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Tres formas de ecología política

Darcy Tetreault*

Introducción

¿Qué es la ecología política? Ésta no es una pregunta fácil de responder.


Desde la década de 1970, el término ha sido utilizado para referirse a los
diversos enfoques críticos que estudian el nexo entre la sociedad y la natu-
raleza. Ciertamente, las definiciones abundan, pero no son consistentes y
con el tiempo se han ampliado y vuelto ambiguas.1 Como se verá, esta ten-
dencia refleja dos visiones epistemológicas para investigar el desarrollo: la
perspectiva materialista, asociada con la economía política marxista, y el post-
estructuralismo, centrado en el análisis del discurso y la construcción social de
los problemas ambientales.
Peter Brosius (1999) identificó tal dicotomía con cierta precisión y ha sido
adoptada por autores como Alimonda (2006) y Martínez Alier (2011). Sin
negar la utilidad heurística de diferenciar las dos corrientes, argumento en este
escrito la existencia de una tercera forma de ecología política que busca trascen-
der las dicotomías materialismo/idealismo, estructura/agencia y objetividad/
subjetividad. En ese afán, algunos investigadores que se identifican como
ecologistas políticos han recurrido a una u otra clase de eclecticismo (por
ejemplo, Blaikie, 1999; Bebbington, 2011); mientras que otros, en una fron-
tera borrosa con el ecomarxismo, aplican al razonamiento dialéctico de Marx
para trascender las mismas divisiones (por ejemplo, Peluso y Watts, 2001;
Harvey, 1996; Foster et al., 2010).
* Docente investigador de la Unidad Académica de Estudios del Desarrollo de la Universidad
Autónoma de Zacatecas.
1
Véanse las definiciones encontradas en los siguientes textos: Blaikie y Brookfield (1987: 17),
Blaikie (1999: 114), Escobar (1999: 3), Watts (2000: 257), Lipietz (2002: 25), Robbins (2004: 12),
Alimonda (2006: 51), Palacio (2006: 147), Bebbington (2011: 26) y Leff (2012: 1). Además, véase
Robbins (2004: 6-7), para una lista de siete definiciones entre 1979 y 2000.

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El objetivo de este texto es esbozar las tres formas de ecología política y


señalar dónde la tercera forma se traslapa con el ecomarxismo. De esa manera,
pretende contribuir a mapear el complejo terreno de este creciente campo
de investigación a través de una amplia pero no exhaustiva revisión de la
literatura. La primera sección traza la genealogía de la ecología política, con
referencia a textos que abordan el tema con mayor detalle. La segunda indica
cómo las tres formas se han reunido en la escuela latinoamericana de la eco-
logía política. La tercera investiga el grado en el cual los enfoques materia-
lista y postestructuralista pueden ser reconciliados, con respecto a debates
de larga data en la filosofía occidental sobre materialismo versus idealismo. La
cuarta esboza la tercera forma de ecología al destacar las diferencias entre
posturas constructivistas “suaves” (o moderadas) y “duras” (o extremas),
además de presentar algunos ejemplos de cómo el constructivismo suave o
moderado ha hecho acercamientos con enfoques materiales al recurrir al
eclecticismo o al razonamiento dialéctico, el cual tiene la ventaja de ser más
coherente en términos epistemológicos.

La emergencia de dos formas de ecología política

A Eric Wolf se le atribuye el uso por primera vez del término ecología polí-
tica en un artículo publicado en 1972, año en que tuvo lugar la Conferencia
de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano en Estocolmo.2 Aquél fue un
periodo en el cual las preocupaciones ecológicas empezaron a recibir mucha
atención de los medios masivos de comunicación, como reflejo del amplio mo-
vimiento medioambiental que estaba formándose en Estados Unidos, Europa
y en otros lugares. Las explicaciones neomalthusianas, que vinculaban el
crecimiento demográfico con la degradación ambiental, eran populares en
los círculos dominantes, con hitos en las publicaciones de Paul Ehrlich (1968),
Garrett Hardin (1968) y Donella Meadows et al. (1972). Poco después, los
enfoques marxistas para analizar los problemas ambientales aparecieron en
trabajos como los de Barry Commoner (1972), Hans Magnus Enzensberger
(1974) y André Gorz (1975), dando énfasis en la necesidad de ver los pro-
blemas ambientales a través del análisis de clases y las consecuencias de las
contradicciones inherentes al desarrollo capitalista por su imperativo cre-
cimiento económico. Además, durante la década de 1970, emergió la
2
Véase Bryant y Bailey (1997), Blaikie (1999), Watts (2000), Robbins (2004), Palacio (2006),
Delgado Ramos (2013). En una consideración distinta, Enrique Leff (2012) reporta que el tér-
mino ecología política apareció en la literatura académica en 1935, en un artículo escrito por Frank
Throne. Asimismo, Forsyth (2003) hace referencia a un libro publicado en 1967, por B. Russett,
con el término ecología política en el título.
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sociología ambiental como un área distinta de investigación en Estados


