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INFLUENCIA DE GRECIA EN LA HISTORIA DE ROMA HISTORIA DE ROMA ANTIGUA

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Necesidad de relacionar la historia de Grecia con Roma: Al comenzar el estudio de la historia de


Roma, hay que examinar ante todo sus relaciones con la historia del pueblo griego; pues no todo
lo que Roma y su civilización representa en los destinos de la humanidad, se debe a ella misma, a
su genio y carácter; sino que entra por mucho, como elemento modificador de ese carácter la
influencia da la cultura helénica.
La historia griega y la romana se suceden en el tiempo, como dos grandes periodos de la vida de
la humanidad, no aislados e independientes, sino en relación inmediata, y derivándose el uno del
otro. La historia de Roma es la continuación y consecuencia en cierto modo de la de Grecia.

Como pueblo más adelantado, la Grecia ejerció sobre Roma una grande influencia, transmitiéndole
su brillante civilización. Por tanto, debemos fijar ante todo los términos y condiciones en que esa
trasmisión se verifica, y el alcance y trascendencia que le corresponde en la historia y en los
destinos de la misma Roma.

Decadencia del pueblo griego: Sabemos de la descomposición y decadencia a que había llegado
el pueblo griego en vísperas de la conquista romana.
EL espíritu de división que tanto había contribuido en tiempos anteriores al desarrollo de las
fuerzas activas de aquel pueblo privilegiado, fue después la causa que más influyó en su decadencia
y su ruina. Desde la guerra del Peloponeso la descomposición y la muerte de la Grecia eran
inminentes. El genio de Alejandro consiguió por un momento comunicarle nueva, vida; pero
después de su breve reinado, las luchas entre sus sucesores, y la corrupción y los vicios, las
violencias y los crímenes, la debilidad y el rebajamiento, conducen aquellas monarquías al último
extremo.

El mismo fenómeno puede observarse en la cultura y civilización; que habiendo alcanzado su


época más brillante en los tiempos de Pericles, comenzó desde entonces a decaer, conservándose
difícilmente en los últimos tiempos los progresos anteriores.

Necesidad de un nuevo pueblo que recoja la civilización de la Grecia: Grecia había cumplido su
destino desarrollando todos los elementos de la cultura humana; pero esta magnífica obra no podía
ni debía quedar circunscripta a los estrechos límites de aquella nacionalidad; sino que debía
comunicarse a todos los pueblos, así al Oriente como al Occidente; que los tesoros de la
civilización no son patrimonio exclusivo de hombre ni pueblo alguno, sino que pertenecen a la
humanidad.
Alejandro con sus conquistas había hecho partícipe a los pueblos orientales de la civilización
griega; pero quedaba en Occidente todo un mundo sumido en las tinieblas de la barbarie, al cual
debía iluminar igualmente el sol de aquella civilización.

Y como Grecia por sus condiciones no podía llenar esta parte de su misión, y no podía tampoco
esperarse un genio como el de Alejandro que la realizase, era necesario que otro pueblo se
apresurara a recoger aquella herencia, encargándose de trasmitirla hasta las más apartadas
regiones; ese pueblo no podía ser otro que Roma.

4. Italia su posición geográfica en relación con la de Grecia: Viniendo de Grecia hacia Occidente,
se encuentra en primer lugar la península italiana, con su prolongación meridional de la isla de
Sicilia. Entre las dos penínsulas la distancia es bien corta, y fáciles las comunicaciones, por el
canal de Otranto y el mar Jónico.
Así es que desde muy temprano los griegos extendieron sus colonias por la parte meridional de
Italia y por Sicilia, de tal manera, que los pueblos ribereños del mar Jónico, griegos e italianos,
podían considerarse como una misma familia, por haberse extendido entre ellos la misma
civilización.

Por tanto, bajo el aspecto geográfico, era la Italia el pueblo de occidente llamado en primer término
a recoger la herencia de la civilización griega.

Condiciones políticas de Italia en la época de decadencia de la Grecia: No sólo por su posición


estaba Italia llamada a ser la continuadora de la civilización griega, sino que las circunstancias
política contribuían también al mismo resultado.
Cuando la Grecia por sus desaciertos estaba llamada a desaparecer de la escena política, y a
hundirse tal vez con ella en el olvido su brillante civilización, comienza a elevarse en Italia el poder
romano, extendiendo con sus conquistas la dominación por el medio día de la península; mientras
que en la parte septentrional, y en el resto de Europa, los pueblos aislados y divididos no tenían
representación alguna.

Nada diremos de Cartago; pues aunque más poderoso que Roma en ciertos tiempos; su mayor
alejamiento, la diferencia de raza y de civilización, y la misma enemistad que siempre tuviera con
los pueblos comerciantes de la Grecia, dominando por completo en la cuenca occidental del
Mediterráneo, y hasta la misma hostilidad que venía sosteniendo con las colonias griegas de
Sicilia; todo contribuía a separarla de los destinos de la Grecia.

De manera que sólo Roma y la Italia se hallaban en condiciones de recoger la herencia de la Grecia,
para extenderla por los pueblos occidentales.
Elementos de civilización que Roma recibe de la Grecia: Aun antes que los acontecimientos
políticos llevasen las legiones romanas a la Grecia, la conquista de las colonias helénicas del
mediodía de Italia, había despertado en los romanos la afición a la cultura y civilización griega.
Sin embargo, la grande influencia de una en otra civilización, comienza en la época de la conquista
de la Grecia y se extiende hasta el fin de la República y aun durante el imperio; llevando desde
entonces los griegos a Roma sus artes, sus ciencias, su religión y su filosofía, educándose en Atenas
los hombres más eminentes; de manera que en poco tiempo la cultura y civilización helénica
parecía haberse trasplantado a las orillas del Tíber.

La civilización griega y la romana en relación con la naturaleza: La civilización griega tan variada
y tan brillante como la naturaleza del país en que se había desarrollado, se modificó profundamente
al pasar a Roma, en armonía con el genio especial de esta nación, asimilándose y desarrollando
todos aquellos elementos que más directamente se relacionan con el fin y carácter propio de los
romanos, mientras que el cultivo de algunas ciencias y artes quedó en poder de los mismos griegos,
siendo muy escasos los adelantos que en ellas hicieron los romanos.
Instituciones comunes a Grecia y Roma: A pesar de las grandes diferencias que los separan, el
Oriente, Grecia y Roma, desarrollan bajo cierto aspecto una vida común, representada en
determinadas instituciones, propias de los primeros tiempos de la humanidad; tales son el
aislamiento, la hospitalidad y la esclavitud.
No obstante, esas mismas instituciones se modifican con el trascurso del tiempo y los progresos
de la civilización, perdiendo su rudeza primitiva y amoldándose cada vez más con la naturaleza y
los sentimientos humanos.

Por eso al pasar de Grecia a Roma el aislamiento y la consideración de enemigos a los extranjeros,
no tiene ya la fuerza que alcanzó en los pueblos orientales, puesto que esos mismos extranjeros,
aunque con ciertas condiciones, son admitidos en la sociedad griega :la hospitalidad se hace tan
general que las leyes tienen que regularla; y la esclavitud además humanizarse perdiendo su
carácter de dureza y tiranía de los amos, se transforma radicalmente convirtiéndose de perpetua e
inalterable en estado accidental y transitorio.

