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LAS GLORIAS DE MARIA, DE FRAY PEDRO

DE SAN JOSE (1645) Y EL TRATAMIENTO


EN ELLAS DE LA COMPASION MARIANA

BERNARDO MONSEGU, C. P.

El libro y su autor

Estas Glorias de María Santísima, que evocan casi sin querer el


recuerdo de otras Glorias de María1 las de san Alfonso María de Ligorio,
tienen bien poco parecido entre sí, como no sea por el tema, igual­
mente mariano en ambas, y por ell fervor, la devoción y el entusiasmo
hacia la Señora que ambos libros transpiran.
Escribió estas Glorias de María, que van a ser objeto de éste mi tra­
bajo, el padre fray Pedro de San José, agustino descalzo, nacido en
Benavarre (Huesca) en 1596. Profesó agustino en 1617, muriendo en
Alcalá de Henares el 7 de mayo de 1651. Desempeñó los oficios de Rec­
tor en Alcalá y Barcelona y fue Definidor Provincial de Castilla.
«El P. Pedro de San José - escribe el P. Corro- fue indudable­
mente uno de los oradores más sabios, elocuentes y afamados de su
tiempo en España. Hombre versadísimo en la. Sagrada Escritura y en
los Santos Padres, tiene el mérito, no pequeño en su época, de un
lenguaje sencillo y correcto (nosotros veremos luego que su estilo se
resiente de algunos de los defec�os del barroco), sin frases rebuscadas
ni conceptualismos efectistas. Pertenece a la buena escuela agustiniana,
así por el mucho partido que saca de la Sagrada Biblia como por la
dignidad de frase y de concepto en que se sostiene siempre. Las obras
suyas que se imprimieron tuvieron grande aceptación, habiéndose des­
pachado en dos años dos ediciones de sus sermones cuaresmales. Su
_obra, también de sermones, Glorias de María Santísz"ma, es un riquí­
simo arsenal de materias relativas a la Madre de Dios» 1•
1 Cfr cita en P. GREGORIOSANTIAGO VELA, O. S. A., Ensayo de una biblioteca ibero-americana
de la Orden de San Agustín, en siete tomos, Madrid, 1925.

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Nicolás Antonio apunta también, al hablar de este padre, que era


conocido entre los suyos como «el pintor» por su pericia en ese arte,
habiendo dejado algunos cuadros de mérito a juicio de Lastassa, entre
ellos uno de la Virgen y otro de san Agustín.
Hecho este breve apunte sobre la vida y persona del P. Pedro de
San José, notemos algo más concreto sobre el libro que vamos a exa­
minar y la peripecia histórica del mismo.
Son contados los ejemplares que se conservan ya de las Glorias de
María. Y en la obra citada del P. Gregorio Santiago Vela, O. S.A. ,
Ensayo de una bz'blioteca ibero-americana de la Orden de San Agustín,
se citan algunos ejemplares diferentes de las tres distintas ediciones que
se hicieron, una en 1643, otra en 1645 y otra en 1651. También hay
otro ejemplar en la Biblioteca Nacional de la edición de Coimbra,
de 1658.
El ejemplar por mí utilizado se corresponde con la edición de 1645,
impreso en Huesca por lván Nogués, junto a San Salvador. Carece de
cubiertas y está bastante deteriorado2•
Aunque impreso en 1645, el folio 311, último de los que componen
su texto, trae la fecha de: Año 1644, a 27 de agosto3• El texto va pre­
cedido de seis folios no paginados, en los que aparecen las licencias
y aprobaciones, la fe de erratas y el índice. Sigue al texto una larga
tabla de los lugares de la Sagrada Escritura citados, que suma 13 pá­
ginas, a dos columnas, como viene todo el libro. Y tras esta tabla otra,
de ocho páginas «de los discursos y cosas más notableS>>. Finalmente
se añaden otras ocho de «Aplicación de los discursos morales de este
libro a los Miércoles, Viernes y Domingos de Quaresma». La última
hoja del libro, muy mutilada, es un facsímil del manuscrito de la obra.
Lo compuso el padre en Alcalá, pero no pudo ser publicado en Ma­
drid por haber sido el Padre nombrado Rector de Huesca.
Trae cinco elogiosas aprobaciones, entre ellas una del P. Juan
Eusebio de Nieremberg, que aparte declarar que el libro no contiene
cosa que no sea conforme a fe reconoce que el libro será buen instru-
2 Se conserva en la biblioteca del convento de San Pablo de Peñafiel (hoy propiedad de
padres pasionistas) mandado construir sobre el que fuera palacio suyo por el famoso autor de
El Conde de Lucanor, el príncipe don Juan Manuel, en expiación de sus pecados, para la Orden
de Predicadores y en él quiso ser enterrado.
En el siglo XVI fue reconstruido casi en su totalidad a base de piedra de sillería. Está a orillas
del Duratón, que lame los muros de su iglesia, la que cuenta con un ábside mudéjar, monum­
mento artístico nacional junto con la famosa capilla del infante don Juan Manuel (descendiente
del autor de El Conde de Lucanor), estilo plateresco y levantada para acoger los restos mortales
de la madre de santo Domingo de Guzmán, santa Juana de Aza. Abandonado por los padres
dominicos cuando la Ley de la Desamortización, lo ocuparon los pasionistas a poco de insta­
lados en España en los últimos años del siglo pasado, por concesión graciosa de la mitra y como
casa de ejercicios diocesana. En la biblioteca encontraron abundante literatura patrística y teo­
lógica, así como de predicación y ascética, con bastantes incunables, que aún se conservan.
3 De notar que cada folio comprende dos páginas. Así que suma el libro más de 622 páginas.

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mento de devoción a la Señora, pues «es libro lleno de agudeza, eru­


dición, y delgados conceptos, rico tesoro de predicadores y de crecidas
glorias de la Virgen Santísima, trabajo al fin digno de su autor, lúcido
por extremo». Sigue a las aprobaciones una dedicatoria del autor «a la
Reina de los Angeles María Santísima Señora nuestra» y luego un
«Al lector», en que explica los motivos del libro, su finalidad, la alteza
del asunto y el por qué de las aprobaciones que lo acreditan.
Pese a todo, digamos que el tomo fue denunciado a la Inquisición,
:resultando incluido en el «Indice Expurgatorio» por unos pa:r:rafitos
de dos sermones, que deberían borrarse. Hecho lo cual, el libro se
difundió con rapidez y tuvo gran éxito.