Unidos, en un tardío “reconocimiento del hecho de que los ambientes físi-
cos pueden influir (y a su vez ser influidos por) sociedades y comportamientos
humanos” (Dunlap y Catton, 1979: 244).
De acuerdo con Bryant y Bailey (1997), el campo de la ecología política
apenas existía hasta la segunda mitad de la década de los ochenta, cuando
se publicaron diversos estudios emblemáticos, como los de Blaikie (1985) y
Hetch (1985). Estos estudios y muchos otros reflejan un intento por aplicar el
análisis estructural y de clase para explicar la degradación ecológica en esce-
narios regionales específicos. En ese sentido, la primera fase de la ecología
política fue dominada por un enfoque neomarxista estructuralista basado en
supuestos materialistas.
La “cadena de explicaciones” de Blaikie y Brookfield (1987) es ilustrativa.
Su método toma como punto de partida los factores basados en el lugar que
afectan la manera en que los diferentes actores explotan los recursos natu-
rales; estos actores luego se vinculan a grupos sociales más amplios y, final-
mente, se hacen las conexiones con factores no locales que emanan del Estado
y de la economía global. En otro ejemplo, Redclift (1987) emplea un enfoque
del sistema mundial para analizar la historia del desarrollo de la agricultura
global en un intento por identificar vínculos con los procesos de transformación
y deterioro ambiental desde el periodo colonial.
Greenberg y Park (1994), en su artículo introductorio del primer vo-
lumen del Journal of Political Ecology, sugieren que los primeros trabajos en el
campo de la ecología política reflejan una fusión entre una “economía polí-
tica ampliamente definida”, la ecología cultural (también conocida como antro-
pología ecológica) y la ciencia natural de la ecología. Identifican las raíces de
la ecología política en las teorías de la dependencia, los estudios del campe-
sinado y la teoría del sistema-mundo que emergieron en las décadas de los
sesenta y setenta. A ellas se añade la ecología cultural que fue desarrollada
en Estados Unidos durante el mismo periodo, que explica las prácticas de ma-
nejo ambiental y las creencias del campesinado y grupos indígenas del Tercer
Mundo, en particular con respecto a su adaptación funcional a los ecosistemas.
Al rastrear la emergencia de la ecología política, Watts (2000) empieza con
la confluencia de tres grupos de ideas en el periodo posterior a la Segunda
Guerra Mundial: la fertilización cruzada entre la cibernética, la teoría de sis-
temas y la ecología de comunidades; el desarrollo de respuestas humanas a
peligros y desastres; y los temas gemelos de la evolución cultural y el mate-
rialismo cultural dentro de los campos de la antropología y la geografía. En
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la reconstrucción genealógica, durante la década de 1970 estas ideas en-


traron en contacto con los estudios del campesinado, las teorías de sistema-
mundo, las teorías de la dependencia y el marxismo estructural, lo que originó
la primera fase de la ecología política.
La segunda fase se puso en marcha a inicios de la década de 1990 (Bryant
y Bailey, 1997; Watts, 2000; Durand et al., 2012), con la emergencia del análisis
del discurso, el giro hacia los estudios de caso a nivel local que daban voz a la
gente afectada ambientalmente y a los grupos marginados, y con el enfoque en
las formas cotidianas de resistencia. En esa línea, los trabajos tempranos en el
área de la ecología política eran criticados inter alia por prestar poca atención
a la manera en que el medio ambiente y los problemas ambientales son cons-
truidos socialmente por una miríada de actores (Watts, 2000).
El enfoque estructuralista que dominó la primera fase no desapareció.
Fue sujeto de críticas severas, desde una perspectiva postestructuralista y pos-
moderna,3 por ser demasiado rígido y determinista, no dar cabida suficiente
a los sujetos sociales (o sea, la agencia), y no prestar suficiente atención a los
temas de género, raza y cultura. Desde el punto de vista postestructuralista
extremo, fue criticado por suponer que la investigación científica puede ser
la base para construir metanarrativas que reflejen una realidad objetiva, así
como por dar por sentado la existencia no problematizada de la naturaleza
y de la interacción humana con pautas determinadas por las relaciones sociales
que dimanan de cierto modo de producción.
Al inicio, la visión posestructuralista de la ecología política tomó el ca-
mino de la deconstrucción del discurso dominante de desarrollo sustentable
articulado en el Informe Brundtland en 1987, y consagrado subsecuentemen-
te en la agenda que surgió de la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro
en 1992. En ese sentido, el trabajo pionero de la ecofeminista india Vandana
Shiva (1994a; 1994b) expuso el carácter imperialista del Programa Ambiental
Global orquestado por el Banco Mundial y el Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente, así como los tintes patriarcales del discurso
convencional del desarrollo sustentable en torno a la conservación de la bio-
diversidad. Asimismo, Wolfgang Sachs (1993) reunió una colección de tra-
bajos para examinar críticamente las narrativas ambientales que circulan en
3
De acuerdo con algunos autores, existen diferencias entre posmodernismo y postestructu-
ralismo. Aggar (1991), por ejemplo, sugiere que el postestructuralismo es una teoría del cono-
cimiento y del lenguaje, mientras que el posmodernismo es una teoría de la sociedad, la cultura
y la historia. Al mismo tiempo, reconoce que hay un traslape sustancial entre los dos términos y
que autores como Michel Foucault y Jean François Lyotard podrían ser reivindicados por cualquier
ámbito. En otro ejemplo, Sarup (1993) asocia el posmodernismo con el trabajo de Lyotard, pero
sugiere que los dos términos pueden ser utilizados como sinónimos.
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las agencias de desarrollo y en conferencias internacionales, con el propósito


de develar los poderosos intereses corporativos, las agendas imperialistas
y las nociones racistas que yacen detrás de los principales programas de
desarrollo sustentable para la gestión ambiental. Con respecto a alternativas,
estas contribuciones tempranas a la ecología política postestructuralista abo-
gaban por la necesidad de actuar localmente, recuperar el conocimiento
ecológico tradicional y fortalecer las instituciones locales para la gestión co-
lectiva de los recursos (véanse Agarwal y Narain, 1993; Esteva y Prakash, 1997;
y Shiva, 1994a).
Emergió poco después otro estilo de análisis de discurso postestructu-
ralista en el ámbito de la ecología política, mucho más autorreflexivo en su
consideración de las implicaciones epistemológicas del “giro al discurso”.
En esa línea, el trabajo del antropólogo colombiano Arturo Escobar es
emblemático:

El análisis del discurso postestructuralista no es solamente una teoría lin-


güística; es una teoría social, una teoría de la producción de la realidad social
que incluye el análisis de representaciones como factores sociales, inseparable
de lo que comúnmente se piensa como “realidad material”. El postestructu-
ralismo se enfoca en el papel del lenguaje en la construcción de la realidad
social; trata al lenguaje no como un reflejo de la “realidad” sino como consti-
tutivo de ella (1996: 326).

