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La construcción dual del sujeto y el cuerpo en la Edad Media.

Sublimación y

decadencia

Mariano Domingo

UNMDP

Introducción

En Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1942),

Erich Auerbach, filólogo, ensayista y crítico literario alemán exiliado en Estambul, intenta

reconstruir parte del largo derrotero que atravesó el realismo en el ámbito literario europeo,

desde la epopeya griega antigua hasta bien entrado el siglo XX con la referencia a To the

lighthouse de la británica Virginia Woolf que cierra el libro. Para llevar adelante tal

propósito, para reflexionar sobre en qué medida el realismo se manifiesta a través de casi

2700 años de historia de las letras, Auerbach, aun desde la carencia de su exilio, desarrolla

un mecanismo basado en la comparativa, en el análisis del discurso y en su propia

erudición, con el objetivo de abordar una compleja serie de textos en lenguas distintas,

producto de sociedades disímiles y con trasfondos ideológicos contradictorios que los

subyacen y los enfrentan entre sí. En cuanto a la tesis que sustenta el camino trazado por

Mímesis, Coira, en su reseña a la reedición de 2014 del Fondo de Cultura Económica,

sugiere que el autor explora las formas en que el realismo se expande progresivamente,

incorporando nuevos sujetos, estratos sociales y motivos a su órbita. Con esto abandona las

directrices clásicas de la estricta separación de estilos y los límites entre la construcción

seria de lo alto y sublime frente a la comicidad que supone todo lo que es bajo, en especial

en la Antigüedad.

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Dentro de la gran empresa que se impone Auerbach, el presente trabajo tiene como

objeto ahondar en un punto que, en parte, deja entrever el desarrollo de las reflexiones en

Mímesis: el paso, hacia fines de la Edad Media, de una profunda división estamental, que

domina tanto las formas de vida en sociedad como las de representación en la literatura,

hacia una concepción más bien dinámica, vital y mucho más compleja en los albores del

Renacimiento.

Lo sesgado de la perspectiva desde la cual comprende lo real parte del medioevo

tardío se hace manifiesto en la medida que, fuera de todo acaecer relativo a una estática

nobleza guerrera, nada es digno de tener lugar en el arte de época. En este sentido, la

canción de gesta de siglos XI y XII surge como el paradigma de la creación poética, sobre

todo en los países latinos, en los que la caída del imperio romano dejó como saldo un

anquilosamiento de la cultura que encuentra su mejor reflejo en esa clase de textos. El caso

francés de la chanson de geste, estudiado en profundidad por entre otros, Menéndez Pidal

(1955) y Rychner (1999), es el que Auerbach retoma en su capítulo V “Nombran a Roldán

jefe de la retaguardia del ejército francés” para dar cuenta de lo acotado y esquemático de la

representación en el género.

Seis capítulos más tarde, en “El mundo en la boca de Pantagruel”, Mímesis presenta

la contracara del fenómeno antes descripto a partir de la obra de François Rabelais, una

figura propia del Renacimiento francés del XVI, pero fuertemente atravesada por aquella

cultura medieval que repone, invierte, parodia y satiriza en su célebre Gargantúa y

Pantagruel. Lo particular de su novelística reside en que se nutre de la vertiente popular, es

decir, no oficial del arte y el individuo del medioevo, la del grotesco y el carnaval (en

términos de Bajtín), una cara soslayada por el pensamiento estamental y religioso cristiano

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dominante, arista que Rabelais recupera, intensifica y renueva bajo la luz del Humanismo

en boga. Al respecto señala Auerbach:

Casi todos los elementos que confluyen en el estilo de Rabelais le han sido transmitidos por
la Edad Media tardía. Las bufonadas groseras, la concepción “criatural” del cuerpo, la falta
de pudor y reserva en lo sexual, la mezcla de un realismo semejante con una sustancia
satírica o didáctica, la erudición informemente amontonada (1979: 256)

La hipótesis rectora para el análisis que se plantea a continuación reside entonces en

que, como en el auge de la Baja Edad Media (entre los siglos XI y XII), las dos

concepciones alrededor del arte, la vida y, sobre todo, del hombre antes mencionadas

coexisten en la consideración que sobre ese período desarrollan los capítulos de Mímesis.