El libro, literariamente

Cae de lleno este Ma:rial del padre Pedro de San José en la época
del barroco y de ella tiene la marca. Pero el componente positivo del
sermonario excede con creces al negativo. Tiene, sí, su barroquismo,
ismo que indica adulteración o degeneración del barroco. Mas lo que
prevalece en él es sencillamente lo barroco, en el sentido positivo y ge­
nial que acabo de apuntar. En Cervantes, por ejemplo, hay evidentes
muestras, incluso en El Qui.Jote, como ha observado J. L. Abellán si­
guiendo a Helmut Hatzfeld, de un cierto barroquismo, pero Cervantes
y su obra están sencillamente como la expresión literaria suprema de la
hora del barroco, expresión estilística que no desmerece al lado de las
obras más geniales y perfectas de cualquier tiempo. También Calderón
de la Barca tiene barroquismo, pero es ante todo la cumbre dramática
del barroco, cumbre que se la disputa a cualquier otra cumbre dramá­
tica de todos los tiempos. Baltasar Gracián pertenece de lleno al ba­
rroco y no deja de ser por eso una gran figura literaria para cualquier
tiempo. Y otro tanto cabe decir de (¿uevedo y de Góngora.
Así que lo retorcido, recargado,, :rebuscado .. efectista y conceptista
que a menudo encontramos en estas Glorias de María del siglo del
barroco, no debe llamarse a engaño, pues bajo la exuberancia, las
:retorcidas agudezas, el culto a la hipérbole y el anhelo oratorio de
causar efecto, subsiste y consiste un pensamiento teológico profundo,
un conocimiento vastísimo de la Escritura, los Padres y demás escri­
tores eclesiásticos, así como un arte de decir y de persuadir que no es
nada común. Estamos ante un «libro lleno - al decir del P. Nie:rem­
berg, censor del mismo- de agudeza, arudición y delgados conceptos,

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rico tesoro de predicadores y de crecidas glorias de la Virgen Santísima,


trabajo al fin digno de su autor, lúcido por extremo»4•
Nada de extrañar, por consiguiente, que el libro alcanzara gran
éxito, como lo certifica el mismo autor haciendo la presentación del
mismo en su segunda edición, a los tres años de haberse hecho la pri­
mera. Segunda edición que mejora el texto de la primera, pues como
dice textualmente «ahora te lo ofrezco mejorado en algunos conceptos
y a.ií.adiendo salutaciones que no había en la primera. Doite las gracias
por lo que has honrado este libro, pues hasta los mayores oráculos del
púlpito de nuestra España, me consta se hacen lenguas en sus elogios,
y no hay concepto en él que no lo tengan leído muchas veces. . . ».

Las motivaciones del libro

«Dos motivos - dice el autor- me instaron a sacar esta obra al tea­


tro del mundo: uno, ocupar ratos de tiempo en servicio de la reina
de los Angeles, María Santísima (feliz empeño - añade entre parén­
tesis- ) si no lo deslustra y empaña el polvo de la propia estimación»,
otro, hacer que quede escrito lo que tantas veces fue predicado, para
que el goce resulte duplicado, única manera de hacer que perdure
lo que se predica, aliñándolo con el estilo hoy en uso.
«Osadía es, que casi llega a parecer temeraria, la empresa en que
me embarco, por la grandeza del sujeto, María, cuyas excelencias ex­
ceden a toda capacidad de criaturas. Mas lo piadoso de la materia da
alientos a mi esperanza. Y pues saco a luz las fiestas de la Madre,
quedo con forzoso empeño a sacar también las del Hijo. Y mientras
me entrego a este trabajo no dejo de ocuparme en otros, como son un
Cuaresmal al estilo de los que usan los grandes predicadores de la
Corte, al que seguirá un Santoral con el mismo estilo que va este
Marial».
En el Indice se elencan Veintiún sermones, el último de los cuales
se dedica a la Virgen del Rosario. Tema al que consagra un solo ser­
món, mientras que a"' los otros temas dedica siempre dos, dividiendo
cada sermón en cuatro discursos. Así: que, a parte el tema del Rosario,
son diez los temas comprendidos en otros veinte sermones, a saber:
Concepción de la Virgen, Nacimiento, Presentación, Anunciación,
Visitación, Expectación, Purificación, Martirio y Soledad, Asunción
y Fiesta de las Nieves.

4 En Suma de lz'cencias y aprobaáones, n. S (fuera folios paginados) dada: «En este Colegio
Imperial de la Compañía de Jesús de esta Crnrte, a 20 de julio de 1644. - Juan Eusebio de
Nz'eremberg».

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Precede a cada una de las cuatro partes, o discursos que componen


cada sermón una sucinta declaración del pensamiento que se propone
desarrollar. Sirva de ejemplo la que antepone al discurso· primero del
primero de los sermones, el de la Purísima Concepción: «Que para des­
cubrir Cristo a vivas luces la Concepción pura de su Madre, quiso ser
su Padre, e Hijo juntamente. Padre, porque la hizo semejante a sí en la
santidad; Hijo, para asimilarse a eHa en la pureza». Donde se vislum­
bra ya un rasgo característico de la literatura del barroco: el gusto por
lo exuberante, lo retorcido e ingenioso (cultismo y conceptismo).
Sin embargo, el barroquismo en sentido peyorativo no es hoy de
recibo en la justa valoración del barroco, como si equivaliera a una
simple degradción de lo clásico, siendo así que es una forma cultural
con valor propio, típica de una gran época, con expresiones ideológi­
cas, artísticas y literarias de gran aliento. Es más lo positivo que lo
negativo que contiene y en no pocas cosas su legado literario y artístico
es genial y difícilmente superable. Así lo reconocen hoy los que más
se han especializado en el estudio del barroco como expresión cultural
de una época que va de 1570 a 1680, sobre poco más o menos. Cultura
barroca que no es privativa de España, aunque sí tuviera en ella su
más esplendorosa y bizarra manifestación.
No es tarea fácil resumir y menos analizar y sistematizar todo el
rico contenido mariano-mariológico de estas Glorias de María, que
a menudo el mismo autor denomina «Marial de Nuestra Señora». Casi
toda la temática mariana está en él tocada. La exuberancia oratoria
no deja ver bien, con frecuencia, la sutileza de los conceptos y el vigor
del razonamiento. Piénsese que son nada menos que 622 páginas las
que componen el texto de los 21 sermones sobre los distintos privilegios
y grandezas marianos. Es cierto que a cada tema se le dedican dos ser­
mones, pero cada uno de ellos resulta amplísimo y recargado, con cua­
tro «discursos» para cada afirmación que el autor se propone demos­
trar. Es verdad que al final del libro nos encontramos con una tabla
analítica de discursos y cosas más notables que facilitaría un tanto la
síntesis y sistematización de la mariología del P. Pedro de San José.
Pero tal tabla dista mucho de recoger todo su pensamiento y más aún
de hacer ver la fuerza de su razonamiento para probar sus afirmacio­
nes, algunas de las cuales resultan a primera vista peregrinas, aunque
en el fondo no lo sean.
Por tanto, sin renunciar al propósito que abrigo de ofrecer un día
este sermonario a modo de un tratadito mariológico ordenado y sis­
tematizado de un modo compendioso y más mariológico que mariano,
de forma que se vean los conceptos fundamentales y también la trama
de la mariología encerrada en estas Glorias de María, me voy a limitar

