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David Zurdo
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David Zurdo, 2018
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Siempre estamos en el presente: aquí y ahora. No importa cómo
hemos llegado ni a dónde nos dirigimos; pero cualquier decisión que
tomemos puede cambiar para siempre nuestro destino.
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El edificio de la clínica era grande y sobrio. Eso era lo mejor que podía decirse de él.
Lo peor, que destilaba tristeza por los cuatro costados. Como el cielo gris plomo de
esa tarde otoñal y lluviosa.
Iván llegó a la clínica, en las afueras de Madrid, con tanto temor como excitación.
Podían estar siguiéndole. Si él sabía que Yolanda había recuperado la consciencia,
también lo sabrían quienes más interés tenían en que no lo hiciera. Por eso utilizó la
moto de un amigo, que se la dejó aparcada en un lugar pactado de antemano.
Acababa de estacionarla en una pequeña zona ajardinada que pertenecía a las
instalaciones de la clínica. Se quitó el casco y se sacudió la ropa para eliminar algo
del agua acumulada durante el trayecto. Por suerte, la lluvia no era muy intensa ni
hacía demasiado frío. Era más bien una sensación desapacible que se aliaba con el
aspecto de aquel lugar.
Se quedó junto a la moto un par de minutos, esperando para comprobar si alguien
lo había seguido. En ese tiempo no vio a nadie sospechoso, así que se decidió por fin
a entrar en el recibidor de la clínica. El interior era luminoso y aséptico, como cabía
esperar. Se dirigió a la joven del mostrador de recepción. Estaba leyendo un libro y ni
siquiera reparó en él hasta que lo tuvo delante. Cerró el libro, con un papel marcando
la página, y le dedicó una sonrisa.
—Buenas tardes, ¿qué desea? —dijo llamándole de usted, aunque Iván no tenía
más de veinticinco años.
—Hola. Venía a visitar a una paciente: Yolanda Serna.
—¿La guardia civil? —preguntó la recepcionista.
Al decir eso, su cara mostró cierto abatimiento que Iván no supo cómo interpretar.
—Sí —contestó él—. Me han llamado esta mañana para decirme que ha salido
del coma.
—¿Su nombre?
—Iván Castro.
—Espere, por favor. Avisaré a su médico.
La joven consultó el ordenador que tenía a un lado. Luego descolgó el teléfono y
marcó una extensión.
—¿Doctor Loeches?… Está aquí Iván Castro. Pregunta por la paciente Yolanda
Serna… Sí, ahora mismo se lo digo. Gracias. —Colgó y volvió a dirigirse a Iván—:
Por favor, siéntese un momento en esos sillones. El doctor bajará enseguida.
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Los sillones a los que se refería la recepcionista estaban junto a la entrada. Iván le
dio las gracias y fue hacia ellos. La joven le dedicó otra sonrisa, más bien triste, y
regresó a la lectura.
Iván no tuvo que esperar mucho. El médico no tardó más de dos minutos en
aparecer por el pasillo que se extendía a ambos lados del mostrador de recepción.
Llevaba una carpeta bajo el brazo y no iba vestido con la típica bata blanca. La
recepcionista le hizo un gesto al pasar para indicarle quién era el visitante, aunque en
ese momento no había nadie más.
—¿Iván Castro? —dijo el médico, tendiéndole la mano—. Soy el doctor Mario
Loeches. Ha venido a ver a Yolanda Serna, ¿no es así?
Iván le estrechó la mano y contestó afirmativamente.
—¿Es familiar suyo, amigo…?
—Somos amigos.
—Muy bien. Pero antes de llevarle a su habitación —continuó el médico—, me
gustaría que habláramos un momento en mi despacho.
—¿Es que ocurre algo?
—Mejor hablemos en mi despacho. Allí se contaré todo. Acompáñame, por favor.
Ante la mirada compungida de la recepcionista, por encima de las páginas de su
libro, atravesaron juntos el pasillo por el que el doctor Loeches había venido hacía
unos instantes. Luego tomaron un ascensor, en completo silencio, y subieron a la
segunda planta. El médico guio a Iván por otro pasillo hasta la puerta de su despacho.
Dentro, se sentaron a una pequeña mesa circular que estaba frente al escritorio y junto
a una ventana que daba a la zona ajardinada.
El doctor Loeches abrió la carpeta con el informe médico de Yolanda.
—La paciente ha recobrado la consciencia, en efecto —confirmó—. Pero sus
lesiones eran muy graves. Aunque la bala que recibió en la cabeza no afectó a
ninguna región crítica del cerebro, el trauma fue muy importante. Perdió mucha
sangre. De hecho, es un milagro que haya salido del coma después de casi seis meses.
El médico cogió del expediente algunas imágenes que mostraban las lesiones de
Yolanda y se las puso delante a Iván.
—¿A dónde quiere llegar, doctor?
La angustia de Iván aumentaba por momentos.
—El coma no es como estar dormido. Cuando es prolongado, a menudo se
convierte en irreversible. En caso de que el paciente se recobre, suele llevar
aparejados otros problemas. Su amiga Yolanda presenta un caso severo de amnesia.
No hay que perder la esperanza: en ocasiones, la persona va recobrando con el tiempo
sus recuerdos. Pero también hay que ser realistas, ya que no se puede asegurar que
eso vaya a suceder.
—¿No se puede hacer nada?
—El cerebro es un gran misterio. Por desgracia, más de la mitad de los pacientes
que trata la psiquiatría desbordan nuestros conocimientos. En casos como el de
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Yolanda, solo el tiempo tiene la última palabra.
Tras la revelación del médico, con Iván aún asimilando la noticia, ambos salieron
del despacho, volvieron al ascensor y subieron otra planta. La habitación de Yolanda
se hallaba en el ala del edificio donde, de no haber estado ese día el cielo
completamente cubierto por las nubes, habría dado el sol.
—Por favor —dijo el médico abriendo la puerta—, le ruego que no se quede con
ella más que unos minutos. Ya habrá otros momentos para verla, más adelante. Ahora
debe reposar.
Iván no entró. Se quedó quieto en el umbral. Yolanda estaba tumbada en la cama
con aire ausente. Al fin se fijó en él y cruzaron sus miradas. Iván vio en sus ojos que
no era capaz de reconocerle. Antes de entrar, notó cómo su mente bullía: Yolanda era
la única persona que podía corroborar su historia. La única persona en el mundo,
aparte de él mismo, que sabía la verdad.
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—¡Ahí! ¡A la derecha!
El grito de Iván sonó muy fuerte, como si le fuera la vida en ello. Aunque no era
más que la indicación del desvío de una gasolinera. Alfredo, que iba conduciendo,
reaccionó a tiempo y lo tomó a más velocidad de la debida, dadas las circunstancias.
El cielo estaba tan negro que la noche parecía haberse adelantado. El termómetro
exterior marcaba dos grados y la nieve caía sobre el parabrisas como los flecos de un
manto deshilachado.
Iván era el mejor amigo de Alfredo. Lo había sido desde siempre, desde que eran
unos críos que vivían en un pequeño pueblo a las afueras de Madrid. En el asiento
trasero iba Beatriz. A ella la conocían desde hacía menos tiempo, desde que coincidió
con Alfredo en un curso de literatura creativa, pero los tres formaban un grupo que
parecía unido con pegamento.
—No veo hacia dónde está la gasolinera —dijo Alfredo, con la cabeza muy cerca
del cristal, como si con eso pudiera traspasar la nevada.
Iván sacudió la cabeza, negando.
—Yo tampoco, aunque… no debe de estar muy lejos.
Un par de kilómetros más adelante llegaron a una bifurcación con un stop. Los
letreros al otro lado, si es que los había, no llegaban a distinguirse.
—¿Derecha o izquierda? —preguntó Alfredo.
Beatriz parecía ajena a todo aquello. Estaba repanchingada en el sillón trasero,
con las rodillas sobre el respaldo de Iván y tratando de consultar los mensajes de
Twitter en su móvil.
—A la derecha —dijo Iván como si supiera el camino. Era algo típico en él.
No venía ningún otro coche; al menos, no había luces que se aproximaran por
detrás. Alfredo continuó detenido en el stop.
—¿No es mejor a la izquierda? Nos acercaríamos más a la autovía.
—No sé para qué preguntas, pero creo que la idea no es acercarnos más al a
autovía, sino encontrar la gasolinera —contestó Iván de malas pulgas.
Atrás, Beatriz bloqueó su teléfono y al fin intervino en la discusión:
—¡Paz! No aumentéis la entropía del Universo con vuestras gilipolleces.
Alfredo e Iván se miraron y no pudieron evitar sonreírse mutuamente. Beatriz
trabajaba como redactora en una revista de divulgación científica un tanto alternativa,
y solía emplear ese tipo de frases «graciosas».
—Sí, no vayamos a cometer un error de proporciones gaussianas —dijo Iván,
imitando a su amiga.
Alfredo arrancó y tomó el camino de la derecha, el que había sugerido Iván.
—Venga, vamos por aquí. Qué más da. No creo que podamos perdernos mucho.
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Ya estaban enfilando ese sentido de la carretera cuando Beatriz emitió desde la
parte trasera un sonido de disgusto.
—Sí, eso espero, que no nos perdamos. No he podido mirar el Twitter. El 3G no
funciona y casi no hay cobertura normal.
—¿Tanta urgencia tienes con el Twitter? —dijo Alfredo.
—No, so memo, lo digo por el GPS. Si nos hace falta ponerlo, el mío no creo que
funcione.
—No te preocupes por eso —dijo Iván—, mi teléfono lleva una antena GPS de
verdad. Funciona directamente con los satélites, no le hace falta cobertura.
El cabo José María Ortiz y la guardia Yolanda Serna, de la Guardia Civil, estaban
parados dentro de su todoterreno a un lado de la carretera, fuera de la vista de los
otros coches que circularan por ella. Aunque, con la niebla y las luces apagadas,
hubieran estado fuera de la vista también en medio de la vía. Las dos últimas horas
habían estado reconociendo las carreteras de la zona para comprobar si la nevada
amenazaba con cortarlas. De momento no era así, pero si la situación empeoraba —
como parecía más que probable—, los pueblos de la región quedarían incomunicados
en varios kilómetros a la redonda. Como todos los años.
Eso era algo que el cabo Ortiz sabía bien. Siempre había vivido allí, primero el
Otsobeltz y luego en un pueblo llamado Treviño, que daba nombre a todo el condado:
una isla de la provincia de Burgos dentro de la provincia de Álava, un trozo de la
vieja Castilla dentro de Euskadi. La guardia Serna había llegado a su destino en el
puesto de Treviño hacía dos meses escasos, y aún no conocía la zona ni casi nada de
sus gentes. Aunque las primeras impresiones habían sido buenas. El cabo Ortiz, sin ir
más lejos, a pesar de un humor algo irascible, se preocupaba mucho por instruirla.
Era un poco como su padre, tanto por la diferencia de edad como por la actitud que
adoptaba a veces.
Yolanda se acarició el pelo, intensamente rubio, hasta el pequeño moño en el que
lo llevaba recogido. Sus ojos, azules como el cielo de verano, estaban fijos en el casi
negro horizonte invernal. Faltaban solo dos días para la Nochebuena.
—Por fin alguien —dijo cuando vio las luces del coche en que iban Alfredo, Iván
y Beatriz—. Parece que se dirigen hacia Otsobeltz.
A su lado, tras el volante, el cabo Ortiz asintió y sonrió levemente.
—Vas aprendiendo, niña —musitó. Su mirada estaba clavada en la trayectoria del
coche—. Sí, van hacia Otsobeltz. Bien.
—¿Bien por qué?
—Por nada. Si la nieve corta la carretera, allí podrán pasar la noche.
—¿Hay una pensión o algo? No lo sabía.
—Una casa… de una señora que alquila habitaciones.
La nevada parecía conceder una pequeña tregua. No así la niebla, que seguía igual
de impenetrable, o peor. Alfredo no había dejado de conducir todo el tiempo casi
pegado al volante.
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—Pareces una vieja —se burló Iván.
—Vale, listillo, pero como no encontremos la gasolinera pronto, nos vamos a reír
todos un montón. Hace mucho que se encendió el testigo de la gasolina, y el aforador
va mal.
—¿El aforaqué? —dijo Beatriz, como si Alfredo hubiera pronunciado la palabra
más rara del mundo.
—El aforador sirve para medir la cantidad de gasolina que hay en el depósito.
Está medio jodido y no mide bien la reserva. No me gustaría nada que nos
quedáramos tirados en esta carretera de mala muerte.
—Anda, anda, no te preocupes tanto —volvió a burlarse Iván—: seguro que la
encontraremos. ¿Acaso te has quedado alguna vez sin gasolina?
—No, nunca, pero…
—La suerte favorece a los audaces. Písale un poco, hombre, que las ruedas no se
van a desintegrar por la velocidad.
Un gruñido casi inaudible, por encima del ruido del motor, fue la única respuesta
de Alfredo. No pisó más el acelerador. De hecho, trababa de ser muy dulce con él,
porque empezaba a temer que pudieran encontrarse algunas placas de hielo.
—Que sepáis que no llevamos cadenas —dijo al rato.
Siguió conduciendo en silencio durante unos minutos más y, al fin, sin avisar, se
detuvo a un lado en una parte más ancha de la vía, fuera del arcén.
—¡¿Nos hemos quedado sin gasolina?! —preguntó Beatriz con angustia.
—No —dijo Alfredo—. No sé hacia dónde estamos yendo y me parece absurdo
seguir así. Iván, por favor, conecta el GPS y busca en el mapa la gasolinera, o alguna
otra que esté cerca.
El aludido sacó su móvil del bolsillo y activó la aplicación de mapas. Esperó a
que la antena les diera la posición. En vano, porque el pequeño icono indicador de la
presencia de satélites no dejó de parpadear.
—¿Qué pasa? —dijo Alfredo, inquieto por la espera.
—No lo sé. Esto no va. Debe de ser por la niebla.
Beatriz sacó la cabeza entre los asientos delanteros.
—¿Y qué tiene que ver la niebla con que funcione el GPS? ¿No decías que el tuyo
sí funcionaba sin cobertura?
Iván le dedicó una mirada molesta.
—En teoría, sí. Pero el caso es que no coge los satélites. Y no sé por qué.
—¿Tu móvil tiene GPS? —preguntó de nuevo Beatriz, esta vez a Alfredo.
—No, el mío es antiguo.
—Bueno, ¿y qué hacemos?
—Seguir. Tarde o temprano llegaremos a algún sitio.
Alfredo se incorporó de nuevo a la carretera, cada vez más molesto y frustrado.
La oscuridad les rodeaba, con un halo blanco en torno a los faros que aumentaba la
sensación general de negrura. El pavimento era irregular y el trazado parecía
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diseñado por una oruga que se moviera sin rumbo fijo. Solo veían eso: el mundo
había dejado de existir más allá de las luces del coche y del reguero de asfalto por el
que iban avanzando hacia ningún sitio.
Continuaron en silencio, bajo la incesante nieve, durante algunos kilómetros que
se hicieron eternos. El ruido del ventilador de la calefacción se unía al murmullo del
motor y de las ruedas, en un sonido monótono que solo cambiaba con el vaivén de los
limpiaparabrisas. Iván estaba a punto de pedir a Alfredo que volviera a pararse, para
probar de nuevo con su GPS, cuando un punto luminoso surgió al fondo de la
carretera, justo al pasar una curva cerrada.
—¡Ahí! —gritó y la señaló con el dedo.
—Joder, menos mal… —dijo Iván.
No era la gasolinera. Alfredo fue hacia la luz a paso de tortuga hasta que se
desdobló en dos. Una, más lejana, parecía una farola. La que estaba más cerca era el
letrero de un bar. No vieron el cartel con el nombre del pueblo, pero estaban entrando
en uno: casas desperdigadas, confundiéndose con la negrura, en medio de un terreno
pedregoso y yermo. Un pueblo como otro cualquiera de esa zona dura y casi estéril.
—Voy a parar en el bar —dijo Alfredo—. Podemos preguntar por la gasolinera y
aprovechar para tomar algo. Me va haciendo falta un café.
Los otros dos no contestaron. Se limitaron a asentir en silencio. Alfredo fue
reduciendo la marcha, lenta ya de por sí, y desviándose hacia la izquierda de la calle.
Se fijó en el cartel luminoso. Desde tan cerca sí podía leerse el nombre: La Boca.
Justo cuando iba a detenerse al lado, el haz de los faros del coche rebotó en un gran
bulto negro. Alfredo frenó en seco. Sus amigos se dieron un sobresalto. Iván estuvo a
punto de comerse el parabrisas. Beatriz se echó encima del asiento delantero porque
se había quietado ya el cinturón de seguridad.
—¡Joder! —exclamó Alfredo.
Cuando Iván pudo recuperar la posición y miró a través del parabrisas, vio algo
imposible: un animal negro como la noche y con los pelos de punta. Sus ojos
reflejaban la luz del coche como minúsculos carbones encendidos.
—¿Es un perro, no? —dijo Iván.
Beatriz también lo vio.
—¡Alfredo, no te pares, sigue, por favor!
—¿Y qué quieres, que lo atropelle?
Desde el asiento trasero, la joven se colocó entre ambos asientos de un salto, sacó
medio cuerpo hacia delante y oprimió el claxon del coche. Alfredo dio un respingo.
No se esperaba que hiciera eso.
—¡Estate quieta!
En ese preciso instante, un nuevo testigo luminoso se encendió en el cuadro de
mandos, por encima del indicador de la reserva de gasolina.
—¡No me jodas! —exclamó Alfredo.
Iván le miró con extrañeza.
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—¿Qué es lo que pasa?
—Es el testigo del motor. Un fallo.
—Pero… no se nota nada. No se ha parado, ni hace nada raro.
—Da igual: tiene un fallo. Lo detecta la centralita. Espero que no sea muy grave.
Por lo menos la luz es amarilla, no roja.
Con el perro inmóvil delante de ellos, Alfredo paró el motor y volvió a
encenderlo, a modo de comprobación. La luz seguía ahí.
—Bueno —dijo resignado—, voy a ver si despisto al puto perro y podemos ir al
bar. Luego ya veremos qué hacemos.
—Yo no me bajo con un perro ahí fuera —dijo Beatriz—. ¿Y si está rabioso…?
Alfredo cogió de la guantera el manual del coche. Luego dio marcha atrás unos
metros, giró el volante para rodear el perro sin quitarle ojo, y avanzó muy despacio
hasta la farola que habían vislumbrado desde lejos. Estaba en una especie de
bifurcación. La calle de la izquierda seguía a la misma altura, mientras que la de la
derecha ascendía en cuesta, ambas hacia la negrura. Como esperaba, Alfredo
comprobó que el perro les había seguido. Frenó junto a la farola y giró el volante a
tope para dar la vuelta. Entonces pisó el acelerador y deshizo a toda velocidad el
camino hasta el bar. En el trayecto, el coche dio un par de tirones nada halagüeños.
—¡Ahora! ¡Abajo! —dijo con su puerta ya abierta.
Iván abrió su puerta para salir. Al hacerlo, una enorme cabeza y una boca llena de
dientes emergieron entre la niebla.
—¡Coño! —gritó, y cerró de inmediato.
—No puede ser el mismo perro —dijo Alfredo—. No ha tenido tiempo de volver.
A Beatriz, un escalofrío le recorrió toda la espalda.
—¿Y ahora qué hacemos…?
—Bajarnos todos por el otro lado y correr hacia el bar. No se me ocurre otra cosa,
y no creo que vaya a pasar nada. No es más que un chucho.
—¡De chucho nada! —dijo Iván—. ¿Tú has visto qué boca?
Alfredo sintió cierto regocijo al ver a sus amigos tan asustado por un simple
perro. Se hubiera reído a carcajadas si no fuera porque estaba preocupado por la
avería del coche.
—Venga, valientes. Tú vas la primera, Beatriz. Nosotros te seguimos justo por
detrás.
Por alguna razón incomprensible, la joven no protestó. Salió del coche y se lanzó
hacia la puerta del bar con tanto ímpetu que, de haber tropezado con algo, se habría
dado de bruces contra ella. Iván recurrió a su vergüenza torera, pero también corrió.
El último en entrar fue Alfredo, que echó una última mirada atrás por si acaso. No
tenía miedo a los perros, pero sí respeto. Sobre todo a los grandes, como aquellos.
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En el interior del bar se hizo el más completo silencio. No es que eso fuera gran cosa,
porque estaba de por sí bastante poco animado y solo había cuatro o cinco personas
dentro, contando con el camarero. Parecía congelado en los años ochenta: paredes de
gres marrón claro, suelo de baldosas grises, barra ancha de aluminio pulido, cuatro
mesas también de aluminio, sin la menor concesión al adorno. Ni siquiera había
televisor.
Beatriz se acercó directamente al camarero, un hombre fornido de unos cincuenta
años, o poco menos.
—Buenas noches.
—Buenas noches —contestó él muy serio.
—Creo que nos hemos perdido. Íbamos en dirección a Vitoria y nos hemos
desviado para echar gasolina.
A ella misma le sonó una explicación un tanto absurda e innecesaria.
—¿Sabe dónde hay una gasolinera cerca? —dijo Iván, ya a su lado.
El hombre se rascó el mentón, con barba incipiente.
—La gasolinera más cercana está a unos kilómetros. Pero… —consultó la hora
—. Son casi las nueve y cierra pronto, a las ocho o a las ocho y media como mucho.
Seguro que ya está cerrada.
El silencio volvió a adueñarse del lugar por unos segundos.
—¿Y un taller? —preguntó Alfredo.
—Eso sí lo hay —dijo el camarero—, pero también estará cerrado. Suele abrir por
las tardes un rato, pero no hasta estas horas.
—¿Y no podríamos avisar al mecánico? ¡Es una urgencia!
Alfredo levantó la mano con el manual de su coche, como si mostrarlo pudiera
servirle de algo.
—De todos modos —dijo Iván—, estamos sin gasolina. —Se dirigió de nuevo al
camarero para añadir—: ¿Podemos pasar la noche en algún sitio por aquí?
El hombre, que había apoyado las manos en el mostrador, las separó y dio un
paso atrás. Dirigió una mirada fugaz hacia otro hombre que estaba sentado solo a una
mesa. Este no expresó nada ni con sus ojos ni con su rostro, que parecía de piedra.
Pero algún efecto tuvo en el camarero, que volvió a mirar a los chicos, carraspeó y
dijo:
—Hay una casa a las afueras. Es de una señora que a veces alquila habitaciones a
los excursionistas. Se llama Amane.
Beatriz dijo «gracias» mirando hacia el hombre de la mesa. Este asintió casi
imperceptiblemente. Pero, en contra de lo esperado, también habló.
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—Que Mikel les acompañe —dijo al camarero, sin apartar sus ojos de los de
Beatriz—. Pero ya no hay prisa, ¿no? Si os vais a quedar a pasar la noche, podéis
sentaros un rato y tomar algo conmigo. No llegan muchos forasteros. ¿Me dejáis que
os invite?
Ahora había un atisbo de sonrisa en sus labios. Movió una de las manos para
reafirmar sus palabras e indicarles que se sentaran con él.
Iván miró al Alfredo. Beatriz los miró a ambos.
—¿Por qué no? —dijo esta última.
No pudo evitar pensar en lo habitual que era que los hombres se fijaran en ella.
Seguramente no era el caso, pero había que reconocer que su pelo liso y casi negro,
su cuerpo esbelto y con las formas justas, podían quitar la respiración a cualquiera.
—¿Qué queréis tomar? —dijo el hombre, al tiempo que se levantaba cortésmente
para saludar a Beatriz.
Debía de tener algún problema o defecto en una de sus piernas, porque le costó
ponerse en pie y, al hacerlo, vieron un bastón colgado por la empuñadura en el
respaldo de la silla.
—Yo una Coca-Cola normal.
Los chicos se presentaron. Iván se sentó a un lado de Beatriz y Alfredo al otro.
Ella se puso frente al hombre. Había algo magnético en sus ojos. Beatriz parecía
hipnotizada.
—¿Y vosotros, qué tomáis? —dijo el hombre a los chicos.
El camarero salió de detrás de la barra y se acercó a la mesa. Iván le pidió otra
Coca-Cola y Alfredo un café doble solo.
—Yo tomaré una tónica con un chorrito de ginebra, como siempre —dijo el
hombre. Luego se presentó—: Me llamo Francisco Ortiz. Paco, para los amigos.
¿Puedo preguntaros qué os has traído hasta aquí? Como os decía, no es habitual tener
visitantes, salvo en verano, y nunca son muchos. Algunos excursionistas, para
acampar, hacer senderismo, esas cosas…
—Vamos a San Sebastián, a pasar las Navidades con unos amigos —dijo Iván—.
Estábamos, creo, cerca de Vitoria, pero necesitábamos echar gasolina y parece que
tomamos un desvío equivocado. No hemos visto ninguna gasolinera, ni abierta ni
cerrada.
—Y con este tiempo, os desorientasteis. Es normal. Os habéis desviado varios
kilómetros de la autovía. Pero ha sido una suerte que hayáis llegado aquí. Bien.
Paco Ortiz dijo «bien» en un tono muy parecido al que había empleado el cabo
José María Ortiz cuando vio, desde el todoterreno de la Guardia Civil, pasar el coche
de los chicos en dirección a Otsobeltz.
—¿Dónde está la casa de esa señora que han mencionado? —preguntó Beatriz sin
recordar el nombre.
—¿De Amane? Está al final del pueblo, en lo alto de una colina. Se llega por un
camino de tierra. Es una mujer muy amable. Os gustará. Y vosotros a ella, estoy
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seguro. Le encantará recibiros.
—Por cierto, ¿cómo se llama este pueblo?
—Otsobeltz. Es un nombre muy antiguo, vasco. En euskera viene a significar
«Lobo Negro».
—Qué curioso. ¿Por eso este bar se llama «La Boca»?
—No lo sé —dijo Paco Ortiz—. Pregúntaselo a Antón, es el dueño.
El aludido contestó desde la barra, donde estaba terminando de preparar las
consumiciones que le habían pedido.
—Yo tampoco lo sé. El bar ya se llamaba así cuando lo compré. Supongo que
será por eso.
—Nunca hay que suponer —dijo Paco Ortiz con voz gélida. Luego sonrió—.
Aunque es cierto, seguramente sea por eso.
El camarero llegó con una bandeja y les puso las bebidas en la mesa. Paco Ortiz
tenía su mirada clavada en él y mantenía su extraña sonrisa.
—¿Dónde está tu chico? —le preguntó.
—Arriba, en su habitación. Debe de estar leyendo.
—Dile que baje.
La voz de Paco Ortiz era suave, pero fría y seca. De esas voces que transmiten
autoridad.
De no haber sido por la intensa niebla, los chicos hubieran dicho que no le
molestaran, que sabrían llegar a la casa por sí mismos. Pero en tales circunstancias,
era mejor y más seguro dejarse guiar por el hijo del dueño del bar.
Mikel bajó del piso superior detrás de su padre, que acababa de ir a buscarle.
Tendría diecisiete o dieciocho años, larguirucho, con la piel de la cara llena de granos
y el pelo corto y un poco rizado. Se acercó a los recién llegados con vergüenza, o
quizá temor. Era difícil saberlo. Beatriz le dedicó una encantadora sonrisa con cierta
mala intención. Se había fijado en cómo la miraba y sabía que, a esa edad, los chicos
son como globos hinchados de hormonas.
Se quedó a un par de metros de ellos. Hizo el amago de devolver la sonrisa a
Beatriz, pero apenas pudo. Centró su atención en Paco Ortiz. Se mantuvo quieto y en
silencio, expectante.
—Estos nuevos amigos necesitan un sitio donde pasar la noche. Quiero que les
lleves donde Amane. ¿De acuerdo?
—Yo… Sí, claro. Lo que usted mande.
—No es ninguna orden, chico. Solo te lo pido como… favor.
El sitio era un tanto extraño. Las personas, más bien. A los tres amigos les extrañó
que, faltando dos días para la Navidad, allí no hubiera ni un solo adorno navideño. Si
les hubieran dicho que habían saltado en el tiempo, casi se lo habrían creído.
—Sí, claro, lo que usted… —Mikel estuvo a punto de repetir «mande», pero lo
evitó a tiempo—. Sí, yo les llevo.
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—Espera un momento a que terminen de tomar sus bebidas y os vais para allá.
No hay prisa. Ah, por cierto, el otro día te vi con la hija mayor de Tino. ¿Estás
saliendo con ella o qué?
Las risas de Paco Ortiz acallaron la respuesta del muchacho, que dijo «no» en un
hilo de voz.
—No tiene que darte ningún apuro. Aquí estamos entre amigos, y en los pueblos
todo se sabe antes o después. Tú preocúpate de hacer las cosas bien. Ya me entiendes:
no vayas a dejarla preñada, ¿eh?
El chico se sonrojó, pero se mantuvo en el sitio unos segundos, para luego ir hasta
la barra y sentarse en un taburete. A Beatriz, los comentarios de Paco Ortiz le
resultaron desagradables y fuera de lugar. Cosas de pueblo, supuso, y prefirió no
darle importancia. Sin embargo, no fue capaz de contener la lengua.
—¿Por qué se mete usted con el chico?
Paco Ortiz chasqueó la lengua e intensificó su sonrisa.
—No es más que una broma, ¿verdad, Mikel? ¿Te has enfadado?
En su taburete de la barra, el muchacho agachó la cabeza y no respondió. Paco
Ortiz volvió a reírse, ahora con más fuerza. Miró al resto de clientes, que también se
reían, aunque no tan fuerte como él. Finalmente tosió y dio un largo trago a su suave
gintonic.
—Este pueblo es pequeño, pero acogedor. Al menos, eso nos parece a los que
vivimos aquí. Yo diría que estamos hechos de una pasta especial. Pero eso lo podría
decir cualquiera, ¿no es verdad? —Dio otro trago a su copa—. Bueno, jóvenes,
imagino que querréis instalaros y descansar un poco. Por cierto, Amane es una
excelente cocinera y seguro que os dará de cenar una estupenda comida casera. ¡Igual
hasta queréis quedaros aquí con nosotros!
Parecía que la charla había terminado. Los chicos apuraron sus vasos y se
levantaron.
—Gracias por la invitación —dijo Iván—. Y por la información —añadió hacia el
dueño del bar.
