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Deliberación, disenso esclarecido y decisión mayoritaria

Congreso de IPSA, Santiago de Chile, julio 2009

Javier Gallardo

La democracia y la deliberación pública constituyen sendos tropismos de la teoría y la


práctica política, igualmente relevantes para cualquier enfoque ciudadano de las cosas
políticas. En este texto discutimos la relación entre democracia y deliberación, buscando
desentrañar las exigencias normativas y políticas que la racionalidad discursiva o
argumental le plantea a la política democrática, procurando esclarecer el aporte que la
deliberación política pueda hacerle al gobierno de la democracia o a una ciudadanía
democráticamente gobernada.1

A la democracia le acordamos, en nuestro contexto analítico, el carácter de última ratio


en aquellos asuntos que motivan una decisión colectiva y vinculante, la cual no puede
confiarse a una fuente externa a la voluntad de los implicados o afectados por la misma.
Nuestra definición de democracia es, por tanto, minimalista, refiere a un método de
decisión política basado en tres criterios fundamentales: i) la participación igualitaria de
los ciudadanos en la toma de una decisión colectiva; ii) la libre elección entre
alternativas diversas; y iii) el predominio de la mayoría en el marco de una legalidad
común. 2 Ahora bien, los criterios democráticos de inclusión equitativa, libre elección y
predominio de la mayoría contienen dos promesas básicas: i) la posibilidad de disputar
abiertamente las posiciones políticas preeminentes y forjar agregados mayoritarios de
preferencias, bajo métodos competitivos; y ii) la posibilidad de contrastar racionalmente

1
Ponemos énfasis en el aspecto gubernativo de la democracia, primero, porque algunos cultores de la
deliberación política no lo tienen debidamente en cuenta; segundo, porque el hecho de privilegiar los
fines gubernativos de la deliberación, supone considerar, con especial atención, sus atributos para resolver
cuestiones de poder o de autoridad común en contextos de desacuerdo; y tercero, porque, adecuadamente
pensada y escenificada, la deliberación política puede contribuir a convertir al ciudadano gobernado en
un agente cívico responsable y dotado de amplias capacidades de juicio político.
2
Esta definición de la democracia refleja nuestro interés en los criterios internos de legitimidad de la
decisión democrática, en lo que convierte en democrática toda decisión política, conforme a su corrección
procedimental, confiriéndole una legitimidad vinculante en la medida en que su resultado obliga a todas
las partes, independientemente de las condiciones externas de acceso al proceso democrático y de la
sustancia concreta de sus productos. Pese a su carácter formal, esta definición no deja de contener
valoraciones normativas, pues reconoce a cada ciudadano una igual cuota parte de autoridad política,
medida básicamente en votos, acordándole el mismo derecho a influir en el proceso de decisión común,
ofreciendo mínimas garantías de justicia o de imparcialidad para legitimar el uso del poder gubernativo,
permitiendo desafiar o defender un estatus quo sobre bases igualitarias, sin favorecer o desmerecer a
ninguna de las partes. Definiciones de este carácter pueden encontrarse en Dahl (1987), Bobbio (1986),
Nelson (1996), O´Donnell (2007), y Pasquino (1999)

1
la calidad de las razones públicas justificativas de un curso de acción común, bajo
métodos deliberativos. Tales promesas conllevan a distintas vías o momentos de
formación de las preferencias electivas y mayoritarias, admitiendo diferentes reglas y
normas procesales de acción.

Ciertamente, nada impide que las perspectivas competitivas y deliberativas de la


democracia concuerden en valorar sus aspectos igualitarios, electivos y mayoritarios,
reconociendo la trascendencia de estos criterios respecto a cualquier contingencia
histórica. Pero las teorías que las sustentan y, por ende, sus respectivas prácticas,
privilegian distintos medios para asegurar el estricto cumplimiento del lado inclusivo,
electivo y mayoritario de la democracia, haciendo depender la legitimidad de sus
decisiones, en un caso, de la competencia política, y en otro, de la deliberación. De ahí
que otras condiciones internas del proceso democrático, como los derechos de
expresión, de libre información y de respeto a las minorías, así como los principios de
publicidad y de reciprocidad política, reciban un trato diferente por parte de las teorías
competitivas y deliberativas de la democracia, al punto tal que lo que las primeras
pueden llegar a tolerar de buena gana, en nombre de la competencia política, las
segundas puedan rechazarlo tajantemente, en defensa de la deliberación. De hecho, la
teoría de la democracia competitiva constituye la mayor fuente de inspiración de las
indagatorias corrientes de la Ciencia Política contemporánea, conforme a su espíritu
realista y a su sensibilidad hacia el conflicto político, mientras que la idea deliberativa,
si bien ha venido concitando, en los últimos tiempos, una amplia gama de adhesiones en
diversos círculos académicos, constituyéndose, incluso, en un polo de desafío teórico al
paradigma de la democracia competitiva, muchas de sus defensas traslucen un
desmesurado normativismo, mostrándose más interesadas en resolver cuestiones de
filosofía moral, que en dar cuenta de la especificidad de la vida política o de los cursos
experimentales de la democracia.3

El argumento central de este texto es el siguiente: la deliberación pública es deseable y


posible, al punto de constituir un poderoso instrumento de mejora de la democracia,
pero no por las razones que esgrimen algunos filósofos políticos contemporáneos,
situados en la perspectiva de una razonabilidad o una racionalidad común.4 Para aspirar
a hacerse un lugar en el terreno de las ideas y realidades democráticas, el ideario
deliberativo debe venir fundado en una teoría interna a las prácticas de formación de
voluntades políticas en contextos de desacuerdo y ante los justos reclamos de adopción
de una regla común. Por consiguiente, lo que la deliberación necesita, a nuestro juicio,
es una teoría que la vuelva compatible con el pluralismo, con el disenso público y la
democracia mayoritaria, que defienda su equidad democrática y anticipe la calidad
3
En otro texto llevé a cabo un breve contraste evaluativo entre el modelo competitivo y deliberativo de la
democracia, abundando en sus diferencias y en sus distintas aplicaciones prácticas. Mi conclusión fue que
la vida política demo-republicana requiere tanto de instancias competitivas como deliberativas de
formación de las voluntades políticas o, si se prefiere, de momentos adversativos y de diálogo franco u
orientado al entendimiento. Y también sostuve que, para estimar la validez teórica de uno u otro modelo,
así como su relevancia práctica, ambos debían evaluarse conforme a su capacidad para fortalecer, en vez
de recortar, el poder de acción común de la ciudadanía, para asegurar que los ciudadanos y sus agentes
puedan decidir libremente las normas básicas de la sociedad y los ámbitos en los que desean interferirse
mutuamente, apoyándose en firmes, aunque revisables, bases públicas de justificación (Gallardo: 2005).
4
Del mismo modo que la democracia no es el mejor régimen político por las razones prudenciales,
procedimentales y consecuencialistas, (weberianas, schumpeterianas o tocquevilianas) que aducen los
cientistas políticos más realistas o consustanciados con la teoría de la elección racional, sino por razones
morales provenientes de una tradición filosófica familiarizada con los principios de igualdad política y de
autogobierno, de autonomía y control racional de las condiciones de existencia individual y colectiva.

2
ético-política de sus resultados, superando, por un lado, las exigencias consensuales de
una filosofía moral centrada en las libertades liberales negativas, y por otro, las
objeciones críticas de un relativismo moral y cognitivo, tendiente a convertir el
pluralismo ético-social en un fin en sí mismo o a alimentar, desde diversas tomas de
partido, la política de poder.

Partimos, pues, de dos proposiciones críticas. i) La deliberación política no es


equiparable, en ningún caso, a un diálogo desencarnado, animado por participantes
ideales o voluntariamente sujetos, en nombre de un ideal de razón común o de la
búsqueda racional de arreglos imparciales, a las “buenas maneras y costumbres” que
supuestamente gobiernan los ámbitos académicos o judiciales, en los que no sólo rigen
–o deben regir− elevados estándares epistémicos o garantes de un juicio racional, sino
que abundan también los destratos intelectuales y las crudas imposiciones mayoritarias.
Y ii) la democracia competitiva (que algunos perciben como un arreglo prudencial entre
agentes imposibilitados de participar en un diálogo reflexivo y mutuamente
justificativo, dispuestos a jugar un juego menos oneroso para cada parte que cualquier
intento por suprimirlo, y otros defienden como un principio de libre elección entre
alternativas contrapuestas y sujetas al conteo imparcial de las preferencias individuales),
tampoco asegura, por sí misma, las bases de equidad y de neutralidad procedimental de
la democracia, dadas las asimetrías de información que suele generar entre políticos y
ciudadanos, las externalidades negativas que traslada a los grupos con menor poder
numérico y su tendencia a devaluar la cooperación política conforme a la racionalidad
estratégica que impone el mercado político (Ovejero Lucas: 2001). En consecuencia,
para que la deliberación y la democracia puedan reconciliarse en el terreno normativo y
político, la primera debe emanciparse de un quimérico ideal de razón pública
universalista y consensual, y la segunda debe deslindarse de un imaginario político
disputativo, alegremente instalado en el reino de la incertidumbre o ciegamente
confiado en la inteligencia institucional de los mercados competitivos.

A lo largo de este texto trataremos de responder a tres interrogantes básicas: 1) ¿Cuáles


son las propiedades distintivas de la deliberación demo-política y sus diferencias con la
democracia competitiva? 2) ¿Alcanza con justificar la deliberación en términos de su
corrección procedimental, o sus bondades dependen, más bien, de la calidad epistémica
y moral de sus resultados sustantivos? 3) ¿Cuáles son las buenas razones de una buena
deliberación en una buena democracia, si dejamos de pensar ambas en términos puros o
ideales, sino a la luz de nuestras prácticas políticas corrientes y de nuestras experiencias
generalizadas como ciudadanos de comunidades políticas pluralistas y sujetas al
imperativo de decidir en conjunto? Ciertamente, no es nuestra intención formular una
respuesta concluyente a estas preguntas, sino servirnos de ellas para tratar de articular
una concepción aceptable de la deliberación y de su relación con la democracia.5

En los próximos apartados transitaremos por una diferenciación conceptual de las ideas
de competencia política y de deliberación, pasando revista a distintas visiones sobre las
bondades normativas de la deliberación política, unas centradas en sus condiciones
procedimentales y otras en sus performances justificativas o en la calidad sustantiva de
sus resultados. Junto a la formulación de algunos reparos críticos a las concepciones

5
Empleamos el predicado demo-político y demo-deliberativo para referirnos –conforme al sentido
clásico de los términos isonomía e isegoría– a las prácticas políticas que conjugan principios de igualdad
participativa y de decisión común, de equidad en el trato político y de interacción deliberativa, de
legitimidad inclusiva y de corrección justificativa del uso del poder común.

3
procedimentales de la deliberación y a sus enfoques consensualistas, dejaremos sentada
nuestra preferencia por una deliberación susceptible de avenirse a la racionalidad
mayoritaria de la democracia e igualmente sensible a la fortaleza normativa de las
pretensiones de ejercicio del poder estatal en contextos de desacuerdo.