Instituciones políticas y religiosas que Roma recibe de la Grecia: Respecto a la gobernación de


los pueblos, el Oriente comunicó a la Grecia únicamente la idea de despotismo; mientras que Roma
hereda de esta última el desenvolvimiento completo de todas las formas políticas, así como las
ideas de igualdad y libertad de todos los ciudadanos.
Por otra parte, Roma recibe de la Grecia la verdadera idea del Estado, aunque circunscripta a la
ciudad. En cuanto a la religión, el grosero naturalismo del Oriente cambia de carácter en Grecia,
convirtiéndose en religión puramente humana, influyendo bajo este respecto en las creencias
romanas.
Influencia de la literatura y el arte griego en Roma: Cuando los romanos extendieron su
dominación por las colonias griegas, y aun después, cuando conquistaron la Grecia, la literatura
romana sólo había tenido escasas manifestaciones. Ocupados constantemente en combatir a los
pueblos de la Italia, y preocupados con la larga lucha de patricios y plebeyos, muy poco se
dedicaron al cultivo de las letras, que sólo prosperan en tiempos pacíficas y serenos. Así es que la
aparición de la brillante literatura griega, causó en Roma una maravillosa sorpresa, dedicándose
con verdadera avidez a su cultivo los principales personajes; y aun cuando no le faltaron
adversarios, acabó por triunfar, marcando nuevos derroteros a la literatura latina.
Y no podía suceder de otra manera; pues así como las demás instituciones estaban ya formadas en
Roma con arreglo a su carácter, y la influencia griega se limitó a imprimirles algunas
modificaciones, el campo de la literatura se encontraba virgen todavía, dejándose influir más
poderosamente por la ciencia y la literatura griega, que como un río desbordado inundaron la
República romana.

El mismo fenómeno puede observarse respecto de las artes, que apenas nacidas en Roma, se vieron
invadidas por los grandes adelantos que la Grecia había realizado en arquitectura, pintura y
escultura, convirtiéndose desde entonces los grandes artistas griegos en maestros de los romanos,
y Grecia, y principalmente Atenas, en museo y escuela del arte, como era a la vez el centro y
universidad donde educaban su inteligencia todos los magnates romanos.

Carácter de la civilización romana: Roma aparece en la historia después del Oriente y de la Grecia:
está llamada a recoger los elementos de aquellas civilizaciones, para extenderlos por Occidente,
después de haberlos fundido en el molde de su propio genio y carácter, tan distinto del de aquellos
pueblos.
Los primeros actos de los pueblos deciden casi siempre de su vocación y su carácter; y Roma, que
debe su origen al cálculo, y que pasa los primeros siglos de su existencia en constante lucha con
los pueblos de Italia, discurriendo y calculando a la vez los medios de mantenerlos en su
obediencia, adquirió con estos hechos un carácter eminente conquistador y político, positivo y
calculador, que no le abandona durante su larga historia. Roma emplea ocho siglos en conquistar
el mundo, y otros cinco en conservarlo conquistado .Tal fue la vida de la gran ciudad.

RESUMEN DE LA LECCIÓN PRIMERA:

La historia de Roma se enlaza con la de Grecia, representando dos grandes periodos sucesivos de
la vida de la humanidad y es conveniente y necesario investigar las relaciones que las unen y la
Influencia que la una haya ejercido en la otra, si se ha de conservar la organización que la ciencia
exige.
Desde la guerra del Peloponeso la Grecia se encontraba en marcada decadencia: siendo inminente
su descomposición y su ruina desde la muerte de Alejandro; igual fenómeno puede observaran
respecto de la cultura y civilización, desde los tiempos de Pericles hasta los sucesores del héroe
macedonio.
Los tesoros de la civilización helénica debían extenderse por todo el mundo, Alejandro los había
comunicado a los pueblos del Oriente; y era necesario que un nuevo pueblo los trasmitiese a las
regiones occidentales sumidas hasta entonces en la barbarie.
Entre los pueblos occidentales Italia, por su proximidad a Grecia y las fáciles comunicaciones que
unieron siempre a las dos penínsulas, estaba llamada en primer término a recoger la civilización
helénica.
Por otra parte, entre los pueblos de Occidente el Único importante en la época de la decadencia de
Grecia, era Roma, que por esta razón también debía ser la continuadora de la civilización helénica.
Desde la conquista de la Italia meridional comenzó Roma a conocer la civilización helénica; pero
después de la sumisión de la Grecia penetraron en Roma las artes y las ciencias, la religión y la
filosofía, y todos los elementos de cultura qué tanto desarrollo habían alcanzado entre los griegos.
7. La civilización griega, tan brillante como la naturaleza del país en que se habla desarrollado, se
modificó, al pasar a Roma en armonía con el genio especial de esta nación, tan opuesto al de
Grecia, como, son diferentes las condiciones naturales de ambos países.
Las instituciones comunes a todos los pueblos antiguos se modifican profundamente, haciéndose
cada vez más humanas, hasta llegar a Roma; el aislamiento se rompe, y los extranjeros son
admitidos en la sociedad griega; se extiende y regulariza la hospitalidad, y la esclavitud llega a ser
un estado accidental y transitorio.
Roma recibió de la Grecia completamente desarrolladas todas las ideas y formas políticas, así
como su politeísmo puramente humano, infinitamente superior al grosero naturalismo oriental.
Ocupados en sus guerras los romanos y poco dedicados al cultivo de las letras, recibieron con
verdadero entusiasmo la literatura griega, que por esta razón ejerció un poderoso influjo en loe
progresos de la latina. Otro tanto sucedió respecto de las bellas artes, viniendo a ser los grandes
artistas griegos maestros de los romanos, y Atenas el museo y centro de sus estudios.
En conformidad a su constante ocupación por algunos siglos, Roma desenvuelve un carácter
conquistador y político, que sólo fue ligeramente modificado por la influencia de la civilización
griega, apropiándose únicamente las ideas que más cuadraban a su espirito dominador y positivo.

LIBRO SEGUNDO
CAPÍTULO SEXTO
LA CENTRALIZACIÓN ROMANA Y SU INFLUENCIA EN LA FORMACIÓN DE EUROPA
Primera parte

SUMARIO
Prehistoria de Roma.- Los etruscos.- Fundación de Roma.- Patricios y plebeyos.- Roma como
centro militar y político del mundo.- La conquista como principio del Estado.- Esencia del Estado
Romano.- Dictadura y Cesarismo.- De la unidad político-nacional al Imperio del Mundo.- La
religión al servicio del Estado.- Roma y la Cultura.- La lucha del romanismo genuino contra el
espíritu helénico.- Catón y Sócrates.- La invasión de la cultura griega.- Un pueblo de copistas.- El
arte en Roma.- Menosprecio del trabajo.- La literatura como finalidad estatal.- El teatro en Roma
y en Atenas.- La Edad de Oro.- La Eneida, de Virgilio.- Los lamentos de Horacio.- La filosofía y
la ciencia en Roma.- La conquista como operación financiera.- Roma, vampiro del mundo.- Sobre
la decadencia de Roma.- Creciente influencia de los generales.- Los asuntos militares y la cuestión
agraria.- Derecho romano.- El proletariado.- La rebelión de los esclavos.- La falta de carácter y la
esclavitud como principio estatal.- Cesarismo y pretorianismo.- Corrupción y Cristianismo.- Fin
del Imperio.