Beatriz y Alfredo también dieron las gracias a Paco Ortiz y a Antón. Se sintieron
aliviados de irse. El ambiente del bar no les agradaba demasiado, y era cierto que
estaban cansados y hambrientos. Siguieron a Mikel hacia la puerta, desde donde se
despidieron una vez más antes de salir.
En cuanto traspasaron el umbral, Paco Ortiz se levantó de su silla. Cogió su
bastón del respaldo y cruzó, cojeando, el espacio que lo separaba de la barra. Se sentó
en el mismo taburete donde había estado Mikel hacía un momento e hizo un gesto al
dueño para que se acercara a él. Le habló en voz baja y pausada, de un modo que
dejaba claro que no esperaba respuesta, y con aún mayor suavidad de lo que era
habitual en él. Su boca sonreía; en sus ojos había fuego.
—Ha sido una suerte que esos chicos llegaran aquí, ¿no te parece?
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Fuera del bar, Beatriz se paró tan de repente que Iván chocó contra su espalda y a
punto estuvo de hacerla caer. Alfredo se echó a un lado y pudo ver el motivo de la
reacción de su amiga: los perros. Allí estaban, a un par de metros, tiesos como si
fueran estatuas y mirándoles con unos ojos que brillaban a la luz del letrero del bar.
De pronto, ambos mostraron los dientes a la vez, como si sonrieran.
—¡Aaah! —Beatriz ahogó un grito.
—No pasa nada —dijo Mikel, adelantándose—. Son perros del campo,
asilvestrados, que viven por ahí como pueden, pero no hacen nada. Vienen a ver si les
dan algo de comer. Mi padre suele ponerles las sobras del bar. No tengáis miedo.
Avanzó hacia los perros y les hizo echarse atrás con un movimiento de la mano y
una especie de gruñido. Los animales bajaron la cabeza, retrocedieron sin dejar de
mirarles y, finalmente, se dieron la vuelta y se alejaron hasta fundirse con la niebla.
—¿Y hay muchos? —preguntó Beatriz atemorizada.
—No, cuatro o cinco. Algunos eran de pastores. Cada vez hay menos rebaños. No
hacen nada, de verdad. ¿Ese es vuestro coche?
—Sí —dijo Alfredo.
—Mi padre me ha dicho que estáis sin gasolina y que el motor tiene un problema,
¿no?
Iván se adelantó a Alfredo en contestar.
—La avería no parece importante. Pero sí, estamos casi sin gasolina.
—¿Seguro que no podéis seguir hasta la autovía y buscar una gasolinera? Vitoria
no está muy lejos.
—Esa es justo la cuestión: que tendríamos que salir primero a la autovía, y no
tenemos ni idea de dónde estamos. Por lo que sea, los GPS de nuestros móviles no
nos funcionan.
—Suele ocurrir en esta zona. No hay muy buena cobertura… cuando la hay. Yo
creo que, de todos modos, sería mejor que siguierais vuestro camino.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Iván.
—Por… nada. Era para que no perdierais tiempo, nada más. Os llevaré a casa de
la señora Amane.
Mikel se sentó en la parte de delantera del coche, junto a Alfredo. Beatriz e Iván
montaron atrás. El motor arrancó sin problemas, aunque a medida que avanzaban dio
algunos leves tirones más. Era como si el combustible no llegara bien a los cilindros.
Alfredo pensó que podía ser por falta de gasolina, pero se dio cuenta enseguida de
que, en ese caso, no se habría encendido el testigo luminoso de avería.
Cuando alcanzaron la farola de la bifurcación, Mikel les dijo que tomaran la calle
de la izquierda, la que seguía al mismo nivel. Las casas parecían muy antiguas, quizá
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construidas hacía más de cien años. Todas mostraban irregularidades, como si fueran
de chocolate y estuvieran derritiéndose. Las fachadas y las ventanas no seguían un
patrón ni concordaban unas con otras. Por el trazado de las calles, era obvio que aquel
pueblo había surgido hacía muchos siglos, seguramente en torno a plaza central,
cuando nadie se preocupaba aún por establecer normas urbanísticas.
Un poco más adelante, llegaron a un ensanche —la plaza—. A la izquierda había
un edificio con soportales que parecía el Ayuntamiento. Frente a él, a la derecha,
estaba la iglesia del pueblo, cuyo campanario se perdía en la niebla. Ni Alfredo ni
Iván se fijaron, pero Beatriz, que iba sentada a ese lado, sí se dio cuenta de que la
puerta estaba entreabierta.
—¿No es un poco raro que el cura no cierre la puerta de la iglesia a estas horas,
con el tiempo que hace? —dijo.
Mikel se giró para mirarla.
—En este pueblo no hay cura. La iglesia está abandonada. Se llevaron las
imágenes hace años. Eso me dijo mi padre, yo era muy pequeño, creo.
—No es que yo sea religiosa, ni nada —añadió Beatriz—, pero ¿es que aquí la
gente no va a misa?
También notó que, como en el bar, no había adornos navideños por ningún lado.
Pero no hizo ningún comentario sobre eso.
—Un cura recorre varios pueblos los domingos —dijo Mikel—. Aquí somos solo
sesenta habitantes, y este es el pueblo más grande de la zona. Bueno, Treviño es
mayor, es el más importante de todos, pero está más lejos.
—¿Y qué hacéis aquí para divertiros? —dijo Iván con verdadera curiosidad.
Mikel suspiró.
—Pues no hay mucho que hacer. A mí me gusta ver películas, leer, pasear, montar
en bici…
—Y también haces otras cosas, ¿no? —dijo Beatriz. Su tono era burlón.
—Sí, cuando se puede —contestó el muchacho azorado, tratando de no parecerlo
delante de ella.
—No hagas caso de ese Paco. Lo que pasa es que seguro que tiene envidia de que
tú eres joven, y seguro que esa chica con la que sales es preciosa.
—Arantxa es muy guapa, sí, es verdad.
Beatriz iba a añadir otro de sus comentarios, casi maternales, cuando Mikel
señaló a su izquierda, hacia un portón metálico bastante deteriorado.
—Ahí está el taller —dijo—. Mañana es sábado, pero Avelino, el dueño, abre
hasta la hora de comer o así. Ya estamos cerca de la casa de la señora Amane. Es la
siguiente salida a la izquierda.
Alfredo trató de distinguir esa salida, pero no vio nada hasta casi estar encima.
Era tan estrecha que, incluso sin niebla, podría haberla pasado por alto.
—¡Aquí, aquí! —exclamó Mikel.
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Con el frenazo, las ruedas del coche se deslizaron en el helado pavimento y se
activó el ABS, con su típico «clac, clac, clac».
—Estará todo embarrado, ¿no? —preguntó Alfredo.
—No lo creo —dijo Mikel—. Solo un poco, pero como hace mucho frío estará
bastante duro. La cuesta no es muy empinada.
—Vale.
Al principio había un bache, que Alfredo tomó con sumo cuidado. Luego enfiló la
subida, que no era tan ligera como el muchacho había dicho. Pero el coche no
derrapó. En lo alto, las luces de la casa eran como luciérnagas en la noche más oscura
que se pueda imaginar. Poco a poco, entre la niebla, fueron iluminando algo de la
fachada, que luego recibió el haz de los faros del coche. La casa parecía tener dos
pisos y una buhardilla de tejado puntiagudo. No se parecía en nada al resto de
edificaciones del pueblo, chatas como el terreno en el que se levantaban.
—Se parece a la casona de mi tía Paquita, la de Cantabria —dijo Iván.
Sin saber por qué, Beatriz sintió un escalofrío.
—Puedes parar ahí —indicó Mikel a Alfredo, señalando una parte llana a un lado
de la puerta de entrada—. Ten cuidado, que está junto a un terraplén.
Los faros del coche apuntaban hacia arriba. Alfredo no vio el terraplén hasta
llegar a la pequeña explanada. Aunque, más que verlo en realidad, lo que vio fue una
línea recortada en la negrura más absoluta. Lo mismo podía ser un terraplén que la
mayor sima del mundo.
Nada más detenerse, la puerta de la casa se abrió. Al hacerlo, un tirabuzón de
niebla se retorció con la bocanada de aire caliente del interior, iluminada por la
amarillenta lámpara del vestíbulo. Por detrás, surgió una figura fantasmal: la señora
Amane, de largo y vaporoso pelo blanco, ataviada con un vestido largo que le llegaba
hasta los pies. Se quedó en el umbral, observando a los recién llegados sin ningún
temor al frío gélido de la noche.
—¿Queréis que os ayude con el equipaje? —dijo Mikel.
Beatriz fue la primera en bajarse del coche. Eso sí, después de haber comprobado
que no había ningún perro cerca. Al menos, tan cerca como para que se viera. Los
copos de nieve caían sobre su cabeza. La nevada estaba contraatacando.
—Vaya mierda de tiempo —masculló.
—Bienvenidos. Os estaba esperando.
La voz de Amane era dulce y melodiosa. No se correspondía con la de una
anciana, como parecía a distancia. Cuando Beatriz se acercó lo suficiente, se dio
cuenta de que no debía de tener ni siquiera sesenta años. Era su pelo, como algodón,
el que le daba ese aspecto de mujer mayor. Su cutis era finísimo. Apenas exhibía
arrugas, ni siquiera en torno a la boca o los ojos. Tenía la cara alargada, casi
caballuna, pero se podía asegurar que, en su juventud, tuvo que ser hermosa.
—Hola —saludó la chica y le tendió la mano.
Amane la cogió, pero también se acercó a ella y le dio dos besos en las mejillas.
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—Paco Ortiz me ha llamado por teléfono. Me ha dicho que estáis de viaje y
necesitáis un sitio donde pasar la noche.
—Sí, es cierto —Beatriz omitió repetir la cantinela de la gasolina y la avería del
coche.
—Pues habéis venido al lugar adecuado, ha sido una suerte. Tengo tres
habitaciones muy acogedoras para vosotros. Y calentitas. No hay ningún otro sitio
donde pernoctar en el pueblo, ni en los más cercanos, y menos en invierno. Mi casa
es la única que alquila habitaciones.
—Buenas noches —dijo Alfredo, que llegó con una maleta y una mochila. Junto a
él estaba Iván, que también saludó, y un poco por detrás Mikel.
—Entrad, entrad, que está nevando otra vez. Podéis dejar el equipaje aquí mismo,
en el recibidor, con los abrigos. Ya lo subiréis luego a las habitaciones.
Beatriz pasó delante, seguida de Alfredo e Iván. Por su parte, Mikel dejó la
maleta que llevaba sin pasar adentro. Amane condujo a Beatriz y a Iván hacia el
interior. Alfredo se quedó en la puerta junto al muchacho.
—Yo tengo que irme ya —dijo Mikel.
—¿Quieres que te lleve de vuelta al bar? Ahora que ya sé el camino, no creo que
me pierda al regresar aquí.
—No, no hace falta. A ver si el tiempo mejora y os podéis ir pronto.
—Eso espero yo también. No te ofendas, pero no es mi ideal pasar toda la
Navidad en este pueblo.
Antes de que Mikel se diera la vuelta para marcharse, Amane apareció en el
umbral. Miró al muchacho sin abandonar su gesto amable y su sonrisa. Pero había
algo más en ella. Quizá en sus ojos.
—Dile a tu padre que la reunión será más pronto de lo que pensábamos. Él lo
entenderá. No vayas a olvidarte de decírselo, ¿eh?
—No, señora Amane. Se lo diré en cuanto llegue.
—Muy bien. Buen chico. Ahora puedes irte.
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4
De regreso al bar de su padre, Mikel caminó a toda prisa bajo la nieve. Si seguía
cayendo así, el pueblo no tardaría en quedar incomunicado. Sucedía todos los años,
durante más o menos tiempo. Aquello era como una isla, pero rodeada de tierra. De
una tierra extraña a todos los que no habitaban los pequeños pueblos de la zona. Y no
solo por ser un enclave castellano inmerso en el País Vasco, sino por el muro
invisible que lo rodeaba. Imperceptible para quien solo estuviera de paso, pero real.
Al pasar de nuevo ante la Iglesia, esta vez a pie, Mikel se detuvo unos instantes
frente a ella. Su fachada, de estilo gótico, era más moderna que el conjunto del
edificio, que era románico. Desde niño, las figuras labradas en la piedra, en el arco de
entrada, de rostros impasibles, le habían resultado inquietantes. Aún se acordaba del
último párroco de Otsobeltz, don José, un cura alto y completamente calvo, con un
genio de mil demonios —hasta se empeñaba en colocar a los asistentes a la misa
donde él consideraba oportuno—. Cuando murió, demasiado joven, ya no fue
reemplazado por otro. Pocas vocaciones, escasa población. Eso dijeron. También
dijeron que don José se había despeñado en una zona abrupta a un par de kilómetros
del pueblo. Un desgraciado accidente, de esos que ocurren de vez en cuando.
Las calles, retorcidas, parecían aún más estrechas en la oscuridad. Los muros, en
lo alto, también parecían inclinarse hacia el interior, como si quisieran cerrarse sobre
sí mismos. Quizá para protegerse de la nevada. Quizá para formar una burbuja de
tejas y pizarra, y separar el pueblo del resto del mundo.
A Mikel no le gustaba vivir allí. Pero su padre tenía que ganarse la vida. Cuando
su madre murió —Mikel tenía siete años—, quiso romper con todo, reunir sus
escasos ahorros y dejar la ciudad para instalarse en el campo. No eligió Otsobeltz por
ningún motivo especial. Solo se enteró de que había un bar en venta. Los anteriores
dueños lo habían regentado durante un par de años escasos. No deseaban seguir allí y
lo vendían barato. A pesar de su corta edad cuando llegó, Mikel recordaba aún lo
difícil que fue integrarse en el pueblo. El bar estaba siempre vacío hasta que, un día,
su padre estuvo hablando con Francisco Ortiz y, desde entonces, todo cambió. Eso
fue antes de su accidente, el que lo dejó cojo.
La nieve caía cada vez con más intensidad. Aún ante la fachada de la Iglesia,
Mikel se dio cuenta de que había dado dos o tres pasos hacia ella, movido por una
atracción desconocida. Sacudió la cabeza, volviendo a la realidad desde su
ensoñación. Se pasó la mano por el pelo. Lo tenía mojado y frío. Su nariz empezaba a
moquear. Sorbió con fuerza y siguió su camino. Más adelante, dejó a un lado la farola
de la bifurcación y continuó hacia la luz del letrero del bar. Al fondo, vio surgir poco
a poco la figura de uno de los perros que habían asustado a Beatriz. Estaba quieto
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bajo la nieve. A unos metros, había otro. Y otro más tras ellos. Todos inmóviles,
emitiendo vaho por la boca, con los ojos fijos en Mikel.
El muchacho no les prestó atención, aunque no le gustaban. Tampoco le daban
miedo. Pero mintió a los recién llegados en una cosa: no aparecían todos los
inviernos. Solo algunos años. La primera vez que los vio desde que llegó a Otsobeltz,
fue hacía nueve. El mismo año en que descubrió que su padre, su héroe como niño
que era, podía tener miedo de otro hombre.
Los perros se mantuvieron como estaban, observando sin hacer nada, inmutables
como si no fueran reales. Como estatuas, o como vigilantes. Mikel iba a entrar por la
puerta principal del bar, pero se detuvo y cambió de dirección al ver allí fuera a
Francisco Ortiz con su bastón, fumando un cigarrillo. Él no parecía haberle visto.
Uno de los perros se le acercó y empezó a lamerle la mano.
Mikel rodeó el edificio, entró por la puerta trasera y subió directamente a su
habitación. Ya dentro, se sentó un momento en una esquina de la cama, con la mirada
fija en el póster de WarCry, su grupo musical favorito. Pero no lo estaba viendo.
Agachó la cabeza, aguzó el oído para comprobar que su padre no estaba cerca y solo
entonces se puso de rodillas. Se inclinó sobre el suelo y alargó una mano debajo de la
cama. Tanteó hasta tocar lo que buscaba: una vieja caja de zapatillas. La sacó y
levantó la tapa. Estaba llena de objetos pequeños, llaveros, algún mechero, un viejo
reloj, una peonza, un yoyó sin hilo…
También había una cajita de metal con el esmalte desconchado. Mikel la abrió y
se quedó un instante contemplando lo que contenía. Era una llave oscura y algo
oxidada. La cogió y la apretó en su puño con fuerza. Recordó lo que le había dicho
Amane sobre la reunión. Ya se lo diría a su padre al día siguiente. Ahora tenía algo
más importante en que pensar.
Por dentro, la casa de Amane era exactamente como se podía esperar: suelos de
madera, paredes forradas en papeles estampados, oscuros y pasados de moda hacía
décadas. Los muebles, de calidad pero igual de antiguos, estaban repletos de
pequeños objetos que descansaban sobre ellos en tapetes de encaje. Las paredes del
pasillo que comunicaba la entrada con el interior tenían colgados cuadros y
fotografías enmarcadas, que parecían aprovechar cualquier espacio libre.
La señora enseñó a los chicos el salón. Era una estancia amplia, con una gran
mesa central oscura, rodeada por diez sillas, con dos grandes candelabros de plata
sobre el inevitable tapete de encaje. En las paredes había también algunos cuadros y
fotografías, que mostraban todos ellos a personas en poses muy similares: retratos
estáticos, casi de fotomatón. Al fondo, en la pared opuesta a la entrada había un gran
mueble con vitrinas, repleto de platos, vasos, copas y juegos de café de porcelana. A
su lado estaba una ventana de tres cristales, y en la esquina, una mesa baja con dos
sillas tapizadas. Lo más llamativo era el reloj de péndulo —parado— y un piano
Blüthner de pared, de preciosa madera veteada.
—¿Usted toca? —preguntó Beatriz a Amane.
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—Hace mucho que no, hija. Además, ese piano es demasiado antiguo y hace años
que no se afina. Está ahí solo como adorno. ¿Sabéis?, a los pianos les pasa lo
contrario que a los violines: el tiempo los estropea, no los mejora.
Beatriz, siempre curiosa, siguió contemplando el interior del salón. En el mueble
de las vitrinas, reconoció el recipiente típico para hacer queimada, la famosa bebida
gallega a base de orujo.
—En casa de mis padres hay uno casi igual —dijo, señalando la pieza de
cerámica.
—Me encanta la queimada —dijo Amane—. Antes de marcharos os tengo que
hacer una. Aunque ahora mismo no tengo orujo en casa. Pero ya pensaré algo. Lo
más importante de la queimada es el fuego ritual, ¿lo sabías?
—Mi padre tiene una especie de letanía en un papel que lee cuando la hace. Echa
el orujo ardiendo desde lo alto, con el cucharón, mientras recita no se qué para
ahuyentar a las meigas —Beatriz casi se rio al decirlo. Luego, a modo de explicación,
añadió—: Yo nací en Madrid, pero mis abuelos son gallegos. Los cuatro. Antes
íbamos muy a menudo a Galicia.
—Qué interesante… —dijo Amane, aunque cambió de conversación—. Venid
conmigo, os enseñaré vuestras habitaciones. Están en el piso de arriba. Si queréis,
coged vuestras maletas del recibidor y así podéis ya instalaros y poneros cómodos.
Amane miró a los chicos de uno en uno. Iván asintió.
—Vamos.
—Os gustarán. Son muy cómodas y calientes. Eso sí, esta casa no tiene
calefacción: tendréis que encender las chimeneas. Si no sabéis, decídmelo y os ayudo
a hacerlo.
—¿De cuándo es esta casa? —preguntó Alfredo cuando ya salían del salón.
—Oh, tiene muchos muchos años. Está construida sobre otra que era aún mucho
más antigua. Aquí han vivido personas desde hace más de dos mil años, y no
exagero. Pero esta casa en concreto es del siglo XIX. Restaurada, por supuesto, en la
medida de lo que mi modesta economía me permite.
—Pues está muy bien —dijo Beatriz.
No es que le gustara la decoración, pero las casas antiguas siempre la habían
atraído. Estar dentro de una le daba la sensación de transportarse a otra época. De
hecho, eso le hizo preguntar otra cosa a Amane.
—No he visto que tenga usted televisor.
—No, hija. Pero tutéame. No soy tan mayor… La televisión no me interesa, a
decir verdad. Solo ponen necedades. Prefiero un buen libro. Luego, si os apetece,
después de cenar podéis ir a la biblioteca. Tiene mueble-bar. Podéis tomar un licor
antes de acostaros, y también coger algún libro si os gusta leer antes de dormir. Yo no
podría dormir sin leer un rato.
Amane guio a los chicos por el pasillo hacia las escaleras. Por el lado izquierdo
conducían al piso superior, mientras que por el derecho descendían. Beatriz supuso
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que al sótano. Iba la última, y se quedó un momento mirando hacia abajo. La luz del
pasillo apenas dejaba ver los últimos escalones, que daban a un rellano.
Estaba inclinada sobre la barandilla, de madera labrada, cuando de pronto algo le
hizo dar un respingo.
—¡¿Habéis oído eso?!
—¿El qué? —dijo Iván, que era quien iba justo por delante de ella y ya estaba
subiendo por la escalera.
—Me ha parecido oír algo.
—Ahí no hay nada. ¡Como no sean ratones! —exclamó Amane, que parecía a
punto de soltar una carcajada.
Beatriz la miró desde abajo y negó con la cabeza.
—A mí me ha parecido… No sé, como si alguien arrastrara algo. Algo pesado.
La carcajada de Amane surgió al fin e hizo sonreír a todos, menos a Beatriz.
—Hay cosas pesadas ahí abajo, sí. Trastos de todo tipo. Pero nadie las está
arrastrando. Como no sea un fantasma…
La burla era manifiesta. Beatriz enarcó las cejas y empezó a subir las escaleras.
Ella no creía en fantasmas, por supuesto. Estaba cansada. Seguramente había
interpretado mal algún sonido, que debía de venir de las tuberías, quizá. En la revista
en la que trabajaba a veces publicaban algún artículo «alternativo», sobre psicofonías,
por ejemplo. Siempre se reían al escuchar lo que para otros eran «voces del Más
Allá». Su jefe decía que el maullido de un gato podía sonar como una voz humana, si
es que se quería oír una voz humana. La mente juega malas pasadas.
—Si los fantasmas tiene a bien dejarnos continuar —dijo Amane en tono burlón
—, os enseñaré vuestras habitaciones.
Los cuatro siguieron subiendo hasta el piso superior. La escalera desembocaba en
un pasillo largo y estrecho, flaqueado de puertas y más cuadros. Amane abrió la
primera de las puertas en el lado izquierdo.
—Esta será tu habitación —dijo a Beatriz—. Es la más bonita. Aunque estos
tiempos de feminismo nos hacen buscar la igualdad en todo, nosotras sabemos que
una mujer necesita más comodidades que un hombre. Al menos, que un hombre de
verdad. Vosotros lo parecéis, chicos. —Amane volvió a reír.
—Sí, claro que lo somos —dijo Iván son soniquete—. La mejor habitación para la
dama. Seamos caballerosos.
—¡Así me gusta! —dijo Amane—… Que cuidéis a vuestra chica.
Amane se echó a un lado para dejar entrar a Beatriz. Esta se quedó en el umbral:
igual que la casa, era justo lo que esperaba. Y tuvo la misma sensación, mezcla de
atracción por lo antiguo y horror por la decoración. En el fondo, le gustó. Había una
pequeña chimenea frente a la cama, tan alta como un autobús, de madera labrada,
muy parecida a la barandilla de las escaleras. A un lado de la ventana había un
aparador con un gran espejo. Encima del aparador había varios peines antiguos y
algunos pequeños frascos, seguramente de perfumes o lociones. En la pared contigua
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a la habitación de al lado vio una puerta. De pronto, se sintió transportada a un siglo
atrás. Podría quedarse allí un tiempo, en un sitio tan diferente a todo aquello a lo que
estaba acostumbrada, si no fuera porque tenía una sensación extraña.
—¿Qué te parece? —dijo Amane, atenta a la expresión de su cara.
—Me… me gusta.
—¿Estarás bien?
—Sí, seguro que sí.
Iván dio un codazo a Alfredo.
—No, si ya sabíamos que tú eras un poco antigua… Sin ofender —añadió hacia
Amane.
Amane hizo un gesto amplio con la mano y sonrió.
—Aquí somos así, un poco antiguos. Amantes de las tradiciones. Cosas de la
tierra, ya sabéis.
Todos asintieron, como si supieran. Pero no sabían.
—Chicos, seguidme. Vuestras habitaciones no son tan acogedoras, aunque
también están bien. Ya veréis. —Amane abrió las dos siguientes puertas del pasillo
—. Podéis elegir la que queráis.
Iván miró a Alfredo antes de moverse hacia las habitaciones.
—A mí me da igual —dijo.
—A mí también —respondió Alfredo.
—Pues entonces yo me quedo con la de la izquierda y tú con la de la derecha,
¿vale?
Alfredo asintió, aunque se dio cuenta de que Iván había elegido la contigua a la
de Beatriz, la que daba a la puerta entre ambas. No dijo nada y fue hasta la habitación
de la derecha.
—Al final del pasillo hay un cuarto de baño. Yo os dejó ahora —dijo Amane—.
Voy a prepararos la cena. Bajad cuando estéis instalados. No tardaré mucho, os haré
algo sencillo.
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Iván sacó su teléfono móvil y buscó en la agenda el número de los amigos de San
Sebastián que les habían invitado a pasar con ellos la Navidad, en un precioso caserío
a las afueras, cerca del mar. Mientras les llamaba, Alfredo ocupó su sitió junto a
Beatriz.
—Mañana a primera hora llevaré el coche al mecánico. Vaya mierda tener que
quedarnos a dormir aquí esta noche.
—Podría haber sido peor —dijo Beatriz—. Al menos no nos hemos quedado
tirados en medio de la carretera.
—No, es cierto: nos hemos quedado tirados en medio de un pueblucho de mala
muerte. Es muchísimo mejor.
El tono de Alfredo molestó a Beatriz. Se le veía raro, tenso. No pensó que ella
fuera la causa.
—Sí, bueno —dijo—. Pero ya que estamos aquí, tratemos de pasarlo lo mejor
posible y relajarnos, ¿vale?
Iván impidió que Alfredo contestara. Acababa de colgar el teléfono.
—Que no hay ningún problema, que lleguemos cuando podamos. Ellos nos
estarán esperando en el caserío. Así que, ya está. ¿Bajamos a ver qué hay de cena? Yo
tengo bastante hambre.
En el salón, Amane había cubierto la mesa con platos. Nada de una cena sencilla,
como había dicho: había jamón cocido, varios quesos diferentes, muslos de pollo,
huevos, pan, mantequilla, bollos…
—¡Vaya! —exclamó Iván, con los ojos perdidos en los platos.
Amane emitió una leve risilla.
—Espero que os guste lo que os he preparado.
—¡Menuda cena sencilla! —Añadió Iván.
—Aquí, en el norte, llamamos sencillo a esto. No hay cosas muy elaboradas. Pero
sí buenas y nutritivas. ¡Vamos, sentaos!
La señora ocupó una de las cabeceras de la mesa. Flanqueándola, Alfredo e Iván.
Beatriz se sentó junto a Alfredo. Cuando Amane les dijo que empezaran a servirse «a
discreción», esta aprovechó para preguntarle algo que la tenía un tanto intrigada.
—No hemos visto adornos navideños en ningún lado. Aquí tampoco. ¿Es que no
celebran la Navidad?
Por un instante, Amane titubeó. Fue casi imperceptible.
—Sí, claro. Pero es que… ya os lo dije: somos muy tradicionales. No nos gusta
adelantar los acontecimientos.
—Es verdad que todo eso de empezar un mes antes se hace para vender. Ya no
hay espíritu navideño —dijo Alfredo.
Beatriz no se quedó satisfecha.
—Sí, pero es que faltan solo dos días para la Nochebuena. Hoy es 22 de
diciembre.
Iván no pudo contenerse al oír esa fecha.
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—¡Y no nos ha tocado la lotería!
—Es 22 de diciembre, sí. Aún queda tiempo, entonces —dijo Amane sin hacer
caso a la chanza de Iván.
Su gesto era frío, al menos en comparación con el que había tenido hasta ese
momento.
—No a todo el mundo le gusta la Navidad —dijo Alfredo, al que, de hecho, no le
gustaba nada la Navidad desde que era un crío.
—Venga, comed —dijo Amane, cerrando la conversación—, que hay cosas que
se van a quedar frías y así no están igual de ricas.
Mientras empezaban a comer, les contó la historia de la casa.
—Yo nací aquí, entre estos muros. Y mi madre, y mi abuela también. Mis
bisabuelos reconstruyeron la casa después de un incendio. Como os dije, no era la
primera que hubo. En este lugar vivían pueblos celtas anteriores a la llegada de los
romanos. Y os aseguro que sigue quedando algo de ese pasado remoto en nuestro
carácter. Aquí no nos hemos olvidado de quiénes somos. Nunca lo olvidaremos.
—¿Le gusta la historia? —preguntó Alfredo.
—Me apasiona. La historia nos enseña quiénes somos en realidad. Nos muestra
nuestras raíces. Yo no podría ser feliz viviendo en otro lugar, ni tampoco ignorando
mi pasado. Estoy asentada en esta tierra como lo estaría un roble. Sé que, hoy en día,
no hay muchos a quienes les importen las tradiciones. Las cosas cambian. Pero no
para todos. Hay lugares en que lo esencial no ha cambiado ni cambiará jamás.
El discurso de Amane, que había ido en aumento en cuanto al tono, acabó con un
silencio de los chicos. Amane lo notó y volvió a reírse, con su risa leve y armoniosa.
—Ya veis, la historia es una pasión para mí… Pero contadme: ¿adónde ibais?
¿Cómo habéis llegado hasta aquí?
Fue Iván el que contestó. Beatriz e Iván, uno al lado del otro, intercambiaron una
mirada de soslayo.
—Íbamos a pasar las Navidades con unos amigos de San Sebastián, a un caserío.
Nos perderemos un día, pero vamos a estar con ellos hasta después de Fin de Año.
Todos hemos cogido unos días de vacaciones en el trabajo.
—¿Y cómo es que habéis llegado justo a Otsobeltz?
—La niebla. Nos desorientamos.
—La niebla, claro. —Amane sonrió enigmáticamente—. ¿De dónde veníais?