Escobar no niega la existencia de una realidad biofísica que es prediscur-


siva y presocial; sin embargo, insiste en que “la naturaleza siempre es cons-
truida por nuestros procesos discursivos y de significación” (1999: 1-2). Así,
busca analizar las dimensiones culturales de los conflictos socioambientales
(Escobar, 2006). De manera similar, Peet y Watts (1996) adoptan un enfoque
postestructuralista conocido como ecología de la liberación con el propósito de
ayudar a develar los discursos de resistencia y darles más difusión.
Llevado a su conclusión lógica, el método de deconstruir textos puede ser
usado para desacreditar, no sólo los discursos de las poderosas agencias de
desarrollo dominantes, sino también aquellos asociados con movimientos
ambientales y sociales. Esto es lo que hace Forsyth, en su esfuerzo por “demos-
trar las fuerzas políticas detrás de las diferentes explicaciones de la ‘ecología’
como una representación de la realidad biofísica” (2003: 4). Al igual que
la mayoría de los ecologistas políticos influidos por la teoría lingüística post-
estructuralista y por la sociología constructivista, no niega la existencia de
un mundo biofísico real per se, sino que argumenta que la ciencia es incapaz
de reflejar sus estructuras subyacentes de causalidad, que finalmente llevan
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al relativismo, al “rechazo de las declaraciones universales de la verdad, y más


extremo, el rechazo del objetivismo o de cualquier propósito unitario de
explicación” (Forsyth, 2003: 70).
Hacia finales de la década de 1990, estas dos formas generales de eco-
logía política se habían desarrollado lo suficiente para distinguir con claridad
los dos prototipos: uno materialista, influido por la economía política marxista,
y otro postestructuralista, influido por una escuela de pensamiento francesa
encabezada por Jacques Lacan, Jacques Derrida, Michel Foucault, Jean-François
Lyotard, Jean Braudrillard y otros.4 Brosius lo expuso sucintamente en sus
comentarios sobre el trabajo de Escobar:

[La forma materialista] representa una fusión de la ecología humana con la


economía política. Toma como su punto de partida la existencia de una base
material/ecológica no problematizada y una serie de actores, diferencia-
damente empoderados y con intereses claros, disputando las demandas de
los otros por los recursos en un contexto ecológico particular. Opuesto a esto
está una forma de ecología política influenciada por la teoría postestructu-
ralista social y representada por el trabajo de Watts, Rocheleau y otros. Lo que
más caracteriza esta perspectiva es que interpreta a la “naturaleza”, así como
a las identidades e intereses de varios agentes, como contingentes y proble-
máticos (1999: 17).

Con la emergencia de la forma postestructuralista de la ecología política,


trazar la genealogía del ahora pluriepistemológico campo de la ecología polí-
tica devino en una tarea complicada. Un esfuerzo amplio puede ser encontrado
en Robbins (2004), quien se enfoca mayormente en la tradición angloame-
ricana. Además de revelar las influencias de trabajos anteriores de las áreas
de economía política y ecología cultural, Robbins hace referencia a la geo-
grafía europea del siglo XIX e inicios del siglo XX, a la investigación temprana
en asuntos de salud ambiental y bienestar en Estados Unidos, y a la investi-
gación sobre desastres naturales, la cual progresó a lo largo del siglo XX para
convertirse en las preocupaciones actuales acerca del cambio climático.
Áreas contemporáneas de traslape e influencia, de acuerdo con Robbins (2004),
incluyen los estudios de la propiedad común, el materialismo verde (conocido
también como ecomarxismo), los estudios del campesinado, los estudios del
desarrollo feminista, la historia ambiental crítica, los estudios poscoloniales
y, finalmente, el postestructuralismo.
4
Véase Sarup (1993) para un compendio general del postestructuralismo/posmodernismo que
resume y contrasta las contribuciones de dichos autores, las feministas francesas y los denomi-
nados “nuevos filósofos”.
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Es interesante que Robbins considera al anarquista ruso Peter Kropotkin


(1842-1921) como el primer ecólogo político. Ello tiene resonancia con las
opiniones expresadas en la literatura iberoamericana de ecología política, por
ejemplo Martínez Alier (2011), Alimonda (2012) y Leff (2012), quienes su-
gieren que los narodnikis y los filósofos anarquistas del siglo XIX eran precur-
sores del pensamiento contemporáneo de la ecología política. He aquí las
raíces de algunas de las tensiones que actualmente existen entre la ecología
política (en su forma materialista) y el ecomarxismo; es decir, los viejos debates
entre anarquistas y marxistas.
Otro esfuerzo ambicioso por trazar el campo de la ecología política ha sido
emprendido por Enrique Leff (2012), un representante clave de la escuela
latinoamericana de ecología política, quien ha migrado progresivamente, a
lo largo de los años, del neomarxismo al postestructuralismo.5 Desde su pers-
pectiva, la ecología política abarca la ecología profunda, el ecofeminismo,
la ecología cultural y la etnobiología. Leff menciona entre los precursores a
Herbert Marcuse, Ivan Illich, Walter Benjamin, Martin Heidegger y Claude
Lévi-Strauss. Indica los traslapes contemporáneos entre la ecología política
y el ecomarxismo y presta mucha atención a las contribuciones de Michel
Foucault. Además, considera la descolonización del conocimiento como otra
corriente intelectual que ha confluido en la ecología política, junto con las epis-
temologías del Sur, con referencia al trabajo del Boaventura de Sousa Santos.
En esta reconstrucción abigarrada, la ecología política es definida como “el
estudio de las relaciones de poder y el conflicto político en torno a la distri-
bución ecológica y las luchas sociales por la apropiación de la naturaleza”
(Leff, 2012: 5).
Leff propone una epistemología política (denominada epistemología
ambiental) que se orienta hacia una política de la diferencia; esto es, una que
busca guiar a los movimientos socioambientales para la reapropiación de la
naturaleza. Mas su aproximación “no ofrece una base epistemológica fuerte
para una política de la diferencia —que reconozca la diferencia entre lo real
y lo simbólico— en la construcción social de la sustentabilidad” (2012: 16).
Como tal, representa una postura postestructuralista dura o extrema.