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en el presente artículo a resumir y analizar y poner de relieve lo que


fray Pedro de San José pensó y dejó escrito sobre el tema de la com­
pasión redentora de María, objeto de dos de sus sermones, que suman
juntos más de cincuenta páginas.
Lo pasionista del tema justifica mi elección. Mas no sólo, es que
además el tema de la compasión y de la corredención mariana es acaso
hoy el más serio, delicado y profundo, a la par que interesante, en
orden a valoral el papel de la Señora en la obra de la salvación y tam­
bién en orden a fijar la posición de la mariología católica respecto
de la no católica, más concretamente de la protestante.
Y sin más me introduzco en el tema.

Presupuestos previos

Lo más típicamente católico a propósito de María no es reconocerla


Madre de Dios, Madre de Cristo, Hombre-Dios Salvador, sino el consi­
derarla precisamente porque es Madre del Hombre-Dios Salvador, me­
tida de lleno en la entraña del misterio de nuestra salvación, no del
modo en que lo estamos los demás, sino de un modo del todo singular
y único.
Tan singular y único que hace unidad con el misterio mismo de
Cristo, a cuyo misterio de salvación queda desde toda la eternidad aso­
ciada, para ser redimida de un modo singularísimo, con redención
preventiva y no liberativa. Modo tan singular repito (y en esto que voy
a decir está acaso lo más específicamente católico frente al protestan­
tismo) que hace de ella no sólo redimida sino también corredentora
o, dicho de otro modo, no sólo sujeto pasivo de la gracia que salva sino
también activo o cooperadora con Cristo y subordinadamente a Cristo,
a la adquisición de la gracia que salva. Esta asociación a la obra salva­
dora de Cristo se inicia con la Encarnación y culmina con el sacrificio
pascual, por el que esa obra salvadora llega a su consumación.
Asociación ésta de María al misterio de nuestra salvación no sólo
prevista por Dios, en cuanto la destinaba para Madre de Cristo Salva­
dor, querida por t�nto libremente por él, sino querida también libre­
mente por María. En efecto, para hacerla Madre suya quiso Dios pe­
dirle previamente su consentimiento, consentimiento .que ella dio acep­
tando ser Madre de tal Hijo y con tal misión.
La misión maternal de ·María, por consiguiente es participación
en la misma misión del Hijo. Su ser de Madre de Dios la mete en la
esfera hipostática, haciendo del suyo un ser radicalmente teológico,
con radicalidad muy diferenciada, específicamente distinta de la reli­
gación teológica que tienen las otras criaturas.

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Sólo María ha contribuido de un modo positivo y activo a la obra


misma de nuestra redención o salvación; en conexión y dependencia
de su Divino Hijo, cierto, pero, siempre de un modo maternalmente
activo. Su ser es ante todo cristológico y consiguientemente también
eclesiológico, porque esto es consecuencia de aquello. Porque cristo­
típica, María es eclesiotípica, no a la inversa. Y más se puede decir
de María que de la Iglesia. Como más se dice de Cristo, cabeza de la
Iglesia, que de la Iglesia, cuerpo de Cristo. Todo lo que el cuerpo tiene
lo tiene de la cabeza. Todo lo que la Iglesia es, supone o presupone lo
que es previamente María, llamada con razón Madre de la Iglesia.
Por su misión maternal y la finalidad salvadora que trae el Hombre
Dios, que en ella se encarna previo su consentimiento, María es todo
cuanto es, criatura singularísima en privilegios y grandezas personales,
prerrogativas y funciones sociales o eclesiales.
Sirvan estos conceptos, que recogen en síntesis· muy apretada lo que
una Mariología científicamente tratada tiene ya ampliamente desarro­
llado y sistematizado, como de mimbres para tejer la síntesis mariana
de la doctrina mariológica encerrada en los sermones del P. Pedro de
San José, editados bajo el título general de Glorias de María Santísima
o «Marial» de la Señora, según él mismo las denomina más de una vez
en el cuerpo del libro. Sin pretender escribir un tratado mariológico
sino queriendo sencillamente predicar las glorias de María, para enar­
decer a los fieles en el amor y veneración a la excelsa Señora, supo
hacerlo de manera tan razonada y densa . y con tanto acopio de citas
de la Escritura, .Padres y Doctores de la Iglesia, que resulta su sermo­
nario una auténtica contribución mariológica y es un testimonio bien
elocuente del culto a la Señora en el siglo más glorioso de nuestra his­
toria.
A juicio del P. Pedro de San José, el misterio de María hace unidad
con el misterio mismo de Cristo, sin perjuicio de la variedad, diver­
sidad y jerarquía de elementos y conceptos que se hace obligado dis­
tinguir en él. Si María existe es porque desde toda la eternidad fue pre­
vista y destinada para madre de Cristo, Dios Hombre Salvador. La pre­
sente economía es una economía de salvación mediante el sacrificio del
Hombre Dios, que toma carne de mujer para, por el descenso de lo
divino a lo humanó, levantar lo humano a lo divino. Dios se hace hom­
bre para divinizar al hombre. Y es en María y por María por quien
la doble generación de Cristo confluye en único orden de salvación al
que subyace un único orden de creación.
Si el Evangelio - dice nuestro autor- no . nos propone un libro
de la genealogía de la Virgen sino dentro del libro de la generación
de Jesucristo, liber generationis Iesu Christz: es porque al margen de