—De Madrid. Los tres vivimos en Madrid, aunque yo nací en Barcelona.
—Ahora me doy cuenta de que no me habéis dicho vuestros nombres.
—Yo me llamo Iván, ella Beatriz y él Alfredo —contestó Iván, señalando a los
otros al decir sus nombres.
—¿Y a qué os dedicáis, Iván, Beatriz y Alfredo?
—Yo soy informático —dijo Iván—. Trabajo en una multinacional y me dedico,
sobre todo, a los videojuegos. Alfredo es funcionario, o sea que es el que tiene el
mejor trabajo de los tres.
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El aludido forzó una sonrisa.
—Qué gracioso eres.
—Y Beatriz es periodista —continuó Iván.
Iba a añadir que trabajaba en una revista de ciencia y curiosidades, y que también
a ella le encantaba la historia, pero Amane no le dio tiempo.
—¿Periodista? Qué interesante…
—Ah —dijo Iván para terminar—, y Alfredo escribe.
—Muy bien, por cierto —apostilló Beatriz.
A Amane pareció no interesarle demasiado la afición de escritor de Alfredo, que
en realidad aún no había logrado publicar más que algún relato breve. Lo que a
Amane le había llamado más la atención, al parecer, era que Beatriz fuera periodista.
—El periodismo siempre me ha parecido una labor importante: dar testimonio de
lo que sucede, transmitirlo a quienes no lo conocen.
—Sí, bueno —carraspeó Beatriz—. Mi trabajo consiste en buscar avances de la
ciencia, de cualquier tipo, aunque sean muy raros, y escribir sobre ellos.
—Pero entrevistarás a personas interesantes, ¿no?
—A veces. He entrevistado a algunos científicos de primer nivel. Pero lo que
hago no es lo que se dice periodismo, periodismo.
Amane sonrió con amplitud.
—No te quites mérito, jovencita. —Hizo una pausa—. ¿Y tú escribes? —dijo,
repentinamente interesada por Alfredo—. ¿Qué escribes?
—Relatos, novela…
—¿Qué clase de novela?
Las preguntas de Amane se sucedían como las balas de una ametralladora; como
si las tuviera pensadas de antemano.
—He escrito dos novelas, aunque no me las han publicado.
—Todavía —dijo Iván.
—No me las han publicado todavía —se corrigió Alfredo—. Una trata sobre un
multimillonario al que su pasado le alcanza, lo que hizo en su juventud para hacerse
rico, y acaba destruyéndole. La otra es tipo policiaca, pero ambientada en la época de
Felipe II y la construcción del Escorial: es de un autor teatral, familiar de la
Inquisición, que tiene que investigar unos crímenes extraños que ocurren en la Corte.
—Autor teatral, familiar de la Inquisición… —repitió Amane—. ¿No estará
inspirado ese investigador tuyo en Lope de Vega?
A Alfredo le sorprendió que Amane supiera eso.
—Sí, exacto. Es un personaje muy conocido como autor teatral, pero no se ha
escrito mucho sobre él.
De nuevo, Amane cambió de tema como si fuera lo más natural del mundo.
Ahora se centró en Iván.
—¿Y tú haces videojuegos?
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—No, solo los pruebo, veo qué errores tienen, hago sugerencias… Trabajo en
mejorarlos. En realidad, se programan en el extranjero.
—Está muy bien —dijo Amane—. ¿Y qué, sois amigos o algo más?
Todos se quedaron perplejos con la pregunta. El único que pudo reaccionar fue
Iván.
—Amigos, somos solo amigos.
—¿Pero tenéis parejas? Aparte, quiero decir…
Beatriz estuvo a punto de soltar que a ella qué le importaba. Se contuvo, sobre
todo porque fue Iván quien contestó de nuevo.
—No, los tres estamos «solteros» de momento.
—Una pena… Chicos tan guapos como vosotros. Lo digo por los tres.
—No hay prisa —musitó Beatriz por lo bajo, en tono glacial.
Ya no hubo más preguntas de Amane. Mientras daban buena cuenta de la cena, se
limitó a hacer comentarios sobre la propia comida, el tiempo y otras trivialidades por
el estilo.
Y también a observarles. Sobre todo a observarles.
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—Como mande el señor. ¿Qué desea su excelencia?
—Un licor, algo dulce.
—El señor don Alfredo quiere un licor —terció Beatriz—, y la dama desea un
gintonic flojito. ¿Hay tónica?
Iván escrutó el interior del mueble.
—Sí, hay tónica. Ya que me ha tocado ser el barman, yo tomaré un buen burbon
con hielo. Aunque… ¡Esta señora se cuida!: tiene una botella de Macallan. Retiro lo
del burbon.
En la oscuridad de su habitación, en la parte más profunda del piso bajo de la
casa, Amane se acercó a la única ventana. Por ella entraba algo de luz, reflejada en la
nieve desde una farola lejana. A un lado había una mecedora. Amane fue hasta ella y
se sentó en un taburete que estaba un poco por delante.
En la mecedora había alguien. Una figura inmóvil, con una manta sobre las
piernas. Era una mujer, con el pelo muy parecido al de Amane. Su rostro apenas
podía verse, pero también se parecía mucho al suyo, aunque más arrugado y con las
marcas del paso del tiempo. Aquella anciana parecía tener cien años. Sus ojos estaban
vacíos, blancos e inexpresivos por la ceguera.
—Madre —dijo Amane—. ¿Duermes?
—No, hija, estoy despierta.
La voz de la anciana era suave y casi atonal, como el sonido del viento en un
bosque solitario.
—Tenías razón, madre. Han llegado, como tú dijiste, y son tres.
—Lo vi, hija mía. —La anciana hizo una pausa—. Mis visiones son nebulosas,
pero nunca me fallan.
—Sí, lo sé. Perdóname, madre. Ya nunca volveré a dudar de ti.
Beatriz seguía de pie, mirando los lomos de los libros. De vez en cuando sacaba
alguno para ver la cubierta, las solapas o leer el texto de contraportada.
—Historia, religión, antropología… —enumeró Beatriz—. No es lectura muy
ligera, que se diga. No me esperaba una biblioteca como esta en medio de un pueblo
perdido en… —pareció buscar la palabra adecuada— en el páramo.
—La dueña es una apasionada de la historia —dijo Alfredo, girándose en el sillón
e incorporándose para evitar que las orejas del mismo le cortaran la visión.
—Sí, es verdad. Pero qué nivel… ¡Anda! ¿Y esto…?
—¿Qué has encontrado?
—Ochate: el pueblo maldito.
—Me sueña ese nombre —dijo Iván con las copas ya en la mano.
Beatriz le miró como el profesor que mira a un niño poco aplicado.
—Ochate, claro, hombre. ¿Es que no lo conocéis? Es un pueblo abandonado con
un montón de leyendas misteriosas. Un pueblo maldito.
—¿Maldito por qué? —dijo Alfredo—. A mí ni me suena.
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—Pues es muy famoso. Hubo varias epidemias seguidas, de enfermedades
distintas. Creo que tifus, viruela y cólera. Eso fue el siglo XIX. Al parecer, no
afectaron a ningún pueblo más, solo a Ochate. Las enfermedades lo diezmaron y, al
final, allí no quedó nadie vivo.
—Eso no puede ser. Cuentos de viejas —dijo Iván, removiendo el hielo de su
whisky.
Beatriz no le hizo el menor caso. Tenía el libro en sus manos. Lo abrió y empezó
a ojearlo mientras seguía hablando.
—También hubo varias desapariciones misteriosas, que nadie logró explicar. El
mismo párroco desapareció sin dejar rastro, un día que iba a un monte o a una ermita.
No me conozco la historia en profundidad. Pero…
—¿Qué? —dijo Alfredo, aún medio torcido en el sillón.
—Aquí hay un plano del Condado de Treviño. Eso es donde estamos, ¿no?… Sí,
aquí está Otsobeltz. ¡Y Ochate! A ver la escala… ¡Pero si estamos solo a dos
kilómetros de Ochate!
—¡Qué suerte! —dijo Iván, imitando el tono excitado de Beatriz.
—Idiota —contestó ella—. Hay más pueblos alrededor: Aguillo, Imíruri, San
Vicentejo…
Iván se sentó en una silla, por delante de una de las estanterías.
—Bueno, yo no creo en fantasmas. ¿Y tú, Alfredo?
—Yo tampoco. Pero esas cosas me dan mal rollo. No me gustan las historias tan
truculentas.
—Joder, chicos. Yo tampoco creo en fantasmas, pero no va de eso. Es interesante
porque es un misterio, un enigma histórico. Estas cosas siempre me han llamado
mucho la atención desde que era niña. Como el triángulo de las Bermudas, en el que
desaparecen de verdad barcos y aviones. No es ninguna chorrada. O la unidad
completa del ejército japonés que desapareció en el frente, sin dejar rastro, durante la
II Guerra Mundial. Son hechos.
—Me parece que afirmar que eso son hechos es un tanto aventurado —dijo Iván
—. Y más viniendo de una periodista.
Beatriz se defendió.
—Hay parte de leyenda, claro está. Pero la base es real. Incluso en las leyendas
urbanas suele haber algo de realidad.
—Si tú lo dices… —Iván dio un sorbo a su Macallan.
—No conocemos todo lo que hay en el mundo, o lo comprendemos. Si algo he
aprendido en mi trabajo es eso. La mayoría de las cosas son chorradas, lo reconozco.
Hay mucho estafador y mucho imbécil, a partes iguales. Pero también hay realidades
que se nos escapan.
—Vale, vale —dijo Iván—. No hace falta que nos eches un discurso. No te lo
digo en plan borde, Beatriz, no vayas a enfadarte. Solo es que a mí estas cosas no me
interesan. Igual que a ti no te interesa, qué sé yo, la vida de la ballena azul.
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Beatriz estuvo a punto de decir que a ella sí le interesaba la vida de la ballena
azul.
—Sí, en eso tienes razón. Aunque es una pena. Con lo fascinante que es lo
desconocido… Al menos para mí.
Iván asintió sin decir nada más. Apuró su Macallan, pasó la mano por el culo del
vaso para secar la humedad condensada y lo dejó de vuelta en el mueble-bar.
—Bueno, chicos: yo me voy a acostar. Estoy cansado y la cena me ha dado sueño.
¿Venís?
Iván miró a Beatriz, esperando a ver qué decía.
—Prefiero quedarme un rato. Quiero seguir mirándome este libro.
—Yo también me voy a quedar un rato todavía —dijo Alfredo.
Iván se arrepintió al instante de haber dicho que se iba a la cama. No le hacía
demasiada gracia que Alfredo se quedara solo con Beatriz, pero era cierto que estaba
casado y no iba ahora a recular. Como solía hacer, optó por bromear y, a modo de
despedida, dijo con soniquete:
—Que no se os aparezcan los fantasmas de las Navidades, como al pobre señor
Scrooge.
—Ja ja: tú sí que te pareces al señor Scrooge —contestó Beatriz con una mueca
divertida en la boca.
Cuando Iván salió de la biblioteca, Alfredo se levantó para ponerse otra copa de
licor. Beatriz emitió una risilla, le miró con ojos pícaros y aprovechó para sentarse en
el sillón orejero. Lo movió un poco de su sitio para orientarlo hacia la lámpara de pie
que había en una esquina.
—Si quieres —dijo Alfredo con ironía—, siéntate en el sillón. Se está muy bien
junto al fuego.
Era cierto: el fuego de la chimenea era sumamente acogedor. Beatriz abrió el libro
por la primera página.
—¿Te apetece tomar algo más? —le preguntó.
Ella le hizo un gesto negativo con la mano y, ajena a su presencia, empezó a leer.
Por detrás, desde el mueble-bar, Alfredo se sintió repentinamente estúpido por
quedarse. Se sentó en una de las otras sillas de la estancia y dio un sorbo a su copa de
licor.
Nada más comenzar la lectura, Beatriz comprobó que la historia que había
contado a sus amigos era errónea. O no del todo exacta. El libro recogía una
investigación muy exhaustiva. No había ninguna constancia histórica, basada en
documentos, de que las supuestas plagas que asolaron el pueblo fueran auténticas.
Aunque sí las desapariciones, y no únicamente la del párroco Antonio Villegas —
muy discutida—, que al parecer cierto día fue a la cercana ermita de Nuestra Señora
de Burgondo, entre una extraña niebla, y ya nunca más se supo de él.
El nombre original del pueblo, el nombre medieval, era Gogate, es decir, «La
puerta del Infierno». También leyó la inquietante revelación de que, en antiguos
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legajos y cancioneros del siglo XIII, se hablaba de los «demonios de Ochate». Más
adelante se discutía el significado del nombre del pueblo: «Puerta Secreta» o «Puerta
del Frío», no estaba muy claro. Lo que sí era cierto es que quedó abandonado, pero
no a finales del siglo XIX, sino a principios del XX.
Aparte de las desapariciones, en 1970 encontraron a un pastor quemado en una de
las casas en ruinas. Y en 1981, un joven empleado de banca, llamado Prudencio
Muguruza, se hizo famoso por la foto que hizo a una gran esfera de luz que, en su
tiempo, se tomó por un ovni. Según su testimonio, estaba paseando por la zona con su
perro, algo que solía hacer a menudo, cuando de pronto sintió algo extraño. También
el animal, quizá dotado de un sexto sentido, se asustó sin causa aparente. Fue
entonces cuando apareció la esfera luminosa, que dejaba entrever alguna clase de
estructura tecnológica en su interior. Por suerte, Muguruza llevaba encima su cámara
fotográfica y tuvo los arrestos de utilizarla. Más tarde, su foto fue estudiada en la
Universidad de Bilbao e incluso la analizó un científico de la NASA, en Estados
Unidos.
De cuando en cuando, Beatriz comentaba algo a Alfredo en voz alta. Él se
militaba a responder con alguna frase hecha, como «¿no me digas?» o «qué curioso»,
sin prestar la menor atención en realidad.
Otro de los sucesos insólitos ocurrió en 1987, cuando una agrupación militar de
blindados, que estaba de maniobras, se vio envuelta en una niebla espesa y repentina
—como cuando desapareció el párroco Villegas—. Todos los instrumentos dejaron de
funcionar y los militares estuvieron perdidos y desorientados durante varias horas, sin
poder comunicar con la base ni con el resto de unidades que se hallaban de maniobras
por la zona. Nadie logró nunca darle explicación al fenómeno, vivido por un buen
puñado de soldados y exento por completo del posible fraude.
Y aún en ese mismo año, 1987, ocurrió en Ochate algo mucho más perturbador.
En la casa sobre el bar, Mikel estaba tumbado en la cama, completamente vestido,
con los ojos fijos en el reloj barato que estaba colgado en la pared de enfrente. Al
llegar la una de la madrugada, se levantó. La llave que había cogido de la caja que
tenía debajo de la cama seguía en su mano. La abrió, como si necesitara asegurarse de
que era así. Estaba húmeda por el sudor y había dejado en una marca de herrumbre en
su piel. La frotó contra su grueso jersey y se la metió en un bolsillo de los pantalones.
Tenía puestos los zapatos. Caminó hasta la puerta con sigilo y se quedó en el
umbral un momento, esperando oír a su padre subiendo las escaleras. Siempre
cerraba el bar a la una en punto. Aguardó allí, inmóvil, hasta que al fin escuchó sus
pasos en las escaleras y atravesando el pasillo para llegar hasta su habitación. Luego
vino el ruido de la puerta al cerrarse. Y el silencio.
Mikel siguió quieto durante un par de minutos más. El tiempo suficiente para
estar seguro de que su padre no iba a darse cuenta de que salía de casa a esas horas.
Aunque, si le pillaba, siempre podría decir que iba a ver a Arantxa. Porque, lo que su
padre no podía siquiera imaginar, era lo que iba a hacer en realidad.
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Alfredo no tardó mucho en irse también a la cama. Desde que lo hizo, Beatriz llevaba
más de una hora leyendo Ochate: el pueblo maldito. Estaba cada vez más sumergida
en la lectura. Había llegado al punto más inquietante: ocurrido en 1987, como la
«desorientación» de los militares en la niebla que volvió locos a los instrumentos y
los aparatos electrónicos. Tenía que ver con un investigador que apareció muerto
dentro de su coche. Junto a él había una cámara de fotos y una grabadora de
periodista.
Cuando se reveló el carrete, se comprobó que el hombre, antes de morir, había
hecho varias fotos a unos perros, cada vez más cerca del coche. La grabadora
contenía notas de voz. La última, transcrita literalmente, decía: «Me he quedado sin
batería. Voy a tener que bajar hasta el pueblo a pie… ¿Qué?… ¡No! ¡No! ¡Nooooo!».
Y una voz, al parecer, se había colado en la grabación: una psicofonía en la que podía
oírse a una mujer, posiblemente anciana, que susurraba: «¿Qué hace aún la puerta
cerrada?».
Un escalofrío recorrió la espalda de Beatriz, que tuvo la repentina sensación de
que alguien la observaba, como si hubiera una presencia tras ella. Se puso en pie y
miró atrás, pero no, no había nadie. El libro se le cayó de entre las manos. Al llegar al
suelo quedó abierto justo por el medio, como alguien a quien hubieran abatido, con
los brazos en cruz.
—¡Joder! —dijo Beatriz en un susurro vehemente. Siguió hablando en voz baja
para ayudarse a vencer la sugestión—. Voy a comerme un pastel y luego me voy yo
también a la cama.
Recogió el libro, comprobó que no se había dañado y lo dejó sobre la pequeña
mesa que había en una esquina. Después salió de la biblioteca y cruzó el pasillo hasta
el salón. Amane había dejado allí los restos de la cena. Entre ellos, unos pequeños
bollitos rellenos de crema que estaban deliciosos. Beatriz se sirvió un vaso de agua y
cogió uno de los bollos. Tenía un nudo en la garganta, pero aun así le vino bien el
refrigerio. A diferencia de sus amigos, ella no había cenado mucho, a pesar de lo
suculento de todo lo que Amane les había puesto.
—Y ahora a la cama —se dijo.
Y sintió de nuevo esa extraña sensación en la espalda al pensar en que tendría que
pasar junto al tramo de escaleras que descendían al sótano de la casa. No tenía más
remedio. Se dijo que era una tonta. ¿Qué iba a haber en ese sótano?
—Ratones.
No, eso no. Lo que había oído —o creído oír, ya no estaba segura— no eran
ratones. Caminó por el pasillo hacia el salón y, casi inconscientemente, se detuvo
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junto a la escalera. Experimentó una especie de vértigo: miedo y atracción a la vez
por descubrir qué había allí abajo.
Se agarró con la mano izquierda al pomo de madera de la barandilla y se inclinó
un poco hacia abajo, aguzando el oído.
Nada.
No se atrevió a hablar, ni siquiera en voz muy baja. Se sentía por dentro como una
tonta. Sí, una niña tonta. Su voz interior la aguijoneó, diciéndole que no era tan
arrojada y atrevida como ella se creía. Y aún más cuando hizo aflorar que ahora le
gustaría tener allí a Iván o a Alfredo. Un hombre junto a ella.
Negó con la cabeza y forzó a su mente a decir un «no» silencioso que resonó en
su interior. Reverberó por dentro como un eco mientras sus piernas se movían, casi
sin su control consciente. Bajó un peldaño. Luego otro. Muy despacio, descendiendo
con la mano siempre en la barandilla, de tacto cálido, comprobando que los peldaños
no crujían bajo sus pies.
Sus ojos empezaban a penetrar las sombras hacia las que se dirigía. Le pareció
que desde abajo venía un leve resplandor. Muy tenue, casi imperceptible. Se detuvo
un instante. Seguía sin oír nada. Pero…
Algo se arrastró allí abajo.
Le zumbaban los oídos. No podía estar segura de haber oído algo en realidad. Ya
no podía quedarse quieta o volver arriba. Tenía que seguir.
La curiosidad mató al gato.
Sus pensamientos volvían a atacar. ¿Por qué tenían que escapar a su control? ¿Por
qué no se podía evitar pensar en un elefante rosa si alguien lo mencionaba?
Pero, si había llegado hasta allí, ya no iba a detenerse. De algún modo, por alguna
clase de mecanismo inconsciente, en su interior la decisión estaba tomada: iba a
hacerlo, sí; iba a ver qué había en ese sótano. Nada podría impedirlo. Ni siquiera ella
misma.
El cielo seguía descargando nieve. Mikel estaba volviendo a cruzar el pueblo con
una sensación aún más opresiva. Todo parecía moverse hacia él, tratar de envolverlo.
De detenerlo, pensó. Aunque no lo conseguiría. Sabía muy bien lo que iba a hacer. Lo
que tenía que hacer.
Los perros no estaban. Aun así, el chico se movió con cautela. No quería que
nadie pudiese verlo desde alguna ventana, en la penumbra. Tenía que pasar cerca de
la casa de Amane. Se quedó unos instantes al pie de la rampa de tierra que conducía a
ella, oculto entre las sombras. Observó la casa. Allí estaban los tres recién llegados.
Sin saber nada. Ajenos a todo.
Mikel tenía que hacer lo que iba hacer. Pero antes necesitaba ver a una persona.
Comprobó por enésima vez que la llave estaba en su bolsillo, la apretó dentro con el
puño cerrado, y siguió caminando al cobijo de los viejos muros y la negrura. Al llegar
a su destino, miró una vez más al cielo. Era curioso que los copos de nieve, tan
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blancos, parecieran negros en la ausencia de luz. Como aquel pueblo: un sepulcro
blanqueado que ocultaba, en su interior, la más terrible podredumbre.
Sin hacer ruido, se colocó delante de una puerta. Era de madera, antigua y
estrecha. Daba a la parte de atrás de una de las casas. Sacó la llave y, tanteando, logró
introducirla en la cerradura. La deslizó despacio, notando cómo cada diente encajaba
en su posición. Luego la giró con la misma lentitud. Apenas hizo ruido. Solo un leve
«clic», y la puerta se abrió. Mikel la empujó lo necesario para poder deslizarse en el
interior y volvió a cerrarla a su espalda.
Ya estaba dentro. Conocía bien esa casa. No encendió ninguna lámpara. Estaba en
la cocina, que era adonde daba la puerta trasera. La cruzó con pasos delicados hasta el
pasillo, que dejaba a un lado el salón y conducía a las habitaciones. Fue hasta la
última, cuya puerta se hallaba al final del pasillo, ocupando toda su anchura, como un
umbral que condujera a otro mundo.
Estaba entreabierta.
Como hizo antes con la puerta de la cocina, Mikel la empujó suavemente. Dentro
se veía el tenue resplandor de un viejo reloj despertador. Una luz rojiza, que
iluminaba los números. Se dejó guiar por ella, rodeando la cama que ocupaba el
centro de la estancia. A un lado había una silla. Mikel se sentó en ella. Notó un
crujido de la seca madera.
—Abuela —dijo en voz baja. Luego lo repitió un poco más alto—: Abuela.
La mujer, que dormía plácidamente en la cama, se removió un poco, aunque no
llegó a despertarse. Mikel alargó un brazo y la tocó en uno de sus hombros.
—Abuela.
La mujer emitió una especie de quejido ahogado y un gorjeo antes de responder.
—¿Eres tú, Mikel…?
Ella sabía bien que el chico —que no era su nieto, en realidad— no estaría allí si
no fuera por… Solo había una posibilidad: habían llegado forasteros.
—Sí, abuela, soy yo.
—¿Qué hora es? —dijo ella al tiempo que se incorporaba hacia la mesilla para
mirar la hora.
—La una y cuarto.
La anciana se incorporó aún más, hasta quedar sentada sobre el colchón.
—¿Son válidos? —preguntó en un tono casi gutural.
—Sí, abuela.
—Entonces date prisa. No debes perder tiempo.
Desde el rellano podía verse el último tramo de escalones, que desembocaba en
una puerta. Beatriz no la veía, pero podía deducir su presencia por el resplandor que
escapaba de dos líneas, una pegada al suelo y la otra vertical. La puerta estaba
entreabierta y había luz en el interior, luego allí debía de haber alguien.
De pronto, en una fracción de segundo, sin formar palabras, le cruzaron la mente
varias imágenes que podrían explicarlo. Pero solo una de ellas se quedó instalada
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mientras movía sus pies para comenzar a descender: un monstruo; sí, un monstruo
como el de Frankenstein, o mejor, como el Hombre Elefante. Alguien encerrado allí
abajo por miedo, asco o vergüenza.
Tradicionales, son muy tradicionales, se dijo a sí misma al recordar las palabras
de Amane. No se podía consentir un monstruo en la familia, un castigo divino, una
maldición…
De repente, un ruido. Allí abajo. Detrás de la puerta negra en la oscuridad. Algo
se movió tapando parcialmente la luz que escapaba de las rendijas. ¿La habrían oído?
¿El monstruo —se corrigió mentalmente— la habría oído?
No, era imposible.
Se quedó quieta, petrificada por algo indefinible, una sensación que la llenó por
completo. No era miedo, sino excitación unida a la curiosidad más intensa que había
experimentado en toda su vida.
La luz por debajo de la puerta volvió a convertirse en una línea perfecta. Y sus
pies volvieron a moverse, tirando de ella. Siguió bajando aún con más cautela, muy
despacio, atenta a cualquier sonido que proviniera del sótano o de la parte alta de la
casa. Pero ya no hubo ninguno más.
Alcanzó el final de la escalera. La puerta estaba ya casi al alcance de su mano.
Dio un paso más. No quería moverla, solo echar una ojeada por la rendija. Se colocó
en la parte más oscura y fue ladeándose para que sus ojos —al menos uno de ellos—
pudieran observar.
Primero distinguió una pared labrada directamente en la roca, tosca y sin adornos,
como la de una mazmorra. Al ganar ángulo, vio una especie alto candelabro con las
velas encendidas, que arrojaba su luz vibrante sobre un altar de piedra. En él había un
libro abierto. Y a su lado, una figura en pie, de espaldas, ataviada con una especie de
túnica.
Era Amane. La reconoció por el vaporoso pelo blanco.
Pero ¿qué hacía allí abajo? Ella no podía haber sido la causante del ruido que oyó
cuando llegaron a la casa, al subir a las habitaciones. Tenía que haber alguien más.
Pero ¿dónde?…
La abertura no le permitía ver más. Pensó en empujar levemente la puerta y
aumentar un poco el tamaño de la rendija. Podía hacerlo con mucha suavidad, sin
causar el menor ruido. Necesitaba ver qué más había allí abajo.
En ese momento, Amane se dio la vuelta de pronto. Beatriz retrocedió por
instinto. Aquellos ojos, aquella mirada…
Fue como si Beatriz despertara de un sueño. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba
invadiendo la intimidad de aquella mujer desconocida, que les había dado cobijo en
su casa?
Hizo el ademán de girarse para volver a las escaleras cuando notó algo a su
espalda. Algo que la impidió moverse. No tuvo tiempo de ver qué era. Un brazo la
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agarró desde atrás, una mano le tapó la boca, y la negrura, aún mayor que la que la
rodeaba, inundó sus ojos.
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Como todos los días, Antón, el dueño de «La Boca», abrió el bar a las ocho en punto
de la mañana. Era sábado y tenía menos clientes a esas horas que en un día laborable,
pero aun así abría a la misma hora de siempre. Algo que solo cambiaba los domingos,
en que se permitía descansar un par de horas más y lo hacía a las diez. Antes de bajar
pasó delante de la puerta de la habitación de Mikel. No oyó nada dentro. Su hijo
seguramente aún dormía. Entre semana le hubiera despertado para que bajara a
ayudarle, pero siendo sábado le permitía dormir un poco más.
Antón sacudió la cabeza. Y deseó las dos cosas que siempre deseaba, aunque
ambas eran imposibles, y lo sabía: no haber perdido a Elisa, su mujer, y no haber ido
a Otsobeltz. Ni siquiera haber visto el anuncio del bar en el periódico. No haber
escuchado nunca ese nombre ni haber conocido ese pueblo. Sobre todo por Mikel.
Pero las cosas eran como eran, y ahora ya no podía irse sin más. Sobre todo, irse
sin más.
Estaba preparando la máquina de café, antes de que entrara el primer cliente,
cuando se al sorprendió ver a Mikel aparecer.
—Qué pronto te has levantado —le dijo.
El chico tenía ojeras. No contestó inmediatamente. Fue hasta la barra y se sentó
en un taburete antes de bostezar. Su padre esperó a que cerrara la boca antes de
hablarle de nuevo.
—¿Te acostaste muy tarde anoche?
—Sí.
—¿Quieres un café?
—Sí.
—No estás muy hablador esta mañana…
Mikel se frotó los ojos y la nariz. Estaba agotado y no tenía ganas de hablar, pero
debía actuar como si no hubiera pasado nada esa noche.
—Me quedé jugando con el ordenador.
—Ya me lo imaginaba. Esos videojuegos te van a sorber el seso.
Mientras le echaba esa pequeña bronca a Mikel, Antón preparó el café, bien
cargado.
—Anda, toma, a ver si esto hace que te vuelva la sangre a las venas. Te lo he
puesto doble.
Mikel cogió el vaso con ambas manos para comprobar la temperatura. Estaba
bien. Dio un largo trago.
—Papá, ¿te importa si hoy no me quedo contigo en el bar?
—¿Tienes algo que hacer? —dijo Antón con el ceño levemente fruncido—. ¿No
será para ponerte a jugar otra vez, verdad?
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—No, qué va. Quería salir a dar un paseo por el campo. ¿Has visto la nevada?
—Antes que tú. Yo no que me quedo hasta las tantas despierto y luego no puedo
despegar los ojos… Anda, sí, vete a dar una vuelta, que te vendrá bien. No te necesito
hasta esta tarde.
A pesar del tono serio, Antón no quería ser demasiado severo con su hijo. Solo
quería que no se le escapara de las manos. Desde que perdió a Elisa no estaba seguro
de nada respecto a cómo educarle. Esa sensación de ser como un náufrago no se
limitaba a Mikel, sino a muchas otras cosas. La había amado y necesitado tanto…
—Hasta luego, papá.
—Ten cuidado. Y no te acerques a Ochate, no vayas a resbalar y caerte por el
barranco.
—No, papá, tranquilo. Voy al bosque. Por cierto, Amane me dijo ayer que la
reunión será pronto.