5
Leff ha pasado de un análisis marxista heterodoxo de los procesos ecológicos en las diná-
micas de acumulación del capital (Leff, 1986) a un discurso complejo y epistemológicamente
pluralista en la década del 2000, que se inclina hacia el posestructuralismo. En un texto afirma que
“el discurso de la ecología política no es el discurso lineal que hace referencia a los hechos, sino
aquél de la poesía y la textura conceptual” (2003: 38). De acuerdo con lo anterior, su trabajo
reciente es de alguna manera poético, aunque ambiguo. Al mismo tiempo, exhibe erudición
considerable.
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Ecología política latinoamericana

Enrique Leff es uno de los innumerables investigadores que han contribuido


a la formación de la escuela latinoamericana de ecología política. Arturo Es-
cobar es otro. Dicha escuela emergió desde finales de la década de los ochenta
y ha sido esbozada y descrita inter alia por Alimonda (2006; 2011), Palacio
(2006) y Delgado Ramos (2013), todos afiliados al Grupo de Trabajo en Eco-
logía Política, una comunidad académica no institucionalizada, patrocinada por
el Consejo Latinoamericano de las Ciencias Sociales.
Héctor Alimonda ve la escuela latinoamericana de ecología política como
un programa de investigación enfocado en la modernidad/colonialismo, el
cual cuestiona la visión hegemónica de la ciencia occidental y las metanarra-
tivas, y busca entender el nexo sociedad-naturaleza mediante el punto de vista
de la primera periferia del sistema colonial europeo (2011: 23). Argumenta
que la perspectiva modernidad/colonialismo implica un diálogo multidisci-
plinario continuo con las tradiciones latinoamericanas de pensamiento crítico y
hace hincapié en la importancia de los trabajos de Aníbal Quijano, Fernando
Coronil y Walter Mignolo sobre la colonialidad del poder, el poscolonialismo,
las geopolíticas del conocimiento, el conocimiento subalterno, el pensamiento
fronterizo y otros similares. Desde un ángulo diferente, Alimonda (2006; 2011)
—al igual que Palacios (2006)— observa traslapes entre la ecología política
latinoamericana y la historia ambiental, especialmente en cuanto a la coloni-
zación de la naturaleza, que incluye la del imaginario colectivo y los significados
simbólicos de la naturaleza. Aquí yace la corriente postestructuralista de la
ecología política latinoamericana.
Alimonda adopta la epistemología política de Leff y aboga por colocar
el análisis de las relaciones de poder en el centro de la ecología política latino-
americana. De ese modo, intenta reconciliar los acercamientos materia-
listas y postestructuralistas, y celebra su complementariedad en la medida
en que ésta pueda contribuir a una política de la diferencia. Desde su pers-
pectiva: “Una Ecología Política que parta de la centralidad de los dispositivos
materiales y discursivos del poder no correría el riesgo de caer en el economi-
cismo o en el biocentrismo, ni tampoco en circuitos cerrados idealistas, que
pierdan de vista la conexión de las prácticas sociales con la materialidad del
mundo” (2006: 51).
Palacios (2006: 147) también sugiere colocar la política en el centro de la
ecología política latinoamericana, en el sentido más amplio de la palabra,
para incluir la política de los movimientos socioambientales e indígenas.
Se inclina hacia un acercamiento postestructuralista que reconoce las contri-
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buciones de Forsyth (2003) al exponer los mitos de los principales discursos


científicos en relación con el medio ambiente. Según Palacios (2006: 147),
“la ecología política discute los aspectos de la fabricación, construcción o
sistematización social de la naturaleza no sólo en cuanto a los asuntos
‘materiales’, como tales, sino a su construcción imaginaria o simbólica”. De
tal manera, rechaza la pretensión de objetividad de la ciencia social positivista
y explícitamente asume una postura política, comprometido con los reclamos
de justicia ambiental hechos por grupos subalternos, dando legitimidad a sus
narrativas y visiones del mundo.
Delgado Ramos advierte que, junto con el estudio de la colonización de
la naturaleza, la ecología política incluye un análisis del metabolismo socio-
económico de las sociedades, o sea “la apropiación, transformación, distri-
bución y consumo de energía y materiales, y la consecuente generación de
desechos” (2013: 48). Su propia investigación refleja la orientación materia-
lista. En consecuencia, ve al ecomarxismo y a la economía ecológica crítica
como las principales corrientes de pensamiento reunidas en la tradición
latinoamericana de ecología política (Delgado Ramos, 2013). No obstante
las diferencias epistemológicas, él sigue de cerca a Alimonda (2006) en es-
bozar la genealogía del campo y en rendir homenaje a Enrique Leff, Arturo
Escobar y Joan Martínez Alier. Además, Delgado Ramos destaca las contri-
buciones de Héctor Alimonda, Germán Palacios y Víctor Toledo.
A decir de todos, el trabajo de Joan Martínez Alier es un punto de refe-
rencia central para la escuela latinoamericana de ecología política. Él es el
fundador y editor en jefe de la publicación Ecología Política desde su comienzo
en 1994. En años recientes, ha promovido y coordinado la construcción de un
proyecto global de investigación para estudiar conflictos de distribución eco-
lógica e injusticia ambiental: Organización de Justicia Ambiental, Pasivos y
Comercio (EJOLT).
Martínez Alier es tal vez mejor conocido por su trabajo sobre el ecolo-
gismo de los pobres, el cual desafía la noción de que la protección del medio
ambiente es un asunto que brota de las sociedades ricas (o segmentos adine-
rados de las sociedades del Sur), cuyas necesidades materiales básicas han sido
aseguradas, dando lugar a preocupaciones posmaterialistas (una tesis asociada
con el trabajo de Ronald Inglehart). En esa relación, Martínez Alier define
la ecología política como el estudio de los conflictos de distribución ecológica.
En Estados Unidos, este tipo de conflictos ha dado lugar a movimientos
de justicia ambiental que se oponen al establecimiento de instalaciones para
residuos tóxicos y de industrias contaminantes en o cerca de comunidades de
bajos ingresos, habitadas por población hispana, afroamericana e indígena
22 DARCY TETREAULT

