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GLOBALIZACIÓN Y CAMBIO EDUCATIVO: LA SOCIEDAD DEL


CONOCIMIENTO Y LAS CLAVES DEL CAMBIO
Antonio Bolívar (Universidad de Granada)

Publicado en Araceli Estebaranz (coord.): Construyendo el cambio: Perspectivas y


propuestas de innovación educativa. Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 2000,
pp. 17-36. ISBN: 84-472-0623-8

Introducción

En este final del milenio, cuando han caído las filosofías de la historia de la
modernidad que están en la base de cualquier previsión del futuro, resulta un tanto
descabellado intentar adivinar los inciertos escenarios futuros. Muchos factores desconocidos
pueden dar al traste –al menos alterar– las previsibles tendencias en el curso de la acción
humana. Por eso, es mejor analizar el presente, sin desdeñar resaltar por dónde parecen ir
prospectivamente los caminos emergentes, aún cuando no se pretenda vaticinarlos del todo,
cual nueva «historia de salvación», que diría Popkewitz. La confianza ilimitada en el
progreso, iniciada con la Ilustración, y del que la educación formaba su pilar fundamental,
hace tiempo que se ha ido debilitando, abocando –en ese sentido– a un «fin de la historia».
Acabamos el siglo XX un tanto desengañados de las grandes metanarrativas que daban
identidad al proyecto educativo de la modernidad, o al menos con un debilitamiento de las
bases ideológicas que lo sustentaban, por lo que existe poco espacio para nuevas propuestas;
aún cuando –por lo pronto– se sienta la necesidad de oponerse a los renovados discursos de la
calidad, procedentes de la ofensiva neoliberal, que sustraen la educación de la esfera pública
moderna para situarlo como un bien de consumo privado.
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En la aurora de la nueva centuria, nos encontramos –pues– entre el desencanto –


cuando no cinismo– de los grandes programas de cambio educativo, con sus correspondientes
narraciones del progreso y la modernización, y la cultura del fragmento (los relatos
personales en estudios de caso), propia de la postmodernidad. El final de milenio nos deja, en
este campo, con un programa minimalista: un tanto desengañados de la racionalidad y bondad
del sueño emancipador del cambio de la modernidad, una vez derrumbadas certidumbres
largo tiempo asentadas, contamos con escasas lecciones sobre qué hacer, más bien sabemos
qué no debemos hacer si no queremos abocar a predictibles fracasos. De este modo,
comenzamos el nuevo milenio siendo más humildes, casi volviendo a dónde habíamos
partido, claro que ahora debidamente resituado: la cara personal del cambio y la densidad de
cada caso en su contexto específico. Los metarrelatos son sustituidos por relatos personales,
donde la pasión, la entrega y el compromiso moral realzan educativamente las vidas de los
profesores y profesoras y de sus alumnos. En esta situación, podríamos lanzarnos
eufóricamente –y un comienzo de siglo es un momento propicio– para, sin las cautelas
suficientes, dar las claves del cambio. Pero, presos aún de nuestro presente, no estamos para
tales historias milenaristas, aún cuando la educación, al menos en la modernidad, como ha
mostrado Popkewitz (1998), siempre tuvo un sueño milenarista de redimir a los individuos.

El modo habitual de plantear la educación en la próxima centuria es analizar los


cambios emergentes en nuestro presente, para –según las nuevas vías o demandas detectadas–
proponer claves que puedan contribuir a satisfacer tales demandas. Así, Dalin y Rust (1996:
31-32), en una obra dedicada al tema, hablan de que estamos ante un cambio de paradigma,
caracterizado por diez revoluciones con repercusiones directas en las vidas de los alumnos: la
revolución del conocimiento e información, explosión y crecimiento de la población,
globalización, emergencia de nuevas relaciones sociales (reivindicación de minorías,
feminismo y multiculturalidad), revolución económica, desarrollo tecnológico, la
preocupación ecológica, revolución estética, revolución política, y cambio de valores. Se
puede, así, plantear (Dalin, 1998: 1061), como cambio fundamental que «la escuela llegue a
ser (o deba ser) el futuro laboratorio de nuestra sociedad, preparar a los estudiantes no sólo
para hoy, sino para vivir en una nueva sociedad. En la actualidad prepara para el ayer». Pero,
de este modo, podemos exacerbar dos graves tendencias (McCulloch, 1997):

(a) Idealizar el futuro, construyendo castillos en el aire que contrastan fuertemente


con las insolubles dilemas de nuestro presente imperfecto. Se hace, entonces, un discurso
casiutópico («preparar para el futuro, no para el pasado»), que genera altas expectativas sobre
un cambio fundamental y radical.

(b) Olvidar o ignorar el peso y continuidad que tiene el pasado sobre el presente, en
aras de lanzarse hacia un futuro prometedor. De un modo ahistórico, se proyectan los anhelos
y problemas del presente en el futuro, ignorando los fracasos anteriores en su resolución. Así,
con motivo del fin del milenio, han proliferado numerosos informes que presentan las nuevas
reformas como un pórtico de una nueva era de éxito y prosperidad.

Por ello, para no reinventar –desde el vacío– mediterráneos, se necesita partir de las
lecciones aprendidas de la historia pasada, de modo que puedan informar nuestra
comprensión de la educación y –sobre todo– los proyectos de reformas en los años venideros.
Para construir un cierto mapa de dónde venimos, de las situaciones presentes y las
emergencias manifestadas, nos moveremos entre un análisis de las tendencias actuales en
nuestra sociedad, y la revisión del conocimiento base sobre innovación y mejora la escuela,
como guía para formular por dónde pueda ir el futuro inmediato. Todo ello sin pretender
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tener las «claves del cambio», que nadie las posee, en un título –un tanto excelso– sugerido
amablemente por la coordinadora del libro.

Nos interesa, dentro del complejo mundo actual, centrarnos en los cambios en la
sociedad de la información, que nos permitan unir ambos lados del título (globalización y
sociedad de conocimiento) con el cambio educativo. Como, en este sentido, comenta Martin
Carnoy (1999: 145), «dos de las principales bases de la globalización son la información y la
innovación, y ambas, a su vez, son fuertemente dependientes del conocimiento». Se trata de
analizar, sumariamente, cuáles son los previsibles efectos sociales y culturales que tiene (y
tendrá) la nueva escena representada tanto por la globalización como la sociedad del
conocimiento en el servicio público educativo y en la dirección del cambio educativo.

1. El nuevo escenario de la globalización

«En el último cuarto de este siglo que termina, una revolución tecnológica,
centrada en torno a la información, ha transformado nuestro modo de pensar, de
producir, de consumir, de comerciar, de gestionar, de comunicar, de vivir, de morir,
de hacer la guerra y de hacer el amor. En todo el planeta se ha constituido una
economía global, una cultura de la virtualidad real, espacio y tiempo se han
transformado. En torno a la identidad primaria se construyen expresiones de
resistencia social a la lógica de la informacionalización y la globalización, creando
comunidades defensivas» (Castells, 1997-98, vol. 3).

En primer lugar, vamos a determinar los contornos de los términos y a situarlos en los
contextos correspondientes, debido a que un uso indiscriminado, con una función más
retórica que referencial, da lugar a una mezcla de unos hechos cada vez más evidentes, con
las ideologías que se los apropian para su servicio. Globalización, dice Beck (1998: 40), es
una palabra, eslogan y consigna, «peor empleada, menos definida, probablemente la menos
comprendida, la más nebulosa y políticamente la más eficaz de los últimos –y sin duda
también de los próximos– años». Igualmente será preciso preguntarse de qué «conocimiento»
hablamos con el lema «sociedad del conocimiento». En la red Internet, junto a conocimientos
sustantivos, circulan y conviven propuestas e informaciones que no pueden ser catalogadas
de conocimiento, sino de mercancías a la búsqueda de potenciales clientes. Una información
sólo llega a ser conocimiento cuando es procesada y se integra en un sistema de pensamiento
por ciudadanos cultos.

