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Introducción
En este final del milenio, cuando han caído las filosofías de la historia de la
modernidad que están en la base de cualquier previsión del futuro, resulta un tanto
descabellado intentar adivinar los inciertos escenarios futuros. Muchos factores desconocidos
pueden dar al traste –al menos alterar– las previsibles tendencias en el curso de la acción
humana. Por eso, es mejor analizar el presente, sin desdeñar resaltar por dónde parecen ir
prospectivamente los caminos emergentes, aún cuando no se pretenda vaticinarlos del todo,
cual nueva «historia de salvación», que diría Popkewitz. La confianza ilimitada en el
progreso, iniciada con la Ilustración, y del que la educación formaba su pilar fundamental,
hace tiempo que se ha ido debilitando, abocando –en ese sentido– a un «fin de la historia».
Acabamos el siglo XX un tanto desengañados de las grandes metanarrativas que daban
identidad al proyecto educativo de la modernidad, o al menos con un debilitamiento de las
bases ideológicas que lo sustentaban, por lo que existe poco espacio para nuevas propuestas;
aún cuando –por lo pronto– se sienta la necesidad de oponerse a los renovados discursos de la
calidad, procedentes de la ofensiva neoliberal, que sustraen la educación de la esfera pública
moderna para situarlo como un bien de consumo privado.
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(b) Olvidar o ignorar el peso y continuidad que tiene el pasado sobre el presente, en
aras de lanzarse hacia un futuro prometedor. De un modo ahistórico, se proyectan los anhelos
y problemas del presente en el futuro, ignorando los fracasos anteriores en su resolución. Así,
con motivo del fin del milenio, han proliferado numerosos informes que presentan las nuevas
reformas como un pórtico de una nueva era de éxito y prosperidad.
Por ello, para no reinventar –desde el vacío– mediterráneos, se necesita partir de las
lecciones aprendidas de la historia pasada, de modo que puedan informar nuestra
comprensión de la educación y –sobre todo– los proyectos de reformas en los años venideros.
Para construir un cierto mapa de dónde venimos, de las situaciones presentes y las
emergencias manifestadas, nos moveremos entre un análisis de las tendencias actuales en
nuestra sociedad, y la revisión del conocimiento base sobre innovación y mejora la escuela,
como guía para formular por dónde pueda ir el futuro inmediato. Todo ello sin pretender
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tener las «claves del cambio», que nadie las posee, en un título –un tanto excelso– sugerido
amablemente por la coordinadora del libro.
Nos interesa, dentro del complejo mundo actual, centrarnos en los cambios en la
sociedad de la información, que nos permitan unir ambos lados del título (globalización y
sociedad de conocimiento) con el cambio educativo. Como, en este sentido, comenta Martin
Carnoy (1999: 145), «dos de las principales bases de la globalización son la información y la
innovación, y ambas, a su vez, son fuertemente dependientes del conocimiento». Se trata de
analizar, sumariamente, cuáles son los previsibles efectos sociales y culturales que tiene (y
tendrá) la nueva escena representada tanto por la globalización como la sociedad del
conocimiento en el servicio público educativo y en la dirección del cambio educativo.
«En el último cuarto de este siglo que termina, una revolución tecnológica,
centrada en torno a la información, ha transformado nuestro modo de pensar, de
producir, de consumir, de comerciar, de gestionar, de comunicar, de vivir, de morir,
de hacer la guerra y de hacer el amor. En todo el planeta se ha constituido una
economía global, una cultura de la virtualidad real, espacio y tiempo se han
transformado. En torno a la identidad primaria se construyen expresiones de
resistencia social a la lógica de la informacionalización y la globalización, creando
comunidades defensivas» (Castells, 1997-98, vol. 3).