(Guha y Martínez Alier, 1997; Schlosberg, 2007; Harvey, 1996). En el Sur


global, los conflictos ecológico-distributivos enfrentan de manera prototípica
a los grupos subalternos (con sus aliados en la sociedad civil) contra actores
privados y estatales. Estos últimos son promotores de la expansión de activi-
dades extractivas, industrias contaminantes y megaproyectos de desarrollo
ambientalmente destructivos, mientras que aquéllos luchan sobre la base de
sus necesidades materiales contra la desposesión de su territorio, recursos na-
turales productivos, espacios recreativos y paisajes culturales; en defensa de
su salud, su sustento y formas de vida. Esto es lo que Martínez Alier llama el
ecologismo de los pobres. Corresponde a las luchas de abajo que buscan “sacar
los recursos naturales de la esfera económica, del sistema de mercado gene-
ralizado, de la racionalidad mercantil, de la valoración crematística (reducción
del valor a costos y beneficios monetarios) para mantenerlos o devolverlos
a la oikonomia (en el sentido con que Aristóteles usó la palabra, parecido a
ecología humana, opuesto a crematística)” (Martínez Alier, 2012: 59). De
acuerdo con dicha definición, el ecologismo de los pobres se traduce en mo-
vimientos sociales anticapitalistas y en defensa de los bienes comunes.
Martínez Alier enfatiza la forma materialista de su enfoque. Hace explí-
cito que su libro El ecologismo de los pobres “no tiene un enfoque constructivista
y no puede entenderse sin la base sólida que proveen las ciencias ambientales”
(2011: 20). Al mismo tiempo, reconoce que los dos estilos de ecología política
pueden ser combinados o, cuando menos, complementarios. Sobre ese
punto, aclara cómo el análisis del discurso puede ayudar a explicar el uso
de distintos lenguajes de valoración en el ámbito cultural de los conflictos
socioambientales.
A fin de completar un poco más este esbozo de la ecología política lati-
noamericana, es preciso mencionar el trabajo de Durand, Figueroa y Guzmán
(2012), quienes ofrecen una revisión amplia de la ecología política mexicana.
Ellos afirman que la ecología política “no constituye un cuerpo teórico uni-
ficado” (2012: 289). Desde su punto de vista, existen tres perspectivas: 1) la
neomarxista, que consideran deficiente en tanto da poca importancia a
la capacidad de los actores sociales; 2) la perspectiva centrada en los actores
sociales, que destaca la capacidad de agencia y relega las explicaciones es-
tructurales a un segundo plano; y 3) la ecología política postestructuralista,
que parte de la premisa de que la realidad es socialmente construida. Se
inclinan hacia las últimas dos, sin distinguir claramente entre ellas, cuando
abogan por la necesidad de “dirigir, con mayor énfasis, nuestra mirada hacia
el poder, en los lenguajes y las practicas [sic] de dominación que ocurren
dentro y entre las instituciones de gobierno, la iniciativa privada, las organi-
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zaciones no gubernamentales, la academia y las comunidades” (2012: 299).


Por otra parte, reconocen la necesidad de dirigir investigaciones a “los víncu-
los entre procesos locales de degradación y conflicto ambiental, con aconte-
cimientos que se desarrollan a nivel global, resaltando el papel de la política
internacional y el flujo de capitales” (2012: 299). Al igual que otros represen-
tantes de la ecología política latinoamericana, muestran una apertura hacia la
pluralidad epistemológica.

