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LA PATRIMONIALIZACIÓN DE LA CULTURA Y SUS PARADOJAS

POSTMODERNAS

Antonio Ariño Villarroya


Catedrático de Sociología
Universitat de València

La herencia cultural ubicua

En la actualidad, en el tema que nos ocupa, creo que se dan dos lógicas que una mirada
superficial puede considerar antagónicas. De un lado, vivimos inmersos, sacudidos y
atrapados por la vorágine tecnológica de la cibercultura; de otro, nos invade la nostalgia
por los tiempos y espacios perdidos, una añoranza romántica por imágenes, sabores,
sensaciones, recuerdos, que la lluvia de la modernidad avanzada arrastra
inmisericordemente hacia el mar del olvido. Ambas lógicas se hallan internamente
trabadas, de manera que no se puede entender la segunda sin las promesas, los riesgos,
vulnerabilidades y fracasos de la
segunda. Pero yo quiero
ocuparme aquí de las paradojas
de la patrimonialización de la
cultura en condiciones de
modernidad avanzada, ese
contexto en el cual el patrimonio
puede operar incluso como
retórica publicitaria.

La modernidad no ha inventado la valoración simbólica de los objetos y las


transmisiones hereditarias de los mismos, pero sí la concepción de éstos como
patrimonio cultural. Y, más todavía, ha generado una expansión incesante de su
repertorio y una proliferación de sujetos y comunidades que se sienten con derecho a
poseer su propia y peculiar herencia histórica. Esta expansión, sin duda, responde a las
peculiaridades y necesidades de la segunda modernidad. No es comprensible sin tomar
en consideración los efectos imprevistos, las consecuencias no deseadas del “progreso”.
Es resultado de la modernidad reflexiva y sus ambivalencias.

Iª PARTE:
LA MODERNIDAD Y EL NACIMIENTO DEL PATRIMONIO

¿Qué entendemos por patrimonio cultural?


Al hablar de patrimonio, numerosos autores y especialmente los defensores del
patrimonio hablan de la patrimonialidad como si fuese una sustancia o una propiedad
intrínseca de los objetos que, tan sólo, precisa del reconocimiento social. El patrimonio
existe, ha existido siempre, pero no todos los grupos, sectores y categorías sociales lo
reconocen, no todos tienen la sensibilidad y conciencia precisas para identificar su
existencia. Así, por ejemplo, en un manual universitario se afirma: “No hay duda de que
existe un patrimonio material colectivo. Es decir, que hay cosas que son consideradas
como patrimonio de una colectividad o incluso de toda la humanidad... Hay cosas
preciosas que hemos heredado y que en justicia nos merecemos todos los seres
humanos” (Ballart, 2001: 15).

¿No hay duda de que existe un


patrimonio cultural? Puede mostrarse,
más bien, que el patrimonio es un campo
de significación que se organiza en torno
a la valoración social de los objetos y
prácticas como expresiones
testimoniales, con valor creativo o
simplemente documental, de la herencia
pasada digna de preservación; y que este
campo ha sido construido en y por la
modernidad. Y no antes. Esta práctica
social supone a) seleccionar
determinados objetos del pasado (ya que
el patrimonio no es coextensivo con la
cultura o con la historia pasada, sino tan
sólo con una parte de ellas), y b) transferirlos a un campo de valor o significación
nuevo, c) que como todo campo social tiene una estructura de relaciones y está
sometido a procesos agónicos de negociación. La construcción social del patrimonio
cultural comporta, por tanto, interpretación o mediación, selección y negociación.

La mirada que produce este campo de significación es hija de la modernidad, porque