En primer lugar, vamos a determinar los contornos de los términos y a situarlos en los
contextos correspondientes, debido a que un uso indiscriminado, con una función más
retórica que referencial, da lugar a una mezcla de unos hechos cada vez más evidentes, con
las ideologías que se los apropian para su servicio. Globalización, dice Beck (1998: 40), es
una palabra, eslogan y consigna, «peor empleada, menos definida, probablemente la menos
comprendida, la más nebulosa y políticamente la más eficaz de los últimos –y sin duda
también de los próximos– años». Igualmente será preciso preguntarse de qué «conocimiento»
hablamos con el lema «sociedad del conocimiento». En la red Internet, junto a conocimientos
sustantivos, circulan y conviven propuestas e informaciones que no pueden ser catalogadas
de conocimiento, sino de mercancías a la búsqueda de potenciales clientes. Una información
sólo llega a ser conocimiento cuando es procesada y se integra en un sistema de pensamiento
por ciudadanos cultos.
Conceptualización
De acuerdo con la distinción propuesta por Ulrich Beck (1998), cabe entender por
«globalidad» el proceso de mundialización que en el plano de la economía, política y cultura
traspasa las fronteras de los estados nacionales. Por su parte, la «globalización» se refiere al
proceso mediante el que se crean espacios sociales y vínculos transnacionales. Si la
modernidad surgió vinculada a los estados nacionales y la construcción, mediante los
sistemas educativos respectivos, de la identidad ciudadana; con la globalización se zarandea
este supuesto. La pérdida de fronteras se evidencia en distintas dimensiones de la vida
cotidiana, afectando a la transformación del tiempo y del espacio en los individuos. Una
economía informacional/global no es sólo una economía mundial, dice Castells (1997-98),
sino una economía con «capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real a escala
planetaria». Por su parte, Carnoy (1999: 147) señala que la esencia de la globalización reside
en «una nueva manera de pensar sobre el espacio y el tiempo económico y social».
Efectos educativos
[1] Multiculturalismo. En este contexto en que lo global ahoga y extinge la diversidad, bajo
una mayor estandarización cultural, emerge un fuerte sentido de reivindicación de lo
culturalmente propio, así como de las comunidades particulares de vida. Así, a medida que
avanza la mundialización resurge con más fuerza el poder de la identidad y la reivindicación
de lo local, como una forma de no resignarse a la lógica de la homogeneización. Aparece con
fuerza una lógica de lo diverso: reconocer y cultivar las diferencias individuales y, sobre
todo, culturales. De ahí el auge del multiculturalismo en educación. Si en la modernidad se
entendió que las culturas eran producto de divisiones sociales de clase, género o etnia, contra
las que se debía luchar para superar/emancipar; ahora –desengañados del proyecto moderno
de integración en una cultura «común»– se promueve su conservación.
[3] Estado de Bienestar y escuela pública. El nuevo escenario de la globalización está siendo
diseñado primariamente, no por los Estados, sino por actores del sector privado. De ahí que –
señala Castells (1996)– una de las consecuencias de la globalización sea la dificultad de
conservar el Estado de Bienestar en su forma actual. En confluencia con la ofensiva del
discurso neoliberal, así como la crisis estructural (presupuestaria, competitividad,
legitimidad) de dicha política, está conduciendo a la ideología de reducción progresiva del
papel del Estado en prestaciones sociales y de su intervención en los procesos sociales, al
menos tal como ha sido conocido como Estado social keynesiano. Partiendo de una crítica
generalizada a la incapacidad de los monopolios estatales para ofrecer niveles de calidad, se
propone ceder al sector privado parte de la gestión de estos servicios, y promover medidas
que incentiven la competencia entre centros estatales y privados. El nuevo gerencialismo en
educación argumenta que hay que diferenciar la oferta pública (y privada) de los centros, para
lo que cada centro deba tener su propio proyecto educativo, hacerlo público, y ampliar las
posibilidades de elección de los padres.