Conceptualización

Originariamente globalización (término anglosajón) se aplica a los procesos de


mundialización (mondialisation en francés) que se dan en los intercambios financieros de la
esfera económica, en una internacionalización de dichas relaciones. No obstante, como
vamos a hacer referencia después, hay un diferente matiz entre ambos. Derrumbada la
política de frentes y la economía comunista, unido al creciente desarrollo de las economías
asiáticas, junto a las nuevas tecnologías de las información, se ha hecho posible que el
mercado mundial capitalista haya roto los espacios nacionales abriendo la competencia a
nivel mundial, al tiempo que la producción se ha convertido en algo global, más allá de los
lugares de consumo o comercialización. Lo verdaderamente global son, en primer lugar, los
mercados financieros y de divisas, ahora con una mayor fluidez de funcionamiento y, en gran
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medida, especulativos. Las economías de los países desarrollados están fuertemente


conectadas entre sí a través del mercado mundial.

En sentido amplio, la globalización puede ser entendida como el conjunto de procesos


económicos, tecnológicos y sociales que –por un lado– definen el nuevo orden mundial; por
otro, determinan la conciencia creciente de dichos procesos como un todo. Tanto la izquierda
(«tercera vía») como la derecha comparte que no es posible el desarrollo de un país fuera de
la economía del mercado, aún cuando la primera mantenga que el Estado debe seguir
teniendo un papel corrector y supervisor. La interdependencia de las economías, libertad de
circulación de capitales con la supresión de barreras aduaneras, facilitado por la revolución
informática, entre otros, ha llevado a concebir el mundo como una red o mercado mundial,
como ha explicado bien Manuel Castells (1997-98).

De acuerdo con la distinción propuesta por Ulrich Beck (1998), cabe entender por
«globalidad» el proceso de mundialización que en el plano de la economía, política y cultura
traspasa las fronteras de los estados nacionales. Por su parte, la «globalización» se refiere al
proceso mediante el que se crean espacios sociales y vínculos transnacionales. Si la
modernidad surgió vinculada a los estados nacionales y la construcción, mediante los
sistemas educativos respectivos, de la identidad ciudadana; con la globalización se zarandea
este supuesto. La pérdida de fronteras se evidencia en distintas dimensiones de la vida
cotidiana, afectando a la transformación del tiempo y del espacio en los individuos. Una
economía informacional/global no es sólo una economía mundial, dice Castells (1997-98),
sino una economía con «capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real a escala
planetaria». Por su parte, Carnoy (1999: 147) señala que la esencia de la globalización reside
en «una nueva manera de pensar sobre el espacio y el tiempo económico y social».

Las nuevas tecnologías de la comunicación e información proporcionan la


infraestructura de la dinámica global del capital. La economía global es informacional, no
sólo por permitirle operar en todo el globo simultáneamente, sino porque el sistema social en
su conjunto se inscribe en el paradigma tecnológico. Como señala Manuel Castells (1997-98:
3, 351): «en la era de la información, las actividades económicas centrales y estratégicas
están integradas a escala global a través de redes electrónicas de intercambio de capital,
bienes e información». A su vez, en el otro sentido derivado, ha provocado una
mundialización técnica y cultural, donde los conocimientos y culturas tienden a parecerse
demasiado. Las naciones y los individuos incrementan su interdependencia cultural y política.
Lo que en los años sesenta Marshall McLuhan anunciara bajo el título de «aldea global»
(global village), con motivo de la escenificación televisiva de la guerra del Vietnan, está ya
realizándose, en la medida que la vida cultural, económica y política está ahora fuertemente
influenciada por la mundialización, acrecentada por la globalización económica. Otro asunto
–que críticamente apuntamos aquí– es que sea, como ha titulado Castells, sólo un «casino
global».

La globalización como ideología

Samir Amir (1998) ha puntualizado críticamente cómo el proceso de industrialización


global significa que es controlado por un «centro» (países del Norte y occidentales) que
emplean sus monopolios financieros, tecnológicos y culturales para mantener la ventaja
competitiva con los restantes países. Es verdad que con la entrada en escena de las nuevas
economías competitivas asiáticas, la dominación no es sólo occidental, y –por eso– se puede
hablar con mayor sentido de mundialización. En cualquier caso, dejado al propio mercado, el
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reparto de recursos es siempre desigual. En este contexto:

«La globalización de los mercados, de los circuitos financieros, del conjunto


de redes inmateriales y de las empresas (reestructuradas ellas también en `empresas
redes´), viene exigiendo una desregulación radical, con todo lo que significa de
retroceso de las fuerzas sociales y de declive del papel que ha correspondido al
Estado-nación del Bienestar; así como de la filosofía de los servicios públicos. Es el
triunfo de la empresa y de sus valores, del interés privado y de las fuerzas del
mercado» (Mattelart, 1998: 25).

La globalización es, en efecto, un hecho, que Manuel Castells (1997-8) ha podido


excelentemente describir hablando de «la sociedad red», pero –como también resalta el
mismo autor– comporta también una ideología, con una determinada forma de pensar y
gestionar lo social. En lugar de ceder a la nueva narrativa de la globalización, que reduce el
asunto a un juego inexorable de fuerzas económicas, queriendo presentarse como algo neutro;
en último extremo, el world wide web se apoya en unos valores: el mercado único, dentro del
capitalismo, que acelera la desregulación y la privatización.

Ese cierto «fin de la historia» está dando lugar a la emergencia de un pensamiento


neoconservador, que se está arrogando el atributo de «único»; lo que está conduciendo a una
cierta mercantilización del espacio social y de los servicios públicos. Los discursos versan la
escasa efectividad de las burocracias del sector público, y –por contraposición– la calidad
generada por la «mano invisible» del mercado, lo que conduce a una desregulación,
entendiendo que la «calidad» de los servicios educativos la determinan la satisfacción de los
clientes. De ahí también la exigencia de disminución del papel del Estado en la regulación del
intercambio privado y en la provisión de servicios públicos.

Pero el proceso no puede dejarse a la sola lógica de la racionalidad económica, debe


someterse a criterios de filosofía moral y política. Como señala García Roca (1998: 163): «La
tarea ética fundamental hoy consiste en establecer nexos entre el medio de la globalización,
que cada vez afecta más a la vida cotidiana, y el fin de la mundialización, que es una
oportunidad para recrear y reinventar el sentido de comunidad mundial, la unidad de la
humanidad y la solidaridad internacional»; y –justo en esa medida– oponerse a que el medio
se convierta en fin: abandonar la gestión de la economía mundial a los simples imperativos de
la economía del mercado.

En estas condiciones, ¿cabe pensar en una «segunda modernidad»?, se pregunta


Ulrick Beck. David Held (1997) ha aventurado si, en este contexto, se debería pasar del
Estado moderno a una «democracia global cosmopolita», resucitando el viejo ideal de un
gobierno mundial, como condición para regular eficazmente la economía mundial. Pero,
razonablemente, cabe dudar de su realización. Por ahora, los Estados nacionales siguen aún, y
previsiblemente continuarán, teniendo un relevante papel en las decisiones económicas
propias, lo que no deja de ser un límite para una globalización total. No obstante, si la
globalización significa que ya no es posible vivir recluido en el propio espacio, la cultura o
política educativa es cada vez menos nacional y más interconectada con otros.
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Efectos educativos

La globalización de la economía, en el campo de la ideas significa lo que se ha dado


en llamar el pensamiento único, y en el educativo incrementará la necesidad de competencia
entre los sistemas educativos en primer lugar, y –dentro de ellos– entre los centros escolares.
La globalización en la economía tiene, por un lado, efectos en el papel del Estado en la
provisión del servicio público educativo. Por otro, la globalización tienen efectos en la
homogeneización (simbolizada en la «Macdonalización» o «Disneylandización») y, al
tiempo, fragmentación de las identidades culturales. Esto, como señalan Wells y otros (1998),
tiene implicaciones en la cultura de las escuelas y en la dirección del cambio. Por lo pronto,
vamos a referirnos a algunos impactos provocados (Carnoy, 1999).

[1] Multiculturalismo. En este contexto en que lo global ahoga y extinge la diversidad, bajo
una mayor estandarización cultural, emerge un fuerte sentido de reivindicación de lo
culturalmente propio, así como de las comunidades particulares de vida. Así, a medida que
avanza la mundialización resurge con más fuerza el poder de la identidad y la reivindicación
de lo local, como una forma de no resignarse a la lógica de la homogeneización. Aparece con
fuerza una lógica de lo diverso: reconocer y cultivar las diferencias individuales y, sobre
todo, culturales. De ahí el auge del multiculturalismo en educación. Si en la modernidad se
entendió que las culturas eran producto de divisiones sociales de clase, género o etnia, contra
las que se debía luchar para superar/emancipar; ahora –desengañados del proyecto moderno
de integración en una cultura «común»– se promueve su conservación.