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Cristo María es ininteligible, y usa de este estilo el Evangelista «para


descubrir lo crecido de las glorias de la Virgen; que si es María la en­
gendrada, no lo es como los demás hijos lo son; porque fue Cristo más
Padre suyo que los que le dieron el ser en la naturaleza».
Habla san Mateo de dos generaciones de Cristo: una activa, por
la que, como Dios, engendró según el espíritu a su Madre; otra pasiva,
por la que, como hombre, fue engendrado y recibió el ser humano de
ella. «Con que vino a ser Padre e Hijo de su Madre juntamente». Como
también «hemos de confesar a Cristo Hijo y Padre de los hombres: Hijo
porque nace de ellos; Padre porque los reengendra espiritualmente .
a una vida eterna». Pensamiento que mi padre san Agustín expresó
con estas palabras: ut homines nascerentur ex Deo, prius ex zpsis natus
est Deus, Deus mamque propter hominem Jactus est horno, ut esset
Redemptor, qw: erat Creator5•
Pero de nadie con mayor propiedad que de María puede decirse
que es a la vez Hija de Dios y Madre suya. «Quiso Dios que fuese Hija
suya y Madre suya para quedar con eso Díos, Padre e Hijo suyo. Padre
por darla ser semajante a sí; Hijo por nacer semajante a ella».
Por eso tampoco de nadie como de María pueden predicarse ni la
pureza ni la santidad desde el primer momento de su Concepción, por­
que no hay criatura que guarde con Dios la semejanza que ella guarda
con El, ya que «es de la misma esencia de Dios por parte de la natu­
raleza humana».
¿Y cómo podría ser digna Madre de tal Hijo ni concebirse tal grado
de semejanza con Dios por parte de la naturaleza humana asumida,
si como Madre de tal Hijo no sacara en sí pura y sin mancha la imagen
del que paría? «Y es cierto que no b sacara si contrajera la culpa ori­
ginal», pues como dice el Areopagita, eso es un hábito de similitud con
Dios.
Si por lo intelectual todos somos imágenes de Dios, según Euquerio,
de verdadera semejanza con Dios no puede hablarse sino donde estu­
viere la gracia de Dios. En la Virgen Santísima esa semejanza con el que
de ella nació no tiene par por lo mismo que tiene una misma esencia con
Dios por parte de la naturaleza humana asumida. Desde el primer ins­
tante de su ser fue, pues, María concebida en gracia, hecha por tanto
a imagen y semejanza de Dios6• Y esa imagen y semejanza jamás la
perdió.
«No conservará esta semejanza si no hubiera sido preservada de la
inundación universal de la culpa original: mas porque ella fue preser­
vada, es evidente argumento que la conservó, y así fue siempre imagen

5 Sermón primero, De la Concepción , foli.o 2.


. . .

6 Sermón primero, De la Concepción de María, pp. 3 ss.

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y semejanza del Padre Dios perfectísima, por la gracia y santidad de


que siempre estuvo rica; y asimismo Cristo, que por descubrir su pureza
la hizo tan semejante a sí, que no hubo criatura que más lo fuese, y
como interesado de las glorias de ser hijo suyo, por serle semejante le
hizo este favor. Por lo cual dijo San Jerónimo hablando con María:
Lauda, Mater, eum qui talem te feát, ut zpse fieret ex te»7•
Lo que Cristo tiene por esencia o naturaleza tiénelo María por par­
ticipación, como exigencia de la identidad que hay entre ambos por la
naturaleza humana que de ella tomó. Las claridades de la aurora no
son suyas sino del sol, que, en el caso, es Cristo. Lo que en los demás
fue liberación fue en María preservación. La asistió Dios de una ma­
nera tan especial desde el primer instante de su ser que bien puede
decirse que creavit illam in Spirit'U Sancto8• Y lo que la Iglesia tuvo
en su nacimiento tiene que tenerlo con más razón María9• En su con­
cepción María no sólo fue concebida en gracia sino también en gloria.
Admite nuestro autor que otros santos pudieron gozar de la visión
de la divina esencia, pero es PRIVATIVO de María que «gozar las luces
de la divina gloria, fuese en el tiempo e Instante de su divina Concep­
ción» (p. 17). Fue, pues, María concebida en gracia y en gloria (p. 20).
La singularidad de sus privilegios radican . en su destino maternal.
Y quien dice madre dice amor. Obra de amor es la historia de la sal­
vación y en esta historia María es pieza clave como Madre de Cristo
y Madre de los cristianos. Como dirá nuestro autor, la nueva vida se
organiza con sangre y carne de Marla.
La obra de nuestra redención es toda ella obra de amor y de mi­
sericordia. Y hasta que Cristo no tomó carne en las entrañas de María
todas las teofanías divinas, nota nuestro autor en el sermón primero
sobr.e la Expectación de la Virgen María, discurso tercero, parecían
manifestaciones de justicia 1º; parecía como si Dios estuviera vestido
de pieles de león, sus leyes venían entre rayos y truenos. Mas tomando.
carne de María surgió el Dios de la misericordia y la compasión. «Con
ardientes afectos deseaba ver Maria a Dios nacido, vestido del humano
traje porque le deseaba ver piadoso .. . Vestido de esta humana natura­
leza en las entrañas de Maria, depuso sus rigores; todo fue piedad,
todo misericordia de Cordero benigno», que se deja inmolar sobre la
cruz para probamos su amor y hace de ese amor su sacrificador, amor
sacerdos 'immolans, queriendo presente a su Madre a la hora de ese
sacrificio para darle así parte activa en la obra de nuestra salvación.
Y no está sin misterio el que en ese mismo momento la declarase
.7 !bid. , p. 5.
7 !bid., p. 7.
9 Pp. 13- 1 5.
lO Pp. 175 SS.