Como se verá, al discutir las bondades de la deliberación política y su relación con la


democracia, nos hemos sentido más atraídos por una filosofía política de inspiración
aristotélica, que por las moralidades contractualistas o neo-kantianas, orientadas a
establecer las condiciones ideales de un razonamiento moral o de un habla
comunicativa, tendientes a privilegiar, en contextos de desacuerdo, las justificaciones
prácticas universales, imparciales o moralmente inobjetables. Nuestro enfoque pro-
deliberativo, por así decirlo, se inspira en algunos principios básicos de la filosofía
política aristotélica, caracterizada, entre otras cosas, por su sensibilidad hacia la
estructura pluralista de la política ciudadana o hacia las diversas motivaciones morales
de los individuos, por su comprensión de la deliberación como ponderación racional y
prudencial de la acción, por su valorización de la virtud política y su atenta
consideración de las reglas argumentales de la retórica política. Un retorno crítico a
Aristóteles, a sus hallazgos teóricos y a sus observaciones políticas, puede contribuir, a
nuestro juicio, y al juicio de los actuales cultores del neo-aristotelismo (Galston: 1994;
Nussbaum: 1995; Sherman: 1998; Thiebaud: 2004), a suministrarle a la deliberación
política sus mejores credenciales normativas y políticas, convirtiéndola en un padrón
constitutivo o evaluativo de las decisiones democráticas, si no superior, al menos
correctivo de algunas de las principales fallas de los regímenes de competencia, de
agregación y negociación política. Despojada de sus originarias marcas naturalistas y
aristocráticas, la tradición aristotélica, puede servirnos, en fin de cuentas, para articular
una visión constructiva y realista de la deliberación política, adecuada a una república o
a una politeia demo-pluralista.

1. ¿Cuál deliberación?

De cómo se entienda la deliberación, dependerán las distintas visiones que se tengan de


sus rasgos estructurales o contingentes, de sus posibilidades políticas o de sus
compatibilidades con una democracia electiva y mayoritaria. Teniendo en cuenta estas
distinciones básicas, de indudable relevancia teórica y práctica, en esta sección
discutiremos las características más importantes de la deliberación, distinguiendo sus
diversos significados y enfatizando sus potenciales correctivos de las bajas
performances cívicas de las actuales democracias competitivas o de negociación.

Recordemos, en primer lugar, que la deliberación en sedes políticas y ciudadanas cuenta


con ilustres linajes teóricos.6 El intercambio equitativo de razones y argumentos

6
Basta dirigir una rápida mirada retrospectiva a las principales tradiciones del pensamiento político, para
comprobar que sus voces más representativas en ningún momento pusieron en duda el valor normativo y
político de la deliberación. Ya Pericles, según Tucídides, asoció el vigor político de la polis ateniense a
sus prácticas deliberativas. Pero fue Aristóteles quien le reconoció un genuino estatuto moral a la razón
deliberativa, al identificarla con un procedimiento justo y adecuado para resolver asuntos prácticos que, a
diferencia de los de la razón teórica o científica, pueden ser de otra manera a cómo son y admiten diversas
opiniones, siendo irreductibles, en todo caso, a una determinación experta o a un juicio regla-caso. Y
entre las defensas modernas de la deliberación, cabe mencionar los alegatos rousseaunianos en favor de
los raciocinios ciudadanos trascendentes de intereses o identidades particulares, la celebración
madisoniana de las maneras razonables de discusión por parte de selectos estratos cívicos, filtrados por
adecuadas reglas electorales, y el elogio de John Stuart Mill a una suerte de gimnasia pública discutidora,

4
públicos, así como el proceso público de indagación en común, han sido considerados,
desde las más diversas tiendas teóricas, clásicas y modernas, como una suerte de
epifanía del poder colectivo de los ciudadanos, siendo valorada o bien como el principal
sustento de la capacidad de los ciudadanos y sus agentes para decidir en conjunto y
obligarse mutuamente, o bien como el fundamento básico de una ciudadanía autónoma,
reflexiva y corresponsable de los cursos de acción común. Incluso hoy, quienes dirigen
su mirada a las virtudes morales y políticas de la deliberación, tienden a reivindicarla
como un componente constitutivo de la integridad procedimental y sustantiva de las
decisiones políticas, más importante aún que el juicio autoritativo de una (virtual o real)
voluntad popular, que el conteo imparcial, en todo caso, de las preferencias ciudadanas
y la preeminencia de agregados mayoritarios de opinión.7

Ciertamente, la exigencia normativa de una deliberación racional, como remedio a los


faccionalismos mayoritarios, a las pasiones partidistas o a la política de intereses, vino
acompañada, por regla general, de ciertas inclinaciones elitistas, tal como lo evidencian
los escritos políticos que, en muy diversas épocas y circunstancias, defendieron la
deliberación política con el mismo celo con que expresaron sus resquemores frente a la
política plebeya o entre muchos, sin ocultar su desconfianza hacia la participación
popular o ante el poder soberano de una doxa mayoritaria. Sin embargo, para los
actuales defensores de la política deliberativa, al igual que para los más fríos estudiosos
de su revival normativo, el principio de deliberación política connota una fuerte
exigencia democrática, pues reclama el examen abierto y en pie de igualdad de todas las
voces con derecho a incidir en la elección pública (Elster: 2001). Incluso, las actuales
reivindicaciones de la validez normativa de la deliberación, le reconocen una exigencia
moral universalista y contextual a la vez, pues mientras algunos le atribuyen el reclamo
un trato digno o no instrumental a todos los participantes en la discusión colectiva,
mutuamente reconocidos como agentes libres e iguales, con independencia de sus
atributos e identidades particulares (Benhabib: 2008), para otros no haría sino ratificar
el derecho de los miembros de una comunidad política concreta a decidir, sobre la base
de una discusión libre y racional, sus normas de vida común, sirviéndose de sus acervos
cívicos o de sus arraigos históricos (Shapiro: 2005).

Sea como fuere, desde el punto de vista conceptual, el término deliberación designa, por
lo menos desde Aristóteles, un contraste exhaustivo de razones, al interior del individuo
o con otros, en favor o en contra de un curso de acción. Actualmente, el término se
emplea para designar un intercambio de argumentos y razonamientos públicos, de
razones y consideraciones válidas para elegir o decidir, sobre bases públicas y
racionales, un curso de acción común. Pero se trate de una auto-reflexión o de un habla
pública, lo cierto es que la idea de deliberación remite a un discurso justificativo,
sensible a todas las consideraciones relevantes para la acción, tendiente a suministrarle a
esta última el mayor quantum de aceptación voluntaria y racional. En una palabra, toda
deliberación supone un empeño de justificación racional y el interés por realizar una
elección razonable y bien informada.

dirigida contra las opiniones hegemónicas y los prejuicios públicos. Incluso hoy, quienes discuten la
validez política o democrática de la deliberación, no siempre lo hacen por sus características intrínsecas,
sino por sus riesgos contingentes (Pzevorsky: 1991).
7
Ian Shapiro (2003) discute este punto, y también lo hace Ovejero Lucas (2001)

5
Ahora bien, la deliberación contiene diferentes exigencias normativas y admite distintos
usos prácticos, según las propiedades y atributos que se le reconozcan. En tanto pública,
la deliberación consiste en un intercambio abierto y manifiesto (accesible a todo el que
quiera) de justificaciones y consideraciones relevantes para un accionar común. Lo cual
impide el trámite secreto de los intercambios discursivos, el uso discrecional de
informaciones o razones privadas y, por ende, el “doble discurso”. El principio público
de deliberación obliga a dar una amplia publicidad a los contenidos de esta última, a
transparentar las posiciones e informaciones de sus participantes, a restringir el habla
oportunista o manipuladora, a evitar, en fin, la instrumentalización de cualquier parte
involucrada, directa o indirectamente, con el objeto de la discusión.

En cuanto a la deliberación política, si bien incluye estas características en función de


su relevancia y significación para el conjunto de la ciudadanía, consiste
fundamentalmente en un intercambio franco y de buena fe de razones, argumentaciones
y alegaciones destinadas a justificar la adopción de una decisión colectiva, de efectos
vinculantes u obligatorios para todos, cuyos alcances legales o coercitivos reclaman una
extendida base pública de legitimación, vale decir, la más amplia aceptación voluntaria
y racional de los involucrados con la decisión (con independencia de la regla de
decisión utilizada). La acción de deliberar en sedes políticas o ciudadanas es
indisociable, por tanto, de un principio de reciprocidad justificativa, por el cual las
pretensiones políticas deben estar dirigidas al libre entendimiento común, y sus bases de
sustentación (creencias, evidencias, informaciones e inferencias prácticas), deben estar
en condiciones de ser cotejadas o contrastadas por todas las partes. No son por tanto de
recibo las razones que un actor político racional (monológico) se dé a sí mismo, en
favor o en contra de un curso de acción, conforme a sus fines pre-establecidos y a las
circunstancias del caso (razones válidas, incluso, para un observador imparcial o
agnóstico sobre la calidad de los propósitos, atento exclusivamente al éxito de la acción,
centrado en una racionalidad medios-fines o costos-beneficios). Lo que la deliberación
política exige, más bien, es una justificación (dialógica) del agente ante otros, dotados
de perspectivas diferentes y en condiciones de objetar sus razones o pretensiones, con
capacidad de incidir, en todo caso, en el resultado final de la acción. De ahí que las
normas de conducta de la política deliberativa obliguen a descartar los discursos auto-
justificativos o centrados en la perspectiva intencional del agente, volviendo irrelevantes
o inaceptables las retóricas políticas auto-afirmativas o auto-referidas, los discursos
sectarios o cerrados a la perspectiva del otro. Lo que distingue a la deliberación política
de otras formas de habla pública, en fin de cuentas, es que sus resultados dependen del
escrutinio ciudadano de los razonamientos y argumentos justificativos de una acción
decidida en conjunto y de efectos vinculantes. En tal caso, los principios deliberativos
(transparencia informativa, reciprocidad dialogal y apertura hacia otros), se aplican a la
formación discursiva de las bases públicas de legitimación del libre ejercicio del poder
común.8

8
En rigor, existe una identidad constitutiva entre el principio de publicidad y la deliberación política,
pues el primero abriga una fuerte reivindicación de la capacidad de los ciudadanos para juzgar las razones
motivadoras de los agentes públicos, conforme a su entendimiento común. Siguiendo a Kant, toda acción
que afecte intereses o derechos individuales y colectivos es incorrecta si la máxima o principio en que se
sustenta no pueden hacerse públicos, si sus razones justificativas no pueden “salir a luz” y defenderse
públicamente. Claro está, el principio de publicidad no exige que todas las discusiones y decisiones
políticas deban darse a conocer urbi et orbi, sino que la máxima o regla general que las sustentan puedan
hacerse públicas y justificarse ante el entendimiento del ciudadano común. En otras palabras, el
imperativo de publicidad obliga virtualmente a declarar, sin simulacros o disimulos, las razones que
motivan una acción de autoridad, pues en caso contrario, la acción sería incorrecta y merecería la

6
El predicado democrático de la deliberación, introduce, a su vez, un conjunto de
exigencias normativas igualitarias, no del todo bien comprendidas por algunos teóricos
deliberativos. A cuenta de mayores abundamientos, precisemos que la deliberación
democrática se funda en un principio de igual acceso al habla pública y de igual
escucha de todas las voces afectadas por la decisión común, sin reservas
conversacionales, ni presiones “normalizadoras” hacia alguna de las partes. El
componente democrático de la deliberación está llamado a asegurar un diálogo plural e
inclusivo, en el que puedan tener cabida los más diversos “desafíos conversacionales” a
los consensos y disensos establecidos (Shapiro: 2005), los más diversos lenguajes
justificativos de las pretensiones públicas, dirigidos al entendimiento común pero
igualmente protegidos contra cualquier forma de hegemonismo discursivo y tutela
cultural. La democracia deliberativa vendría a garantizar, en suma, el derecho a pedir
razones ante cada pretensión pública o acto de autoridad, junto al correspondiente deber
de suministrar razones justificativas ante tales requerimientos, habilitando un “careo
adecuado” (Pettit: 2001) de todos los argumentos y razones relevantes para la decisión
colectiva.