[2] ¿Reconversión de la escuela?. La escuela pública ha sido hija del proceso de


industrialización. Además, la expansión de la educación obligatoria ha tenido lugar, en la
segunda mitad de siglo que finaliza, especialmente bajo políticas públicas del llamado Estado
de Bienestar. Si, como sostiene –en su trilogía– Manuel Castells (1997-98), la revolución de
la tecnología de la información ha supuesto una reestructuración del sistema capitalista de
modo parecido al que, en su momento, lo fue la industrialización; esto significa una
reconversión del sistema escolar nacido de la sociedad industrial. La descentralización
educativa es una manifestación, si no directa de la globalización, de una ideología (libre
mercado) estrechamente ligada a ella, dice Carnoy (1999: 146). Al hacer responsables a los
agentes locales de la educación que tienen a su cargo, la productivividad y calidad –se aduce–
mejorará, al tiempo que el Estado se exime de responsabilidades en este terreno. Autonomía
de los centros, libre elección y privatización de la educación, son algunas iniciativas
asociadas a la descentralización.

Este conjunto de condiciones están motivando una cierta reconversión, rediseño o


«reestructuración» del lugar y papel de la escuela, tal como quedó configurada en el proyecto
ilustrado de la modernidad. El modelo de «factoría», largo tiempo dominante, en unas
propuestas postburocráticas parece tocar a su fin, imponiéndose un centro más versátil,
trabajo en equipo y colaboración, que supervive por su continua mejora. En un escenario
fragmentado, los cambios dejan de dirigirse a proyectos planificados a gran escala, para –en
su lugar– tomar cada centro educativo como punto focal, unidad generativa clave de la
innovación. Esta reconversión afecta a elementos nucleares del sistema, como son los modos
de enseñanza y aprendizaje, los roles y responsabilidades, y –muy especialmente– las
relaciones con padres y comunidades, confluyendo en el movimiento de reestructuración o
reconversión del sistema escolar. Existen, en paralelo, signos de que se está produciendo un
deterioro de las condiciones de trabajo del profesorado, que la «reconversión» está
provocando una intensificación en las vidas profesionales.
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[3] Estado de Bienestar y escuela pública. El nuevo escenario de la globalización está siendo
diseñado primariamente, no por los Estados, sino por actores del sector privado. De ahí que –
señala Castells (1996)– una de las consecuencias de la globalización sea la dificultad de
conservar el Estado de Bienestar en su forma actual. En confluencia con la ofensiva del
discurso neoliberal, así como la crisis estructural (presupuestaria, competitividad,
legitimidad) de dicha política, está conduciendo a la ideología de reducción progresiva del
papel del Estado en prestaciones sociales y de su intervención en los procesos sociales, al
menos tal como ha sido conocido como Estado social keynesiano. Partiendo de una crítica
generalizada a la incapacidad de los monopolios estatales para ofrecer niveles de calidad, se
propone ceder al sector privado parte de la gestión de estos servicios, y promover medidas
que incentiven la competencia entre centros estatales y privados. El nuevo gerencialismo en
educación argumenta que hay que diferenciar la oferta pública (y privada) de los centros, para
lo que cada centro deba tener su propio proyecto educativo, hacerlo público, y ampliar las
posibilidades de elección de los padres.

La política económica auspiciada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario


Internacional plantea reducir el déficit público y traspasar recursos al sector privado.
Esto está afectando profundamente al proyecto moderno de escuela pública, con un
recorte del gasto público en educación, lo que exige una mayor preocupación por la imagen
ante los clientes. Para hacer frente a la competencia (ya no solo entre centros, sino entre
países), se exige un incremento de calidad del sistema, sobre todo a partir de comparaciones
internacionales, lo que exige una evaluación continua del sistema educativo, en una especie
de «estado evaluador», como se ha dicho. Ante esto, se impone defender los valores de
solidaridad y los servicios públicos, en un nuevo modelo adecuado a nuestra economía y
sociedad.

Cabe pensar, como señala Giddens (1999), que la educación seguirá siendo una
prioridad del Estado, con una responsabilidad por garantizarla, lo que no excluye –teniendo
en cuenta el interés público– aprovechar el propio dinamismo del mercado o sociedad civil,
en un equilibrio entre regulación y desregulación. Pues, si bien se pueda haber debilitado el
papel del Estado, son posibles (Navarro, 1998) aún políticas socialdemócratas en los servicios
públicos. Al fin y al cabo, los servicios públicos están y seguirán estando fuera de la
competencia internacional. Como tal, la educación seguirá siendo un modo de redistribución
de posibilidades, si bien ya somos escépticos sobre su capacidad para reducir las
desigualdades, que deben ser abordadas en su origen.

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Y sin embargo, por una parte, en un mundo profundamente transformado por las
tecnologías de la comunicación y la información, la educación debe preparar a los alumnos
con niveles más altos de conocimiento, junto con la capacidad constante de redefinir la
habilidad necesaria para una tarea dada, y para acceder a las fuentes de aprendizaje. A este
respecto el informe Delors (1996: 113), en relación con el nuevo lema de la educación a lo
largo de la vida, señalaba que la educación «debe dar cuenta a cada individuo la capacidad de
dirigir su destino en un mundo en que la aceleración del cambio, acompañada del fenómeno
de la mundialización, tiende a modificar la relación de hombres y mujeres con el espacio y el
tiempo». Por su parte, Beck (1998: 191) propone «reorientar la política educativa» en estas
direcciones: «Una de las mayores respuestas a la globalización consiste en construir y
reconstruir la sociedad del saber y de la cultura; prolongar, y no reducir, la formación;
desligarla o separarla de los puestos de trabajo y oficios concretos».
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2. De la sociedad postindustrial a la sociedad del conocimiento

«El activo más importante de una compañía del siglo veinte era la producción
de equipos. El activo más valioso de una institución (comercial o no) del siglo
veintiuno llegará a ser el conocimiento de sus operarios y su productividad. (...) La
innovación continua llegará a formar parte del trabajo, lo que requiere aprendizaje
continuo como parte del conocimiento del trabajo, lo que requiere ver el
conocimiento como un activo en lugar de un coste» (Drucker, 1999).

El impacto de la ciencia en el mundo productivo se puso de manifiesto ya en la


revolución industrial, pero es en la década de los setenta cuando se teoriza el papel del
conocimiento científico y la tecnología como agente de cambio social y económico y de las
propias relaciones sociales. Empieza, entonces, a hablarse de la llamada «sociedad
postindustrial» (Daniel Bell, 1973; Alain Touraine, 1969), donde se postula la radical
transformación de estas sociedades mediante la revolución científico-tecnológica (Rodovan
Richta, 1974). En ese contexto comienza a hablarse de sociedades de conocimiento
(knowledge societies), al constatarse que la ciencia se está transformando en el principal
factor de producción, desplazando al trabajo y al capital como fuerzas productivas (siglo
XIX). Por eso, se puede hablar de una sociedad de conocimiento cuando el conocimiento
científico penetra en todas las esferas de la vida, así como por la emergencia de la ciencia
como una fuerza productiva inmediata (Böhme y Stehr, 1986). Estos últimos autores, definen
que «una sociedad de conocimiento es una sociedad en que la ciencia ha incrementado de
modo extensivo las capacidades de la sociedad de actuar sobre sí misma, sus instituciones y
su relación con el entorno natural» (p. 20).

En su obra El advenimiento de la sociedad postindustrial (1973) Daniel Bell


argumentaba que la fuente de la innovación se estaba derivando de modo incremental de la
investigación y el desarrollo, llegando a adquirir el conocimiento un papel central como
agente del desarrollo social, vaticinando que el recurso clave de la sociedad postindustrial
será su personal científico (universidades, organizaciones científicas, intelectuales). El
conocimiento científico ha crecido exponencialmente, y su aplicación directa a la industria
(como muestran los programas I+D) es mayor que nunca.