Cabe pensar, como señala Giddens (1999), que la educación seguirá siendo una
prioridad del Estado, con una responsabilidad por garantizarla, lo que no excluye –teniendo
en cuenta el interés público– aprovechar el propio dinamismo del mercado o sociedad civil,
en un equilibrio entre regulación y desregulación. Pues, si bien se pueda haber debilitado el
papel del Estado, son posibles (Navarro, 1998) aún políticas socialdemócratas en los servicios
públicos. Al fin y al cabo, los servicios públicos están y seguirán estando fuera de la
competencia internacional. Como tal, la educación seguirá siendo un modo de redistribución
de posibilidades, si bien ya somos escépticos sobre su capacidad para reducir las
desigualdades, que deben ser abordadas en su origen.
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Y sin embargo, por una parte, en un mundo profundamente transformado por las
tecnologías de la comunicación y la información, la educación debe preparar a los alumnos
con niveles más altos de conocimiento, junto con la capacidad constante de redefinir la
habilidad necesaria para una tarea dada, y para acceder a las fuentes de aprendizaje. A este
respecto el informe Delors (1996: 113), en relación con el nuevo lema de la educación a lo
largo de la vida, señalaba que la educación «debe dar cuenta a cada individuo la capacidad de
dirigir su destino en un mundo en que la aceleración del cambio, acompañada del fenómeno
de la mundialización, tiende a modificar la relación de hombres y mujeres con el espacio y el
tiempo». Por su parte, Beck (1998: 191) propone «reorientar la política educativa» en estas
direcciones: «Una de las mayores respuestas a la globalización consiste en construir y
reconstruir la sociedad del saber y de la cultura; prolongar, y no reducir, la formación;
desligarla o separarla de los puestos de trabajo y oficios concretos».
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«El activo más importante de una compañía del siglo veinte era la producción
de equipos. El activo más valioso de una institución (comercial o no) del siglo
veintiuno llegará a ser el conocimiento de sus operarios y su productividad. (...) La
innovación continua llegará a formar parte del trabajo, lo que requiere aprendizaje
continuo como parte del conocimiento del trabajo, lo que requiere ver el
conocimiento como un activo en lugar de un coste» (Drucker, 1999).
Por su parte, Peter Drucker (La sociedad postcapitalista, 1992), uno de los «gurus» de
la sociedad del conocimiento, resalta el nuevo papel del conocimiento y aprendizaje como
factor principal de producción, desplazando –a diferencia del capitalismo clásico– al capital y
a la mano de obra. El cambio en las organizaciones postindustriales vendrá determinado por
crear contextos en que los miembros puedan continuamente aprender y experimentar. Con la
globalización de la economía y el incremento de la competencia, las organizaciones no
pueden sobrevivir sólo viviendo de los éxitos pasados. Se precisa ser innovadores, creando
nuevas ideas y productos, en una «organización que aprende» en entornos turbulentos. Si en
la primera revolución industrial el conocimiento daba lugar a nuevos medios de producción, y
en la segunda al incremento de la productividad mediante su aplicación al proceso de trabajo;
estaríamos –dice– ante una tercera, en la que se aplica a la propia gestión. Más recientemente
(Drucker, 1999), como señala el texto inicial, el más importante cambio en el siglo XXI es
incrementar la productividad, no por gestión de la actividad de los trabajadores manuales
como hizo el taylorismo, sino por el conocimiento del trabajo y de los propios trabajadores.
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Por ello, la exigencia de ciudadanos cultos seguirá vigente, para que no tomen como
conocimiento lo que son meras mercancías culturales. No basta el suministro masivo de
información para tener una sociedad de conocimiento, si no contamos con una masa de
ciudadanos con un espíritu crítico, capaces de "cribar" y jerarquizar las múltiples
informaciones circulantes. Por eso, en un segundo sentido, «sociedad de conocimiento»
quiere resaltar la importancia sustancial del capital cultural personal en el uso de la
información. Se habla –así– de que la clave del desarrollo no está –como decía la tesis clásica
marxista– tanto en la producción de valores materiales sino en el capital cognitivo de sus
ciudadanos. Esto plantea, como veremos, nuevas demandas en educación y formación a lo
largo de la vida, tanto para adecuar los anteriores conocimientos a las competencias y
habilidades exigidas por las nuevas realidades, como por la relevancia misma que tendrá que
las personas sepan entender y ser.