presupone a) una experiencia de ruptura entre presente y pasado o una conciencia de
distancia histórica; b) una interpretación de esa experiencia en términos de pérdida y,
por tanto, la proyección de una conciencia del riesgo sobre los objetos identificados
como patrimonio, y c) una vinculación de la herencia valiosa con la colectividad o el
grupo. La identificación de un objeto como patrimonio cultural conlleva interpretarlo
como un bien público, como propiedad común, que ya no pertenece en exclusiva al
señor feudal, al obispo o al rey, ni a sus sucedáneos burgueses, sino a la nación, al
Estado y al pueblo.
De hecho, el patrimonio no es sino uno más de los campos de significado o de los
procedimientos mediante los que tratamos de suturar las fracturas y heridas del mundo
contemporáneo. En un tiempo donde puede hablarse cada vez menos de una naturaleza
como realidad exterior, radicalmente distinta de la cultura, se construye el concepto de
medio ambiente para relacionarnos con el medio físico y definirlo (Beck); en un mundo
de individualización y privatización radicales, de un lado, y de globalización
homogeneizante, de otro (es decir, en un mundo “sin hogar” o sin comunidad1),
proliferan las políticas de la identidad como refugio y maquinaria para la producción de
raíces. Del mismo modo, en un tiempo y en un mundo donde ya no puede haber
tradición como forma de reproducción social o de relación con el pasado, se inventa el
patrimonio cultural para asegurar la conectividad y continuidad intertemporal, y se
movilizan ruinas y edificios, danzas y leyendas, indumentarias, en suma, “bienes
culturales”, para construir una “genealogía esencial para la legitimidad política” (Poulot,
2000); es decir, se convoca la memoria al servicio de la identidad colectiva. Dicho, de
otra manera, en un mundo en donde la innovación es la norma, la conservación
constituye una tabla de salvación2, la mejor estrategia para adentrarse en el futuro. No es
de extrañar que defensa de la naturaleza, de la identidad y del patrimonio, estén
convergiendo en los movimientos conservacionistas; y que éstos, precisamente para

1
Baumann, 2000.
2
Si de algo hablan las personas que se dedican a “restauración” de patrimonio es de “salvación”. Véase la
tesis de Concepción Martínez Latre, 2005, Sociogénesis de los pequeños museos locales. La cultura
popular en los museos etnológicos del Alto Aragón, Universidad de Zaragoza.
diferenciarse del conservadurismo (inmerso en las utilidades y satisfacciones de la
modernidad) reivindiquen su identidad “conservacionista”.
Esta sensibilidad que llamamos patrimonio cultural no podía surgir allí donde todavía
existía experiencia de plena continuidad entre pasado y presente, allí donde la tradición
era el modo de reproducción cultural dominante, donde las formas de vida precedentes
constituían un manantial instructivo o un ejemplar en el plano moral. Sólo cuando el
cambio revolucionario produjo un distanciamiento rápido de todos los pasados
conocidos, “la añoranza de lo que se sentía perdido se difundió por las imaginaciones
europeas” y el pasado comenzó a ser apreciado como una herencia “que daba validez al
presente y lo exaltaba” o como “una fuente de placer sensual” (Lowenthal, 1998: 7 y
94). En resumen, bajo la mirada patrimonial subyace una concepción de la condición de
pasado fundada en la distancia histórica, que es claramente distinta de la mirada que
proyecta sobre el pasado el historiador como científico social. Los objetos y prácticas
han dejado de funcionar como tradiciones activas y ejemplares para el presente; han
perdido toda vinculación constituyente de la vida ordinaria. Del mismo modo que,
cuando las comunicaciones e interconexiones han penetrado los lugares de las pequeñas
comunidades y hemos sido arrojados a la intemperie de la globalización, suspiramos por
la identidad y las raíces, también cuando el pasado se ha distanciado de la
contemporaneidad, a causa del ritmo vertiginoso del progreso científico-técnico,
reinventamos nuestra relación con él mediante el concepto de patrimonio cultural.

IIª PARTE:
LA EXPANSIÓN DEL PATRIMONIO
La primera modernidad ha generado la mirada patrimonial en la cultura y ésta ha
cristalizado en instituciones públicas (museos), ordenamientos legales (leyes) y en
cuerpos de expertos (conservadores, historiadores del arte). La segunda modernidad,
como radicalización de los procesos precedentes, produce la patrimonialización de la
cultura, es decir, la expansión de esa sensibilidad particular respecto al pasado mediante
una ampliación prácticamente ilimitada del repertorio patrimonial y una proliferación y
pluralización de los sujetos que lo activan, llegando a convertirse en un movimiento
cívico.