Por su parte, Peter Drucker (La sociedad postcapitalista, 1992), uno de los «gurus» de
la sociedad del conocimiento, resalta el nuevo papel del conocimiento y aprendizaje como
factor principal de producción, desplazando –a diferencia del capitalismo clásico– al capital y
a la mano de obra. El cambio en las organizaciones postindustriales vendrá determinado por
crear contextos en que los miembros puedan continuamente aprender y experimentar. Con la
globalización de la economía y el incremento de la competencia, las organizaciones no
pueden sobrevivir sólo viviendo de los éxitos pasados. Se precisa ser innovadores, creando
nuevas ideas y productos, en una «organización que aprende» en entornos turbulentos. Si en
la primera revolución industrial el conocimiento daba lugar a nuevos medios de producción, y
en la segunda al incremento de la productividad mediante su aplicación al proceso de trabajo;
estaríamos –dice– ante una tercera, en la que se aplica a la propia gestión. Más recientemente
(Drucker, 1999), como señala el texto inicial, el más importante cambio en el siglo XXI es
incrementar la productividad, no por gestión de la actividad de los trabajadores manuales
como hizo el taylorismo, sino por el conocimiento del trabajo y de los propios trabajadores.
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Pero, sin duda, lo que añade un grado cualitativamente nuevo en el conocimiento en la


sociedad han sido el desarrollo de NTIC (Nuevas Tecnologías de la Información y
Comunicación) que, mediante la digitalización de la información, unido a la liberalización del
sector de telecomunicaciones y abaratamiento de los equipos informáticos, posibilitan una
circulación mundial de conocimientos, cual nueva Galaxia que amplía (¿o sustituirá?) la de
Gutemberg de la era moderna. El profesor Carlos Marcelo dedica un capítulo posterior a esta
cuestión, lo que nos exime entrar en él.

La información no es, por sí misma, conocimiento, si no es asimilada, entendida y


utilizada por las personas, que tengan un capital cultural de partida para hacerlo. Podemos
distinguir una economía de la información (un país o centro escolar con fuerte inversión en
equipos informáticos, por ejemplo), con una sociedad de información (ese país o centro
disponen de una cultura de información desarrollada, como para utilizarlos adecuadamente),
y –por último– una sociedad de conocimiento, que exigiría personas suficientemente cultas
como para procesar, entender y criticar dicha información (Goula y otros, 1998). Mientras la
primera es condición sine qua non para la segunda (la posibilidad de compartir recursos en la
red da lugar a un mayor intercambio de información), la tercera exige un cambio cualitativo.
No se puede sacralizar la amplificación de la forma, cuando depende del substrato o fondo, el
medio –contra el dicho de McLuhan– no puede por sí mismo ser el mensaje.

Por ello, la exigencia de ciudadanos cultos seguirá vigente, para que no tomen como
conocimiento lo que son meras mercancías culturales. No basta el suministro masivo de
información para tener una sociedad de conocimiento, si no contamos con una masa de
ciudadanos con un espíritu crítico, capaces de "cribar" y jerarquizar las múltiples
informaciones circulantes. Por eso, en un segundo sentido, «sociedad de conocimiento»
quiere resaltar la importancia sustancial del capital cultural personal en el uso de la
información. Se habla –así– de que la clave del desarrollo no está –como decía la tesis clásica
marxista– tanto en la producción de valores materiales sino en el capital cognitivo de sus
ciudadanos. Esto plantea, como veremos, nuevas demandas en educación y formación a lo
largo de la vida, tanto para adecuar los anteriores conocimientos a las competencias y
habilidades exigidas por las nuevas realidades, como por la relevancia misma que tendrá que
las personas sepan entender y ser.

Justo por la falta de este conocimiento base de partida, para el uso y procesamiento de
la información, en la década pasada en el mundo empresarial sucedió la llamada «paradoja de
la productividad»: inversiones en nuevas tecnologías no incrementaban por sí mismas
suficientemente la productividad. De modo similar, pasó en los centros educativos la
«paradoja de la tecnología»: la llegada de los nuevos equipos informáticos a los centros no
incidían significativamente en los modos de enseñar y aprender.

Por su parte, el Informe de la Comisión de las Comunidades Europeas de 1995,


titulado Enseñar y aprender. Hacia la sociedad cognitiva, conocido como Libro Blanco de la
Educación y la Formación, partiendo de tres grandes hechos contemporáneos (sociedad de la
información, mundialización y desarrollo científico-técnico), propone dos grandes objetivos
educativos: necesidad de una cultura general para cualquier tipo de formación, y desarrollar
la capacitación para el empleo en todos los niveles de formación. Ante la necesidad de
adaptación a la evolución de conocimientos y la aceleración de la evolución científico-
técnica, la Comisión Europea declaró 1996 como año europeo del «Aprendizaje a lo Largo de
la Vida (Lifelong learning)». En una sociedad del conocimiento, el aprendizaje a lo largo de
la vida debe formar parte central de la idea de educación.
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Dicho Libro Blanco parte de que «las tecnologías de la información transforman la


naturaleza del trabajo y la organización de la producción» que, al modelar las relaciones
sociales, económicas y políticas, conducen a una «sociedad cognitiva» y exigen un
aprendizaje a lo largo de la vida, transfiriendo la responsabilidad de la educación y formación
a la propia sociedad civil. En una economía basada en la ciencia y en la tecnología, se
reclaman competencias más cualificadas y niveles más altos de educación, lo que provoca el
incremento de demandas de educación. Este aprendizaje se puede considerar como una visión
instrumental (subordinado a las tecnologías y como adaptación al empleo), o como una
capacitación y desarrollo personal para un uso creativo de los medios y un procesamiento
propio de la información.

En una sociedad del conocimiento, también, los muros de la escuela se rompen, pues
las nuevas tecnologías permiten a los ciudadanos acceder a la información. Se habla
(Caldwell, 1999) de que, en una sociedad de conocimiento, las escuelas serán
progresivamente virtuales, en el sentido de que el aprendizaje pueda ocurrir no sólo en un
lugar y tiempo determinado, ni limitada a una edad determinada de la vida. Es, por tanto,
previsible un incremento de la formación no presencial: la enseñanza no puede ser monopolio
exclusivo de las escuelas. Aun cuando pueda existir formalmente la escuela con sus aulas y
profesores, los modos y contenidos de aprendizaje se amplían enormemente, sin poderse ya
dejar a la puerta de la escuela, penetrando en sus espacios y tiempos. El aprendizaje a lo largo
de la vida («lifelong learning») no limitado al período obligatorio, con instituciones
educativas flexibles, a disposición de las personas según sus necesidades, en la medida que
las nuevas tecnologías computacionales lo posibilitan, puede ser una realidad creciente. Con
todo, sin seguirle el juego a Bill Gates con sus aulas vía Internet y más allá de la vieja
polémica entre apocalípticos e integrados, mientras se cultive la humanidad, la socialización
en un grupo formal de clase y la vida en un centro educativo persistirá como necesaria, por lo
que la convivencia y vida en común para aprender a vivir juntos, no podrá nunca suplirla el
aula virtual.

3. Las claves del cambio

«La bibliografía sobre el cambio educativo al uso no sirve de mucho para


quienes se debaten en medio de estas paradojas. O bien se ocupa de los problemas
del cambio de una época pasada que pudiera habernos dado unas escuelas eficaces
en los años 60, pero no sirve para preparar bien a los niños de los 90; o bien se
funda excesivamente en unos modelos de cambio de `gestión pop' del mundo
empresarial que no son fáciles de transferir a la educación. Necesitamos nuevas
orientaciones y principios para saber cómo desenvolvernos, dirigir y renovar
nuestras escuelas en un mundo inmerso en rápidos cambios, que no sean meras
importaciones acríticas del mundo empresarial, centrado en los beneficios»
(Hargreaves, 1998: 18).

A la hora de señalar algunas líneas de acción claves para el cambio educativo en el


siglo XXI nos encontramos con el dilema que, en el texto anterior, puntualiza Andy
Hargreaves: (a) sumariar algunas lecciones aprendidas del cambio educativo en el siglo
pasado, que –aparte de señalar qué no debamos hacer si no queremos fracasar, no han dado
mucho de sí sobre cómo gestionarlo– dudamos puedan valer para el siglo XXI; o (b)
11

entregarnos confiadamente –como se ha hecho en otras ocasiones, con escasa cosecha, o


quedando como modas pasajeras– a las nuevas metodologías del mundo empresarial, que no
son directamente transferibles al educativo, y que –de serlo– pueden contribuir a acelerar su
progresivo desmantelamiento como servicio público. Tampoco yo voy a poder escapar a este
dilema. En cualquier caso, resulta un tanto descorazonador que el siglo XX, pródigo en
reformas, movimientos de renovación y propuestas didácticas, acabe al final con una
debilidad intrínseca sobre las teorías del cambio al uso. Esta incertidumbre ha sido
aprovechada para, llevándola a otro terreno, poner como único mensaje salvífico la
mercantilización del espacio social y de los servicios públicos.

