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I.

COMENTARIOS MONOGRÁFICOS

LA BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA ADMI-


NISTRACIÓN CON LOS ADMINISTRADOS

SUMARIO: I. Planteamiento.—II. Eí estado de la cuestión en el Derecho priva-


do.—III. Lo jurisprudencia contencioso-administrativa.—IV. Recapitulación: La bue-
na fe en las relaciones de la Administración con los administrados: 1. Noción de
buena fe; 2. Valor de la buena fe en el Derecho administrativo.

I. PLANTEAMIENTO

El principio de la buena fe que ha de inspirar el comportamiento


tanto de la Administración como de los administrados es invocado con-
tinuamente ante los Tribunales de la jurisdicción contencioso-adminis-
trativa. Así nos lo recuerda alguna sentencia. Sin embargo, lo cierto
es que hasta fechas recientes nuestra jurisprudencia raramente lo uti-
lizaba en sus argumentaciones. La buena fe parecía relegada a las re-
laciones jurídico-privadas, apareciendo en el Derecho público sólo de
modo ocasional, en cuestiones de índole procedimental y con una efi-
cacia muy reducida.
La situación ha cambiado en los últimos años. No sólo ha aumen-
tado notablemente el número de sentencias que invocan este principio,
sino también la variedad de supuestos en que opera y su eficacia de-
cisoria. El impulso vivificador que la noción de buena fe ha recibido
en el ámbito de la jurisprudencia contencioso-administrativa de debe, de
una parte, a su incorporación al título preliminar del Código Civil (1)
(art. 7.°, 1, texto articulado aprobado por Decreto de 31 de mayo
de 1974) y, de otra, a la necesidad cada vez más apremiante de contri-
buir a la eficacia real de los principios del ordenamiento jurídico para
dar coherencia a la regulación cada vez más caótica de las relaciones
jurídico-administrativas. La tremenda complicación legislativa con que
nuestra Constitución amenaza al sistema de fuentes del derecho sólo
podrá superarse si se potencian los principios y directrices del «orde-
namiento», haciendo que éstos prevalezcan de hecho sobré la multitud
de normas reglamentarias ocasionales y asistemáticas que todo lo van
anegando.

(1) Vid. Martin BASSOLS: Reflexiones sobre el nuevo Título Preliminar, del Có-
digo Civil; planteamientos iurídico-administrativos. «REDA» (U), 1976.

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Para que los principios cumplan esta importantísima función tie-


nen que reducirse a la idea esencial que cada uno de ellos expresa.
La ambigüedad retórica que suele acompañar la cita de un principio
ni lo enriquece ni lo hace más activo, sino todo lo contrario. Así, por
ejemplo, se presta un mal servicio al principio de la buena fe cuando
se dice de él que es «una vía de comunicación entre los valores ético-
sustanciales y los valores formales e institucionales del Derecho». De-
claraciones de esta naturaleza inducen a pensar que el principio de la
buena fe no significa nada en sí mismo, que es —como se ha dicho—
«una válvula por la que penetran los valores ético-sociales». Y por
ello sucede que tal principio se invoca ante los Tribunales en cualquier
ocasión, sin precisión alguna, y las sentencias, por acto reflejo, lo re-
cogen como una simple apostilla o como remate —en el sentido de
adorno—de una argumentación («...lo cual, además, sería contrario
a la buena fe»). Sin embargo, la buena fe no es cualquier cosa; tiene
un contenido esencial cuya concreción, no siendo fácil, es, sin embargo,
de la mayor importancia para su vida real y, sobre todo, para su incor-
poración al Derecho público. Esta idea esencial es el valor social de
la «confianza» recogido por el Derecho.-
La trasposición de la noción de buena fe desde el campo del Dere-
cho privado al de Derecho público es difícil. Quizá no sea posible rea-
lizarla pura y simplemente, esto es, tomando la doctrina iusprivatista
e incorporándola a las relaciones de Derecho público. Sin embargo, la
idea misma de la buena fe, en cuanto noción que pertenece al pensa-
miento jurídico en general, tiene un significado válido para todo
el Derecho, tanto público como privado, sin perjuicio de que ese sig-
nificado sufra mutaciones cuando se incorpora a textos positivos con-
cretos. Así, pues, la buena fe tiene hoy una existencia «ideal», como
principio general del Derecho, y, además, una existencia «conceptual
concreta» en cuanto concepto jurídico incorporado a normas escritas.
De hecho es en las normas del Derecho privado donde se emplea
con frecuencia el concepto de buena fe (Código Civil, artículos 7, 69, 361,
382, 433 a 436, 451 a 454, 464, 1107, 1164, 1258, 1473, 1529, 1530, 1705,
1940, 1950, 1951, etc.; Código de Comercio, artículo 57; Ley de Arren-
damientos Urbanos, artículo 9; Ley Hipotecaria, artículo 34, etc.); en
cambio, en las normas básicas del Derecho público es una noción des-
conocida.
A esto se debe que la teoría general de la buena fe elaborada por
los iusprivatistas esté profundamente influida por los textos del De-
recho privado, mientras que la teoría elaborada por los iuspublicistas
no tenga más apoyo que los principios del Derecho.
En el ámbito del Derecho público la buena fe es una noción que la
doctrina y la jurisprudencia van introduciendo con dificultad. El prin-
cipio- de legalidad mal entendido —apego al tenor literal de la norma
escrita más que al ordenamiento jurídico—ha impedido el despliegue
de la buena fe. «Quien tiene derecho —esto es, quien está amparado
por el tenor literal de una norma— no necesita de la buena fe, y, en caso

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de duda, es el interés público quien decide.» Este planteamiento ex-


plica que la introducción de la buena fe sea una verdadera «conquis-
ta», el resultado de un esfuerzo creador que no ha contado con el apoyo
de textos normativos, sino que sólo se ha servido del valor de convic-
ción de las ideas cardinales del Derecho.
En el año 1959 Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA incluía la vulneración de
«la buena fe» entre los supuestos de ejercicio arbitrario de la potestad
reglamentaria (La interdicción de la arbitrariedad en la potestad re-
glamentaria, publicado en esta REVISTA, 30, 1959, p. 165; idea que des-
pués, en el Curso de Derecho Administrativo, Madrid, 3.a edic, 1979,
página 401, se aplica al control, en general, de la potestad discrecional).
Sin embargo, el examen de la jurisprudencia muestra que en aquel
momento la buena fe no había logrado aún incorporarse plenamente
al conjunto de principios que resuelven las controversias en el ámbito
del Derecho público, lo que tampoco sucedería en la siguiente década,
al menos de modo significativo. No obstante, los tímidos tanteos de
entonces han logrado consolidarse en un resuelto cambio de actitud
jurisprudencial que ha producido en los dos últimos años una notable
serie de sentencias en las que la buena fe juega un papel importante,
a veces decisivo. Antes de examinar esta jurisprudencia veamos el es-
tado de la cuestión en el Derecho privado.

II. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN EN EL DERECHO PRIVADO

1. La incorporación al título preliminar del Código Civil de un pre-


cepto según el cual «los derechos deberán ejercitarse conforme a las
exigencias de la buena fe» (art. 7.°, 1, texto articulado de la Ley de
Bases de 17 de marzo de 1973, aprobado por Decreto de 31 de mayo
de 1974), ha contribuido a impulsar los estudios sobre la buena fe y
ha promovido su asunción por la jurisprudencia tanto civil como con-
tencioso-administrativa. El nuevo precepto no es una norma innova-
dora en cuanto a su contenido, pero sí renovadora en el sentido en
que lo son las formulaciones positivas de las ideas generales. Este pre-
cepto tiene en el Derecho alemán y en el italiano dos antecedentes que
han ejercido siempre gran influencia en la doctrina española: el pa-
rágrafo 242 del Código Civil alemán, según el cual «el deudor está
obligado a ejecutar la prestación como exige la buena fe con referen-
cia a los usos del tráfico» (Der Schuldner ist verpflichtet, die Leistung
so zu bewirken, wie Treu und Glauben mit Rücksicht auf die Ver-
kehrsitte es erfordern), y el artículo 1.175 del Código Civil italiano
(II debitore e il creditore devano comportarsi secondo le rególe della
correttezza). Además, parece claro que en su redacción ha influido
el texto del-artículo 2.° del Código suizo, que dispone que todos están
obligados a «ejercer sus derechos y a cumplir sus obligaciones según
las reglas de la buena fe».
2. Tradicionalmente la doctrina española distinguía dos aspectos

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de la buena fe, un aspecto «objetivo» (función integradora de la volun-


tad negocial —art. 1.258 del Código Civil—; remisión a las exigencias
del tráfico mercantil —art. 57 del Código de Comercio—; regla de con-
ducta para delimitar el ejercicio de los derechos) y otro «subjetivo»
(creencia o ignorancia lícitas, en la fe pública registral, en la usuca-
pión, en la posesión, en la adquisición de los frutos, en la conclusión
de los negocios, en los efectos del matrimonio, en la responsabilidad,
etcétera, cuya expresión típica se encuentra en los artículos 433 y 1.950),
distinción, pues, elaborada sobre los preceptos de nuestro Código Civil
(véase José Luis DE LOS MOZOS: El principio de la buena fe, sus aplica-
ciones prácticas en el Derecho Civil español, Barcelona, 1965; Manuel
GARCÍA AMIGO: Instituciones de Derecho civil, Madrid, 1979, pp. 286 y
siguientes).
Sin embargo, la fórmula del artículo 7.°, 1, ha dado lugar a un re-
planteamiento de la cuestión. ¿Son distintas la buena fe subjetiva y
la objetiva? La buena fe, ¿es un principio del Derecho?
3. José Luis DE LOS Mozos, en su estudio sobre La buena fe en el
título preliminar del Código Civil (publicado en la obra colectiva edi-
tada por la Academia Matritense del Notariado, Madrid, 1977, pp. 443
y siguientes) analiza los orígenes legislativos del precepto (recogiendo
el estudio de José María CASTÁN VÁZQUEZ: Notas para la historia del
título preliminar, en «Documentación Jurídica», octubre-diciembre de
1974) y llega a la conclusión de que «no hacía ninguna falta» y de
que, en todo caso, su contenido es insuficiente, pues olvida que «no
todos los derechos, en cualquier caso y lugar, necesitan ejercitarse de
buena fe y que hay ocasiones en que, sin derecho, la buena fe produce
sus efectos». El legislador, pues—sostiene DE LOS MOZOS—, sólo se ha
fijado «en el aspecto negativo, de límite, al exigir un comportamiento
civiíiíer», pero ha olvidado el aspecto positivo de la buena fe (2).
4. Luis DIEZ PICAZO, en cambio, enjuicia más favorablemente el nue-
vo precepto que ha contribuido de manera muy eficaz a «dinamizar»
la virtualidad de la buena fe. En su Prólogo a la traducción del estu-
dio de Franz WIEACKER (El principio general de la buena fe. Traduc-
ción de José Luis CARRO de la obra Zur rechtstheoretisch Prázisierung
des 242 B.G.B., Civitas, Madrid, 1977), distingue entre la idea escueta
de buena fe (que es un concepto técnico jurídico que se inserta en
una multiplicidad de normas para describir un supuesto de hecho) y
el principio general de la buena fe (que ya no es un elemento de un
supuesto de hecho, sino una norma jurídica completa elevada al rango
de principio general del Derecho), a) La idea de buena fe, por sí sola,
no pasa de ser otra cosa que un concepto técnico utilizado como ele-
mento de descripción de diferentes supuestos de hecho normativos.
En sus Fundamentos del Derecho Patrimonial Civil (tomo I, 1978), des-
arrolla esta idea. La buena fe —dice— es «aquella conducta que revela
(2) Una crítica semejante realiza V. L. MONTES en su comentario al artículo 7.1
publicado éri Comentarios a las reformas del Código civil, Tecnos, 1977, p. 371.

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la posición moral de una persona respecto de una situación jurídica».


Es un arquetipo de conducta social, la lealtad en los tratos, el proce-
der honesto, esmerado, diligente, esto es, «guardar fidelidad a la pala-
bra dada, no defraudar la confianza de los demás, no abusar de la
confianza de los otros, conducirse conforme cabe esperar de cuantos
con honrado proceder intervienen en el tráfico jurídico», b) El prin-
cipio de la buena fe significa que todas las personas, todos los miem-
bros de una comunidad jurídica, deben comportarse de buena fe en
sus recíprocas relaciones. Lo cual implica —continúa DÍEZ PICAZO— que
deben adoptar un comportamiento leal en toda la fase previa a la
constitución de tales relaciones—diligencia in contrahendo—,• y que
deben también comportarse lealmente en el desenvolvimiento de las
relaciones jurídicas ya constituidas entre ellos.
En cualquier supuesto, tanto entendida la buena fe como concepto
jurídico como entendida como principio general del Derecho, tanto
desde una concepción psicológica (creencia o ignorancia) como desde
una concepción ética (valoración del comportamiento conforme a la
diligencia socialmente exigible), DÍEZ PICAZO muestra que la idea de
buena fe está siempre impregnada de ingredientes éticos.
5. 'Por último, hay que destacar la reciente aportación de Antonio
HERNÁNDEZ GIL a la teoría general de la buena fe (Reflexiones sobre
una concepción ética y unitaria de la buena fe, discurso pronunciado
en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Madrid, octubre
1979), en el que defiende el texto del nuevo artículo 7.°, l, del Código
Civil y muestra la unidad de significado de la buena fe con la consi-
guiente superación de la dicotomía «buena fe objetiva» y «buena fe
subjetiva».
La buena fe, dice HERNÁNDEZ GIL, incorpora siempre en todas sus
manifestaciones y aplicaciones una unidad de significación aunque
cambien los presupuestos sobre los que se aplica; esta unidad de sig-
nificación es ética y, por tanto, valorativa y normativa (op. cit., p. 19).
Es cierto que existen diferencias en los modos de considerar y utilizar
la buena fe (subjetivo y objetivo), pero en ambos está presente una
significación general que les es común. En todos los casos, por tanto
también en los supuestos de buena fe subjetiva, se da la dimensión
objetiva ordenadora de la buena fe. La contemplación de la buena fe
como algo imputable a la persona no quiere decir que por eso quede
reducida a pura subjetividad. La dicotomía objetivo-subjetivo cubre la
totalidad del derecho. Cada uno de esos términos es en razón del
otro, por lo cual resulta difícil cualquier explicación o catalogación
que intente prescindir de uno de ellos, dada su correlativa implicación.
Al llegar a este punto HERNÁNDEZ GIL expresa la idea central de su dis-
curso (op. cit., p. 29): si se tratan como proposiciones normativas los
artículos 433 y 1.950 del Código Civil—artículos que contienen la for-
mulación típica de la buena fe subjetiva—según el esquema kelse-
niano del supuesto y la consecuencia jurídica, vemos que el supuesto