Es decir que, superando la negación de la cultura popular por parte la literatura cortesana y

ampliando los horizontes de su representación del mundo, la inclusión de Rabelais en el

cuadro del realismo occidental de Auerbach supone una complejización en el estudio de la

literatura de fin de la Edad Media y los inicios del Renacimiento. La presencia de

Gargantúa y Pantagruel como objeto de investigación, al mismo nivel que una obra de la

trascendencia de La chanson de Roland, vendría a dar cuenta de cierta coherencia con el

postulado de Bajtín (1987) de una dualidad del mundo, sin la cual cualquier intento de

examen de la existencia de este momento queda trunco. Tal hipótesis abonaría esa teoría

primera de la progresiva expansión de los límites del realismo, desde sus primeras

expresiones escritas en la épica clásica.

Para dar cuenta de las particularidades de cada uno de estos sistemas de ideas, los

vínculos que mantienen entre ellos y en la consideración de Auerbach, se apelará al estudio

de la forma en que se construye al hombre en su individualidad y el lugar que ocupa en el

entramado de relaciones sociales descriptos; se caracterizará el empleo del lenguaje para


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delinear una determinada visión del mundo y, por último, se indagará en las causas

extraliterarias que justifican tales cosmovisiones y las repercusiones que éstas tienen en la

producción realista posterior.

Cultura oficial y cultura popular. Realismo de corte y realismo grotesco.

La chanson de Roland, cima del ideario aristocrático medieval

En el apartado V de Mímesis, que reflexiona en torno a la épica de siglo XII, el

autor retoma un fragmento del cantar heroico francés de mayor repercusión en estudios

posteriores. La chanson de Roland, la versión hiperbolizada de un enfrentamiento ocurrido

trescientos años antes en Roncesvalles (Pamplona) entre las tropas de Carlomagno y unos

vascos montañeses. De su manuscrito más reconocido, el Digby 23 de Oxford, datado

alrededor del 1170, Auerbach recorta una escena en particular: Roldán, sobrino del

emperador y su mejor vasallo, es designado líder de la retaguardia francesa al regreso de

España por consejo de Ganelón, su padrastro, traidor y cómplice del rey de los sarracenos,

el infiel Marsilio.

Sobre esta breve porción del texto, fiel a su metodología, el alemán destaca en

primer lugar lo extremadamente estereotipado de los parlamentos, encuadrados en estrofas

(o laisses) con oraciones simples coordinadas paratácticamente, como bloques

independientes. Tal configuración discursiva, entiende Auerbach, provoca la fuerte

impresión de que lo narrado ha ocurrido exactamente en la forma descripta, sin necesidad

de explicaciones ni ampliaciones respecto a los puntos oscuros. Todo en la anécdota y en la

forma en que se construye resulta estático, limitado, poco fluido. En primer lugar, dentro

del asunto general de la guerra, la reunión del consejo, como motivo, dominado por una

serie de procedimientos que se reiteran (designación, aceptación, entrega del objeto

simbólico) es una constante en el cantar de gesta. A su vez, el discurrir de la discusión entre


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los señores se desarrolla a partir de fórmulas estereotipadas. Las formulas son grupos de

palabras que se emplean regularmente en las mismas condiciones métricas con el fin de

expresar una idea esencial dada. De ahí que los cantos heroicos, plagados de ellas, se

muestren repetitivos. Así lo explica el filólogo estadounidense Milman Parry, que Rychner

(1999) recupera para su estudio El cantar de gesta: Ensayo sobre el arte épico de los

juglares.