La deliberación democrática se justifica, en definitiva, por un principio de no


dominación (Shapiro: 2005), pues vendría a asegurar el derecho de los más vulnerables,
marginados o desprotegidos a exigir razones y a incidir, con sus razones y
argumentaciones (de suyo impregnadas a priori del principio constitutivo de
reciprocidad dialogal y del ideal regulativo de una verdad común, pues de otro modo la
deliberación no tendría sentido o sería irrelevante), en la decisión del cuerpo político,
reforzando así el espectro de voces participantes, la integridad pluralista o la
consistencia racional de la decisión mayoritaria. En todo caso, la decisión resultante de
una deliberación democrática no tiene que venir fundada, necesariamente, como
veremos más adelante, en razones inobjetables para todas las partes, sino en razones
igualmente consideradas, que justifiquen la acción de una mayoría de un modo
compatible con las reglas de juego democrático y vengan presididas por una
determinación específica de los principios de libertad e igualdad, de justicia y
reconocimiento, de solidaridad o reciprocidad, de interés general o utilidad común, que
deben informar los lenguajes justificativos de las actuaciones políticas. Incluso, las
mayorías y minorías democráticas pueden no coincidir, en términos razonables o de
justo derecho, en el plano de los fundamentos justificativos de una decisión colectiva, y
en cambio sí compartir sus efectos y consecuencias prácticas. Al fin y al cabo, en toda
actividad participativa y orientada a una elección colectiva, la decisión adoptada por
mayoría, como luego veremos, no debe reflejar necesariamente una verdad, coincidente
con la posición mayoritaria, sino reflejar las razones y consideraciones relevantes o
pertinentes para el caso, sin que esto conlleve a una idéntica percepción de la situación,
ni a una convergencia de pareceres o convicciones.

desaprobación general. En definitiva, el principio de publicidad vendría a combatir dos males: i) las
actitudes orientadas a promover decisiones o acuerdos aceptables, más que justos o correctos, o sea, las
propensiones de los agentes políticos a buscar atajos de aprobación, en lugar de seguir caminos rectos de
justificación y de interpelación ciudadana; y ii) las actuaciones gravosamente interesadas en su éxito, al
precio del ocultamiento de las verdaderas intenciones o razones del agente, del empleo discrecional de
mentiras “nobles” o “necesarias”. Incluso, el principio de publicidad vendría a instalar la deliberación
política en un terreno democrático, pues su efectivo cumplimiento pondría en entredicho el paternalismo
o las actitudes de superioridad de las élites políticas o expertas hacia el ciudadano profano.

7
Como quiera que sea, el caso es que la democracia deliberativa exige mayores deberes
de cooperación o de “civilidad”, que la democracia competitiva, cuyo funcionamiento
es compatible con la formación no deliberativa de las preferencias políticas, con el
ejercicio de una amplia gama de recursos persuasivos y con la justificación privada o
auto-referida de las preferencias electivas. Además, la competencia política admite el
cálculo optimizador de intereses relacionados con interdependencias fácticas o con
diferenciales de poder, así como las estrategias ganadoras, propias de un agente
racionalmente orientado a maximizar los recursos propios y a minimizar los del
adversario, cuando no centrado en el cálculo de ganancias y ventajas unilaterales. En
cambio, los principios de justificación racional desde una igual posición de habla
obligan a todas las partes a suministrarse razones públicas mutuamente referidas o
dirigidas al entendimiento común, moralmente imparciales o comprehensivas, sin que
esto implique la obligación contractual de concitar respaldos o consentimientos
unánimes, carga demasiado onerosa o injusta para la aprobación democrática de las
iniciativas políticas. Incluso, los resultados de uno y otro modelo de democracia no
pueden medirse con los mismos criterios de evaluación, pues la deliberación
democrática no pretende reflejar un genuino orden de preferencias, ni formar un
agregado mayoritario de voluntades consistentes, sino construir preferencias públicas
bien informadas, esclareciendo los desacuerdos razonables, o bien fortaleciendo el
juicio público de los ciudadanos. Dicho de otra manera, la democracia deliberativa no
privilegia, como la competitiva, un método neutral de conteo y agregación de las
preferencias individuales, pues tiende a asegurar la igual consideración de todos los
argumentos y testimonios susceptibles de modificar las preferencias previas y clarificar
el contenido de las divisorias públicas. En la deliberación democrática, en suma, el
principio de imparcialidad se aplica a las razones y argumentaciones públicas, más que
a las preferencias electivas de los ciudadanos, pues no se trata −ni única, ni
fundamentalmente− de respetar la autonomía de los ciudadanos y sus decisiones
propias, sino de juzgar, en base a todas las consideraciones relevantes, las mejores
razones para hacer un uso legítimo del poder de acción común.

2. El deliberacionismo procedimiental

Algunas teorías discuten, como veremos más adelante, la validez sustantiva de los
resultados deliberativos, examinando la calidad moral y política de las razones
empleadas en la deliberación o su grado de corrección para formar genuinas voluntades
colectivas, convirtiendo el contenido sustantivo de la deliberación en el fundamento de
la autoridad y del cumplimiento obligatorio de sus resultados. Sin embargo, para la
perspectiva procedimentalista de la deliberación, las reglas de igualdad y las normas de
imparcialidad aplicadas al tratamiento público de las pretensiones esgrimidas y a sus
posibilidades de influir en la formación discursiva de la voluntad política, asegurarían la
justicia de sus resultados y su legítima legalidad, con independencia de la sustancia de
la deliberación, del contenido de la decisión adoptada o de sus impactos concretos en la
vida social. Dicho de otra manera, al permitir el igual acceso a todas las opiniones y
propuestas al espacio público, al tratar con imparcialidad el conjunto de razones y
argumentos relevantes para la decisión colectiva y al privilegiar las normas públicas de
un intercambio discursivo dirigido al entendimiento común, el procedimiento

8
deliberativo aseguraría la corrección de sus resultados, independientemente de su
contenido específico y de sus fundamentos sustantivos.9

Nótese que entre los enfoques procedimentalistas no hay acuerdo sobre cuáles criterios
deben primar a la hora de asegurar una justa deliberación o de garantizar la corrección
procesal de sus resultados. Así, mientras algunos autores enfatizan las restricciones
morales internas al proceso deliberativo, otros destacan las condiciones externas de
igualdad social, tendientes a asegurar las mismas capacidades de influencia en la
deliberación y en su resultado. Entre los primeros, algunos ponen énfasis en los deberes
de respeto universal, de igual consideración a todas las personas y de reciprocidad
comunicativa (Benhabib: 2008), y entre los segundos, se tiende a poner un mayor
énfasis, o bien en la igualdad de recursos necesarios para acceder a los recursos
deliberativos, o bien en las capacidades para hacer un uso efectivo de tales recursos,
dadas las diferencias de poder, de riqueza o de educación entre los ciudadanos
(Bohman: 1998, Sen: 1995).

En todo caso, desde el Stuart Mill del Gobierno representativo hasta los más recientes
desarrollos teóricos de John Rawls (1993) y Jürgen Habermas (1998), se han venido
discutiendo las condiciones procedimentales de la deliberación y sus atributos para
favorecer decisiones racionales y justas para todas las partes. Ya sea confiando en las
reglas de una representación plural de las corrientes de opinión ciudadana y en los
incentivos institucionales para la formación de opiniones generales en ámbitos macro-
políticos de discusión, como en Mill, ya sea priorizando lo común o lo generalizable,
suprimiendo la diversidad social ex ante, bajo el constructo teórico de una “posición
originaria”, como en Rawls, ya sea invocando, en fin, una situación ideal de habla,
fundada en los principios de reciprocidad comunicativa impresos en el lenguaje
humano, como en Habermas, lo cierto es que la política deliberativa cuenta con
prestigiosos y señeros elogios procedimentales. Si nos atenemos a estos autores, la
razón deliberativa, librada a condiciones justas de participación o de representación
ciudadana, depurada de asimetrías fácticas y de cálculos estratégicos, se encargaría de
procesar resultados justos o equitativos para todas las partes.10

9
En rigor, lo que distingue a los teóricos procedimentalistas de los sustantivistas no es que unos ignoren
los resultados y los otros desdeñen los procedimientos, sino que los primeros se concentran en las
condiciones legales o formales del proceso decisional, sin pronunciarse sobre su sustancia, haciendo
depender esta última de la calidad de su garantismo procesal, mientras que los segundos se interesan más
por los contenidos del proceso y por sus fundamentos sustantivos. Pero ambas posiciones serían contra-
intuitivas o teóricamente irrelevantes si ignoraran la relación constitutiva que existe entre procedimiento y
sustancia en cualquier actividad o práctica social, más allá de que existan o no criterios independientes
para juzgar, en cada caso, la corrección de los productos o la relación virtuosa entre procedimiento y
resultado (Rawls: 1993). Lo que sí podría decirse, aunque aquí no vamos a discutir el punto, es que los
procedimentalistas evidencian cierta parquedad epistémica o normativa a la hora de juzgar la calidad
sustantiva de las actuaciones políticas, mientras que los sustantivistas confían más en la determinación de
firmes criterios prácticos para discernir entre mejores y peores razones para decidir políticamente. Por
cierto que ambas perspectivas se ocupan fundamentalmente de procedimientos y razones, lo que hace que
dejen de lado, o al menos traten de manera indirecta, dos tópicos relevantes desde el punto de vista de la
ética de la virtud: la clase de personas que toman parte en estos procesos, junto a la maleabilidad de sus
motivaciones, y el papel formativo de las instituciones en las conductas y valores de los ciudadanos.
10
En realidad, la teoría de Rawls se sitúa a medio camino entre el paradigma procedimentalista y el
sustancialista, dada la articulación que establece entre las condiciones constructivistas de una decisión
política básica (“posición originaria”, “velo de ignorancia” y reglas de la razonabilidad moral) y la
justicia distributiva, o puesto a la inversa, entre los asuntos susceptibles de resolverse en el terreno de la
razón pública y las reglas de una democracia constitucional.