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madre nuestra para que en su dolor supiéramos que se hacía nuestro


Salvador. «Concebirás y parirás un Hijo al que pondrás por nombre
Jesús», dice el Evangelio, como queriendo decir: «Ese que habéis de
concebir, le habéis de llamar Jesús, que quiere decir Salvador, Reden­
tor piadoso de los hombres». Antes de María todo en Dios parecían
rigores, todo era Sol de Justicia, todo fuego ardiente. «Pero mediando
María los rigores se convirtieron en piedades, la justicia en misericor­
dia, las severidades en blanduras». Y si a la hora de la encamación se
solicitó el consentimiento de María fue dice con Ricardo de San
Lorenzo- para descubrimos cómo quedaba Dios empeñado a dejar
el fuego abrasador de la justicia en las sombras del vientre de María11•
«Depuso los rigores de león, y se vistió de la piedad y mansedubre de
Cordero».
Fue Dios el que nos levantó del estado de postración y miseria en
que cayéramos por el pecado. Es a la Divinidad a la que se lo debe­
mos realmente todo. «Así es verdad: pero ésta pasó organizada por
sangre y carne de María, y por eso les dio aliento y virtud, levantán­
dolos del desmayo. Luego María fue quien suavizó los rigores de Dios,
quien convirtió sus desabrimientos en ·piedades»12• Qualis Mater, talis
Füz"us. No podía dejar de ser Salvador y Redentor la que como a tal le
esperó, como a tal le dio ese nombre; ni podía dejar de ser piadoso
quien tomó carne de sus entrañas de misericordia. Por María, pues, se
restauró lo perdido y entramos en posesión de un nuevo ser.
Si la soberbia de nuestros primeros padres nos trajo la perdición,
la humildad del Hijo y la humildad de la Madre nos trajeron la sal­
vación. El logro de nuestra felicidad de gracia lo condicionó Dios al
sí o consentimiento de María en la Encarnación, como el logro de nues­
tra gloria eterna se subordina a la gracia. que nos vino por María.
Deseaba la Virgen con ansia ver nacido para nuestro bien al que
venía para ser nuestro Salvador y aunque su esperanza estaba llena
de gozosa confianza y su parto había de ser sin dolor, bien podemos
decir que ya en esta su esperanza o deseo por vemos nacidos a una
vida, se mezclaba alguna especie de pena o de sufrimiento, según aque­
llo de la Escritura: Spes quae differtur afligit animan, la esperanza
dilatada de un bien causa pena. Y no hay tormento más doloroso que
la esperanza de un bien que se anhela mucho. Y de este dolor gozoso
participó María con la esperanza ardiente de ver nacido y tener en sus
brazos al que venía para ser nuestro Salvador. Poseyendo a Dios le es­
peraba para los demás nacido13•

11 P. 176.
12 P.177.
13 P. 188.

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Esta cooperación de María, voluntaria y deliberada, prevista y que­


rida por Dios, se manifestó a lo largo de toda su vida acompañando
a su Jesús, nuestro Salvador, desde que pronunció el Hágse en mí según
tu palabra, hasta que nos aceptó a todos por hijos haciendo suya la
voluntad del Hijo en la persona de Juan, en quien todos estábamos
figurados.
Fray Pedro de San José pondera esta entrega maternal de María
al contemplar ·el misterio de la purificación, de la presentación del
Niño Dios en el templo. «Oh excelencia de María - exclama- , que emu­
lando la liberalidad de Dios, lo fino de su amor, lo precioso e inesti­
mable de la dádiva, ofrece su hijo por la salud de los hombres»14•
Nadie como María Santísima, entre las puras criaturas, hizo suya la
voluntad de Dios. Hemos de confesar, pues, en ella dos maternidades,
una por sangre y naturaleza, otra por gracia y cumplimiento de la vo­
luntad divina. Y de esa doble maternidad la beneficiaria principal
ha sido la humanidad, somos nosotros. María es, pues, nuestra Madre.
Un cuchillo de dolor atravesó el corazón de María cuando, presen­
tando a su Hijo en el templo, lo ofrecía para nuestra salvación, .Y a los
dolores de la Pasión irá para gozar de la dulzura de ser Madre nuestra15•
Haciendo suya la voluntad del Hijo nos tomó a todos por suyos en la
persona de Juan. El sí del Hijo es el sí de la Madre, quoniam nec Chris­
tus sine Marza, nec Marza sine Christo.
·

«Y así como Dios esperó la voluntad y el consentimiento de María


para descender de los cielos a la tierra; así los hombres, para ascender
a los cielos y llegarse a Dios, les conviene el sí y consentimiento de
María, por ser su voluntad y querer el mismo querer y voluntad de
Dios.»16•

Pasión y compasión de María al pie de la cruz

Dos sermones, como ya he dicho, componen, según el estilo del


padre, la materia que ambos tratan,. a lo largo de 50 páginas, comen­
tando el mismo texto del evangelista: «Stabat iuxta crucem Maria ma­
ter eiuS>> Qn. 19,25).
La compasión es objeto preferente del primer sermón, el sufrimiento
del segundo. El núcleo del sermón primero lo constituyen cuatro afir­
maciones que se corresponden a cada uno de los cuatro discursos en
que lo divide:

14 P. 204.
15 P. 208.
16 Pp; 218-219.

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a) Es de tal calidad la virtud de la compasión que solicita créditos


divinos, pues saca en cierta manera al que se compadece y sabe
sufrir dignamente de la esfera de criatura, solicitando para él
culto y veneración como de Dios. De ahí el crédito que tuvo
siempre la compasión, tanto que hasta la misma idolatría tiene
alguna excusa, como lo dice san Ambrosio reflexionando sobre
la adoración de los caldeos a los astros, porque creían ver en
ellos signos aciagos, de tristeza y de compasión cuando las cala­
midades de los hombres eran grandes.
Lo que confirma apelándose también al dicho que se atri­
buye a san Dionisio Areopag;ita arguyendo la divinidad de Cristo
de la grandeza de su dolor y de los signos de tristeza que dieron
los cielos y la tierra con su muerte, según el dicho que se le atri­
buye: Si tua divina concepta me non docuissent, hanc ego ve­
rum Deum esse credidi'sem.
Palabras que repetiría si, en la cumbre del Calvario, pudie­
ran sus ojos registrar lo interior del alma de la Virgen Santí­
sima, transida de compasión y dolor. Por sobrehumana y divina
la hubiera tenido a no ser porque el escudo de la fe le impi­
diera creerlo así. «Es tan de Dios la compasión, que criatura
que sabe compadecerse de otra cuando se venere por Dios, dis­
minuye la culpa» (p. 223 a).
Hasta el apóstol Pablo hace hincapié, para probar la divi­
nidad de Cristo y que por su propia virtud ascendió a los cielos,
en su compasión; subió como Pontífice que sabe compadecerse
de nuestras enfermedades.
Padecer no es propio de la naturaleza divina, de suyo impa­
sible y por consiguiente ajena de toda compasión. ¿A qué viene,
pues, apelarse a ella para probar que Cristo por su propia virtud
penetró compasivo en los cielos? Galantemente - escribe nuestro
autor- satisface san Juan Crisóstomo a mi dificultad diciendo
que esa gracia de ser compasivo la obtuvo Cristo Señor Nuestro
en esta vida, y por haberla así ejercitado se siguió luego el subir
a los cielos, como si esta subida fuera el premio de aquella com­
pasión.
Y con san Epifanio observa que el no querer Cristo, pen­
diente de la Cruz, dirigirse a su Madre como a tal o por su nom­
bre de María, sino sencillamente como a mujer: Mulz"er ecce
filz"us tuus, «fueron prevenciones contra la idolatría, porque
a su Madre no la imaginasen Dios y tributasen culto como a tal,
viéndola tan compasiva al pie de la Cruz» (p. 224 b).
Termina este primer discurso afirmando que el dolor y la

