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La eficacia simbólica del derecho privado

- Idea general/sumario:
Parte expositiva: permanencia de preeminencia de las lógicas iusprivatistas a lo largo de la
evolución histórica del derecho moderno, a pesar de las fluctuaciones visibles del derecho privado
(movimiento pendular: codificación (estado gendarme)/ descodificación ‒¿aparente?‒ (estado
intervencionista y babel neoliberal).
Parte conclusiva: ¿podemos conectar estos análisis histórico-teoréticos (sobre todo, Fruta
prohibida) con otra de las líneas de trabajo fundamentales de Capella: a saber, la cuestión de la
hegemonía social y cultural en la era de la tercera revolución industrial y la producción masiva y
dirigida de contenidos de conciencia? ¿Podemos considerar la revolución antropológica de la
sociedad de consumo como la culminación de un proceso secular de desdemocratización y
despolitización a través de la implantación (sutil, silenciosa: legitimación material ‒en el sentido
weberiano de relativa a "valores" asumidos a priori como tales, no-temática y deliberativamente, y,
por ello, tanto más eficaces a la hora de orientar la praxis social; piénsese en al compulsión
contemporánea, que todo lo legitima, a la "eficacia"‒, más bien que explícita y formal) en la
totalidad de la vida social de los presupuestos antropológicos del individualismo propietario (Pietro
Barcellona)? ¿No será acaso, por tanto, la eficacia simbólica de los moldes jurídicos iusprivatistas y
su retórica del "derecho" abstracto (sobre todo, subjetivo) la que perpetúa incesantemente las
estructuras de dominación y obtura toda posible reformulación del orden social en la dirección de
una prioridad de los "deberes", única que, siguiendo a Simone Weil, podría salvaguardar la
sacralidad de la persona humana?

1. La constitución tácita del derecho privado

Escribía Anton Menger (manifestar discrepancia con su Juristensozialismus reformista que


llegará hasta el austromarxista Karl Renner ‒¿tildado de "muy flojo" por Capella?‒: no obstante,
podemos atribuirles sin duda el mérito de haber sido pioneros, con el jurista soviético Evgeni
Pašukanis, en el estudio ‒no reduccionista-economicista‒ de la coherencia sistémica entre las
instituciones modernas del derecho privado y el articulación social y política del modo de
producción capitalista) en 1890 en El derecho civil ("bürgerliche": civil y burgués) y los pobres
("las clases populares desposeídas"):
Semejante sistema [ancien régime: statu quo consuetudinario sancionado jurídicamente tras una
lucha de intereses con resultado favorable a los poderosos] fue combatido, desde la mitad del pasado siglo,
por una gran agitación histórica universal. Tal agitación dirigiose en su origen contra las organizaciones
políticas existentes, y, sobre todo, contra el poder absoluto de los príncipes, porque se percibían
inmediatamente los esfuerzos de los poderes imperantes en favor de unos pocos, y también porque las
clases pudientes aspiraban a tomar parte en la legislación y en la administración del Estado. Consiguiose
esto, y las más amplias esferas de la población intervinieron en la dirección del Estado en una medida
siempre creciente. Pero la transformación popular de las organizaciones públicas dejó casi intacto el
Derecho privado, y así ocurre que la legislación y la ciencia del Derecho civil, se encuentra entre aquellos
ramos de nuestra vida intelectual que menos han progresado. Verdad es que la agitación socialista, que se
dirige a modificar nuestros sistemas de Derecho privado, penetró hacia 1830 en las masas populares,
afirmando gradualmente, casi por completo, las precedentes aspiraciones político-radicales; pero la
creación de un Derecho privado que distribuya más equitativamente entre los miembros de la sociedad civil
los goces, o que contenga análogos elementos populares a los de nuestro actual Derecho político, es una
tarea cuya realización compete aún al porvenir (Menger, 1998: 123-124).

Nuestra intención en lo que sigue es desentrañar justamente por qué el derecho "positivo"
privado (en realidad, una de las claves para comprender lo que proponemos será que, estrictamente
hablando, no es derecho positivo: esto es, su creación no dimana directamente de la autoridad
estatal ni se puede retrotraer en última intancia a norma fundamental alguna) se hurta tan
tercamente a su control consciente por parte del poder legislativo, de tal modo que no podemos
decir sin incurrir en crasa ingenuidad que hayamos avanzado gran cosa respecto de la situación
constatada por Menger hace más de un siglo.