9
En el caso de las teorías de Rawls y Habermas, el principio de justificabilidad pública se
inscribe en un procedimiento ideal de deliberación, concebido para asegurar la
corrección o la vocación general de los razonamientos políticos, ideado para evitar
bloqueos filosóficos provenientes de la apelación a verdades metafísicas controvertibles
o para descartar los equilibrios cooperativos basados en diferenciales de poder o de
negociación. Pero la tendencia de estos autores a asimilar la deliberación a una
moralidad contractualista o discursiva, y sus inspiraciones acuerdistas o consensualistas,
los conducen, o bien a imaginar un depurado ámbito de razonamiento imparcial,
susceptible de neutralizar las racionalidades orientadas al bien propio y favorecer las
propuestas exentas de objeciones razonables, o bien a confiar en una normatividad
comunicacional alejada de la política convencional, destinada a formar opinión en la
sociedad civil o en ámbitos públicos divorciados de las responsabilidades gubernativas.
Pero en ambos casos, se trata de una deliberación más pensada para satisfacer elevados
estándares morales de una comunicación o decisión racional, que para fortalecer el
poder colectivo de una democracia pluralista, más parecida a un diálogo moral centrado
en lo común o en lo universalizable, que a una interlocución compatible con las
divisorias políticas y con la naturaleza constitutiva de las diversas identidades
ciudadanas.

Ahora bien, dejando de lado la cuestión del valor teórico y práctico de los esfuerzos de
estos autores por reivindicar la razón pública y el habla comunicativa, tanto ante las
divisorias de doctrinas del bien como contra la racionalidad política estratégica, lo cierto
es que las condiciones procedimentales de una deliberación política no pueden hacer la
economía de las particularidades de sus participantes, ni ignorar la racionalidad
sustantiva de las divisorias políticas más duraderas, sin poner en riesgo los componentes
democráticos de la deliberación, sin recortar onerosamente los asuntos en discusión y
desconocer los problemas semánticos o sustantivos de la vida política, ciertamente
significativos para los hablantes y para las performances concretas del habla pública.
Incluso podría decirse, sin desmerecer el espíritu pluralista de las referidas teorías, que,
sin algún fraccionamiento significativo y manifiesto del todo social, sin agrupamientos
solventes y confiables de principios o de opinión, firmemente arraigados en la sociedad
y con vocación legisladora, o no tendría sentido deliberar, o la deliberación caería en un
murmullo ininteligible de infinitas voces inconmensurables, a menos de encorsetarlas en
una abstracta condición ciudadana, escindida de los arraigos, compromisos e
identidades que informan o constituyen el lenguaje moral. Al fin y al cabo, en el mundo
empírico, el proceso justificativo de un determinado esquema o curso de acción se
activa a partir de la iniciativa de una parte o fracción de la sociedad, sin que esta fuente
inicial de la decisión constituya un pecado original, sino más bien la revelación de un
agente y de su identidad pública ante otros, en un espacio público común o abierto a
todos (Arendt: 1987).

Si en vez de caminar, entonces, en la dirección de una razón deliberativa desencarnada,


orientada al consenso por solapamiento o a la búsqueda de un interés generalizable,
dirigimos la mirada a la filosofía política aristotélica, encontraremos en ella algunas
ideas demo-republicanas apropiadas para juzgar las verdaderas bondades
procedimentales de la deliberación, más realistas, al menos, que las ofrecidas por la
tradición contractualista o la ética discursiva (Aristóteles 1978, 1986). En la Retórica,
Aristóteles sostiene, en efecto, que sólo deliberamos sobre aquello que depende de
nosotros mismos o sobre lo que puede ser de otra manera a cómo es, lo cual excluye la
homologación política de las verdades de la razón teórica, filosófica o científica. Pero

10
en buena lógica aristotélica, no estaríamos en condiciones de reconocer lo que depende
de nosotros, o lo que puede ser de otra manera, si no nos reconocemos como criaturas
humanas con diferencias y particularidades (constitutivas, por cierto, de diferentes
modos y posibilidades de ejercer las capacidades comunes a la especie humana), dando
debida cuenta, en todo caso, de nuestras expectativas de justicia y autorrealización, en
contextos concretos y diferentes. De ahí que en la república o en la politeia aristotélica,
los participantes en las asambleas y en las magistraturas deban provenir de diferentes
clases o categorías sociales, y la calidad de sus deliberaciones dependa, de una parte, del
valor multiplicador de la cantidad (ya que muchos piensan mejor que cada uno por
separado), y de otra, de las diferencias de capacidades o de méritos políticos (pues los
males de la cantidad o del interés pueden remediarse con la virtud y la excelencia),
factores igualmente indispensables para el mejoramiento de la discusión y la decisión
colectiva.

Puestas las cosas así, el procedimiento deliberativo, en clave aristotélica, no vendría a


eliminar las diferencias entre las partes sino, en buena lógica pluralista, a servirse de
ellas, neutralizando sus perspectivas unilaterales, desmontando sus orgullos o
sentimientos de justicia auto-referidos, sin disolverlas en un “yo común”, al modo de
Rousseau, ni en un “velo de ignorancia”, a la manera de Rawls, sino aportándoles una
mayor inteligencia y capacidad de comprensión mutua, acercándolas, si seguimos a
Aristóteles, a la medida justa de una justicia común. Por democrática, entonces, la
deliberación vendría a garantizar la igual libertad de acción discursiva, rescatando de la
oscuridad o del anonimato (de la necesidad o la dependencia, para emplear el lenguaje
clásico), a las voces susceptibles de revelar aspectos relevantes para la decisión
colectiva, que de otro modo permanecerían ocultos o ignorados, y por su moralidad
republicana (por su compromiso con una valorización cívico-moral de la cosa pública o
de todos, por su privilegiada atención, si se quiere, a la calidad más que a la cantidad),
la deliberación llamaría a jerarquizar las dotaciones diferenciales de virtud política,
privilegiando la escucha de las voces más confiables o de todos aquellos dispuestos a
dar preeminencia argumental a las cuestiones de justicia o de reconocimiento mutuo, sin
que las partes intervinientes tengan que auto-negarse o renegar de sus intereses, sino
revisar, más bien, los aspectos parciales de sus posiciones, mejorando las bases
inclusivas y justificativas del pleno ejercicio del poder gubernativo de los ciudadanos.11

La política deliberativa exige que los actos y pretensiones de los agentes políticos
vengan fundados en principios o en ideas de alcance general, sin que esto lleve a
descartar la necesidad del juicio o de una decisión acorde a las circunstancias (dixit

11
Esta referencia a los sujetos de la deliberación y a sus perfeccionamientos deliberativos puede
servirnos para decir algo respecto a la viabilidad de la deliberación bajo la “libertad de los modernos” o
de un modo compatible con las diversas formas de vida de las sociedades demo-pluralistas. La
maximización participativa no es una exigencia intrínseca de la deliberación, aunque sí lo sea de la
democracia, pues las instituciones deliberativas se interesa, más bien, por la equidad en el acceso al habla
pública y por la calidad de los argumentos. La realidad y la viabilidad de la deliberación no dependen, por
tanto, de que todos los ciudadanos deliberen o estén motivados a deliberar políticamente, sino del
acondicionamiento apropiado de escenarios deliberativos (en el ágora mediática, en la plaza pública, en
los ámbitos convencionales de la política profesional, en las asociaciones cívicas, etc.) donde puedan
circular libremente −con confianza y con controles de calidad− los discursos deliberativos –y no sólo, o
no tanto, los disputativos− y constituirse también diversos públicos ciudadanos, facultados para juzgar los
intercambios deliberativos y extraer conclusiones válidas, con efectos vinculantes o no, tal como se viene
haciendo en algunas experiencias europeas (Font: 2001).

11
Aristóteles (1978)). Pero se trata, en todo caso, que los principios y razonamientos de
moralidad política, imparciales o comprehensivos, primen sobre los cálculos de poder o
de conveniencia estratégica. Ahora bien, ¿pueden separarse estas dos cosas? ¿Acaso la
justificación centrada en principios de moralidad política puede anular el cálculo de
beneficios –palpables o probables− de cada parte? Sin duda, las falibilidades
epistémicas y morales de la deliberación política (y de cualquier procedimiento
destinado a formar una voluntad colectiva y a establecer un arreglo común), hacen que
sea improbable, no ya la supresión, sino la neutralización de los desacuerdos filosóficos
y políticos. Lo cual vuelve inevitables las actitudes prudenciales y el cálculo de
conveniencias, así como la disposición de cada parte a velar por su perspectiva moral y
por su racionalidad realizativa (Rawls: 1993).12 Sin embargo, el “hecho del pluralismo”
y la imperfecta reducción colectiva de la contingencia o de la discrecionalidad
motivacional de los hombres, refuerzan las razones para deliberar (otra vez Aristóteles),
para ejercer un libre razonamiento público entre iguales (Cohen), donde primen las
consideraciones de principio y los juicios bien informados, donde las valoraciones
normativas o extraídas de la experiencia común pesen más que los cálculos de
conveniencia estratégica, que los atajos de aceptabilidad fáctica y las meras
correlaciones de fuerzas, que tanta recepción tienen en los discursos mediáticos
“realistas” o en las voces expertas tendientes a escrutar las jugadas habilidosas en el
“tablero político”.

Sea como fuere, las diferenciaciones políticas que admite la política deliberativa no
pueden equiparase a las aceptadas por la democracia competitiva, pues en esta última
los oponentes construyen sus identidades públicas con referencia a otros adversativos,
diferenciándose mediante discursos disputativos o de impugnación recíproca,
participando en un juego de ganadores y perdedores relativos, reversibles o provisorios.
De ahí que la competencia política no sólo ofrezca la posibilidad de sacar a luz los
desacuerdos políticos y dirimirlos en forma pacífica en un “mercado político”; también
incentiva el ejercicio escasamente regulado de la libertad calculadora, pues el uso
racional de una estrategia ganadora en un juego competitivo, supone un cálculo racional
de jugadas favorables al actor, tendientes a maximizar sus recursos competitivos y sus
objetivos ganadores, negando o minimizando los del adversario.13 Al fin y al cabo, no
hay que olvidar que el actor político competitivo disputa por recursos públicos escasos
(atención ciudadana, favoritismos en la opinión, apoyos organizacionales y financieros,
control de los patrimonios simbólicos o de las adhesiones históricas, etc.), y, por tanto,
debe actuar, si no quiere exponerse a severas pérdidas, en base al cálculo de los riesgos
e incertidumbres que supone ingresar en el juego competitivo, teniendo en cuenta las

12
De hecho, el grueso de las acciones políticas se sitúan en algún punto intermedio entre los extremos de
un crudo cálculo estratégico y la pura motivación moral, combinando, según las circunstancias o las
señales −cooperativas o antagonistas− intercambiadas por los agentes políticos, actitudes de racionalidad
calculadora y razonamientos de principio, situados en la perspectiva de lo justo o lo bueno para todos.
13
La política competitiva suele convalidar la racionalidad pragmática o hipotética de Kant, según la cual,
el agente racional es aquel que elige hacer lo que le permite obtener su fin. La preferencia racional es
aquella que tiene más probabilidades de conducir al fin deseado por el agente y, por tanto, la que
maximiza sus utilidades. Es razonable esperar, entonces, que el agente haga lo que le asegura mayor
probabilidad de éxito. En otros términos, el hecho de que la probabilidad de éxito de un agente dependa
de una determinada acción es una razón para hacer esa acción. Puestas las cosas así, el conocimiento
efectivo de esta probabilidad justifica el imperativo hipotético: haz x si quieres tener un éxito y. En cuyo
caso, el agente razonable no es el que sopesa sus fines y considera, consigo mismo o con otros, el
conjunto de sus circunstancias y las legítimas perspectivas de los otros, sino el que ajusta sus expectativas
y sus acciones a la probabilidad lógica de un resultado.