Materialismo versus idealismo

Detrás de la emergencia de las dos formas de ecología política delineadas con


anterioridad, hay debates filosóficos de mucho tiempo en cuanto a la habi-
lidad humana de comprender la esencia interna y el funcionamiento de
nuestro entorno material. Son debates acerca de la naturaleza de la realidad
y la conciencia humana, de cómo se perciben y construyen discursivamente
modelos para interpretar el ambiente social y natural. Con múltiples permu-
taciones que trascienden el espectro político, giran alrededor del conflicto entre
dos posiciones ontológicas y epistemológicas: materialismo versus idealismo.
El grado en el que las dos visiones paradigmáticas son irreconciliables alude a
las tensiones que existen en la actualidad en la ecología política, así como a los
límites de una posición intermedia basada en el eclecticismo.
Kant fue un idealista, al igual que Hegel, cuyos razonamientos dialécticos
fueron apropiados y transformados más tarde por Marx en su materialismo
histórico. De acuerdo con Kant, la realidad es caótica e incomprensible en sí
misma. Sólo adquiere significado para los humanos a través de intuiciones
puras (espacio y tiempo) y categorías a priori (por ejemplo, causa y efecto,
unidad, pluralidad y totalidad). Estos constructos mentales actúan como
filtros, por lo que se perciben las cosas, no en su esencia, sino en la forma en
que se manifiestan en el pensamiento.
El materialismo asevera la primacía del mundo material. En otras palabras,
todo lo que existe depende del medio ambiente natural. Así, la materia es
anterior e independiente del pensamiento. Ésta es una suposición que subyace
en la ciencia positivista, así como en el marxismo, en el análisis político eco-
nómico estructuralista y en la forma material de la ecología política. El
idealismo, en contraste, radica sobre la creencia de que las ideas tienen el poder
para determinar la realidad. Lo anterior incluye a las filosofías sustentadas en
las premisas metafísicas de que las esencias conceptuales y/o espirituales con-
ciben la realidad; de modo semejante, las teorías sociales constructivistas
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afirman la primacía del lenguaje en modelar nuestra realidad experimentada


de manera subjetiva.
El materialismo tiende al ateísmo y al papel central del azar; mientras que
el idealismo comprende creencias religiosas y espirituales concernientes a
la existencia de seres divinos o de Dios. En el campo de la ecología política,
el ambientalismo verde profundo (deep green, véase Devall, 2001) es idealista
en la medida en que pone énfasis en la necesidad de que la humanidad resta-
blezca o fortalezca nexos espirituales con el mundo natural y con otras especies.
Asimismo, referencias a lo sagrado de la Madre Tierra —particularmente en
los discursos de los movimientos indígenas de resistencia contra la desposesión
en el continente americano— reflejan una forma espiritualista de idealismo.
Incidentalmente, estos discursos presentan un dilema para los ecologistas
políticos y para los ecomarxistas comprometidos con las nociones materia-
listas. Harvey (1996: 389), por ejemplo, las clasifica “tanto problemáticas como
empoderadoras” y John Bellamy Foster (2000) pinta a todos los sistemas de
creencia espiritual con la misma brocha teleológica y las rechaza desde el punto
de vista del materialismo marxista.
En la filosofía occidental, las visiones materialistas e idealistas pueden ras-
trearse hasta la antigua Grecia. Platón fue un idealista. Argumentaba que
las abstracciones geométricas y las formas ideales son más reales que las formas
que percibimos. En su teoría, los objetos físicos, los organismos vivientes y sus
cualidades (como la bondad o la justicia) corresponden a formas ideales, cuya
existencia trasciende el mundo material y a las mentes de la gente. Estas
formas ideales dan perfil a las manifestaciones imperfectas en el mundo ma-
terial, como las sombras en las paredes de una cueva, a las cuales nuestras per-
cepciones sensoriales se encuentran limitadas.
En contraste, Epicuro, un filósofo griego que nació poco después de la
muerte de Platón, fue materialista. Su trabajo sería el tema de la tesis doctoral
de Marx. La visión de la realidad de Epicuro retoma las ideas desarrolladas
anteriormente por Leucipo y Demócrito, quienes vieron al mundo hecho
de átomos diminutos en un vacío. Los átomos, según Epicuro, no se mueven de
acuerdo con patrones determinados; algunos viran bruscamente, dando lugar
al elemento del azar. Con base en esa visión, se deriva la máxima epicúrea:
“Nada es creado nunca, por el poder divino, a partir de la nada” (citado por
Foster, 2000: 35).
Aun durante la era de la Ilustración, mientras los descubrimientos cientí-
ficos empezaron a arrojar dudas sobre los dogmas de la Iglesia, en las mentes
de muchos de los grandes filósofos europeos dominaban varias formas de idea-
lismo. Descartes expresó de manera breve y concisa: “Pienso, luego existo”.
TRES FORMAS DE ECOLOGÍA POLÍTICA 25

Hegel derivó su pensamiento dialéctico a partir del tratamiento de Kant


del enfrentamiento entre dos principios: necesidad y libertad. La dialéctica
hegeliana era idealista, basada en la tensión entre dos ideas opuestas (dua-
lismos), cuya resolución hace avanzar a la filosofía, que a su vez configura a la
sociedad. Marx hizo una ruptura epistemológica con el idealismo (Veltmeyer,
1978). Afirmaba que los seres humanos dependen del mundo material, debido
a la necesidad de producir y reproducir las condiciones de su existencia bio-
lógica y social por medio del trabajo. Así, en el materialismo histórico de Marx,
la historia avanza no a través de la interacción de ideas sino por la praxis en el
mundo real, la resolución dialéctica de la contradicción entre fuerzas y rela-
ciones de producción.
Siguiendo al filósofo de la ciencia Roy Bhaskar, Foster distingue tres niveles
de materialismo: el ontológico, que afirma “la dependencia unilateral del ser
social con respecto al ser biológico (y, de forma más general, físico) y la emer-
gencia del primero a partir del segundo”; el epistemológico, que asevera la
existencia independiente y la actividad transfáctica de al menos algunos de
los objetos del pensamiento científico; y el de la práctica, que testifica “el papel
constitutivo de la agencia transformadora humana en la reproducción y
transformación de las formas sociales” (Bhaskar, citado en Foster, 2000: 2).
En opinión de Foster, aunque el enfoque de Marx se hallaba principalmente en
el materialismo práctico, fue consistentemente materialista en los tres niveles
a lo largo de su vida, empezando por su tesis doctoral.
Sin entrar en debate de si hubo o no un rompimiento epistemológico en
el trabajo de Marx —Veltmeyer (1978) sigue a Althusser en sostener que lo
hubo y que ocurrió precisamente en 1845—, existe la certeza de que el en-
foque de Marx fue consistentemente materialista en términos ontológicos.
Asimismo, en términos epistemológicos, el materialismo histórico de Marx se
tradujo en un método estructural-histórico de análisis de clase que influyó fuer-
temente la primera fase de la ecología política y que sigue constituyendo la base
epistemológica de numerosos trabajos en la actualidad.
No obstante, el análisis estructuralista en la ecología política fue atacado
en los años noventa del siglo XX por ser demasiado rígido y determinista, no
sólo por sociólogos y marxistas heterodoxos, quienes cuestionaban el papel
subordinado de la agencia en el cambio histórico y el protagonismo asignado
al proletariado industrial, sino también por los postestructuralistas, quienes
empezaron a cuestionar aun la base ontológica del materialismo, en su giro
hacia el análisis del discurso.
En ese sentido, la escuela francesa de pensamiento postestructuralista,
que emergió en las décadas de 1960 y 1970, representó un ataque directo al
26 DARCY TETREAULT