Justo por la falta de este conocimiento base de partida, para el uso y procesamiento de
la información, en la década pasada en el mundo empresarial sucedió la llamada «paradoja de
la productividad»: inversiones en nuevas tecnologías no incrementaban por sí mismas
suficientemente la productividad. De modo similar, pasó en los centros educativos la
«paradoja de la tecnología»: la llegada de los nuevos equipos informáticos a los centros no
incidían significativamente en los modos de enseñar y aprender.
En una sociedad del conocimiento, también, los muros de la escuela se rompen, pues
las nuevas tecnologías permiten a los ciudadanos acceder a la información. Se habla
(Caldwell, 1999) de que, en una sociedad de conocimiento, las escuelas serán
progresivamente virtuales, en el sentido de que el aprendizaje pueda ocurrir no sólo en un
lugar y tiempo determinado, ni limitada a una edad determinada de la vida. Es, por tanto,
previsible un incremento de la formación no presencial: la enseñanza no puede ser monopolio
exclusivo de las escuelas. Aun cuando pueda existir formalmente la escuela con sus aulas y
profesores, los modos y contenidos de aprendizaje se amplían enormemente, sin poderse ya
dejar a la puerta de la escuela, penetrando en sus espacios y tiempos. El aprendizaje a lo largo
de la vida («lifelong learning») no limitado al período obligatorio, con instituciones
educativas flexibles, a disposición de las personas según sus necesidades, en la medida que
las nuevas tecnologías computacionales lo posibilitan, puede ser una realidad creciente. Con
todo, sin seguirle el juego a Bill Gates con sus aulas vía Internet y más allá de la vieja
polémica entre apocalípticos e integrados, mientras se cultive la humanidad, la socialización
en un grupo formal de clase y la vida en un centro educativo persistirá como necesaria, por lo
que la convivencia y vida en común para aprender a vivir juntos, no podrá nunca suplirla el
aula virtual.
En este final del milenio, el aprendizaje y desarrollo del centro escolar ya no puede
ser sólo un asunto a voluntad de los internos, insensibles a las presiones y demandas del
entorno. Si, en otros momentos, lemas como colegialidad o desarrollo del centro educativo
eran un asunto concerniente sólo a los docentes; ahora parece que ser insensible a dichas
demandas puede significar la progresiva muerte del centro educativo (sea público o privado).
En un contexto, como estamos, de paulatinos cambios en el entorno (globalización,
neoliberalismo y mercado, sociedad del conocimiento, entre otros), donde se está viendo la
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necesidad de reestructurar las escuelas con mayor autonomía, capaces de hacer frente y
sobrevivir en unos contextos sociales turbulentos y borrosos, una escuela innovadora será
aquella que ha aprendido cómo aprender. Por eso, se propone que los centros escolares se
configuren como «organizaciones que aprenden», como forma de asentar debidamente la
mejora, viéndose en el Aprendizaje Organizativo una respuesta prometedora a las continuas
demandas de reconversión y una fuente organizativa de innovación y adaptación (Bolívar,
1999b).
Fracasados los intentos, en las últimas décadas, de mejorar la educación por reformas
desde arriba, se recurre a implicar a los centros y profesores/as para intentarla desde abajo.