Lo que es más, esa ceremonia pone en juego los principios sustanciales del ser

caballeresco prototípico, principios que rigen por entero el accionar individual, aunque para

ellos no exista justificación alguna, entre otros: la voluntad de lucha, el concepto de honor,

la fidelidad entre compañeros de armas, la comunidad de linaje, etc. De esta forma, todo el

espectro de los personajes representados exhibe las mismas características, incluso los

enemigos de Carlomagno. Son guerreros excelentes, despojados del sufrir del ser común,

de su cotidiano, de sus imperfecciones, todos pertenecen al escalón más alto de una

jerarquía social similar, casi especular y responden a los valores fundamentales de auxilium

y consilium (Real 2002) que determinan las formas del vasallaje francés de siglo XI.

Representantes de cualquier otro sector del rígido sistema estamental de la Edad Media,

máxime mujeres, se encuentran por completo ausentes. El cantar de gesta es por y para

festejo de la corte, aun cuando pueda trascender sus límites y llegue al pueblo en la voz de

los juglares.

La impronta oral de los cantares. ¿Origen o mero precedente?

La estrechez del cuadro presentado se corresponde con el medio que le sirve de

expresión, sustentado en la repetición, la parataxis y el continuo recomenzar de una estrofa

que retoma la anterior. Un nuevo estilo alto, en palabras de Auerbach, que hace uso de la

coordinación de frases y episodios aislados con el propósito de presentar ejemplos de


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moralidad en héroes idealizados, arquetípicos, despojados de profundidad psicológica e

introspección, entregados a la causa cristiana y su dogma. Tal hipótesis coincidiría con el

planteo de Hauser (1951) sobre la génesis de los cantos heroicos medievales. Frente a la

versión romántica de una elaboración plenamente popular y oral, el historiador de la

literatura sostiene que tales relatos surgen a raíz de la necesidad de la Iglesia de propagar la

leyenda de los mártires que encarnaron sus principios.

He aquí otro punto crítico a considerar en cuanto se refiere la estrechez

consustancial al marco de ideas y la expresión detrás en la chanson: su naturaleza de

literatura oral comunitaria, verbalmente transmitida durante largo tiempo. Frente a ella,

carácter escrito de los manuscritos conservados y la presencia necesaria de un poeta creador

individual que recupera, transcribe y modifica. Las tendencias al respecto se dividen en dos

líneas o genealogías. Por un lado, aquellos influidos por Ong y Parry, como Menéndez

Pidal y Rychner, los “tradicionalistas” u “oralistas”, que defienden el acervo oral de unos

cantares de gesta que habrían nacido paralelamente a los hechos narrados y solo luego

fueron volcados a la escritura. Por el otro, los “individualistas”, encabezados por Joseph

Bédier, prefieren enfocarse solo en el componente textual, comparando este tipo de obras

con otras exclusivamente literarias y desestimando, en parte, su trasfondo oral.

Aunque la posición que adopta Auerbach podría encuadrarse en este último grupo

de teorías, en la medida en que aborda la chanson meramente desde su configuración

escrita, buena parte de sus planteos encuentran un correlato con los desarrollos de

Menéndez Pidal y Rychner. El segundo, al postular una composición en cierta medida

formular de La chanson de Roland la explica con motivo de la difusión oral que en primer

término tuvieron los cantares en boca del artista destacado de la época: el juglar. Dice

