ocho, diez,
quince, veinte hijos- cuando su única alegría era la idea de modelar, en piedra o
arcilla, figuras heroicas y rebeldes?
¿Cómo pudo sobrevivir la creatividad de la mujer negra, año tras año, y siglo
tras siglo, cuando gran parte de los años que los negros han estado en América, para
un negro era delito leer o escribir? Si la libertad para pintar, esculpir, abrir las mentes
a través de la acción era imposible. Consideren, si pueden imaginarlo, qué hubiera
pasado si la ley hubiera prohibido también cantar. Escuchen las voces de Bessie
Smith, Billie Holiday, Nina Simone, Roberta Flack, Aretha Franklin, entre muchas
otras, e imaginen esas voces enmudecidas para siempre. Entonces podrían comenzar a
comprender las vidas de nuestras “locas”, “Santificadas” madres y abuelas. La agonía
en que vivieron esas mujeres que pudieron haber sido Poetas, Novelistas, Ensayistas,
y Cuentistas (en un periodo de siglos) y que murieron con sus verdaderos talentos
sofocados dentro de ellas.
Y, si éste fuera el final de la historia, tendríamos un motivo para llorar con la
paráfrasis que hice del admirable poema de Okot p’Bitek:
Oh, mujeres de mi clan
¡Lloremos juntas!
Vengan,
Lamentémonos por la muerte de nuestra madre,
La muerte de una Reina
¡La ceniza que causó
Un gran fuego!
Oh, este hogar está completamente muerto
Cierren las puertas
Con espinas de lacari,
¡Pues nuestra madre
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Virginia Woolf escribió en Un cuarto propio que para que una mujer pudiera
escribir obras de ficción necesitaba, sin lugar a dudas, dos cosas: un cuarto propio
(con llave y cerradura) y dinero suficiente para mantenerse.
¿Qué podemos pensar de Phillis Wheatley, una esclava, que ni siquiera era
dueña de su cuerpo? Esta niña negra, frágil y enfermiza, que a menudo necesitaba del
cuidado de una sirvienta –tal era la precariedad de su salud- y quien, si hubiera sido
blanca, podría haber sido considerada intelectualmente superior a todas las mujeres y
a la mayoría de los hombres en la sociedad de su época.
Pero, ¿cómo pudo ser de otra manera? Capturada a los siete años de edad, la
esclava de unos blancos ricos y afectuosos, que inculcaron en ella la idea del
“salvajismo” de África, de donde la “rescataron”… uno se pregunta si ella siquiera
podía recordar su tierra natal como la conoció, o como en realidad era.
…”. (Woolf 45) En los últimos años de su muy breve vida, no sólo abrumada por la
necesidad de expresar su talento, sino también por una “libertad”; sin amigos y sin
dinero; y con varios niños pequeños que mantener por medio de un trabajo
extenuante, perdió la salud, ciertamente. Sufrió de desnutrición y abandono, y quién
sabe de qué agonías mentales, antes de morir.
Pero Phillis, por fin logramos comprender. Ya no nos burlamos cuando tus
versos rígidos, esforzados, ambivalentes, se nos imponen. Sabemos ahora que no eras
una idiota ni una traidora; sólo una pequeña niña negra enfermiza, arrancada de tu
casa y tu país y hecha esclava; una mujer que luchaba por cantar su talento en una
canción, pero en una tierra de bárbaros, que elogiaban tu lengua perpleja. No importa
tanto lo que cantaras, sino que mantuvieras vivo, en tantos de nuestros ancestros, la
noción de un canto.
A las mujeres negras se les llama, a través del folclore que identifica de
manera tan apropiada el estatus de un individuo en la sociedad, “la mula del mundo”,
porque nos entregaron las cargas que todos los demás –todos los demás- rechazaron.
También se nos llamó “Matriarcas”, “Supermujeres”, “Brujas malvadas”,
“Castradoras” y “Sapphire’s Mama”. Cuando pedimos comprensión, se nos brindó
una distorsión de nuestro carácter; cuando rogamos por un simple afecto, nos dieron a
cambio apelativos carentes de sentido, y nos colocaron en el rincón más apartado.