12
reglas de distribución de los premios y el coste de resultar perdedor. En resumidas
cuentas, si bien el método competitivo promueve espacios públicos de diferenciación y
de imputación recíproca, no deja de incentivar el cálculo del beneficio propio y la
evaluación permanente de ganancias y pérdidas que arrojan los juegos competitivos.

En cuanto a la deliberación política, si bien no está en condiciones, como ya vimos, de


erradicar los cálculos estratégicos o interesados, sí puede tender a neutralizarlos o a
minimizar su eficacia racional, pues supone un principio constitutivo de reciprocidad
comunicativa y un ideal regulativo de búsqueda razonable de la verdad común, lo cual
no quiere decir, como veremos más adelante, que tenga que conducir a una verdad
única, convergente o consensual, ni que la decisión final, adoptada por consenso o por
mayoría, impida que cada parte pueda seguir bregando por sus posiciones propias
(Elster: 2001). Lo importante es que las instituciones deliberativas incentiven la
confianza y la seguridad mutua entre las partes, asegurando que ninguno de los actores
políticos, probablemente dotados de combinaciones promediales de virtud y de interés,
prefiera sustraerse a las reglas de cooperación comunicativa o emplear recursos extraños
al poder de convicción de sus razones, optando, más por motivos estratégicos que por
razonables fundamentos morales o políticos, por la construcción de un otro adversativo,
más que de un nos-otros relacional o dialogal.14

En síntesis, si la competencia política refuerza un principio de libre elección, alentando


una dinámica de discursos adversativos, mediante los cuales los contendientes se
desmarcan o se diferencian, procurando superarse unos a otros en un mercado político
abierto y contestable, la deliberación pone en juego discursos orientados al
entendimiento común y a la supremacía del mejor argumento, exigiendo de sus
participantes mayores disposiciones dialogales, en particular, una atenta escucha de
todas las voces y testimonios relevantes, con independencia de sus artes competitivas,
de su respaldo en votos o de su capacidad para ingresar o prevalecer en el mercado
político. La deliberación tiene así un componente anti elitista, celosamente reivindicado
por los teóricos de la competencia política, pero menos expuesto a los riesgos de las
estrategias agregativas de los empresarios políticos competitivos, incentivados, acaso a
pesar de sí mismos y en función de la propia naturaleza del mercado político, a moverse
en el terreno de un cálculo de éxito o a no exceptuarse, al menos unilateralmente, de una
racionalidad ganadora.15

14
Los principios deliberativos se distinguen tanto de los principios de la competencia política, como de
los que gobiernan las prácticas de negociación, ya que estos últimos legitiman la búsqueda de arreglos o
compromisos tendientes a optimizar la satisfacción de los intereses de cada parte en el contexto de la
negociación, de acuerdo al cálculo interesado de cada una de ellas. En cambio, las instancias deliberativas
introducen a los participantes, en función de sus principios constitutivos y regulativos, en un intercambio
argumentativo dirigido al mutuo esclarecimiento de los intereses de cada parte y a alcanzar soluciones
racionales, no sobre la base de una optimización de los intereses propios, sino teniendo en cuenta lo justo
y lo conveniente para todas las partes, independientemente de los recursos diferenciales de cada una de
ellas y de sus interdependencias fácticas.
15
Desde un punto de vista arendatiano, la política deliberativa y sus reglas procesales ofrecerían un lado
agonista, más que competitivo, y otro asociativo, más que contractual. Su lado agonista consistiría en
ofrecer la posibilidad de una revelación pública de agentes que buscan distinguirse y prevalecer mediante
actos de habla y de discurso, exhortando y persuadiendo en favor de un curso de acción común, sin acudir
a las estrategias agregativas de la competencia política ni al empleo de recursos persuasivos reñidos con
un espacio público respetuoso de las diferencias. El lado asociativo de la deliberación nos remitiría, a su
vez, a la creación –mediante la renovación permanente de la conversación política− de un poder y un
saber compartidos, de un espacio público abierto y común donde la libertad discursiva pueda manifestarse

13
3. Deliberación y corrección sustantiva de sus resultados

Sin duda, la calidad procedimental de la deliberación colabora a la corrección sustantiva


de sus resultados, pues no sólo debe garantizar un derecho simétrico de habla a todas las
partes, asegurando que todos los afectados por la decisión común puedan hacer oír sus
reclamos y sus objeciones, sino que introduce normas restrictivas de los actos de habla,
eliminando las actitudes meramente auto afirmativas o disputativas, coadyuvando a que
las decisiones finales se justifiquen en principios generales y en apropiados juicios
contextuales, compatibles con el pleno ejercicio de las libertades e igualdades básicas,
ciudadanas y civiles (Rawls: 1993, Dahl: 1991).16

Ahora bien, ¿podemos confiar en la justicia procesal de las decisiones demo-


deliberativas? ¿Alcanza con garantizar una igual autoridad deliberativa a todas las
partes o su igual derecho a incidir discursivamente en las decisiones obligatorias, con
independencia del enjuiciamiento normativo y político del contenido de sus razones en
favor o en contra de un curso de acción común? ¿Acaso el cumplimiento de las
condiciones −neutrales o imparciales− del procedimiento deliberativo, constituye una
razón suficiente para reconocer la validez sustantiva de sus resultados y cumplir
voluntariamente sus prescripciones, sin considerar los fundamentos esgrimidos y sus
implicancias políticas? Tales preguntas remiten, en última instancia, a una distinción
básica entre un procedimiento deliberativo justo, tendiente a asegurar un igual acceso de
todas las voces al debate público, junto al tratamiento imparcial de todas las razones y
consideraciones relevantes para la decisión colectiva, y un procedimiento deliberativo
sustantivamente exigente, el cual requiere algo más, a saber: la disposición de criterios

en sus más diversas formas y las mayorías puedan ejercer el derecho de iniciativa política de un modo
compatible con la libertad de los oponentes (Benhabib: 2008).
16
Quedan fuera de esta discusión las teorías que, a la hora de examinar la relación entre procedimientos y
resultados, parten de un criterio independiente de juicio de las decisiones políticas, reclamando su
correspondencia con un estado final previamente determinado, acorde a criterios de corrección
independientes de las motivaciones, opiniones y valoraciones de estos últimos. En esta saga teórica
figuran, desde las búsquedas platónicas de un terreno firme de evaluación de las decisiones políticas,
abonado por criterios universales de bondad y justicia, inmunizado contra las inclinaciones mundanas a la
ilusión o al apetito, hasta las fórmulas cientificistas conducentes a un estado de cosas predeterminado,
socialmente valorado o beneficioso para todas las partes, con independencia de lo que éstas puedan hacer
valer en las asambleas políticas, pasando por algunas defensas contractualistas de derechos pre-políticos,
intangibles a la voluntad de los cuerpos ciudadanos. Estas posturas tienden a fundarse en estándares
independientes de juicio sobre la corrección de las decisiones políticas, contraponiendo la razón filosófica
o científica, el derecho o los principios constitucionales, a las polémicas del demos, esgrimiendo
pretensiones de corrección externa de los debates políticos democráticos, subordinando el poder de las
asambleas políticas a los fines contractuales de la asociación política, alentando, en fin, una escisión de
los criterios de corrección de las decisiones colectivas de las discusiones políticas reales y de sus
divisorias intrínsecas. Adviértase que, desde otras tiendas teóricas, como es el caso del liberalismo
anti−populista, encabezado por Arrow (1951), se ha procurado devaluar también la validez interna de las
reglas electivas y mayoritarias, pero por otros medios, pues si bien estas posiciones no acuden a un
criterio externo de juicio de las actuaciones políticas, tienden a cuestionar la consistencia racional de las
elecciones públicas o mayoritarias, objetando la posibilidad de que éstas puedan revelar algún orden
consistente de preferencias o un máximo de bienestar, por no hablar del desdén marxista hacia cualquier
intento por superponer algún interés común al conflicto de clases. En definitiva, para todas estas
posiciones, o bien el proceso deliberativo está de más, debido al conocimiento previo o teórico del
resultado correcto, o bien no estaría en condiciones de conducir a decisiones racionales, medidas
conforme a un orden transparente de preferencias, a un estado de cosas satisfactorio para todos o a la
prevalencia de un interés superior a los intereses de cada parte.

14
que discriminen la calidad justificativa de las razones determinantes de la decisión
pública, tendientes a distinguir, de una parte, las razones de otras motivaciones
políticas, y de otra, las buenas razones de las malas, y su capacidad para movilizar el
poder de acción estatal. Si en el primer caso se trata de un compromiso −asociativo o
contractual− con el cumplimiento de las decisiones de autoridad, de acuerdo a su
legitimidad procesal o institucional, al punto tal que las resoluciones se cumplen porque
provienen de una autoridad legítima, y no porque sean las más acertadas o justas, en el
segundo caso, se trata de la validez ético-política de las razones justificativas de la
decisión de autoridad, de su compatibilidad con las libertades e igualdades básicas de
los ciudadanos, con los más legítimos reclamos de justicia o de autorrealización moral.
Si nos atenemos, pues, a la perspectiva sustantivista de la deliberación, y tenemos en
cuenta la conexión interna de esta última con una finalidad política, con el tratamiento
político, mejor dicho, de una cuestión de justicia, de interés común o de reconocimiento
recíproco, sus resultados deben venir fundados en criterios que permitan distinguir entre
las buenas y malas razones para usar el poder estatal, seguido de la adjudicación de un
mayor peso a las razones que mayor incidencia tengan en la formación de las
preferencias públicas y en el juicio ciudadano.17

Llegados a este punto, nos confrontamos con dos órdenes de interrogación, igualmente
relevantes desde el punto de vista de la calidad sustantiva de la deliberación y de sus
resultados. El primero nos remite la cuestión del poder motivador de las razones en la
vida política, instalándonos en una vieja discusión teórica y práctica sobre la
autosuficiencia política de las razones y su estatuto justificativo en el plano de la acción
política. Y el segundo se relaciona con los criterios que permiten reconocer una buena
razón para actuar políticamente, su justo derecho a participar en la formación discursiva
de la voluntad política y a predominar en la elección pública.18

Respecto al primer punto, recordemos que el ideal de razón y justificación pública que
está detrás de las más señeras exigencias normativas pro-deliberativas, importa una
fuerte reivindicación del poder de las razones en la vida política. De hecho, la conexión
interna entre el principio de justificabilidad pública y la razón deliberativa llevó a
defender insistentemente, en muy diversos tiempos y circunstancias, una política de
razones, tendiente a asignarle un papel fundamental, entre los componentes causales o

17
De hecho, los procedimientos y las reglas formales que informan el funcionamiento de las instituciones
sociales no les aseguran un buen funcionamiento, a menos que les permitan cumplir con sus fines
específicos, propiciando buenos resultados o consecuencias beneficiosas para sus usuarios o destinatarios,
asegurando rendimientos controlados por exigentes estándares –internos o externos– de calidad.
18
Dejamos aquí de lado otros asuntos de relevancia política, como los referidos al pedigrí discursivo de
cada comunidad política concreta, a las configuraciones históricas de cada habla pública, a sus reservas
conceptuales y a sus performances prácticas. Todo indica que estos asuntos constituyen un caso de
indeterminación teórica o de contingencia histórica irresoluble en términos teóricos. Por un lado, las
competencias discursivas y semánticas de los agentes políticos no pueden remplazarse con los mandatos
de la razón práctica, pues el habla política abarca diversas formas de discurso (narrativas públicas, relatos
identitarios, referencias fácticas, aportes eruditos, etc.). Y por otro lado, la calidad de las argumentaciones
y relatos circulantes en una determinada polis depende de los asuntos tratados y de los desempeños
discursivos de sus sujetos políticos, de sus acervos cívico-morales y sus aprendizajes históricos, de la
naturaleza moral de cada “nosotros” susceptible de tener éxito performativo y la capacidad interpelante de
los hablantes ante las prácticas sociales más deficientes o injustas. Dicho de otra manera, la sustancia
cualitativa de la praxis discursiva de una comunidad política no depende de una iluminación teórica, sino
de la fortuna y la virtud con que sus protagonistas políticos logren sortear los obstáculos de construcción
permanente de una autoridad común y dignificar sus divisorias públicas.