Al hablar de Grecia, pensamos inmediatamente en Roma, a causa de una concatenación de ideas


basada en nuestros conocimientos escolares. Nuestro concepto de la antigüedad clásica abraza a
los pueblos griego y romano como pertenecientes a la misma esfera cultural; hablamos de un
período cultural grecorromano y concretamos con esta representación hondas e íntimas relaciones
que no existieron ni pudieron existir. Es verdad que se nos hicieron notar ciertas diferencias
características entre griegos y romanos; frente a la serena naturalidad de los helenos, el fuerte
sentido del deber de los romanos en el combate; la virtud romana oculta bajo la austera toga, servía
en cierto grado de contraste para comprender la energía vital de la Hélade. Ante todo se nos
ponderaba el sentido político altamente desarrollado de los romanos, que les puso en condiciones
para fusionar en una sólida unidad política toda la península itálica, cosa que los griegos no
pudieron realizar en su país. Todo esto se nos entremezclaba de tal manera que nos daba la
certidumbre de que lo románico no era más que un complemento necesario de la concepción griega
de la vida y que en cierto modo debía llegar a tal objetivo. Sin duda existen algunas relaciones
entre la cultura helena y la romana, pero son solamente de carácter puramente externo y no tienen
nada de común con la modalidad específica de ambos pueblos ni con la dirección de sus tendencias
espirituales y culturales. Aunque se puedan aducir argumentos para justificar la concepción de
ciertos investigadores, que consideran a los griegos y a los romanos como descendientes del mismo
tronco, que tuvo su residencia en la cuenca del Danubio medio en los tiempos prehistóricos y que,
según se pretende, una parte emigró a los Balcanes mientras la otra se estableció en la península
apenina, todavía no se habría dado con ello prueba alguna de la homogeneidad de las civilizaciones
griega y romana. La profunda diferencia en el desarrollo social de los dos pueblos demostraría
solamente, en tal caso, que en los primitivos fundamentos de los griegos y romanos influyó otro
ambiente, que dirigió por diversas sendas la formación de su vida social.

Acerca de la historia primitiva de los romanos, sabemos tan poco como acerca del origen de las
tribus griegas. También en ellos se pierde todo en la espesa niebla de las leyendas mitológicas.
Afamados historiógrafos como, por ejemplo, Theodor Mommsen, sostienen el punto de vista de
que muchas de estas leyendas, y especialmente el mito de la fundación de Roma por los mellizos
Rómulo y Remo, fueron inventadas mucho después con el designio político de dar un sello
nacional romano a las instituciones tomadas de los etruscos y hacer concebir al pueblo la falsa
creencia en un origen común. Hoy está fuera de duda que, ya en los tiempos prehistóricos, la
península fue repetidas veces invadida por tribus germánicas y celtas; pero también es muy
verosímil que hubo después inmigraciones, por vía marítima, desde África y desde el Asia Menor,
y ciertamente mucho antes de la colonización de Sicilia y de Italia inferior por los fenicios y,
algunos siglos después, por los griegos.

Más seguro es que los llamados pueblos itálicos no pertenecían a los habitantes primitivos de la
península, como antes se suponía frecuentemente. Los itálicos eran más bien un pueblo de origen
indogermánico, que en los tiempos prehistóricos había cruzado los Alpes y se había deslizado hasta
la cuenca del Po. Después fueron desplazados por los etruscos y se retiraron hacia la parte central
y meridional del país, de modo que, probablemente, se mezclaron con los yapigios-mesapios.
Hacia qué época ha tenido lugar esta inmigración, es cosa que permanece aún en las tinieblas. Al
aparecer los etruscos en el país, tropezaron con los ligures, que probablemente procedían del Asia
Menor. Los ligures desaparecen después por completo de la escena, aunque extendieron sus
dominios sobre toda la parte norte de la península, los Alpes, el sur de Francia, hasta el norte de
España, donde se mezclaron con los iberos.

No obstante, los etruscos representan el principal papel entre los pueblos que influyeron en la
fundación de Roma y en el desarrollo de la civilización romana. Acerca de la procedencia de
pueblo tan notable, estamos todavía en la ignorancia, puesto que la investigación científica no ha
logrado descifrar aún su escritura. El imperio etrusco se extendía en los tiempos primitivos desde
el Norte hasta las orillas del Tíber, considerado por los antiguos como río etrusco. Durante varios
siglos, su influencia permaneció inquebrantada, y luego fue destruida por el creciente poder de los
romanos. A pesar de ello, todavía representó un papel importante en la fundación de Roma. De los
reyes de Roma, Tarquino el Soberbio es reconocido como etrusco, mientras que a Numa Pompilio
y Anca Marcio los historiadores romanos los consideran como sabinos.

Es indudable que las grandes construcciones de la antigua Roma, la cloaca máxima, el Templo
Capitolino, etc., fueron realizadas por arquitectos etruscos, pues ninguna tribu latina estaba
culturalmente desarrollada para llevar a cabo tales trabajos. En la actualidad se admite,
generalmente, que el nombre de Roma es de origen etrusco y que seguramente procedía del linaje
de Ruma. En las tradiciones semihistóricas de los romanos, los etruscos eran considerados, por lo
demás, como uno de los tres pueblos originarios a los cuales se atribuía la fundación de Roma.

De todo ello resulta que los mismos romanos entran ya en la historia como un pueblo mezclado,
por cuyas venas corría la sangre de diversas razas.

Los pormenores que ocasionaron la fundación de Roma son aún completamente desconocidos.
Muchos historiadores creen que debe atribuirse la fundación de la ciudad al ver sacrum, la sagrada
primavera, costumbre difundida entre las tribus latinas, según la cual los jóvenes de veinte años
debían abandonar su antigua residencia para fundar en otra parte un nuevo hogar. Muchas ciudades
han surgido de este modo y nada impide que Roma debiese su nacimiento al ver sacrum. De las
tradiciones se deduce además que primeramente sólo estuvo poblado el Monte Palatino, mientras
que las otras seis colinas de la ciudad fueron ocupadas bastante después y, ciertamente, por tribus
diferentes. La reunión de todas esas colonias en la ciudad de Roma tuvo lugar ulteriormente, sin
que podamos alcanzar el inmediato motivo histórico. Es probable que el deseo de predominio
desempeñase cierto papel, y ello es tanto más creíble cuanto que, según las tradiciones antiguas,
los fundadores de Roma reunieron toda suerte de fugitivos, a quienes ofreció asilo la nueva ciudad.
Además, la leyenda del rapto de las sabinas muestra que los primeros colonos no fueron
precisamente vecinos muy agradables.

De la primitiva historia de los romanos sabemos muy poco, y sólo surge claramente que eran un
pueblo de agricultores y ganaderos. Su vida social se basaba en la llamada organización gentilicia.
Cada tribu o linaje estaba estrechamente unido con los otros linajes, de los cuales, andando el
tiempo, surgió una federación de tribus, unidas con fines de protección y de defensa. La
comunidad, base de la Roma posterior, aparecía ya como una unidad política, y, análogamente a
lo que ocurría entre los griegos, junto a las formas políticas persistieron durante largo tiempo
fuertes vestigios de la antigua organización gentilicia. Este paso de la mera unión social a la
organización política se realizó con gran facilidad porque los lazos naturales de la organización
gentilicia se habían relajado, al paso que la unión de las familias había cobrado mayor influencia,
reuniendo todo el poder en manos del jefe familiar. Así el viejo derecho consuetudinario fue
perdiendo terreno ante las regulaciones del Estado, las cuales dieron nacimiento al derecho
romano.