Dado que el control burocrático del currículum y enseñanza no ha llevado muy lejos, se
promueve la autonomía del profesorado en la toma de decisiones para posibilitar su
compromiso en las tareas de enseñanza. Por ello, si no cabe esperar una mejora de la
educación –se argumenta– al margen de las condiciones internas de cada centro, es preciso
pensar de un modo no gerencialista la reforma de la educación. Se confía, entonces, en que
una mayor autonomía pudiera incrementar la profesionalidad del profesorado y su
compromiso con la mejora, mediante la participación y colaboración en el centro escolar. En
último extremo, las propuestas en curso responden a una concepción «orgánica» de los
centros escolares, mediante formas comunitarias de vida, que introduzcan mecanismos de
integración y cohesión en la acción educativa del centro escolar.
Habiendo reafirmado el papel del profesorado como la clave del éxito de los cambios
educativos; no obstante, nuevas condiciones educativas (pérdida de poder en la transmisión
de información, ampliación del currículum y contenidos educativos, labor educativa no
limitada al aula, intensificación del trabajo, aprendizaje más cooperativo, entre otras) están
llevando transformar los roles en una redefinición de funciones y condiciones del ejercicio
profesional. Todo ello está representando un desafío para la tarea docente, provocando una
reconversión profesional, con la consiguiente crisis de identidad profesional.
trabajo (Hargreaves y Fullan, 1998). En tercer lugar, las anteriores condiciones, requieren
acciones (reconocimiento social, condiciones de trabajo) para reconstruir identidades
profesionales resquebrajadas. Cuando la demanda de unas nuevas funciones no encajan con
las pautas organizativas tradicionales, una política de reconstrucción de la identidad pasa, en
primer lugar, por un paulatino «cambio de escenario», que facilite los acciones deseadas.
Para no cargar con nuevas responsabilidades educativas a los centros escolares, que
incrementen la vulnerabilidad de los profesores al entorno social, es necesario reconocer que
esta tarea no es exclusiva sólo de la escuela y de sus maestros y profesoras, ni el centro
escolar puede responsabilizarse en exclusividad de la formación moral de sus alumnos y
alumnas, a riesgo de atribuirle previsibles fracasos (y culpabilidades) que no les pueden
legítimamente pertenecer en propiedad. Por eso, es preciso recuperar una cierta comunidad
educativa, en un proyecto educativo ampliado, con una nueva articulación de la escuela y
sociedad o un «nuevo pacto educativo» (Bolívar, 1998).
Sin contar con vías expeditas que puedan conducir a la mejora escolar que, tras el
cuestionamiento postmoderno de las certezas asentadas, continua siendo una práctica incierta;
hemos aprendido –no obstante– algunas lecciones sobre los procesos que pudieran conducir a
lo que pretendemos. Con todo, enseñanzas como «trabajar unidos para mejorar» o aprender a
autoorganizarse, tampoco llevan muy lejos; en el fondo, dentro de los nuevos dispositivos de
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La trilogía de Fullan y Hargreaves sobre Por qué merece la pena luchar en las
escuelas viene a concluir que debemos pasar de que el sistema pueda traer alguna propuesta
salvadora, o comenzamos por nosotros mismos unidos, o el asunto tiene poca salida.
Desarrollar las propias capacidades personales e institucionales está en el corazón del cambio
educativo. Promover la capacidad de aprendizaje proactivo (no reactivo) de los propios
agentes individualmente considerados, y especialmente de los centros escolares como
organizaciones: «desarrollar la capacidad de aprender dentro y fuera, a pesar del sistema y de
las circunstancias adversas» (Fullan, 1998), parece ser –a falta de otras, que sucesivamente
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nos han ido defraudando– la mejor salida. En fin, de pretender regenerar la educación desde
arriba hemos pasado a pensar que sólo cabe hacerlo desde abajo. En ese sentido, la reforma
educativa española de los noventa puede quedar como el último intento que aún confiaba en
que el cambio puede ocurrir espontáneamente, «gestionado» desde arriba mediante el «fiat»
legislativo, sin reestructurar paralelamente culturas, tiempos y la propia profesión de la
enseñanza.
lo vivan, que están en el núcleo de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Por eso, no
puede reducirse a un conjunto de competencias técnicas.