394
LAS GLORIAS DE MARIA, DE FRAY PEDRO DE SAN JOSE (1645)...

compasión de María la hicieron tan uno con su Hijo clavado


en la Cruz que el sacrificio cruento lo ofrecieron igualmente
Madre e Hijo sobre dos altares diferentes, uno en el pecho de
María, otro en el cuerpo de Cristo. «Una voluntad era la del
Hijo y la de la Madre, y un sacrificio el de entrambos»; Cristo
ejerciendo su oficio de Redentor en su carne, asociándose a él
de un modo singular María en su corazón.
Así «entrambos cooperaron a nuestro remedio y salud. María
dio su alma y su corazón, Cristo dio su cuerpo y su sangre.
Quede, pues, María, por compasiva, divinizada al pie de la
Cruz».
b) El argumento del segundo discurso lo propone sintéticamente
así: «Ya vimos Madre divinizada a María por compasiva; veámos­
la ahora Madre divinizada por sufrida, por ser la virtud del su­
frimiento quien da cierto gé�nero de divinidad». De ahí que la
Glosa al texto de Isaías, que nos habla del Varón de dolores,
que supo de sufrimientos y llos venció con su paciencia, en vez
de usar la palabra paciencia emplee la de divinidad, Divinitate
superavit. Porque la paciencia es «virtud que diviniza, hace Dios
al sujeto que la tiene, quitándole al parecer todo el ser de cria­
tura y dejándole un retrato y trasunto de la Majestad Divina».
Busca apoyos a su aserto en algunos textos de la Escritura
en que se pondera la grandeza de la paciencia, virtud de tanto
aguante que quien la tiene no tiene mal que pueda ofenderle,
resulta en cierto modo impasible. No ofenden los males al que
sabe tolerados, por lo que dijo el Alejandrino que el paciente
y sufrido es impasible como Dios: ad 'impassibüz"tatem deductus
est homo, Deus efficitur.
Así añade- podemos considerar a Cristo Dios por dos
títulos, por su naturaleza el uno, el otro por su paciencia y sufri­
miento. Y son en Cristo los dos títulos tan uno que no es posible
separlos. «Diciendo Dios, decimos paciente y sufrido; y en decir
paciente y sufrido, decimos Dios. Así lo dijo Tertuliano: Ubi
Deus ibidem et alumna e·ius patient1:a comittatur eurn». Quien
afirma, además, que Cristo, «por acreditar el buen nombre
de su paciencia y sufrimiento, arriesga el crédito de su Divi­
nidad». Lo mismo, añade nuestro autor, que tolerando tantas
ofensas y males insufribles que sus criaturas cometen contra él,
«se acredita de paciente y sufrido, aunque se aventure el ser
tenido por no Dios. Pues sil de dos males se ha de escoger el
menor, por menos juzga el ser tenido por no Dios que no que
le conozcan impaciente y poco sufrido» (p. 227 a).

395
BERNARDO MONSEGU, C. P.

Y refiriéndose ya concretamente al sufrimiento de María


y al argumento que quiere sacar del mismo para probar su ser
semidivino, escribe: «Corra cortinas a su valor el sufrimiento
de todas las criaturas, que, a vista del que tuvo María en la
muerte de su Hijo, el mayor puede quedar avergonzado». Y tras
ponderar estos sufrimientos, echando mano de todos los recursos
oratorios, se pregunta: ¿pero no parece ser poco de madre el
que María no despegara sus labios contra los que ofendían a su
Hijo, volviendo por el crédito del mismo?, ¿no era mostrarse
poco amante?
«No - responde- ; antes, por serlo tanto y estar tan con­
forme con la voluntad divina, se halló con tanta e�celencia en
ella el sufrimiento y la paciencia, que dijo su capellán san Ilde­
fonso que si faltaran manos impías para ejecutar la voluntad
del Padre, la misma piedad, la misma Madre, fuera el Sacer­
dote que sacrificara la Víctima: . . . La debemos confesar divi­
nizada pues por sufrida, por lo mucho que toleró en el Calvario
asistiendo a la muerte de su Hijo» (pp. 228-229).
e) La sustancia del tercer discurso la da cifrada el autor diciendo
que menos hubiera sufrido la Virgen muriendo al ver morir a su
Hijo que no quedando viva para seguir muriendo muchas m\ler­
tes mientras siguió viviendo. «Quedar viviendo María muriendo
el Hijo, fue para quedar muriendo muchas muertes».
Cosa que tiene su misterio - añade- . Pues así, separando
las dos muertes, quiso Dios que no se confundiesen los sacri­
ficios, sino que cada uno tuviera su valor propio. «Ofrézcase,
pues, un día el Hijo, y otro la Madre: que pues han de ser dis­
tintos sacrificios, sean tambilén distintas las muertes de las víc­
timas que en el altar se han de ofrecer>> (p. 230). Y quede tam­
bién así patente el sumo dolor de María al no poder morir al
mismo tiempo que moría su Hijo, cosa que le fuera dulce, mien­
tras le será de gran amargura el tener que seguir viviendo: «mo­
rir contigo fuera dulce muerte, y amarga vida será el vivir des­
pués de tu dolorosa ausencia: Nihz"l vero dulcius mz"hi quam
tecum morz:· nihil amarius, quam vi'vere post mortem tuam.
·

d) El cuarto y último discurso de este primer sermón sobre los Do­


lores de María va dedicado a ponderar el sufrimiento de la
Señora en la soledad en que quedó tras la muerte y sepultura
de su Hijo. Martirio tan doloroso, dice, que a vista de éste nin­
guno lo parece; pues ni Dios pudo sufrirle, ni verle padecer en
sus criaturas sin remediarle al punto. Ahora padece la Virgen
los dolores de la Pasión y muerte del Hijo, pero sin lo dulce

