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La batalla filosófica por las palabras

Damián Pachón Soto

En Aurora, en el aforismo 47 titulado “Las palabras obstruyen nuestro camino”, el filósofo


alemán Friedrich Nietzsche sostiene: “Ahora, para alcanzar el conocimiento, hay que ir
tropezando con palabras que se han vuelto tan duras y eternas como las piedras, hasta el punto
de que es más fácil que nos rompamos una pierna al tropezar con ellas que romper una de
esas palabras”.

Nietzsche, que sabía del poder del lenguaje, de su plasticidad, dijo también en Crepúsculo de
los ídolos que “temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo
en la gramática”, con lo cual ponía de presente que el lenguaje transporta una concepción del
mundo, una cosmovisión, que, debido a la fuerza de la tradición, la autoridad, la repetición,
etc., termina arraigándose en el hombre, de tal manera que estos contenidos se vuelven casi
instintivos...clavos en la cabeza, en la conciencia. Era lo que sucedía, según Nietzsche, con
la moral.

Pues bien, en estos aforismos Nietzsche no sólo se plantea lo que ocurre cuando se introduce
“una nueva palabra,” sino lo que implica luchar contra ellas, con su sentido momificado,
petrificado. De tal manera que el asunto de fondo que también se plantea es la batalla cultural,
filosófica y política por los conceptos. En estos casos, las palabras se convierten en campo
de batalla que hay que tomar, que hay que hegemonizar. Esto lo podemos ejemplificar con
el concepto de progreso. Una palabra omnipresente en la vida cotidiana de las personas,
repetida constantemente por los medios hegemónicos y en boca de todos los políticos.

También las palabras son asesinas como decía E.M., Ciorán, enmascaran o esconden sentidos
que inicialmente tenían, ocultan sus sedimentos semánticos, y son puestas al servicio del
poder. El lenguaje es poder, pues nomina, crea, pero también mata e invisibiliza. En el caso
de progreso su configuración y enaltecimiento lo encontramos en Francis Bacon en su
libro The Advancement of Knowledge (1605), y por los filósofos ilustrados del siglo XVIII,
entre ellos, Condorcet. Esa categoría, esa palabra, se construyó en Europa a contrapelo de la
“barbarie” del Nuevo Mundo y de la periferia de Europa, para significar que el hombre
siempre está en un constante proceso de perfección y que avanza hacia mayores niveles
espirituales y materiales. De tal manera que ser civilizado en el siglo XVIII significó no ser
bárbaro y haber alcanzado el nivel científico y espiritual de Europa. Con esta operación las
ciencias sociales nacientes en la época invisibilizaron el imperialismo y el colonialismo como
la “cara oscura” de la modernidad.

Esa “cara oscura” del progreso, la planteó con brillantez Theodor Adorno cuando sostuvo:
“La imagen de la humanidad en su progreso recuerdan a un gigante que, tras sueño
inmemorial, lentamente se pusiese en movimiento, luego echase a correr y arrasa cuanto le
saliese al paso”. El uso de la bomba atómica fue la prueba exacta. Ya en el siglo XX, esa
palabra alimentó semánticamente a la de desarrollo, el cual ha operado como
un discurso económico y político que legitimó las políticas de intervención de Estados
Unidos y las potencias “desarrolladas” en la antigua periferia europea, con el filantrópico fin
de luchar contra la pobreza, la desigualdad, el analfabetismo, la desnutrición, etc., tal como
lo mostró magistralmente, en los noventa, Arturo Escobar en su libro La invención del Tercer
Mundo.

El discurso del progreso y del desarrollo han generado, en la práctica, el exterminio de miles
de indígenas, tal como sucedió en la pampa Argentina a finales del siglo XIX, cuando se
buscó modernizar el país; igualmente, ha generado daños ambientales a lo largo y ancho de
los países de América Latina, produciendo la muerte de la flora, la fauna y hasta de los ríos,
así como el desplazamiento de las comunidades. Basta mirar el ecocidio generado por el
proyecto Hidroituango actualmente en Colombia.

A pesar de lo anterior, aun hoy nos quieren convencer a toda costa de las bondades del
progreso. De nuevo, Nietzsche tuvo razón: “la estupidez, la picardía crecen: esto lo trae
consigo el progreso”. Y estas palabras del filósofo alemán no nos pueden hacer perder de
vista que es necesario luchar por el potencial de las palabras, del lenguaje; de la necesidad
de resemantizar los conceptos en pro de usos más críticos y liberadores.

No siempre se trata de inventar conceptos como pensaron Deleuze y Guattari, sino de sacar
a la luz los sedimentos perdidos de los ya existentes y luchar por convertirlos en dardos contra
el malogrado presente. Como dijo el filósofo francés Lois Althusser en La filosofía como
arma de la revolución: “en la lucha política, ideológica y filosófica, las palabras también son
armas, explosivos, calmantes y venenos […] Este combate filosófico por las palabras es una
parte del combate político”. Y la lucha por conceptos como igualdad, seguridad, desarrollo,
libertad, bienestar, etc., está a la orden del día. Esta es la gran tarea del pensamiento crítico.

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