Hay que advertir que no queremos insinuar con ello que entre derecho público y derecho
privado se dé una distinción real. Si algo nos ha enseñado Capella es a reparar en la subrepticia
inmixtión de lo privado en lo público producida por un tipo de socialización, la capitalista, que
precisamente se vanagloria de haber sido la que con más escrúpulo y nitidez haya distinguido jamás
ambas esferas. En este punto (y tal vez, además de en la identificación despsicologizante de Estado
y ordenamiento jurídico, en ningún otro) Kelsen y la concepción marxista del derecho se dan la
mano.
Como magistralmente se nos muestra al inicio de Fruta prohibida ("I. Relaciones sociales y
relaciones jurídicas"), cuando la creciente complejidad de una sociedad dada hace que se desgaje de
la moralidad positiva que la regimentaba un poder político-jurídico con vistas a neutralizar los
conflictos que el mero despliegue de la lógica económica es incapaz de organizar por sí mismo (esto
es, con vistas a asegurar la reproducción social), entonces "las instituciones políticas contribuyen a
la configuración de las extra-políticas" (Capella, 1997: 48), las cuales alimentan, a su vez, aquellas;
y es por ello que la discernibilidad entre "poder político" y "sociedad" no resulta tan obvia como a
primera vista pudiera parecer ("obviedad" que, por supuesto, debe no poco a los denodados
esfuerzos apologéticos de los economistas clásicos).
Así pues, el Estado no puede ser abordado, desde la perspectiva que nos ofrece Capella, ni
como plenamente autónomo y capaz de dirigir desde sí mismo el devenir de la sociedad civil ni
como mera “ideología” (al menos no el sentido vulgar de “irreal” o “inexistente”) que se doblega
dócilmente ("refleja") a los dictados de las lógicas económicas (necesitadas siempre, como están, de
un suplemento "hegemónico-cultural" que las reafirme en su efectividad). El Estado es, por el
contrario, la relación de fuerzas en la que se decide qué agentes logran modelar el tipo de formación
social en cuestión, relación siempre tensa y requirente de un cierto apoyo “extra-estatal” para
mantenerse viva. Así, en expresión de Bob Jessop, el Estado ostenta una “selectividad estratégica”
para con el tipo de formación social en que se inserta, ya que él mismo ha dado lugar a ella,
contribuye a robustecerla y es, a su vez, sostenido por ella. Huelga decir, por tanto, que tal
concepción ha de reclamarse heredera de aquella ‒no por esquemática menos lúcida‒ interpretación
gramsciana del Estado como el entramado sólo metodológicamente diseccionable de sociedad
política (esto es, el gobierno en sentido estricto, basado en la coerción) y sociedad civil (esto es, la
hegemonía difundida a través del consenso y la interiorización del autodisciplinamiento).
Cuando Kelsen reivindica la necesidad de delimitar un concepto exclusivamente jurídico de
Estado (liberándolo así de su ganga sociológica, por mucho que su definición no deje de guardar un
cierto aire de familia con la weberiana del monopolio de la violencia legítima) caracterizado como
“asociación de dominio” implementada a través de un “ordenamiento constrictivo” (Kelsen, 1982:
186 y ss.), lo que en realidad está dejando entrever es que sólo puede haber análisis formal ‒y ello
es sinónimo para Kelsen de científico‒ de la “sociedad política” de Gramsci, y que toda finalidad o
funcionalidad sociales son ajenas a la estructura misma del derecho.
Sin embargo, entre Estado y sociedad no se da ninguna antítesis cuasi-lógica como la que
presupone Kelsen, sino un antagonismo real que no es, al fin, sino un antagonismo en el seno de la
sociedad misma. Para poder captarlo y analizarlo Marx operó una desnaturalización sociológica y
crítica de los conceptos políticos y jurídicos muy análoga a la que, con mayor reconocimiento
público, les aplicó a los conceptos económicos. Así como Marx mostró que ni la distribución ni el
consumo son esferas autónomas en las que reinan la libertad, la igualdad y la fraternidad, sino que
son función de la producción, del mismo modo reveló que la propia forma de participación en la
producción ha de ser explicada en términos políticos, como efectos de la dominación de clase que
cristaliza en el Estado y que el propio Estado perpetúa, aun el sedicente Estado democrático.