A Antón se le hizo un nudo en el estómago. En cuanto Mikel cogió su abrigo y
salió del bar, Antón pensó en que, seguramente, su hijo iría a buscar a Aranxta, la hija
de Tino. Comprendía que no quisiera hablar de eso con él. Al fin y al cabo, también
había tenido diecisiete años. Ahora se alegró de que se fuera. Esa mañana necesitaba
pensar.
La mortecina luz del día llevaba ya mucho tiempo sobre el rostro de Alfredo, sin
ser lo bastante intensa para despertarlo. Cuando abrió al fin los ojos, vio la ventana,
que parecía un cuadro completamente blanco, como si al otro lado no hubiera ya más
que una inmensa nada carente de color.
La sensación de Alfredo fue extraña. Fría, aunque en la habitación hacía calor. Se
incorporó y así pudo ver que el mundo seguía existiendo: suaves lomas y árboles
dispersos, todo cubierto de nieve. Al menos, ya no nevaba.
Se desperezó antes de coger su reloj de la mesilla de noche y mirar la hora.
—¡Las diez! Joder…
No es que tuviera que levantarse a ninguna hora concreta, pero su intención antes
de acostarse era salir pronto a buscar al mecánico, para resolver cuanto antes el
problema del coche y seguir su camino a San Sebastián.
Supuso que Iván y Beatriz ya se habrían levantado, y ahora se reirían de él y le
llamarían dormilón. Saltó de la cama y se puso, a toda prisa, la camisa del día
anterior, los pantalones y las deportivas. Volvió a desperezarse y abandonó la
habitación para ir al cuarto de baño. Desde el pasillo, vio que las puertas de las
habitaciones de sus amigos estaban cerradas. Le extrañó. Quizá aún estuvieran
durmiendo, después de todo, y él era el primero que se había levantado.
Cuando salió del baño, se acercó a la habitación de Iván. Puso la oreja cerca de la
puerta por si oía algún ruido. Nada. Entonces fue hasta la de Beatriz e hizo lo mismo.
Tampoco oyó el menor sonido. Pero, estuviera o no despierta, ya era hora de
levantarse. Llamó con los nudillos, sin obtener respuesta. Esperó unos segundos y
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volvió a llamar, esta vez más fuerte. Probablemente estuviera ya abajo, desayunando.
O leyendo ese dichoso libro que encontró en la biblioteca de la dueña.
En todo caso, decidió comprobar si Beatriz seguía en el cuarto. Abrió la puerta
con cuidado, lentamente, hasta que pudo meter la cabeza dentro. Su amiga no estaba
allí. Lo que le extrañó fue que la cama estaba hecha y con ropa por encima. Beatriz
podía haberla hecho al levantarse, pero le chocó que hubiera dejado esas prendas así.
Entonces, una idea cruzó su mente. Una idea, en forma de pregunta, que le
encogió el corazón: ¿Y si Beatriz había pasado la noche con Iván?
De pronto sintió como si aquello fuera una verdad absoluta, algo indudable, y
corrió a la habitación de Iván. Abrió la puerta sin llamar siquiera, esperando
encontrárselos a los dos abrazados en la cama. Pero no: la cama de Iván estaba
deshecha y el cuarto vacío.
En todo caso, una cama hecha y otra deshecha era algo que venía a confirmar sus
sospechas. Bajó a toda prisa la escalera hasta el piso inferior y se dirigió al salón.
Antes de llegar, aún en el pasillo, Amane apareció en el umbral de la cocina.
—Has dormido bien, ¿eh?
Alfredo se detuvo, a su pesar, para darle los buenos días. Ella hizo un gesto con la
mano, señalando el salón.
—Anda, ve a desayunar. He preparado zumo de manzana, tostadas, café y… más
cosas.
—Gracias.
Alfredo esperaba que Amane no notara la preocupación en su rostro. Entró en el
salón. Allí estaba Iván, con una tostada en la boca. La tenía tan metida que, de haber
aparecido en ese momento unos extraterrestres que lo hubieran visto como el primer
ser humano del planeta, habrían pensado con seguridad que la tostada era parte de su
cuerpo.
—Bfuefnos dfias —dijo como pudo.
—¿Y Beatriz?
Alfredo se quedó de pie ante su amigo, quieto y en tensión. Iván tragó y le
contestó ya con su voz normal.
—Ni idea. ¿No está en su habitación? Yo acabo de levantarme.
Amane oyó lo que decían desde la cocina. Entró en el salón y les dijo que Beatriz
se había marchado hacía cosa de una hora; que tomó un café y un panecillo y dijo que
se iba a dar una vuelta por el pueblo y los alrededores.
—No quiso despertaros.
—¿Y sabe a dónde ha ido? —preguntó Alfredo.
—Pues eso: a dar una vuelta por el pueblo. ¿Habéis visto qué bonito está todo?
Ha caído una buena nevada esta noche.
—¿Habrán cortado las carreteras? —dijo Iván, a quien no parecía extrañarle tanto
como a Alfredo la salida sin avisar de Beatriz.
Amane asintió.
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—No lo sé con seguridad, pero es probable.
—Qué raro… —dijo Alfredo—. Es como si no hubiera dormido en su habitación.
—Quizá durmió en la biblioteca —dijo Amane—. Esta mañana me habló de un
libro que había estado leyendo. Es una chica muy curiosa, ¿verdad?
Ni Alfredo ni Iván podían saber hasta qué punto Amane sabía lo curiosa que era
Beatriz. Ambos asintieron. Alfredo sacó su móvil del bolsillo.
—De todos modos tenía que haber dicho a dónde iba o algo. Voy a llamarla, a ver
por dónde anda. Luego yo me voy al taller para que el mecánico mire el coche.
No había mucha cobertura. Alfredo esperó hasta que el aparato pudo establecer la
llamada. Oyó un primer timbre en su oído, que enseguida se repitió como a lo lejos.
Era el tono del móvil de Beatriz.
—No se ha llevado el móvil —dijo Iván, transformando en palabras lo evidente.
Alfredo movió la cabeza para orientarse.
—Suena en la biblioteca.
Los dos chicos salieron al pasillo y se dirigieron allí. Amane les siguió un paso
atrás, despacio. Sobre la mesa del centro, junto con el libro que Beatriz había estado
leyendo la noche anterior, estaba su móvil, sonando y vibrando. Alfredo colgó el suyo
y se quedó quieto un momento, con la mirada fija en la mesa. Luego miró a Iván con
el ceño fruncido.
—Tenía que tener más cuidado, joder —dijo—. No sé para qué sirve el móvil si
uno no lo lleva encima.
—Bueno, se le habrá olvidado —dijo Iván.
—Sí… —Alfredo no parecía muy convencido—. ¿Por qué no salimos también
nosotros? Podemos ir al bar de ayer y ver si está allí.
Desde la puerta de la biblioteca, Amane carraspeó para hacerse notar. Sonreía.
—Chicos, chicos, cómo se nota que sois de ciudad. Vuestra amiga se ha dejado el
móvil, ya está. Ha salido a dar una vuelta por el pueblo, para ver la nieve y conocerlo.
Ni que se hubiera ido al fin del mundo.
Lo que decía era cierto. Aun así, Alfredo estaba intranquilo, sin saber muy bien
por qué.
—De todos modos, vamos al bar —se reafirmó, mirando a Iván—. A mí también
me apetece ver el pueblo nevado.
Amane no dijo nada más. Su sonrisa se fue haciendo más leve.
—Claro, chicos, os gustará.
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—¿Te pasa algo, Alfredo? —dijo Iván, que empezando a estar un poco molesto por la
salida a la que su amigo le había poco menos que forzado.
—Nada… Bueno, me parece raro que Beatriz se haya ido sin su móvil. Siempre
está con él a cuestas. Incluso que se haya ido por ahí a pasear sola, con el miedo que
le dieron anoche esos perros.
Iván trató de colocarse el cuello del abrigo más hacia arriba, para taparse la cara
hasta la nariz. Hacía mucho frío y había una suave y húmeda neblina, aunque nada
parecida a la densa niebla de la noche anterior. Al menos se veía a más de un palmo
de distancia.
—Pues a lo mejor justo por eso ha dejado el móvil: para sentirse libre por una
vez.
—Si tú lo dices…
La contestación de Alfredo sonó despectiva. A Iván no le pasó desapercibido,
aunque optó por callarse.
Ambos continuaron avanzando sobre la capa de nieve. La superficie estaba casi
congelada, pero al pisarla cedía, haciendo que los pies se hundieran hasta más allá del
tobillo. Caminar era difícil. Alfredo emitió un gruñido y miró al suelo. De pronto se
quedó quieto. Iván dio un par de pasos más antes de notarlo. También él se paró. Al
volverse, vio a su amigo de espaldas, mirando hacia la casa de Amane. Recorría con
la mirada el camino que acaban de seguir.
—¿Qué pasa ahora? —dijo Iván.
Alfredo respondió como si estuviera hablando para sí mismo. Iván apenas le oyó.
—No hay huellas.
—¿Qué? —dijo Iván, acercándose.
—No hay huellas. ¿No te das cuenta?
—¿Cómo que no hay huellas? ¿Es que estás ciego o se te está congelando el
cere…?
Entonces comprendió lo que su amigo quería decir: sí había huellas, las de ellos
dos, pero ninguna más. Y debían haber visto las de Beatriz.
—Habrá nevado más desde que ella salió —dijo Iván, recapacitando—. Se habrán
borrado.
Alfredo pareció quedarse contento con la explicación. Era lógica. Siguieron
caminando hacia la bifurcación de las calles del pueblo. Más adelante, el letrero del
bar, ahora apagado, se veía todo lo lejos que la bruma permitía.
—No estará cerrado… —dijo Alfredo.
—Y yo qué sé. Vamos y lo averiguamos.
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Iván seguía molesto con su amigo. No entendía su actitud de esa mañana, y
menos porque Beatriz se hubiera ido a dar una vuelta sin avisarles y sin llevarse el
teléfono. No era para tanto.
El bar estaba abierto. Cuando entraron, Antón, el dueño, estaba de espaldas tras la
barra, preparando un café. Solo había dos clientes, que parecían las momias de dos
antiguos faraones egipcios. Sin advertir su presencia, el dueño hablaba en voz muy
alta para que se le oyera por encima del ruido del compresor de la máquina de café.
—… veinte casos. Veinte de cien, aquí, en el Condado. Y no tiene cura.
Los vejestorios asentían sin decir nada. Cuando el dueño acabó de calentar la
leche, se giró y vio a los chicos con el rabillo del ojo. Como si se sintiera desnudo por
su llegada inadvertida, les saludó y dijo:
—Estaba hablando de una enfermedad rara: gente que sufre un insomnio total y
acaba muriendo. El sitio donde hay más casos en todo el mundo es Treviño.
—¿Ha visto usted a Beatriz, la chica que iba con nosotros anoche? —preguntó
Alfredo sin hacer el menor caso a lo que les había dicho.
—¿Vuestra amiga…? —respondió el dueño. Carraspeó—. No, no la he visto. Por
aquí no ha venido.
—¿Puede preguntarle a Mikel? —terció Iván.
—Mikel no está. Salió pronto esta mañana para dar un paseo por la nieve. El
pueblo está muy bonito con la nevada. Sobre todo el bosque.
Alfredo miró a Antón con expresión aviesa. Era curioso que también Mikel
hubiera salido temprano, igual que Beatriz, para dar una vuelta por el pueblo. Pero no
hizo ningún comentario sobre ello.
—¿Cómo se llega a ese bosque?
—Casi rodea al pueblo desde el norte. Id hasta la farola que hay donde se separan
los caminos. Tomad el de la derecha y luego, un poco más adelante, veréis otro
camino que sube, también a la derecha. Ir por allí. Hay un poco de cuesta, pero si no
os salís del camino, el suelo no está mal.
Sin darle las gracias a Antón, Alfredo se limitó a decir a Iván:
—Venga, vámonos.
—¿No quieres que nos tomemos un café, ya que estamos aquí?
—No.
La respuesta de Alfredo fue seca. Iván ignoraba lo que le pasaba por la cabeza a
su amigo, pero optó por no contradecirle. Asintió y le hizo al dueño del bar un gesto
de despedida.
El camino de Otsobeltz a Ochate discurría por suaves lomas de piso pedregoso e
irregular. El barranco quedaba al otro lado, hacia Imíruri. Mikel conocía la zona
como la palma de su mano. Cada vez que quería estar solo o alejarse de su padre y de
Otsobeltz, tomaba esa dirección. Le agradaba la soledad de las inmediaciones del
«pueblo maldito».
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Pocos conocían la verdad sobre ese calificativo. Y nadie fuera de Treviño. Lo que
se había publicado en tantos artículos y libros era solo la parte superficial. La corteza
de lo que allí ocurría. Como el episodio de la muerte del periodista en 1987, que era
completamente falsa. Los investigadores de Ochate habían mezclado cosas para
converger en una historia que no era cierta. Aunque tenía una parte de verdad. El
periodista se suicidó lejos de Ochate, no murió dentro de su coche. Las fotos que
tomó de los perros y la voz que se coló en su grabadora eran auténticas, pero no como
se había publicado.
Mikel conocía la verdadera historia por Francisco Ortiz, que se la contó a su
padre sin saber que él estaba escuchando. El periodista había ido a Ochate a buscar
«misterios», como tantos otros por aquellos años. Muchos que no los encontraban, se
lo inventaban sin más. Pero aquel periodista los encontró. Vio algo que debía haber
visto. Corrió a su coche, estacionado en el camino que lleva de Imíruri a Ochate y,
cuando fue a arrancar, se dio cuenta de que no tenía batería. Pero no porque se
hubiera agotado, sino porque había sido intencionadamente desconectada.
Los perros le rodearon. No se atrevía a bajar del coche y tomó unas fotografías.
Entonces fue cuando aparecieron un hombre y una mujer y se acercaron a él. El
periodista acababa de grabar el mensaje que se conoció después, en el que se «coló»
la psicofonía. Al ver al hombre y la mujer que se aproximaban, cogió una barra de
hierro que llevaba siempre debajo del asiento, por si necesitaba defenderse.
No la necesitó. El hombre y la mujer se quedaron a un par de metros, con las
manos en alto, y le hicieron señas para que bajara la ventanilla. El periodista dudó,
pero al final lo hizo. Sin acercarse más, le dijeron que ellos habían desconectado la
batería del coche, y que les entregara los carretes y la cámara fotográfica. Si no,
nunca saldría de allí con vida.
Las peores amenazas son las que no llevan un tono especial. Las palabras más
serenas atemorizan más que las alteradas. El periodista obedeció, aparentemente.
Sacó los rollos de película de su bolsa de mano y extrajo también el último, después
de rebobinarlo, que era el que estaba puesto dentro de la cámara. Pero este lo dejo
caer al suelo del coche.
Los desconocidos se acercaron un poco más, vieron la cámara vacía, cogieron los
carretes y parecieron quedarse satisfechos. La mujer sonreía. Era más como una
mueca, la de una serpiente a punto de devorar a su presa. El hombre, a su lado, se
mantenía inexpresivo. El periodista tuvo la certeza de que, pasara lo que pasase, no
podía engañarles; que ellos eran capaces de penetrar su mente, saber lo que había
hecho, lo que estaba pensando. Pero qué otra cosa podía hacer…
El hombre se alejó de la ventanilla, abierta solo hasta algo menos de la mitad, y
fue a la parte delantera del coche. Levantó el capó y volvió a conectar la batería. Al
regresar junto a la mujer, le dijo al periodista que podía irse. Y que podía contar lo
que quisiera, porque nadie le creería.
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Una semana después, el periodista se suicidó. No había contado a nadie lo que
había visto en Ochate. Pero una cosa era cierta: nadie le hubiera creído.
Mikel se detuvo un momento para sacudirse la nieve acumulada en los
pantalones. Mientras lo hacía, evocó las últimas palabras del relato que Ortiz le había
contado a su padre. Recordó su risa final, funesta, al revelarle quiénes eran el hombre
y la mujer que, hacía un cuarto de siglo, habían quitado los carretes de fotos al
periodista: él mismo y Amane.
El chico siguió caminando. Estaba ya muy cerca de Ochate. De lo que quedaba de
él, más bien: cuatro casas desperdigadas, de muros medio derruidos. Salvo la torre de
la iglesia de San Miguel, la única construcción que seguía en pie, desafiando al paso
del tiempo como un centinela de piedra; o como si, de algún modo, se negara a
derrumbarse y permitir que Ochate, con ella, cayera en el olvido.
El peligroso barranco quedaba en el lado opuesto. Guiándose por la figura de la
torre, Mikel dejó a un lado los restos de un par de antiguas casas. Qué pequeñas
parecían desde fuera aquellas viviendas, a la vista de sus cimientos y sus muros
agujereados. Mikel no llegó hasta la torre, sino que giró hacia el norte cuando estaba
a penas a unos pasos de ella para tomar el camino de la Herradura, que ascendía por
las lomas hacia la ermita de Burgondo. Tampoco quedaba de ella gran cosa. Antes de
quedar derruida y abandonada, su pórtico se llevó para preservarlo a otro pueblo de la
zona, Uzquiano, donde hubo algunas protestas por considerar algunos vecinos que
podía estar maldito.
Al pasar junto a las ruinas de la ermita, Mikel recordó otra de las historias que se
contaban sobre Ochate. Si era cierta, algo que él ignoraba, ocurrió en los años
ochenta. Por lo visto, un mendigo se refugió en lo que quedaba de la ermita y, dentro,
hizo un fuego para calentarse. El fuego se extendió y acabó destruyéndola por
completo. Decían que luego se encontró allí, entre las cenizas, un misterioso
medallón de la Virgen, pero seguramente todo eso no eran más que paparruchas para
ocultar la verdad.
Lo que sí era cierto es que, en una meseta próxima al pueblo, había una antigua
necrópolis con tumbas antropomorfas, muy pequeñas, del tamaño de niños. Por
alguna razón, el ser humano se había empeñado en habitar aquella estéril región
desde tiempos inmemoriales. Se decía que los primeros asentamientos databan de la
Edad del Bronce, pero muchos vecinos —como Paco Ortiz, entre ellos— aseguraban
que ya hubo antes seres humanos allí. Mikel ignoraba cómo podía él saberlo, y lo
cierto es que le daba igual.
Él se dirigía al bosque que comenzaba hacia el noreste, más o menos a la misma
distancia que separaba la ermita de Burgondo y la torre de San Miguel. La cuesta se
hacía más empinada, aunque había un camino, ahora cubierto por la nieve. Al llegar a
la parte más alta, Mikel se metió entre los árboles a su derecha. A unos cien metros se
detuvo. El suelo mostraba una pequeña hondura y una oquedad. Pocos conocían la
existencia de aquella cueva. Él mismo no debía conocerla.
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Un ruido le alertó. Venía de muy cerca, de detrás. Se giró en redondo, creyendo
que quizá fuera alguno de los perros que vagaban por la zona. Pero se equivocaba.
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—Como Beatriz no esté en ese jodido bosque, voy a llamar a la Guardia Civil. Esto
no me gusta nada.
Iván miró a Alfredo como si su amigo hubiera dicho que iba a lanzarse de un
avión sin paracaídas.
—¿A la Guardia Civil? ¿Se te ha ido la olla, o qué?
—Para eso está, ¿no?
—¿Para qué, para rescatar a mujeres en apuros capturadas por los árboles de un
bosque encantado?
Alfredo dedicó una mirada fulminante a Iván.
—Búrlate si quieres. Pero ya te he dicho lo que voy a hacer. Me da igual lo que tú
opines.
—Muy bien. Que quede claro que es decisión tuya. Yo no tengo nada que ver en
eso.
—No, tranquilo. Ya sé que a ti se te da muy bien eludir las responsabilidades.
Iván se quedó quieto. Alfredo también, un paso por delante, sin mirarle. Después
de un par de segundos, Iván agarró a su amigo del brazo y le obligó a girarse de un
fuerte tirón.
—¿Por qué coño dices eso, Alfredo?
—A mí no me hables en ese tono.
—Te hablo en el tono que me sale de los cojones. ¿Qué coño has querido decir
con que eludo las responsabilidades?
—Lo sabes muy bien, Iván.
—No, no lo sé. Dímelo tú.
El sonido de la leve brisa que agitaba la bruma se hizo, por un momento,
ensordecedor. Alfredo se mantuvo en silencio. Ambos se miraban como dos
pistoleros de película del Oeste a punto de sacar sus revólveres.
—Que te den por culo —dijo Iván entonces, y siguió caminando.
Durante varios minutos, ninguno de los dos dijo nada. Recorrieron el camino que
les había indicado Antón hasta que llegaron a las estribaciones del bosque, por
llamarlo de algún modo. Los árboles se tomaban su espacio en la poco fértil tierra.
Algunos eran altos, desperdigados entre matorral, y otros más bajos, y parecían casi
raquíticos. Todo estaba cubierto por el manto blanco. Si no hubiera sido por la bruma,
más intensa allí, les habría bastado una ojeada para saber si Beatriz se hallaba cerca.
Fueron ascendiendo por las lomas hasta una divisoria. Al otro lado, la pendiente era
algo más pronunciada. No había rastro de su amiga. Tampoco pisadas. Pero, como
había dicho Iván al salir de casa de Amane, podía haber nevado más desde que ella
salió. Y eso, suponiendo que hubiera ido allí.
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—¡BEATRIZ! —gritó de pronto Alfredo.
No hubo respuesta. Iván no quiso imitarle. Siguió adentrándose en el bosque con
él por detrás, a cierta distancia. Mientras caminaba pesadamente en la gruesa capa de
nieve, sus pensamientos se enfocaron en lo que Alfredo había dicho sobre que sabía
eludir muy bien las responsabilidades. No esperaba de él ese golpe bajo. Aunque
tenía razón, por mucho que le doliera reconocerlo.
—¡Alfredo, mira!
La voz de Iván, detenido junto a un arbusto, hizo que Alfredo diera varias
zancadas sobre la nieve para llegar hasta él. En una rama había un pedazo de tela rojo
oscuro. Rojo oscuro como el abrigo de Beatriz.
En cuanto Alfredo lo examinó, se dio cuenta de que no podía ser ella. Se notaba
que llevaba allí mucho tiempo: estaba raído por la intemperie.
Fue un alivio para ambos, pero también, extrañamente, los dejó un tanto
apagados. La caminata había sido agotadora, teniendo siempre que sacar los pies de
la capa de nieve a cada paso.
—No tiene sentido seguir más allá —dijo Alfredo—. Volvamos al pueblo, a casa
de Amane, y si Beatriz no ha vuelto aún llamamos a la Guardia Civil.
Antes de que Iván pudiera contestar, lo vieron. Delante de ellos. Muy quieto.
—¡Hostias! —exclamó Iván.
Era uno de los perros. Enorme, como un lobo al acecho. Empezó a moverse muy
despacio. Sus ojos estaban fijos en ellos. Ambos se quedaron paralizados. Si decidía
atacarles, era imposible que pudieran escapar.
El ruido que Mikel había oído cuando estaba junto a la entrada de la cueva de
Ochate no se repitió. Alertado por él, el muchacho se había quedado un rato quieto,
en completo silencio. Luego fue a explorar los alrededores, entre los árboles, tratando
de que no lo viera quien pudiera haberle seguido. En otra época del año, podía
tratarse simplemente de un pastor, o de alguien dando un paseo por la zona. Incluso
de algún investigador o aficionado al misterio.
A menudo, en verano, llegaban a la zona cazadores de psicofonías o fenómenos
extraños, que casi nunca se iban del todo con las manos vacías. En uno de los pueblos
de la región había incluso un grupo de jóvenes que decían haber fotografiado el rostro
de Hitler en lo alto de la torre de Ochate, en lo que fue el campanario. Se trataba de
una pareidolia, nada más, pero lo cierto es que la imagen se parecía mucho al líder
nazi.
Pero ahora, en mitad del invierno, con todo nevado… ¿Quién podía estar por allí
sin que fuera por algo?
Tras unos minutos de recelosa espera, Mikel llegó a la conclusión de que el ruido
quizá no había sido real, sino producto de su imaginación. De la tensión acumulada
en su mente. Si era un animal, o alguno de los perros, no tenía de qué preocuparse. Su
abuela le había hablado de ellos y le aseguró que nunca le atacarían. Le dijo que eran
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como guardianes de ese territorio, inofensivos con sus habitantes, protectores de
ellos. Nunca le explicó cómo o por qué sabía eso. Y menos aún que no era verdad.
Más calmado, Mikel decidió seguir adelante. Volvió a la boca de la cueva y esta
vez se metió por ella. La oscuridad le tragó al entrar, como la ballena a Jonás.
Conocía bien los túneles, que desembocaban en una gran gruta. Avanzó por ellos
tanteando con las manos las formas y los quiebros, y al fin llegó al lugar al que se
dirigía.
Allí estaba la persona a la que quería ver, de la que quería comprobar el estado.
Le llevaba algo de comer, unas cuantas barritas de chocolate en uno de los bolsillos
de su abrigo. Se colocó en medio del espacio abierto. Su voz retumbó al decir:
—¿Beatriz?
Los guardias civiles José María Ortiz y Yolanda Serna estacionaron su
todoterreno junto a una cafetería a las afueras de Treviño. Aún era pronto para comer,
pero a esas horas intermedias de la mañana no venía nada mal un pequeño refrigerio.
Sobre todo con ese frío que parecía robarle la energía al cuerpo. José María, al
volante, paró el motor y cogió el interfono de la radio. Mientras lo hacía, Yolanda
descendió del vehículo. El cabo se limitó a comunicar su posición, por si tenían que
avisarles de algo. La nevada había sido fuerte, pero aún no había superado a las
quitanieves. Por el momento, las carreteras principales seguían abiertas.
Yolanda esperó a su superior sujetando la puerta de la cafetería. José María se
apresuró a entrar. Notó la bocanada de aire cálido que surgía del interior. Se quitó la
gorra y se frotó las manos, aunque venía del coche, en un gesto instintivo. Yolanda
también se quitó su gorra, se abrió el abrigo y le siguió hasta la barra.
—Buenos días —dijo el cabo a la camarera y a los presentes.
La respuesta fue un apagado coro de voces entremezcladas, sobre el que destacó
la de la mujer, una oronda paisana con el rostro más colorado que el de un piel roja.
—¿Qué toman nuestros guardia civiles? ¿Lo de siempre?
El cabo miró a Yolanda, que asintió.
—Sí, lo de siempre, Edurne. Pero a mí ponme hoy el café un poco más cargado,
si haces el favor.
—El mío también —dijo Yolanda.
La mujer sonrió y levantó ambas manos en un peculiar gesto afirmativo. Se
notaba que era una persona vital. Los guardias civiles ocuparon dos taburetes de la
barra. Como si sus movimientos estuvieran sincronizados, ambos dejaron su gorra
sobre ella. Antes de que llegaran los cafés, Yolanda se acordó de algo que le rondaba
la cabeza y que quería preguntarle a su jefe desde la noche anterior, cuando vieron
pasar aquel coche en dirección a Otsobeltz.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo al cabo.
Este la miró con sus ojos inescrutables. Igual podían mostrar enfado que burla.
—Ya lo has hecho. Pero sí, puedes preguntarme lo que quieras.
—Es sobre Otsobeltz.
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El cabo sabía cuál era la pregunta. La esperaba. La esperaba casi desde que la
joven guardia había llegado a Treviño. Sobre todo porque era una chica despierta.
—Qué quieres saber sobre Otsobeltz.
—He visto en los archivos del puesto que hace nueve años desaparecieron unos
excursionistas. ¿Nunca se aclaró lo sucedido?
—Ya has visto cómo es esta zona: dura, con lomas suaves que se alternan con
barrancos traicioneros. También hay algunas cuevas… No, no se pudo hacer nada. Ni
siquiera se encontraron los cuerpos.
La camarera les puso los cafés y, como siempre, dos cruasanes a la plancha. Al
ver que estaban hablando, no les interrumpió.
—Pero… —insistió Yolanda, pensativa—, leí que sus cosas sí se encontraron. Es
como si hubieran tenido que irse a toda prisa. Tenían una cafetera llena de café. La
tienda de campaña no estaba recogida.
—Si quieres decir con eso que no debían de estar muy lejos del campamento,
supongo que tienes razón. Pero en la labor policial, querida, las cosas no siempre son
como parecen, o como debieran ser.
—Ya… Tengo otra pregunta.
Ortiz le guiñó un ojo.
—Dispara.
—Usted dijo anoche, cuando vimos el coche que pasaba hacia Otsobeltz, que allí
hay un sitio donde hospedarse. Un solo sitio.
—Es correcto: la casa de una señora del pueblo. Se llama Amane.
Yolanda miró un momento a su cruasán, como si quisiera darse un instante para
elegir bien las palabras.
—¿Y hace nueve años?
Esta vez, la pregunta pareció incomodar un poco al cabo Ortiz. Apretó los labios
antes de contestar.
—Igual. Pero conozco a Amane desde siempre. Me crié en Otsobeltz, y mi
hermano aún vive allí. Si pretendes insinuar algo, olvídalo.
—Pero ¿estuvieron los excursionistas hospedados con ella? ¿Con Amane?
—Que yo sepa, no.
La respuesta de José María dio fin a la conversación. Echó el azúcar en su café, lo
removió y se puso a untar la mantequilla y la mermelada en su cruasán. Por el tono,
seco, tajante, Yolanda supo que se había molestado y prefirió no seguir preguntando.
Amane debía de ser amiga suya, era comprensible que cualquier sospecha sonara a
ofensa. Pero, a Yolanda, algo le decía que lo último que le había dicho su superior no
era cierto.
En el bosque de Otsobeltz, los dos chicos habían estado muy quietos en los
primeros instantes tras ver al perro que les había salido al paso de pronto, sin saber
qué hacer, tratando de mantener la calma. El animal, sin dejar de mirarles, se había
ido acercando a ellos muy despacio. No estaba solo. A uno de sus lados apareció otro
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perro. Y otro más en el lado opuesto. Eran tres, formando un semicírculo en torno a
ellos, cada vez más estrecho.
Iván ya no pudo más, dio un grito a Alfredo y salió corriendo a toda velocidad
hacia la divisoria que había quedado a sus espaldas. Con cada zancada levantaba
tanta nieve como la que levantaría un petardo. En todo momento creyó que alguno de
los perros estaría a punto de abalanzarse sobre él.
Pero no fue así.
