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Maurice Blanchot
La amistad
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Pienso en esa carta escrita a Tolstoi por Turgueniev agonizante: “Le escribo
para decirle qué dichoso fui de ser su contemporáneo”. Me parece que, por la
muerte que ha derribado a Camus –y he de añadir ahora, tristemente: a Elio
Vittorini, a George Bataille–, esta muerte que nos ha envuelto, en una parte
profunda de nosotros mismos, ya moribundos, hemos sentido qué dichosos
éramos de ser sus contemporáneos y de qué manera alevosa esa dicha se
hallaba a la vez revelada y oscurecida, más aún: como si el poder de ser
contemporáneos de nosotros mismos, en ese tiempo al que con ellos
pertenecíamos, se viera de repente gravemente alterado.
Maurice Blanchot
El rodeo hacia la sencillez
La amistad
***
Sólo nos queda pensar interminablemente, prestar oídos para escuchar aquello
que continúa resonando, y no dejará de hacerlo, a través de su nombre, en su
nombre, no me atrevo a decir en “tu nombre”, pues me acuerdo todavía de lo
que Maurice Blanchot pensaba y había declarado públicamente sobre esa
excepción absoluta, ese privilegio insigne que la amistad confiere, a saber, el
de un tuteo del que él decía que era la suerte única de su amistad
con Emmanuel Lévinas.
Maurice Blanchot
La soledad que alcanza el escritor mediante la obra se revela en que ahora escribir es lo
interminable, lo incesante. El escritor ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse
significa expresar la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus
límites. Lo que se escribe entrega a quien debe escribir, a una afirmación sobre la que no tiene
autoridad, que es inconsistente, que no afirma nada, que no es el reposo, la dignidad del
silencio, porque lo que aún habla cuando todo ha sido dicho, lo que no precede a la palabra,
porque más bien le impide ser palabra que comienza, porque le retira el derecho y el poder de
interrumpirse. Escribir es romper el vinculo que une la palabra a mí mismo, romper la relación
que me hace hablar hacia "tí", porque me da la palabra con el sentido que esta palabra recibe
de ti porque te interpreta; es la interpelación que comienza en mí porque termina en ti.
Escribir es romper ese vínculo. Además, es retirar el lenguaje del curso del mundo, despojado
de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el mundo que se habla, es el día que se
edifica por el trabajo, la acción y el tiempo.
Escribir es lo interminable, lo incesante. Se dice que el escritor renuncia a decir "Yo". Kafka
señala con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo
sustituir el "Él" por el "Yo". Es verdad, pero la transformación es mucho más profunda. El
escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla, que no se dirije a nadie, que no tiene centro,
que no revela nada. Puede creer que se afirma en este lenguaje, pero lo que afirma está
completamente privado de sí. En la medida en que, como escritor, hace justicia a lo que
escribe, ya no puede expresarse nunca más, ni tampoco recurrir a ti, ni siquiera dar la palabra
a otro. Allí donde está, sólo habita el ser, lo que significa que la palabra ya no habla, pero es, se
consagra al a pura pasividad del ser.
Escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar la hablar. Y por eso, para convertirme en eco,
de alguna manera debo imponerle silencio. A esa palabra incesante agrego la decisión, la
autoridad de mi propio silencio. Vuelvo sensible, por mi meditacion silenciosa, la afirmacion
ininterrumpida, el murmullo gigantesco sobre el cual, abriéndose, el lenguaje se hace imagen,
se hace imaginario, profundidad hablante, indistinta, plenitud que es vacío. Este silencio tiene
su fuente en la desaparición a la que está invitado aquel que escribe. O bien, es el recurso de
su dominio, ese derecho de intervenir que conserva la mano que no escribe, la parte de sí
mismo que siempre puede decir no y que cuando es necesario recurre al tiempo y restaura el
porvenir.
Entregarse a lo incesante.
Muchas razones impiden a Kafka
terminar la mayor parte de sus historias.
Lo llevan, apenas ha comenzado una
de ellas, a dejarla para intentar
apaciguarse en otra.