Este cambio interior debía, naturalmente, influir también en las comunidades vecinas. Admítese
que, a consecuencia del rápido crecimiento de la ciudad, las tierras que poseía fueron muy pronto
insuficientes para alimentar a sus moradores, de lo cual surgieron probablemente las primeras
hostilidades con los vecinos. De modo que las primeras luchas se produjeron para apoderarse de
las tierras de las comunidades vecinas y someter éstas a Roma. Pero las tierras robadas debían ser
conservadas y defendidas contra las rebeliones de los antiguos poseedores, y esto sólo podía
hacerse mediante una fuerte organización militar, a cuyo desarrollo se entregó el Estado romano
con toda decisión y energía. De esta manera se formó un nuevo sistema de carácter marcadamente
militar. Ello afectó lamentablemente a la preponderancia que antes habían tenido en la vida pública
las asambleas populares, los comicios curiales (comitia curiata) imbuidos por el antiguo espíritu
de la organización gentilicia, por lo que, ya en tiempo de Numa, sucesor de Rómulo, se
manifestaron tendencias que llevaron a la diferenciación de la organización, para dar a ésta carácter
puramente político. Las condiciones previas para este cambio se hallan en la división en clases de
la sociedad romana, que ya se había manifestado claramente en la época de los primeros reyes. Es
totalmente absurdo querer ver en los patricios y en los plebeyos descendientes de dos razas
distintas que representaban en cierta manera las relaciones entre vencedores y vencidos, como se
ha afirmado frecuentemente. El hecho que descendientes del mismo linaje pertenecieran unos a
los patricios y otros a los plebeyos, contradice tal afirmación. En realidad, se trata de dos
estamentos diferentes nacidos del sistema de la propiedad privada y de la desigualdad de las
condiciones económicas. En este sentido hay que considerar a los patricios como representantes
de los grandes terratenientes, mientras que los plebeyos salieron de la masa de los pequeños
campesinos, que, a causa de la creciente desigualdad de la propiedad, iban quedando cada vez más
sujetos al yugo de sus conciudadanos ricos.

La sociedad de la Roma primitiva estaba dividida en linajes, a cuyo frente había un caudillo o rey,
que asumía al mismo tiempo las funciones de sacerdote supremo y de jefe del ejército. Junto al rey
estaba el consejo de los caudillos de los linajes, al cual incumbía propiamente la dirección de los
asuntos de la comunidad. Mediante la estrecha relación existente entre el rey y el consejo de los
caudillos, era absolutamente natural que los funcionarios fuesen elegidos de entre las filas de
aquéllos. La potencialidad económica de los grandes terratenientes trajo consigo el que se
apoderasen de todos los cargos, que empleasen su poder para defender y acrecentar sus propios
intereses y privilegios, lo que hizo que los pobladores pobres fuesen quedando cada día más sujetos
a su dependencia. De esta relación se desarrollaron los primeros brotes de una casta aristocrática,
que tendió principalmente a la supresión de los obstáculos de la antigua organización gentilicia
con objeto de concentrar sus fuerzas más sistemáticamente en la conquista de territorios
extranjeros. Estas empresas comenzaron ya en tiempo de Numa; pero hasta los tiempos de Servio
Tulio no se produjo el grande y repentino cambio mediante el cual la sociedad romana recibió
aquel sello político que fue su carácter peculiar. La ciudad de Roma fue el centro de todas las
tierras circundantes y coligadas. A la estructura antigua, sucedió otra formación político-militar
basada en cinco clases con derechos desigualmente repartidos. El consejo de los caudillos fue
sustituido por el Senado; en el que solamente los patricios tenían asiento y voto, con lo que se
convirtieron en una aristocracia hereditaria. Las distintas clases estaban divididas en centurias
militares, siempre dispuestas a la guerra. En vez de los antiguos comitia curiata se instituyeron los
comitia centuriata, que respondían a la nueva división. Cada clase tenía sus centurias particulares;
el relativo peso en las votaciones era determinado por la propiedad.

Es evidente que, con esta nueva división, el pueblo quedó más despreciado y postergado; pero
como en la estructuración del nuevo orden se habían mezclado arteramente restos del antiguo, la
mayoría no se percató del empeoramiento de sus condiciones. De esta manera vino a formarse
aquella potencia aristocrático-democrática cuya organización íntima fue planeada para la
conquista y la depredación. Todo el pueblo quedó reunido en una milicia; empero los gobernantes
proseguían con implacable persistencia la finalidad de someter toda la península al dominio de
Roma y a una gran unidad política. Sólo si se consideran desde este punto de vista, pueden
comprenderse rectamente las relaciones entre patricios y plebeyos. Solíase antes, de manera
errónea, ver en los plebeyos sencillamente una clase sojuzgada cuyos esfuerzos tendían a la
abolición de los privilegios y a la formación de una nueva economía. No pensaban en tal cosa; les
interesaba mucho más participar de los mismos beneficios que los patricios y dividirse con éstos,
por partes iguales, el botín de guerra. Fundamentalmente no había ninguna diferencia entre los dos
estamentos; ambos estaban idénticamente poseídos del espíritu de Roma; ambos estaban prontos
a esclavizar y a someter a otros pueblos; ambos procuraban conseguir las mismas posibilidades de
explotación.

Pero el carácter militar del Estado romano, orientado hacia la conquista, hizo que los patricios se
viesen obligados a ceder gradualmente ante las exigencias de la plebe. Esto no se hizo de buen
grado, ciertamente; defendieron sus privilegios con la más obstinada decisión y llegaron hasta
prohibir los matrimonios entre patricios y plebeyos. Sin embargo, como consecuencia de la dura
política de conquista del Estado, y especialmente bajo la era de la República, se exigió cada vez
mayores sacrificios a la población pobre, y eso ahondó la oposición existente entre ambos
estamentos. La política romana necesitaba soldados; esta necesidad fue la que obligó a los patricios
a compartir sus prerrogativas con la plebe y a constituir juntamente con ésta una nueva nobleza,
soporte de aquella política mundial imperialista que dio a Roma el poder sobre todos los países
importantes del mundo entonces conocido e hizo de ella una temible máquina de saqueo que no
ha tenido igual en la historia de todos los pueblos.

Algunos historiadores afirman que Roma tan sólo durante el Imperio, se convirtió en una cueva de
ladrones en cuyas fauces insaciables desaparecían la libertad y la riqueza de los pueblos. Es
indudable que lo que se ha llamado espíritu de Roma operó así y con la máxima violencia durante
el Imperio; pero se necesitaría estar ciego para no reconocer que el dragón del cesarismo había
producido sus envenenados vástagos ya en la era de la República. En ella fueron preparados los
fundamentos indispensables de todo desarrollo ulterior hacia un poder absoluto. Bajo la República,
surgió la institución fatal de la dictadura, que justificaba en principio todos los abusos y
estrangulaba toda libertad humana.