La literatura del cambio ha documentado suficientemente las razones y causas de los


fracasos, conocemos también la debilidad de los procesos estratégicos de planificación, así
como la necesidad de procesos culturales de implicación y compromiso, como muestra el
profesor Carlos Marcelo en un capítulo posterior. En una larga odisea, del optimismo ingenuo
de los sesenta hemos pasado al desengaño escéptico (cínico o realista) de los noventa, de un
racionalismo que confía en que las buenas ideas pueden ser aplicadas fielmente para cambiar
la práctica, ahora damos todo su valor a la dimensión personal y emocional del cambio.
Comenzamos la mitad de la centuria pretendiendo conocer cómo gestionar el proceso de
cambio, y la acabamos pensando que el asunto es más turbulento, caótico y personal de lo
que se pensaba (Bolívar, 1999a). Si bien algunas raíces aparecen aún asentadas, las ramas son
más frondosas de lo que se creía y algunos frutos han resultado inesperados.

3.1. ¿Qué escenario se dibuja?

El contexto de la globalización y la sociedad del conocimiento redefinen la función de


la escuela. Por un lado, se está forzando a que los centros como organizaciones deben
aprender a sobrevivir dentro de una competencia mercantil intercentros. Por otro, las nuevas
tecnologías de la información y comunicación precisan ser integradas de modos nuevos en la
escuela, al tiempo que pueden volverse en medios alternativos. Los escenarios que se dibujan
atañen a múltiples niveles. Nosotros, para limitar la cuestión, vamos a cifrarnos en tres
dimensiones centrales interrelacionadas: escuela como organización, reconversión de los
roles de los profesores, y reconstrucción del currículum.

3.1.1. Rediseño postburocrático de los centros en un escenario fragmentado

El escenario organizativo diseñado por la modernidad ilustrada (red de


«establecimientos» de enseñanza que, de modo uniforme, contribuyen a la identidad
ciudadana), ya no es/será el mismo. Nuevas tareas y demandas educativas están exigiendo
espacios y tiempos flexibles, en una profunda reestructuración de los modos organizativos
anteriores, con una versatilidad mayor. Los lemas recientes del management educativo
apuntan a un rediseño postburocrático de los centros educativos, que los abocan a un
escenario fragmentado: modos postfordistas de organización, caracterizados por la
flexibilidad, adaptabilidad al cambio, colaboración, competitividad al servicio de la elección
de clientes, descentralización y autonomía de cada unidad organizativa, aprendizaje conjunto
y continuo, orientación hacia la resolución de problemas, innovación internamente generada,
pocos niveles de jerarquía formal, etc.

El proceso de racionalización, característico –de acuerdo con Weber y la Escuela de


Frankfurt– de la modernidad, nos ha legado tecnologías de gestión tayloristas en
12

organizaciones burocráticas que, aparte de haber quedado como apariencias rituales de


fachada externa, se vuelven inservibles para hacer frente a las condiciones más volátiles de la
postmodernidad; caracterizada por la adaptabilidad, creatividad, complejidad, continuo
cambio o incertidumbre. En estos contextos culturales y sociales cambiantes de nuestra
modernidad tardía, Hargreaves (1996) ha explorado lúcidamente el «malestar de la
modernidad», vivido en las estructuras organizativas heredadas, y su reflejo vivencial
(ansiedad, estrés o malestar) en los docentes. Una organización escolar más flexible, que
pueda hacer frente a los problemas actuales, tendría –dice Hargreaves (1996)– unos límites
departamentales más permeables, pudiendo el profesorado pertenecer a varios, un liderazgo
compartido, estructuras menos jerarquizadas, ambientes de trabajo cooperativos. Todo ello
supone, como reto, conseguir la vinculación de los agentes implicados en un compromiso por
un proyecto conjunto.

Una organización postburocrática del trabajo, se dice, es una «organización que


aprende». En lugar de roles y responsabilidades estables, dadas por la posición formal o
regulación jerárquica en la organización, éstos tienen límites difusos que se irían solapando:
un profesor puede/debe ser –al mismo tiempo– miembro de un departamento, pertenecer a un
equipo de mejora escolar, y alternar con dirigir una comisión de reforma del currículum. El
«testigo», podríamos decir, va pasando de unos a otros sin orden prefijado. Las
organizaciones escolares estarían –de este modo– más adaptadas al cambio, con relativos
pocos niveles establecidos de jerarquía formal, toma de decisiones conjunta, sensibles al
entorno, respondiendo a las necesidades de los implicados. En lugar de estructuras
monolíticas, internamente, tendríamos un mosaico compuesto de múltiples marcas o puntos
que se van alterando sucesivamente, en la medida en que se solapan o interconectan entre sí.

La metáfora postburocrática del «mosaico cambiante», propuesta por Hargreaves, no


sabemos si es aún una abstracción futurista o hay síntomas efectivos que muestran su
nacimiento. En una organización de los centros que básicamente ha permanecido invariable
desde su creación en la modernidad, los centros escolares (especialmente de Secundaria)
están siendo bombardeados con una plétora de requerimientos y demandas imposible de
asumir con la actual organización. La reconversión/reestructuración escolar se dirigiría a
cómo alterar la organización burocrática anterior, para que los centros puedan funcionar en
este contexto postmoderno. Entiende Hargreaves que un centro escolar como un «mosaico
cambiante» puede ofrecer una forma más vigorosa y dinámica de colaboración mediante
redes, relaciones y alianzas en el interior del centro, donde el conflicto es visto como una
parte necesaria en el proceso de cambio: «Los principios básicos del mosaico móvil
representan algunas de nuestras mejores esperanzas, desde el punto de vista de la
organización, con respecto a unas formas de escolarización y de enseñanza en la era
postmoderna que sean flexibles, con capacidad de respuesta, proactivas, eficientes y eficaces
al utilizar la pericia y los recursos compartidos, con el fin de satisfacer las necesidades
siempre cambiantes de los alumnos, en un mundo en continuo cambio» (Hargreaves, 1996:
284).

En este final del milenio, el aprendizaje y desarrollo del centro escolar ya no puede
ser sólo un asunto a voluntad de los internos, insensibles a las presiones y demandas del
entorno. Si, en otros momentos, lemas como colegialidad o desarrollo del centro educativo
eran un asunto concerniente sólo a los docentes; ahora parece que ser insensible a dichas
demandas puede significar la progresiva muerte del centro educativo (sea público o privado).
En un contexto, como estamos, de paulatinos cambios en el entorno (globalización,
neoliberalismo y mercado, sociedad del conocimiento, entre otros), donde se está viendo la
13

necesidad de reestructurar las escuelas con mayor autonomía, capaces de hacer frente y
sobrevivir en unos contextos sociales turbulentos y borrosos, una escuela innovadora será
aquella que ha aprendido cómo aprender. Por eso, se propone que los centros escolares se
configuren como «organizaciones que aprenden», como forma de asentar debidamente la
mejora, viéndose en el Aprendizaje Organizativo una respuesta prometedora a las continuas
demandas de reconversión y una fuente organizativa de innovación y adaptación (Bolívar,
1999b).

Fracasados los intentos, en las últimas décadas, de mejorar la educación por reformas
desde arriba, se recurre a implicar a los centros y profesores/as para intentarla desde abajo.
Dado que el control burocrático del currículum y enseñanza no ha llevado muy lejos, se
promueve la autonomía del profesorado en la toma de decisiones para posibilitar su
compromiso en las tareas de enseñanza. Por ello, si no cabe esperar una mejora de la
educación –se argumenta– al margen de las condiciones internas de cada centro, es preciso
pensar de un modo no gerencialista la reforma de la educación. Se confía, entonces, en que
una mayor autonomía pudiera incrementar la profesionalidad del profesorado y su
compromiso con la mejora, mediante la participación y colaboración en el centro escolar. En
último extremo, las propuestas en curso responden a una concepción «orgánica» de los
centros escolares, mediante formas comunitarias de vida, que introduzcan mecanismos de
integración y cohesión en la acción educativa del centro escolar.