Cuando pedimos amor, nos dieron hijos. En resumen, aun nuestros talentos más
simples, nuestras obras de amor y fidelidad, nos las han metido por la garganta. Ser
artista y una mujer negra, incluso en estos tiempos, nos rebaja más que elevarnos: y, a
pesar de todo ello, artistas seremos.
Por lo tanto, debemos dejar de lado el miedo y salir de nuestra piel, vernos y
reconocer en nuestras vidas la creatividad que a algunas de nuestras tatarabuelas no se
les permitió conocer. Hago hincapié en algunas porque se sabe que la mayoría de
nuestras tatarabuelas conocían, aun sin “conocer”, la realidad de su espiritualidad, aun
cuando no la reconocían más allá de lo que sucedía en los coros de iglesia -y nunca
tuvieron la intención de renunciar a ello-.
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A finales de los veinte mi madre huyó de su casa para casarse con mi padre. El
matrimonio, si no la huída, era lo que se esperaba de las jóvenes de diecisiete años.
Cuando cumplió los veinte, ya tenía dos hijos y estaba embarazada del tercero. Cinco
hijos más tarde, nací yo. Y es como llegué a conocer a mi madre: una mujer grande,
hermosa, de ojos amorosos, que pocas veces perdía la paciencia en casa. Su
temperamento irascible, violento sólo surgía unas pocas veces al año, cuando discutía
con el casero blanco, y éste, por desdicha, le insinuaba que sus hijos no necesitaban ir
a la escuela.
Ella hacía toda la ropa que vestíamos, hasta los overoles de mis hermanos.
Hacía las toallas y sábanas que usábamos. En el verano se dedicaba a las conservas de
vegetales y frutas. En las noches de invierno hacía los edredones que cubrían nuestras
camas.
Y así como Virginia Woolf escribiría años más tarde en Un cuarto propio:
“Sin embargo, alguna especie de genio debe haber existido entre las mujeres
así como debe haber existido entre las clases trabajadoras. [Cambie lo anterior
a “esclavas” y “las esposas e hijas de aparceros”.] De vez en cuando brilla una
Emily Brontë o un Robert Burns [cambie a “una Zora Hurston o un Richard
Wright”] y prueban su presencia. Pero sin duda nunca llegó al papel. Sin
embargo, cada vez que uno lee de una bruja tirada al agua, de una mujer
poseída por los demonios [o la “Santidad”], de una curandera vendiendo
hierbas [nuestras curanderas] o incluso de la madre de un hombre célebre,
entonces pienso que estamos en la pista de una novelista, una poeta abortada,
o una Jane Austen muda y sin gloria […] Me atrevo a adivinar que Anónimo,
que escribió tantos poemas sin firmarlos, era a menudo una mujer. […]”
(Woolf 45)
arbustos más altos o de los árboles –hasta que llegaba la noche y la oscuridad le
impedía ver-.
Todo lo que plantaba crecía como por arte de magia, y su fama como
cultivadora de flore se extendió en los tres condados. Gracias a su creatividad, mis
recuerdos de la pobreza en que vivíamos se filtran en el tamiz de sus flores –girasoles,
petunias, rosas, dalias, forsitias, espireas, delfinios, verbenas…y muchas, muchas
más.
Observo que sólo cuando mi madre trabaja con sus flores, está radiante, casi a
punto de la invisibilidad –salvo como Creadora: manos y ojos-. Se entrega al trabajo
que su alma necesita. Ordena el universo a imagen de su concepción personal de
Belleza.
Ella, que ha sufrido tantos obstáculos e intrusiones, ser una artista ha sido, y
es, una parte diaria de su vida. Esta habilidad de aferrarse aun formas muy simples, es
una tarea que las mujeres negras han realizado desde hace ya mucho tiempo.
Y quizás en África hace doscientos años, existió una madre así; quizás pintó
decoraciones desafiantes y llenas de vida en colores naranja y amarillo y verde en las
paredes de su choza; quizás cantó –con la voz de Roberta Flack- suavemente en su
aldea; quizás tejió las esteras más asombrosas o narró las historias más ingeniosas
jamás antes narradas por los cuentistas del pueblo. Quizás ella fue una poeta –aunque
sólo el nombre de su hija firme los poemas que conocemos-.
1974