Rychner:
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podía ser a la vez músico, poeta, saltimbanqui; el vagabundo, que yerra por las rutas y da su
presentación en los pueblos, el zafonista, que, en la parada canta la gesta a los peregrinos,
charlatán, maestro de la danza, acróbata que hace malabares con cuchillos (…) en fin, el
ancestro de todos los puesteros de nuestras ferias. (1999: 7)
Mas lo que hace verdaderamente al juglar es el caudal de argumentos que conoce de

memoria, junto al depósito de motivos y fórmulas estereotipados que maneja y es capaz de

combinar de forma nueva cada vez que recita. Lo mismo sea en frente algún señor feudal

que lo acoge, sea en la plaza pública. Fue Ong quien señaló por primera vez la repetición

mnemotécnica como recurso fundamental para la aprehensión y conservación del

conocimiento en las culturas de índole oral. Rychner lo retoma e insiste en que lo que tiene

de cliché el género se debe en gran medida a ese carácter oral de su difusión. La

transcripción caligráfica vendría a ser un hecho secundario, que nace como ayuda memoria

del juglar y es posterior al desarrollo del cantar original. De ahí también las repeticiones, el

volver a comenzar una y otra vez, el predominio de la parataxis, medios todos de los que se

servía el juglar en su tarea y que de un modo u otros se traspusieron a la escritura, aun

cuando mediara entre los dos órdenes la labor de un poeta y/o compilador.

De todo esto se deriva lo siguiente: Auerbach, en sus disquisiciones sobre el

realismo en el cantar de gesta francés, plantea que, como aproximación efectiva para dar

cuenta de un trozo de historia (léase, la sociedad medieval de siglo XII) la perspectiva es

demasiado acotada, de una simplificación tal que omite buena parte de la realidad más allá

las cortes señoriales. Por otro lado, su limitación a lo ideal sublime, el estilo empleado, con

sus reiteraciones, sus abruptos encadenamientos (donde resuena la impronta oral), todo

junto al propósito doctrinario que lo subyace, hacen del género un espacio poco propicio

para ahondar en el verdadero sentido de la época. Pese a su fondo histórico, pese a haber

significado un testimonio de sucesos heroicos ejemplares, la deformación y sublimación de


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la que son objeto figuras, hechos y motivos vuelve al cantar heroico una pintura sin vida de

los principios puros de una nobleza en franco declive.

El Renacimiento y la vuelta del carnaval

En el capítulo 1 del reconocido estudio al que Mijaíl Bajtin tituló La cultura

popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais se lee:

La riquísima cultura popular de la risa en la Edad Media vivió y evolucionó fuera de la


esfera oficial de la ideología y la literatura serias. Fue gracias a esta existencia no-oficial
por lo que la cultura de la risa se distinguió por su radicalismo y su libertad excepcionales,
por su despiadada lucidez. Al vedar a la risa el acceso a los medios oficiales de la vida y las
ideas, la Edad Media le confirió, en cambio, privilegios excepcionales de licencia e
impunidad fuera de esos límites: en la plaza pública, en las fiestas y en la literatura
recreativa. (1987: 69)

En estas líneas se resume lo fundamental del planteo del teórico ruso. La Edad Media

presenta, por un lado, una faceta oficial, seria, con ciertas directrices particulares para la

representación del hombre y lo que lo rodea. El cantar heroico nace de ella y es su

portavoz, aun cuando en el aspecto compositivo y en su difusión se entrometa lo oral

popular. Por el otro lado, y Bajtín lo caracteriza en detalle, tras la cara seria, en sus bordes,

subsiste toda una constelación de creencias, ritos y significados, en conexión directa con la

esfera del carnaval y aquello que implica, que sin embargo no encuentra cabida en la

literatura de la época, al menos de forma relevante y duradera. Con todo, el fenómeno del

grotesco que supone la cosmovisión carnavalesca trasciende las fronteras del arte y se

confunde con la vida misma de la plaza y es allí donde encuentra su expresión más

fidedigna.