3.1.2. Redefinición de la profesión docente

Habiendo reafirmado el papel del profesorado como la clave del éxito de los cambios
educativos; no obstante, nuevas condiciones educativas (pérdida de poder en la transmisión
de información, ampliación del currículum y contenidos educativos, labor educativa no
limitada al aula, intensificación del trabajo, aprendizaje más cooperativo, entre otras) están
llevando transformar los roles en una redefinición de funciones y condiciones del ejercicio
profesional. Todo ello está representando un desafío para la tarea docente, provocando una
reconversión profesional, con la consiguiente crisis de identidad profesional.

Por un lado, se entrevee la necesidad de recuperar virtudes profesionales (vocación,


propósito moral) dejadas en el camino; por otro, se requiere proveer a los profesores con
mayor capacitación (el «empowering», en el lema anglosajón) o reprofesionalización en la
toma de decisiones y en la gestión de los centros. La reivindicación de profesionalización
pronto ha mostrado sus limitaciones, por lo que ha sido preciso extenderla y ampliarla:
«profesionalismo interactivo» que conjugue la individualidad y la colaboración, o
«complejo» como superación crítica de otros tipos de profesionalismo (clásico, práctico,
ampliado), han sido alguna propuestas últimas. El profesionalismo se entiende ahora como
«la capacidad de los individuos y de las instituciones en las que trabajan de desarrollar una
actividad de calidad, comprometida con los clientes, y en un ambiente de colaboración»
(Marcelo y Estebaranz, 1999: 58).

La colaboración entre el profesorado no debe limitarse al interior de un centro, se


induce a establecer redes, ligas y acuerdos de cooperación entre centros y comunidades
profesionales, cuyo intercambio de conocimientos y experiencias entre varios centros
escolares y otras Instituciones (Universidad, empresas) pudiera incrementar tanto el
conocimiento como el apoyo mutuo. Se trata de crear nuevas fórmulas de aprendizaje
continuo –mediante estructuras más orgánicas– dentro de las comunidades profesionales de
14

trabajo (Hargreaves y Fullan, 1998). En tercer lugar, las anteriores condiciones, requieren
acciones (reconocimiento social, condiciones de trabajo) para reconstruir identidades
profesionales resquebrajadas. Cuando la demanda de unas nuevas funciones no encajan con
las pautas organizativas tradicionales, una política de reconstrucción de la identidad pasa, en
primer lugar, por un paulatino «cambio de escenario», que facilite los acciones deseadas.

En las actuales condiciones sociales, la reconstrucción de la profesionalidad docente


primariamente sólo puede venir de dentro-afuera, recomponiendo los centros educativos
como unidad de trabajo conjunto y de vida de los profesores y profesoras; lo que sin duda
contribuirá a aminorar la vulnerabilidad de la profesión docente a un entorno social, político
y económico cada vez más turbulento. A falta de un compromiso social y ético con la
educación, donde se inscribiera la revalorización de la labor docente, la identidad profesional
tiene que asentarse «desde dentro», o «ganársela por nosotros mismos», que dicen los propios
profesores. Precisamente dar un sentido comunitario a la acción colectiva del centro escolar
se dirige a crear un sentimiento de pertenencia, posibilitar una identidad institucional, una
dinámica propia y un sentido conjunto a la acción educativa.

3.1.3. Reconstrucción del currículum y la enseñanza

El currículum escolar debe conjugar la orientación instrumental de preparación en


contenidos académicos para etapas posteriores, con la formación profesional y laboral, y –por
otro– acoger dimensiones propiamente educativas, ante los «déficits de socialización» de la
ciudadanía. Esto convierte a la escuela una «institución total»: asumir tanto la formación
integral de la personalidad (formación moral, cívica y de socialización primaria) como el
desarrollo cognitivo, junto a la enseñanza de un conjunto de saberes, ahora más inestables y
complejos. Estamos, entonces, ante una reformulación de los contenidos de escolarización, y
–con ello– del papel de la escuela y de su profesorado.

Para no cargar con nuevas responsabilidades educativas a los centros escolares, que
incrementen la vulnerabilidad de los profesores al entorno social, es necesario reconocer que
esta tarea no es exclusiva sólo de la escuela y de sus maestros y profesoras, ni el centro
escolar puede responsabilizarse en exclusividad de la formación moral de sus alumnos y
alumnas, a riesgo de atribuirle previsibles fracasos (y culpabilidades) que no les pueden
legítimamente pertenecer en propiedad. Por eso, es preciso recuperar una cierta comunidad
educativa, en un proyecto educativo ampliado, con una nueva articulación de la escuela y
sociedad o un «nuevo pacto educativo» (Bolívar, 1998).

Este problema nos lleva a la cuestión epistemológica, didáctica y política de en


función de qué parámetros seleccionar y organizar la cultura escolar. Conjugar la lógica
disciplinar de las áreas/materias, con aquellas dimensiones sociales actuales, culturalmente
relevantes, ante las que la escuela no debiera inhibirse; no deja de ser conflictivo, como
cotidianamente vive el profesorado. Si aún no es posible romper del todo con la lógica
disciplinar heredada de la modernidad, resulta ineludible también partir de qué dimensiones
de la experiencia humana son relevantes para la educación actual de la ciudadanía. El diseño
del currículum adquiere toda su gravedad cuando se divisa si en lugar de partir de las áreas
curriculares heredadas, habría que dar la vuelta: qué pueden aportar cada una de las áreas de
conocimiento a aquellos problemas que –previamente– hemos determinado como relevantes
en la formación de la ciudadanía. La imposible resolución de estas cuestiones a nivel de
diseño del currículum oficial, hace que se transfieran –en función de una autonomía– a los
15

propios centros y profesorado.

No obstante, a pesar de estos graves problemas, la escuela pública sigue teniendo la


obligación de fomentar un tipo de educación que cultive aquellos valores, formas de
conocimiento y relaciones sociales que requiere la vida en sociedad y la participación activa
en una sociedad democrática. Y esto, no sólo como socialización pasiva al orden establecido,
sino fomentando un compromiso por una profundización y cambio moral. Contribuir a que la
escuela pueda proporcionar la reconstrucción de los múltiples mensajes, informaciones,
actitudes y conductas, dispersos y contradictorios, en que está envuelto el joven en nuestra
sociedad, bien pudiera ser una función de la educación formal en la sociedad actual.

La autonomía en el desarrollo curricular y su correlato en el desarrollo curricular


basado en la escuela, como subraya la profesora Araceli Estebaranz en un trabajo posterior,
es una buena idea pedagógica, que puede posibilitar, entre otros: tomar el centro escolar
como la unidad básica del cambio, hacer que la enseñanza pueda responder más fácilmente a
las demandas e intereses de los implicados, incrementar la participación de padres y
profesores, al tiempo que incardinarse en el medio y contexto cultural. La reconstrucción del
currículum por los centros puede vertebrar, como punto crítico de unión, las demandas de la
política educativa, del medio, y del aprendizaje de alumnos y alumnas, al hacer la enseñanza
más sensible al entorno cultural y personal. Lo que sucede es que, para ello, la autonomía en
el desarrollo curricular no debiera ser justificada sólo como una buena solución para la
calidad educativa, sino plantearla como un cambio e innovación en sí misma, que requiere –
entonces– ir construyendo las condiciones y procesos que promuevan, más allá de la
concesión de espacios de gestión semiautónoma, el desarrollo organizativo del centro
educativo.

En la modernidad, normalmente, se ha entendido que cambiar la práctica educativa se


hace en función de una propuesta curricular externa. Hay un documento de cambio, y –a su
luz– se juzgan qué aspectos de la práctica docente han de ser alterados, para hacerla
congruente con los modos y metas expresadas en el proyecto. Se acepta el prejuicio de que
los que ocupan una posición superior necesariamente están mejor informados que aquellos
que tienen que llevarlo a la práctica, por lo que las innovaciones deban ser introducidas
externamente, cuando el foco de la innovación es el día-a-día de las acciones de los
individuos en sus respectivos contextos organizativos. Las decisiones políticas se presentan
avaladas por expertos, que vienen a la legitimarlas, usurpando la deliberación y discusión de
los actores educativos. Pero, en último extremo, el cambio nunca dependerá de que se
implementen innovaciones diseñadas externamente, sino de desarrollar la capacidad para
llevar a cabo el cambio en las aulas y centros. Por eso, en su lugar, las políticas educativas
deben dirigirse a capacitar a los actores locales a tomar buenas decisiones, dispositivos y
conocimientos que apoyen la práctica, habilidades para analizar y responder a sus
necesidades.

