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DOS ZANCUDOS EN LAPARED

GILDARDO PAVA SANTAMARIA

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La pluma

La bella pluma de la cual se desprende la tinta,


no sólo produce bellas poesías sino destrucción
y dominación.

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El Libro

Casi una cosa que habita en el mesón, em-


polvado y descolorido tus letras no riegan los
oídos, ni tus imágenes sobresalen en la mul-
titud de anuncios publicitarios. ¿Qué habi-
tara allí en ese decir? Al abrir tus páginas re-
tornaran las olas del mar, el viaje, el cantar
de musas, mil y una aventuras atravesando el
ancho océano, o el hiriente recuerdo de gue-
rras perdidas. Allí yace la letra que retorna a
la vida como una vieja metáfora del tiempo.

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¿Quién es Edipo aquí y quién es la esfinge?

Aquí vuelvo como queriendo colocar algo que


se ha olvidado, algo que ha quedado en ese jue-
go silencioso con la esfinge, y ahí va una pre-
gunta más al rostro silencioso que transita en
el tiempo de los humanos. Aquella figura que
no siente deseo alguno, que posa su mirada en
un punto eterno no parece que le importe mis
inquietudes, no parece que le importe el mundo
o todo lo que transita entorno suyo, la pregunta
muere en su contextura árida como muere el día
al caer la noche, allí refugio de mi esperanza
de verdad, allí donde se mantienen lo eterno, no
hay palabra, no hay voz.

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Colombia
¡Ha Colombia! cuando tus hijos muertos canten
a través de sus restos las atrocidades y vejáme-
nes que se han hecho, aquel día cuando el aire
se rompa y la lluvia asole en torbellinos de furia,
quizás se levante un nuevo cielo, un nuevo ama-
necer en la tierra regada por la sangre y el acero.

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La mirada

En ese juego del diario mirar anida una forma


muy antigua del hombre. Buscar, observar, in-
dagar, toda una gama de sinónimos que están
detrás del mirar.

Pensemos en aquellos años de tránsito, de viajes


infatigables del hombre antiguo cuando la mira-
da fungía de guía. Sí en aquellos parajes mon-
tañosos y desérticos donde el hombre antiguo
transitaba, atento a los cambios en el paisaje,
siempre observando, analizando con la mirada
cuanto movimiento de las ramas u hojas hubie-
re.

Allí en aquella inmensidad, bajo la luna el cielo


construyendo metáforas, leyendas, fabulas, mi-
tos de tenebrosos monstruos. Todo un juego de
connotaciones creativas que hacían que la vida
del hombre se fijara y se comprendiera desde
su mirada, en aquella geografía desentrañable,
oscura, intrincable, que no se ofrecía como bon-
dadosa sino en sí misma extraña; extraña a la
mirada, extraña a la palabra, a la voz, al sentido
mismo que allí se construía.

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Pero en algún momento hubo una separación,
una incisión, un desdoblamiento del pensamien-
to. Los dioses fueron simples frases, artificios,
locos devenires del hombre antiguo. Una nueva
razón se dibujó, una nueva conciencia opacaba
la mirada. La mirada ya no llevaba la impronta
creadora, se convirtió en una alusión estética y
posteriormente en herramienta del hombre para
inferir, controlar, concluir.

Vivimos un encajonamiento de la mirada, una


reducción, una miopía, Pero también podemos
diferir de esta miopía al quitar arrancar del hom-
bre, del hombre en su sentido antropológico ese
hecho de la mirada, de la observación de la mis-
ma posibilidad creadora que lo cobija, que es al
hombre como el árbol a las hojas.

Nuestra mirada se ha reducido pero aún es crea-


dora, transita dentro de los buses, autos y demás
elementos del tráfico. Se detiene, observa, va y
viene en esos horizontes del hoy como del ayer,
allí ante una nueva geografía, ante un nuevo
paisaje, entre bloques de cemento, entre cruces
pasajeros, va la mirada y vamos en la mirada
sin siquiera pensarnos lógicamente, sino aten-
tamente, allí la mirada nos retorna a esos viejos
significados que de manera dudosa han sido bo-
rrados, mutilados, y nos devuelve a ese ser que
siempre hemos sido.

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El trazo

Después de un trazo un momento de quietud,


como un juego necesario, como una forma de
retornar de retornarnos al trazo, a la grafía, al di-
bujo que se ciñe sobre la blanca hoja en un aco-
modo, en una muestra de placidez. Quizás sea
simplemente un juego para volver o un simple
detalle que señale donde ha quedado la huella.
Pero la mano retorna al trazo como una necesi-
dad, como un deber.

El trazo, la línea, la señal, el paso frente a la


calle y luego se abandona por aquel momento,
aquella pausa donde se logra articular la palabra.
El trazo se superpone, se instala en la hoja.

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El lápiz

¿Qué respuesta tendrá mi lápiz a la vida, que


podrá decir esta tinta negra sobre el vivir, sobre
la quietud?

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