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de hecho está constituido por un poseedor que ignora o cree; éste,


con otros complementos, es el hecho previsto o descrito, la realidad
acotada, lo cual no es más que una parte de la proposición normativa.
A ella hay que unir la consecuencia jurídica. En ésta, y no en el su-
puesto de hecho —concluye Antonio HERNÁNDEZ GIL— es donde apa-
rece la buena fe. Cuando uno y otro precepto dicen que «se reputa
poseedor de buena fe» o que «la buena fe del poseedor consiste», están
aludiendo a la consecuencia jurídico esencial. La atribución de efectos
es, pues, la función esencial de la buena fe. Se acude a la buena fe para
obtener determinados efectos, para poner en vigor vivencias y estima-
ciones «por virtud de las cuales el Derecho se abre a la realidad ético-
social subyacente. Cualquier aplicación que se haga de la buena fe
envuelve una apreciación-, o es un juicio de valor o no es nada. Ella
misma lo incorpora, lo enuncia» (op. cit., p. 33). No hay más subjetivi-
dad que la inherente al sujeto. La buena fe subjetiva no existe (op. cit.,
página 34).
El discurso de HERNÁNDEZ GIL responde, además, a algunas obje-
ciones que se han planteado a la incorporación al Código Civil de la
buena fe: ¿Para qué sirve el que el Código Civil haya concedido carta
de naturaleza al principio de la buena fe? HERNÁNDEZ GIL contesta
(op. cit., p. 52): debido a esta incorporación el principio de la buena
fe ha dejado de tener el carácter de norma supletoria; ya no es ne-
cesario justificar su aplicación subsidiaria en defecto de ley o de cos-
tumbre. Y, lo que es más importante —subraya—, en casación basta
invocar el artículo 7.°, apartado 1, como fundamento del correspondien-
te motivo, sin necesidad de buscar el apoyo de la jurisprudencia para
articularlo. Cuestión distinta es, sin embargo, la de determinar si se
trata de un tema de hecho o de derecho, esto es, si debe ser planteado
por la vía del número 1 o por la del número 7 del artículo 1.692 de
la Ley de Enjuiciamiento Civil. HERNÁNDEZ GIL propone la siguiente
solución: será planteable como cuestión de derecho la infracción—por
violación—del articulo 7.°, l, cuando este precepto no se haya aplicado.
En cambio, si el Tribunal de instancia aplica la norma pero no aprecia
la existencia de la buena fe, entonces la decisión del Tribunal no de-
riva tanto del significado de la norma como de la valoración de los
hechos y, por consiguiente, la cuestión será de hecho. Parece difícil,
por último, encontrar un supuesto en el que la infracción consista en
la aplicación indebida del principio de la buena fe al ejercicio de un
derecho, pues, o bien la materia estará cubierta por el artículo 7.° o lo
estará por el 1.258 del Código Civil, o, en todo caso, por el principio
general del Derecho en cuanto tal.
6. Esta breve síntesis de la doctrina privatista sobre la buena fe
puede servir para iniciar el examen de la jurisprudencia contencioso-
administrativa y tratar, después, de obtener algunas consecuencias so-
bre la vigencia del principio en el ámbito del Derecho administrativo.

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III. LA JURISPRUDENCIA CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA

Durante los últimos años, cada vez con mayor frecuencia y alcan-
ce, la jurisprudencia contencioso-administrativa hace uso del principio
de la buena fe. Veamos, por orden cronológico, cuáles han sido las
sentencias más significativas, para examinar después, a la vista de esta
jurisprudencia, el valor de la buena fe en el ámbito del Derecho ad-
ministrativo.
1. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de marzo de 1975
(José GABALDÓN LÓPEZ, art. 1.798), se recuerda la doctrina jurispruden-
cial de que es contrario al principio de buena fe que debe regir las
relaciones de la Administración con los administrados, el que la Ad-
ministración que ha inducido a error al administrado sobre la vía
procesal procedente se ampare en este error para pedir la inadmisibili-
dad del recurso. En este caso el error había consistido en notificar al
administrado que no cabía recurso administrativo contra el acto, exis-
tiendo sólo la vía civil como único cauce para la reclamación.
2. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 6 de febrero de 1978
(Ángel MARTÍN DEL BURGO, art. 576), se aplica el principio de buena fe
al siguiente caso: J. G., debido a su profesión de marinero, permanece
largas temporadas ausente de su casa, durante las cuales su mujer
se encarga de administrar los bienes de su propiedad. En el año 1971,
J. G. solicitó y obtuvo del Ayuntamiento licencia para construir un
chalet. La solicitud iba firmada por su esposa. Posteriormente, y tam-
bién mediante escrito firmado por su mujer, solicitó autorización para
añadir un piso al edificio en construcción. El Ayuntamiento denegó la
autorización y ordenó el derribo del voladizo ya construido. Desesti-
mado el recurso de reposición, que había formulado su esposa, la
Audiencia Territorial de La Coruña declaró inadmisible, por extempo-
ráneo, el recurso contencioso interpuesto contra esa desestimación. En
apelación, el propietario adujo, entre otros motivos, el de que la noti-
ficación de la desestimación era defectuosa, pues no iba dirigida a él,
sino a su mujer. El Tribunal Supremo, al confirmar la sentencia ape-
lada, rechaza esta alegación, pues es:

«...contrario al principio de buena fe, reaccionar de


esta forma ante el Ayuntamiento, que, no puso la menor
objeción a la actuación de su cónyuge, no sólo en los
actos de solicitar la licencia, y la complementaria poste-
rior, sino en el más importante de formular o interponer
un recurso (el ya dicho de reposición), puesto que es en-
tonces cuando con más rigor la Administración debe
asegurarse que quien lo interpone cuenta con el suficien-
te apoderamiento, pues, así como cuando se trata de un
acto de trámite (y la petición de licencia lo es), el inte-

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resado puede conferir su representación a cualquiera


—Sentencia de 18 de junio de 1973—, y, en principio, la
representación se presume, admitiéndose incluso la con-
ferida «de palabra» en el artículo 1.710 del Código Civil,
por el contrario en los actos enumerados en el núme-
ro 2 del artículo 24 de la Ley de Procedimiento Admi-
nistrativo (precepto aplicable en el ámbito local), entre
los que deben entenderse incluidos los de formular re-
cursos, la representación deberá acreditarse en la forma
exigida en dicha norma.»

Y más adelante añade:


«Considerando: Que no puede reprocharse al Ayun-
tamiento de Bueu, el que al notificar el acuerdo de su
Comisión Municipal Permanente, de 6 de octubre de
1971, a la esposa del peticionario de la licencia, se com-
portara como si fuera el mismo, omitiendo diligencia
expresando el deber de entregar la cédula a aquél, pues
si bien esto puede ser motivo de anulación del trámite
—Sentencias de 12 de mayo, 18 de noviembre y 17 de
diciembre de 1966, 5 de junio de 1967 y 28 de marzo
de 1969—, no puede serlo en la presente ocasión, en
virtud de las circunstancias concurrentes, anteriormen-
te referidas, pues aunque la Ley 14/1975, de 2 de mayo,
si bien incrementa los derechos de la mujer casada, no
llega a desposeer al marido de su papel de administra-
dor de la sociedad de gananciales, que le atribuye el
Código Civil (artículo 59), empero, si el interesado, por
sus largas ausencias del domicilio propio, debidas a su
profesión de marinero, se sirve de su esposa para la
gestión de los negocios del matrimonio, como es este
de la construcción de una vivienda-chalet, no puede
ahora contradecir sus propios actos, que irían, como
antes se apuntó, contra el principio de la buena fe,
exigible en las relaciones entre la Administración y el
administrado, y viceversa, según proclama la jurispru-
dencia—Sentencias de 23 de diciembre de 1959, 13 de
junio de 1960, 16 de diciembre de 1963, 18 de octubre
de 1965—; principio que se conculcaría con el cambio
de postura del accionante, al pretender que la notifica-
ción de tal acuerdo se haga a su mujer como si hubiera
sido persona extraña al procedimiento, cuando, por el
contrario, fue ella la que en el mismo monopolizó el
puesto que debió corresponder al marido, según éste
pretende ahora, lo cual es un contrasentido notorio,

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porque el que quiere el antecedente, lógicamente, tiene


que aceptar el consecuente.»