Cuando, exhausto, tuvo que detenerse y miró hacia atrás, vio a Alfredo a unos
metros y a los perros en la misma posición que antes de la frenética carrera. Se dejó
caer de rodillas sobre el blanco manto.
—Tranquilo —dijo Alfredo cuando llegó a su altura—. No creo que vayan a
hacernos nada. Si quisieran, lo habrían hecho ya. Acuérdate de lo que dijo Mikel: son
inofensivos.
—Siento haberme acojonado —se disculpó Iván.
—Eso ahora no importa. Levántate y vamos al pueblo. Y no corras más, por
favor.
Hicieron lo que había dicho Alfredo. Los perros se mantuvieron por detrás,
avanzando al mismo ritmo que ellos. Cuando llegaron a la línea imaginaria que
marcaba el inicio del bosque, simplemente dejaron de seguirles y desparecieron entre
la bruma.
Iván se sentó en el suelo, jadeando.
—Era como si no quisieran que nos adentráramos más en el bosque —dijo.
—Es su territorio, al fin y al cabo. Los pastores deben de darles algo de comer
cuando les ven. Seguro que por eso nos han seguido: querían comida.
—Pues vaya susto. Menos mal que la comida no hemos sido nosotros.
—Venga, levanta —dijo Alfredo—. Vamos a casa de Amane a ver si Beatriz ya
ha vuelto.
—Seguro que sí —contestó Iván, aún sentado y agotado por la carrera.
—Ya, pero quiero comprobarlo. Se está haciendo tarde y no me gustaría que nos
cerraran el taller y tuviéramos que quedarnos aquí otra noche.
—¿Te has dado cuenta de que tampoco hemos visto a Mikel en toda la mañana?
—Sí. Pero él es del pueblo. Seguro que está con su novia. Y su padre en las
nubes. Iluso…
Subieron por la empinada cuesta que conducía a la casa describiendo una curva
amplia. Las huellas que habían dejado ellos seguían en la nieve. Y había otras más.
Seguramente las de Beatriz. Aunque… parecían un poco grandes y tenían a un lado
una especie de pequeño círculo.
Los chicos aceleraron el paso. Llamaron al timbre nada más llegar a la puerta.
Amane les abrió casi al instante, como si estuviera esperándoles en el recibidor.
—¿Ha vuelto ya Beatriz? —le espetó Alfredo.
—No, no ha vuelto. Pero pasad, que debéis estar congelados.
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El aspecto de los chicos era un tanto lamentable, con los pantalones mojados
hasta la rodilla y el pelo apelmazado y revuelto.
—¿No sabe nada de ella? —preguntó Iván a la mujer.
—Nada. No tengo ni idea de dónde puede estar. Pero tranquilos, estoy segura de
que aparecerá. No os preocupéis.
Amane los llevó por el pasillo hacia el salón. Alfredo estaba a punto de decir que
no iba a esperar más, que iba a llamar a la Guardia Civil, cuando vio a Paco Ortiz
sentado en una silla al fondo del salón. Ahora entendía lo de las huellas y la marca
circular: su bastón.
—Paco —dijo Amane—. ¿Has visto tú a la amiga de estos chicos?
—No. Habrá ido a dar una vuelta por el pueblo. Está muy bonito con la ni…
—Ya la hemos buscado por todas partes —le cortó Alfredo—. De hecho,
llevamos casi tres horas buscándola. Hemos recorrido el pueblo, hemos estado en el
bar y hasta hemos ido al bosque por si la veíamos.
El tono de Alfredo era arisco. Iván terció para rebajarlo.
—Lo único que hemos visto han sido unos perros en el bosque. ¡Menudo susto
nos hemos llevado!
—Ah, esos perros… No hay que temerles: no hacen nada —dijo Paco.
—Eso ahora da igual. —Alfredo estaba nervioso. Sacó su móvil del bolsillo—.
Voy a llamar a la Guardia Civil y que vengan. No espero más.
Frente a él, al otro lado del salón, Paco se levantó. Llevaba en su mano libre, la
que no tenía agarrada la empuñadura del bastón, una especie de rosario o collar, que
giraba en ella enroscándolo.
—No creo que te hagan mucho caso.
—¿Por qué? —casi gritó Alfredo—. Están para eso, ¿no? Es una persona
desaparecida.
—Mira, muchacho, el tiempo está fatal. Es probable que esta tarde o esta noche
nieve otra vez, y toda la zona quedará incomunicada. Vuestra amiga, además, no es
una persona desaparecida.
—¿Ah, no? ¡¿Y qué es entonces?!
—Hasta que pasen cuarenta y ocho horas, no es nada.
Ahora el tono duro era el de Paco. Se había colocado a escasos treinta centímetros
de Alfredo, mirándole fijamente. Este no desvió la mirada ni se achantó.
—¿Y usted qué sabe?
—Algo sé. Mi hermano es cabo de la Guardia Civil. En Treviño.
Iván abrió mucho los ojos. Alfredo se quedó mudo. Fue Paco el que siguió
hablando. Y volvió a su tono habitual.
—Pero no me malinterpretéis. Si os parece bien, dejadme que llame a mi hermano
y se lo cuente. Seguro que si puede, vendrá. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Alfredo, con la mirada ahora en el suelo—. Sí, por favor, llámele.
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exagerándolo todo y molestando a todo el mundo sin motivo. Por eso, en cierto
momento se dirigió a Iván y lanzó contra él toda su artillería. Le llamó imbécil y le
acusó de no preocuparse por Beatriz. Algo que era falso por completo. Lo que
sucedía es que Iván prefería no exteriorizar tanto sus sentimientos. Desde que
estuvieron en el bosque y vieron a los perros, ya no tenía tan claro que Beatriz solo
hubiera ido a dar un paseo y que volvería ajena por completo a sus preocupaciones.
Amane terció en la disputa y les llevó a la biblioteca para que tomaran algo y
pudieran relajarse. Poco menos que les obligó a comer algo. No podían estar con el
estómago vacío desde el desayuno, y menos con todo el ejercicio que habían hecho.
Desde el principio, desde que llegaron, Alfredo se quedó que silencio, pero Iván
estaba a punto de estallar. Aprovechó que Amane había ido a la cocina a buscar café
para desatarse.
—Tú sí que eres un imbécil, Alfredo —le espetó al fin, y sin esperar una
respuesta añadió—: Claro que todo esto me mosquea. No conocemos la zona y
Beatriz ha podido tener un accidente. Lo que dije antes era solo porque la señora lo
estaba diciendo y no creo que ponernos más tensos ayude en nada.
Alfredo no contestó inmediatamente.
—Vale —dijo al rato.
—¿Vale? ¿Y ya está?
—Y siento lo de antes.
Iván no respondió. Hacía más o menos un año, un amigo común de ambos se
rompió las piernas esquiando. Vivía solo y necesitó ayuda en casa. Alfredo se
encargó de casi todo, mientras Iván se buscaba toda clase de excusas para no
aparecer. Los motivos existían, pero Iván nunca se los había contado a Alfredo ni se
los pensaba contar. Aquel amigo común era gay, y le tiraba los tejos cada vez con
menos pudor. La situación se había hecho muy desagradable, pero Iván no quería ser
demasiado brusco. Optó por alejarse, sin más. Por eso no quería estar metido en su
casa todos los días y evitó hacerlo con excusas de lo más variopinto. Su gran
problema era que no sabía mentir. Se le notaba. Desde niño era incapaz de engañar a
los demás, ni siquiera en cuestiones inocentes.
Alfredo se levantó y tendió la mano a su amigo. Le sonrió, conciliador. Se
conocían lo bastante bien como saber lo que significaba cada cosa que decían o
hacían. Sus enfados nunca duraban mucho.
Iván estaba a punto de estrecharle la mano a Alfredo cuando sonó el timbre de la
puerta. Fue como la campana de un combate de boxeo. Ambos miraron hacia la
puerta de la biblioteca. Alfredo se levantó y, con Iván por detrás, fue hasta el pasillo.
Amane estaba ya abriendo. Era la Guardia Civil: dos agentes, un hombre y una mujer.
Él tenía que ser José María, el hermano de Paco Ortiz, aunque no se parecían mucho:
el guardia civil era más alto y esbelto, y sus ojos no parecían tan vivaces ni tan
inteligentes.
—Estos son los chicos —dijo Amane para presentarles—: Alfredo e Iván.
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Los guardias se quitaron las gorras al pasar al recibidor.
—Cabo Ortiz y guardia Serna —dijo él sin más—. ¿Me pueden contar qué ha
pasado?
El tono del cabo era bastante seco y con el deje de quien piensa de antemano que
se trata de una tontería. Amane seguía con su eterna sonrisa. Antes de que ninguno de
los dos amigos respondiera a la pregunta, intervino para decir a los guardias:
—Pero entrad, no os quedéis ahí. Quitaos los abrigos, vamos al salón, y así os
tomáis un café mientras os lo cuentan todo.
Amane los guio y luego se fue a la cocina. Los guardias y los chicos tomaron
asiento en torno a la mesa del salón. Yolanda sacó una libreta de un bolsillo. Enfrente
de ella, a pesar de las circunstancias, Iván no pudo evitar fijarse en lo atractiva que
era. Y más con el uniforme.
Fue Alfredo quien tomó la iniciativa.
—Llegamos anoche. Íbamos a San Sebastián a pasar la Navidad. Nos despistamos
buscando una gasolinera y… Pero todo eso da igual. El caso es que…
—Yo decidiré lo que da o no igual —le cortó el cabo Ortiz—. Se despistaron
buscando una gasolinera y…
Alfredo resopló.
—Y llegamos a este pueblo. En el bar nos recomendaron pasar aquí la noche. Esta
mañana, Beatriz, nuestra amiga, no estaba. Amane nos dijo que salió temprano a dar
un paseo, pero se dejó el móvil, y eso es muy inusual en su caso, que parece que lo
tiene implantado quirúrgicamente. Salimos a buscarla en varios sitios, también por el
monte, pero no encontramos ni rastro de ella.
—¿Preguntaron en el bar?
—Sí. Y nada, nadie la había visto.
—¿Ha podido pasar algo que la haya hecho marcharse sin avisar?
Alfredo pareció no comprender la pregunta. Iván sí la entendió, pero prefirió
quedarse callado.
—¿Algo de qué tipo? ¿Qué quiere decir? —preguntó Alfredo.
—Algo entre ustedes: una riña, una disputa, una pelea, una desavenencia.
—No, por supuesto que no.
Amane apareció con una bandeja y el café. Mientras lo servía, Alfredo miró a
Iván con gesto de perplejidad. Aquel cabo de la Guardia Civil, más que ayudarles,
parecía estar interrogándoles, y de muy mala manera.
—¿Es esa Beatriz novia de alguno de ustedes dos?
La pregunta, la forma de expresarla, colmó el aguante de Alfredo, ya bastante
alterado de por sí.
—Y si lo fuera, ¿qué cambiaría eso?
El cabo Ortiz le dedicó una mirada crispada.
—Son ustedes quienes han querido que viniéramos. Si no van a colaborar, no hay
más que decir. No estamos para perder el tiempo. Y menos con niñatos de ciudad.
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—Por favor —intervino Yolanda para evitar que las cosas se salieran de madre—.
Solo hacemos nuestro trabajo. Todas las preguntas son importantes.
Su voz era serena, agradable, con un atractivo punto grave. Alfredo estaba rojo de
ira. Esta vez fue Iván quien contestó.
—Beatriz no es la novia de ninguno de los dos. Solo somos tres amigos de viaje a
San Sebastián. Como no conocemos el pueblo, tememos que Beatriz haya podido
perderse o haber sufrido un accidente.
—Bien —dijo el cabo Ortiz, al que no gustó demasiado la intervención de
Yolanda—. Hagamos esto: la guardia Serna se quedará con ustedes para hacer
indagaciones y, si llega el caso, para iniciar la búsqueda. Yo regresaré a Treviño en
espera de noticias. El parte meteorológico pronostica una fuerte tormenta de nieve
para estar tarde o esta noche, que se prolongará los próximos días, y no puedo, dado
el escaso número de efectivos, quedarme yo también. Lo siento. Pero estén
tranquilos: seguro que no será nada y encontrarán a su amiga pronto.
Sin esperar respuesta, el cabo se levantó de la mesa y fue hacia Amane. Se
despidió de ella con una amabilidad que contrastaba con el modo de comportarse con
los chicos, y que parecía imposible en él. Luego dirigió una mirada a Yolanda y
siguió a Amane hasta la puerta.
Mikel llegó al bar y vio a su padre recibirle con cara de pocos amigos. Estaba
sirviendo la comida a un matrimonio anciano que siempre iba por allí los sábados y
los domingos. Para ellos, La Boca era como un restaurante de lujo: al menos, era el
único restaurante de Otsobeltz. Antón recogió los primeros platos, sirvió los segundos
y despareció por la puerta que daba a la cocina. Mikel le siguió. Vio en sus ojos que
su padre sabía lo mismo que sabía él, aunque no estaba seguro de que fuera a decirlo.
—Un paseo un poco largo —dijo Antón con sequedad.
Mikel no titubeó. Ya para qué. Eso no iba a cambiar nada.
—He ido hasta Ochate.
—¿Hasta Ochate? Creía que ibas solo por el pueblo, o al bosque.
—Ya. Pero he ido a Ochate.
—Y a ella, ¿la has visto?
—Sí. Anoche.
Antón dejó los postres preparados y salió de la cocina. Se sirvió una copa de
cerveza tras la barra y se la bebió de un trago sin mirar a Mikel, que se había sentado
en un taburete.
—¿No quieres hablar? —le preguntó.
Antón señaló con la vista a los ancianos. No era el lugar ni el momento. Claro que
tenían que hablar. Y mucho. Pero lo que tuvieran que decirse, debía ser a solas.
Cuando el cabo Ortiz se marchó, su subordinada se quedó a solas con Iván y con
Alfredo en el salón de la casa de Amane. La guardia civil cambió el tono y comenzó
a hablar con ellos de un modo menos tenso.
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—En el pueblo no hay ninguna zona peligrosa. Es cierto que en el monte se
perdieron unos excursionistas hace años, pero no fue un caso normal.
—Cuando la buscábamos por allí —dijo Alfredo—, nos salieron al paso varios
perros asilvestrados. Rondan por el pueblo. ¿Crees que podrían ser un peligro? Quizá
siguieron a Beatriz, se asustó y se cayó en algún sitio. O está escondida. Le dan
mucho miedo.
—Llevo aquí poco tiempo, unos meses, y aún no conozco bien la región. Pero no
creo que esos perros supongan ningún peligro real. Lo lógico, si es que vuestra amiga
se los encontró y se asustó, hubiera sido correr hacia el pueblo. Aunque no podemos
descartar nada.
En ese momento, Amane regresó de despedir al cabo Ortiz. Se quedó de pie en el
umbral del salón.
—¿Puedo seros de alguna ayuda? —dijo.
—Usted conoce mejor la zona —dijo Yolanda—. ¿Sabe si hay algún sitio
peligroso adonde haya podido ir la… desaparecida?
La guardia trató de evitar esa última palabra, pero le salió así.
—¿Peligros por aquí? No. El bosque es de lomas suaves. No hay lugares
escarpados. Cerca de Ochate, el pueblo abandonado, sí hay un barranco, pero está
lejos y, con la nevada, dudo que nadie fuera a ir caminando hasta allí.
—¿Y cuevas? —insistió Yolanda.
—No, que yo sepa. Ya digo que el terreno es suave en esta región. Excepto el
barranco de Ochate.
—No debemos descartar que Beatriz se adentrara en el bosque, los perros la
asustaran y llegara hasta Ochate. Pero creo que antes hay que confirmar que no está
aún en el pueblo.
—Esos perros son totalmente inofensivos —terció Amane.
Yolanda la miró sin hacer mucho caso de lo que ella pudiera opinar.
—Sí, bueno. En todo caso, querría ver sus cosas, por favor.
Amane resopló levemente, sin perder su sonrisa, y guio a la guardia civil al piso
superior, seguida de Iván y Alfredo. En el pasillo, frente a la puerta de la habitación
de Beatriz, Amane se puso a un lado y señaló con la mano.
—La instalé aquí. Es el cuarto más confortable de la casa. Exceptuando, quizá, el
mío y el de mi madre.
Al oír eso, Iván miró perplejo a Alfredo. No es que fuera algo extraño, pero
ninguno de los dos había imaginado que Amane no viviera sola. Como no habían
visto ni oído a nadie… Aunque, pensándolo bien, sí que habían oído algo. Más en
concreto, lo había oído Beatriz.
—Mi madre es casi centenaria, está ciega e impedida, la pobrecilla —aclaró
Amane—. Aunque la cabeza le rige perfectamente. Mejor que a la mayoría.
Iván estuvo a punto de contarle a Yolanda lo de los ruidos en el sótano, pero
Alfredo leyó sus pensamientos y le detuvo con un gesto. No era el momento.
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—Aquí está su maleta, su ropa… —dijo la guardia civil casi para sí—. ¿Estas son
sus cosas? —preguntó a Amane, señalando la cómoda junto a la ventana.
—Son cosas mías, la mayoría. Ese cargador de teléfono, no. Ni ese cepillo de
plástico. Lo demás… —contestó la señora, que se había acercado a la cómoda—… el
resto es mío.
Yolanda asintió. Luego dirigió su mirada a los chicos.
—Todo esto no me dice nada. ¿Puedo registrar su maleta?
—No sé para qué —dijo Alfredo.
Iván comprendió al instante lo que pretendía: ver si había drogas o alguna otra
cosa que pudiera darle una pista, un indicio con que elaborar una primera teoría. Algo
parecido a lo que intentó su superior, el cabo Ortiz, cuando les preguntó por su
relación con Beatriz y si había ocurrido algo reciente entre ellos.
—No hay inconveniente —dijo Iván. Esta vez fue él quien hizo callar a Alfredo.
Yolanda asintió de nuevo y fue hasta la maleta. La cogió con cuidado y la puso
sobre la cama. No estaba cerrada. Revolvió su contenido durante un par de minutos,
bajo el tenso silencio de los demás, comprobó los bolsillos interiores y exteriores,
miró si había algún espacio oculto y, al fin, se dio por satisfecha.
—Al subir no hemos dicho nada, pero anoche Beatriz creyó haber oído algo, un
ruido extraño, en el sótano de la casa —dijo Iván, sin poder contenerse por más
tiempo—. No le hicimos caso y no sé si puede ser algo importante.
—¿Qué hay en ese sótano? —preguntó Yolanda a Amane—. ¿Cree que Beatriz
pudo bajar allí antes de ir a acostarse?
Aunque no por experiencia personal, Yolanda había leído sobre personas que
habían tenido accidentes en sótanos, desvanes o cobertizos. A menudo la gente
almacena allí, sin orden ni concierto, trastos de todo tipo, algunos peligrosos. Por
supuesto, si le había ocurrido algo en el sótano, no podía ser verdad la versión de
Amane de que había salido pronto esa mañana, pero no debía descartar nada. Todo el
mundo miente.
—No creo que bajara —contestó Amane enarcando las cejas—. Y si lo hizo, a mí
no me dijo nada esta mañana cuando desayunó. De todos modos, la puerta siempre
está cerrada y no hay nada de especial. Algún mueble viejo. Ratones…
Al decir esto último miró a los chicos y amplió su sempiterna sonrisa. Aquello era
lo mismo que le había dicho a Beatriz la noche anterior.
—¿Puedo bajar y verlo? —preguntó Yolanda.
—Por supuesto. Aunque creo con sinceridad que es una pérdida de tiempo.
Yolanda no contestó. Por primera vez, su rostro mostró una expresión glacial que
ninguno de los otros había visto hasta ese momento. Sus ojos azules parecían puro
hielo.
Otra vez en el pasillo, Amane guio a la guardia civil hacia las escaleras y bajó
hasta el rellano del sótano. Cogió la llave de la puerta de un pequeño estante junto a
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ella y la abrió. No entró en el sótano; solo se hizo a un lado para dejar que fuera
Yolanda quien pasara primero.
—El interruptor de la luz está en la pared, a la izquierda.
Si esperaba que Yolanda mostrara el menor atisbo de recelo, se equivocó. La
joven guardia empujó la hoja y se metió en la oscuridad que reinaba allí abajo. Una
bocanada de aire húmedo emergió del interior. Iván la siguió, mientras Alfredo
observaba inmóvil la negrura.
—No encuentro el interruptor —dijo Yolanda después de varios tanteos con la
mano.
Tras ella, Amane sonrió y entró también. Alfredo se quedó justo en el umbral,
esperando. Cuando se hizo la luz, vieron al fin el interior del sótano.
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El sótano se descubrió bajo la luz de una bombilla desnuda, situada en el techo, casi
en el centro de la estancia diáfana. Las húmedas paredes estaban excavadas en la roca
del subsuelo, apenas labradas para dejar a la vista unos muros irregulares y bastos. El
suelo, no demasiado plano, era de losas de piedra pulida, a base de fragmentos de
distintos tamaños que encajaban con poco concierto entre las uniones de mortero.
Junto a una de las paredes había varios muebles viejos, un candelabro de pie de
hierro negro, un baúl de madera con refuerzos de metal forjado, diversos cachivaches,
tablas y objetos indefinidos… Pero lo que llamó la atención a Yolanda y a los dos
amigos de Beatriz fue una gran piedra circular situada en el centro, como la parte
superior de una columna, que formaba una especie de altar. Tenía grabados unos
extraños símbolos, desgastados por el paso del tiempo.
Yolanda se giró hacia Amane.
—¿Qué es eso?
—No lo sé a ciencia cierta. Siempre ha estado ahí. Desde antes de que se
construyera esta casa. Quizá tenga algún valor arqueológico, pero nunca me he
preocupado de averiguarlo, y eso que me lo han dicho muchas veces.
—¿Y esos signos?
—Tampoco lo sé. Imagino que serán alguna clase de símbolos paganos, seguro
que muy antiguos.
—¿Hay alguna salida desde aquí?
—No, ninguna, salvo la puerta por la que hemos entrado.
La contestación de Amane fue rotunda. En aquella cueva más que sótano, no
había lugar donde pudiera estar Beatriz. Tampoco había nada sospechoso, pero la
guardia civil tenía un mal presentimiento sobre Amane. Alfredo e Iván se mantenían
en silencio, ajenos a lo rondaba la cabeza de Yolanda.
—¿Suele usted tener huéspedes a menudo?
—A veces, cuando viene el buen tiempo. Pero menos de lo que quisiera, a decir
verdad. El dinero me viene muy bien. Con mi pensión y mis escasos ahorros, apenas
llego a fin de mes.
—Ya.
Tras un silencio tenso, Iván salió de su ensoñación.
—Encontramos el móvil de Beatriz en la biblioteca. Estuvo allí anoche leyendo
un libro sobre Ochate. Yo me fui a la cama. —Dirigiéndose a Alfredo, añadió—:
Cuando tú te acostaste, ¿estaba aún leyéndolo?
—Sí. Me fui a la cama un rato más tarde que tú. Diez minutos, o así. Quedarme
era una tontería —dijo Alfredo evitando la punzada del poco caso que ella le hizo—.
Beatriz no tenía ganas de charla. En cuanto me terminé mi bebida, me fui.
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Yolanda echó una última mirada al sótano. Sin compartir lo que estaba pensando,
dijo:
—Me gustaría ver el móvil de Beatriz y el libro sobre Ochate.
Esta vez, Amane fue la última en salir. Apagó la luz y cerró la puerta con llave.
Los otros ya estaban subiendo por las escaleras cuando volvió a dejarla en el mismo
sitio del que la cogió. Fue tras ellos despacio.
El teléfono de Beatriz y el libro seguían en la mesa de la biblioteca. Yolanda miró
a los chicos para pedirles permiso para coger el móvil. Ambos asintieron. La guardia
civil echó una mirada a la biblioteca. No había tampoco nada fuera de lo normal,
exceptuando lo anticuado de la decoración. Cogió el teléfono y vio que estaba
bloqueado.
—¿Sabéis el código para desbloquearlo?
Iván puso cara de pez. A su lado, Alfredo dio un paso al frente. Se rascó el pelo
por encima de la oreja, pensativo, y al fin dijo:
—Sí. Déjame pensar… Es 3140.
—¿Y tú cómo lo sabes? —exclamó Iván.
—Me lo dijo una vez. Es el número del día del mes en que nació y su número
favorito.
—¿El 40 es su número favorito? Qué número más raro, ¿no?…
—Beatriz es así, ya la conoces. No podía ser el 7. Al menos no es el número pi.
Sin hacerles el menor caso, la guardia civil comprobó las últimas llamadas. No se
había hecho ninguna desde el día anterior por la tarde. Sus mensajes también se
interrumpían antes de la noche pasada. No había pista alguna que seguir. Al menos en
el teléfono. Era mejor centrarse en el libro. Desde que lo mencionaron en el sótano,
una idea había empezado a formarse en su cabeza.
—¿A qué se dedica Beatriz?
—Es periodista —dijo Iván.
—¿Y las leyendas de Ochate le interesan?
La pregunta cogió desprevenidos a ambos amigos.
—Yo creo que no mucho —dijo Alfredo—. Ayer nos contó algunas cosas, las
conocía, pero no en profundidad. Lo reconoció ella misma. Es periodista, eso sí, y
todo lo que se sale de lo normal le interesa.
Amane apareció en el umbral.
—Antes dije que no pensaba que hubiera ido a Ochate —dijo Yolanda—, pero ya
no lo tengo tan claro. Lo que sigo sin entender es que se dejara el teléfono. ¿Sabéis si
llevaba cámara de fotos?
Alfredo miró a Iván.
—Siempre hace las fotos con el móvil. Nunca la hemos visto con una cámara. No
es reportera, ni nada eso. Trabaja en una revista de divulgación científica. El suyo es
otro tipo de trabajo, quiero decir.
—Ya.
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—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Iván—. ¿Ir a Ochate por si se ha perdido allí?
—No —contestó Yolanda, rotunda.
—Pero… —trató de protestar Iván.
—Vosotros dos os vais a quedar aquí mientras yo hago algunas indagaciones por
el pueblo.
—¡De eso ni hablar! —casi gritó Iván—. Beatriz es nuestra amiga. No vamos a
quedarnos aquí, mano sobre mano, sin hacer nada para encontrarla. Eso ni pensarlo.
También Alfredo iba a protestar, pero se quedó un poco parado ante la
vehemencia de su amigo. No esperaba que pudiera reaccionar así. En todo caso,
decidió apoyarle.
—Sí, estoy de acuerdo, nosotros también vamos.
—Esto no es una negociación —dijo con sequedad Yolanda—. No os lo estoy
sugiriendo. Yo soy aquí la agente de la autoridad.
Amane sonreía como siempre desde la puerta de la biblioteca. Iván apretó los
puños, rojo de ira, y a punto estuvo de perder los estribos. Por suerte, logró
contenerse en las formas, aunque no en las palabras.
—No creo que aquí se trate de detener a nadie ni de pegar tiros. Solo es buscar a
nuestra amiga. Nuestra amiga —remarcó—. Y yo no pienso quedarme aquí metido,
con o sin tu permiso. Si eso es desobedecer a la autoridad, ya puedes ir poniéndome
las esposas, porque no voy a hacerte ni puto caso.
—El chico tiene razón —terció Amane—. Déjales que vayan contigo. O, por
menos, uno de los dos. ¿No teníais una avería en el coche? Uno puede ir a ver al
mecánico y el otro acompañarte sin molestar, claro.
Yolanda bufó con fastidio, pero tomó la rápida decisión de no ponerse en contra
de todos. Era cierto que dejarse acompañar por uno de los chicos —de momento— no
tenía por qué ser un problema.
—Muy bien —aceptó la guardia—. Lo haremos así: solo acompañar, ¿está claro?
—miró a Alfredo, que asintió, y luego a Iván. Este mantuvo la mirada con el ceño
fruncido. Yolanda insistió—: ¿Está claro?
—Sí, muy claro.
—Pues vamos. Aquí ya no hacemos nada. Y usted, Amane, avise enseguida al
puesto, por favor, si la chica regresa.
El cielo seguía mostrando un pesado color plomizo. Parecía como si las nubes,
cargadas hasta el extremo, estuvieran a punto de abalanzarse sobre la tierra. Pero ahí
estaban, cuajadas en las alturas, esperando su momento.
En el exterior de la casa de Amane, Yolanda se detuvo a unos pasos de la puerta.
Esperó a que Iván y Alfredo se pusieran frente a ella, a un lado del coche de ellos.
—Tú vienes conmigo —dijo señalando a Alfredo— y tú llevas el coche al
mecánico —añadió señalando a Iván.
—El coche es de Alfredo —protestó Iván—. Que vaya él al taller.
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A Alfredo le molestó que hablara como si él no estuviera y no contara con su
opinión.
—Tú puedes llevarlo igual que yo, que también tienes carné de conducir. No creo
que se te haya olvidado conducir en dos días.
—Ni siquiera tengo idea de lo que le pasa al coche, y quiero largarme de este
pueblo en cuanto encontremos a Beatriz.
—Es solo llevárselo al mecánico. Ya lo mirará él, que para eso está. No es tan
difícil, ¿no?
La discusión empezó a aumentar el fastidio de Yolanda. Decidió atajarla de plano.
—Decididlo ya, porque yo me voy. Si no, lo haré sola.
—Yo voy contigo —dijo Iván tajante.
Alfredo chasqueó los labios y le dedicó una triste mirada de reproche.
—Haz lo que te dé la gana.
Sin esperar respuesta, se volvió hacia el coche y fue hasta él dando zancadas. Se
agarró la manga del abrigo con la mano para estirarla y la pasó por el techo, la puerta
del conductor y el parabrisas para retirar la capa de nieve. La parte inferior estaba
dura. Abrió la puerta y buscó dentro algo que le sirviera para rascar el hielo del
cristal.
—Vamos —urgió Yolanda a Iván, que seguía mirando a su amigo sin saber si
decirle algo o no.
Mientras Alfredo quitaba el hielo del parabrisas con una vieja tarjeta de un
programa de puntos que nunca le dio nada, la guardia civil e Iván bajaron por la
cuesta que llevaba a la calle principal del pueblo. Cuando ya estaban allí, sin dejar de
andar, con el chico a un paso por detrás, Yolanda dijo:
—Como entorpezcas mi trabajo, te largas. Solo para que lo sepas. Y no me gusta
que me miren el culo, y menos de uniforme. Para eso me pongo una minifalda.
