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Hay en los Estados Unidos una publicidad donde aparece una pareja en
un carro. De repente ambos empiezan a hablar a la vez, intentando
anunciar algo muy importante. Después de un intercambio de palabras es
el hombre quien habla primero y sus palabras son breves: “Cariño, creo
que debemos separarnos”. Después de una pausa es la mujer quien hace
el anuncio: “Querido, quería decirte que ayer gané el premio mayor de la
lotería federal con más de un millón de dólares”.
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La disparidad en que ambos vivían era muy grande. El rico con todo y con
todos el pobre sin nada y perros como amigos. El pobre anhelando las
sobras del rico que se hartaba él y sus amigos con los platos más
exquisitos.
Aquí la historia de Jesucristo tiene una transición muy repentina.
Ambos se mueren: al mendigo lo llevan los ángeles y al rico los
enterradores.
Indignado por el lugar eterno que le tocó, el rico empieza a hacer sus
“contactos” para que cambiaran su situación. Según opinaba él, era obvio
que habían cometido un gran error haberle enviado al infierno. Pide
misericordia a Abraham, todavía trata a Lázaro con desprecio al decir:
“manda a Lázaro...” como si el pobre pordiosero fuera todavía su siervo
o alguien inferior al rico. Ya no le importaba que Lázaro tenía llagas en
los dedos, lo importante era que le mitigara la sed al rico. Pero Lázaro, de
aquel momento en adelante estaría disfrutando, según los judíos, lo mejor
del cielo o del paraíso, en el seno de Abraham.
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Abraham. No señor. La salvación y la misericordia la recibimos
solamente al rendirnos a Jesucristo. Buscar la salvación a través de
cualquier otro ser humano es una contradicción directa de la enseñanza de
las Escrituras. Leamos los siguientes pasajes:
Solamente él es mi roca y mi salvación.
Es mi refugio, no resbalaré. (Salmos 62:6)
No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para
salvación de todo aquel que cree, del judío primeramente y también
del griego, (Romanos 1:16)
¡Qué gran promesa tienen los cristianos! La vida eterna con Dios jamás
cambiará. Si aquí en la tierra tememos que no seremos salvos, en el cielo
no tendremos dudas de nuestra salvación. De la misma manera en que no
se puede pasar del infierno al cielo, de los tormentos a las bendiciones,
tampoco se puede pasar del cielo al infierno.
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Son así los pecadores que no quieren arrepentirse. Si el rico se hubiera
arrepentido no estaría enfrentándose a la destrucción eterna. Para alguien
que no quiere rendirse a Dios siempre le falta algo: o le falta evidencias
de la existencia de Dios, o le falta oportunidad o le falta misericordia, o
quizás le falte poner su vida en orden antes de entregarse a Dios. Aun
después de Cristo haberse colgado en la cruz y después de ver la evidencia
de su divinidad en los milagros que operó al recobrar la vida de algunas
personas, la nación de Israel todavía clamaba:
—A otros salvó; sálvese a sí mismo, si este es el Cristo, el escogido de
Dios. (Lucas 23:35)
Siempre que leo este pasaje y otros semejantes me quedo atónito. Pienso
en la muchas veces en que fui indiferente a las necesitados, a los que me
pidieran dinero para comprar un pedazo de pan y no les di pensando que
comprarían alcohol o drogas. Un amigo latino me aconsejó diciendo: “Si
les das dinero estarás animándoles a que no trabajen, a que continúen
pidiendo”. Hay mucha verdad en esa lógica. Pero hay que tener en mente
las respectivas responsabilidades, o sea, mi responsabilidad delante Dios
que es la de ayudar a los pordioseros en cuanto que la responsabilidad del
pordiosero es saber cómo gastar lo que recibe.
¿Cuál fue el pecado que llevó el rico al infierno? Primero veamos lo que
no fue:
· El ser rico en sí no es pecado. La avaricia o el amor al dinero si es
pecado.
· El vestirse bien no es pecado. Al hacer de la ropa un ídolo sí es pecado.
· El comer bien no es pecado; el habito de comer demasiado o la
glotonería sí es pecado.
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Entonces, qué fue que llevó el rico al tormento? La indiferencia. Al rico
no le importaba si había o no mendigos en su puerta. Lo que era
importante, en su manera de ver, era él y los demás como él.
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cantidad de dinero que tenga la persona continuará vacía sin creer en
Cristo como el Hijo de Dios.
Los fariseos de la época de Cristo tenían amor al dinero y creían que con
una buena cantidad podían adquirir de todo, inclusive su salvación. Con
razón Jesucristo menciona 34 veces en 34 versos de los evangelios la
palabra “dinero”. El verso que sigue es el que mejor comunica esta verdad.
“Oían también todo esto los fariseos, a quienes les encantaba el dinero,
y se burlaban de Jesús”. (Lucas 16:14 NVI)
Santiago usa palabras muy fuertes para decirnos que el prejuicio de clase
social es algo malo e inadmisible delante de Dios, al decir:
“Si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y ropa
espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miráis con
agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: «Siéntate tú aquí, en buen
lugar», y decís al pobre: «Quédate tú allí de pie», o «Siéntate aquí en el
suelo», ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos y venís a ser jueces
con malos pensamientos? (Santiago 2:2-4)
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No es coincidencia que el hermano de Marta y de María también se
llamaba Lázaro, igual que el pordiosero de la parábola. Parece que el
Señor quiso probar que así como él resucitó al hermano de Marta y María
también salvará, a través de Cristo, a todas las personas, aun las más
pobres.
Conclusión:
En una subasta había un violín viejo, rayado y roto. El martillero lo
sostuvo con una sonrisa y preguntó varias veces: “¿Cuánto me dan por es
viejo violín? ¿Un peso, dos?” Al llegar a los tres pesos, pero antes de dar
el martillazo que terminaría de una vez aquella parte de la subasta, un
señor canoso se acercó al subastador, tomó el violín, luego el arco en sus
manos, afinó el instrumento y sacó unos sonidos preciosos que parecían
venir desde el cielo.
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