1. La expansión del repertorio patrimonial


No es éste el lugar para efectuar un recorrido detallado del proceso de expansión del
repertorio cultural y de la modificación que comporta en la determinación de las
propiedades que se consideran patrimonializables. No obstante, en el cuadro adjunto se
presenta una visión sintética de las principales transformaciones. En la primera columna
se señalan los criterios de valor hegemónicos; en la segunda, el campo social desde
donde se proyecta la mirada que instaura dicho criterio. Así, todas las sociedades han
seleccionado determinados objetos por su singular valor económico (piedras o metales
preciosos); a esta primera fuente de valor, se ha añadido pronto una segunda, derivada
de su configuración estética, de la proyección y materialización en los objetos de
criterios de belleza. Pero la distinción entre artesanía y arte no deja de ser relativamente
moderna.
Valor Perspectiva
Tesoro, riqueza Economía
Belleza Arte (sentido amplio)
Documento, información, conocimiento Historia, arqueología
Forma de vida, testimonio Antropología, etnológico
Identidad Comunidades locales
Movimientos sociales
Espectáculo Turismo

Desde el patrimonio artístico con facilidad se ha dado el salto hacia la consideración de


los objetos “bellos” como testimonios o documentos tangibles de otras formas culturales
pasadas. Y, en este sentido, el carácter único del objeto, con independencia de su
belleza, puede convertirse en el criterio determinante de la selección: un codo de tubería
de cerámica de la China de hace 2.000 años, que podría asemejarse a un codo de uralita
fabricado en serie en el siglo XX, es transformado en patrimonio por su valor
documental.
La revolución científica y cultural incorporada por la antropología a la mirada
contemporánea introduce una nueva mirada: todas las culturas y todos los objetos y
pautas de una sociedad constituyen elementos singulares y significativos de ese modo
de vida, dentro del cual cobran sentido. No sólo los restos y huellas de la alta cultura
merecen la dignidad de la conservación intergeneracional sino también aquellos
elementos humildes y sencillos de las clases subalternas, cuyas vidas expresan con la
misma exactitud que las piezas “nobles” para la cultura de las clases dominantes. Más
aún, si la cultura debe ser entendida no meramente como aquel selecto conjunto de
actividades y los logros eminentes de las mismas que expresan la dimensión espiritual y
artística de la vida humana, sino como un modo de vida consistente y coherente,
entonces el patrimonio se extiende y abarca también los bienes intangibles, inmateriales
y orales, todas aquellas prácticas en las que un grupo humano concreta y plasma su
identidad.
Pero, además, en las últimas décadas, de forma muy especial, han irrumpido en escena
con inusitada fuerza dos dinámicas de patrimonialización. No son nuevas, sino
novedosamente vigorosas: las comunidades locales y movimientos sociales, de un lado,
que defienden la perduración de aquellos elementos en los que encuentran presentes las
huellas de su identidad; y el dinamismo turístico y la generalización de las prácticas de
consumo hacia los bienes patrimoniales.
Desplazamientos
De lo monumental, exquisito A lo vernacular
De lo noble, extraordinario A lo ordinario
De lo remoto A lo reciente
De lo material A lo inmaterial, intangible
De lo especializado A lo genérico
De las elites A lo popular
De lo técnico A lo cívico
De la nación A la comunidad
De la identidad como uniformidad A la identidad como diversidad
De Occidente A lo global

En este proceso, han tenido lugar una serie de desplazamientos, reflejados en el


cuadro adjunto, que entre otros aspectos comportan una modificación de los sujetos
sociales del patrimonio y de las comunidades imaginadas de referencia. No obstante,
conviene indicar ya que el desplazamiento más significativo es el que afecta a la función
identitaria: éste supone una proliferación de identidades alternativas al Estado-nación y
produce el salto desde la uniformidad a la heterogeneidad de patrimonios.