En definitiva, la Sala del Tribunal Supremo reprocha al recurrente


que éste se acoja a un defecto formal cometido por el Ayuntamiento
—dirigir la notificación a su mujer en lugar de dirigirla al recurren-
te— cuando resulta que ese defecto deriva de la generosidad procesal
del mismo Ayuntamiento que, ante las obligadas ausencias del recu-
rrente, había aceptado los escritos firmados por su mujer—incluso el
escrito de reposición—, sin exigirle un apoderamiento expreso. Invo-
car ahora ese requisito formal atenta contra el principio de buena fe
que debe inspirar las relaciones entre la Administración y los ad-
ministrados.
3. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 6 de marzo de 1978
(Paulino MARTÍN MARTÍN, Ar. 865), se afirma que es contrario al princi-
pio de buena fe—según reiterada jurisprudencia, Sentencias de 13 de
enero de 1961, de 27 de diciembre de 1966, de 18 de abril de 1967—
que la Administración autora de una notificación defectuosa se apoye
en el error inducido al recurrente, que siguió las indicaciones conte-
nidas en esa notificación, para pedir la inadmisibilidad del recurso.
Si, en este caso, los recurrentes acudieron a un Tribunal no compe-
tente, este error «no puede ser imputado a ellos por aplicación de la
doctrina de la buena fe en las relaciones administrativas».
4. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de marzo de 1978
(Ángel MARTÍN DEL BURGO, Ar. 1120), el principio de buena fe se aplica
para rechazar el argumento de que la tolerancia tenida por la Admi-
nistración frente al incumplimiento del concesionario pueda ser in-
vocada por éste para aducir a su favor ciertos derechos. En este caso
la empresa concesionaria del servicio de atención y conservación de
hornos de incineración de basuras del Ayuntamiento de Irún había
solicitado el aumento del canon mensual por el servicio que prestaba,,
debido a que los hornos tenían defectos que era necesario arreglar.
El Ayuntamiento, previos asesoramientos técnicos, llegó a la conclu-
sión de que las instalaciones no habían sido realizadas, en su día,
conforme al pliego de condiciones. Ante el «pésimo servicio prestado
por la empresa concesionaria», el Ayuntamiento decidió, por una par-
te, rescindir por incumplimiento el contrato con la dicha empresa y, por
otra, abrir un concurso para la instalación de nuevos hornos de inci-
neración. La empresa concesionaria recurrió contra esta decisión ale-
gando, entre otros motivos, el de que la rescisión del contrato por
incumplimiento encubría un rescate de. la concesión por la Administra-
ción concedente,- por tanto, un rescate que debía ser indemnizado. En
apoyo de su tesis la empresa concesionaria adujo que el Ayuntamiento,
no obstante la conocida situación de los hornos, no planteó la rescisión
del contrato hasta que decidió convocar un concurso para otorgar la

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concesión a otra empresa. A tal argumento la Sala del Tribunal Su-


premo responde que no puede invocarse aquí esa conducta del Ayun-
tamiento,
«...pues la tolerancia o la dejación de derechos por
parte de la Administración, podrá servir de fundamento
para intentar corregir tales dejaciones, acudiendo si es
preciso al recurso de lesividad, pero lo que no puede ser
es que quien se ve favorecido por esta postura de gene-
rosidad, pueda, apoyarse en la misma para resultar aún
más beneficiado, lo que iría en contra del principio de
equidad, y del de buena fe, tan necesitado de ser obser-
vado en las relaciones jurídicas, y, claro está, también
en las relaciones jurídico-administrativas.»

5. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de marzo de 1978


(José GABALDÓN LÓPEZ, Ar. 1164) se declara que,
«...la pretendida falta de previa reposición que deri-
varía de no haber sido interpuesta por persona que hu-
biera acreditado el apoderamiento de la sociedad en cuyo
nombre lo hacía, porque habiéndose en definitiva com-
parecido por ésta, ni consta ni se ha intentado probar
que efectivamente careciera de poder para hacerlo en
los términos del artículo 24 de la LPA, puesto que ni se
exigió que lo acreditase entonces ni se fundó en ello la
desestimación de aquel recurso, y, muy al contrario, se
hizo por motivos de fondo, con lo cual la corporación
vino de hecho a aceptar la existencia de la representa-
ción y, en su caso, habría impedido la posible subsana-
ción entonces, razón por la cual la ulterior alegación
procesal del defecto no podría ser admitida sin violentar
el principio de la buena fe en las relaciones de la Admi-
nistración con los administrados, alguna vez invocado
por este Tribunal.»

6. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 31 de octubre de 1978


(Aurelio BOTELLA Y TAZA, Ar. 3994), se aplica el principio de buena fe
para delimitar el alcance que cabe atribuir a una petición deliberada-
mente confusa de un administrado. Este, en su escrito inicial, había
pedido a la Administración competente la constitución de un «coto
de caza» sobre una superficie de 150 Ha. y, simultáneamente, que aquel
vedado de caza fuera dado de alta como «coto privado de caza» al
amparo de la disposición transitoria primera de la Ley de Caza de 4
de abril de 1970 («se concede el plazo de un año para que los titulares
de los actuales vedados y acotados de caza puedan dar de alta sus
terrenos en el régimen cinegético que corresponda»). Sin embargo,

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según el artículo 16 de la Ley de Caza en relación con el artículo 6


de la misma Ley, sólo los propietarios o titulares de otros derechos
reales o personales que lleven consigo el uso y disfrute del aprovecha-
miento de la caza pueden constituir «cotos privados de caza». Pues
bien, el actor, que sólo era propietario de 85 Ha., «silenció este dato
en su solicitud y por ello provocó la apariencia de instar una simple
transformación del vedado en coto, cuando en realidad lo pedido no
era otra cosa que autorización de la exclusiva de cazar en terrenos
de mucha mayor extensión sometiendo esta ampliada superficie al
régimen de coto privado en su propio beneficio; circunstancias —con-
tinúa la Sentencia— que impiden dar a las peticiones del escrito inicial
sentido distinto del único acorde con el principio de buena fe rector
mutuo de las relaciones entre administrado y Administración, en
cuanto que sujetas a derecho, es decir, que lo solicitado fue la autori-
zación de un coto de 150 Ha. incluyente de las 85 Ha. del antiguo
vedado».
Si, como puede deducirse de los hechos relatados en esta Senten-
cia, el actor había intentado engañar a la. Administración, la aplica-
ción del principio de buena fe con la única consecuencia de reducir
lo pedido a lo único que era lícito pedir, es una aplicación muy ge-
nerosa por parte de la Administración primero y del Tribunal des-
pués. Habrá que pensar, pues, que no hubo tal engaño, sino tan sólo
una «pretensión excesiva» dirigida a sorprender la buena fe de la
Administración.
7. La Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de diciembre de 1978
(Paulino MARTÍN MARTÍN, Ar. 4572), reproduce unos considerandos de la
Sentencia apelada en los que ésta declara que es contrario al principio
de buena fe intentar obtener la condición de concesionario de un
servicio público y, después, al no lograrlo, impugnar por irregular
la creación del servicio cuya concesión, sin objeción alguna sobre su
legalidad, se ha pretendido. En este caso, el actor estuvo prestando a
particulares el servicio de limpieza de pozos y fosas sépticas, hasta
que el Ayuntamiento de Bilbao decidió asumirlo directamente dentro
del término municipal y, adjudicárselo, previo concurso, a una em-
presa privada. A este concurso se presentó el actor, aceptando sus
bases y condiciones, pero, al no resultar elegido, impugnó la munici-
palización del servicio alegando que se había realizado de forma
irregular y que, además, no podía el Ayuntamiento asumir su mono-
polio. Conducta que la Sentencia califica de irregular y contradicto-
ria, pues, en la esperanza de lograr el concurso, el actor,

«... se abstuvo de promover remedio alguno para co-


rregir la que, en fin de cuentas, reputa hoy extraviada
actividad administrativa, consintiéndola plenamente, y
una tal conducta no resulta, en consecuencia, lógica, ni
lícita, ni aun jurídica, ora contemplamos el principio de

303
FERNANDO SAINZ MORENO

la buena fe que debe presidir las relaciones entre la


Administración y los particulares, tantas veces invocado
por éstos, ora consideramos la flagrante contradicción
que lleva implícita, con actos propios ubérrimamente
emitidos con el designio de obtener determinadas ven-
tajas, y téngase en cuenta, de otro lado, en este primario
planteamiento de la temática decisoria, que las Corpo-
raciones locales se encuentran vinculadas a sus propios
actos declaratorios de derechos subjetivos, por no poder
revocarlos, cual predica el artículo 369 de la Ley de Ré-
gimen Local, sino al resolver recursos de reposición.»

8. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de febrero de 1979


(Ángel MARTÍN DEL BURGO, Ar. 981), el principio de la buena fe, deli-
mita el alcance que cabe atribuir a la dejación del trámite de audien-
cia. La Administración no puede dar a la dejación de ese trámite por
el interesado mayor alcance que el que procesalmente le corresponde.
En este caso se trataba de un acuerdo del Gerente Municipal de
Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid, por el cual: l.° Se requería
a los responsables de una supuesta infracción urbanística—arquitecto
y constructor— «para que en el término de diez días, y en el trámite
de alegaciones, pro'cedan a efectuar las que a su derecho convengan
en descargo de sus posibles responsabilidades; y 2.° Se advertía a
los requeridos de que, dejado transcurrir el mencionado plazo sin
haber efectuado las alegaciones oportunas, «se les considerará con-
formes con la resolución que en su día pueda darse en este expe-
diente».
Pues bien, el Tribunal Supremo declara nula la advertencia men-
cionada en segundo lugar.
«Considerando: Que la necesidad de anular la pre-
vención que acaba de ser transcrita es evidente, puesto
que, de lo contrario, el trámite de alegaciones al que
pertenece (es decir, el trámite de audiencia), corre el
riesgo de convertirse, de medio de garantía del adminis-
trado, con todo el énfasis que la jurisprudencia ha puesto
en ello—Sentencias de 11 de julio de 1932, 20 de mayo
de 1935, 13 de diciembre de 1944, 26 de abril de 1947, 20
de marzo de 1951, 28 de febrero de 1973 y 26 de mayo
de 1976—, en una trampa, o, por lo menos, en el peligro
que ofrecen los términos de este apercibimiento, al trans-
formar el más leve descuido, en la consecuencia de una
situación de supuesta conformidad.
Considerando: Que tal prevención no es procedente,
además de lo dicho, porque el trámite de audiencia donde
se produce, es una obligación para la Administración,
pero, para el administrado, no puede pasar más allá de

304
BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA ADMON. CON LOS ADMINISTRADOS

una carga, esto es, de una oportunidad que se le brinda


con esa audiencia, que, si la desaprovecha, tiene que
pechar con la consecuencia de que no sean tenidos en
cuenta datos o argumentos que hubiera podido aportar,
de ser más diligente, pero, de ninguna manera, conver-
tir la dejación del trámite en una presunción de confor-
midad con lo apuntado por dicha Administración; y no
puede ser esto así, no sólo porque contrariaría el princi-
pio inmanente en la naturaleza de este trámite, sino por-
que, a la vez, infringiría otro principio de hondo signi-
ficado ético, como es el de buena fe, exigible en el com-
portamiento, tanto de los entes oficiales, como de los
particulares, según viene refrendado por la jurispruden-
cia—Sentencias de 23 de diciembre de 1959, 13 de junio
de 1960, 16 de diciembre de 1963, 16 de octubre de 1965
y 11 de marzo de 1978).»

9. La Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de junio de 1979


(Ángel MARTÍN DEL BURGO, Ar. 2943), tiene especial interés. En ella se
da una respuesta al problema fundamental que la aplicación del prin-
cipio de buena fe en las relaciones jurídicas públicas, a saber: ¿De
qué manera puede influir un principio de ética personal en relaciones
de derecho público predeterminadas por reglas dictadas para hacer
prevalecer el interés público?
En este caso el Tribunal Supremo califica de actuación contraria
a la buena fe la tenida por el propietario de un finca al que el an-
terior arrendatario notificó su propósito de traspasar el negocio y la
vivienda instalados en ella a lo que el propietario no sólo nada opuso
sino que recibió «a su completa satisfacción» el porcentaje que le
correspondía y otorgó la correspondiente carta de pago, no obstante
lo cual, a los pocos días, requirió la presencia de un notario para que
levantase acta sobre el estado de conservación del inmueble y, poco
más tarde, instó al Ayuntamiento de Paterna la apertura de expe-
diente para declarar la casa en estado de ruina y, en consecuencia,
obtener la autorización para su derribo. El Ayuntamiento no accedió
a la petición de declaración de estado de ruina. La Audiencia Terri-
torial de Valencia, en cambio, estimó el recurso interpuesto contra
el acuerdo municipal. Sin embargo, el Tribunal Supremo anuló la
Sentencia y declaró ajustados a derecho los acuerdos del Ayun-
tamiento.
Naturalmente, lo determinante para decidir sobre el fondo de este
asunto no es la buena o mala fe del propietario, sino el contenido de
las normas que regulan la declaración de estado de ruina a efectos
legales. Y así lo estima, en efecto, la Sentencia: El inmueble está en
estado de ruina o no lo está. Tal situación de hecho es independiente
de la conducta ética del propietario de la finca. No obstante lo cual
—dice la Sentencia—, el Tribunal no puede dejar de tener en cuenta

305
REVISTA DB ADMINISTRACIÓN PUBLICA. 8 9 . — 2 0
FERNANDO SAINZ MORENO

la conducta ética de las partes. El juicio sobre tal conducta no es


decisivo en este caso, pero tampoco puede ser totalmente olvidado al
hacer la ponderación del conjunto de elementos concurrentes en la
decisión judicial. Porque,

«Considerando: Que aunque la materia a que se re-


fiere la presente controversia judicial responde funda-
mentalmente a unas exigencias objetivas, en las que las
intencionalidades y motivaciones subjetivas quedan un
tanto al margen, y, por otra parte, las previsiones legis-
lativas en el precepto legal concreto antes citado, ar-
bitran medidas, distintas a las que podrían interferir la
solución debida en supuestos como el de autos, sin em-
bargo, el Derecho nunca debe ser manejado de espal-
das a su fundamento ético, que debe ser el factor in-
formante y espiritualizador, dentro de sus rígidos me-
canismos formales, convencionales y de seguridad, por
lo que, aun en casos como el que nos ocupa, este ele-
mento ético, al menos debe entrar en juego, y no ser
olvidado, en el momento de conjugar todos los factores
p concurrentes y determinantes de la solución que debe
darse a esta litis, como al final se verá.»