15
intencionales del accionar individual o colectivo, al poder motivador, necesario y
suficiente, de las razones, concebidas como consideraciones que cuentan a favor o en
contra de una acción o de una cosa que depende de nosotros, sensible al juicio, al decir
de Scanlon (2003).19

Ciertamente, el acento puesto en las razones como elemento necesario y suficiente de


justificación de una orientación política, al igual que la conversión de las diversas
fuentes motivacionales al lenguaje de las razones, empresa kantiana si las hay, tiende a
eliminar el peso excluyente de la subjetividad y los estados expresivos en la acción
intencional en general, y en el accionar justificativo en particular, buscando
independizar las razones del sujeto, queriendo aislar el justificacionismo semántico del
contexto, por emplear los viejos términos del empirismo lógico.20 Ahora bien, el poder
motivador de las razones en la vida política no goza de un consenso pacífico entre los
filósofos políticos, pues las razones, dicen algunos, no todo lo pueden, ni son
suficientes, dicen otros, para dar estabilidad a las actitudes y comportamientos
humanos. Para ser más exactos, el culto a la política de razones tiene su otro adversativo
en las corrientes que, desde Aristóteles a la filosofía de la acción, pasando por las
ciencias sociales de linajes románticos, o bien rechazaron la auto-suficiencia de la razón
y su independencia respecto a los deseos, o bien insistieron en la fuerza motivadora,
originaria o selectiva, de las pasiones, las emociones y los sentimientos en la vida
humana, enfatizando la importancia del carácter y la personalidad de los individuos a la
hora de actuar o juzgar una situación, de tomar la palabra y argumentar en un
determinado sentido. Así, mientras del lado del pensamiento platónico, y al calor de
sucesivos iluminismos ilustrados, se buscó superponer la imagen de la fría y recta razón
a la parte irracional del alma, del lado de los herederos de Aristóteles, se insistió en el
papel de las emociones, de la reacción airada y los sentimientos de indignación a la hora
de actuar y de juzgar, con inteligencia y decisión, las cosas políticas (Nussbaum: 1995).
Desde esta última perspectiva, siguiendo con el lenguaje aristotélico, las razones
19
Entre las propiedades más salientes de la política de razones cabe mencionar su rechazo –en nombre de
las reglas de la lógica o de una ética dialogal– a las acusaciones o argumentos ad hominen, a las
impugnaciones dirigidas al agente y no a sus ideas o argumentos, y su correspondiente llamado a una
discusión pública racional y razonada, sujeta a restricciones morales de mutuo respeto y de reciprocidad
dialogal. Ahora bien, guste o no guste, los debates políticos son conducidos por agentes que
corrientemente emplean las más variadas artes retóricas para defender sus posiciones y atacar las de sus
adversarios, quienes se auto-confieren la libertad de decidir qué consideraciones valen como razones
relevantes o pertinentes para la discusión, acudiendo a emplazamientos personales toda vez que lo
estimen necesario o beneficioso para sus argumentos o para la discusión general. Téngase en cuenta,
además, que en la vida política corriente no sólo se confrontan ideas o argumentos; también se juzgan
desempeños y responsabilidades públicas, por lo que la confiabilidad de los hablantes y su conducta
personal tiene especial relevancia. De todas formas, nada obsta para que la política de razones admita de
buena gana las impugnaciones ad hominen, toda vez que un participante en la deliberación tienda a actuar
de manera prejuiciosa o con malicia, distorsionando la conversación mediante descalificaciones de sus
interlocutores, exceptuándose de las reglas de reciprocidad dialogal que reclamaría para sí cualquier
participante racional en un intercambio argumental o deliberativo.
20
Para la tradición moral kantiana, fielmente representada por Thomas Scanlon, todas las fuentes
motivacionales son convertibles al lenguaje de las razones o de las consideraciones reconocidas como
razones. Para esta tradición, las impresiones, los deseos o los placeres no se oponen a las razones como
distintos móviles para actuar, pues se trata de consideraciones que se toman como razones justificativas
de un acto o de un principio, aún cuando la racionalidad del agente podría atender a otras razones
pertinentes, independientes o contrarias a las razones del placer, del deseo o la impresión. Así, aunque el
juicio de un agente respecto a una creencia o una acción dependa de muchas cosas, no sólo de lo que
reconozca como razón suficiente, determinante o inobjetable para la crítica racional (disposiciones
actitudinales, impresiones concretas, etc.), de todos modos, todas estas cosas serían traducibles al
lenguaje de las razones o de las consideraciones válidas como razones (Scanlon: 2003).

16
morales y prudenciales, esto es, las exigencias prácticas de moralidad y juicio recto, no
tienen por qué separarse de las motivaciones centradas en deseos, ni las obligaciones
éticas tienen que escindirse de los deseos autorrealizativos, ni tampoco las preferencias
morales del agente deben aislarse de su carácter moral, aunque los deseos y los móviles
pasionales no basten, por sí solos, para justificar un acto público o un reclamo moral,
los cuales deben pasar por el tamiz, en buena lógica aristotélica, de una auto-
deliberación o de una deliberación racional con otros.21

Si este fuera el caso, en una deliberación política atenta a todas las circunstancias
merecedoras de una corrección política, los atributos de sensibilidad y perceptividad
moral de los ciudadanos servirían para capturar los aspectos injustos o degradantes de
tales circunstancias, para discurrir sobre las cegueras de las perspectivas de los otros o
corregir las generalizaciones insensibles a ciertos costes o renunciamientos intolerables.
Lejos de afectar, entonces, al accionar deliberativo, la sensibilidad emotiva contribuiría
a su desarrollo, permitiendo percibir la particularidad moral de cada circunstancia, lo
éticamente relevante en cada caso, lo que pueda contar como sufrimiento o injusticia en
una determinada situación. Aun cuando la deliberación exija que los hablantes tomen
distancias respecto a sus preferencias egocéntricas y abandonen sus actitudes
meramente auto afirmativas, ello no impide que hagan uso de su sensibilidad perceptiva
y su capacidad emocional para capturar y revelar los costes y sacrificios implícitos en la
adopción de determinados principios y cursos de acción. Como lo sugieren algunas
perspectivas neo-aristotélicas (Sherman: 1998; Nussbaum: 1995), las razones que
reclama la deliberación no son sólo razones pertenecientes al dominio de la recta razón,
sino razones que encuentran su más firme terreno de cultivo en el plano sensitivo y
emocional de los individuos, en su carácter y personalidad moral, susceptibles de
combatir los sesgos morales e ideológicos de las asunciones genéricas, conjugadas
como principios o como juicios regla-caso. En suma, si toda deliberación requiere
discernir los peligros, oportunidades y consecuencias de optar por un determinado curso
de acción, el agente más dispuesto a traducir sus motivaciones al lenguaje de las razones
aceptables para otros, no podría llevar a cabo tal empresa, sin contemplar su propia
peripecia vivencial, sin hacer uso de sus facultades sensitivas, sin conectarse, en
definitiva, con sus temores y afecciones más profundas y sentidas.
Pasemos ahora a la segunda interrogante, referida a la cuestión de cómo calibrar la
calidad sustantiva de las razones deliberativas y sus performances justificativas en el
terreno político. En este punto se nos presenta una encrucijada teórica, cuyas
alternativas serían las siguientes: i) la búsqueda de un fundamento epistémico a las
pretensiones públicas, de un criterio que les confiera un estatuto de verdad o determine
sus errores e incorrecciones; y ii) la adopción de una posición (que si bien invierte las
cosas se sitúa en el mismo terreno de discusión), tendiente a inscribir las proposiciones
políticas en una razonabilidad común, escindida de las doctrinas controvertibles sobre la
verdad y la moral, susceptible de ambientar un consenso o acuerdo unánime sobre
cuestiones políticas básicas o de justicia. La deliberación demo-política que aquí
estamos perfilando debe sortear esta encrucijada y evitar ambas alternativas, apelando,
por un lado, a un fundamento epistémico débil, y no a un fundacionismo fuerte, y por

21
Nagel (2004), discute con buen criterio, la posibilidad de que las razones referidas al agente, sensibles a
sus deseos y sentimientos, puedan convertirse, de justo derecho, en razones imparciales, susceptibles de
llamar la atención sobre un aspecto relevante y digno de ser amparado para cualquier vida humana
dignamente vivida.