¿Qué queremos decir cuando en una obra admiramos el tono, cuando somos sensibles al tono
como a lo más auténtico que tiene? No hablamos del estilo, no del interés y la calidad del
lenguaje, sino precisamente ese silencio, esa fuerza viril por la cual, quien escribe, al haberse
privado de sí, al haber renunciado a sí, mantiene, sin embargo, en esa desaparicion, la
autoridad de un poder, la desición de callarse, para que en ese silencio tome forma,
coherencia y sentido lo que habla sin comienzo ni fin.
El tono no es la voz del escritor sino la intimidad del silencio que impone a la palabra, lo que
hace que ese silencio sea aun el suyo, lo que permance de sí mismo en la discreción que lo
aparta. El tono hace a los grandes escritores, pero quizá la obra no se preocupe por lo que los
hace grandes.
En la desaparición a la que está invitado, "el gran escritor" aún se retiene: lo que habla ya no
es él mismo, pero tampoco es el puro deslizamiento de la palabra de nadie. Del "Yo"
desaparecido, conserva la afirmación autoritaria aunque silenciosa. Del tiempo activo, del
instante, conserva el corte, la rapidez violenta. Así, se preserva en el interior de la obra, está
contenido allí donde no hay nada contenido. Pero por esto la obra también conserva un
contenido, no es toda interior a sí misma.
Si escribir es descubrir lo interminable, el escritor que penetra esa región no se adelanta hacia
lo universal. No va hacia un mundo más seguro, más hermoso, mejor justificado, donde todo
se ordenaría según la claridad de un día justo. No descubre el hermoso lenguaje que habla
honorablemente para todos. Lo que en él habla, es que de una u otra manera ya no es él
mismo, ya no es de nadie. El "Él" que se sustituye al "Yo", ésa es la soledad ue alcanza al
escritor por medio de la obra. "Él" no designa el desinteres objetivo, la indiferencia creadora.
"Él" no glorifica la conciencia en otro que no sea yo, vuelo de una vida humana que en el
espacio imaginario de la obra de arte conservaría la libertad de decir "Yo". "Él" es yo mismo
convertido en nadie, otro convertido en el otro, de manera que allí donde estoy no pueda
dirigirme a mí, y que quien a mí se dirija no diga "Yo", no sea él mismo.
Tomado de:
BLANCHOT, Maurice (2002): El espacio literario. Madrid, Editora Nacional, pp. 22-24.
LA TENTACIÓN FASCISTA:
EL CASO MAURICE
BLANCHOT
01-12-2016NotasColaboradores comentarios
Blanchot, el oscuro
Revolución de la derecha
Durante los años ’30 en Francia Maurice Blanchot fue, antes que nada, un intelectual
comprometido, radicalmente engagé. Inimaginable si uno considera sus posiciones
teórico-prácticas o sus discusiones contra Sartre de la posguerra. Impensable para la
mayoría de sus admiradores de la escritura “pura”, ausente, de los márgenes. Un
contraste cegador entre el esteta del silencio, el littératteur construido después de 1945
que pocos pueden imaginar. A modo de ejemplo, daré dos, un reciente biógrafo de
Blanchot,
define al escritor como “novelista y crítico, nacido en 1907, su vida fue devotamente
entregada a la literatura”, y según el autor si bien coqueteó con la extrema derecha en
1938 ingresó en la literatura pura; en español, en especial el año de su muerte,
aparecieron diversos homenajes autóctonos en el mundo español, la mayoría pequeñas
páginas miserables de hagiografía, “copy&paste” y culto al teórico de la decepción,
textos cercanos al extravío, como cuando un comentarista poco avispado nos previene
que “al revés de sus ensayos, su obra narrativa es prácticamente desconocida en nuestra
lengua”. Justamente lo poco conocido de Blanchot son sus ensayos, en especial aquellos
que escribió entre 1930 y 1945, eminentemente políticos, y que suman la impresionante
cifra de doscientos, muchos nunca republicados o traducidos al español. Otro
comentarista lo llama el “maldito ilustrado” y aunque menciona sus artículos en la
prensa chauvinista, todo queda como un accidente en la gran ruta del ser literario.
