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Señor, tú conoces mi corazón.

Cuanto des a tu siervo quiero


empelarlo y consumirlo para tu bien. Incluso yo mismo me
entregaré gustoso en su favor [2 Cor 12, 15].
Así sea, Señor, así sea.

Mis sentimientos y mis palabras, mi ocio y actividad, mis


acciones y pensamientos, mi prosperidad y adversidad, mi vida
y mi muerte, mi salud y enfermedad, todo lo que soy, lo que
vivo, siento y comprendo, todo lo empelaré para ésos por
quienes tú mismo no dudaste entregarte.

Enseña, pues, Señor, a este siervo tuyo; enséñame, repito, por


tu Espíritu Santo cómo darme a ellos y cómo desvivirme por
su bien. Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, soportar
con paciencia sus debilidades, compartirlas con misericordia
y ayudarles con discreción.

Que aprenda bajo el magisterio de Tu Espíritu a consolar a


los tristes, confortar a los pusilánimes, levantar a los caídos,
sufrir con los enfermos, abrasarme con los que se
escandalizan y hacerme todo para ganarme a todos. [1 Cor 9,
22; 2 Cor 11, 29].

Concédeme que mis labios pronuncien palabras sinceras,


justas y agradables, con las cuales crezcan en la fe, la
esperanza y la caridad, en la castidad y humildad, en la
paciencia y obediencia, en el fervor espiritual y en la
devoción del alma.
(ELREDO DE RIEVAL, Oración pastoral, a cargo de Mariano Ballano, Monte Carmelo, Burgos 2002,
p. 125).

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