2. La pluralidad de sujetos y de comunidades imaginadas


El patrimonio cultural, bajo sus múltiples denominaciones, dada su naturaleza de
construcción social, ha estado vinculado siempre a unas bases sociales, a unos agentes
y, mediante éstos, a una comunidad imaginada. En sus orígenes, se gesta como
resultado de la apropiación de los tesoros aristocráticos por el Estado-nación y la
creación por éste de museos nacionales para expresar su continuidad histórica, su
identidad y su proyección futura. De hecho, durante gran parte de los dos últimos siglos
el Estado-nación ha sido el actor central de la producción de cultura y de identidad3. Sin
embargo, en condiciones de globalización, al igual que sucede en otros ámbitos, este

3
Véase Held et alii, 1999.
actor central resulta desbordado por arriba y por abajo, emergen nuevos actores sociales
que también configuran su específica comunidad imaginada y producen sus espacios
rituales y míticos para garantizar su perduración en el tiempo. Entran en escena nuevos
estados-naciones (descolonización), que reclaman la restitución de bienes materiales y
la ampliación del repertorio (patrimonio oral); afloran los actores locales, regionales y
las comunidades periféricas de la sociedad multicultural; en el plano interncional,
UNESCO, el principal actor institucional global, abandera la definición de un
patrimonio de la Humanidad. En definitiva, la producción y gestión del patrimonio se
torna crecientemente compleja.
El concepto de gobernanza, que se ha ido incorporando al vocabulario de las ciencias
sociales, especialmente de la ciencia política, para designar el proceso de
complejización de la gobernación de cualquier fenómeno social y el consiguiente
reconocimiento de la pluralidad de fuentes de legitimidad y poder del mundo
contemporáneo, también puede aplicarse al patrimonio cultural. En éste encontramos
nuevos actores, que obligan a redefinir los procesos de reconocimiento y salvaguarda.
De esta forma, el patrimonio se vuelve a un tiempo local (museos etnológicos, etc.) y
global (patrimonio de la humanidad); cívico (movimientos sociales) y privado
(restauración de segundas residencias, mercados legales e ilegales de antigüedades,
explotación de recursos tradicionales y edificios nobles con fines turísticos). En suma,
junto al patrimonio nacional estatal, proliferan ahora los museos regionales y locales de
todo tipo; y UNESCO se convierte en el principal actor de políticas globales e impulsor
del Patrimonio de la Humanidad.

GLOBAL

PRIVADO PUBLICO CÍVICO


MERCADO ESTATAL COLECTIVO

LOCAL
En primer lugar, la existencia de un movimiento global de patrimonialización de la
cultura se hace presente en el descentramiento de Occidente tras el fin del colonialismo
y el desafío correlativo lanzado por las nuevas naciones cuando reclaman la restitución
y retorno de sus patrimonios expoliados. Este movimiento que puede contemplarse en el
plano internacional, se registra igualmente en el nacional, cuando comunidades locales
o regionales reclaman al Estado la devolución de determinados bienes (arqueológicos
como la dama de Elche o documentales como los papeles de Salamanca reclamados por
el gobierno catalán).
En segundo lugar, la complejidad de la gobernanza del patrimonio se registra
igualmente cuando las minorías reclaman la definición de los contenidos de los museos
o cuando el Estado-nación propone la elaboración de las políticas específicas mediante
la consulta colectiva y la participación cívica (véase Canadá)4. En estos casos, el
patrimonio no se define ya única y principalmente desde arriba, ni exclusivamente
desde los expertos, sino mediante cooperación y negociación entre una pluralidad de
actores. La definición final aparece como un contrato implícito y provisional entre los
diversos participantes. Estas políticas pretenden generar consenso en la diversidad y
movilizar recursos heterogéneos.

En tercer lugar, podría destacarse la proliferación de patrimonios locales, en los que


explícitamente se abordan cuestiones relativas a la identidad y, cada vez más, a la
calidad de vida. Un ejemplo de una participación entusiasta y amplia, mediante la
organización de una extensa red asociativa, puede encontrarse en el conocido como
Festival delle Sagre (cosecha) de Asti (Italia). Se celebra, en esta ciudad del Piamonte
italiano, el primer domingo de septiembre de cada año. El festival consta de dos actos
fundamentales: por la mañana tiene lugar lo que podríamos denominar un desfile
etnológico en el que participan 40 asociaciones de otros tantos pueblos de la región
(Asti y Monferrato). Cada una de estas asociaciones Pro-loco (orientadas a la
promoción comunitaria) presenta un cortejo de un centenar o más de personas que
reproducen una escena de la vida campesina de antaño. Las plataformas sobre los que se
representan las escenas más relevantes son arrastradas por viejos tractores restaurados
para la ocasión. Al concluir este desfile, hacia el mediodía, comienza la segunda parte