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Rabelais como anfibio cultural

Entonces, ¿qué papel desarrolla en todo este entramado François Rabelais, clérigo,

hijo de un burgués acomodado, hombre nacido a principios del XVI? Si bien, como se ha

dicho, esa concepción cómica, contra-oficial del mundo se da subrepticiamente durante

toda la Edad Media, no es sino hasta entrado el Renacimiento que encuentra, según Bajtin,

una sustancial representación en el ámbito literario. En esto no hay paladín que iguale al

novelista francés. Rabelais hace lugar a todo el ideario de la festividad popular, su

concepción material/criatural del cuerpo, la inversión de toda jerarquía, la explosión de las

posibilidades más escatológicas del lenguaje. Y lo hace aun en contradicción con aquel

Renacimiento que abreva en las fuentes clásicas de la Antigüedad y sus cánones de

perfección corporal, separación estilística, sobriedad y simetría en sus proporciones.

En este sentido, Claudia Moller Recondo (2000) se refiere a Rabelais en tanto que

“anfibio cultural” más que intermediario. Él es capaz de poner en funcionamiento un

lenguaje y ciertos géneros pertenecientes a una semiosfera particular desde otra

completamente distinta, hegemónica, de la que forma parte, no solo como burgués, sino

también como eclesiástico y letrado. La retroalimentación entre las esferas de lo alto oficial

y lo bajo popular, la confusión de las convenciones de una y otra, es la clave de su obra. No

se trata de una mera transposición de la realidad del carnaval medieval en la literatura de la

elite de siglo XVI, sino de una resignificación de sus motivos más importantes en el nuevo

contexto de ideas del Humanismo en que se desarrolla la escritura rabelesiana.

La ampliación de miras en el Renacimiento

Auerbach adhiere a esta línea de pensamiento en el capítulo que dedica a Gargantúa

y Pantagruel, el número XI de Mímesis, “El mundo en la boca de Pantagruel”, que se abre

con un fragmento del capítulo 32 del libro segundo. En él, el autor, hecho personaje,
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investiga dentro de la cavidad bucal del gigante Pantagruel y encuentra allí todo un

complejo universo de países, ciudades y hombres, en todo similares a él, que lo interpelan

en el estilo rústico de cualquier campesino francés contemporáneo. El tema del

descubrimiento del nuevo mundo remite directamente a la llegada a América que tuviera

lugar poco tiempo antes. En cambio, para el motivo del monstruo que alberga una galaxia

dentro de sí, el crítico alemán reconoce dos fuentes probables, primero, el libro popular

original de Gargantúa; segundo, un episodio similar que el latino Luciano incorpora en sus

Historias verdaderas. Sea cual fuere el lugar del cual se inspiró Rabelais, Auerbach insiste

en que a la refundición que lleva adelante le impone su estilo particular, marcado por el

momento de transición en el que se encuentra (Nuevo Mundo, Reforma, Contrarreforma,

etc.). La llegada a tierras nunca antes conocidas, en el contexto de ampliación de los

horizontes ideológicos del hombre renacentista frente a lo que era su par del medioevo,

supone un tema polémico para la época, aunque no se desarrolle en Rabelais con toda su

fuerza, cercado como está por la exageración grotesca y la hipérbole cómica constante.

La temática de por sí es harto más amplia que aquella del cantar de gesta, escenarios

y figuras se trastocan recurrentemente, se complejizan. El hombre, antes determinado por

un opresivo sistema estamental, religioso y moral, ejemplo de ideales que lo trascienden, se

abre ahora a nuevas posibilidades, se desliga de principios injustificables y de estrictos

cánones para su representación en el arte. Con el estilo al que se recurre sucede algo

semejante, predomina lo bajo-cómico pero entremezclado con zonas de realce filosófico,

chispas de erudición e injurias en un torbellino de lo más vital, en el límite opuesto al parco

encadenamiento paratáctico del discurso épico francés.

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Gargantúa y Pantagruel, la guerra en clave grotesca

Para profundizar en esa transición de lo estrecho medieval a la mentalidad

renacentista resulta interesante retomar un episodio del Gargantúa y Pantagruel distinto al

que elige Auerbach. En él es posible revisar de qué forma se trata el asunto de la guerra

desde la cosmovisión carnavalesca. En otras palabras, cómo el mismo tema se reescribe con

otra mirada, cómo se manifiesta lo popular, lo bajo, sean las clases bajas, presentes,

nombradas, relevantes para la trama, sea el cuerpo en su aspecto más grotesco, decadente,

tabú, sin idealizaciones ni arquetipos.