marxismo, así como a las teorías económicas liberales de la modernización.


Inspirada por los trabajos de Nietzsche, la hermenéutica de Dilthey, la fenome-
nología de Husserl y las teorías críticas de la escuela de Frankfurt, esta escuela
de pensamiento esencialmente idealista sostiene que toda experiencia es me-
diada e interpretada a través de símbolos del lenguaje (Lacan). El lenguaje es
visto como inestable e indeterminado en lo que se refiere a la relación entre
significado y significante; un texto oculta tanto como revela y puede ser decons-
truido para exponer temas binarios suprimidos, desestabilizando sus afirma-
ciones verdaderas (Derrida). Así, discursos, ideas y hechos son verdaderos sólo
en la medida en que provengan de gente y grupos sociales poderosos; los dis-
cursos científicos no tienen mayores fundamentos para sostenerse como ver-
daderos que la literatura de ficción o los mitos locales (Foucault). Según los
postestructuralistas franceses, el progreso humano es una ilusión heredada
desde la época de la Ilustración; Hegel y Marx la compartieron y, en conse-
cuencia, sus trabajos están incluidos entre las metanarrativas para ser recha-
zadas a favor de las narrativas heterogéneas, pequeñas, locales y culturalmente
específicas. Llevado a un extremo, dicho acercamiento epistemológico tiende
al relativismo, por lo cual todos los discursos son igualmente (in)válidos, y la
verdad y la falsedad objetivas son por completo indistinguibles.

La tercera forma de ecología política

En vista de las diferencias aparentemente irreconciliables entre materialismo


e idealismo, vale la pena preguntar en qué medida las dos formas de ecología
política esbozadas pueden ser reconciliadas. No hay duda de que posicio-
nes extremas —análisis estructuralista rígido y determinístico, por un
lado, y posturas relativistas absolutas, por el otro— se hallan en pugna. Sin
embargo, como se ha visto, varios autores que han abordado la tarea de mapear
el campo de la ecología política están dispuestos a dar la bienvenida tanto a
acercamientos materialistas como postestructuralistas. Además, algunos eco-
logistas políticos promueven el eclecticismo, ya sea de manera abierta (Blaikie,
1999) o implícita (Bebbington, 2011), en su esfuerzo por desarrollar una
tercera forma de ecología política que pretende ser un punto intermedio y com-
plementario entre las dos formas generales.
Sobre ese camino intermedio, es importante señalar que un acercamiento
materialista no es necesariamente uno estructuralista; la investigación etno-
gráfica puede también descansar sobre nociones materialistas (véanse Garibay
y Balzaretti, 2009; Panico y Garibay, 2014). De la misma manera, no toda la
ecología política postestructuralista es idealista. Hay innumerables posiciones
TRES FORMAS DE ECOLOGÍA POLÍTICA 27

intermedias. Éstas han sido esbozadas por los autores que distinguen entre
enfoques constructivistas con distintos grados de compromiso con el materia-
lismo ontológico (por ejemplo, Demeritt, 1998; Lezama, 2004).
En una formulación, Jones (2002: 247-248) resalta el “espectro de pen-
samiento que constituye el construccionismo social” y argumenta que hay una
falacia epistémica que sugiere que todos los acercamientos constructivistas
“rechazan la existencia de una sola realidad externa (realismo ontológico)”.
Desde esa perspectiva, hay una alternativa: “Aceptar el relativismo epistemo-
lógico (por ejemplo, que nunca podremos conocer la realidad exactamente
como es), mientras se rechaza el relativismo ontológico (por ejemplo, que
nuestras representaciones del mundo no están constreñidas por la naturaleza)”.
Jones denomina a esto el constructivismo moderado y lo contrasta con el cons-
tructivismo extremo del relativismo ontológico, relacionado con el posestruc-
turalismo y el posmodernismo.
Robbins hace una distinción similar entre constructivismo suave y duro.
El segundo “hace soberanos los sistemas simbólicos de los humanos sobre todas
las otras realidades, aparentemente incapacitando la investigación empírica
de las ciencias ambientales tradicionales” y el primero “sostiene que nuestros
conceptos de la realidad son verdaderos y tienen fuerza en el mundo, pero que
reflejan entendimientos de una realidad empírica incompletos, incorrectos,
tendenciosos y falsos” (2004: 114).
En estos términos, el acercamiento suave o moderado coincide con el lla-
mado de Escobar (1999: 3) a una “posición más equilibrada que admita tanto
el constructivismo de la naturaleza en contextos humanos […] [como] la na-
turaleza en un sentido realista, que es, la existencia de un orden independiente
de la naturaleza”. Como ya se aludió, Escobar admite al materialismo ontoló-
gico, sin soslayar un enfoque epistemológico en la cultura y el lenguaje.
En el extremo contrario están los ecologistas políticos comprometidos
con un acercamiento materialista, aunque vean algún mérito en el constructi-
vismo. Martínez Alier es un ejemplo. En el medio, la tercera forma de ecología
política recurre al eclecticismo o razonamiento dialéctico para superar la di-
visión entre materialismo y postestructuralismo. Muestra de ello es el trabajo
del sociólogo británico Anthony Bebbington, quien ha realizado numerosas
investigaciones sobre la minería en la región andina de Sudamérica. Bebbing-
ton ha sido influido por la teoría de la estructuración de Anthony Giddens
sobre la agencia humana, la visión de Alberto Melucci en torno de los nuevos
movimientos sociales como sistemas de acción, el enfoque en la resistencia
cotidiana (everyday forms of resistance) de John Scott, la teoría de la acción comu-
28 DARCY TETREAULT