Uno de los núcleos del pensamiento político de Marx lo constituye, efectivamente, su revisión
crítica de la democracia representativa en aras de esa “verdadera democracia” que sobrevuela toda
su obra desde el texto temprano sobre el derecho público de Hegel. La verdadera democracia no es
para Marx compatible con ningún dominio de clase, de modo que las democracias “políticas” de los
Estados modernos no son tales, o, a lo sumo, se quedan en la pura formalidad del “derecho igual
para todos”, suficiente, sin embargo, para el método jurídico positivo de Kelsen, que se puede
permitir pasar por alto todas las “limitaciones” que la dependencia económica introduzca en el
ejercicio de la ciudadanía democrática. Así, atrincherada tras el culto “constitucionalista” a la
legalidad y al Estado de derecho se agazapa la clase dominante, obviando que, si bien el Estado se
regula evidentemente por el derecho y que el derecho es el fundamento del Estado, en realidad el
derecho mismo es un producto monopolístico del Estado. Es por ello que no encuentra mejor
legitimación que disimular tal “circularidad” institucional escudándose para ello en el sufragio
universal ‒tan elogiado, no lo olvidemos, por Marx, si bien en un contexto bien determinado, el de
la Comuna de París, en el que el pueblo ya había destruido el aparato estatal e instaurado una suerte
de “república social”‒, el cual, en un Estado lacerado por los conflictos económicos entre clases, no
constituye, en palabras de ese gran crítico del formalismo kelseniano que fue Max Adler, "una
representación popular, porque en él no existe un pueblo solidario” (Adler, 1982: 254).
Nuestra apuesta de interpretación aquí será que la inexistencia de tal "pueblo solidario", que
sería el llamado a constituir el sustrato social de toda democracia real, sustantiva y material, se
puede remitir a la segmentación y disgregación sociales inherentes a la lógica individualista que el
derecho privado ‒en su imbricación congénita con, aunque irreductible a, la coerción del poder
político‒ inyecta (revelándose, por tanto, como una instancia de hegemonización, esto es, de
"capilarización" ideológica, de primer orden) en el cuerpo social. Para esclarecer esta cuestión,
recomendamos acudir a la precisa genealogía histórica de la construcción jurídico-política de la
Modernidad que se nos brinda, una vez más, en Fruta prohibida. Capella nos indica allí el origen
parcialmente no estatal del derecho romano, auténtico "paso de gigante en la constitución del
derecho como mecanismo de reglamentación social", en la medida en que esta se producía a través
de los pactos privados y la moralidad positiva preexistente (el ritualismo de la religión romana que
derivará en su idiosincrásico formalismo jurídico subrayado por Rudolf von Jhering y Max Weber),
viéndose reducido el poder romano, sin perder un ápice de su potestas formal, a la función de
sancionar relaciones ya existentes de facto. Así, desde su mismo origen, podemos percibir que la
peculiaridad del derecho estriba en su incomparable potencial de normativización que incorpora la
fuerza de la inercial sedimentación consuetudinaria y a la vez la violencia coactiva del poder
político: bisagra (y eventual punto de colisión) entre ambas, no puede prescindir de ninguna de estas
dos dimensiones, y ahí radica tal vez su significación más profunda y más eclarecedora para quien,
como Capella ha hecho durante toda su carrera, sepa penetrar en sus entresijos más ocultos.
Como sabemos, la proyección histórica moderna del derecho romano desde el
redescubrimiento del Corpus justinianeo en la Bologna del s. XII (el usus modernus Pandectarum)
se restringe casi exclusivamente a ciertas instituciones del ius civile, sobre todo la propiedad y la
obligación (contrato) privadas. Desde luego, el Digesto ofrecía ‒si bien como potencialidad, pues es
innegable que no cabe hablar de una "resurrección" mimética del derecho romano en el derecho
burgués, pero no podemos entrar aquí en el ingente problema de la recepción medieval del derecho
romano y sus usos posteriores‒ los esquemas jurídicos idóneos para circunscribir reticularmente
todas las relaciones sociales que se pueden dar en un sistema social que, como el capitalista, se
articula de forma medular en torno al intercambio mercantil entre sujetos formalmente libres e
independientes. Lo que el derecho romano no proporcionaba, en cambio, era una forma desarrollada
de derecho público, por lo cual este, ya no sólo ‒lo cual es más evidente‒ en el caso del Estado
“policía” o concurrencial, sino incluso en el del Estado intervencionista o asistencial y su derecho
administrativo, no manejará sino categorías de cuño iusprivatista ("contrato social" --> no mero
constructo o hipótesis, sino categoría acaso más historizada de lo que sus creadores pretendieron) lo
cual es prueba fehaciente de la hegemonía cultural del modelo romano de derecho).