Pues bien, hecha esta declaración, la Sentencia entra a examinar


la cuestión fáctica del estado de ruina «con todo el rigor que exige
la conducta seguida por el peticionario». Y al hacerlo llega a la con-
clusión de que la cuestión ofrecía una cierta elasticidad que permitió
al Ayuntamiento optar por conservar la finca. Opción que la Sen-
tencia estima ajustada a derecho por estar, además, reforzada por
la conducta del propietario:

«Considerando: Que como en este caso no ha habido


oposición entre el principio de legalidad, y el de oportu-
nidad, en la apreciación, por la Administración, de las
circunstancias concretas concurrentes, que han aconse-
jado, en la posible opción, el mantenimiento del edificio,
ya que la Ley prevé estos supuestos, y permite este tipo
de soluciones, y como, además, la conducta ya analizada
del propietario, más interesado que nadie en la demo-
lición de lo edificado, no es merecedora de que por él
se sacrifiquen otros valores, dignos de todo respeto; de
ahí que nos encontremos con una confluencia de facto-
res, que, en su conjunto, vienen a avalar lo acordado
por la Comisión Municipal Permanente, del Ayuntamien-
to de Paterna, por lo que sus resoluciones deben consi-
derarse conformes con el Ordenamiento Jurídico, por
lo que, la sentencia que nos ocupa, al no haberlo enten-

306
BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA ADMON. CON LOS ADMINISTRADOS

dido así, tiene que ser revocada, al ser estimado el re-


curso de apelación frente a ella interpuesto.»
En definitiva, pues, en éste como en otros muchos casos, el prin-
cipio de buena fe no es decisivo por sí mismo para resolver un con-
flicto planteado en el seno de una relación jurídico pública. Pero
no por ello deja de tener significación en el momento de su resolución,
pues es evidente Que las cuestiones de Derecho público no quedan
reducidas a la simple oposición dialéctica entre distintos intereses
públicos o entre el interés público y el interés privado, sino que la
relación es más compleja porque, de un lado, el interés público coin-
cide con el interés particular de determinadas personas y, de otro,
porque es frecuente que la intervención de la Administración se
promueva con la exclusiva motivación de lograr un beneficio privado
o de dirimir una controversia entre particulares. Y, claro es, aunque
la distinción entre motivo y causa puede resolver muchas de estas
situaciones, las soluciones judiciales no deben simplificar las cues-
tiones hasta el extremo de desconocer el trasfondo de las controversias
—o al menos, hacer como que lo ignoran—, sino que también deben
sacar a la luz los motivos probados o fundadamente presumibles,
para valorarlos en su conjunción con los demás elementos de la de-
cisión. Esto es lo que ha hecho con mucho acierto, pienso, la Sentencia
del Tribunal Supremo de 18 de junio de 1979. En ella el principio de
buena fe ha operado en un doble momento: Primero, advertida la
conducta contraria a la buena fe del propietario, la Sala ha proce-
dido a examinar «con todo rigor» las normas de derecho público en
las que el propietario pretende ampararse. Segundo, comprobado que
la cuestión era, al menos, discutible —con contradicción entre la
tesis del Ayuntamiento y la tesis de la Audiencia—y que la declara-
ción de ruina no procedía del estado físico del inmueble, según in-
formes periciales, sino de su situación urbanística «fuera de línea»,
la cual el Ayuntamiento no juzgaba grave, la Sentencia hace entrar
en juego el principio de la buena fe para optar por la solución que
más lo respeta. Este principio ético ha sido decisivo en el caso presente,
pero sólo ante la insuficiencia del criterio jurídico público.
10. En la Sentencia del Tribunal Supremo de 5 de julio de 1979
(José GABALDÓN, Ar. 3051), se aplica el principio de la buena fe para
determinar la trascendencia de los errores cometidos en el plantea-
miento de un recurso. Dice:
«Considerando: Que no habiendo la Sentencia apela-
da entrado en el examen de fondo del acto de otorga-
miento de la licencia por entender mal planteado el re-
curso en cuanto al mismo, resulta ahora prioritaria esta
cuestión, respecto de la cual debe señalarse que en ma-
teria de impugnación por terceros de licencias urbanís-
ticas el planteamiento material que se produce, o sea

307
FERNANDO SAINZ MORENO

la reacción de los particulares frente a obras que vul-


neran los planes o las normas, debe prevalecer ante
obstáculos formales si en puridad se han seguido cau-
ces de impugnación correctos y la voluntad fue suficien-
temente expresada, sin permitir que una actuación con-
fusa o equívoca de la Administración en el tratamiento
de las solicitudes, impida la revisión jurisdiccional, lo
que es perfectamente acorde con el principio antiforma-
lista de la Ley jurisdiccional e incluso de la de Procedi-
miento Administrativo, favorable a la buena fe en las
relaciones administrativas como se desprende de su ar-
tículo 115-2 o el 29-1, entre otros, y del Preámbulo V-l,
párrafo segundo...»

Declaración que, en este caso, conduce al reconocimiento del de-


recho del recurrente a ser tenido por parte en el expediente.

IV. RECAPITULACIÓN: L A BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA


ADMINISTRACIÓN CON LOS ADMINISTRADOS

En las Sentencias anteriores se encuentran algunos ejemplos del


modo como la buena fe interviene en las relaciones de la Administra-
ción con los administrados. La conducta conforme a la buena fe es
exigible tanto a la Administración como a los administrados. Incluso,
como hemos visto—Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de junio
de 1979—, el comportamiento de los administrados entre sí puede in-
fluir en las relaciones de éstos con la Administración. Sin embargo,
examinada la cuestión desde la perspectiva de la teoría del derecho
público, es necesario precisar si las circunstancias que concurren en
las relaciones jurídico-administrativas permiten o, por el contrario,
excluyen la plena aplicación del principio de la buena fe. Concreta-
mente, ¿la posición institucional de la Administración, su plena vincu-
lación al derecho, la naturaleza de los intereses en colisión, son in-
compatibles con el principio de la buena fe, o éste queda al margen de
relaciones de esta naturaleza? Para responder a esta cuestión es
necesario precisar qué se entiende por buena fe y qué valor tiene
ésta para el Derecho administrativo.

l. La noción de buena fe
La noción de «buena fe» pertenece tanto al lenguaje ordinario
como al lenguaje jurídico.
En el lenguaje cotidiano significa, según el Diccionario de la Real
Academia Española, «rectitud», «honradez». Y el adverbio «a buena
fe» significa «ciertamente», «de seguro», «sin duda». Ambos aspectos,
«rectitud» y «seguridad», corresponden al valor ético que expresa la

308
BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA ADMON. CON LOS ADMINISTRADOS

buena fe. Comportarse de buena fe significa comportarse lealmente


en la confianza de que ese comportamiento leal será correspondido
en igual medida por la otra parte. El valor ético-social que se expresa
en la buena fe es el de la confianza—confianza en que la rectitud
personal, honeste vivere—no será causa de daño ni para otro ni
para uno mismo.
En el lenguaje jurídico, la expresión «buena fe» refleja el valor
ético social designado por. ese concepto en el lenguaje cotidiano —el
valor de la confianza—, pero reducido a su valor jurídico. Esto es,
reducido sólo a aquella confianza que es jurídicamente válida. En el
sintagma «buena fe», el adjetivo «buena» no alude sólo a la bondad
en sentido ético o a la creencia o ignorancia en sentido psicológico,
sino al valor jurídico de la validez. «Buena fe» equivale a «válida
fe», esto es, confianza aceptable por el derecho. El que de «buena fe»,
en el sentido usual de la expresión, espera algo que no es jurídica-
mente aceptable (porque viola la ley, porque infringe los usos, porque
carece de todo amparo jurídico) no tiene «buena fe» en sentido jurí-
dico. Así, pues, la noción de buena fe en sentido jurídico incorpora
el valor ético-social de la confianza, pero reduce su ámbito de refe-
rencia: no hace referencia a toda confianza psicológicamente cierta,
sino sólo a aquella que además de existir en sentido psicológico es
válida en sentido jurídico por no encontrar en los usos sociales o en
el Derecho un límite a su validez.
Por otra parte, la «buena fe» se mide en la relación concreta en la
que opera. Igual que sucede con la noción de «buena conducta» (veán-
se Sentencias del Tribunal Supremo de 10 de marzo de 1977—Ar.
1610—y de 4 de diciembre de 1978—Ar. 4471—comentadas en «REDA»
13-1977 y «REDA» 23-1979) que, para el Derecho, «no es un modo
genérico de vivir, sino el comportamiento del sujeto en relación a
obligaciones precisas y a deberes explícitos», la «buena fe» tampoco
hace referencia al comportamiento «general» de la persona, sino a
su posición en una concreta relación jurídica. La aplicación de estos
conceptos en el ámbito del Derecho no exige un juicio global sobre
la persona, sino un juicio específicamente dirigido a un sector de su
actividad. Y así como la mala conducta de una persona puede no ser
relevante como impedimento para una determinada actividad de modo
que, en consideración a tal actividad, la conducta de esa persona no
puede ser calificada de mala, también la reiterada falta de buena fe
en el comportamiento de un sujeto puede carecer de relevancia en
una concreta relación de manera que en ella ese sujeto puede tener
la posición de persona de buena-fe.
En resumen, en la expresión «buena fe» el adjetivo «buena» no
hace sólo referencia a valores éticos o a posiciones psicológicas, sino
que tiene el significado de «validez», de «relevancia» para el Derecho,
tanto en sentido general (que pueda ser tenida en cuenta por no in-
fringir la ley, la costumbre, los usos sociales o los principios del orde-