nicativa de Jürgen Habermas, el enfoque orientado al actor de Norman Long


y el trabajo sobre poder y conocimiento de Michel Foucault. Por consi-
guiente, su propio perfil busca ser “menos estructuralista y menos marxiano”
(Bebbington, 2011: 32; énfasis del original).
Al mismo tiempo, Bebbington pretende no perder de vista las dinámicas
de la acumulación de capital en el ámbito global. Así, propone visualizar los
procesos de cambio ambiental a través de los lentes de lo glocal; esto es, to-
mando en cuenta los factores económico políticos en los ámbitos local, na-
cional y global, que se articulan en formas complejas para transformar entornos
territoriales específicos. Con este método busca explorar “las diferencias,
las tensiones y los proyectos divergentes que coexisten dentro de los movimien-
tos sociales, en el interior de las comunidades campesinas y, de hecho, dentro
de las mismas empresas extractivas” (2011: 33). En la práctica, esto equivale
a un enfoque orientado al actor, que abarca una examinación de las estrategias
cotidianas de subsistencia y resistencia, así como los discursos que son ejer-
cidos por diversos actores en el ámbito de batalla cultural.
Entre la ecología política y el ecomarxismo, se localizan estudios con
un enfoque dialéctico. Peluso y Watts analizan la relación sociedad-natu-
raleza con la meta de entretejer los hilos estructurales y etnográficos de la
investigación de conflictos socioambientales violentos como “un fenómeno
en un lugar específico enraizado en las historias locales y relaciones sociales,
pero conectados a procesos más grandes de transformación material y rela-
ciones de poder” (Peluso y Watts, 2001: 5). Su punto de partida son los derechos
por los cuales diferentes actores ganan acceso a los recursos en el proceso de
trabajo de transformación de la naturaleza. Abogan también por un “acer-
camiento orientado al actor que incluye actores en los ámbitos local, nacional
y global, integrando un análisis del discurso en estudios geográficos sobre
cómo el mundo biofísico es transformado por factores sociales, históricos
y culturales” (Peluso y Watts, 2001: 5). Ello se traduce en estudios de caso que
exhiben la riqueza de datos empíricos con explicaciones que buscan articular
patrones y regímenes de acumulación, formas de acceso y control sobre los
recursos naturales, relaciones sociales de producción, los actores involu-
crados en dichas relaciones y los campos de poder institucionales y discursivos
en los cuales operan.
En una coherente exposición de pensamiento dialéctico, David Harvey
plantea la división materialista-idealista en los siguientes términos:

Las teorías del reflejo del lenguaje (la idea de que las palabras son miméti-
cas de las realidades que describen) chocan aquí con las ideas constructivistas
TRES FORMAS DE ECOLOGÍA POLÍTICA 29

(la visión de que nuestro entendimiento de lo “real” es construido a través de


las palabras). Y hay toda clase de posiciones intermedias y formulaciones sin-
téticas dialécticas que tienden un puente sobre o median estos binarios
simples. No puedo resolver estas controversias (dudo que alguien alguna vez
pudiera) (1996: 83-84).

Harvey contribuye a trascender la división al proponer un marco teórico


consistente en seis momentos que interaccionan dialécticamente al impulsar
el cambio histórico: lenguaje/discurso, creencias/valores/deseos, instituciones/
rituales, prácticas materiales y relaciones sociales y de poder. En su formu-
lación, aunque el “lenguaje tiene un papel vital que jugar en la construcción
de entendimientos de una acción mediadora en el mundo” (1996: 85), no
recibe un papel privilegiado en determinar la realidad, como lo asignan los
postestructuralistas. En otras palabras, no existe una relación definitiva en un
solo sentido entre el lenguaje y las prácticas materiales. En última instancia,
Harvey sigue a Marx en afirmar que las prácticas materiales de producción
y reproducción operan “tanto como el punto inicial como el punto de medición del
logro” (1996: 93; énfasis en el original).

Conclusión

La ecología política es un campo de investigación científica que exhibe plura-


lidad epistemológica. Entre los dos prototipos identificados por Brosius (1999)
—materialista y postestructuralista— hay un camino en el medio que cons-
tituye una tercera forma de ecología política, un tercer prototipo que toma
en cuenta no sólo cuestiones histórico-materiales y distributivas, sino también la
dimensión simbólica-discursiva de los conflictos socioambientales. Sobre
la base común del materialismo ontológico, el constructivismo moderado
puede ser reconciliado con el materialismo, incluso con respecto al análisis
estructural que va más allá del ámbito local, o bien mediante el eclecti-
cismo o el razonamiento dialéctico. Esta tercera forma de ecología política ha
sido terreno fértil para debates y reflexiones epistemológicos, y ha orientado
un número creciente de investigaciones en América Latina acerca de las com-
plejas relaciones de poder implicadas en la configuración productiva de terri-
torios específicos.
30 DARCY TETREAULT

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