4
El gobierno de Canadá hace unos años lanzó una consulta a la sociedad canadiense, utilizando entre
otros los medios modernos de comunicación, para elaborar su plan estratégico sobre el patrimonio
cultural. Véase Les canadiens, les canadiennes et leur patrimoine: tendances, enjeux, idées. Une dialogue
sur le patrimoine au XXIe siècle, en http//www.patrimoinecanadien.
del festival, una feria gastronómica en la que dichas asociaciones ofrecen al numeroso
público platos de la cocina tradicional de la región.

El festival se inició en 1974, por iniciativa de Giovanni Borillo, presidente de la Cámara


de Comercio de la ciudad5. Su propósito era revalorizar el territorio astigiano, sus
productos y costumbres, en una época de “pérdida”, como consecuencia del proceso de
modernización. Como se dice en un texto explicativo, se trataba de “portare i paesi nel
cuore della cità…”, en un doble sentido: rememorar los tiempos pasados e insertar la
vida campesina, la naturaleza, en las pautas urbanas6.

Un principio ha operado desde el comienzo como regla


de organización: la autenticidad o veracidad histórica.
De hecho, todas las personas entrevistadas para el libro

5
Cámara y Caja de Ahorros juegan un papel importante en el desarrollo regional. Toman ejemplo de
Vevey (Suiza), donde hay un desfile de gente de pueblos suizos con pretensión de “veracidad”. Fiesta
culinaria en Bolzano (Festa dei Portici).
6
En los textos del libro encontramos la conciencia de ruptura histórica y del riesgo: llevar a la ciudad una
cultura dimenticata, para salvarla del olvido; salvar de la destrucción miles de herramientas, máquinas,
vestimenta. La fiesta ha experimentado una evolución: En los treinta años de historia, pasa por un proceso
de asentamiento y de expansión, de recuperación de objetos, escenas, gastronomía, de acuerdo con la
lógica de la veracidad. Para incrementar la participación y estimular esta lógica se instauran premios a
finales de la década de los setenta. Alcanza impacto nacional (televisión) y trata de proyectarse
internacionalmente (Internet, contactos de intercambio con otros países incorporando gastronomía). La
idea de romper con la modernidad, se plasma en la crítica al plástico en las banderas, en las bandejas, en
los vasos. Y más recientemente aparece la lectura ecológica: “Si tratta comunque di un ulteriore passo in
avanti verso un Festival rivolto al passado, senza piu nessun aggancio con gli attuali ´modernismi´”(2004:
121). El pequeño tesoro de la gastronomía contra el riesgo del fast food (171). “La carta de identidad de
un pueblo que ha vivido y crecido en contacto con la tierra y con sus productos; una tierra rica de historia
y de tradiciones, que con tenacidad y esfuerzo ha superado y vivido momentos difíciles y dramáticos
(2004: 151).
Un anno in un giorno (2004), hablan de recuperación, de riproposta. Las reglas que
rigen la feria gastronómica son: autenticidad de los platos servidos, veracidad de las
recetas, genuinidad de los productos usados (2004: 145).
En resumen, el Festival delle Sagre es hoy un museo viviente, concentrado en un único
día, mediante una performance o cabalgata; pero presupone el trabajo constante,
regular, anual de las asociaciones dedicadas a la recuperación de su “pasado” en un
contexto urbanizado y globalizado, como una forma de celebrar su identidad y de
conquistar, al mismo tiempo, calidad de vida.