Así pues, las revoluciones modernas, con su programa de emancipación sedicentemente
republicana de los “súbditos” en “ciudadanos”, se quedaron en fraseología huera. Como Marx
exploró en La cuestión judía (en realidad, en toda su obra, pues es la incesante obsesión que la
recorre), la propia idea de citoyen apunta a una esfera materialmente irreal de igualdad: el “Estado”,
el cual, como decimos, por el propio material jurídico iusprivatista con el que está construido,
exhibe una coherencia con el sistema de las relaciones económicas que lo hace prácticamente
indistinguible de él (Pietro Barcellona: Dº privado moderno = Estado de Derecho liberal). La
realidad efectiva de la sociedad burguesa, la que refleja el Code civil napoleónico, no es sino la de
la dominación estructural de un bourgeois sobre otro. Lo que nos interesa resaltar aquí, para
concluir este excurso romanístico, es que la propia noción de bourgeois no habría sido posible sin la
refinadísima técnica conceptual romana que consiguió aislar la idea de "derecho" (piénsese en los
"derechos reales", independientes en realidad de la "cosa" misma) de la noción primaria de "deber"
mediante una estandarización individualista de la condición de propietario (subjetividad jurídica,
"persona", por excelencia).
En el contexto de la Modernidad capitalista, ya despojada de todo vestigio de moralidad
positiva (comunidad, familia, religión) que contrapesar pueda las tendencias a la entropía social que
la lógica pancivilista lleva consigo, el derecho pasa a desempeñar la paradójica función de unificar
una sociedad atomizada (unirla y separarla a la vez: ¿insociable sociabilidad kantiana? -->
comparar con la integración ficticia de la sociedad a través de la cultura dominante en Bourdieu:
une por los mass media lo que separa por la "distinción") en aras de una nueva forma de
reproducción social autonomizada de todo vínculo político-social (dependencia personal) y de toda
"necesidad" consuntiva (valor de uso), esto es, entregada irrestrictamente a la autovalorización del
capital. Como señala Capella (1997: 134), es el derecho privado el que suministra los dos axiomas
fundamentales del sistema social capitalista: 1) todo puede ser mercancía; 2) toda mercancía ha
detener una voz para aceptar o rechazar el intercambio (personas = titulares de un patrimonio).
Corolario de tales axiomas sería la radical parificación de los individuos ante la ley "en virtud de su
aptitud abstracta para ser destinatarios ["centros de imputación" diría Kelsen] del ordenamiento
entero" (Barcellona, 1980: 20), ordenamiento basado naturalmente en la propiedad privada,
también ella abstracta (proprium anónimo, indeterminadamente apropiable y alienable), y en el
contrato en tanto que instrumento general de actuación de la autonomía privada y forma más
adecuada de negocio jurídico para acoger todas las posibles modalidades de circulación de bienes.
Se echa de ver, teniendo en cuenta lo anterior, que el grado de formalización jurídica extrema
que se logra a través del Estado de Derecho liberal va a la par con un estrechamiento inaudito de las
formas jurídicas y las formas económicas, plasmado sobre todo en el condicionamiento recíproco
entre la propiedad abstracta y el mercado (¡institución política y jurídica!, cuya desregulación es
más la regulación de una ausencia que la ausencia de regulación). Es por ello que hemos titulado
este apartado "La constitución tácita del derecho privado": la "autonomía" de lo económico en los
ordenamientos liberales está políticamente fundada y mantenida, esto es, "constitucionalmente"
sancionada, en la medida en que es el Estado el encargado de "positivizar" las garantías de los
supuestos derechos "naturales" de los individuos (básicamente: su disposición a la producción
mercantil). El Estado y su ordenamiento jurídico se presentan, así, como una normación abstracta
(meramente redistributiva, se supone: no distribuye nada a nadie) que no hace sino conferir a los
privados un poder de autorreglamentación de los propios intereses, poder que pasa a asumir un
contenido estrictamente normativo meta- o para-estatal: el contrato crea derecho, tiene "fuerza de
ley", y el ordenamiento delega en él la resolución de conflictos, limitándose a fijar sus reglas
generales (las reglas ‒materiales‒ relativas al contenido las añade el contrato). Pero ello, en verdad,
sólo puede darse presuponiendo lo que Capella ha llamado una "constitución tácita", una suerte de
constitucionalización originaria de lo privado en forma de "derechos previos al estado" (Capella,
1996: 172) y de consideración de la "sociedad de propietarios" como condición de legitimidad del
poder político, tal y como Hobbes, Locke y, en general, la entera tradición del iusnaturalismo
individualista-posesivo la esgrimieron --> dada a conocer entre nosotros por Capella gracias a su
traducción de MacPherson.