El fragmento seleccionado se extiende desde el capítulo XXV de La inestimable

vida del gran Gargantúa, padre de Pantagruel hasta casi el L. En él se desarrolla el

conflicto entre el rey Grandgousier, el padre de Gargantúa, y uno de sus vasallos, Picrócolo,

que deriva en un combate del que Gargantúa resulta gran héroe. Lo cómico de la cuestión

es la razón del enfrentamiento que da comienzo a la rivalidad entre los dos reyes: una

disputa entre gente de la más baja condición, unos pasteleros que se niegan a vender sus

bollos a unos vendimiadores interesados en sus cualidades laxantes. La negativa de los

pasteleros, por ser ejemplo de la importancia de la injuria para el vocabulario del carnaval,

es digna de reponerse:

Los pasteleros no se mostraron en modo alguno inclinados a acceder a este ruego, sino, lo
que es peor, los insultaron gravemente, llamándoles ordinarios, habladores, pelirrojos,
perdidos, carátulas, desdentados, chalanes, holgazanes, golosos, barrigones, fanfarrones,
pillos, zafios, tontos, parásitos, vagabundos, pisaverdes, remedadores, rústicos, babiecas,
simples, bromistas de mala sombra, fatuos, hampones, pastores de mierda y otros tales
epítetos difamatorios.
Una enumeración como esta es impensable para la forma de estrofas o bloques

independientes que adopta el discurso en el cantar de gesta. Mucho menos un lenguaje tan

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soez, todo es alto y distinguido en los parlamentos de los caballeros, incluso en medio de la

batalla, cuando cristianos e infieles se agravian frente a frente. Varios otros episodios

dentro de este recorte son igual de productivos para observar las distancias que se han

señalado entre tales cosmovisiones y la clase de confluencia que encuentran en la obra de

Rabelais. Caben mencionar solo dos a modo meramente ilustrativo y porque destacan sobre

los demás por el humor con que se describen.

En el primero, una vez desatada la guerra, Picrócolo, rey de los pasteleros, se lanza

a la conquista de los poblados de Grandgousier mientras éste reúne sus tropas. Los soldados

invasores, llegados a una abadía, encuentran a los monjes rezando y se disponen a saquear

su huerto y viñedo. En vista de lo que sucede, uno de los eclesiásticos, Juan des

Entommeures, de quien se dice era “joven, galán, vivaz, ágil, diestro, osado, audaz,

resuelto, alto, delgado, agraciado de rostro, de nariz grande, buen despachador de horas,

gran apurador de misas, que no hacia maldito caso de abstinencias y ayunos y, para decirlo

todo, un verdadero monje (…)” (1978: 130-131) enloquece al ver saqueado el vino de todo

el año. Inmediatamente arenga a sus hermanos a la defensa y termina por lanzarse solo,

crucifijo en mano, cual Roldán en Roncesvalles, contra el enemigo a quien vence, poseído

por una violencia casi sobrenatural. Lo cómico aquí es el motivo último que justifica la

lucha, poco importa ya la religión, ahora es el vino, la satisfacción del placer de lo corporal

la razón necesaria para arriesgar la propia vida. Por otro lado, la descripción de las heridas

que el colérico monje inflinge a su paso recuerda algo a las que el sobrino de Carlomagno y

sus doce pares ocasionaban en los servidores de Marsilio. Ahora evidencian un elemento

fundamental que cruza la concepción del cuerpo en Rabelais, lo bajo y grotesco que sale de

la oscuridad y es puesto en primer plano, estómagos, ombligos y tripas rodaban por el suelo

en “el espectáculo más horrible jamás visto” (1978: 133).