La visión de la guardia en minifalda fue imposible de evitar para Iván, que en
todo caso desvió su mirada hacia el frente y la elevó a la altura del cogote de
Yolanda.
—No te estaba mirando —carraspeó.
—Ya.
Iván prefirió no insistir. Quizá la guardia tenía ojos en la espalda, o un sexto
sentido como Obi Wan Kennoby. Sería genial, pensó, ponerla a cuatro patas y quitarle
toda esa arrogancia.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A preguntar en las casas más próximas al camino que lleva a la casa donde
estáis hospedados. Quizá alguien vio algo. Gente mayor, insomnes, cotillas… No me
extrañaría que así fuera.
—¿Por qué estás tan segura de que Beatriz no ha ido a Ochate? ¿Solo porque se
dejó el móvil?
—Tengo mis motivos. No preguntes más.
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En ningún caso iba a revelarle a Iván, o a su amigo Alfredo, lo que pensaba, ni
por qué Amane le daba mala espina. Las suposiciones y las sospechas debían
quedarse en eso, en lo que eran.
La primera vivienda, la más cercana a la cuesta, estaba al otro lado de la calle.
Antes de llamar a la puerta, Yolanda se colocó en la fachada y miró hacia la casa de
Amane. Se veían la parte alta, aunque no el piso bajo, y toda la cuesta que iba hasta
ella. Tras la comprobación, la guardia sacó su libreta de un bolsillo del abrigo, se
quitó la gorra y oprimió el botón del timbre.
Del interior llegó una voz que decía «¡ya va!». A los pocos segundos, un anciano
con andador abrió la puerta. Estaba encorvado como un árbol moribundo, y le costaba
respirar por el esfuerzo de haber atravesado el salón y el recibidor. Sus ojos se
abrieron como huevos cuando vio a Yolanda con el uniforme de la Guardia Civil.
—¿Qué… qué… pasa? —tartamudeó entre jadeos.
—No pasa nada, señor, no se preocupe —dijo Yolanda—. Solo quería hacerle una
pregunta.
El hombre pareció calmarse un poco.
—Usted dirá.
—Estoy buscando a una chica, morena, más o menos de mi edad. Salió de paseo
esta mañana y aún no ha vuelto. ¿La ha visto usted por un casual? Estaba hospedada
en casa de Amane.
La mención a Amane hizo al anciano cambiar la expresión de su rostro.
—Yo… No, yo no he… visto a nadie. Mi mujer está enferma. Y yo, míreme…
Nunca salimos.
—Eso no importa —dijo Iván—. No digo que dé igual que su mujer esté enferma,
claro. Pero han podido ver algo desde la ventana.
—No, nosotros no…
Yolanda echó una mirada de reprobación a Iván y luego sonrió al anciano.
—Gracias, ha sido usted muy amable. Que se mejore su mujer. Sentimos haberles
molestado.
—Ninguna molestia, por favor —dijo el hombre visiblemente aliviado.
En cuanto volvió a cerrar la puerta tras de sí, la guardia civil se separó unos pasos
de la casa. Se quedó callada un momento y luego se encaró con Iván.
—Te he avisado de que me dejaras hacer mi trabajo.
—¿No te has dado cuenta de que ese viejo no sabía ni lo que decía? —se quejó el
chico.
—Por eso mismo. No íbamos a sacar nada en claro. Salvo perder el tiempo.
—Se puso nervioso cuando mencionaste a Amane. Es evidente.
Lo que Iván decía era cierto. Yolanda seguía formándose una sospecha en su
mente, pero aún no tenía una forma definida.
—Está bien. Pero te lo digo por última vez: yo soy quien hace las preguntas.
Déjeme hacer mi trabajo o vete.
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Crecido por la pequeña victoria, Iván estuvo a punto de soltarle que lo de hacer
ella las preguntas era algo que no le había dicho antes. Pero pincharla con una chanza
ahora podía ser como el Titanic chocando contra el iceberg.
—De acuerdo, de acuerdo: tú haces las preguntas.
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A Alfredo le llevó varios minutos poner el coche en marcha. El contacto hacía girar el
sistema eléctrico del arranque, pero éste no lograba encender el motor. Por un
momento, pensó que había dicho definitivamente basta. Lo intentó una y otra vez,
hasta que la batería pareció ir perdiendo fuerza. Antes de quedarse sin energía,
cambió de táctica. Se bajó del coche, que estaba en llano, quitó el freno general y lo
empujó por el marco de la puerta hasta el inicio de la cuesta mientras movía el
volante. En cuanto el vehículo empezó a moverse por sí mismo, montó de nuevo y
accionó el contacto.
—¡Vamos, cabrón! —gritó, al tiempo que soltaba poco a poco el embrague con la
primera marcha engranada.
El coche se frenó un poco y el motor emitió un quejido, pero arrancó.
—¡Sí, joder! ¡Sí!
La palmada que dio en el volante fue tan fuerte que estuvo a punto de perder el
control. El cristal trasero estaba helado, pero aun así pudo vislumbrar la nube de
humo negro que salía por el tubo de escape. Al final de la cuesta aceleró con ímpetu
para forzar el motor y echar fuera toda esa carbonilla acumulada. Los tirones eran
más intensos que la noche anterior.
—A ver, el taller… —se dijo a sí mismo.
Era fácil llegar. Estaba un poco más adelante en esa misma calle, antes de la plaza
del ayuntamiento y la iglesia abandonada. Al mirar un momento hacia lo alto, para
comprobar el estado del cielo, se fijó en algo que no había percibido antes: el
campanario de la iglesia no tenía campanas ni cruz. Su forma puntiaguda y los dos
huecos vacíos, con una parte oscura por debajo, le hacían parecer la cara de un
payaso triste.
Un poco más adelante, Alfredo giró hacia el taller. Delante de él había una
pequeña explanada cubierta por la nieve. Avanzó con lentitud hasta la puerta metálica
y se detuvo a un par de metros. Estaba cerrada. Miró su reloj: eran más de las cuatro
de la tarde. En todo caso, había llegado. Paró el motor y descendió. Como si
acercarse más a la puerta pudiera revelarle que, en realidad, estaba abierta, la escrutó
durante un largo rato. No había nada en ella, ni un cartel con el horario ni un teléfono
al que llamar. Pero no iba a rendirse con tanta facilidad.
La casa más cercana quedaba a la derecha. Su puerta daba a un callejón
perpendicular a la vía principal. Fue hasta ella, subió los dos escalones que la
separaban del nivel del suelo y llamó al timbre. Le pareció que no sonaba. Esperó
unos segundos y volvió a llamar, esta vez con los nudillos.
—¿Sí? —dijo una voz al otro lado.
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—Hola, perdone —contestó Alfredo en tono alto—. ¿Sabe usted dónde puedo
encontrar al mecánico del taller que está ahí?
La puerta se abrió. Desde el otro lado, entre sombras, emergió el rostro arrugado
de una mujer muy pequeñita. Alfredo tuvo que bajar la mirada, tras un instante de
desconcierto al abrirse la puerta y no ver a nadie.
—¿No está Avelino en el taller? —preguntó la señora.
—No, está cerrado.
—Este Avelino… Antes abría por las tardes, pero ahora… Es el hijo de mi
hermana, ¿sabe? Un poco cabeza loca, el muchacho.
Por la edad de la mujer, Avelino debía de ser ya un tipo maduro, más que un
muchacho. Y lo que decía no era muy halagüeño.
—¿No es buen mecánico? —dijo Alfredo.
—Eso sí, hijo, pero es que trabaja menos que la sotana de un cura. Ahora,
últimamente, solo cuando quiere…
—¿Sabe usted dónde puedo encontrarle?
—En casa o en el bar, seguro. No se me ocurre ningún otro sitio. Ese le da un
poco al alpiste, ¿sabes?
El cuadro que estaba haciendo del mecánico su propia tía era como para dejar de
preguntar y salir corriendo.
—El bar sé dónde está.
—Pero mira antes en su casa, que la tienes más cerca. Si está durmiendo la siesta,
o la mona, insiste al timbre hasta que se levante. Es ahí. Esa puerta verde fea. Quién
le mandaba pintarla de ese color…
La señora sacó todo su cuerpo al exterior, se cerró la gruesa chaqueta de lana
negra que llevaba puesta y señaló hacia el fondo del callejón.
Yolanda e Iván habían visitado ya tres casas con el mismo resultado que en la
primera, al menos en lo que respecta a la información obtenida. En aquel pueblo solo
parecía haber gente mayor. Salvo Mikel, el hijo del dueño del bar, no habían visto a
nadie con aspecto de tener menos de cincuenta años.
Iván estaba empezando a perder la paciencia. No entendía por qué la guardia civil
se empeñaba en indagar en el pueblo, en vez de iniciar una búsqueda de verdad de
Beatriz. Si al menos compartiera con él lo que pensaba, quizá comprendería sus
razones. Pero de momento guardaba silencio.
Iba a lanzarle esos reproches a Yolanda cuando la puerta de la casa a la que ella
acababa de llamar se abrió. Tendría que esperar a que la anciana que apareció en el
umbral les dijera, una vez más, lo consabido: que no había visto nada, que no sabía
nada, que no se enteraba de nada…
—Buenos días. Perdone que la moleste, señora —saludó Yolanda—, pero ha
desaparecido una chica y querría hacerle unas preguntas.
La mujer no cambió la expresión de su rostro. Se limitó a contestar con otra
pregunta, escueta y directa:
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—¿Estaba en casa de Amane?
La que no esperaba eso era la guardia civil. Tardó un segundo en procesar la
pregunta. Por fin parecía que alguien iba a aportar algo a la investigación. Y no solo a
la desaparición de la joven.
—Sí, se hospedaba con dos amigos en casa de Amane. Uno de ellos es este.
—Pasad, por favor. Es mejor no hablar aquí fuera —dijo la mujer, haciéndose a
un lado—. Hace frío y nunca se sabe quién puede estar escuchando.
Primero entró Yolanda, seguida de Iván. La casa era oscura y los muebles tan
rústicos que casi parecían no haber sido labrados por un ebanista sino por un niño.
Aquella casa tenía al menos un siglo, y todo en ella lo demostraba: un suelo de
baldosines con dibujos geométricos desgastados, unas paredes irregulares de un
blanco de cal amarilleado por la humedad, un pasillo estrecho y triste que
desembocaba en una sala de estar con olor a cerrado.
—Sentaos donde queráis —dijo la anciana, señalando una mesa circular con
cuatro sillas—. ¿Queréis tomar un café? Acabo de hacerlo.
Yolanda agradeció el ofrecimiento, aunque lo rehusó. Sin embargo, la mujer no
hizo el menor caso. Desapreció un momento en el pasillo y regresó con una bandeja
de metal con tazas, un tetrabrick de leche y una cafetera italiana. Ni Yolanda ni Iván
se habían sentado aún a la mesa.
—Vamos, que las sillas no muerden. ¿Cómo tomáis el café?
—Solo, con bastante azúcar —dijo Yolanda, sentándose y aceptando el casi
obligado café.
Iván ayudó a la anciana a posar la bandeja en la mesa. Se notaba que, a pesar de
su edad avanzada, era una persona vital y enérgica, pero sus manos temblaban
ligeramente.
—Yo lo tomo con un poco de leche, y normal de azúcar.
—¿Qué es normal de azúcar para ti, hijo?
Yolanda esbozó una sonrisa. Esa mujer le recordaba a su propia abuela, una
asturiana sin pelos en la lengua que falleció hacía un par de años.
—Una cucharada —dijo Iván como si respondiera a una orden militar.
La anciana sirvió los cafés. Ella se puso una taza sin leche ni azúcar.
—Tengo que deciros, antes de nada, que no he visto a ninguna joven. En eso no
voy a poder ayudaros. Pero… —hizo una pausa, durante la cual escrutó los rostros
expectantes de Yolanda y de Iván—… pero sí tengo algo que contar. Y estoy segura
de que os interesará.
Alfredo había conseguido arrancar al mecánico del sofá a fuerza de hacer sonar,
sin piedad, el timbre de su casa. De malas pulgas, el hombre se adecentó y se aseó lo
mínimo y fue con el chico hasta el taller. Tenía unas ojeras que le llegaban a los pies
y parecía —quizá por la resaca de una comida bien regada— poco inclinado a
charlas. Cuando Alfredo le contó los síntomas de la avería, estuvo un buen rato
mirando el motor y, dentro del coche, acelerando y escuchando el sonido que
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producía. Sin explicar nada, concentrado como un médico en su paciente, conectó un
pequeño ordenador bastante arañado a una toma interior del vehículo. Ejecutó un
programa, miró varias pantallas y, por fin, hizo su diagnóstico.
—A este coche le fallan los inyectores. Pero tengo que hacerle más pruebas.
Tendrás que dejármelo.
A Alfredo no le agradó nada esa opción.
—¿No puede hacer algún apaño para que podamos llegar a San Sebastián? No
hace falta que quede perfecto.
—No lo sé. Para eso tengo que mirarlo mejor. Si la cosa es muy grave, no tengo
aquí las piezas y no puedo pedirlas hasta el lunes. Intentaré hacer un arreglo de
emergencia, pero no sé si será posible, ¿eh?
—Pues vaya… ¿Qué hago entonces, le llamo más tarde para ver si ha podido
hacer algo?
El mecánico le dio al chico su número de móvil.
—Llámame a partir de las siete o así. A ver si hay suerte.
Ahora Alfredo estaba en medio de la calle, cerca de la plaza, con la sensación de
que todo se ponía en contra. Sacó su teléfono del abrigo y marcó el número de Iván.
Cuando éste contestó, en voz baja, trató de explicarle lo que había pasado con el
coche, pero no le dejó. Le dijo dónde estaban él y la guardia civil y le pidió que fuera
para allá. Utilizó la palabra «importante».
Alfredo se quedó un tanto extrañado. Iván no dijo que hubieran encontrado a
Beatriz, pero debían de estar sobre una pista. Eso le alegró y le inquietó a la vez. Al
pensarlo, lo segundo fue aumentando en detrimento de los primero.
Se apresuró en llegar a la dirección que Iván le dio por teléfono. Era de una casa
que estaba por detrás de las primeras en el ramal izquierdo de la calle principal, cuyas
fachadas daban a la de Amane. Alfredo cruzó la vía, bajó por un pequeño terraplén y
caminó unos metros en dirección a la salida del pueblo. Las indicaciones no eran
demasiado precisas, pero sí la descripción de la casa, con una puerta estrecha y
marrón y ventanas blancas con macetas sin plantas.
Cuando llamó a la puerta, la dueña pidió a Iván que fuera él a abrir. Yolanda iba
tomando notas en su libreta. Hasta el momento, en efecto, la anciana había dicho
algunas cosas interesantes y perturbadoras. No había visto a Beatriz, pero en allí
pasaban cosas muy raras, en toda la zona, con su epicentro en Ochate. Como esos
perros, que siempre aparecían cuando algo extraño iba a ocurrir. No es que no hubiera
perros sueltos todos los años, pero, en algunas ocasiones, parecían ir juntos, tener un
plan, ser capaces de… pensar.
—Yo soy tan vieja como las piedras de estos parajes —dijo—. Hace años, en
1987, creo recordar, murió un periodista que había estado en Ochate. Nunca se
investigó a fondo. Se han contado muchas cosas. He oído hablar de ello hasta en la
televisión. Pero la verdad solo la sabemos unos pocos. Al menos una parte de la
verdad. Aquel hombre murió porque vio algo que no debía haber visto. ¿Qué?: antes
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de que me lo preguntéis, no lo sé. Solo sé, a ciencia cierta, que su muerte no fue
casual. Está relacionada con esta región. Yo no creo en maldiciones, aunque creer o
no creer en algo no cambia la realidad. Y el peor ciego es el que no quiere ver.
—¿Sabe algo de los excursionistas que desparecieron hace nueve años? —
preguntó Yolanda.
—Ese año también aparecieron los perros, como ahora. Se dijo que los
excursionistas habían desaparecido en el monte que está detrás del pueblo, y que se
extiende hasta las cercanías de Ochate, por el norte. Lo dejaron todo como si tuvieran
intención de volver. Los cuerpos nunca se encontraron. Al menos, eso dijeron. Han
sido ya varios los desaparecidos a lo largo del tiempo. Incluso el padre José, el último
cura que tuvimos, se mató de un modo extraño. Sobre todo para alguien tan
aficionado como él al campo. Nunca creí lo que contaron, que se había caído y
golpeado con una piedra en la cabeza, ni vi su cuerpo en la capilla ardiente.
Yolanda escuchaba con atención, pero sabía muy bien adónde quería llegar.
—¿Los excursionistas estaban hospedados aquí, en Otsobeltz?
—Estuvieron acampados unos días en el bosque, pero antes estuvieron aquí, en
efecto: en casa de Amane.
—¿Puede decirme algo de ella?
—¿De la casa?
—No, de Amane.
—No tengo mucho contacto con ella. Es una mujer que no me gusta. Es… Tiene
algo maligno, no sé si me entienden. Siempre que ha habido desapariciones, ha
estado relacionada de algún modo. Igual que Paco Ortiz. ¿Lo conocen?
Iván se apresuró a decir que sí, que le habían conocido en el bar del pueblo, y que
fue él quien se ofreció a avisar a la Guardia Civil. Yolanda levantó la mano para que
no desviara la conversación.
—¿Y su hermano José María?
—No, José María no. Él no quiso saber nada. Se hizo guardia civil, como su
padre. Paco y José María son hermanos, pero nadie lo diría. En José María se puede
confiar. En Paco… —suspiró—. Está siempre con Amane. Tienen algo entre manos,
y también otros del pueblo. Aquí hay algo malo, antiguo. No sé lo que es, pero lo
noto como cuando va a venir una tormenta, en los huesos.
Yolanda estaba segura de que aquella mujer sabía más de lo que decía, quizá por
miedo. Pero, de momento, no convenía presionarla. Al hablar, sus expresiones
cambiaban, sus facciones temblaban. Sus sentimientos se veían aflorar a su rostro
como náufragos tratando de escapar de las profundidades oscuras y traicioneras del
mar.
—Lo mejor es que os marchéis cuanto antes —añadió la anciana mirando a los
chicos—. La Guardia Civil buscará a vuestra amiga. Es lo mejor. Por nada del mundo
querría que os pasara algo a vosotros también. Hacedme caso y marchaos.
—Nuestro coche está averiado —intervino Alfredo.
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La anciana negó y volvió a suspirar.
—Ya veo que no vais a hacerme caso. Pero yo os lo he avisado. No puedo hacer
más.
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—No me lo creo —le picó Yolanda—. Tú no creo que tengas nada con ella. La
estás buscando y aun así me das repasos cada vez que puedes. Pero tú, Alfredo,
juraría que te gusta. Quizá ella te corresponde. ¿Es así?
—A los dos nos gusta Beatriz —dijo Alfredo azorado—. Eso no es… ningún
secreto.
—¿Ah, no? —exclamó Iván—. Pues para mí sí que es un secreto. Nunca me lo
habías dicho. Nunca hemos hablado de eso, de hecho.
Yolanda había conseguido lo que quería. Todo el mundo miente.
—Ya veo que a ti también te gusta.
—Beatriz es guapa y muy atractiva —se defendió Iván—. Eso no quiere decir
nada. Yo, desde luego, no tengo nada con ella. Alfredo… ya no lo sé.
—No, no tengo nada con Beatriz.
—¿Ni lo has tenido? —insistió la guardia civil.
—No.
La respuesta de Alfredo sonó tajante, pero sus ojos se desviaron. No fue capaz de
aguantar la mirada de Yolanda. Era suficiente. Su intención no era provocar un
conflicto, aunque si tenía que provocarlo para saber lo que quería, tampoco iba a
andarse con miramientos.
—De acuerdo, no tenéis nada con Beatriz. Salvo una hermosa amistad, por
supuesto —dijo aceptando en apariencia, y con cierta socarronería, las explicaciones
de ambos—. Bien, vamos al bar a ver si está allí el hermano de mi jefe. Ojalá él
pueda arrojar algo de luz en todo esto. No se os ocurra decir nada, y menos hablar de
lo que nos ha dicho esa anciana.
—¿Qué piensas? —preguntó Alfredo—. ¿Tienes ya alguna sospecha concreta?
—Ya veremos.
Mikel fue hasta la calle principal y siguió por ella hacia el ayuntamiento. Iba
despacio, distraído. Sacó su móvil y buscó el número de Arantxa. Quería hablar con
ella, escuchar su voz. Verla, si era posible. Aunque no podía contarle nada de lo que
estaba sucediendo.
—Soy Mikel —dijo él, un tanto azorado, cuando la chica contestó a la llamada.
Siempre se ponía nervioso cuando hablaba con ella por teléfono, no sabía por qué—.
¿Puedes quedar un rato ahora?… Sí, hasta la hora de cenar… Vale, te espero junto al
ayuntamiento.
Colgó y volvió a guardarse el móvil. Ahora no nevaba, así que podrían dar un
paseo. Mikel odiaba no tener un lugar donde verse con Arantxa. Quizá, si fuera así,
su relación podría ir a más. Nunca se habían acostado.
Estaba ya muy cerca del lugar de la cita. Continuó sobre la capa nevada, dejando
sus huellas en la blancura absoluta y contemplando las casas de ese pueblo que
detestaba. Se sentó bajo el pórtico del ayuntamiento, apoyado en una de las columnas
de piedra. Enfrente tenía la iglesia. El suelo estaba frío, pero seco, y prefería enfriarse
el trasero que seguir de pie.
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Arantxa no tardó en aparecer. Sonreía y estaba hermosísima, más guapa que
nunca por debajo de un grueso gorro de lana que dejaba al descubierto las puntas de
sus orejas, levemente de soplillo. Le miró con picardía y se encendió un cigarrillo.
Fumaba a escondidas, sin que lo supiera su padre.
Se acercó a Mikel, soltó el humo de la primera calada, y le dio un beso en la
mejilla.
—¿Nos vamos a quedar aquí? —le dijo.
—Vamos a donde tú quieras —contestó él.
—Pues no hay muchas opciones… ¿Y si nos metemos en la iglesia?
La chica se abrió un poco el abrigo y dejó al descubierto dos botes de cerveza que
llevaba escondidos.
—Se los he cogido a mi padre.
Dentro de la iglesia y con cervezas, fue la única vez en que Mikel y Arantxa
habían tenido contacto físico. No fue gran cosa, más allá de un poco de sobeteo y
unos cuantos besos. Hacía mucho frío, pero quizá hoy pudieran llegar a más.
Antes de atravesar la plaza para ir juntos a la vieja iglesia, Mikel vio, a distancia,
a los amigos de Beatriz. Iban acompañados de la guardia civil con la que habían
estado en casa de su abuela.
Paco Ortiz no estaba en ese momento en el bar. Había ido a la casa de Amane
para hablar con ella. Y con su madre, la anciana ciega que decía tener visiones. Los
tres habían bajado al sótano por un corredor secreto. Por debajo de la estancia que
Amane había mostrado a la bisoña guardia civil y a los amigos de Beatriz, había otro
espacio mucho mayor. Este se hallaba conectado, mediante largos túneles naturales
excavados en la roca por la acción de un antiguo río subterráneo, con los montes de la
parte alta de Ochate, más allá de la ermita de Burgondo.
La anciana estaba en su silla de ruedas, mirando sin ver hacia el frente, con el
rostro impertérrito. Su hija y Ortiz hablaban junto a ella a la luz de un candelabro de
hierro negro, con tres velas, cubierto de una capa de cera que se proyectaba hacia el
suelo pétreo como finas estalactitas.
—No saben nada —dijo Paco Ortiz.
—¿Y Mikel? ¿Y su padre? ¿Y esa a la que llama abuela?
—Mikel y su padre servirán a nuestros propósitos. Su abuela ya ha sido
aleccionada.
La anciana intervino en ese momento. Su voz sonó aguda pero áspera como el
roce de unas ortigas.
—¿Y ha aceptado colaborar?
—Sí, lo ha hecho —dijo Paco Ortiz en un tono de máximo respeto.
—¡No os fiéis de esa!
—Madre —terció Amane—, tiene motivos para obedecer y hacer todo lo que le
digamos. Lo único que me preocupa ahora es esa guardia civil.
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—Mi hermano la tendrá controlada si llega a ser necesario. Aunque no lo creo.
Nadie puede ni imaginar lo que pasa en nuestro… pequeño mundo.
—¡Pequeño, sí, pero poderoso, no lo olvidéis! —casi gritó la anciana.
Amane asintió y le acarició el pelo con ternura. Sonrió al evocar el poco tiempo
que le quedaba ya a su madre, y cómo toda esa amargura que destilaba por su
marchito cuerpo se transformaría en comida para los gusanos. Entonces ella heredaría
su don.
El silencio se hizo de nuevo en el bar, como la noche en que llegaron los chicos al
pueblo. Pero esta vez fue más tenso. Había por lo menos diez o doce clientes, que se
callaron al instante al ver a Yolanda y su uniforme de la Guardia Civil, seguida de los
dos amigos de la chica desaparecida. A esa hora, ya sumidos en la noche invernal,
todos en Otsobeltz sabían lo que pasaba.
Antón, el dueño, saludó secamente desde la barra. Su expresión era seria. En un
rápido escrutinio del interior, Iván y Alfredo comprobaron que ni Paco Ortiz ni Mikel
estaban entre los presentes. Los tres se acercaron a la barra. La guardia civil se abrió
el abrigo y dejó su gorra sobre el viejo metal pulido. Los chicos no sabían si iban a
pasar allí un rato, pero la imitaron. Fuera hacía mucho frío y empezaban a caer los
primeros copos de nieve. El contraste con la calidez interior les hizo sentir un
repentino sofoco.
—Es usted el dueño, ¿verdad? —dijo Yolanda a Antón, más afirmando que
preguntando.
—Sí. Y usted es la guardia nueva de Treviño, ¿no?
—Exacto. Tengo que hacerle una pregunta. En realidad, dos preguntas.
—Por supuesto. Pero ¿quieren tomar algo?
—Después —dijo Yolanda sin esperar a ver qué decían los chicos—. Supongo
que está al tanto de que ha desaparecido una joven que estaba hospedada en el
pueblo.
El dueño asintió y enarcó las cejas.
—Sí, llegó anoche con sus acompañantes. Ya han estado aquí y me han
preguntado esta mañana. No la he vuelto a ver. Espero que no le haya pasado nada.
La respuesta fue convincente. Lo último que había dicho era verdad y mentira a la
vez, pero no titubeó.
—¿Y a Francisco Ortiz lo ha visto? —continuó la guardia civil.
—¿A Paco? Sí, a Paco sí lo he visto. Ha estado aquí esta tarde, hará una hora o
poco más.
—¿Y sabe adónde ha ido? Es importante que hable con él.
—No, ni idea. Imagino que se habrá ido a su casa.
—¿Puede haber ido a casa de Amane?
Esa pregunta sí que hizo a Antón vacilar. Se le escapó una mirada de reojo hacia
los clientes que ocupaban las mesas, como si quisiera ver la reacción que la guardia
civil había provocado en ellos.
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—No… lo sé. Puede ser. Son amigos. Yo no lo sé, no soy su niñera.
—Aquí nadie sabe nada… —se quejó Yolanda entre dientes.
Lo hizo para que todos pensaran que no había descubierto nada. Y así era en
cierto modo. Pero solo en cierto modo. Lo que le había contado la anciana resultaba
impreciso, vago, aunque esclarecedor. Ahora tocaba emplear la táctica de hacerse la
tonta. Cuando era niña, su padre le dijo que eso hacía el filósofo Sócrates, y así
sonsacaba astutamente a cada uno lo que pensaba en realidad.
—¿Y ustedes? —miró hacia los que estaban en la barra y luego hacia el resto de
los presentes—. ¿Han visto algo, lo que sea, que nos pueda ayudar a encontrar a la
chica?
Se escuchó un murmullo de negación. Todas las cabezas negaron o desviaron los
ojos. No era más que lo que Yolanda esperaba. Se quitó el abrigo y añadió de nuevo
hacia el dueño:
—Habrá que ir a buscarla por el monte.
—¿Está usted loca? —exclamó Antón—. ¿Con el tiempo que hace y la que va a
caer esta noche?
—Qué remedio…
Iván y Alfredo, de momento, eran convidados de piedra. Pero el primero saltó
cuando Yolanda se quitó el abrigo y pidió al camarero un café solo bien cargado y un
bocadillo de jamón.
—¿Crees que ya no hay nada más que hacer? Además, ya hemos buscado a
Beatriz en el monte.
—Tú calla, pídete algo y deja de molestar. Que no tienes ni pajolera idea de nada.
El chico se quedó por un instante boquiabierto con la dureza de la respuesta.
Estuvo a punto de replicar, pero comprendió que debía de ser por algo más que las
molestias que él pudiera causar. Bufó, se quitó también el abrigo y se sentó en un
taburete junto a la guardia civil. A su lado, Alfredo miró la hora como si saliera de un
trance y sacó su móvil.
—¡Joder, el mecánico!
Eran casi las ocho y el mecánico le había dicho que le llamara a partir de las siete.
Le llamó mientras Iván pedía una cerveza. Estuvo hablando con él un par de minutos.
Casi todo fueron monosílabos y negaciones. Al colgar, sus labios musitaban algún
que otro juramento por lo bajo.
—Nada, los inyectores están jodidos. No puede arreglar el coche hasta la semana
que viene. Dice que no puede pedir las piezas que necesita antes del lunes.
Iván se lo temía desde que le contó lo que le había dicho el mecánico cuando le
llevó el coche.
—Eso da igual ahora —dijo—. Cuando encontremos a Beatriz ya veremos qué
hacemos.
Alfredo asintió en silencio. Miró al suelo y luego, con resignación, levantó la
vista hacia el camarero.
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—Otra cerveza para mí, por favor.
En el bar, la vida empezaba a ponerse de nuevo en marcha. La tensión inicial
había pasado. Alfredo se quitó también el abrigo y lo dejó en un taburete.
—Deberíais comer algo —dijo Yolanda, masticando aún el final de un bocado.
Iván negó con la mano.
—Yo ahora no tengo hambre —dijo Alfredo.