Retrospectivamente podemos decir que si Blanchot estaba comprometido con su
tiempo, lo estaba del lado equivocado: su escritura y su talento se pusieron al servicio
de un arco rocambolesco de revistas y diarios de la extrema droite francesa. Blanchot
era, sin lugar a dudas, un activista de la nueva derecha y violento ideólogo
antirrepublicano. Participaba personalmente como militante en los grupos de disidentes
maurrasianos (discípulos críticos de Charles Maurras, el fundador de la Action
Française). Y su pluma se puso al servicio de un variopinto número de revistas y
órganos protofascistas. Todas estas publicaciones pertenecían a la corriente conocida
como Jeune Droite, que critican a los maurrasianos su inmovilismo, su aceptación del
marco de lucha política liberal, su legalismo y falta de acción concreta. Es la deriva
fascista de la Action Française, con una mezcla ideológica de neotradicionalismo,
antimaterialismo y personalismo católico integrista. Se pueden distinguir dos grandes
agrupaciones de los jeunesses: 1) Las cobijadas bajo el liderazgo de Jean-Pierre
Maxence, que editaban revistas como “Les Cahiers”, “La Revue Française” y la
furibunda antijudía “L’Insurgé”; 2) Y la troika de Robert Brasillach, Thierry
Maulnier, Jean de Fabrègues, que editaban “Je suis partout”, “La Revue universelle”,
“Réaction”, “1933” (luego “1934”), “Combat” (con Pierre Drieu la Rochelle), “La
Revue du siècle”, “Civilisation” y “A l’assaut”, entre otras.
Blanchot
Terrorismo de derecha y antisemitismo
En sus sesenta y siete artículos en L’Insurge, Blanchot profundizará sobre la tercera vía
entre la democracia liberal y las ideas colectivistas del socialismo y el comunismo, y
llamando al uso de la fuerza contra el régimen, hasta que en marzo de 1937 las
autoridades lo detengan (hecho poco conocido entre sus admiradores), junto con cinco
miembros del comité editorial, por incitación al asesinato. Desde la revista los
articulistas pedían venganza a sus lectores y militantes por la reciente muerte de dos
activistas de extrema derecha a manos de la policía, y la venganza debía recaer en las
muertes de León Blum y el líder del PCF, Maurice Thorez. Blanchot razonaba que si la
democracia no es capaz de proteger a sus ciudadanos, si su justicia es sectaria, es tiempo
que los ciudadanos más conscientes tomen el asunto en sus manos. El periodismo
literario-político de Blanchot será un ejemplo paradigmático de este ethos protofascista,
insurrecionalista de derechas, sediciosamente extraparlamentario, donde el climax será
el artículo “Le Terrorisme, méthode de Salut Publique” de 1936. A un poder injusto, a
un parlamento que erosiona la economía nacional, tiránico, arbitrario, que anuncia “la
ruine” de Francia, un ruina en la que confluyen la democracia liberal, el socialismo de
los profesores y el marxismo, se opone un “juste révolte”, la promesa de una magnifica
revolución “nécessaire et nationale”, que salvará a Francia y fundará un Orden
verdadero. La democracia liberal, en ese momento gobernada por El Frente Popular,
difama a la verdadera fuerza nacional y produce sólo desorden. La ideología
republicana, basada en “l’absurde philosophie pacifiste” ignora o pretende subestimar la
superioridad de la violencia. ¿Y el marxismo? No es ni un partido revolucionario, ni un
ideal, ni puede pretender inspirar ninguna fuerza verdaderamente revolucionaria… el
marxismo es sobre todo extraño a la idea, a la acción, a la fe revolucionaria, porque,
como el socialismo, ignora la verdadera fuerza subversiva: la pulsión Nationale. Si
localmente el acceso al poder de las izquierdas en junio de 1936 se vivió como una
catástrofe en la nueva derecha francesa, en el preludio de la bolchevización de Francia,
el golpe de estado de Franco en julio de 1936 en la España republicana despertó sus
esperanzas. Blanchot se transforma en un entusiasta de la causa nacional de la Falange,
argumentando fervientemente a favor de que Francia interviniera, al lado de la