309
FERNANDO SAINZ MORENO

namiento) como en sentido concreto (que guarde relación con la


cuestión de que se trata, siendo significativa para ella).
De ahí que la noción de «buena fe» no se contraponga, por lo
general, a la de «mala fe», sino más bien a la de «fe» o «confianza»
irrelevantes para el Derecho. La expresión «mala fe» suele emplearse
para designar la intención dolosa, maliciosa o abusiva de un sujeto,
dirigida a producir un engaño, un error o un resultado lesivo. Gene-
ralmente, pues, en la expresión «mala fe» el sustantivo «fe» significa
«intención», a diferencia de lo que ocurre en la expresión «buena fe»
en que alude a «creencia», «confianza». La interdicción de la «mala
fe» en su sentido más amplio, no procede del principio de la «buena
fe», sino del principio de que «nadie puede perseguir la finalidad de
causar daño a otro».
La buena fe es uno de los principios generales del Derecho, uno de
aquellos valores materiales básicos de un ordenamiento jurídico, so-
bre los cuales se constituye éste como tal (GARCÍA DE ENTERBÍA). ES un
principio que sirve a la seguridad jurídica incorporando al Derecho el
valor ético-social de la confianza.
La protección jurídica de la buena fe es distinta de la prohibición
del fraude a la ley y del abuso de derecho. Sin embargo, los tres
postulados (exigencia de buena fe, prohibición del abuso de derecho
o ejercicio antisocial del mismo y prohibición del fraude de ley,
artículos 7.°, 1; 7.°, 2, y 6.°, 4, del Código Civil) forman un conjunto aun-
que no se den, necesariamente, de forma conjunta: Quien abusa de
su derecho o quien comete un fraude de ley suele lesionar la buena
fe de un tercero, pero no es preciso que así suceda para que su con-
ducta sea antijurídica.

2. Valor de la buena fe en el Derecho administrativo


A) En el ámbito del Derecho administrativo, la buena fe opera
fundamentalmente como principio jurídico que limita el ejgrcicio de
un derecho subjetivo o de un poder jurídico. La cuestión, sin embargo,
consiste en examinar si la doctrina de la buena fe que actúa en el
campo del Derecho administrativo es la misma que se ha elaborado
para las relaciones jurídico privadas. ¿Existen razones que impiden
la formulación de una teoría general de la buena fe, válida para el
Derecho público y para el Derecho privado? Tales razones podrían
consistir, en la diferencia cualitativa de las partes entre las que se
establece la relación jurídico administrativa, en la vinculación de la
Administración al derecho (principio de legalidad), y en la distinta
naturaleza los intereses en colisión. Sin embargo, examinados cada
uno de estos argumentos hay que concluir que no impiden, sino más
bien exigen, una enérgica aplicación del principio de la buena fe.
a) La posición institucional de la Administración pública es,
ciertamente, diferente de la de las personas físicas o jurídicas priva-
das. Sin embargo, ello no es debido a que tenga una naturaleza

310
BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA ADMON. CON LOS ADMINISTRADOS

cualitativamente distinta, superior a la de éstas, sino a una necesidad


impuesta por el servicio que presta a los intereses generales (artícu-
lo 103 de la Constitución). La posición preeminente de la Administra-
ción es una posición de servicio a la comunidad. Siendo esto así, el
lugar institucional que la Administración ocupa no sólo no excluye
la aplicación del principio de la buena fe sino que exige su máxima
vigencia. Es legítimo que el ciudadano confíe en la Administración
y que la Administración confíe en el ciudadano. Esta confianza pueden
hacerla valer —y hemos visto que así lo hacen— una y otra parte.
a') La buena fe del ciudadano frente a la Administración consiste
en la legítima confianza de que ésta no va a ejercitar sus derechos
y prerrogativas más allá del límite trazado por las exigencias del
interés general—no del interés de la Administración como tal, ni
tampoco del mero interés en la legalidad— y siempre dentro del marco
del ordenamiento jurídico. La posición institucional de la Adminis-
tración hace legitima la confianza del ciudadano en que su honesta
relación con la Administración no sólo no le va a ocasionar daño in-
necesario o injustificado sino que va a recibir de la Administración
la «ayuda, enseñanza y explicación» que evitan ese daño (en virtud
de lo que la doctrina alemana denomina Betreuungspflicht de la Ad-
ministración).
b') La buena fe de la Administración frente al ciudadano consiste
en la legítima confianza de que éste no sólo no va a ser desleal con el
comportamiento honesto de la Administración (por ejemplo, el caso
resuelto por la' Sentencia del Tribunal Supremo de 6 de febrero
de 1978, Ar. 576), sino que tampoco va a «utilizar» a la Administración
para obtener en su beneficio resoluciones contrarias a la buena fe
de otro ciudadano (por ejemplo, el caso resuelto por la Sentencia del
Tribunal Supremo de 18 de junio de 1979, Ar. 2943).
b) El principio de legalidad que rige la actividad de la Adminis-
tración, ¿es compatible con la aplicación de la buena fe? La respuesta
negativa se formula del modo siguiente: La buena fe no es necesaria
en las relaciones entre la Administración y los ciudadanos porque
tales relaciones están sometidas al principio de legalidad, lo que im-
plica que las controversias que aquí pueden surgir deben resolverse
exclusivamente por las normas que rigen la actividad de la Adminis-
tración. Lo importante es, según este planteamiento, «tener derecho»
en el sentido de estar amparado por una norma. «Quien tiene derecho
no necesita de la buena fe.» De lo que se deduce que siendo sólo legí-
tima la actuación de la Administración realizada al amparo de una
norma, la buena fe resulta superflua, no es relevante para resolver las
controversias que la ejecución de esta norma pueda suscitar.
Tal planteamiento responde a una concepción equivocada del al-
cance del principio de legalidad. El que sólo sea legítima la actuación
administrativa cuando cuenta con una cobertura legal previa no
•implica que esa actuación quede sometida exclusivamente a la norma
que la ampara. La cobertura legal previa condiciona ab initio la legi-