La organización de la República puso en la cima del Estado dos cónsules, investidos con todos los
derechos de los reyes anteriores. En ocasiones extraordinarias, y con el consentimiento del Senado,
uno de los cónsules podía ser nombrado dictador con plenos e ilimitados poderes. El dictador tenía
el derecho de suspender todas las leyes vigentes; todos los funcionarios del Estado le debían
obediencia incondicional; los derechos de mayor trascendencia para la libertad y la seguridad de
los ciudadanos, garantizados por la constitución, podían suprimirse por un decreto dictatorial. Sólo
un Estado organizado completa y meramente para la guerra y para aplastar a los otros pueblos
podía crear una institución tan temible.

De la dictadura al cesarismo no hay más que un paso. El imperialismo fue simplemente el fruto
maduro de una situación que había hecho del principio del poder el dogma supremo de la vida.
Hegel tenía razón al decir que: Roma de por sí, no fue nada original en poder ni en valor, y que el
Imperio romano descansaba geográfica e históricamente en el principio de la violencia.

La voluntad de poder, encarnada tan propiamente en el espíritu de Roma, creó aquella cruel
ideología que reduce los individuos a la condición de instrumentos inertes del Estado, autómatas
insensibles de una fuerza superior, que justifica todos los medios para dar validez a sus propósitos.
La tan elogiada virtud romana no fue otra cosa que la esclavitud estatal y el estúpido egoísmo
elevados a la categoría de principios, no atenuados por ninguna emoción ni sentimiento. Ambos
florecieron con tanta exuberancia en la Roma republicana como en la Roma de los Césares. Hasta
el mismo Niebuhr, que, en general, es admirador fervoroso de la política estatal romana, escribe
en su Historia Romana: en Roma, desde los más antiguos tiempos, dominaba la iniquidad más
espantosa, un insaciable deseo tiránico, un desprecio inescrupuloso del derecho de los extranjeros,
una indiferencia notable ante los sufrimientos ajenos, una avaricia, una rapiña y un despego que
producían frecuentemente inhumana dureza no sólo con respecto a los esclavos o los extranjeros,
sino también contra los mismos ciudadanos. Los dirigentes del Estado romano eran calculadores
y metódicos en su política; no retrocedían ante ninguna abyección, ante ninguna perfidia, ante
ninguna transgresión, con tal que respondiesen a sus planes. Ellos fueron propiamente los
inventores de la razón de Estado, que en el transcurso de las edades se convirtió en una maldición
contra los principios fundamentales de la humanidad y de la justicia. No en vano era una loba el
símbolo de Roma: realmente el Estado romano llevaba en sus venas sangre de lobo.

Aunque en primer lugar el sometimiento de la península itálica fue la finalidad inmediata de la


política romana, apareció lógicamente, después de obtenerla, esa ambición de dominio mundial
que tiene una evidente fuerza de atracción para todo Estado poseedor de grandes recursos. La
península itálica, con sus largas y no protegidas costas, estaba tan expuesta a los ataques de los
enemigos que no era posible trazar grandes planes mientras el país no estuviese políticamente
unido y militarmente defendido. El conjunto de la tierra firme forma, naturalmente, una gran
unidad geográfica, y el supremo fin de la política romana fue convertir esa unidad geográfica en
una unidad política. Mediante una serie de guerras, los distintos pueblos fueron sometidos uno tras
otro al Estado romano. Por lo general, las tribus itálicas fueron tratadas por los vencedores más
benignamente que después los otros pueblos sometidos. Y esto como fundamento político bien
estudiado, ya que los estadistas romanos no podían comprometer su dominación en tierra itálica
por continuas rebeliones de los pueblos sometidos si querían proseguir sus planes de alto vuelo:
de aquí su benignidad. La invasión de las Galias exigió esta astuta política, tanto más cuanto que
los países invadidos habían pedido la protección de Roma. De este modo se fue formando con el
transcurso del tiempo ese sentimiento de estrecha homogeneidad que se condensó progresivamente
en la idea nacional: se sentían romanos, no sólo en Roma, sino en toda la península.

Cuando se consiguió la unidad política en la tierra firme, pudieron ponerse en ejecución los grandes
planes políticos de Roma, que perseguían sus dirigentes con escrupulosa avidez y tesonera
perseverancia sin desanimarse por fracasos accidentales. Con este gran objetivo por delante, se
desarrolló entre los romanos aquella seguridad en la propia fuerza y aquel sentimiento especial de
arrogancia ante los otros pueblos que son tan esenciales para todo conquistador. Para los romanos,
Roma era el centro del mundo y ellos se creían llamados por derecho a imponer su dominación a
los demás pueblos. Sus éxitos les ayudaron a considerarse encargados de una misión histórica,
mucho antes de que Hegel hubiese establecido la categoría de las misiones históricas al exponer
su concepción de la historia. En la Eneida, epopeya nacional de los romanos, Virgilio dio a esta
idea una expresión poética:

Otros, en verdad, labrarán con más primor el animado bronce; sacarán del mármol vivas figuras;
defenderán mejor las causas; medirán con el gnomo el curso del cielo y anunciarán la salida de los
astros; tú, oh romano, atiende al gobierno de los pueblos; éstas serán tus artes, y también imponer
condiciones de paz, perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios.

Después de la caída de Cartago y Corinto, estas ideas adquirieron valor intrínseco para los romanos
convirtiéndose en una religi6n política; así se formó gradualmente aquel enorme mecanismo del
Estado romano basado en la autoridad y en el saqueo, al que Kropotkin caracterizó con estas
acertadas palabras:

El Imperio romano era un Estado en el verdadero sentido de la palabra. Incluso hasta en nuestros
días es el ideal de todos los legisladores y jurisconsultos. Sus órganos cubrían como una tupida
malla un territorio enorme. En Roma todo corría al unísono: la vida económica, la vida militar, las
relaciones jurídicas, los asuntos del Imperio, la instrucción, y aun la religión. De Roma vinieron
las leyes, los jueces, las legiones para repartirse las tierras, los cónsules, los dioses. Toda la vida
del Imperio culminó en el Senado, después en César, el topoderoso y omnisciente, el dios del
Imperio. Cada provincia, cada porción del territorio tenía su Capitolio en pequeño, su soberano en
miniatura, el cual dirigía toda su vida. Una ley promulgada en Roma regía en todo el Imperio. Este
Imperio no era de ningún modo una sociedad de ciudadanos, sino un rebaño de súbditos (1).

En realidad, Roma fue el Estado por excelencia, el Estado que estaba apoyado de un modo absoluto
y completo en una gigantesca centralización de todas las fuerzas sociales. Ningún imperio tuvo
poder universal tan largo tiempo reconocido, ningún imperio tuvo mayor influencia en el posterior
desarrollo político de Europa y en el establecimiento de sus relaciones jurídicas. Y esta influencia
no ha desaparecido hoy todavía; en los años posteriores a la guerra mundial, se ha manifestado
aún; la idea de Roma, como la llamó Schlegel, forma todavía el fundamento de la política de todos
los grandes Estados modernos, aun cuando las formas de esa política hayan tomado otro aspecto.

Si al considerar la historia de Grecia se nos presenta cada vez más claro el espíritu de la autonomía
y el completo desmembramiento nacional de los helenos, en cambio en la de Roma vemos desde
el principio la idea de una unidad política que lo concentra todo en sí y que encontró su expresión
más completa en el Estado romano. Ningún otro Estado desarrolló en tan alto grado el pensamiento
de la unidad política ni lo trasplantó tan eficazmente a la realidad de la vida. Atraviesa como un
hilo rojo la historia romana entera y constituye el tema dominante de su contenido total.

