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28/10/2018 La democracia es frágil | Internacional | EL PAÍS

IDEAS › ANÁLISIS

La democracia es frágil
Aumenta en las encuestas el número de personas que no consideran
imprescindible vivir bajo un régimen democrático. Las distopías
imaginadas por Aldous Huxley y Orwell están más cerca
FERNANDO VALLESPÍN

7 OCT 2018 - 00:53 CEST

Recuento de votos tras unas elecciones en Francia en 1956. CORBIS / GETTY IMAGES

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28/10/2018 La democracia es frágil | Internacional | EL PAÍS

El 21 de octubre de 1949, Aldous Huxley envió una carta a George Orwell para
agradecerle que le mandara su libro 1984; y, de paso, para decirle, orgulloso, que su
propia visión del autoritarismo del futuro, la contenida en Un mundo feliz, era mucho más
acertada. No es que fuera muy educado eso de señalarle sus errores, pero en esa misma
misiva Huxley establece una distinción interesante entre dos formas de concebir la
tiranía que nos espera: la que vendrá a través de la represión, “instigando y empujando a
la obediencia” (el modelo Orwell); o la que se impondrá mediante la sugestión y la
seducción, haciendo que seamos inducidos a “amar nuestro sometimiento” (el modelo
Huxley). A pesar de sus diferencias, ninguno de estos autores daba dos duros por la
pervivencia de la democracia tal y como la conocemos.

Hoy no tenemos a dos o más intelectuales que compitan por ver quién acierta más en la
escenificación de los horrores del porvenir, sino a miles de politólogos indagando qué
diablos está pasando con la democracia. Es la nueva industria académica, desentrañar
qué hay detrás de los populismos y el estremecedor giro hacia las democracias
iliberales. Medimos así con pulcritud cada avance de los partidos populistas,
identificamos a sus votantes, hacemos llamadas de alerta ante la aparición de los
“hombres fuertes” y sus sibilinas y torticeras estrategias de comunicación con las
masas, u observamos cómo aumenta en las encuestas el número de personas que no
ven imprescindible el vivir bajo un sistema democrático. Y al fondo, en algún lugar del
futuro, atisbamos con pavor el rostro del fascismo.

Casi todas estas inquietudes beben, pues, más del modelo de Orwell que del de Huxley.
Desde luego, es difícil que nos emancipemos psicológicamente de la experiencia del
periodo de entreguerras y la caída en los totalitarismos. El aire de familia es además
indudable. Como entonces, vivimos tiempos de un radical ajuste a la modernización
tecnológica —“hipermodernización”, en nuestro caso—; el miedo al futuro y al
desclasamiento nos impele a buscar la seguridad detrás del rearme del Estado; el temor
a la inmigración y la inestabilidad existencial nos hace añorar las supuestas
“comunidades naturales”; se ha eliminado el tabú del racismo y los discursos del odio
son moneda común —por doquier se señalan con nitidez a los enemigos interiores y
exteriores—. Vuelve también el resentimiento como pasión dominante y retorna la
“lógica de la horda”, aunque ahora cobra mucho más a menudo la forma de enjambres
en la Red que la de masas en la calle. Hay, por tanto, suficientes motivos para la
preocupación. Pero todo es a la vez mucho más complejo. Tratemos de ser, pues, un
poco didácticos.

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Un gobierno del pueblo


La democracia liberal es algo muy sencillo, pero nada fácil de llevar a la práctica. Se
concreta en la proclamación de la igualdad política de todos los ciudadanos y el respeto
a la autonomía individual, que debe ser garantizada mediante la protección de los
derechos individuales, el pluralismo y el control del poder político. A ello habría que
añadir la capacidad por parte de los ciudadanos de poder participar en lo posible en las
decisiones que les afecten. Solo así cabe imaginar un gobierno del pueblo, por el pueblo
y para el pueblo. Todo lo demás, esa increíble variedad de prácticas e instituciones con
las que siempre la asociamos, no son más que diferentes variaciones históricas
destinadas a permitir la realización de esos principios, instrumentos para la realización
del ideal. Aunque sean también decisivos.

Desde hace ya tiempo observamos que muchos de estos elementos instrumentales


comenzaban a fallar, como la división de poderes, el sistema de representación
partidista o el aumento de la ingobernabilidad. Que me perdonen mis colegas por la
simplificación, pero todas estas deficiencias podían caracterizarse como problemas de
fontanería, requisitos institucionales y procedimentales dirigidos a conectar el ideal
normativo a los condicionantes políticos empíricos. El drama empieza cuando ya no hay
agua que introducir en el sistema y toda esa tupida red de conducciones que traslada la
voluntad popular y permite el control ciudadano comienza a griparse; es decir, cuando el
poder ha emigrado a instancias distintas de las institucionales, como son los mercados,
las grandes empresas u otros imperativos sistémicos. Aparece, por tanto, el déficit de
soberanía y la crisis de gobernanza derivada de la globalización y de las nuevas
interdependencias.