17
otro, a una autorización mayoritaria del uso del poder común y no a una razonabilidad
uniforme, conducente, inevitablemente, a un consenso desencarnado.22
Respecto a la primera de estas alternativas, recordemos que la deliberación política no
es asimilable, en ningún caso, a una indagación científica o moral. No porque no se
confronte con problemas de validez, de objetividad y racionalidad, como lo hacen estas
últimas, sino por su finalidad decisional y por los vínculos de obligatoriedad que
emanan de sus resultados. De hecho, el telos y la praxis de la actividad política se
nutren de los insumos prácticos de los saberes científicos y del conocimiento moral, con
vistas a dar debida cuenta de la realidad (resistente o común), o a fortalecer su
racionalidad práctica. Pero dejando de lado las relaciones contingentes entre la acción
política y los saberes expertos, lo cierto es que el principio de justificabilidad de las
proposiciones políticas requiere que su validez venga apoyada en creencias y
convicciones del sentido común y de los saberes expertos con relación a la realidad del
mundo, a los hechos comunes y a la vida moral.
Ahora bien, la deliberación demo-política no conlleva a una verdad científicamente
demostrada o a una única perspectiva moral, sean trascendentes de lugares y
temporalidades, sean dependientes del contexto o de carácter histórico-cultural. Por
tratarse de una actividad con fines gubernativos y legislativos, su cometido es
discriminar entre las mejores o peores razones para actuar en común, en volver
convincentes, razonablemente fundados y consistentes, los argumentos en favor o en
contra de una decisión colectiva y vinculante para todos. De ahí que las actuaciones
políticas no puedan contar con un fundamento epistemológico fuerte sino débil,
moderadamente realista y cognitivista, podría decirse. Si bien los hablantes se
comunican mutuamente sus pretensiones de validez, en términos de verdad y corrección
normativa de sus actos de habla, contrastándolos con testimonios relevantes y con la
experiencia común, dando por sentado el valor de ambas cosas en una deliberación
racional, no existe un criterio externo −metodológico u ontológico− que permita
determinar lo verdadero o lo correcto, por fuera de las experiencias y valoraciones de
los participantes en la discusión, ni es posible llegar tampoco a un acuerdo sobre las
condiciones que garanticen la aceptabilidad racional de tales pretensiones.23
La determinación de la verdad o falsedad, de la corrección o incorrección de las
proposiciones políticas es una cuestión problemática o de resultados controvertibles,
entre otras cosas, porque las premisas que les sirven de fundamento son, por regla

22
Ambas posiciones cuentan con el respaldo de diversos autores, cuya referencia obviamos. Dado nuestro
tratamiento típico-ideal de cada una de ellas, algunas referencias particulares podrían llevarnos a tener
que establecer múltiples matices, alargando inútilmente la discusión sobre este punto.
23
La deliberación política y democrática no aspira a una eventual conversión de una hipótesis científica,
explicativa o predictiva, en una verdad objetiva, ni a la elevación del interés racional de una parte de la
sociedad a una razón común. Ni se trata tampoco de un procedimiento destinado a desenmascarar a un
agente egoísta o auto−interesado, para forzarlo a que adopte la perspectiva del interés común, de una
razón trascendente o superior, pues el supuesto egoísta o supuestamente víctima de un apetito o de un
interés particular, puede ser, en realidad, el portavoz de una categoría social injustamente damnificada en
el reparto de recursos sociales o arbitrariamente excluida del espacio público, mientras que su demanda
puede ser leída como un legítimo reclamo de reconfiguración del “nosotros” ciudadano, sea mediante la
incorporación de algo nuevo a viejos preceptos, sea mediante la creación de nuevos preceptos. Además, la
legitimación política no se agota en cuestiones de verdad y validez, puesto que lo verdadero y lo correcto
abarcan también, en la política corriente, la veracidad de los hablantes, es decir, la relación entre su
discurso y sus convicciones. Como en otras actividades y prácticas sociales, en la vida política no se juzga
sólo la calidad de los discursos sino también la confiabilidad y sinceridad de las personas.

18
general, genéricas o polémicas. Incluso, las lecturas valorativas de los hechos comunes,
al igual que las orientaciones éticas de los individuos, suelen expresar profundas
diferencias y discordancias.24 El caso, entonces, es que la corrección de lo que hacemos
o decidimos políticamente no depende de la verdad probada o demostrada de los
enunciados públicos, pues si supiéramos de antemano la verdad o la falsedad de
nuestras convicciones y las de los otros, no tendríamos necesidad de deliberar
colectivamente, ni de realizar elecciones públicas. Por consiguiente, la razón política
conduce a elegir una alternativa entre otras posibles o reales, acordando a la opinión
ganadora el derecho de iniciativa para reglamentar situaciones sociales, conforme a
normas procedimentales que permiten a los oponentes seguir bregando, en términos
democráticos, por sus creencias y pretensiones.
Con todo, no debe exagerarse la dimensión pragmática de la razón política, pues, por un
lado, la esfera gubernativa pone en juego creencias y valoraciones relevantes o
fundamentales para la vida de los ciudadanos, llamadas a configurar sus fines y
destinos, a constituir sus mundos comunes y contrastarse con las realidades
involuntarias, cuya dimensión semántica y práctica ocupa un lugar prioritario a la hora
de tomar parte en una decisión colectiva. Y por otro lado, aun cuando las mayorías y
minorías políticas no estén en condiciones de resolver cuestiones epistémicas y morales
sobre la base de un criterio independiente, conforme a alguna medida objetiva de verdad
y corrección, sus posiciones no tienen por qué alojarse en el dominio de la subjetividad,
de lo contingente o lo arbitrario, pues en tal caso estaríamos emparejando, en nombre de
un escepticismo cognitivo o de una indecibilidad normativa, todas las creencias y
apuestas morales, librando el mundo público a meras luchas de poder, negándoles a sus
protagonistas el derecho a la verdad y al justo combate por prevalecer en el terreno de
las creencias públicas más depuradas y de los principios mejor fundados.
En resumidas cuentas, en este punto pretendemos afirmar tres cosas. i) Las comunidades
políticas, al igual que las comunidades científicas o jurídicas, están obligadas a justificar
públicamente sus creencias y sus actos. ii) si bien las primeras no están en condiciones
de contar con criterios de juicio metodológicamente firmes o cuasi puros desde el punto
de vista procesal, tampoco están llamadas a regirse por un relativismo cognitivo y
moral, por un decisionismo arbitrario o irracional en cuestiones de verdad y valor. Y iii)
el problema epistémico de una deliberación con fines políticos no reside en su
imposibilidad de aspirar a un justificacionismo concluyente, pues probablemente ningún
justificacionismo lo logre, sino en cómo trata, habida cuenta del carácter general,
vinculante y hacia el futuro de sus resoluciones, las justificaciones disputadas, en cómo
son discriminadas y juzgadas, desde la perspectiva de la razón pública y del ejercicio
autónomo de los poderes públicos, las mejores y peores razones para actuar en común.
Y bien, las razones erróneas en la vida política sólo pueden detectarse y descartarse
mediante la crítica racional y la experiencia común entre hablantes dispuestos a seguir
reglas comunes de razonamiento público, dialógicas y disputativas a la vez. Lo cual
incluye la posibilidad de un emplazamiento discursivo a las bases mismas de las
prácticas sociales y políticas, vale decir, una indagación común sobre las premisas que
se comparten o generalmente admitidas, y las que no se comparten en una comunidad
política, sobre los valores públicos que de ellas emanan y sus consecuencias políticas.
Así, la deliberación política puede llevar a reformular los términos de la cooperación

24
Sin perjuicio de que las experiencias comunes, los aprendizajes públicos y los saberes expertos vayan
revelando, aquí y allá, las falencias de algunas convicciones, obligando a abandonar, al menos en público,
sin la tutela de algún determinismo lineal, falsas creencias o valoraciones.

19
social y política, como en el caso de las deliberaciones constitucionales, o a depurar las
escalas públicas de preferencias y los juicios ciudadanos concluyentes, como en el caso
del habla política corriente. Pero una vez garantizada la justicia procesal de la
deliberación, conforme a principios de inclusividad y equidad discursiva, el juicio
−anticipatorio o posterior, ex ante o ex post– de sus resultados, depende del “careo
adecuado” de los fundamentos y consecuencias de las alternativas en juego, de los
contenidos de justicia –éticos también− que estas encierran, de la determinación pública
de los beneficiados y desfavorecidos con sus propuestas, de los derechos y autonomías
que estas afectan, de los valores e identidades que unas y otras reconocen y promueven.
Se trata de un habla construida a base del libre desafío discursivo a la parcialidad de los
contrarios, abierta al conocimiento y al contraste público del conjunto de pretensiones y
consecuencias que los ciudadanos y sus agentes quieren y pueden ver razonablemente
aseguradas o realizadas en la vida común, expresando, como cuerpo político, sus
preferencias electivas, sometiéndolas a un genuino fallo democrático y a una controlada
experimentación cívico-moral.

En cuanto a la segunda alternativa mencionada anteriormente, tendiente a privilegiar la


vocación acuerdista o consensual de las mejores razones deliberativas, precisemos, para
empezar, que, desde una perspectiva demo-republicana, más que contractualista, si cabe
la expresión, las buenas razones del proceso deliberativo no tienen por qué equipararse a
las razones orientadas a la obtención de un acuerdo racional o a un consentimiento
unánime, ya provengan de una constitutiva orientación de la comunicación humana al
entendimiento o de una situación ideal de habla, como en Habermas, ya resulten de un
procedimiento normativo ideal, trascendente de divisorias particulares, tendiente a
neutralizar las racionalidades calculadoras y los equilibrios basados en diferenciales de
de poder o de negociación, a la manera de Rawls.25 Antes bien, las buenas razones
deliberativas deben su origen a un habla ciudadana corriente y real, pues los discursos
justificativos y objetables de una norma común, impulsados por sus propios interesados
o por quienes se sientan afectados por ella, están llamados a traer a la luz pública el más
amplio conjunto de consideraciones relevantes, reales o hipotéticas, para la decisión
colectiva, contribuyendo a fortalecer las bases públicas de aceptación o de objeción de
una reglamentación común, justificando la corrección de sus dotaciones de principios,
sin necesidad de acudir a constructos procedimentales ideales, ni ajustarse a un
principio de justificación imparcial (inevitablemente “interno” a un contexto político o
cultural), ni pasar tampoco por el lecho de Procusto de un consentimiento unánime.
Para una defensa modesta de la política deliberativa alcanza con exigir que las razones
tendientes a disponer favorablemente a todas las partes o a lograr su aprobación
racional, no encierren cálculos estratégicos que obstruyan la discusión y el juicio sobre
su razonabilidad común o su justificabilidad general, evitando los argumentos que

25
Como es sabido la teoría de Rawls apela a la construcción de un procedimiento hipotético de
deliberación, tendiente a filtrar las consideraciones irrazonables o inobjetables bajo una situación
simétrica de decisión, en el que deberían mirarse, de alguna manera, los procedimientos reales. Camino
emprendido por Rousseau, para quien la corrección de las decisiones colectivas fundamentales debía
depender de su capacidad para reflejar la voluntad general, esto es, una voluntad que por ser común a la
voluntad de cada ciudadano igualmente considerado, distinta de la voluntad de todos o de un agregado
mayoritario de opiniones, respetaría su autonomía moral junto con su capacidad para gobernarse a sí
mismo, conforme a una voluntad justa, general o trascendente de intereses particulares. Incluso las
mayorías rousseaunianas, como expresión idéntica o cercana a la voluntad general, podrían ostentar un
mayor título de corrección moral que las minorías, las cuales verían así gravemente erosionada su auto-
estima moral y sus libertades democráticas.