No obstante, jamás se pensó en Roma en garantizar derechos políticos o nacionales de ninguna


clase a los territorios sometidos fuera de la península, que se incorporaban al Imperio como
provincias. El extranjero, aun cuando su país estuviese sometido a los romanos, carecía en Roma
de todo derecho. Significativo para comprender la concepción romana es que su idioma, para
expresar la idea de extranjero y la de enemigo sólo conocía una palabra: hostis. Es absolutamente
falso también creer que el Estado romano se preocupaba de la explotación económica de los países
sometidos y que en otros aspectos era guiado en un trato con los vencidos por pensamientos
cosmopolitas. Paralelamente con el sometimiento militar y político, avanzaba la romanización de
los territorios sometidos, lo cual se proseguía con todo rigor. Sólo respecto de la religión mostraron
los romanos cierta tolerancia, siempre que aquélla no fuese peligrosa para el poder omnímodo del
Estado. Respecto de esto, hay que tener presente que en Roma la religión estaba subordinada
también a la finalidad del Estado. Por esto no hubo allí ninguna Iglesia que pudiera presentarse
como rival del Estado. El culto estaba bajo la inspección del Estado; el Senado dictaminaba sobre
los asuntos religiosos, como se desprende claramente de numerosos decretos. Los sacerdotes eran
solamente empleados del Estado; además, el sumo sacerdocio estaba en las manos de los estadistas
dirigentes o en las del Senado.

Por lo demás, a un imperio mundial como Roma, todos los cultos debieron de parecerle igualmente
aceptables con tal de que estuviesen subordinados al Estado. Alejandro de Macedonia había dado
ya un ejemplo al respecto al hacer de la tolerancia de las religiones extranjeras un medio de su
política, tributando idénticos honores al dios Apis de los egipcios, al dios de los judíos y al Zeus
de los griegos. Semejante tolerancia -observa Mauthner-, que ya era un principio de igualdad, les
sirvió a los romanos como medio para su duradero imperialismo, para su política de conquista
mundial. Si una religión se volvía inconveniente o peligrosa para el Estado, pronto terminaba para
ella la tolerancia y sucedían a ésta las persecuciones. Este fue el caso de los primeros cristianos,
cuyas enseñanzas atacaban los fundamentos del Imperio y se negaban a tributar honores divinos a
la persona del César. Las persecuciones religiosas en Roma nacieron siempre de motivos políticos.

Por lo demás, la religión de los romanos tenía poco de original. Habían tomado de todos los
pueblos posibles, elementos de creencias religiosas y los habían incorporado a su propia esfera de
representaciones. Hoy se admite que gran parte de su culto antiguo es de origen etrusco. Esto se
aplica especialmente a su creencia en los demonios y a todo el conjunto del ceremonial que
empleaban en el servicio divino, lo cual se refleja también en todas las fases de su vida cotidiana.
Muy oportunamente hace notar Eliseo Reclus:
El ceremonial de los tribunales, de los palacios del gobierno, del templo, de los domicilios
particulares, que los romanos mantuvieron inmutable durante siglos, era también de procedencia
etrusca. Desde cualquier punto de vista que se lo considere, es imposible no llegar a la conclusión
de que el pueblo romano se nutrió de la substancia etrusca, del mismo modo que ciertos insectos
que encuentran fija y dispuesta en la célula generativa la alimentación que se ha preparado para
ellos (2).

No debe identificarse en ningún caso la religión de los romanos con la de los griegos, como ocurre
frecuentemente. Es cierto que en el culto de los romanos hay gran cantidad de cosas tomadas de
los griegos, y lo mismo, cabe decir de gran número de sus dioses; pero de esto no se debe deducir
la afinidad de esencia de ambas religiones. Un pueblo frío y prosaico como el romano no podía
comprender las elevadas concepciones del Olimpo griego. La conducta natural de los dioses
helenos no podía estar de acuerdo con el sentido del orden romano. La religión significaba para
los romanos sometimiento espiritual, como ya lo indica la etimología de la palabra (religar, atar
fuertemente). Para los helenos no existía tal sometimiento; en este sentido, no eran religiosos. Zeus
era para ellos meramente el padre de los dioses, y se lo imaginaban con las mismas cualidades y
debilidades de todos los demás dioses. En cambio, el digno Júpiter de los romanos era en primer
lugar el dios protector del Capitolio, el dios protector del Estado romano.

El politeísmo de los griegos era el resultado de una mística poéticamente transfigurada, en la que
las diferentes fuerzas de la Naturaleza se habían encarnado en divinidades singulares. Entre los
romanos no se veía en la divinidad, frecuentemente, más que un principio abstracto con una
utilización práctica. Así, había entre ellos dioses de las fronteras, de los pactos, del bienestar, del
robo, de la peste, de la fiebre, del descanso, de la tribulación, etc., etc.; a los cuales podían recurrir
los fieles en casos especiales. La morada de los dioses estaba organizada también como el Estado
romano; cada divinidad tenía su asiento y misión especiales, en los que las otras divinidades no
tenían acceso ni competencia. Para los romanos la religión estaba ordenada con vistas a la práctica
y a la finalidad propuesta; por esto todo el culto se redujo a un ritual muerto, rígido y sin espíritu.
Incluso los cultos de los egipcios, sirios, persas y otros que, andando el tiempo, tomaron carta de
naturaleza entre los romanos, debieron adaptarse, desde luego, al carácter especial del Estado
romano. La idea de unidad política estuvo siempre para los romanos en primer plano antes que
cualquier otra consideración, y hubo de llevarlos necesariamente a un credo dogmático que no
admitía distorsiones ni sutilezas de interpretación.

Si fuera justa la afirmación de que la unidad nacional o política es condición previa indispensable
para el libre desarrollo cultural de un pueblo, entonces los romanos habrían tenido fuerza creadora
y eficacia cultural mucho mayores que todos los demás pueblos de la historia, porque no hay
ninguno que haya reunido en tal alto grado tales condiciones. La dominación romana duró mil
doscientos años; ningún otro imperio tuvo tan larga duración. No se puede, pues, decir que los
romanos careciesen de suficiente tiempo para desarrollar por completo sus capacidades culturales.
A pesar de ello, ni el más fanático admirador de la idea estatal romana y de la genialidad política
de los romanos se atreverá a afirmar que éstos fueron un pueblo creador de cultura, pues ni siquiera
en sueños se pueden equiparar con los helenos, política y nacionalmente disgregados por completo.
El mero pensamiento de semejante equiparación sería un delito de alta traición contra la cultura.
Todos los espíritus más eminentes, cuyas perspectivas no están perturbadas por la voluntad de
poder, se hallan de acuerdo en que los romanos fueron en absoluto un pueblo sin imaginación, sólo
atento a los intereses políticos y que, ciertamente, a causa de esa obsesión política, no tuvieron
comprensión alguna para la honda significación de la cultura. Sus realizaciones de auténtica
cultura fueron insignificantes, en ningún sector de la cultura produjeron nada sobresaliente y
fueron siempre un pueblo de copistas. Es cierto que supieron apropiarse las creaciones ajenas y
explotarlas para sus fines especiales, pero al mismo tiempo les inyectaron gérmenes de muerte,
porque no se puede obligar impunemente al esfuerzo cultural a someterse por la fuerza a formas
políticas.