La consecuencia principal es que dejamos de ejercer un eficaz control democrático


sobre las decisiones que más nos afectan, con la correlativa pérdida de confianza de los
ciudadanos en los gobernantes, incapaces de trasponer coherentemente la voluntad
popular en decisiones políticas concretas. De esta forma se rompe por el eje la promesa
de la democracia, el poder imaginar a un demos con libertad para decidir su destino. Por
otro lado, la supuesta igualdad política de los ciudadanos se convierte en una farsa ante
la galopante desigualdad económica. La máxima de W. Streeck, voters versus markets
(votantes frente a mercados), señala con acierto la actual disyuntiva.

El desafío tecnológico

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A pesar de todo lo que hemos visto hasta aquí, y aunque sea a trancas y barrancas, la
democracia sobrevive. Está demostrando una gran resiliencia, aunque tengo para mí que
sus dos mayores desafíos de futuro están conectados con el propio desarrollo
tecnológico. El primero, derivado de la espectacular reorganización de la esfera pública,
es la progresiva pérdida de un mundo común que está provocando Internet, con la caída
en las cajas de resonancia y la sistemática distorsión de la verdad. Una de las grandes
virtudes de las sociedades plurales era que las discrepancias podían dirimirse a partir de
un espacio y un lenguaje compartidos. Ya no los tenemos. Las palabras cambian de
significado para ajustarse a los intereses de cada cual, cada facción las distorsiona para
crear su propia realidad. Y, como decía el bueno de Montaigne, “al realizarse nuestro
entendimiento únicamente por medio de la palabra, aquel que la falsea (...) disuelve
todos los lazos de nuestra política”.

Curiosamente, términos como “comunicación” o “comunidad” tienen la misma raíz. Sin


búsqueda de un entendimiento sincero, la esfera pública pierde su sentido como el lugar
en el que negociar todo lo que nos es “común”. La razón exige pluralidad y el dejarse
llevar por la argumentación, no por “razones” espurias envueltas en emociones
primarias. Para romper esa pluralidad es por lo que Orwell imaginó que los nuevos
dominadores diseñarían una “neolengua” que impediría imaginar mundos alternativos.
Es lo que utilizan los nuevos dictadores blandos a lo Putin mediante el control de la
información. El autor inglés no cayó en la cuenta, sin embargo, de que es mucho más
sencillo recurrir a la estrategia que Yahvé siguió en Babel, disolver toda comunicación
creando islotes lingüísticos separados, justo aquello a lo que parece que nos estamos
dirigiendo. Pero hay algo en lo que tanto Orwell como Huxley estarían de acuerdo: no hay
forma más eficaz de poder que ser capaces de decidir lo que es verdad. Para eso están
los hechos alternativos y todas las astucias de la política posverdad. Nos encontramos
así con que una política cada vez más tecnocrática puede convivir con todo el vocerío de
las meras opiniones, sustentadas sobre poco más que la inducción emocional.

En este rápido cabalgar hemos olvidado ese sacrosanto principio de la democracia


liberal que es la autonomía individual, la capacidad para conformar el mundo a partir de
nuestras voliciones. Sin ella no hay libertad posible, porque aquí cada sujeto es
soberano. Y, sin embargo, como nos cuenta el historiador y pensador Yuval Harari, este
es precisamente el ámbito donde las nuevas tecnologías constituyen la mayor amenaza.

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La novedad es que las preferencias individuales, deseos y pensamientos, que antes solo
eran accesibles a los propios individuos, están abiertos ahora a observadores externos.
El individuo ya no es una caja negra. Por un lado, porque no para de dejar sus rastros por
todo el ciberespacio; y, por otro, porque gracias a las neurociencias, la psicología
cognitiva, las biotecnologías, cada vez sabemos más sobre cómo reacciona a los
estímulos y, por ende, permite abrir múltiples formas de manipulación. El modelo de
Huxley ya habría dejado de ser una fantasía. Los avances en inteligencia artificial pronto
podrán además automatizar diferentes formas de intervención sobre el alma humana
según convengan a quienquiera que tenga el control. En palabras de Harari, “una vez que
alguien (...) consiga la habilidad tecnológica para manipular el corazón humano —de
forma fiable, barata y a escala—, la política democrática se convertirá en un espectáculo
de guiñol emocional”.

Si la política democrática se organiza a partir de la libre expresión de las preferencias


individuales, cuando esta voluntad haya sido reducida al sutil control de poderes
anónimos es cuando de verdad peligrará la democracia. Porque allí donde hay una
dictadura clásica uno sabe al menos identificar al enemigo y luchar contra él. La eficacia
del nuevo sometimiento radica en que muy probablemente ignoremos que nos lo están
aplicando. Es más, se nos hará disfrutar, excitados y felices, de un mundo
hiperconsumista y seductor. Lo clásico, panem et circenses: renta mínima para las
“clases superfluas” e industria del entretenimiento para todos. Y ni siquiera hará falta
romper formalmente con el sistema democrático. ¡La dominación perfecta! Pero no
olvidemos que de nosotros depende que pueda llegar a hacerse realidad. Todavía
estamos a tiempo.

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