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Por último, en el capítulo XXVI, por pedido expreso de su padre, sin mediar ningún

tipo de consejo, rito de designación ni escena que se le parezca, Gargantúa deja París y

arremete contra las fuerzas de Picrócolo. Antes, hace una parada para proveerse de una

lanza, a saber un enorme árbol, y dejar descansar a su yegua. Ésta es de tal magnitud que, al

orinar, inunda los campos circundantes y ahoga a buena parte del ejército rival. Lo bajo

grotesco corporal vuelve a hacerse un lugar preponderante en el desarrollo del relato y la

imagen de aquella compañera del héroe se acerca más al estatuto cómico del posterior

Rocinante que al del legendario Babieca del Cid Rodrigo Díaz de Vivar.

En suma, Rabelais acomete una compleja reformulación de las dos concepciones

que alimentan la vida del medioevo, las pone en contacto, lima sus asperezas y

contradicciones para dar forma a un cuadro en el que lo grotesco del carnaval alterna con lo

sublime de la corte. Todo esto en un mundo nuevo, en vías de descubrimiento, más libre y

diverso, tras dejar detrás de sí la oscuridad del largo período que significó la Edad Media.

Sus personajes, los acontecimientos de los que son parte, los motivos que los mueven son,

por contraste, más profundos, menos estereotipados. Lo mismo podrá decirse del hombre

del Renacimiento si se lo compara con el señor feudal y toda su comitiva.

Auerbach reconoce tal distancia, tal reconstrucción y hace de Rabelais el puente

entre las tradiciones encontradas del medioevo, por un lado, y el mundo en expansión del

Renacimiento, por el otro. He ahí la llave de la transición entre dos períodos tan

diametralmente opuestos, no solo en sus modos de vivir sino, fundamentalmente en su

noción de lo literario.

Conclusiones finales

En el complejo escenario de la Edad Media tardía, con todo un sistema político,

religioso e ideológico de siglos en camino a una profunda crisis y reformulación, el


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discurrir de la existencia de los pueblos se divide entre el asfixiante clima de la corte

señorial y la libertad carnavalesca de la plaza pública, con sus reyes falsos, su vocabulario

injurioso y la celebración de lo más decadente y grotesco del cuerpo. Cara y cruz de un

mismo momento histórico, la faceta oficial oblitera la realidad del pueblo y obtura su

entrada a la literatura, ámbito de lo serio, medio de transmisión de una serie de valores

ejemplares incontestables. La festividad popular se desarrolla enteramente por fuera de los

círculos de la alta cultura y adquiere su propia y particular fisonomía, la de la exageración y

el desborde. Frente a la sobriedad del rígido vivir de la corte, la risa renovadora que

desacraliza y subvierte.

En Mímesis, Auerbach reconoce la profundidad del período que estudia, lo

multifacético de sus expresiones, indaga más allá de las manifestaciones del discurso oficial

de la nobleza y la religión, que encuentran en el cantar de gesta un canal propicio para la

difusión de sus valores aristocráticos. En el trayecto que construye hace lugar para el

realismo grotesco y su principal portavoz, un Rabelais que trasciende las distancias

temporales para dar estatuto literario al fenómeno del carnaval medieval en toda su

magnitud de imágenes, ideario y lenguaje.

Si el canto heroico, cuyos orígenes aún se discuten, atravesado como está por la

dimensión oral, plagado de clichés y acotadísimo en su perspectiva, supuso un

acontecimiento de peso en el contexto cultural de la época, la puesta en palabras de una

experiencia tan antagónica como la de la plaza pública, aunque tenga lugar en forma

anacrónica, merece una consideración similar, y en este punto Auerbach no hubo de

quedarse atrás sino de continuar el camino trazado por Bajtín.

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Referencias bibliográficas

Auerbach, Erich (1979). Mimesis. La representación de la realidad en la literatura


occidental. México: Fondo de Cultura Económica.

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