Todos los pueblos tienen ciertos talentos y capacidades creadoras, y sería injusto negárselos a los
romanos. Pero estas disposiciones naturales son influidas por las condiciones vitales externas del
ambiente social, que les imprimen determinadas direcciones. O para decirlo con palabras de
Nietzsche: Cada pueblo -y aun cada ser humano- dispone solamente de cierta suma de fuerzas y
capacidades creadoras, y lo que de esta suma se gasta en esfuerzos para dominar y obtener el poder
político, necesariamente debe quitarse a las realizaciones culturales. Es el mismo pensamiento que
Hegel expresó con estas palabras: El principio romano estaba basado completamente en la
dominación y en el poder militar. No tenía en sí como finalidad ningún centro intelectual para
ocupación y recreto del espíritu. La rígida unidad de su Estado no pudo dar alas a la capacidad
cultural de los romanos; antes al contrario: su larga historia de mil doscientos años no ha hecho
más que aportar la prueba de que la unidad político-nacional es una cosa y otra la acción creadora
de cultura.

Los romanos atormentaron hasta la muerte sus propias disposiciones y dotes naturales en el lecho
de Procusto de la unidad política; todo pensamiento creador paralizaba sus alas al encajarse en el
inflexible marco de su máquina militar y burocrática. Convirtieron el Estado en una Providencia
terrenal, que lo gobernaba todo, lo determinaba todo, lo decidía todo y por ello sofocaba en germen
todo impulso de acción independiente. Sacrificaron a ese Moloch el mundo entero y se sacrificaron
ellos también. Cuanto mayor y más poderoso fue el Estado romano en el transcurso de los siglos,
tanto más perdieron los hombres en valor espiritual y en significación social; tanto más menguó el
sentimiento de su personalidad y, con él, el impulso creador cultural, que no soporta coerción
política alguna.

Y esto, en los romanos, se ve especialmente en lo tocante al arte, en e1 cual todos los pueblos
cifran y presentan la corona de su creación cultural. Hasta que se efectuó por completo la
sojuzgación de los países de las orillas del Mediterráneo, no se pudo hablar en modo alguno de
arte romano. Todo lo que hasta entonces se había hecho en Roma en el terreno de las artes plásticas,
era de origen etrusco o de origen griego. Mientras que el influjo de los etruscos se advierte
palpablemente ya en la Roma antigua, la otra corriente artística, que por vez primera pone en
estrecho contacto a los itálicos con el arte de los helenos, se produjo mucho después con el
establecimiento de las colonias griegas en el mediodía de la península. Mediante la conquista de
Grecia, después de la segunda guerra púnica, y la forzada anexión del país al imperio romano, se
realizó la unión inmediata que, si fue fatal para los helenos del último período, en cambio, para los
romanos significó las primeras disposiciones prácticas para una cultura más elevada. Los generales
romanos despojaron a las ciudades griegas de sus más preciadas riquezas y enviaron a Roma todo
lo que era transportable. De la fabulosa cantidad de tesoros artísticos robados, apenas si podemos
formarnos cabal idea, pero nuestra mirada contempla siempre con muda veneración a la pequeña
Grecia, cuyo genio creador produjo todas aquellas obras. A este propósito escribe Taine en su
Filosofía del Arte:

Cuando después saqueó Roma al mundo griego, poseyó la prodigiosa ciudad una población de
estatuas casi igual al número de sus habitantes. El número de estatuas encontradas hasta hoy en
Roma y sus alrededores, a pesar de tantas devastaciones y de tantos siglos, se calcula en más de
sesenta mil.

Pero los romanos carecían de comprensión interior para este arte. Adornaban sus casas y ciudades
con obras griegas, algo así como los nuevos ricos americanos de hoy compran cuadros de
Rembrandt y Van Dyck, porque creen que su posición se lo merece. Pero jamás penetraron el
hondo significado del arte griego. ¿De dónde iba a llegarles tal comprensión?

El alegre disfrute de la vida de los arios orientales, la alegría de los helenos ante el desnudo, ante
la belleza de la naturaleza humana, son completamente extraños al romano. No conoce los juegos
fastuosos, no honra a los poetas y escritores, y lleva su mojigatería hasta el extremo de prohibir
que se bañen juntos yerno y suegro. Lo que al romano le interesa es su rigidez, su método. Quiere
saber que su casa y su Estado están en orden. Su vida familiar está severamente regulada y por lo
tanto es absolutamente exterior y huera: llama a sus hijas Quinta y Sexta, y sabe arreglar las cuentas
al hijo si éste ha sido desobediente. En oposición a la mayor parte de los arios, da extraordinaria
importancia a lo exterior, al buen parecer. Gravedad, dignidad, decencia, son sus expresiones
favoritas, palabras que en boca del casquivano e indigno Cicerón producen doble asombro (3).

Con tal concepción de la vida no puede sorprender que al verdadero romano le repugnase la
invasión del modo de vida griego, puesto que ambas conductas, la romana y la griega, son
esencialmente opuestas. Esta aversión se manifestó en muchos de un modo particular. Así Catón
el Viejo prevenía a su hijo contra los médicos griegos y afirmaba que los griegos habían tramado
una conjuración contra los romanos, a consecuencia de la cual habían dado a los médicos la orden
de envenenar con sus medicamentos a los ciudadanos romanos (4). El mismo Catón describe a
Sócrates como a un filósofo jactancioso y agitador turbulento, que mereció su trágico fin. Profetizó
también que en cuanto Roma se asimilase la filosofía griega, perdería su dominio sobre el mundo.
Este cruel torturador de esclavos y usurero sin corazón adivinaba instintivamente que la cultura y
el imperialismo son antagónicos, y que no pueden existir sino la una a costa del otro.

Lo completamente ajenos que fueron los romanos a toda cultura elevada hasta el final de la segunda
guerra púnica, lo demuestra la cruel e inhumana destrucción de Corinto, la ciudad más suntuosa
de Grecia, por el general romano Lucio Mummio. No contento con degollar sin compasión a todos
los habitantes capaces de defenderse, vendió como esclavos a las mujeres y a los niños, entregó la
ciudad al saqueo de una soldadesca brutal, la incendió y demolió sin dejar piedra sobre piedra.
Poco tiempo antes, Cartago había sufrido idéntico destino, y durante diecisiete días fue pasto de
las llamas, siendo luego entregado a la reja del arado su territorio, ya desierto, como testimonio de
la inexorabilidad romana.

No obstante, Roma no pudo substraerse al influjo de la cultura helénica, y todas las advertencias
de Catón y de sus secuaces se las llevó el viento. Los generales romanos podían, con las armas,
quitar el suelo a los griegos y convertir a Grecia en provincia romana; pero no podían oponer en
la misma Roma ningún dique a las corrientes de la cultura helénica. El poeta romano Horacio
expresó así esta idea:

Grecia, vencida, cautivó a su orgulloso vencedor e introdujo sus artes en el agreste Lacio:
decayeron entonces los sangrientos versos saturninos, y el gusto delicado substituyó a la terquedad,
bien que las huellas de nuestra rudeza se conservaron por tan largo tiempo, que aún no se ven
completamente borradas. La juventud romana tardó bastante en estudiar las obras griegas, y sólo
al concluir las guerras púnicas se inclinó, en las dulzuras de la paz, a aprender lo que tenían de
bueno las tragedias de Sófocles, Tespis y Esquilo; quiso traducirlas fielmente y lo consiguió
gracias a su genio sublime y vigoroso, pues tiene el acento varonil y el estilo audaz de la tragedia,
aunque reputa como mengua el borrar y corregir lo escrito.