La guardia civil iba a insistirles, porque no era bueno estar con el estómago vacío
y quizá necesitaran contar con sus energías intactas. Pero no hubo tiempo para su
respuesta, porque en ese preciso instante Paco Ortiz entró, con su bastón, por la
puerta del bar. Como si supiera que Yolanda y los demás estarían allí, se dirigió hacia
ellos sin dudarlo, solo frenado por su cojera. Sonrió todo lo que su rostro le permitía,
que no era mucho, y se quedó de pie, apoyado en el bastón, junto a la barra.
—¿Algún progreso? —dijo sin saludar.
Ni Iván ni Alfredo se atrevieron a contestar. Yolanda lo miró directamente a los
ojos, se mantuvo así durante un instante que pareció durar una hora, y al fin dijo:
—No demasiados. Ahora iba a llamar a mi jefe, su hermano, para darle
novedades.
—Para decirle que no hay novedades —la corrigió Ortiz.
—Eso mismo.
—¿Y cuál va a ser el siguiente paso?
—Ir a hablar de nuevo con Amane.
—Yo vengo de allí —dijo Ortiz—. No ha visto a la chica.
—Supongo que no —contestó Yolanda en un tono tan sereno como el del hombre
—. De lo contrario habría avisado al puesto y me hubieran llamado para decírmelo.
Quiero hablar con ella de todos modos. Imagino que no le parecerá mal.
—De ningún modo, haz como quieras. Pero… Hace unas horas, creía que la
desaparición no tenía importancia.
—¿Y ahora? —le preguntó Iván.
—Ahora, sin ambages, me temo lo peor. Está nevando ya fuerte, el frío aumenta,
es de noche. Si a vuestra amiga le ha pasado algo y no está a cubierto… No hay más
que sumar dos más dos.
A Iván le dieron ganar de romperle la cara. No iba a servir de nada, pero al menos
se quedaría a gusto. Yolanda pareció notar la tensión que crecía en su interior y se
interpuso entre ambos.
—¿Podemos sentarnos un momento a una mesa? —preguntó a Paco Ortiz.
—Por supuesto. Ahí hay una libre.
—Vosotros quedaos aquí —ordenó la guardia civil a los chicos, que obedecieron
sin protestar.
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—¿Me puede decir dónde está el cuarto de baño? —preguntó Alfredo al dueño del
bar.
—Por ahí —dijo Antón, señalando un pasillo que llevaba también a la cocina y
las escaleras del piso superior—. A la derecha.
Alfredo se encaminó hacia cuarto de baño arrastrando los pies. En el pasillo, vio
las puertas a la derecha, como le había dicho el dueño. Comprobó cuál era la que
correspondía al aseo de caballeros y se metió dentro. Necesitaba, sobre todo, estar
solo un rato. No sabía por qué el asunto del coche le afectaba tanto. Quizá era porque
ponía de manifiesto que Beatriz estaba quién sabía dónde, y aumentaba en él la
sensación opresiva de ignorar su paradero y sentirse preso en ese maldito pueblo.
Al salir, un poco más entero, alguien lo llamó entre las sombras. Alfredo se quedó
quieto y miró alrededor. No vio nadie. La voz insistió.
—Aquí, estoy aquí.
En una segunda visual consiguió ver la mitad de la cabeza de Mikel, que emergía
de la barandilla de las escaleras.
—No digas nada.
El muchacho dejó su escondite y bajó con sigilo hasta donde estaba Alfredo, aún
junto a la puerta del servicio.
—Esta noche a las doce en la antigua iglesia. Ahora no puedo decir nada. No
faltéis.
—Oye. —Alfredo le agarró por el brazo—. ¿Es que sabes algo de Beatriz?
—A las doce en la iglesia —repitió Mikel—. Si no me sueltas, te juro que no os
contaré nada.
La mano de Alfredo se abrió, dejando regresar al muchacho a las oscuras
escaleras. Desapareció por ellas a toda prisa, sin hacer el menor ruido, como si fuera
un gato. Alfredo sentía cómo su corazón galopaba en su pecho. Durante un segundo
estuvo tentado de seguir a Mikel escaleras arriba y sacarle lo que supiera a puñetazos.
Recapacitó a tiempo y se contuvo.
Alfredo volvió a donde estaba Iván con la cabeza tan caliente como la caldera de
un viejo tren de carbón.
—¿Qué te pasa? —dijo su amigo al verle, preocupado—. Estás pálido. ¿Te
encuentras mal?
—No, no, estoy bien. Solo un poco mareado.
Bebió un sorbo de su cerveza. Seguía dándole vueltas a lo que le había dicho
Mikel. Se acercó un poco a Iván, con el vaso en la mano, y le dijo:
—Luego tengo que contarte algo importante.
—Cuéntamelo ahora.
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—No. Luego.
En la mesa de metal barato, Yolanda estaba con su libreta abierta. Paco Ortiz
había cumplido la ceremonia de colgar su bastón del respaldo de su silla y sentarse
parsimoniosamente. Lo hizo sin eliminar su media sonrisa de la cara y comenzó a dar
golpecitos en la mesa con los dedos.
—¿Le importa si pido algo de beber? —preguntó a la guardia civil.
Esta le hizo un gesto de la mano para que hiciera lo que quisiera.
—Antón, una tónica de las mías.
—Hay algunas cosas que me gustaría aclarar, si le parece —dijo Yolanda, con el
bolígrafo sobre una de las hojas de la libreta abierta.
—La ayudaré en todo lo que pueda. Solo quiero, como todos, que esa chica
aparezca. Ojalá sana y salva.
—Pues, si le parece, empiece por hablarme de usted y de Amane.
Paco Ortiz se echó hacia atrás en la silla. Transmitía un control absoluto de la
situación.
—No sé a qué se refiere, ni qué tiene que ver eso con su investigación. Pero para
darle gusto, le contestaré: somos amigos desde la infancia, nada más. Nos vemos a
menudo para charlar y comentar lo mal que va el mundo, cómo todo ha cambiado por
ahí, la vida del pueblo. Ese tipo de cosas.
—Los últimos excursionistas que desaparecieron hace nueve años estaban
hospedados en casa de Amane.
—Eso fue hace mucho tiempo. No veo a dónde quiere llegar. No estará
insinuando que Amane tuvo algo que ver.
—No lo sé, dígamelo usted.
—Es obvio que no. Qué disparate. Aquellos jóvenes se hospedaron solo un día o
dos en su casa. Luego se fueron a acampar en el monte. Cuando se fueron, estaban
perfectamente. Desaparecieron después, durante la acampada.
El dueño del bar llegó con el gintonic de Ortiz. Se lo puso en la mesa, sin mirar a
ninguno de los dos, y regresó a la barra.
—¿Y la muerte del párroco del pueblo? Cómo se llamaba…
Yolanda consultó sus notas, pero antes de que encontrara el dato, Paco Ortiz se lo
dijo:
—Don José. Se llamaba don José Calvo. Era un buen hombre. El pobre tuvo una
mala caída y se abrió la cabeza. Cosas que pasan.
—¿No hubo ninguna sospecha de asesinato? ¿Por qué no se mostró el cuerpo a
los feligreses?
—Mira, jovencita, no me gusta el cariz que está tomando esta conversación.
Parece un interrogatorio y a eso sí que no estoy dispuesto.
Era cierto que Yolanda estaba siendo un tanto capciosa. Quería que Ortiz creyera
que la investigación se le estaba escapando de las manos, que no sabía nada y que
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daba palos de ciego. Así era en cierto modo, pero al menos tenía claro lo que
pretendía.
—Lo siento —se excusó—. Es que no tengo nada sólido y me estoy agobiando un
poco.
Recibió una mirada compasiva de su interlocutor. Hizo una pausa y siguió
hablando como si estuviera sincerándose con él.
—Llevó solo dos meses en el puesto de Treviño y me gustaría causar buena
impresión a mis superiores. A su hermano, en especial.
—Lo comprendo, lo comprendo. Pero no busques tres pies al gato. Esa chica se
habrá perdido por el monte, o habrá ido a Ochate. Quizá —ojalá no sea así— ha
tenido un resbalón, como don José. Lo mejor que puedes hacer es salir a buscarla. Y
no te preocupes mucho por mi hermano. Entre tú y yo, es un cretino. Buen agente,
eso sí. Hazle caso en lo que te pueda enseñar. En lo demás, te aconsejo que
mantengas la distancia y no te hagas muy íntima suya.
—Supongo que tiene usted razón. En lo de nos buscar tres pies al gato, quiero
decir. De todos modos, voy a llamar al puesto para dar novedades.
Paco Ortiz asintió mientras Yolanda se levantaba de la mesa. Sacó su móvil y
volvió con los chicos. Lo tenía en la mano cuando sonó de pronto. Antes de
descolgar, la guardia civil vio en la pantalla que tenía varias llamadas perdidas.
Parecía un caso de telepatía telefónica: el número que se mostraba ahora era el del
puesto de Treviño.
—Guardia Serna al aparato —contestó.
—¿Dónde te habías metido, Yolanda? —dijo José María Ortiz en tono de
reproche—. Te he llamado tres o cuatro veces y me salía todo el tiempo que estabas
sin cobertura.
—Lo siento mucho, mi cabo. Estoy en el bar de Otsobeltz. No me he dado cuenta.
Tenía el móvil en el bolsillo y debe de ser que aquí no hay buena cobertura.
—Pues estate más atenta la próxima vez. Estar comunicados es esencial. ¿Alguna
novedad?
—Poca cosa. La chica no aparece. Nadie la ha visto. Temo que pueda haberse
desorientado en el monte y que esté perdida. Recomiendo una búsqueda inmediata
por la zona.
Al otro lado hubo un silencio.
—¿Ahora? ¿Has visto la que está cayendo? Y va a ir a peor.
Yolanda se movió hacia la ventana que quedaba junto a la puerta. A la luz del
letrero del bar pudo distinguir los copos de nieve cayendo. No eran muchos.
—Aquí no nieva demasiado.
—El viento va en esa dirección. La nevada irá a peor, te lo aseguro. De todos
modos, lo mejor será que yo vaya para allá, ahora que todavía es posible desplazarse
por carretera. Ten el móvil a mano para que pueda avisarte cuando llegue.
—A la orden. Descuide, comprobaré que tengo cobertura.
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En cuanto Yolanda colgó, Iván le preguntó qué le había dicho su superior. Esta
vez, la guardia civil optó por no mostrarse hostil. Tenía la cabeza en otro lugar y,
además, el chico tenía derecho a estar al tanto.
—Mi jefe viene para acá. La previsión meteorológica se está cumpliendo: nieva
otra vez, y se espera que esta noche caiga una de las buenas.
—¿No vamos a buscar a Beatriz?
—Sí, claro que la buscaremos —dijo Yolanda con rotundidad, a pesar de lo que
había hablado con el cabo Ortiz—. Vámonos. Quiero ver antes a Amane y hablar con
ella otra vez.
Cuando fueron a abonar sus consumiciones, Antón les dijo que ya estaban
pagadas. Señaló a Paco Ortiz, que les hizo un gesto con la mano desde la mesa.
—Suerte —les deseó.
Le agradecieron la invitación, se pudieron sus prendas de abrigo y se despidieron
de él. Yolanda tenía cada vez más claro que, en efecto, en ase pueblo pasaba algo
fuera de lo común. Y estaba resuelta a descubrirlo.
Mikel se había encerrado en su cuarto. Estaba nervioso. No entendía muy bien
por qué su abuela no les había contado, a la guardia y a los amigos de la chica, toda la
verdad cuando hablaron con ella esa tarde, ni por qué tenía que ser él quien se la
revelara a medianoche en un lugar tan sórdido como la iglesia abandonada. La
anciana le dijo que confiara en su juicio, que tenía que hacerse así. Si descubrían la
verdad demasiado pronto, no podrían actuar ni conseguirían nada.
Eso dijo su abuela. Pero él seguía dándole vueltas a sus palabras sin
comprenderlas.
De cualquier modo, iba hacer exactamente lo que ella le había encargado.
Cuando, la noche anterior, salió de madrugada para visitarla e informarle de la
llegada de los forasteros, la anciana le contó una pequeña historia que no conocía. El
chico estaba al tanto de lo que pasaba en el pueblo, de las desapariciones, del extraño
comportamiento de Amane y de Paco Ortiz, entre otros. Pero ignoraba una parte
esencial de la historia. Una parte antigua, que venía de muy lejos y que le hizo sentir
auténtico miedo.
Lo mejor era no pensar en ello. Se tumbó en la cama y se puso los cascos para
escuchar un poco de música. El azar quiso que la primera canción que reprodujo su
mp3 fuera Todo es infierno.
—Vaya mierda de tiempo —dijo Iván subiéndose la cremallera del abrigo hasta la
nariz.
Alfredo seguía con el suyo abierto. Su andar era errático y parecía absorto.
—Deberías abrigarte —le recomendó Yolanda.
El chico se quedó quieto a unos metros de la salida del bar. Miró a su espalda para
comprobar que no había nadie cerca. Ni siquiera los perros parecían atreverse a salir
de sus guaridas durante la creciente nevada.
—Tengo que deciros algo muy importante.
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—¿No puedes esperar a que lleguemos a casa de Amane? —dijo Iván—. Nos
vamos a calar hasta los huesos.
—No, no puedo. Antes, cuando fui al servicio, al salir me encontré con Mikel. Me
llamó desde las escaleras que suben a la casa.
—¡¿Por qué no lo has dicho antes?! —le espetó la guardia civil.
—No podía hacerlo. Me amenazó con no contarnos nada si no le obedecía.
—¿Contarnos…? —dijo Yolanda. Estaba desconcertada. Eso sí que no se lo
esperaba.
—Sí, tiene que contarnos algo, pero no me dijo qué. Me pidió que le esperáramos
esta noche a las doce en la iglesia. No dijo más. Se notaba que tenía mucho miedo.
—Tanto secreto no puede ser porque sí —dijo la guardia civil pensativa, y por
primera vez compartió parte de lo que pensaba con los chicos—. Cada vez tengo
sospechas más sólidas: aquí pasa algo grande.
—¿Que pasa qué, Yolanda? ¿Qué es lo que sospechas? —preguntó Iván,
llamándola por su nombre.
—No lo sé. Hasta ahí no llego. Esta noche saldremos de dudas, espero. Menos
mal que viene mi jefe. Tengo un mal presentimiento, y creo que Beatriz no se ha
perdido sin más.
—Yo tampoco lo creo —dijo Alfredo, y miró hacia Iván para recibir su
aquiescencia.
La nieve cubría ya el pelo de los dos chicos y la gorra reglamentaria de Yolanda.
La temperatura se había desplomado desde la tarde. Parecía que la noche ya no fuera
a ceder nunca más su turno al día. Todo era negrura en lo alto.
—No nos quedemos aquí más tiempo —dijo Yolanda—. Por cierto, cuando
estemos con Amane no mencionéis nada sobre la cita de esta noche con Mikel.
A paso rápido, los tres caminaron hacia la farola que marcaba la bifurcación de
las calles del pueblo. Iban con la mirada en el suelo, levantándola solo a veces para
comprobar que no se desviaban. Las marcas de los pocos coches que había pasado
por la nieve de la noche anterior empezaban a quedar tapadas. Cuanto más blanco
estaba el pueblo, más oscuro parecía. Y las casas, sepulcros blanqueados en mitad de
un viejo cementerio.
Pasaron junto a la farola de la bifurcación y siguieron avanzando hacia el
ayuntamiento y la iglesia. No pudieron evitar ralentizar el paso ante su fachada. Pero
no se detuvieron hasta la cuesta que conducía a la casa de Amane. No se veía un
alma. Solo las pocas farolas y algunas ventanas iluminadas hacían patente que aquel
no era un pueblo fantasma, abandonado, sin vida.
Y los perros. Los perros, que no se habían ido ni estaban a resguardo. Eran siete u
ocho: todos igual de grandes, igual de amenazadores en su serena pose. Formaban un
grupo al pie de la de la cuesta, como si tramaran algo. Sus ojos brillaron a la escasa
luz de la farola que había abajo.
—¡Joder! —Iván contuvo el grito y frenó en seco.
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—¡Fuera de ahí! —les gritó Yolanda.
La guardia no parecía tenerles miedo, pero aun así sacó su arma de la pistolera y
le quitó el seguro.
—Van a atacarnos —dijo Iván angustiado.
A su lado, Alfredo le tocó en el brazo.
—Tranquilo. No nos harán nada. Ya les conocemos.
—Seguidme los dos y no hagáis ningún movimiento brusco —ordenó la guardia
civil—. No os preocupéis: si intentan hacernos algo, les meto un tiro entre ceja y ceja.
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—A decir verdad —empezó diciendo la mujer—, sí hay algo. No me pareció
importante. Pero ahora que dices que Beatriz ha podido ser secuestrada, quizá sí
tenga importancia…
—¿Sí…? —dijo Yolanda.
—Anoche, cuando fui a acostarme, antes de hacerlo estuve un rato con mi madre.
La pobrecilla está impedida, ciega, en silla de ruedas. Es muy mayor, y le gusta que le
haga compañía antes de acostarse… El caso es que después, cuando ya me iba a la
cama, miré un momento por la ventana de mi habitación. Apenas hay luz fuera, pero
en la calle de abajo hay una farola, a un lado. Estaba muy oscuro. No estoy segura de
lo que creí ver. Quizá solo fueron imaginaciones mías.
La guardia civil insistió.
—Continúe, por favor.
—Pues bien: vi, o creí ver, una sombra. Alguien que se movía entre las casas de
abajo. Cuando volví a mirar, ya tratando de fijarme mejor, no volví a ver nada. La
sombra ya no estaba. Seguro que no es nada. Ni siquiera estoy segura de haber visto
esa sombra. Deben ser cosas de la edad, que a veces juega malas pasadas… Ya digo,
no le di importancia y me fui a dormir.
—Esa sombra que creyó ver, y supongamos que la vio, si tuviera que aventurarse
—dijo Yolanda—, ¿diría que le recordó a alguien del pueblo?
—¿Del pueblo? La verdad es que no, no lo creo… Pero, si tengo que
aventurarme, por cómo se movió, si es que la vi en realidad… Bueno, se movió
rápido. ¿Cómo decirlo?: se movió con agilidad. Sí, eso es, con agilidad. Tenía que
tratarse de alguien joven. Suponiendo que fuese real.
—¿Alguien joven como Mikel? —lanzó la pregunta Yolanda.
—No lo sé. Alguien joven, sí. Y Mikel lo es. Pero no me atrevería a decir que era
él. No, apenas vi nada.
La guardia civil estaba llevando poco a poco la conversación hacia donde quería.
—¿Qué sabe usted de ese chico? ¿Cree que podría ser responsable de un
secuestro?
—¡Oh, no, de ninguna manera! —exclamó Amane con los brazos abiertos—. Eso
no lo creo. Aunque…
—Aunque…
—Lo cierto que siempre ha sido un muchacho raro, un tanto solitario, poco
sociable. Últimamente creo que sale con una chica del pueblo, pero siempre ha sido
solitario. Su padre y él llegaron a Otsobeltz hace unos diez años. Eran de fuera.
Compraron el bar y se instalaron aquí. Nunca han encajado muy bien entre nosotros,
para qué decir otra cosa. Puede parecer una tontería, pero la gente de fuera trae ideas
nuevas, y aquí eso no nos guata mucho. Somos muy tradicionales.
Yolanda asintió y se quedó en silencio. En ese momento recordó que el cabo Ortiz
le había dicho que podía llamarla en cualquier momento y sacó su móvil para
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comprobar la cobertura. El indicador mostraba una poco halagüeña equis roja. Lo
levantó y lo movió para ver si recuperaba la conexión, pero no fue así.
—¿Aquí no hay cobertura de móvil? —preguntó a Amane.
—Sí. Poca, pero la hay. ¿Por qué? ¿No te funciona el teléfono?
—No. Está sin una sola raya… ¿Podéis comprobar los vuestros? —dijo a los
chicos.
Iván y Alfredo confirmaron que ellos tampoco tenían cobertura. La guardia civil
se levantó de la silla y miró por la ventana. La nieve caía ahora como una cortina
impenetrable. Seguramente había afectado a la torre de telefonía móvil, la única que
daba servicio a Otsobeltz.
—Maldita sea… —masculló Yolanda. Luego añadió hacia Amane—: ¿Me
permitiría usar su fijo para llamar a mi jefe a Treviño?
—Por supuesto. Acompáñame, lo tengo en el pasillo.
Ambas mujeres salieron del salón. Iván también se puso en pie para ir también
hasta la ventana. Desde la silla que ocupaba, Alfredo seguía abstraído y con la mirada
perdida.
—Estoy asustado —dijo sin levantar la voz.
—Yo también. Esto no me gusta nada. A ver si Yolanda consigue hablar con su
jefe y esta noche resolvemos lo que sea que está pasando aquí.
Alfredo se frotó la nuca y asintió.
—Tengo que decirte algo, Iván.
—Si es por lo de antes, no hay nada que decir. Los dos estamos tensos. Olvídalo.
—No, no es por eso.
La expresión de Iván se hizo dubitativa. Se separó de la ventana y dio un paso
hacia Alfredo.
—¿Entonces qué?
—Cuando Yolanda nos preguntó si había tenido algo con Beatriz… Dije que no,
pero yo sí lo tuve. Solo fue una vez. Una noche en que nos emborrachamos. Nunca te
lo dije para no herirte, pero ahora creo que debes saberlo.
A Iván le costó mucho evitar que el golpe que acababa de recibir se reflejara en su
rostro.
—No me hieres con eso. Ambos sois personas libres.
—Ya lo sé, pero también sé que a ti, igual que a mí, Beatriz te gusta. Se nota, no
me digas que no es cierto.
—Sí, me gusta, claro que me gusta. Pero eso no significa nada. Si ella quiere estar
contigo, adelante. Yo no tengo nada que decir. Nada cambiará entre nosotros.
Al fin Alfredo levantó la mirada. Se dio cuenta de que Iván tenía los puños
apretados, por mucho que tratara de mostrarse calmado y sereno.
—No, Iván, todo cambiará. De hecho, todo ha cambiado ya. Lo que siento es no
habértelo dicho antes.
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Sin que Iván tuviera tiempo de responder, Yolanda y Amane regresaron al salón.
La guardia civil les dijo que no había podido hablar con el cabo, pero sí con el puesto
de Treviño, y que ya le habían avisado por radio del lugar donde estaban y de que no
disponían de móviles.
—¿Tardará mucho en llegar? —preguntó Iván, con la mente en la revelación de
Alfredo.
—Eso es difícil de decir con este tiempo. Cuando hablaron con él, estaba a unos
cinco kilómetros de aquí. Si no se topa con ningún obstáculo imprevisto, debe de
estar a punto de llegar.
—Mientras esperáis —intervino Amane—, puedo prepararos algo de cena. Son
las diez de la noche.
—Gracias, yo me he comido un bocadillo en el bar, no tengo más hambre —dijo
la guardia civil—, pero vosotros sí deberíais comer algo aunque no tengáis ganas. Ya
os lo he dicho antes: no se puede estar con el estómago vacío tanto tiempo, y menos
si vamos a ir a buscar a vuestra amiga.
Amane fingió sorpresa ante el final del comentario.
—¿Has dicho que vais a salir a buscarla esta noche? ¿Con el tiempo como está?
¿No será por el bosque?
—Antes iré con mi superior a interrogar a Mikel —contestó Yolanda—. Si él no
sabe nada, tendremos que salir a buscar a Beatriz por donde haga falta. Aunque esté
nevando. Pero antes tenemos que agotar todas las opciones que nos quedan.
Los chicos dijeron a Amane que no se molestara en hacerles nada de comer.
Preferían, dada la inminencia de la llegada del cabo Ortiz, coger algo, cualquier cosa,
para poder llevárselo consigo.
—No servirá de nada que os pida que os quedéis aquí esperándonos, ¿verdad? —
dijo Yolanda con la vista fija en Iván.
No era el momento ni la situación, pero a ella también estaba empezando a
gustarle el chico. Al principio le pareció un perfecto cretino de ciudad, pero ahora,
después de unas horas con él, había ido cambiando de impresión.
—No, no serviría de nada, ya lo sabes —dijo el aludido.
Yolanda suspiró e hizo un gesto de resignación con los brazos.
—Vale. Yo no me opondré. Pero a ver qué opina mi jefe. Él es el que manda, así
que haremos lo que él diga.
—O nos detiene o iremos contigo —dijo Iván, y sonrió por primera vez en mucho
rato.
El sonido de un motor de gran tamaño precedió a un breve silencio y al ruido del
timbre de la puerta. Amane hizo el amago de ir a abrir, pero la guardia civil se
adelantó. Hizo un gesto con la mano para que los chicos la siguieran.
—Vamos, no perdamos tiempo.
Afuera, el cabo Ortiz estaba resguardado de la nevada bajo la cornisa. Aun así, en
el corto trayecto del todoterreno a la puerta, se le veía ya medio cubierto de blanco.
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Se quitó la gorra y la sacudió de malas pulgas.
—Es peor de lo que pensábamos —dijo a Yolanda al verla e hizo ademán de
entrar en la casa.
—No, mi cabo, tenemos una pista consistente. —La guardia civil no tuvo reparo
en mencionarlo. Creyó que Amane pensaría que se estaba refiriendo a lo que ella les
había dicho sobre la sombra que supuestamente vio—. Se lo contaré todo por el
camino.
—Creía que no habías averiguado nada.
—Bueno, eso no es del todo exacto.
El cabo saludó a Amane desde el umbral. Sus ojos se cruzaron por un instante.
Iván creyó percibir algo extraño en ellos. En los del guardia civil. Pero no sabría
cómo definirlo.
—Vosotros dos no podéis venir —dijo a los chicos cuando se dio cuenta de que
también ellos se disponían a salir de la casa.
—Déjelos, jefe —le rogó Yolanda—. Al fin y al cabo, la desaparecida es su
amiga y me han prometido no entorpecernos.
—Está bien. Pero si hay que hacer alguna intervención, se largan. Como no me
has contado qué has descubierto, no puedo saber qué pasará. Pero que lo sepan.
De nuevo bajo la cortina de nieve, el cabo y los demás regresaron al vehículo.
Yolanda se sentó en el puesto del acompañante y los chicos en la parte de atrás. Con
la reja en medio de ambas zonas de la cabina, parecían dos detenidos. El enorme
motor diésel volvió a rugir. El cabo accionó los limpiaparabrisas. La calefacción
estaba a tope desde que salió de Treviño.
—Y ahora dime, Yolanda: ¿qué sucede?
—Tengo la sospecha de que Beatriz, la joven desaparecida, ha sido víctima de un
secuestro.
—¿Un secuestro? ¿Aquí, en Otsobeltz? Me resulta inverosímil. Nunca ha
ocurrido nada parecido…
El cabo enfiló la cuesta que bajaba hacia el pueblo.
—Eso no podemos asegurarlo —dijo Yolanda—. Los excursionistas que
desaparecieron hace nueve años nunca volvieron a aparecer, ni vivos ni muertos. No
sabemos si los secuestraron.
—¿Y sospechas de alguien?
—Eso no lo tengo claro aún. Pero quizá lo sabremos muy pronto. A las doce
vamos a encontrarnos con un chico del pueblo que tiene algo que contar. Ha sido él
mismo quien se ha citado con nosotros. Se llama Mikel.
—¿Mikel? ¿El hijo de Antón, el del bar?
—El mismo.
—Les conozco desde que llegaron al pueblo. Son buena gente. ¿No creerás que
ha sido el chaval?
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—No. Le he hecho pensar a Amane que sí, pero estoy convencida de que él no ha
sido. Aunque está claro que sabe algo. Él mismo nos ha citado en la iglesia
abandonada. Lo que tenga que contarnos, lo ignoro.
El cabo Ortiz separó un momento la vista del parabrisas.
—¿Por qué le has hecho creer a Amane que podía haber sido Mikel?
—Porque ella nos ha contado que vio esta noche una sombra. Una sombra que
podría haber sido la de Mikel. No lo afirma, pero tampoco lo ha negado. Sospecho de
ella. Sé que usted estará conmigo en que aquí pasa algo inusual. Hace un par de
semanas vi en el puesto su carpeta con recortes de prensa de las desapariciones, de
los sucesos que han ocurrido en la zona a lo largo de los años.
—Entonces… —dijo el cabo con voz patibularia—… entonces también
sospecharás de mi hermano. Donde ha estado Amane ha estado él.
Bajo la nieve que casi tapaba el cristal, con un chorro de aire cálido que le daba
en pleno rostro, Yolanda agachó un poco la cabeza antes de decir:
—Lo siento, pero sí, también sospecho de su hermano Francisco.
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Aún quedaba casi una hora para la cita con Mikel en la iglesia abandonada. Sin
embargo, el cabo Ortiz decidió que quería inspeccionarla antes de que llegara el
momento de encontrarse con el muchacho. Explicó a Yolanda que nunca había que
dejar nada al azar. Si ese joven tenía algo que ver con la desaparición de Beatriz,
aunque la guardia civil pensará que no era así, quizá podía tener pensado tenderles
una emboscada o intentar algo contra ellos.
Dejaron el todoterreno aparcado en un callejón, fuera de la vista desde la fachada
de la iglesia y del camino lógico que conducía a ella desde el bar. El cabo entró
primero, seguido de Yolanda y de los dos chicos. El interior era una nave diáfana, sin
capillas laterales, aunque flanqueada de hornacinas en las paredes. Tanto éstas como
el altar mayor estaban vacíos de cualquier clase de imagen o símbolo sagrado. Con el
paso del tiempo y el abandono, la suciedad se había adueñado del lugar. Los viejos
bancos de madera estaban tirados y descolocados, como si hubiera irrumpido en la
iglesia un gigante de malas pulgas o una manada de animales salvajes.
El cabo encendió una pequeña linterna y comenzó a explorar los recovecos,
cualquier lugar donde alguien pudiera haberse escondido. Si era así, ese alguien debía
de estar mimetizado con las sombras, porque no había muchos sitios donde ocultarse.
Al pasar la luz por el altar, vio por detrás de la mesa de celebraciones una figura,
humana en apariencia. Estaba inmóvil, como una estatua. Yolanda sacó su arma y
caminó hacia ella muy pegada a uno de los muros. El cabo, sin moverse de su
posición ni desviar el haz de la linterna, sacó también su arma y dijo con autoridad:
—¡Sal de ahí ahora mismo!