Pero, si una de las manifestaciones de la proliferación de patrimonios radica en esta


celebración de la identidad local, otra distinta, pero en el fondo compartiendo la misma
lógica, se halla en la existencia de
movimientos sociales reivindicativos o de
defensa cívica que propugnan la
conservación de “bienes culturales” frente a
la “agresión” explícita de procesos de
modernización urbana o de especulación
urbanística. Grupos pertenecientes al
movimiento ciudadano y al movimiento
ecologista, así como colectivos
alternativos, reclaman la
preservación de entornos o parajes.
Un ejemplo, en este sentido, puede
hallarse en el movimiento que ha
venido defendiendo en los
últimos años la conservación de la
Huerta en el área metropolitana de
la ciudad de Valencia o del barrio del Cabañal frente a la piqueta municipal. Estos
movimientos, autodenominados Salvem, a diferencia del citado caso de Asti, congregan
una coalición de fuerzas diversas enfrentadas a políticas activas más que a los meros
efectos imprevistos del proceso de modernización, y utilizan los instrumentos de
defensa disponibles, como el recurso a la administración de justicia, la recogida de
firmas, las manifestaciones, para la defensa del bien en cuestión. Más que la dimensión
festiva, sobresale la reivindicativa; más que la celebración, la crítica. En ellos se hace
especialmente patente que la determinación de qué es patrimonio, lejos de gozar de
consenso, es resultado de negociación y lucha. Estos movimientos disputan al Estado
paternalista la capacidad de definición de la realidad y reclaman para sí plena
legitimidad en la determinación de los bienes dignos de preservación.
En definitiva, el patrimonio cultural se encuentra en un proceso de expansión que es
indisociable de su peculiar manera de integrar comunidad, identidad y continuidad
histórica, en el marco de la hipermodernidad.

IIIª PARTE
LAS PARADOJAS DEL PATRIMONIO CULTURAL

Para concluir este texto, se señalarán algunas de las ambivalencias y paradojas que
encierra el patrimonio cultural y que se hacen especialmente patentes en el actual
proceso de patrimonialización de la cultura. No pretendo presentarlas de una forma
exhaustiva: la extensión de los objetos patrimonializables plantea el asunto de los
límites, de los residuos y de su relación con un concepto antropológico de cultura; la
fiebre de nostalgia y conservacionismo que subyace en las prácticas patrimonializadoras
suele ignorar en qué medida conservar es transformar y fetichizar, y puede generar
destrucción imprevista por exceso de los bienes objeto de reconocimiento; la ampliación
de los sujetos hace patente la fragilidad del patrimonio. Cuatro paradojas me parecen
especialmente relevantes: ontológica (sobre la extensión del patrimonio), metodológica
(sobre el proceso de reconocimiento), pragmática (sobre los usos y sujetos) y ecológica
(sobre su sostenibilidad).

1) Paradoja ontológica: Patrimonio cultural y cultura


La expansión del patrimonio que lleva a identificarlo con la dimensión inmaterial de la
cultura, se quiera o no, tiende implícitamente a convertirlo en coextensivo con cultura.
Y este desdibujamiento de los límites tiene lugar en una triple dirección: a) en la
variedad de bienes dignos de ser tratados como patrimonio; b) en la temporalidad de los
mismos; c) en su instrumentalidad. En el primer sentido, si cultura es un modo de vida,
el patrimonio se identifica con las reglas o principios normativos articuladores del
mismo (intangibilidad); en el segundo sentido, se desdibuja la frontera entre pasado y
presente, pues, dada la celeridad con que se incrementa la obsolescencia de los objetos
insertos en la producción tecnológico-científica, se tiende a conservar y crear museos de
los objetos utilizados “anteayer” (máquinas de coser, lavadoras, máquinas registradoras
o sencillamente ordenadores); en tercer lugar, se incorporan al repertorio del patrimonio
los instrumentos más triviales y ordinarios, con lo que desaparece la distinción entre
excepcionalidad y cotidianeidad, creatividad e instrumentalidad. Pero el resultado de
este desdibujamiento de los límites conduce a la
paradoja señalada por P. Nora al afirmar que “Francia
sería el museo de Francia”7. El vampirismo
patrimonializador fosilizaría la cultura, al secuestrar
los objetos de la corriente histórica y de su
dinamismo, dependiente en gran medida de la
creatividad, la innovación y la transgresión. Sin
embargo, no es posible fosilizar una totalidad
cultural, sino pautas y objetos de la misma. El
patrimonio, por más amplio que sea, siempre hará
referencia a bienes discretos, delimitados, y al elegir
y destacar unos, se declara implícitamente otros como

residuos carentes de valor8. Por otra parte, una cultura


Vigo, 2004
nunca es una realidad plenamente integrada,
consistente y coherente y tampoco está claro en qué podría consistir su “núcleo duro”
más allá de los estereotipos de identidad auto- y/o hetero- definidos. Pero, además, la
extensión continua del área de objetos dignos de reconocimiento patrimonial conlleva
también su devaluación y banalización.