Sólo explicitando tal presupuesto estaremos en condiciones de una aproximación crítica y
orientada a la emancipación, no sólo al derecho privado, sino al derecho moderno tout court y, por
ende, a la sociedad capitalista. Sólo así podremos desenmascarar que ese derecho formal que no
impone nada a nadie salvo la prosecución de sus propios intereses siempre y cuando no suponga
ninguna interferencia con la libertad negativa del otro, en el fondo, como ha escrito Pietro
Barcellona:
Concurriendo a la conformación de la sociedad moderna y de sus significados fundacionales, es
cualquier cosa menos un medio neutro para la obtención de un fin cualquiera, porque hace efectivo,
vehicula y reproduce en las conciencias individuales y en las relaciones sociales significados
históricamente determinados y no neutros. En este sentido, su estructura es formal e hipotética, pero el
orden que instituye está [...] materialmente determinado (por valores que su estructura formal oculta)
(Barcellona, 1996: 31).

Cabe preguntar: ¿cómo puede un código civil determinar nuestros valores compartidos? ¿No
están estos más bien contenidos en los documentos constitucionales en que cristaliza el
consentimiento explícito de las poblaciones? Me atrevería a conjeturar que las Constituciones son
algo así como los contenidos manifiestos y las codificaciones los contenidos latentes de este mal
sueño en que está sumida nuestra sociedad de propietarios.

2. La eficacia simbólica en el tiempo de consumo

Escribió certeramente Gramsci (1984: 83) en el Cuaderno 8: "La función máxima del derecho
es ésta: presuponer que todos los ciudadanos deben aceptar libremente el conformismo". Más que
presuponer, más bien cabría decir que produce esa suerte de paradójica servidumbre voluntaria de
que se había lamentado Étienne de la Boétie y que Pasolini describió, en los mismo términos que
Gramsci, como "una terrible e invencible sed de conformismo". En el Cuaderno 6 la cuestión se
había planteado ya, con algo más de detalle, definiéndose allí el "problema jurídico" como el
"problema de asimilar a la fracción más avanzada de la agrupación toda la agrupación":
...; a través del "derecho" el Estado hace "homogéneo" el grupo dominante y tiende a crear un
conformismo social que sea útil a la línea de desarrollo del grupo dirigente. La actividad general del
derecho (que es más amplia que la actividad puramente estatal y gubernativa e incluye también la actividad
directiva de la sociedad civil, en aquellas zonas que los técnicos del derecho llaman de indiferencia jurídica,
o sea en la moralidad y las costumbres en general) sirve para comprender mejor, concretamente, el
problema ético, que en la práctica es la correspondencia "espontánea y libremente aceptada" entre los actos
y las omisiones de cada individuo, entre la conducta de cada individuo y los fines que la sociedad se
impone como necesarios, correspondencia que es coactiva en la esfera del derecho positivo técnicamente
entendido, y es espontánea y libre (más estrictamente ética) en aquellas zonas en las que la "coacción" no
es estatal, sino de opinión pública, de ambiente moral, etcétera (Gramsci, 1984: 70-71).