Por otro lado, de acuerdo con la tradición liberal ilustrada, es una herencia
irrenunciable que la educación en una sociedad democrática debe promover la independencia
y autonomía de juicio en los alumnos y alumnas, para que los futuros ciudadanos puedan
pensar por sí mismos (capacidad para deliberar, juzgar y elegir). Frente a esta tradición
individualista, que está tocando techo, actualmente nos encontramos, por una parte del
pensamiento (comunitarismo), con una fuerte reivindicación de una dimensión comunitaria
de la vida. Es necesario, entonces, la formación de los ciudadanos en aquel conjunto de
virtudes y carácter (hábitos) que hacen agradable (o placentera) la vida en común; conjugada
con el reconocimiento de la diversidad sociocultural y diferencias individuales (Bolívar,
1998).
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Las políticas educativas occidentales se dirigen a incrementar la capacidad de
autogestión de los propios centros educativos, en el currículum, presupuesto u organización.
Debido a la débil relación que han tenido los cambios estructurales con los procesos de
enseñanza-aprendizaje que ocurren en el aula, y a las crecientes demandas de los «clientes»,
parece (Caldwell, 1999) que es preciso unir dicha autogestión con su impacto en el
aprendizaje de los alumnos, de modo que se asegure que todos los alumnos aprenden mejor.
Caldwell y Spinks (1998) han presentado una visión (modelo) de escuela en una sociedad del
conocimiento, donde entre otras líneas estratégicas de acción se encontrarían:
1. Los límites disciplinares se han roto, para integrarse en el currículum, las nuevas
tecnologías del aprendizaje se han generalizado, desapareciendo la rigidez en el currículum.
3. Las escuelas deberán contar con un amplio rango de profesionales que trabajan con y
apoyan a los profesores. Algunos de ellos no limitarán su trabajo a la escuela, sino en otros
contextos y servicios, que puedan satisfacer las necesidades de todos los estudiantes.
4. Los profesores podrán tener acceso a los mejores recursos que apoyen su trabajo (Cd-
Roms o Internet), así como con la asistencia de especialistas en recursos de aprendizaje.
5. Estudiantes, alumnos, y otros profesionales trabajarán cada vez más en equipos, dentro de
un conjunto de pautas cooperativas en los lugares de trabajo y en otros campos.
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6. Los centros escolares ampliarán sus cometidos en orientación y apoyo a los estudiantes,
con las expectativas de éxito para todos. El aprendizaje se espaciará, conjugando la
enseñanza formal con las escuelas virtuales.
8. Igualdad de acceso y equidad deberán ser rediseñados en una sociedad del conocimiento,
con un amplio rango de estrategias que incluyan recursos intercentros, acuerdos con el sector
privado y la creación de centros de aprendizaje basados en la comunidad.
10. Nuevas culturas para el aprendizaje tendrán lugar en una sociedad del aprendizaje. En
complemento a conceptos aceptados como «aprendizaje a lo largo de la vida», existirán
aprendizajes en el momento que se precisen para todos los interesados.
Entre posibles visiones utópicas que generen altas expectativas de cambio educativo,
entregándose confiadamente a las nuevas tecnologías, nuestras condiciones de «modernidad
tardía» nos lleva a adoptar un tono precavido o, en cualquier caso, más incrédulo. Que el
nuevo escenario social y educativo sea prometedor o, por el contrario, preocupante,
dependerá –en último extremo– de la acción humana, que puede alterar el curso de la historia.
Justamente el conocimiento educativo acumulado, del que dan cuentan los diversos trabajos
recogidos en este libro, pueden contribuir a señalar líneas de acción deseables.
Después de todo hay razones para confiar en que la educación seguirá siendo una prioridad
tanto de los gobiernos como de la sociedad en su conjunto.
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