20
impliquen una afirmación expresiva del agente o remitan a la intensidad de una
preferencia 26 Y si bien se trata de que las razones puedan juzgarse en sí mismas, esto no
significa erradicar al quién del sujeto hablante, ni su mirada privilegiada sobre su
situación particular. La justificación de las pretensiones dirigidas a convertirse en una
norma legal u obligatoria para todos, requiere el suministro de razones referidas a
puntos de vista compartibles o representables desde las más diversas perspectivas, reales
o hipotéticas, que permitan revelar –intersubjetivamente− los costes y consecuencias –
generales o particulares− de una determinada regla común. Por consiguiente, el
desacuerdo sobre cuestiones morales fundamentales y el pluralismo de intereses, no
constituye un obstáculo a superar sino el terreno fértil sobre el cual debe desarrollarse
una deliberación abierta, moralmente exigente y bien informada. En otros términos, la
sustancia de la deliberación en un contexto pluralista, lejos de requerir la búsqueda de
una racionalidad común o de una razonabilidad desencarnada, está expuesta a los más
radicales desafíos conversacionales, incluyendo los cánones de racionalidad y de
razonabilidad aceptados comúnmente o normativamente aceptables, por lo que no puede
ser ajena a la perspectiva de los agentes que deliberan, ni a sus respectivas identidades o
arraigos básicos, de donde surgen las diferencias y las demandas de reconocimiento
mutuo de una ciudadanía no escindida entre los usos públicos y privados de la razón.27

La deliberación democrática reclama, en definitiva, el ejercicio plural de la razón


pública, tendiente a reconocer, más que a tolerar, las manifestaciones privadas o no
políticas del pluralismo ético-social, orientada al contraste de razones cuya calidad
sustantiva no dependa de un acomodamiento empático a la perspectiva del otro, ni de
condiciones procesales uniformizantes de los intereses y creencias de los individuos,
sino de la relevancia moral que adquieran determinadas situaciones particulares y de su
inscripción en un sistema de reglas y normas generales, tras haber sido debidamente
escrutados, desde el punto de vista ciudadano, los costes y beneficios que la permisión o
26
Ciertamente, la división ellos-nosotros, inherente a la vida política, comprende un tipo de compromiso
con ciertos vínculos especiales, identitarios o asociativos, parecidos, en algunos casos, a las exigencias de
lealtad y preferencia subjetiva de la amistad. Ahora bien, la vida política también exige un trato moral
hacia otros, adversarios o concurrentes, conforme a lo que se les debe como agentes morales
independientes, igualmente motivados para defender intereses generales y políticos. Así, por ejemplo, si
defiendo a mis compañeros porque son los míos y no por razones que otros pueden razonablemente
aceptar, mi actitud es arbitraria, y está llamada a despertar desconfianza, pues cualquiera de ellos se vería
expuesto a caer en desgracia en cualquier momento. Y si defiendo a mis compañeros a costa de la razón y
la verdad que razonablemente sostienen mis adversarios, carezco de estatura moral, de responsabilidad y
valor para hacer un juicio correcto. Dicho de otra manera, la amistad es una buena razón para conservar la
concordia común y erradicar los problemas de justicia, como pensaba Aristóteles, pero no puede sustituir
las razones que les debemos a otros, a sus reclamos y exigencias como personas autónomas e
independientes (lo cual entra en Aristóteles entra en el rubro de la retórica política, que no es meramente
persuasiva, sino dialéctica o argumental). Precisamente, la justa deliberación pública puede servir para
fortalecer la autonomía de los agentes políticos y su capacidad para sustraerse a las lealtades disciplinadas
o compactas, pues las normas de confianza dialogal y de entendimiento común evitan su exposición al
riesgo de una manipulación estratégica de sus actos de justicia con sus allegados más próximos. Por lo
demás, los logros políticos obtenidos a costa de injuriar a los adversarios o escamoteando información
pertinente, no pueden constituir, en un espacio público transparente y abierto a todos, verdaderos sucesos
políticos, sino éxitos parciales y precarios.
27
Una elección razonada, ejercida democráticamente tras una amplia y justa deliberación, no sólo
requiere que los ciudadanos conozcan las consecuencias de su elección en términos de resultados
posibles, sino que puedan tener en cuenta también todas las circunstancias, intereses, valores y
compromisos dignos de consideración en el contexto de la decisión, pues de lo contrario la elección no
estaría debidamente justificada, presentando severos vicios de corrección deliberativa. En palabras de S.
Benhabib (2008): “En una conversación de justificación moral como la que prevé la ética comunicativa,
los individuos no necesitan verse a sí mismos como seres sin atributos.”

21
la prohibición de dicha regulación arroje para todas las partes afectadas, con
independencia de su poder de veto o de negociación.

Desde la perspectiva demo-pluralista de la deliberación, sin duda más escéptica que las
contractualistas respecto al pasaje de la voluntad a la razón, de lo que se trata es de
maximizar la participación de todos los involucrados en cada decisión común, no sólo
mediante el voto o el conteo imparcial de las preferencias individuales, sino asegurando
la escucha atenta de las más diversas voces públicas por parte de una amplia audiencia
ciudadana, con independencia de su poder numérico o de negociación, garantizando así
las mejores condiciones epistémicas del debate democrático (Ovejero Lucas: 2001).28

Conclusión

Como cualquier deliberación, la deliberación política se basa en un principio de


justificación pública y en una práctica discursiva desprovista de distorsiones coercitivas
o de divisorias adversativas. Pero por ser política, el habla justificativa está dirigida a
autorizar el ejercicio legítimo del poder gubernativo de los ciudadanos en una
determinada dirección, difícilmente neutral o imparcial ante las diferencias de creencias
y de valores de los ciudadanos, y por ser democrática, la decisión no tiene por qué

28
En otro texto sostuve que las aperturas democráticas del diálogo republicano arrojan dudas sobre su
bondad normativa o sobre su efectiva viabilidad política. Reitero aquí esos comentarios: “Las tensiones
inherentes a una política que pretenda ser inclusiva y discursiva a la vez, llaman a adoptar una actitud de
cautela respecto a la calidad de sus resultados sustantivos o efectivos. Esto es así porque, por un lado, los
medios de resolución argumental de las controversias políticas requieren de un cierto background
comunicacional, de códigos semánticos compartidos o de léxicos valorativos inscriptos en una cultura
pública común, tal como lo sostienen los abogados de la razón pública, a la manera de John Rawls (1993).
Pero, por otro lado, los principios democráticos de inclusividad y apertura a las diferencias, de
maximización de los participantes en la conversación pública, de reconocimiento de identidades diversas
o mutuamente desafiantes, obligan a asumir la contingencia de una erosión disruptiva de los códigos de
comunicación, de los supuestos discursivos comunes o de los significados políticos compartidos. En tales
condiciones, no parece fácil conciliar el principio de inclusión y de diversidad democrática con una
semántica política uniforme o con una razón común, ni es posible vislumbrar un entendimiento
compatible con las diversas lecturas de la realidad común, susceptible de subsumir las discrepancias
políticas en un lenguaje único o en una única verdad. En tal caso, por demás frecuente en la vida política,
se plantea el problema de cómo compatibilizar las interacciones dialogales con una democracia pluralista.
Vale decir, en las situaciones normales de disenso y desacuerdo democrático, los agentes políticos no
estarían en condiciones de hacer la economía de una explicitación adversativa de los mensajes públicos,
ni de evitar una negociación sobre los términos de la discusión, sobre sus significados semánticos o
valorativos. Lo cual implica asumir la necesidad de administrar políticamente los códigos y contenidos
sustantivos del habla pública (Harre: 1999). De todas formas, ante situaciones litigiosas o conflictivas, la
política deliberativa exigiría de cada parte la disposición a situar las diferencias en el terreno de una
conversación franca y abierta, tendiente a relanzar la discusión en un plano de cooperación dialogal y de
reflexión común, donde tengan cabida todas las voces afectadas o confiables, aún las más contestatarias o
heterodoxas. Lo importante, en definitiva, es que dicha conversación considere en sus justos términos la
voz de los insiders, de los directamente involucrados con los asuntos considerados o con las prácticas
sometidas a la regulación común, eliminándose las imposiciones arbitrarias o irresponsables de los
outsiders, sin marginar a los inarticulados, a los desprovistos de medios de poder, de fuerza numérica o
de negociación (Shapiro: 2003). Ante el desacuerdo sobre palabras o sobre la lectura apropiada de los
hechos comunes, sobre juicios de hecho o de valor, sobre evidencias causales o inferencias prácticas, el
intercambio deliberativo, sustentado en deberes de civilidad y en reglas de diálogo público, serviría para
aclarar los términos de la discusión, para delimitar los problemas e iluminar las verdaderas líneas de
división, fortaleciendo la auto confianza de las posiciones comúnmente aceptadas junto con las de las
contestatarias o heterogéneas, propiciando el descubrimiento de alternativas novedosas o de soluciones
apropiadas a la situación, de suyo sujetas, por si hiciera falta recordarlo, a una indagación pública y
experimental, a reglas de fiscalización opositora y de revisión democrática (Gallardo: 2005).

22
concitar una aceptación unánime, sino disponer de un asentimiento mayoritario,
fundado en determinaciones específicas de los principios de justicia y reciprocidad, de
interés común y reconocimiento mutuo que deben informar las actuaciones políticas en
contextos políticos pluralistas. Al fin y al cabo, la democracia, por si fuera necesario
recordarlo, a diferencia de lo que exige la tradición contractualista, no demanda un
acuerdo racional y unánime, sino una justa consideración de las pretensiones públicas
con derecho a incidir en las orientaciones gubernativas, en el marco de una legalidad
común.

En contraposición, por un lado, a la idea competitiva de la democracia que, si bien


asegura un principio de libre elección, junto a la disputabilidad de las posiciones
encumbradas en base a la más amplia libertad persuasiva, tiende a incentivar la
racionalidad estratégica, las retóricas adversativas y una escasa cooperación dialogal, y
por otro, a la idea de una razón deliberativa que, si bien tiende a dignificar la razón o la
comunicación pública tanto ante las divisorias morales o culturales políticamente
inertes, cuanto contra la racionalidad política estratégica, tiende a privilegiar una
razonabilidad excesivamente centrada en lo común, en la distorsiones procedimentales
del habla pública y en una agenda ciudadana escindida de cuestiones éticas relevantes,
aquí hemos esbozado la idea de una deliberación demo-política, sensible al principio de
no dominación, tendiente a esclarecer los disensos públicos y favorable a la
adjudicación democrática de las parcelas de corrección y rectitud de las alternativas
sometidas al arbitrio y al juicio ciudadano.

La idea de deliberación demo-política que aquí hemos esbozado, puede servir para
evitar diversos males políticos: la conciliación acrítica de intereses, la mera
administración de contradicciones, los acomodos pragmáticos a la aceptabilidad de las
decisiones, las agregaciones indiscriminadas a cargo de estrategias competitivas
ganadoras, la sustitución del discurso argumental por lenguajes ad hominen. En todos
estos casos, la deliberación ofrecería un escrutinio ciudadano sobre los sustentos
justificativos de todas las alternativas públicas, de las lecturas más perspicaces y
penetrantes de las suposiciones manejadas y los principios invocados. Así, actores
movidos por sus propios objetivos y valores, a menudo auto referenciales, indiferentes o
desinformados respecto a las externalidades de su acción, pueden ser llevados, mediante
los incentivos de las instituciones deliberativas, a confiar en un intercambio
racionalmente persuasivo, a contemplar sus verdaderas interdependencias, a cotejar el
verdadero valor público de sus recursos y responsabilidades, junto a las cargas y méritos
de sus pretensiones. En tal caso, más que subordinarse a una lógica de antagonismos
competitivos o de entendimientos sobre la base de un universalismo etéreo, la política
deliberativa vendría a fomentar agonismos discursivos y a sacar a luz genuinos
consensos y disensos públicos, escrutándolos desde todas las luces y racionalidades
ciudadanas, mejorando las decisiones democráticas desde el punto de vista epistémico y
moral, reforzando las bases de verdad y justicia, valorativas y autoritativas de las
distintas alternativas en juego, sin reificarlas ni suprimirlas en un pluralismo tribal o
trivial.

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