Atendiendo a pasajes como este, no cabe duda de que Gramsci es sin duda, con Bourdieu, una
de las referencias teóricas fundamentales que Capella tiene en mente a la hora de pensar el derecho
y la legitimación, a pesar de su declarada desconfianza hacia la forma-"partido" como articulación
estratégica que pueda revertir la dominación estructural. Y es que, desde luego, sólo hoy hemos
bebido ya hasta las heces lo que Capella ha llamado el "tiempo de la contrarrevolución" o la "Gran
Restauración", subsiguiente a la tercera revolución industrial y a la concomitante destrucción de las
conquistas sociales de las clases trabajadoras y dispersión jurídica de las mismas a través de la
precarización laboral y el desempleo estructural. Con la irrupción del Nuevo Soberano, difuso,
policéntrico y supraestatal se ha hecho más patente que nunca que el resorte de la dominación no se
pulsa únicamente con la tecla de la coerción directa y visible monopolizada por el viejo Leviathán.
Behemoth, "el lobo que viene", ese anómico poder político privado (y político no porque sea fruto
de deliberación isonómica alguna ‒sentido genuino de la palabra "política"‒, sino porque determina
verticalmente las "políticas" discrecionales de los Estados)
--> asoma entre sus intersticios (como lo caracterizó en su fase de desarrollo incipiente
durante el auge del autoritarismo fascista en paralelo al capital monopolista Franz Neumann), se
hace plenamente efectivo, aun precisando de ciertos ajustes gubernativos (pues el intervencionismo
estatal pervive más allá del desmantelamiento de sus funciones asistenciales: presencia omnímoda
de normas-acto ad hoc), a través de una industria cultural que tiende a hegemonizar y homogeneizar
("conformar" de la cita de Barcellona=conformismo) de un modo totalizante la conciencia social
(¿reservas hacia Adorno?).
El "problema jurídico", indisociable ya para Gramsci del "problema ético", esto es, de la
economía moral, del conjunto de hábitos y expectativas que determinan las conductas sociales, se
nos revela hoy más que nunca, por tanto, como el terreno en el que se juega la legitimación y/o la
transformación de lo existente, esto es, de la situación socio-económica fáctica en la que estamos
insertos. Como agudamente percibió Pierre Vilar (agradecer a Javi la referencia), el derecho,
artefacto esencialmente lingüístico (aludir a El derecho como lenguaje), "nombra las relaciones
entre los hombres ante los bienes [derecho privado: Vilar se refiere al Marx de los comentarios a la
Dieta Renana sobre los robos de leña] y las infracciones a las reglas de esas relaciones", para las
cuales tiene reservada la posibilidad de activar su aparato represivo. Este, andando el tiempo, se
hace como superfluo a sí mismo en virtud de una suerte de "conformismo espontáneo", pues lo
decisivo de la penetración capilar de la normación jurídica en la vida social es que la pura coerción
devenga ‒en el fondo, por repetición mecánica‒ modelación de las mentalidades: "Al forjar las
mentalidades, un derecho refuerza su eficacia, y a través de ello, las estructuras que consagra"
(Vilar, 1983: 134). El derecho sería, pues, así, la singular intersección entre la historia de las
mentalidades y la historia económico-material, cuya correcta comprensión nos previene tanto de
rígidos determinismos economicistas como de pandiscursivismos vacuos (así: aunque Capella,
según confesión propia, comenzase sus estudios de derecho por presiones externas, bien puede
decirse retrospectivamente que no podría haber elegido un campo de trabajo más adecuado dentro
del cual desarrollar su pensamiento emancipatorio sobre la sociedad: sólo revelando la
arbitrariedad ignorada en que, como nos ha enseñado Bourdieu, consiste el reconocimiento de la
dominación podremos desembarazarnos de esta: y siendo, también según Bourdieu, el derecho ese
campo privilegiado que hace el mundo social y a su vez es hecho por ese mundo, ¿qué mejor que el
estudio del derecho ‒actividad teorética‒ como práctica de emancipación?).