3.2. Algunas claves asentadas del cambio

Sin contar con vías expeditas que puedan conducir a la mejora escolar que, tras el
cuestionamiento postmoderno de las certezas asentadas, continua siendo una práctica incierta;
hemos aprendido –no obstante– algunas lecciones sobre los procesos que pudieran conducir a
lo que pretendemos. Con todo, enseñanzas como «trabajar unidos para mejorar» o aprender a
autoorganizarse, tampoco llevan muy lejos; en el fondo, dentro de los nuevos dispositivos de
16

gobernabilidad de individuos y organizaciones, se apela moralmente a la responsabilidad de


los propios actores por el buen funcionamiento de los centros escolares, induciéndolos a que
sean más productivos, e imputando el fracaso o no consecución de los efectos deseados a los
propios agentes. Pero si ya el motor del cambio no puede ser el sistema, sólo queda el recurso
a los procesos y relaciones que mantengan los agentes. Eso venía a reconocer Hargreaves
(1996: 269) cuando señalaba que: «el principio de colaboración ha surgido una y otra vez
como respuesta productiva a un mundo en donde los problemas son imprevisibles, las
soluciones no son evidentes y las demandas y expectativas se intensifican». De modo paralelo
al anterior apartado, nos centraremos a nivel de organización, profesorado y currículum.

3.2.1. Movilizar las energías internas del cambio

Hemos asumido que el proceso de cambio educativo es intrínsecamente «complejo»,


cuando no paradójico, ya sea por la teoría del caos o por el necesario propósito moral de los
profesores, y –sobre todo– porque el sistema es no- lineal y endémicamente fragmentado. En
un contexto de incertidumbre, de falta de estabilidad y entornos turbulentos, cuando la
planificación moderna del cambio y su posterior gestión han perdido credibilidad, se confía
en movilizar la capacidad interna de cambio (de los centros como organizaciones, de los
individuos y grupos) para regenerar internamente la mejora de la educación. En este contexto
postmoderno, se aduce, las organizaciones con futuro serán aquellas que tengan capacidad
para aprender. De este modo, se pretende –en lugar de estrategias burocráticas, verticales o
racionales del cambio– favorecer la emergencia de dinámicas autónomas de cambio, que
puedan devolver el protagonismo a los agentes y –por ello mismo– pudieran tener un mayor
grado de permanencia.

Las nuevas formas de administración social de la educación tratan de argumentar que


las soluciones dependen internamente de los propios implicados. Una vez que los programas
verticales de cambio no lo han producido, sólo queda el recurso a la integración y coherencia
horizontal. Ante el constatado fracaso de los intentos de una planificación racional del
cambio, argumentamos que la transformación de las organizaciones tiene que producirse por
un proceso de autodesarrollo. Los cambios deben, así, iniciarse internamente desde dentro,
mejor de modo colectivo, induciendo a los propios implicados a la búsqueda de sus propios
objetivos de desarrollo y mejora. Las estrategias de cambio pretenden promover una
interconexión en roles y responsabilidades, tanto entre todas las partes de la organización
como con los asesores externos en un plano de colaboración, para que pueda salir adelante, al
reforzarse mutuamente. De este manera, se concluye que los propios centros han de
determinar su propia transformación organizativa, por lo que las soluciones se deben dirigir
a que los propios centros educativos sean los actores del cambio de cultura organizativa. La
nueva lente con la que se divisa el cambio es cómo los actores de la educación (alumnos,
profesorado y directivos, comunidad local) desarrollan la capacidad de cambiar.

La trilogía de Fullan y Hargreaves sobre Por qué merece la pena luchar en las
escuelas viene a concluir que debemos pasar de que el sistema pueda traer alguna propuesta
salvadora, o comenzamos por nosotros mismos unidos, o el asunto tiene poca salida.
Desarrollar las propias capacidades personales e institucionales está en el corazón del cambio
educativo. Promover la capacidad de aprendizaje proactivo (no reactivo) de los propios
agentes individualmente considerados, y especialmente de los centros escolares como
organizaciones: «desarrollar la capacidad de aprender dentro y fuera, a pesar del sistema y de
las circunstancias adversas» (Fullan, 1998), parece ser –a falta de otras, que sucesivamente
17

nos han ido defraudando– la mejor salida. En fin, de pretender regenerar la educación desde
arriba hemos pasado a pensar que sólo cabe hacerlo desde abajo. En ese sentido, la reforma
educativa española de los noventa puede quedar como el último intento que aún confiaba en
que el cambio puede ocurrir espontáneamente, «gestionado» desde arriba mediante el «fiat»
legislativo, sin reestructurar paralelamente culturas, tiempos y la propia profesión de la
enseñanza.

En una organización que pretende optimizar el aprendizaje de todos sus miembros, el


liderazgo queda seriamente resituado, como he argumentado en otro lugar (Bolívar, 1999b).
En lugar de una posición formal ocupada fijamente, el liderazgo debe ser algo compartido y
que pasa funcionalmente, según las actuaciones requeridas en cada caso, de modo indistinto
de unos miembros a otros. Ello exige una capacitación de todo el profesorado, de modo que
una desigual distribución de conocimientos no pueda dar lugar a liderazgos formales. Como
ha dicho Bennis (1999) estamos ante «el final del liderazgo», en el sentido de que el papel
tradicional de su ejercicio se tambalea, para pasar a esparcirse por los demás agentes
educativos. Deja de ser la cabeza de la pirámide, como el modelo burocrático anterior, para
redefinirse como dinamizador de las relaciones interpersonales del centro y con una función
de agente de cambio y recursos. Esto obliga, a su vez, a delegar responsabilidades a otros
miembros, en favor de una toma de decisiones compartidas, como uno de los objetivos claves
en la reestructuración. En una cultura profesional de colaboración, es obvio, deben
desarrollarse nuevas formas de liderazgo de todos profesores, más allá de la exclusiva
preocupación del aula/grupo individual. Si la organización debe aprender como conjunto, no
lo hará por líderes ejemplares, sino por la inclusión, iniciativas y cooperación de todos los
implicados.

3.2.2. Dimensión personal: Reequilibrar lo racional y lo emocional

La modernidad, en función de la propia racionalidad de los proyectos de cambio,


desdeñó entrar en la dimensión personal (afectiva, emocional y moral) del trabajo del
profesorado, ignorando esas complejas redes que configuran las vidas profesionales. Cuando
la literatura del cambio educativo ha otorgado al profesorado un lugar central, y lo ha hecho
en numerosas ocasiones, mayoritariamente ha sido para analizar su resistencia a hacer una
implementación exitosa, de acuerdo con lo planificado por los diseñadores; por lo que todo el
asunto era «cómo cambiarlos». Al final del siglo, nos hemos dado cuenta –como dice
Hargreaves (1997)– que hemos pretendido introducirlo por la puerta falsa; por lo que, como
en su momento dijo Fullan, el cambio educativo –en último extremo– depende de lo que los
profesores piensan y sienten. Después de las sucesivas olas y movimientos en las últimas
décadas para hacer más efectiva la enseñanza o la formación del profesorado, nos hemos
apercibido de haber silenciado su otra cara: cómo incide individualmente en las vidas
(emociones, ilusiones, perspectivas futuras) de los profesores y profesoras como personas.

La teoría y la práctica del cambio educativo necesita penetrar en lo que es el corazón


de enseñanza, en aquello que mueve a los profesores a hacerlo mejor. El fracaso de las
reformas se ha debido, entre otros, a no haber reconocido que los participantes tienen su
propia historia de vida e identidad profesional. Esto conlleva no sólo tener en cuenta el
conocimiento, valores y asunciones propias de la gente implicada, sino –más aún–
esperanzas, intenciones y deseos sobre el futuro. Los cambios educativos y reformas afectan
no sólo ni principalmente a los conocimientos, habilidades o capacidades de los profesores,
sino más básicamente a las relaciones que tienen en su trabajo, a la pasión y emoción con que
18

lo vivan, que están en el núcleo de los procesos de enseñanza y aprendizaje. Por eso, no
puede reducirse a un conjunto de competencias técnicas.