311
FERNANDO SAINZ MORENO

timidad de la actuación administrativa, pero no agota, en modo alguno,


la regulación íntegra de esa actuación. «Los ciudadanos y los poderes
públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento
jurídico» (art. 9.°,1 de la Constitución). «La Administración pública
sirve con objetividad los intereses generales y actúa... con someti-
miento pleno a la Ley y al Derecho» (art. 103,1 de la Constitución).
Toda la actividad de la Administración está sometida al «ordenamien-
to jurídico», al «Derecho», por tanto, también a los principios generales
que lo integran y dan sentido.
El principio de legalidad es sólo uno de los elementos del estado
de derecho. El estado de derecho «propugna como valores superiores
de un ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad» (ar-
tículo 1.° de la Constitución), por tanto, algo más que la estricta lega-
lidad. Junto a ésta la Constitución pretende garantizar la seguridad
jurídica (art. 9.°,3) y la paz social por la vía del Derecho (art. 10,1).
El principio de la buena fe —reconocimiento jurídico del valor ético
social de la confianza— es elemento esencial para la paz y la seguridad
jurídica. A este principio, está sometida la Administración en cuanto
que es uno de los valores fundamentales de nuestro ordenamiento
jurídico.
El principio de legalidad no excluye, pues, la aplicación del prin-
cipio de la buena fe, pero delimita su aplicación en la medida en que
la actuación legal de la Administración es ejecución de una norma y,
por tanto, está amparada, en gran medida, por el postulado de que
«la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento» (art. 6.° del
Código Civil). No obstante, como hemos visto, la jurisprudencia tiende
a matizar con buen criterio este límite—sobre todo en cuestiones de
procedimiento— dada la rotunda realidad de que la inmensa mayoría
de las normas se desconocen incluso por los expertos en Derecho, y
la inevitable falta de claridad de muchas normas escritas. Por lo
que, en definitiva, aun siendo jurídicamente irrelevante la ignorancia
de la ley, sin embargo, las circunstancias que concurren en cada caso
pueden hacer entrar en juego el principio de la buena fe aunque esto
implique una cierta infracción del artículo 6.° del Código Civil.
c) Tampoco excluye la consideración de la buena fe la distinta
naturaleza de los intereses en colisión, el interés público y el interés
privado. Y ello porque, en primer lugar, la buena fe rige tanto para
la Administración como para los ciudadanos de modo que, con fre-
cuencia, es invocada por la Administración precisamente en defensa
del interés público y, por lo demás, el carácter público de ciertos in-
tereses no implica oposición ni desvinculación del interés privado. No
existen intereses públicos «impersonales» distintos de los que interesan
particularmente a los ciudadanos. Los intereses públicos y los intereses
privados están implicados entre sí hasta tal punto que cualquier in-
terés público es, también, interés privado. Y la actividad de la Admi-
nistración al servicio de los intereses generales produce beneficios
concretos a los particulares como se pone de manifiesto continuamente

312
BUENA FE EN LAS RELACIONES DE LA ADMON. CON LOS ADMINISTRADOS

en la jurisdicción contencioso-administrativa (codemandado y coadyu-


vante de la Administración).
En resumen, ninguna objeción existe en el plano teórico para la
vigencia del principio de la buena fe en las relaciones de la Adminis-
tración con los administrados. Al contrario, la posición institucional
de la Administración, su pleno sometimiento al Derecho y su presen-
cia continua en todo tipo de relaciones sociales—que la convierten
en un sujeto más del tráfico jurídico—exigen la aplicación rigurosa
del principio de la buena fe.
B) Veamos ahora el papel que desempeña este principio en el
ámbito del Derecho administrativo. La jurisprudencia contencioso-ad-
ministrativa muestra que la buena fe se opone como exceptio frente
a pretensiones que lesionan la confianza legítima de las partes, bien
sea de la Administración, bien sea de los administrados. Tal sucede
cuando una de las partes
a) actúa contra sus propios actos —venire contra factum pro-
prium— (Sentencias del Tribunal Supremo de 6 de febrero de 1978,
Ar. 576; y de 12 de diciembre de 1978, Ar. 4572);
b) alega o se ampara en sus propios errores o en su conducta
confusa, equívoca o maliciosa—allegans propriam turpitudinem non
auditur— (Sentencias del Tribunal Supremo de 12 de marzo de 1975,
Ar. 1798; de 6 de marzo de 1978, Ar. 865; de 31 de marzo de 1978,
Ar. 3994);
c) abusa de la nulidad por motivos formales o de iure stricto
(Sentencias del Tribunal Supremo de 15 de marzo de 1978, Ar. 1174;
de 5 de julio de 1979, Ar. 3051);
d) ejercita un derecho con tal retraso que razonablemente ha
hecho nacer la confianza de que ya no se ejercitará (lo que la doctrina
alemana denomina Verwirkung, véase Wilhelm MERK, Deútsches Ver-
waltungsrécht, tomo II, 1970, p. 1681; H. V. ERICHSEN: DOS Verwal-
tungshandeln, publicado en «Allgemeines Verwaltungsrécht», 1975,
página 128; Hans J. WOLFF y Otto BACHOF, Verwaltungsrécht, tomo I,
1974, p. 265) si bien, como advierte la Sentencia de nuestro Tribunal
Supremo de 11 de marzo de 1978 (Ar. 1120), ello no puede amparar la
confianza de que la Administración haga dejación continua de sus
derechos y obligaciones;
e) abusa de sus prerrogativas (por ejemplo, abusa de la prohibi-
ción de la exceptio non adimpleti contractus y de la exceptio non rite
adimpleti contractus —Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de mayo
de 1973, Ar. 2177—, cuya relación con el principio de la buena fe se
refleja en la reciente jurisprudencia civil —Sentencias del Tribunal
Supremo, Sala de lo Civil, de 15 de marzo de 1979, Ar. 871, y de 18 de
abril de 1979, Ar. 1406);
f) exige aquello que ya no tiene sentido pedir—dolo facit qui
petit quod statim redditurus esset— (por ejemplo, la ejecución de la

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FERNANDO SAINZ MORENO

Sentencia que obliga a destruir o deshacer lo que ahora ya es lícito


construir o hacer, problema que nuestra jurisprudencia ha resuelto
por la vía de considerar esa ejecución «imposible por razones legales»,
artcíulo 107 de la LJCA —Autos del Tribunal Supremo de 25 de marzo
de 1971, Ar. 1725; de 27 de junio de 1973, Ar. 3065, y de 15 de febrero
de 1974, Ar. 821), etc.
El principio de la buena fe, por otra parte, es un criterio de in-
terpretación de las normas jurídico-públicas (así en la Sentencia
del Tribunal Supremo de 16 de octubre de 1965, Ar. 4539 —billete de
lotería premiado que se encuentra deteriorado—) y de la conducta
de las partes (así en la Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de
febrero de 1979, Ar. 981—alcance que cabe atribuir a la dejación
del trámite de audiencia—).
O El principio jurídico de la buena fe rige, pues, las relaciones
entre la Administración y los administrados. Ninguna objeción de
orden teórico cabe oponer a la exigencia constitucional de su cumpli-
miento por los entes públicos (arts. 9.°,l y 103,3 de la Constitución, en
relación con el artículo 7.°,l del Código civil), ni siquiera aquella
según la cual «la Administración, como tal, nunca actúa de mala fe».
Esta última objeción parte del presupuesto erróneo de que la infrac-
ción de la buena fe implica, necesariamente, mala fe y, por tanto, de
que si un Tribunal declara que la Administración o un administrado
han infringido la buena fe, está declarando sólo por ello que han
actuado de mala fe. Sin embargo, esto no es así. El principio jurídico
de la buena fe protege un bien, el valor ético social de la confianza
jurídicamente válida, frente a cualquier lesión objetiva que pueda su-
frir, haya sido o no maliciosamente causada. Un acto es contrario
a la buena fe cuando produce esa lesión, cualquiera que sea la inten-
ción del causante. De ahí que en nada perturbe la posición institucio-
nal de la Administración, la plena aplicación de este principio a sus
relaciones con los administrados. La cuestión de si la Administración
puede o no, como tal Administración, actuar con mala fe, no condi-
ciona la cuestión aquí tratada de si puede o no infringir el principio
de la buena fe.

Fernando SAINZ MORENO

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