Su voz retumbó en el espacio vacío. No obtuvo respuesta. Insistió en un tono aún
más desafiante, pero el resultado fue el mismo: nada.
En ese momento, Yolanda alcanzó el altar por uno de sus laterales. De un certero
saltó, se plantó junto a la mesa y apuntó con su arma al desconocido.
Su juramento, extrañamente coherente con un lugar que una vez fue sagrado,
reveló la verdad de la figura:
—¡Joder, es el Cristo!
En efecto, cuando los demás corrieron hacia ella vieron con sus propios ojos que
el supuesto desconocido era la imagen del Cristo crucificado, separada de la cruz,
partida en dos mitades y abandonada en aquel lugar. La cruz no estaba por ningún
lado, ni rota ni entera. Solo quedaba de ella la marca de haber estado colgada en la
pared que estaba tras el altar.
—Aquí no hay nadie —dijo Yolanda, notando aún el efecto de la adrenalina y la
palpitación de sus venas.
—¿Esta iglesia no tiene cripta? —preguntó Iván.
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El cabo Ortiz le miró y asintió. Él conocía esa iglesia de cuando era niño y, en
efecto, tenía una cripta. Pero nunca bajó a ella ni sabía dónde se hallaba el acceso.
—¿Dónde suelen estar las entradas a las criptas? —dijo Yolanda, preguntándoselo
más a sí misma que a sus compañeros.
Los cuatro se pusieron a buscar, cada uno por un lado. Yolanda e Iván con las
lámparas de sus móviles. Alfredo, que tenía un modelo desfasado, con la casi nula
que emergía de la pantalla del suyo. Al poco rato, la luz del teléfono de Iván se
apagó: no lo había cargado en todo el día y su batería estaba agotada.
—Putos smartphones… —masculló.
No tuvo tiempo de lamentarse. Yolanda dio una voz para avisarles de que había
encontrado el acceso a la cripta. Era una estrecha escalera a la que se accedía por la
parte de atrás del altar, donde también se hallaba la sacristía. Por suerte, allí tampoco
había nadie. Habían pasado por alto esa zona en su primera inspección por no tener
más que una única linterna.
—Yo la he encontrado y yo voy delante —dijo Yolanda a su superior.
—De eso nada —negó él.
—Espero que esto no sea porque soy mujer.
—Claro que no, Yolanda. Eso no tiene nada que ver. Eres guardia igual que yo.
Es porque estoy al mando y tengo más experiencia que tú, ¿entendido?
Yolanda no respondió, pero se dio cuenta de que había dicho una tontería. Se
colocó detrás del cabo, con la pistola reglamentaria bien apretada en su puño, y
comenzó a bajar detrás de él sin dejar de mirar a los traicioneros peldaños. La piedra
estaba gastada por los siglos de pies hollándolos arriba y abajo. El subterráneo no era
muy profundo. Olía a humedad reconcentrada, gélida, formando una especie de
bruma que calaba en la piel.
Abajo, el cabo recorrió el espacio con el haz luminoso. Tampoco parecía haber
nadie. Esa cripta no era más que una gruta, que a Yolanda le recordó al sótano de
Amane. Al igual que en la iglesia, por encima, no había imágenes sagradas, aunque sí
algunos símbolos cristianos grabados en la roca y semiborrados por el tiempo y la
humedad. Además, alguien los había marcado con un martillo, un escoplo o algún
otro objeto punzante con intención de destruirlos.
El único lugar donde podía haber alguien escondido era detrás del altar de la
cripta. El cabo lo comprobó y volvió con Yolanda.
—Subamos —dijo, terminada para él la inspección.
Mientras lo hacían, Yolanda miró la hora en la pantalla de su móvil: eras ya las
once y media. No quedaba mucho para la llegada de Mikel. Si es que de verdad se
presentaba.
—Volvamos al coche —dijo a los chicos, ya arriba.
—¿No nos quedamos aquí a esperar a Mikel? —preguntó Alfredo, que empezaba
a recuperarse del estado en que había quedado sumido desde su encuentro con el
muchacho.
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—Es mejor que él no nos vea. Vigilaremos la puerta desde lejos y solo entraremos
a la hora fijada. Podría arrepentirse de hablar si se siente acosado o amenazado de
algún modo.
También Mikel miró la hora. Lo hizo en el reloj de pared que su abuela tenía en la
sala de estar donde, esa tarde, recibió a Yolanda y a los forasteros. Se sentía muy
nervioso. Contaba los minutos como si pudiera acelerarlos con el poder de su mente.
Su abuela estaba sentada en una butaca, a un lado, en silencio. Poco antes —después
de estar con Arantxa y en cuanto pudo zafarse del control de su padre y marcharse del
bar— habían estado hablando del pueblo, de los forasteros, de Amane y de Paco
Ortiz.
Y de lo que Mikel iba a hacer esa noche.
Estaba todo dicho. La hora se acercaba. El muchacho se acercó a la anciana, se
inclinó hacia ella y le dio un cariñoso beso en la frente.
—Me voy.
—Suerte, hijo. Todo saldrá bien.
Mikel respiró hondo. Cogió su abrigo del respaldo de una de las sillas, donde lo
había dejado al llegar, y se lo puso. A pesar del cálido interior de la casa, la tela del
abrigo seguía mojada en algunas partes. Ojalá tuviera uno de mejor calidad, pensó.
También, antes de irse, pensó un momento en Arantxa. Eran amigos, quizá algo más,
pero no novios. Se gustaban mutuamente, de eso no cabía duda, pero no compartían
mucho al margen de sus escarceos románticos. Para Mikel era obvio, incluso en eso,
que no encajaba en aquel pueblo.
Aunque esa noche había sido distinto. En la iglesia, la misma iglesia a la que iba a
ir ahora con un propósito tan diferente, se bebieron las cervezas, se sumieron en el
arrullo del alcohol, al que no estaban acostumbrados, y acabaron tumbados sobre un
banco tocándose y acariciándose. No hicieron el amor, pero por primera vez Mikel
sintió algo especial en ella; como si algo hubiera cambiado y deseara estar con él de
un modo diferente. Por eso le contó parte de lo que iba hacer más tarde, esa misma
noche y en ese mismo lugar. No podía decirle toda la verdad, pero tampoco quiso
dejarla al margen. Arantxa le daba ahora una fuerza que antes no había sentido.
Cuando el chico se fue, la anciana se levantó del sofá y caminó despacio hasta la
puerta. La cerró con llave y corrió el pasador del cerrojo. También cerró bien la
puerta que daba a la parte de atrás, en la cocina. No tenía sueño —y aunque lo
tuviera, no podría dormir hasta que Mikel regresara—, pero lo mejor era acostarse y
quedarse a solas con sus pensamientos, en la oscuridad. Esperando.
Se preparó un vaso de leche caliente, con un poco de miel de tomillo, y se lo llevó
a la habitación. Lo dejó en la mesilla de noche y se quitó la ropa para ponerse el
camisón. Cuando la tela de éste dejó de velar sus ojos y su cabeza emergió por el
cuello, lo que vio le hizo dar un traspié. No cayó al suelo porque se topó con el
armario por detrás. Lo golpeó con los huesos viejos y casi descarnados de su espalda.
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Una figura entre las sombras, recortándose ante la única ventana, la observaba de
pie, inmóvil, frente a ella. Se sentó lentamente en una silla, sin decir nada. No se le
veía su rostro, pero la mujer sabía perfectamente quién era.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? —dijo con la voz trémula—. He hecho
todo lo que me pedisteis, punto por punto —protestó.
—Lo sé —respondió una voz serena y masculina.
—Entonces, ¿por qué has venido? Dímelo.
—Es lo que me han ordenado. Lo siento.
La mujer comprendió. Se sentó en el borde de la cama, consciente de que no
podía hacer nada para cambiar su destino. Sus pensamientos volaron a la única
persona en el mundo que le importaba.
—¿Y Mikel?
—¿Mikel? —repitió la sombra—. No tienes que preocuparte por él, no le pasará
nada.
La mentira caló hondo en la mente de la mujer. Uno cree, más que en cualquier
otra cosa, en lo que quiere creer.
—Eso es lo único que me importa —aceptó la anciana, y se tumbó sobre el
colchón, boca arriba, con las manos cruzadas en el pecho. Cerró los ojos—. Por
favor, solo te pido que seas rápido. Dile a Mikel que le quiero.
Fue Yolanda quien lo vio. Aún faltaban quince minutos para la medianoche.
Apenas se podía distinguir quién era la figura que entró huidiza en la iglesia, pero por
su forma de moverse y por el hecho en sí de entrar en el desnudo templo, tenía que
ser Mikel, que se adelantaba un poco a la hora.
—Mi cabo, ¡ahí está el chico! —dijo a José María Ortiz, señalando con el dedo—.
¿Vamos ya?
—No: esperemos a la hora convenida. Si llegamos antes o después podría
asustarse o impacientarse.
A Yolanda le pareció perfectamente razonable la decisión de su superior, aunque
por ella hubiera ido de inmediato a encontrase con Mikel. Empezaba a afectarle la
tensión de la espera. Si hubiera dependido de ella, a Mikel no le habría ocurrido lo
que le ocurrió.
Cuando el muchacho entró en la iglesia, se dirigió al altar. Se sentó por detrás, en
espera de que aparecieran la guardia civil y los amigos de la chica desaparecida. O,
más bien, forzada a desaparecer. Se colocó a un lado del Cristo partido, observándole
con una sensación extraña. ¿Era aquella, en realidad, la imagen del hijo de Dios?
¿Había realmente un Dios bueno y justo que velaba por los seres humanos? A la vista
de esa imagen rota, antaño venerada, parecía que no.
Ajeno a todo, sumido por completo en sus pensamientos, solo oyó el ruido a su
espalda cuando la persona que lo había producido estaba ya muy cerca de él. Se
volvió, con miedo en los ojos, y vio que era Arantxa.
—¿Qué… qué haces tú aquí? —dijo, levantándose algo más calmado.
Amane abrió la puerta con una incongruente sonrisa en la boca. Cuando, después de
llevar a Arantxa a su casa, regresaron el cabo Ortiz y Alfredo, y el primero le contó
que habían encontrado muerto a Mikel, ahorcado en la iglesia, pareció que le costaba
cambiar la expresión de su rostro a una más seria y grave, como sería natural en
cualquiera al oír eso. Tampoco le pareció a Alfredo procedente que el cabo le revelara
a Amane detalles tan concretos y específicos de la muerte de Mikel. Y menos que
habían encontrado en una de sus manos una nota de suicidio y un plano que conducía
a una cueva escondida cerca de Ochate, a donde supuestamente el chico había llevado
por la fuerza a Beatriz.
Se sentaron en el salón. Sobre la mesa había bizcochos, una jarra con leche y una
cafetera humeante.
—Tomaos un café caliente. Os sentará bien y me parece que lo necesitáis —dijo
Amane.
—Se agradece —correspondió Ortiz.
Mientras la mujer servía el café, dijo:
—Es terrible lo de Mikel. ¿Cómo se lo ha tomado el padre?
El padre no se lo podía tomar de ningún modo, porque también estaba muerto.
Ortiz la miró un momento antes de contestar.
—Aún no se lo he comunicado.
—¿Y eso de que Mikel dibujó un plano en la nota con su confesión del secuestro?
¿Cómo se le ha ocurrido a tu subordinada, que no es más que una niña, intentar llegar
a Ochate en esta noche infernal?
Alfredo pensó que infernal era un muy buen calificativo. El Infierno suele
asociarse con el calor y el tormento. Pero, si existe, seguramente se parece más a una
inmensa extensión helada y solitaria.
—Ella sabe lo que se hace. No he querido impedírselo. Es su primer caso y está
muy implicada.
—Lo comprendo. Espero que la suerte la acompañe. Y a tu amigo —añadió
Amane mirando a Alfredo—. No queremos más muertes, ¿verdad?
La última pregunta iba dirigida al cabo Ortiz. Este cogió un bizcocho de la
bandeja de la mesa, lo mojó en el café y, antes de metérselo en la boca, contestó con
un lánguido:
—No, claro que no.
—¿Y qué habéis hecho con el cadáver del muchacho?
El cabo Ortiz cogió otro bizcocho.
—Lo hemos metido en la cripta de la iglesia. Allí estará fresco y no se lo comerán
las alimañas.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo Iván cuando Yolanda se separó de él, después de
basarle.
—Lo siento. Ha sido… un momento de debilidad.
Él no la dejó terminar. La atrajo hacia sí y la besó de nuevo. Esta vez no fue un
beso leve, como el de ella, sino uno profundo y apasionado.
—No es el momento —trató de decir Yolanda, pero prefirió callarse y disfrutar
del beso.
Aunque era cierto: no era el momento. De haberlo sido, ninguna fuerza del
Cosmos hubiera podido evitar que acabaran desnudos y con sus cuerpos entrelazados.
A pesar del frío y la intemperie. Su ardor hubiera podido con todo.
Pero eso no podía ocurrir. Al menos de momento. Se separaron de nuevo y, como
si nada hubiera pasado, empezaron a caminar hacia la cuesta que conducía hacia la
ermita de Burgondo. Alrededor de ellos, aún cerca de la torre de Ochate, había
algunas construcciones bajas en ruinas, destrozadas. Apenas quedaba nada de las
construcciones originales. Resultaba imposible imaginar que en aquel lugar hubo una
vez un pueblo, con personas, animales, sueños y deseos.
—¿Y el barranco? —preguntó Iván mientras avanzaban a duras penas por la
gruesa capa de nieve.
—No te preocupes, está hacia el otro lado del pueblo —dijo Yolanda.
—Espero que no aparezcan los perros.
—¡Pesado!: si aparecen, peor para ellos.
Yolanda apretó la mano con que sujetaba la culata de la pistola. En la otra tenía el
móvil, que iba encendiendo cada varios pasos para comprobar que seguían por el
camino y no se estaban desorientando.
La subida era suave al principio y más intensa hacia el final. A la derecha del
camino, una forma irregular, pero formada a base de líneas geométricas, se recortó
contra el cielo. A un lado, en el horizonte, había algo de iluminación. Pero aún era
muy pronto para el amanecer. Yolanda pensó que podían ser las luces de Vitoria, a
unos quince kilómetros de distancia hacia el noroeste.
—Creo que ahí está la ermita —dijo, apuntando hacia el lugar con el haz del
móvil, que no llegó a iluminarla.
Un sonido inesperado hizo que Iván no contestara. Un escalofrío le recorrió la
espalda. Se volvió y, en medio de la oscuridad, vio dos minúsculos puntos brillantes.
Estaban sobre una masa apenas visible e inmóvil. Cuando pudo fijarse en algo que no
fuera eso, más allá de los dos puntos brillantes, se dio cuenta de que había otros.
Todos igual de quietos, como flotando en la negrura.
—¡Ah!
Yolanda llamó a Iván. No hubiera querido tener que mezclarle en su tiroteo contra los
perros. Sabía el miedo que le daban y, al fin y al cabo, la que estaba preparada para
ese tipo de contingencias era ella. Sin embargo, la situación requería de su presencia
para ayudarla. Le pidió que mantuviera fija la luz del móvil en los animales, evitando
moverla cuando disparara.
El chico se colocó en la parte baja del arco. La guardia civil sobre él, con las
piernas un poco abiertas, como una versión en miniatura del Coloso de Rodas. Aguzó
la vista sobre el primero de los perros, parcialmente mimetizado con la neblina. Era el
que estaba en el centro y había sido el primero en aparecer. El pulso le temblaba
ligeramente. Balanceó el arma, apuntó de nuevo dándose tiempo para hacerlo y, por
fin, oprimió el gatillo.
La bala cortó el aire y se incrustó en el hocico del animal, que emitió un chillido
aterrador y quedó tumbado en el suelo entre ahogados ladridos y movimientos
descoordinados. Los demás no se movieron esta vez. Al contrario: comenzaron a
avanzar todos juntos, cerrando filas sobre el miembro caído sin mirarle siquiera. Los
quejidos cesaron. El perro había muerto.
El pulso de Yolanda tembló un poco más. Esa reacción de los perros le ponía los
pelos de punta. Era imposible que se comportaran así si no tenían un objetivo
determinado, un plan. Un plan urdido con inteligencia.
El miedo se estaba apoderando de ella. Pero, de repente, igual que habían
aparecido y que se mantuvieron serenos cuando ella mató a uno de los suyos, los
supervivientes dieron media vuelta y se alejaron al trote.
Yolanda no daba crédito a su reacción. ¿Se marchaban para volver con más
fuerza?… Ella no podía saber que no, que ya no iban a volver. Habían recibido una
llamada. De alguien que no estaba presente, pero a quien los perros obedecían
ciegamente. Ese alguien fue quien les hizo acosarlos sin llegar a herirles, ponerlos al
límite y hacerles perder tiempo. Y en esa labor, poco importaban dos perros caídos.
En la ermita, la linterna del móvil se apagó finalmente. El aparato se había
quedado sin batería. Por debajo de las piernas de Yolanda, Iván emitió un suspiro.
Ella bajó a tientas al nivel del suelo y le acarició la espalda con suavidad. La niebla
iba en aumento.
—Vamos, vuelve conmigo al refugio. Esperaremos un poco antes de seguir. Puta
niebla…
—¿Por qué se han marchado? —dijo Iván.
—Deben de haberse asustado —mintió la guardia civil.
El chico volvió a suspirar.
—Entonces… ¿por qué seguían avanzando?
A medida que ascendían, la niebla se hacía un poco menos densa. Ahora que podían
ver algo del entorno, Yolanda e Iván se quedaron quietos en medio del camino que
llevaba desde Ochate a la ermita de Burgondo. Al otro lado de ese camino no había
rastro de ningún bosque. Era un terreno pelado que descendía hacia una vaguada. El
plano de Mikel estaba mal dibujado. Era lo que les faltaba. La guardia civil arrugó el
papel en su puño.
—Me cago en…
Iván se lo cogió de la mano y volvió a comprobarlo a la luz de la luna.
—Mikel conocía la zona. No puede ser un error muy grave —dijo, mientras
miraba en derredor en busca de algún elemento que explicara la discrepancia.
Un poco más arriba de la ermita, el camino ascendía hacia una loma y se
adentraba en una zona boscosa.
—Tiene que ser por ahí. Mikel debió de calcular mal la distancia entre la ermita y
el bosque.
—Bosque, por llamarlo de algún modo —se quejó Yolanda—. Tampoco es que
haya que ser un ingeniero para marcar bien los elementos esenciales.
Tenía razón. Sin embargo, seguir el camino y tratar de confirmar si Iván estaba en
lo cierto era la única opción que les quedaba.
—Aquí está la ermita —dijo Iván señalándola—, ahí el camino, y ahí hay árboles.
Yo creo que la entrada a la cueva tiene que estar por allí arriba.
Todo estaba cubierto de nieve. La luz, que iba en aumento, convertía poco a poco
los grises oscuros en grises algo más claros. Con la niebla, la visión era desoladora.
Sobre todo fría, y no solo por la baja temperatura.
El chico y la guardia civil avanzaron a duras penas por la cuesta, hundiendo sus
pies hasta más allá del tobillo, mirando siempre por su veían a los perros. Al no poder
distinguir el terreno por debajo de la nieve, debían tener cuidado de no dar un mal
paso, como cuando Iván se chocó con el pedrusco que le hizo caer rodando en la vieja
ermita.
Mientras ascendían, el chico acarició un momento la espalda de Yolanda, que
estaba como ensimismada. Ella le miró de lado y le dedicó una fugaz sonrisa.
—Estaba pensando —dijo—. ¿Recuerdas la carpeta que mi jefe tiene en el puesto
de Treviño, con recortes y papeles sobre las desapariciones, las muertes y demás en la
zona?
—Sí, hablaste de ella cuando esperábamos en el todoterreno a que Mikel llegara a
la iglesia.
—En esa carpeta se menciona la última desaparición, ocurrida en 2005. Los que
desaparecieron fueron varios excursionistas, que supuestamente se perdieron en los
—¡¡¡Eh, tú!!!
El grito de uno de los acólitos de Amane alertó a todos los demás. Había visto a
Alfredo en lo alto de las escaleras que conducían a la cueva desde los túneles que
partían de Otsobeltz. Amane ni siquiera miró hacia el sitio: sabía que el chico
vendría. Tarde o temprano.
—Id por él —ordenó a dos de los hombres armados, que cogieron sendas
antorchas y obedecieron al punto.
Alfredo se retrepó en la escalera, arañando hacia atrás los peldaños con sus uñas.
Se volvió temblando, cayó al suelo y se arrastró hasta quedar medio de pie. Corrió
con todas sus fuerzas de regreso a los túneles. Sus perseguidores llegaron al pie de la
escalera y empezaron a ascender por ella. En breve le pisarían los talones.
Lo único que se le ocurrió a Alfredo fue tratar de huir por los corredores hasta la
iglesia del pueblo. Pero eso era una locura. Ellos iban armados, tenían luz y conocían
a la perfección las cuevas. Todas esas eran sus ventajas.
Entonces, ¿qué?… Sabía lo que tenía que hacer. Ya lo había pensado. Si el miedo
es capaz de oprimir el pecho, a Alfredo se le encogió como una nuez atrapada en el
cascanueces. La idea de destrozarse la cabeza a sí mismo se hizo tan real que parecía
estar ocurriendo ya.
¿Sería todo aquello una pesadilla? Alfredo rogó que lo fuera, y despertar en su
blanda cama sin más amenaza en ciernes que poder tropezarse al ponerse las
zapatillas.
Los hombres estaban ya muy cerca. Los oía tras él, arrastrando con sus pies las
piedras disgregadas del suelo. Saltó hacia la roca en la que había estado escondido.
Se agarró a ella con ambas manos, cerró los ojos…
—¡Sal de donde estés! —ordenó uno de sus perseguidores.
¿Y si no le encontraban? ¿Y si desistían de buscarle?…
La mente de Alfredo se aferró a una esperanza que ya estaba perdida. Aguardó al
último momento. La luz de las antorchas iluminaba ya su escondrijo. Estaban encima
de él…
Ahora o nunca.
—¡Quieto!
No tuvo el valor de hacerlo. Agarró con tanta fuerza los laterales de la roca que se
arañó la piel de las manos y hasta se hizo sangre en algunas partes. Pero no pudo
lanzarse de cabeza contra ella. No tuvo valor.
—Sal de ahí, chico. No queremos hacerte daño.
Uno de los hombres le hablaba, con la escopeta baja, mientras el otro le apuntaba
con la suya desde un poco más atrás.
La primera en salir por la trampilla fue Yolanda. Llegó a un espacio sin luz, que solo
la antorcha que ella llevaba reveló. Había acertado con su suposición de que debían
de estar debajo del sótano de Amane. Reconoció el pilar de piedra en el centro y las
paredes bastas de piedra. El pilar esta ahora movido a un lado, para dejar al
descubierto el pasadizo secreto. Seguramente por allí habían bajado Amane y los
suyos para ir hasta la cueva ritual. De no haber estado movido, nunca hubieran
logrado salir por ahí.
A la luz de la tea, Yolanda buscaba —incluso esperaba— que hubiera alguien
dispuesto a atacar desde las sombras. Por suerte, no había nadie.
—¡Subid! —gritó a los demás por el hueco.
Mientras los otros se unían a ella, la guardia civil encendió la solitaria bombilla
del sótano. Ya arriba, Iván y Alfredo trataron encontrar algo con lo que cubrir el
hueco para que los de abajo no pudieran seguirles. El pilar parecía imposible de
mover. Debía de tener un mecanismo oculto que no acertaron a encontrar, por mucho
que lo intentaron. Lo único que había, aparte del pilar, era un pesado mueble parecido
a un viejo armario ropero.
—Vamos, ayudadnos a empujar —pidió Iván a Yolanda y a Beatriz.
La guardia no le hizo el menor caso. Tenía otros planes más urgentes: en esencia,
abrir la puerta del sótano para poder subir a la casa.
Antes de recurrir a pegarle un tiro a la cerradura, probó con patadas. Sus golpes
en la puerta fueron como la base rítmica de la melodía creada por el mueble al
arrastrarse. Bajo la luz amarilla y débil de la bombilla, demasiado escasa para el
tamaño del sótano, entre el frío y la inevitable humedad, ni siquiera la música de un
funeral hubiera resultado tan tétrica.
—¿Lo consigues? —preguntó Iván a la guardia civil.
Le recordó a una luchadora de kickboxing, soltando patada tras patada hasta que
al final perdió las fuerzas, el equilibrio y cayó al suelo. El chico dejó el mueble, ya
casi sobre el hueco, y corrió hacia ella para comprobar si se encontraba bien. Por un
instante, le pareció que sus ojos estaban trémulos. Pero, si estaba a punto de llorar, sin
duda era de rabia.
Le tendió el brazo para ayudarla a ponerse en pie. El trozo de la túnica de Amane,
que cubría su mano herida, mostraba manchas de sangre. Yolanda se agarró a Iván
con la otra mano y se levantó. La maldita puerta había podido con ella.
Por ahora.
—Tendremos que gastar una bala —dijo.
Iván asintió.
—Qué remedio. Pero acabemos de mover el mueble antes.
Habían recorrido apenas dos o tres kilómetros desde la salida de Otsobeltz. Unos
faros tras ellos, en la carretera, fueron el primer aviso. Venían del pueblo y avanzaban
mucho más rápido que ellos. Alfredo trató de correr más, pero el coche no respondía.
Los tirones no eran ya el problema, sino la ausencia de cadenas en las ruedas y la
falta de tracción.
—¡Para! —le gritó de repente Yolanda.
—¿Qué?
—¡Para, coño! Déjame conducir a mí. Tengo experiencia.
—¿Y tu mano herida? —dijo Iván.
—Te juro que me aguantaré.
A regañadientes, Alfredo se detuvo en medio de la negra carretera. A toda prisa,
intercambió su asiento con la guardia civil, que saltó desde el suyo para ponerse
frente al volante en cuanto el chico lo dejó libre.
Yolanda reanudó la marcha acelerando con suavidad. En sus manos, el coche
avanzaba bastante más rápido. Parecía un piloto de carreras, moviendo el volante de
lado a lado para corregir las derrapadas. En su rostro estaba dibujado el dolor que le
causaba su mano derecha. La tela estaba cada vez más roja de su sangre.
Aun así, con ella al volante, el coche que les perseguía se seguía acercando.
Estaban a medio camino de la autovía. Solo un poco más y lo lograrían.
Acababan de pasar por una cerrada curva de la carretera cuando vieron otros
faros, esta vez por delante de ellos.
—¡Mis compañeros! —exclamó la guardia civil.
Pero el vehículo no llevaba luces policiales. El mal presentimiento salió de nuevo
a flote. Y esta vez tomó forma y consistencia: si no eran sus compañeros, sino más
acólitos de Amane procedentes de algún otro pueblo vecino, les cogerían entre dos
fuegos. Tenía que tomar una decisión rápida.
En cuanto vio una zona que parecía despejada, dio un volantazo y se salió del
asfalto. El coche dio un salto pero, por suerte, no se quedó atrapado en el barro bajo
la nieve.
—¡¿Qué haces?! —gritó Iván—. ¡¿No decías que eran tus compañeros?!
—No podemos arriesgarnos. No llevan las sirenas. Eso es muy raro.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Huir por el campo. Mis compañeros nos encontrarán antes o después, eso
seguro. ¡Pero tenemos que mantenernos vivos!
La guardia civil recordaba que había algunos refugios de pastores y casetas de
labranza por la zona. No sabía dónde con exactitud, pero valía la pena intentar
encontrar uno de ellos, o cualquier otro lugar donde esconderse. El frío jugaba en su
Días después, cuando las autoridades llegaron a Otsobeltz guiadas por Iván, no
encontraron nada anormal. Dos chicos habían desaparecido, sí, y una guardia civil
estaba en coma, pero nada pudo probarse a pesar de los esfuerzos del amigo de los
desaparecidos. Los guardias de Treviño lo negaron todo, y echaron basura sobre
Yolanda. Al fin y al cabo, había matado a un agente intachable y dejado herido de
gravedad a otro.
Iván no pudo volver a encontrar la entrada a la cueva de Ochate; ni la cripta de la
antigua iglesia tenía ningún pozo secreto, ni en el sótano de la casa de Amane existía
una salida oculta. Todo fue borrado, tapado, sellado.
No hubo modo de demostrar lo que había ocurrido en realidad. La actuación de
los habitantes de Otsobeltz, y de los demás pueblos que circundaban ese epicentro
que era Ochate, fue perfecta, digna de un premio teatral.
Yolanda fue ingresada en un hospital, a la espera de juicio. Según las
declaraciones del guardia que quedó herido en la autovía, ella les había atacado sin
motivo ni previo aviso. Todo lo que contó Iván era una fantasía, un engaño urdido
para ocultar que él sabía algo sobre las desapariciones, y su historia no era sino una
cortina de humo. Yolanda le había ayudado, quién sabe si engañada también por él o
a sabiendas de lo que hacía.
Dijeron de ella que no era de fiar, que se había acostado con la mitad de los
compañeros del puesto, que era una enferma de ambición, dispuesta a cualquier cosa
con tal de conseguir sus objetivos. Todo era muy confuso, inconexo, pero eso le daba
credibilidad. Nadie parecía saber la realidad completa, solo indicios y hechos sueltos.
Iván tuvo que responder ante la justicia. Contra él tampoco pudo probarse nada,
como era obvio, y salió libre, aunque aplastado por las sospechas. Algunos dijeron
que él asesinó a Alfredo y a Beatriz por celos, y los hizo desaparecer; otros que
estaba desequilibrado y no había una causa lógica en sus acciones. Si Yolanda
hubiera podido testificar, defenderse y defenderle, las cosas hubieran sido muy
distintas. Pero no podía. Y quizá nunca pudiera hacerlo.
El caso quedó archivado. Solo dos personas en el mundo sabían la verdad. Y una
estaba en coma, quizá irreversible.
La infinita rabia de Iván dio paso, en los meses siguientes, a un odio ciego que
clamaba venganza. Cada día esperaba la llamada de la clínica donde Yolanda estaba
ingresada. Y cada día, la llama de su esperanza se hacía un poco más pequeña.
Habían pasado casi seis meses. La llama era ya apenas un pequeño rescoldo a
punto de extinguirse. Pero no estaba apagada del todo. Y a veces, solo a veces,
sucede un milagro.
F I N