396
LAS GLORIAS DE MARIA, DE FRAY PEDRO DE SAN JOSE (1645)...

de su compañía. El mal de la ausencia de los suyos, acaso le


dolió más a Cristo que su misma muerte. Pudo buscar remedio
para no morir, pero no lo quiso hacer, porque en su muerte
·quería probarnos su amor.. En cambio, no pudo sufrir el mal
de la ausencia, «pues para este mal buscó sólo remedio deján­
dose sacramentado bajo las especies de pan y vino para quedar
con ellos hasta el fin del mundo, hasta que los tuviera por com­
pañeros en la gloria» (p. 235 a).
Nada tiene que ver cuanto padecieron los mártires con lo
que la Virgen padeció viendo morir a su Hijo en la Cruz. Pues
a ese dolor excede lo que María sintió en la soledad y ausencia
de su Hijo muerto. Tanto que tampoco Dios aqui pudo sufrirlo,
sin acudir de alguna manera con el remedio, y el remedio fue
dejarle a Juan por sustituto suyo, para que hiciese veces de hijo
de María. Asi lo dijo San Hillario: ad desolatae solatz"um .charz·­
tatem Fz"l# 1:n Disczpulo relznquebat.
«Pero ausencias de Dios ¿cómo las ha de suplir una criatura?». Diga­
mos, .pues, que si la fuerza del Espíritu Santo no la conservara, María
no habría podido resistir su soledad, según lo dice san Bernardo: Mor­
tua fuisset Beata Vfrgo, si· Spfrzºtus Sanctus eam non confortasset. Lo
que da pie al autor para terminar con esta reflexión: Si a quien no
falta Dios por gracia, siente tanto la ausencia de un Dios hombre,
¿cómo no hemos de llorar con lágrimas la calamidad que supone para
el alma encontrarse en desgracia de Dios?
Alargaría en exceso este trabajo si dedicara al segundo de los ser­
mones que dedica el P. Pedro de San José a ponderar el martirio y la
soledad de la Virgen Santísima el mismo espacio que he dedicado al
primero.
Resumo, pues, al máximo las cuatro tesis o pensamientos encerra­
dos en los cuatro discursos que lo componen.
Parte del principio, en el primero, de que los hijos son el corazón de
sus padres, lo que prueba con algunos textos de la Escritura y otros
autores. Sienten los padres como propias las penas de sus hijos, más
aún que no sienten como propios los gozos de los mismos. Asi que si
fueron crecidos los gozos de María en el Nacimiento de su Hijo, fueron
dobladas las penas que le atormentaron en la muerte de ese mismo
Hijo: pues para aquéllas dio María medio corazón, como leemos en
santa Brígida, mientras que para éstas dio el corazón entero. Doblaron
los tormentos de la Pasión los contentos del Nacimiento, «por ser cali­
dad de las madres tener mayores dolores en los infortunios de los hijos,
que gozos en sus felicidades y dichas)> (p. 237).
En el segundo discurso afirma que fue más Madre de Cristo María

397
BERNARDO MONSEGU, C. P.

Santísima reengendrándolo en la Cruz, que cuando nos lo dio nacido


en el pesebre; porque entonces mostró ser Madre de su cuerpo; pero
hoy en el Calvario, descubrió ser madre de su alma. «Y porque fue
Cristo más hijo del alma de la Vi:rgen que del cuerpo de la Virgen,
por esto le muestra más Madre la Virgen cuando lo fue del alma, que
cuando lo fue del cuerpo... No fue la Virgen Madre del alma, por
haberlo sido del cuerpo, sino al contrario, fue Madre del cuerpo de
Cristo, porque su alma engendró primero a Cristo, según lo sintió
san León: Virgo gravidanda foe tu ,prius conczperat mente, quam cor­
pore».
Añadiendo nuestro autor: «De los dos concursos, espiritual y cor­
poral, de María para la Encarnación del Verbo, primero pretendió
Dios el espiritual»; por eso solicitó antes su consentimiento; tan nece­
sario, que a no darlo no se hubiera realizado el misterio. Por eso es más
madre de Cristo por la generación espiritual que por la coporal.
María llevó en su alma a lo largo de toda su vida los tormentos que
había de padecer el Hijo en su cuerpo. Por otra parte, el alma de
Cristo, desde el instante de su concepción, fue gloriosa y tuvo el gozo
de la visión beatífica, por eso en su porción superior no padecía. Pues
entonces ¿con qué alma padecía en el Calvario? Con «la de su Madre
piadosa, pues, sustituyendo por el alma de Cristo, padecía en sí lo que
veía padecer a él en su cuerpo». «El alma de María estaba siempre en
aquel santo cadáver para más dilatadas penas que las que padeció
en su cuerpo Cristo; pues con su muerte dio remate a sus dolores; no
María, que al tiempo de herir el soldado el costado de Cristo... ella fue
quien padeció el golpe de aquel acerado instrumento, a ella fue a quien
atravesaron el corazón» (p. 241).
«Siendo, pues, las madres el corazón de su hijo concluye en el dis­
curso tercero- María padeció todos esos dolores en su corazón. Y los
padeció tanto y más que su hijo. Cosa que no digo yo sino san Buena­
ventura: Maria ma·iorem dolorem habuit quam Salvator, sed haec non
ita ut sonant i'ntelli'genda sunt quia Christus plus passus est, sed quid­
quid Christus sentiebat in corpore, hoc Maria in anima>> (p. 242). Y san
Lorenzo Justiniano nos dice «que si queremos ver como en un espejo
cuanto padeció Cristo en los tormentos de su Pasión, no hay más que
mirar al corazón de María que allí, como en puro cristal, se vería todo.
Porque si Cristo padecía en todo su cuerpo, María en todo su corazón»,
siendo hasta cierto punto más intensos sus dolores, ya que los dolores
de los hijos los sienten más en su corazón los padres.
El discurso cuarto del sermón que comentamos está dedicado a pro­
bar que María nos alumbró a todos al pie de la Cruz como Madre,
quedando constituida también abogada de los pecadores.