En una palabra: el derecho es el lugar (o, siendo menos tajantes, uno de los lugares
privilegiados) de la hegemonía. Hegemonía que desde Gramsci solemos asociar al "consentimiento"
activo e interiorizado de los dominados, y que el Estado liberal se encargaba meramente de recoger,
como un hecho bruto, del ámbito de la sociedad civil para emplearlo a posteriori en su propia
legitimación. La especificidad de la hodierna hegemonía neoliberal residiría, más en consonancia
aún con el concepto gramsciano, en que esta produce más bien una suerte de autolegitimación, en la
medida en que consigue "pre-inducir", mediante la producción de contenidos de conciencia (el
ethos consumista y hedonista tan desesperadamente combatido por Pasolini), "necesidades" que
corroboran la autorreferencialidad interna del sistema y que petrifican, por ende, el acoplamiento
del individuo a lo que de él se espera. Así, el derecho, las palabras que nombran cómo deben ser las
cosas, adquiere un tono similar, en su ineluctabilidad última, al del lenguaje de las cosas mismas en
su impertérrita presencia: "es completamente pragmático y no admite réplicas, alternativas,
resistencia" (Pasolini, 1997: 35). Aunque Pasolini estuviese pensando al escribir estas palabras en la
televisión, bien pudieran aplicarse en bloque también a la lex mercatoria global mediante la cual el
Nuevo Soberano, Behemoth, se encarga, por usar la expresión de José Antonio Estévez, de darnos
"democracia por gobernanza": las Law Firms (grandes despachos multinacionales de abogados)
invierten la relación usual en que suponemos que se hallan la "ley" (marco regulador de partida para
el negocio jurídico) con respecto del "contrato" (que ha de adaptarse a dicho marco), generando un
"derecho" de origen únicamente jurisprudencial, muy afín al Common Law (no en vano, otra
tradición de derecho "imperial", por lo aptitud al tráfico mercantil), originado en los "usos" de los
abogados de las grandes multinacionales completamente ajenos a cualquier legislación concreta de
un país determinado sustentada en la "soberanía" popular. La retórica de la gobernanza, bajo la
apariencia de democratización radical (todos las relaciones y conflictos sociales se median en el
ámbito "horizontal" de la sociedad civil "internacional"), lo que hace es universalizar y
hegemonizar la "cultura" empresarial (el "empresario de sí", cuyo estilo psíquico nos radiografió
Foucault en El nacimiento de la biopolítica), constriñendo a los Estados a adaptarse a ella y
satisfacer sus necesidades primordiales: 1) socializar costes privados a través de fiscalidad indirecta
no-progresiva; 2) privatizar beneficios sociales como el trabajo intelectual. Como queda dicho,
pues, no cabe hablar de "desregulación" sin más.
En esta tesitura, el "partido político" en tanto que sedicente institución intermediadora (pues
Capella ha recalcado con insistencia la retroalimentación del sistema electoral: financiación pública
de los partidos mayoritarios, ergo mayor capacidad de propaganda y de perpetuar el statu quo: cabe
preguntar: cuando una fuerza política es capaz de romper este círculo, ¿indefectiblemente ha de
recaer en esta lógica de retroalimentación?) entre Estado y sociedad: "en vez de representar las
demandas sociales ha de formarlas, esto es, ha de seleccionar y acomodar las compatibilizables con
las demandas del soberano difuso" (Capella, 2007: 170). Y, sin duda, la erosión del Estado
representativo a la que asistimos desde hace décadas está provocada en no escasa medida por lo
teatral-espectacular de su "representatividad" (Debord), todo cuyo sentido se cifra en la
"fabricación" (a través de sus resortes de influencia mediática) de consenso formal explícito para
una política que, en el fondo, la población no comparte, pero que, al mostrársele de modo tenaz
como la única viable, acaba siendo objeto, finalmente (¿irreversible, fatalmente?), de un consenso
también de índole material (o "ético", con Gramsci).
Esta implementación material del consenso al margen de las instituciones políticas (en nuestra
"vida muy privada", por evocar el título de Michael Frayn tan caro a Capella) pareciera que en
nuestros días se ha consumado por completo y que sirve de base a la "«autovalidación» de los
presupuestos del neoliberalismo" (Capella, 2007: 162) grotescamente palpable en esa eufemización
de la degradación de las relaciones laborales en forma de "flexibilidad" y de "incentivos a la
contratación" que parecen haberse incorporado a nuestro léxico cotidiano sin muchas estridencias.
De nuevo, el derecho privado, esta vez a escala internacional (aunque, en realidad, para los romanos
el ius gentium tampoco distaba en demasía de una suerte de derecho mercantil tácito entre las
"gentes", y los derechos civiles postnapoleónicos apenas detentaban notas distintivas nacionales ‒la
novedad: por primera vez no necesita estar amparado por un poder público concentrado, esto es,
soberano e identificable como tal‒), se nos presente como instrumento por excelencia de
ideologización: travestido hoy en el discurso de la "eficacia" a cualquier precio, ese nuevo
iusnaturalismo (como el clásico de Hobbes y Locke --> preguntar por la ambigüedad
ideológico/revolucionario del derecho natural puesta de relieve por Weber; cuando Capella recurre
a Simone Weil y la "sacralidad" de la persona, ¿no está aduciendo una idea de derecho natural para
cuestionar el orden vigente?) "es el elemento postmoderno del canon de legitimidad" (Capella, 1996:
164).