No; Roma no pudo substraerse a esta invasión pacífica de una cultura más elevada, que para el
espíritu romano fue más peligrosa que Aníbal y que las invasiones de los bárbaros. El
panhelenismo resultante reemplazó en Roma, trastrocándolas por completo, las míseras
adquisiciones de la primitiva poesía romana. Una multitud de arquitectos, pintores, escultores,
orfebres, fundidores, tallistas de marfil, etc., muchos de ellos esclavos que habían sido llevados
por la fuerza a Roma, trabajaron en los palacios de la aristocracia romana. Gran número de aquellos
artistas y artesanos estaban en posesión de toda la riqueza cultural helena, lo cual les permitió
comunicar a sus dueños una cultura espiritual superior. A pesar de esto, en el ejercicio de las artes
los romanos no pudieron pasar de la imitación servil de los modelos extranjeros, y es de notar que
en toda la historia romana, una historia de más de mil doscientos años, no aparece media docena
de grandes artistas con ideas propias, al paso que cualquier ciudad griega, exceptuando Esparta,
puede presentar un número considerable de ellos.

Incluso el arte de la llamada edad de oro presenta muy pocas realizaciones que puedan
denominarse realmente obras artísticas romanas. Joseph Strzygowski ha demostrado de modo
convincente que el arte romano de la época imperial es, en realidad, la última fase del helenismo
decadente, cuyos centros estaban entonces en Asia Menor, Siria y Egipto. Por aquel tiempo se
marcaban ya en el helenismo fuertes influencias orientales que llevaron poco a poco a la formación
del llamado arte bizantino, cuya esencia nada tiene de romano (5).

Sólo en la arquitectura llegaron los romanos a un estilo nuevo, aunque no hay que olvidar que la
mayor parte de los edificios suntuosos de la época del imperio fueron erigidos por arquitectos
extranjeros. Los romanos tomaron primeramente de los etruscos su arre de la construcción, como
se deduce claramente de la forma característica de sus templos antiguos. Después, cuando la
influencia de la cultura posterior helena se manifestó con mayor vigor, el espíritu griego apareció
en las construcciones arquitectónicas, aunque la nota etrusca perduró con nitidez durante largo
tiempo. Los romanos tomaron también de los etruscos la construcción del arco y de la bóveda, que
los últimos habían traído desde Oriente. Solamente mediante la aplicación práctica y el más amplio
desarrollo del arco y de la bóveda, fueron después capaces los romanos de ejecutar aquellas
poderosas creaciones arquitectónicas que aún hoy causan admiración y asombro. El arte de la
bóveda llevó después, en su desarrollo posterior, a la construcción de la cúpula, que constituyó un
principio nuevo en la arquitectura. El suntuoso efecto de este estilo llega a su más elocuente
expresión en el Panteón romano, cuya erección se atribuye a Apolo de Damasco.

En cuanto a la pintura, todo el mundo sabe que los romanos no pasaron de ejecuciones mediocres.
Para la música carecieron también de comprensión profunda. Todavía en el año 115 a. de J. C., los
patriotas romanos antiguos aprobaron en el Senado una ley prohibiendo todos los instrumentos
musicales; sólo la flauta itálica primitiva encontró gracia ante sus ojos. Sin duda, semejante
disposición quedó sin vigor andando el tiempo; desapareció ante los avances del helenismo; pero
la música permaneció también después casi exclusivamente en manos de los esclavos griegos. Es
muy significativo que los romanos se abstuviesen casi por completo de las artes plásticas. Aunque
adornaban sus ciudades con las magnificencias robadas a Grecia, dejaron también la práctica de la
escultura en manos de los artistas helenos, que habían sido conducidos a Roma como esclavos.
Así se desarrolló en Roma la escuela neoática que tanto predominio alcanzó. Todas las obras
universalmente célebres de aquel período: las Cariátides del Panteón, el Luchador del Palacio
Borghese, la Venus de Médicis, el Hércules Farnesio, etc., etc., fueron cinceladas por griegos. Es
cierto que desconocemos quién fue el autor del Apolo del Belvedere, pero está fuera de duda que
ha sido un heleno; los toscos ensayos de los romanos en las artes plásticas no permiten otra
conclusión.
Ningún pueblo es completamente original en sus creaciones artísticas. Los griegos se nutrieron
también espiritualmente de otras civilizaciones, pero supieron elaborar lo extraño de tal manera,
que lo convirtieron en parte esencial de su propio pensar y sentir. Esta es la causa de que, al
contemplar las obras artísticas de Grecia, de las cuales sabemos que nacieron bajo influencias
extranjeras, no aparezca en ellas el elemento extraño y ni tan siquiera se advierta la más ligera
grieta en la íntima conexión de la obra. No se nota en los helenos la imitación de materiales
extraños; todo es en ellos vida interior y honda simpatía. En cambio, en los romanos la imitación
se palpa en la mayoría de los casos. Esto no se explica simplemente por la falta de técnica, sino
que demuestra más bien la íntima oposición existente entre los artistas romanos y los modelos
extranjeros. Incluso en el período más floreciente de la civilización romana, los romanos cultos no
penetraron gran cosa en la esencia del arte griego, por lo que Friedländer hace observar con razón
en su Sittengeschichte Roms:

Que en realidad, a pesar de toda su antigua y moderna magnificencia artística, las artes plásticas
no han ejercicio influencia sobre el conjunto del pueblo romano, lo prueba, de manera absoluta e
incontrovertible, la literatura romana. De la gran cantidad de poetas y escritores de las diferentes
épocas, la mayor parte de los cuales están al frente de la cultura de su tiempo, y que para nosotros
deben valer como representantes genuinos de aquélla, apenas hay uno que muestre interés y
comprensión ante las artes plásticas. En esta literatura tan diversa, que se extiende durante un
período de siglos, que toca todas las orientaciones e intereses importantes, que en los primeros
tiempos del cristianismo (esto es, en el período del Imperio antes de la supremacía del
cristianismo) está especial y completamente asociada a la consideración de la actua1idad, y que
asimismo discute, alabándola y vituperándola, la condición espiritual de aquella actualidad, no
existe ningún vestigio de comprensión de la verdadera esencia del arte, ni exteriorización alguna
de verdadera emoción ante el esplendor de sus obras. Siempre que se habla de ellas, se hace con
falta de inte1igencia o sin pasión ni calor. Por numerosos que hayan sido los romanos que en forma
individual lograron penetrar en la cultura griega, la cultura romana tomada en conjunto permaneció
siempre ajena a ella.
Notas
(1) Pierre Kropotkin: La science moderne et l'anarchie, III. L'Etal: son róle historique. 171, París,
1913
(2) Eliseo Reclus: El hombre y la tierra, vol. II.
(3) Albrecht Wirth: Volkstum und Weltmacht, pág. 40.
(4) No hay nada nuevo bajo el sol. En la actualidad afirma Julio Streicher, el íntimo amigode
Hitler, en quien ha tomado directamente forma patológica el antisemitismo, que los médicos judíos
están conjurados para envenenar a los alemanes.
(5) Joseph Strzygowski: Orient oder Roms, 1901.

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