Alemania nazi y la Italia fascista, del lado de Franco. El artículo, Les deux trahison? Le
Front Populaire a ruiné l’internationalisme et ‘turquifié’ la France, reclama que
Francia apoye la lucha antirrepublicana del fascismo español para poder re-establecer
sus credenciales de potencia en el juego de la geopolítica mundial; además, Blanchot
daba la voz de alarma que como Hitler era el aliado más confiable de Franco, los
franceses estaban perdiendo un esfera de influencia históricamente francesa. El
antisemitismo y xenofobia normal de la extrema derecha de la época no se hace esperar:
en un artículo sobre León Blum, titulado irónicamente “Blum, notre chance du salut”, se
lo califica como “el representante de lo más despreciable de nuestra Nación… una
ideología atrasada, una mentalidad senil, una raza extranjera”. En ese número en
especial, para que calibremos el contexto de la diatriba, en la cubierta de la revista
aparece una caricatura antisemita de Blum: el líder socialista aparece con los típicos
rasgos judíos exagerados (nariz ganchuda, protuberancia craneal, ojos saltones, labios
libidinosos) blandiendo un Menorah apoyado en una pila de ataúdes (una alusión a
cinco trabajadores muertos por la Guardia Nacional en el curso de una marcha
antifascista de la izquierda). Es la misma época en que Céline inicia su propia deriva
antisemita con su pamphlet “Bagatelles pour un massacre”. Como bien señalan dos
estudiosos de la cuestión judía en Francia, Pastón y Marrus, “el antisemitismo jugó un
importante rol en la derecha francesa para oponerse violentamente al gobierno del
Frente Popular de Blum. La sensibilidad antijudía del francés medio es remodelada
desde una visión del mundo que engloba lo económico, lo social y lo político,
transformándose en un arma combativa, el cri de coeur de un movimiento opositor que
se presentaba como defendiendo a Francia de un cambio revolucionario”. La ensayística
de Blanchot se encuadra perfectamente en estas coordenadas. Cuando Hitler reocupa
militarmente la zona industrial y minera del Rhin en abril de 1936 (violando todos los
tratados) y la guerra parece inminente, Blanchot escribe “Après le coup de force
allemande” que “nada es tan pernicioso como la propaganda del ‘honor nacional’
promovida por sospechosos oficiales extranjeros [judíos] en las oficinas del Quai
d’Orsay [Ministro de Relaciones Exteriores] que intentan forzar a jóvenes franceses a
entrar en una guerra en nombre de Moscú o Israel”. En otro artículo de 1936 sobre el
terror como método de salud pública, “Terrorismo comme méthode du salud publique”,
Blanchot distingue un antisemitismo razonable en tanto anticapitalismo (recordemos
que una de las fuentes del fascismo francés es la izquierda) del vulgar antisemitismo
basado en la biología de los nazis. Vuelve sobre los temas trillados (antirepublicanismo,
antiliberalismo, heroicidad y uso de la violencia sin límites) para calificar al gobierno de
Blum de detestable, “eso que con solemnidad se ha llamado el experimento Blum…
una espléndida unión, una alianza sagrada… de soviéticos, judíos e intereses
capitalistas”. Allí está la paranoica conspiración de comunistas, judíos y plutócratas, un
clásico de la demonología fascista y parte indisoluble de la imaginación paranoica de la
extrema derecha. El 1º de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia y estalla la
Segunda Guerra Mundial; poco tiempo después, entre mayo y junio de 1940, Francia es
derrotada ignominiosamente en seis semanas por la Blitzkrieg alemana. Pero para los
jóvenes turcos de la Jeune Droite la derrota es la oportunidad de un nuevo inicio y la
demostración que la era de la indecisión y de la democracia liberal fue la causante de la
humillación más grande vivida por los franceses. Como dijo el maestro, Charles
Maurras, el triunfo extraño de Alemania fue una “sorpresa divina”. Blanchot también se
comprometerá con este Nuevo Orden, y es quizá la parte de su vida más oscura pero
más literaria.