2) Paradoja metodológica: Conservar es transformar y puede que destruir


Toda conservación supone modificar las finalidades originarias de lo que se conserva y
desplazarlo desde un campo de significación a otro. No se trata tanto de un vaciamiento
de contexto, cuanto de un trasplante a otro que mantiene su vigencia, pero modifica sus
funciones y significado. Las artesanías y los tesoros vivientes mantenidos mediante
subvención no producen bienes instrumentales para mercados locales sino bienes

7
Algo así como la confusión entre el mapa y la realidad, asunto tratado por Borges en Narraciones: en él
habla Borges de un imperio en el que el arte de la cartografía alcanzó tal perfección que el mapa de una
sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Sin embargo, el
servicio de cartografía, en la búsqueda de la máxima perfección levantó un mapa del imperio que tenía
justamente el tamaño del imperio “y coincidía punto por punto con él”.
8
Sobre los residuos de la modernidad, véase Bauman, 2005.
simbólicos, que se han de someter a criterios de autenticidad, para el mercado del
consumo cultural. Así lo rural para consumo de gentes de la ciudad, de alguna manera,
es urbanizado; los rituales, espectacularizados; la gastronomía, sometida a procesos de
denominación de origen; la artesanía, certificada. Por tanto, conservar bienes, prácticas
y objetos, supone estandarizarlos y recodificarlos con criterios homogéneos,
burocráticos y técnicos. No es casual
que la mayoría de ellos acaben en
museos, vitrinas, estantes o paredes,
o en festivales y museos vivientes, y
se transformen en objetos para ser
“mirados”.

Esta transformación es todavía


más patente cuando se trata de Evolución de la catedral de Concepción,
bienes intangibles, como por Patrimonio de la Humanidad, Bolivia.
ejemplo, las lenguas o la memoria
oral. Su preservación supone digitalizarlos y trasladarlos a un nuevo soporte y, por
tanto, en cierto sentido materializarlos. Descripciones, gramáticas, léxicos, narraciones,
fiestas, historias de vida, se graban, filman y registran, “antes de que se extingan”, y se
ponen en la red para consumo de un público completamente nuevo, entre el cual se
encuentran de forma destacada los investigadores.

En segundo lugar, conservar supone fetichizar lo conservado. Entre la mirada del


historiador y la mirada del conservador existen diferencias significativas, como ha
señalado Lowenthal, aunque también se den ciertas coincidencias. Patrimonio e historia
son dos rutas diferentes hacia el pasado, que se diferencian en objetivos y en modos de
persuasión. La historia como ciencia social consiste en una investigación abierta a
escrutinio, crítica y fundada sobre los hechos probados del pasado. El patrimonio aspira
a domesticarlo. “El patrimonio diverge de la historia no en ser sesgado, sino en la
actitud que mantiene hacia los sesgos... Ninguna de las dos (miradas) está libre de
valores. Pero mientras el historiador trata de reducir el sesgo, el patrimonio lo sanciona
y certifica. El sesgo es un vicio que la historia trata de suprimir; para el patrimonio, el
sesgo es una virtud nutricia” (Lowenthal, 2003: 122). Autentificación histórica y
autenticidad identitaria han quedado separadas en la historiografía moderna. Y sin
embargo el patrimonio, que subordina la primera a la segunda, precisa de los
conocimientos científicos que le proporciona el historiador para sustentar, en una
sociedad reflexiva, su legitimidad.

3) Paradoja pragmática: Pluralidad de sujetos, patrimonios controvertidos.