En una suerte de quiasmo, la "eficacia simbólica", esa eficacia simbólica que Lévi-Strauss nos
descubrió en ciertos rituales mágicos y cuyo funcionamiento omnímodo en todo orden social
Bourdieu ha postulado con notable solvencia, pareciera que se ha tornado una "simbólica de la
eficacia", una elevación de la rentabilización privada a axiomática incuestionable que impregna
todo significado social. (Nota: ¿sería productiva una aproximación más específicamente
antropológica ‒no tanto sociológica, si es que puede establecerse cabalmente algún distingo entre
ambas‒ a los temas de que te ocupas? A lo Polanyi, Godelier, Louis Dumont, etc.).
Pero, desde luego, el poso que nos deja la lectura de los libros de Capella no es de resignación
o abandono a la lógica demencial y autodestructiva del individualismo propietario que informa la
acción social consagrada jurídicamente. Querría preguntarte, para concluir, si la reserva inagotable
de esperanza, de esperanza contra toda expectativa, que parece sostener tu quehacer intelectual y
vital se ve nutrida de alguna manera por las perspectivas teóricas que cultivas. Esto es, si haber
dedicado tu vida a pensar el derecho (desde donde lo haces: en su interacción con el resto de
factores sociales, culturales, políticos, económicos; no obstante, manteniéndose siempre en su
singularidad irreductible como vector de tu itinerario) te ha hecho caer en la cuenta de la ‒por muy
improbable que sea‒ modificabilidad de lo que se muestra inmodificable. Y si tal modificabilidad
puede deberse a lo que Bourdieu (2001: 168) llamó la doble determinación del campo jurídico: esto
es, el ser expresión directa de relaciones de fuerza ciegas y dadas (que a su vez refuerza y prolonga)
y, no obstante, arrogarse una suerte de autorregulación interna que le confiere una cierta autonomía
relativa (aun si no es tanta como la que quiso Kelsen, para quien que el derecho regule la propia
creación de derecho era la clave de comprensión de la juridicidad misma), ya que, en la medida en
que arraiga en el ajuste objetivo de estructuras mentales a las estructuras sociales, comparte la
misma indeterminación constitutiva de esas estructuras mentales, cuya radical apertura a la novedad
(biológicamente "determinada") el ser humano nunca podrá cancelar por mucho que se empeñe. Así
a la "«universalidad» práctica" que el derecho impone y canaliza (hoy: el consumo, la eficacia) sólo
se le puede hacer frente tomando conciencia de que "lo propio de la eficacia simbólica es que sólo
se puede ejercer con la complicidad de los que la sufren, tanto más segura cuanto más inconsciente"
(Bourdieu, 2001: 210). Y esa toma de conciencia, de ser posible (¿relevancia del psicoanálisis?),
nos invitaría a pensar que la revolución antropológica que han experimentado en sus carnes nuestros
padres y madres acaso no sea la última palabra de la historia.

Bibliografía:

BARCELLONA, Pietro. (1980). Diritto privato e processo economico. Napoli: Jovene.


BARCELLONA, Pietro. (1996). Diritto privato e società moderna. Napoli: Jovene.
BOURDIEU, Pierre. (2001). Poder, derecho y clases sociales. Bilbao: Desclée de Brouwer.
CAPELLA, Juan-Ramón. (1996). Grandes esperanzas. Madrid: Trotta.
CAPELLA, Juan-Ramón. (1997). Fruta prohibida. Madrid: Trotta.
CAPELLA, Juan-Ramón. (2007). Entrada en la barbarie. Madrid: Trotta.
GRAMSCI, Antonio. (1984). Cuadernos de la cárcel. Tomo 3. México D. F.: Era.
MENGER, Anton. (1998). El derecho civil y los pobres. Granada: Comares.
PASOLINI, Pier Paolo. (1997). Cartas luteranas. Madrid: Trotta.
VILAR, Pierre. (1983). Economía, derecho, historia. Barcelona: Ariel.

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