398
LAS GLORIAS DE MARIA, DE FRAY PEDRO DE SAN JOSE (1645)...

Mientras desde el árbol de la Cruz reparte Cristo paraísos: al Buen


Ladrón le promete el del cielo por penitente; pero a Juan, el discípulo
amado, «le da otro Paraíso mayor, otra gloria más crecida: le da su
misma Madre que es su gloria». AJl hijo pródigo le da de sus bienes,
pero al que nunca se ausentó de la casa paterna le dice: omnza mea tua
sunt. «Tenga, pues, enhorabuena el buen Ladrón la habitación del
Paraíso. Pero todas las glorias de Dios (que están en María su Madre)
dénse a Juan por inocente» (p. 235). Y «haciéndola Madre de Juan,
la hizo abogada de criatura». «Que el hacer a María Madre de Juan,
fue hacerla Madre de todos los fieles y éste fue el paraíso de las mayores
delicias de la Virgen» y prueba de que en el momento culminante de su
vida Cristo tenía a su Madre muy en el corazón.
Y hacer esto cuando inclinaba ya su cabeza para morir es como
darle u.na señal de que está pronto a escuchar todas sus peticiones y
«que ya, constituida Madre de pecadores, estaba Cristo otorgándole
todas sus peticiones, y que todas ellas tendrían feliz despacho en el Tri­
bunal de su piedad y misericordia... Que no halló, para consuelo de
María, nuestro Redentor Soberano, entre tanto dolor y desamparo,
otro mayor, como después de haberla hecho Madre de pecadores,
decirla de sí a las peticiones que tan continuadas por ellos había de
hacer». En su dolor y desamparo mereció María «el ser Madre, abo­
gada e intercesora de pecadores, por grangear con su intercesión infi­
nitas almas para DioS>>. Este es concluye, el Paraíso que Cristo nos da
a todos al morir y éste es también el Paraíso de su Madre, su mayor
delicia, que es la de ser madre y abogada de pecadores.
«Presentémosla memoriales, ofrezcámosla peticiones, que la ocu­
pación de sus despachos será alivio de sus penas, y cuanto más pidié­
remos, más consuelo la ocasionaremos, pues el solicitarnos gracia será
cielo suyo y medio para nuestra gloria: ad quam nos perducat».

Colofón

Fue tal y tanto lo que María padeció ,al pie de la Cruz, compade­
ciendo a su Hijo y haciendo suyos, por amor, sus padecimientos, que
por esa compasión, la veneración y el culto a la Señora trasciende la
esfera de lo humano para entrar en los confines de lo divino, ya que «la
compasión solicita créditos divinos» y «es tan de Dios la compasión,
que criatura que sabe compadecerse de otra cuando se venera por Dios
disminuye la culpa» (p. 222). Nada de extraño, pues, que a María le
demos por eso un culto especialílsimo. Porque Cristo fue compasivo
en extremo, compartió nuestra naturaleza humana, afirmó padeciendo

399
BERNARDO MONSEGU, C. P.

en ella su condición divina. Y de hecho el apóstol Pablo hace argu­


mento de la pasión y compasión de Cristo para probar su divinidad.
Tras el ejercicio de su compasión subió triunfante al cielo como Pontí­
fice siempre en actitud de intercesión y de compasión por nosotros.
Y si María al pie del Calvario fue proclamada por Cristo mujer, a la
hora en que nos la daba por Madre en la persona de Juan (pues ni la
llamó madre ni la nombró María), lo hizo - dice nuestro autor, reco­
giendo un texto de san Epifanio- para prevenirnos contra toda ido­
latría, afirmando su condición de criatura cuando su comportamiento
parecía acreditarla de divina. Padeciendo la Virgen en su corazón todo
lo que Cristo padeció en su cuerpo y haciendo suyos los sentimientos
y fines con que El padecía, hizo suyo todo lo del Hijo quedando como
divinizada, y en prevención de toda contingencia de idolatría Cristo la
declara mujer, criatura, sin por ello dejar nosotros de reconocerla, si­
giendo a Alberto Magno, un cierto género de divinidad, viéndola tan
compasiva y tan identificada con su divino Hijo en el Calvario.
Nadie superó a María en grandeza de ánimo para sobreponerse al
dolor, como nadie tampoco la superó ni superará en la participación
efectiva de los dolores del Hijo, en compadecer con El, y en los sen­
timientos de compasión y de misericordia frente a tanto dolor del Hijo,
así como de identificación con la voluntad de Hijo al querer hacer
de su Pasión el medio o instrumento o sacramento de nuestra salvación.
Le asiste por compasión y cuanto El padece en el cuerpo, María
lo padece en su corazón, de forma ��que el sacrificio cruento de la Cruz
igualmente lo ofrecieron Madre e Hijo», porque una voluntad era la
del Hijo y de la Madre y un sacrificio el de entrambos, ofrecido igual­
mente a Dios para nuestra redención.
Así Madre e Hijo obraron nuestra redención, «entrambos coope­
raron en nuestro remedio y salud. María dio su alma y su corazón,
Cristo dio su cuerpo y sangre». Por tanto, sobre lo divino de su com­
pasión, «divinizada por compasiva», aparece lo divino que supone el
aguante de sus dolores o sufrimientos: «Divinizada por compasiva y di­
vinizada por sufrida». Y todo al servicio de nuestra salvación.
Y la conclusión lógica a la vista de todo esto no debe ser s.ólo de
admiración, culto y veneración a la Señora, sino también de gratitud
y amor a la que tan Madre se mostró con nosotros, mostrándonos con
ella como verdaderos hijos.
Nada sintió más María que la soledad en que quedó al ver a su hijo
muerto en sus brazos y encerrado, cadáver, en un sepulcro. Y era sen­
cillamente la ausencia de un Dios hombre, pues en ella no faltó nunca
Dios por gracia. Si pues, quien teniendo a Dios por gracia así sintió

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LAS GLORIAS DE MARIA, DE FRAY PEDRO DE SAN JOSE (1645)...

la ausencia de un Dios hombre, lloiremos nosotros, como la máxima de


nuestras calamidades la ausencia de Dios, ahuyentado de nosotros al
perder la gracia por nuestros pecados. Y sirvámonos de María, «supli­
quémosla a esta Madre sola, que por los dolores de su soledad nos
alcance la compañía de la gracia, para que por medio de ella gocemos
los premios eternos de la gloria» (p. 236).

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