En este final de la modernidad, como hemos puesto de manifiesto (Bolívar et al.,


1999), está emergiendo una nueva visión que dirige su atención a los profesores y profesoras
como personas, con unas trayectorias profesionales y un ciclo de vida (personal y
profesional) determinado, como aspectos nucleares de cualquier propuesta de cambio y
mejora profesional. Dentro de la reconversión del trabajo escolar en la que nos encontramos,
reivindicar lo personal y el lado emocional del oficio de educar, lejos de un posible
neoromanticismo o de algo idealista, que se decía en la época de sobredeterminación de las
estructuras, es ahora uno de los más eficientes modos de incidir políticamente. Cambios con
posibilidades de éxito, deben ir acompañados de sentimientos positivos.

Esta dimensión personal, situada hasta ahora en los márgenes fronterizos, ha


emergido como núcleo primario de preocupación. Anthony Giddens (1995) ha visto
lúcidamente las insuficiencias de la «política emancipatoria» de la modernidad, necesitada de
ser complementada con una política de la vida, que tienda a (re)construir la identidad
personal, en modos que supongan una autorrealización de los individuos concretos, con una
ampliación de la capacidad de decisión. Lo que sucede es que, en la sociedad red, la identidad
ya no es un proyecto a realizar, más bien se configura como una resistencia a la
homogeneización. De ahí, la relevancia que tiene defender la identidad personal y cultural en
la globalización. A su vez, el currículum escolar es, también, uno de los espacios
privilegiados de construcción de identidades sociales.

2.3.3. ¿Qué cultura deberá configurar el currículum?.

La cuestión curricular clave es ¿en qué medida la educación puede contribuir a


preparar a las nuevas generaciones para vivir en la nueva centuria?. Con la lucidez que le
caracteriza, Bruner (1997: 7) escribe: «la tarea de las nuevas generaciones es aprender a vivir
no sólo en el amplio mundo de una tecnología cambiante y de un flujo constante de
información; el desafío es poder desarrollar un concepto de nosotros mismos como
ciudadanos del mundo y, simultáneamente, conservar nuestra identidad local. Posiblemente
tal desafío representa para las escuelas, y la educación en general, una carga como nunca en
la historia».

Nos encontramos con la necesidad de releer la cultura académica, de modo que –


superando la compartimentación actual, heredera de las divisiones disciplinares de la
modernidad– permita entrelazarla y organizarla para dar a los jóvenes una cultura que les
posibilite tanto una compresión interrelacionada de los hechos presentes y futuros, como
saber qué hacer para actuar de modo ético. Por otra parte, la educación no sólo tendrá que
poner a su servicio las NTIC y conocimientos que circulan, más básicamente deberá preparar
a los alumnos y alumnas para la cultura de la información, de modo que pueda procesar como
conocimiento propio las informaciones circulantes. Una formación flexible a lo largo de la
vida, ya señalada, debe combinarse con el cultivo de las múltiples inteligencias, que ha
destacado Gardner.

Acabamos igualmente el milenio con el dilema no resuelto de combinar una «política


de la igualdad» ilustrada, que exige un currículum común, con un «reconocimiento la
diferencia», que conduce a un currículum diferenciado. Se demanda fomentar la
19

particularidad, frente a las pedagogías de la emancipación basadas en una política de la


igualdad, que –al final– han subordinado las diferencias culturales e individuales a una
igualdad formal de los individuos. Desde el punto de vista moderno una «escuela común» es
aquella que está abierta a todo alumno, ofreciendo sin discriminación una «educación
común» para todos. El respeto a la diversidad de valores y concepciones particulares de vida
buena, no debiera implicar renunciar a unas normas básicas o no negociables que articulan el
marco de una sociedad democrática liberal. Al fin y al cabo la escuela, desde sus inicios
ilustrados, siempre tuvo como misión contribuir a dar una cohesión política (al tiempo que
identidad cultural) entre la ciudadanía. Lo que sucede es que esta preocupación debe unirse
hoy, en nuestras sociedades cada vez más multiculturales, a una tolerancia y respeto de la
diferencia. En paralelo a lo anterior, desde las tendencias postmodernistas, se está reclamando
un currículum que, en lugar de una visión uniforme, simple y homogénea de la realidad,
presente una visión diferenciada, acorde con cada grupo cultural.

Por otro lado, de acuerdo con la tradición liberal ilustrada, es una herencia
irrenunciable que la educación en una sociedad democrática debe promover la independencia
y autonomía de juicio en los alumnos y alumnas, para que los futuros ciudadanos puedan
pensar por sí mismos (capacidad para deliberar, juzgar y elegir). Frente a esta tradición
individualista, que está tocando techo, actualmente nos encontramos, por una parte del
pensamiento (comunitarismo), con una fuerte reivindicación de una dimensión comunitaria
de la vida. Es necesario, entonces, la formación de los ciudadanos en aquel conjunto de
virtudes y carácter (hábitos) que hacen agradable (o placentera) la vida en común; conjugada
con el reconocimiento de la diversidad sociocultural y diferencias individuales (Bolívar,
1998).

***
Las políticas educativas occidentales se dirigen a incrementar la capacidad de
autogestión de los propios centros educativos, en el currículum, presupuesto u organización.
Debido a la débil relación que han tenido los cambios estructurales con los procesos de
enseñanza-aprendizaje que ocurren en el aula, y a las crecientes demandas de los «clientes»,
parece (Caldwell, 1999) que es preciso unir dicha autogestión con su impacto en el
aprendizaje de los alumnos, de modo que se asegure que todos los alumnos aprenden mejor.
Caldwell y Spinks (1998) han presentado una visión (modelo) de escuela en una sociedad del
conocimiento, donde entre otras líneas estratégicas de acción se encontrarían:

1. Los límites disciplinares se han roto, para integrarse en el currículum, las nuevas
tecnologías del aprendizaje se han generalizado, desapareciendo la rigidez en el currículum.

2. La estructura de las escuelas diseñadas en la edad industrial serán rediseñadas para


adecuarse a las necesidades de la sociedad del conocimiento.

3. Las escuelas deberán contar con un amplio rango de profesionales que trabajan con y
apoyan a los profesores. Algunos de ellos no limitarán su trabajo a la escuela, sino en otros
contextos y servicios, que puedan satisfacer las necesidades de todos los estudiantes.

4. Los profesores podrán tener acceso a los mejores recursos que apoyen su trabajo (Cd-
Roms o Internet), así como con la asistencia de especialistas en recursos de aprendizaje.

5. Estudiantes, alumnos, y otros profesionales trabajarán cada vez más en equipos, dentro de
un conjunto de pautas cooperativas en los lugares de trabajo y en otros campos.
20

6. Los centros escolares ampliarán sus cometidos en orientación y apoyo a los estudiantes,
con las expectativas de éxito para todos. El aprendizaje se espaciará, conjugando la
enseñanza formal con las escuelas virtuales.

7. Nuevos roles y profesionalismo de los profesores darán lugar a una responsabilidad y


rendimiento de cuentas, a formas de desarrollo profesional individual y en equipo.

8. Igualdad de acceso y equidad deberán ser rediseñados en una sociedad del conocimiento,
con un amplio rango de estrategias que incluyan recursos intercentros, acuerdos con el sector
privado y la creación de centros de aprendizaje basados en la comunidad.

9. Las escuelas virtuales llegarán a ser una realidad en determinados momentos de la


educación, conviviendo con las escuelas como instituciones, en establecimientos educativos
cercanos.

10. Nuevas culturas para el aprendizaje tendrán lugar en una sociedad del aprendizaje. En
complemento a conceptos aceptados como «aprendizaje a lo largo de la vida», existirán
aprendizajes en el momento que se precisen para todos los interesados.

Entre posibles visiones utópicas que generen altas expectativas de cambio educativo,
entregándose confiadamente a las nuevas tecnologías, nuestras condiciones de «modernidad
tardía» nos lleva a adoptar un tono precavido o, en cualquier caso, más incrédulo. Que el
nuevo escenario social y educativo sea prometedor o, por el contrario, preocupante,
dependerá –en último extremo– de la acción humana, que puede alterar el curso de la historia.
Justamente el conocimiento educativo acumulado, del que dan cuentan los diversos trabajos
recogidos en este libro, pueden contribuir a señalar líneas de acción deseables.
Después de todo hay razones para confiar en que la educación seguirá siendo una prioridad
tanto de los gobiernos como de la sociedad en su conjunto.

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