La complejidad de las sociedades modernas pluraliza los sujetos del patrimonio. Por
tanto, proliferan los patrimonios. Y, sin embargo, al mismo tiempo se hace más patente
que nunca su carácter negociado, en última instancia político. Y, por ende, su fragilidad.
El ansia de bienes consagrados por el resplandor del patrimonio espolea a los
anticuarios, a los buscadores de tesoros, a los traficantes de bienes culturales, y también
las demandas de restitución o las
luchas por la incorporación al
panteón sagrado del museo. Podría
suceder que la propia expansión
favoreciera los conflictos, las
tensiones, debilitara los consensos
articulados por los Estados naciones
y, en suma, se tornase más efímero,
en un tiempo en el que predica su
supervivencia eviterna (para
siempre).

4) Paradoja ecológica: morir de amor

En cuarto lugar, conservar puede comportar la destrucción por exceso de pasión (morir
de amor). Ésta es la paradoja de la sostenibilidad del patrimonio, que sucumbe a manos
de aquellos que lo aman “a muerte”. Al identificar y catalogar algo como patrimonio
reclamamos sobre ello una atención, unas demandas que no existían. Los devotos, los
flujos de turistas ávidos de singularidades históricas y de bellezas arquitectónicas, de
conjuntos monumentales, de ciudades patrimoniales; ansiosos de inmersiones en
rituales arcaicos y esotéricos y en fiestas de comunidades rurales, desgastan los viejos
suelos, resquebrajan las antiguas piedras, erosionan los caminos prehistóricos, vacían
los yacimientos, colapsan y desvirtúan los rituales mediante la masificación. Como
sostiene Zahi Hawass, secretario del Consejo Superior de Antigüedades de Egipto, “la
maldición de los faraones somos nosotros” (El País, 10 abril de 2005); para los
guerreros de Sián, enterrados durante 2000 años, ya no hay descanso: concebidos como
cortejo que acompaña al emperador en su tránsito a la otra vida, hoy circulan por los
museos y exposiciones del planeta, sometidos a la publicidad y voracidad visual de
nuestros contemporáneos. “Descubiertos”, ya no volverán nunca a ser lo que fueron. En

estas condiciones, sólo la separación y la sustitución por un simulacro (como en


Altamira), que controle y limite drásticamente los flujos, permitirá su supervivencia.
Como en tantas otras ocasiones, las mejores intenciones tienen efectos letales.

Tras este recorrido, podemos concluir que la lógica conservacionista que subyace en el
patrimonio cultural con su defensa del carácter público de los bienes, expresa la
sabiduría práctica de un tiempo plagado de incertidumbres y riesgos, de rumbo
ingobernado y tal vez ingobernable. Pero no es menos cierto que, de otro lado, el
patrimonio trata de suturar las rupturas entre pasado y presente imponiendo un único
marco interpretativo (la celebración de la identidad y su continuidad temporal). Sin
embargo, el pasado en su extraña e irreversible existencia no puede dejar de ser un
manantial irreductible de sobrecogimiento. Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la
Ilustración postularon que no era tan importante conservar el pasado cuanto realizar sus
esperanzas frustradas; el historiador E. P. Thompson proponía en Costumbres en común
la necesidad de abandonar toda nostalgia porque “jamás volveremos a la naturaleza
humana precapitalista”; pero, consideraba que un recordatorio de sus necesidades,
expectativas y códigos, podría “renovar nuestro sentido de la serie de posibilidades de
nuestra naturaleza”. Y Antonin Artaud sostenía que “no es tan importante defender una
cultura cuya existencia jamás ha evitado que un hombre sintiera hambre, como obtener
de la así llamada cultura ideas con una fuerza idéntica a la del hambre”.
Verdaderamente hay muchos pasados; al menos, tantos como presentes. Qué patrimonio
restauramos, no es una cuestión políticamente neutra. Propongo que restauremos aquel
que reúna una doble condición: mejorar las condiciones de vida de las personas más
frágiles en el tiempo presente, levantar su dignidad y reforzar su calidad de vida; y por
otra parte, un patrimonio que permita mirar el pasado sin cultivar la complacencia y la
satisfacción, invitando al asombro, al sobrecogimiento, provocando inquietud y
conmoción. Ese, según creo, es un patrimonio no de poseedores y sedentarios, sino de
desposeídos y nómadas.

BIBLIOGRAFÍA
ADORNO, Theodor W. (1993): “On Tradition”, Telos, n. 94, pp. 75-82.
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