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27-02-2019

Paternalismo estatal
Antonio Lorca Siero
Rebelión

Se aprecia una realidad a la vista de la que resulta que eso de las políticas sociales dirigidas a
privilegiar a las minorías desfavorecidas, en realidad viene a facilitar el desarrollo del negocio del
dinero y el creciente avance del poder público. Hay que reconocer que los adelantos de tales
políticas en los últimos tiempos son significativos y eficientes para el capitalismo, porque permiten
que circule el efectivo, espléndida y justamente distribuido. Aunque, rescindiendo de la euforia
política, es posible que no lo sean tanto como se dice en el caso de los beneficiados y menos aún
para los paganos. Oficialmente esto viene a ser entendido como un paso adelante en la línea de
progreso social para dar bombo electoral a los promotores. Ya que el Estado del bienestar
—frecuentemente reconducido a propaganda para ofrecer a las masas y campo de negocio para el
empresariado— respondiendo a las demandas de la burocracia administrativa que aspira a mayores
cotas de empleo a cargo del erario, se ha quedado corto, de ahí que dando un paso más la nueva
moda sea atribuir a los Estados avanzados la función de padre de familia de sus fieles súbditos. En
este nuevo papel, se trata de encomendar a la burocracia estatal, además del cuidado de los
incapaces ciudadanos, velar por la educación del pueblo, la procura del bienestar de los
desfavorecidos —porque los otros ya se arreglan como pueden— y la estricta vigilancia de todos,
para que no se descarríen de la senda marcada por el dogma, auspiciado por los que manejan el
circuito del dinero.

Esta nueva estrategia de dominación, que puede definirse como paternalismo, sustentado en dar
cumplimiento a esa doctrina dominante a nivel cuasi global —una suerte de religión laica moderna
cuyo ídolo es el dinero— es un guiso de derechos y libertades de papel, asistido por un bienestar de
ilusiones y una fiesta permanente a base de inocentes imágenes. Dado que las masas vienen
demostrando la entrega incondicional a la nueva sociedad del espectáculo y su especial dedicación
al mundo de las imágenes, es natural que este periodo avanzado del invento llamado Estado del
bienestar tenga buena acogida, dado que, por otra parte, viene bien que la maquinaria estatal se
preocupe por resolver esos pequeños grandes conflictos existenciales que algunos individuos, por
incapacidad o por falta de tiempo, no pueden resolver.

En la nueva corriente del paternalismo estatal tal vez haya influido la promoción que por los más
aventajados se ha venido haciendo de la solidaridad social, aunque entendida para algunos como
negocio en términos de dinero, poder, publicidad o todo ello. Visto que el asunto funciona, se
entiende procedente por quienes mueven los hilos de la política que los Estados adelantados
descienda a la arena del circo. Si hasta ahora los poderes públicos confiaban en la solidaridad de
algunos para aliviar cuestiones que eran de su competencia —puesto que se había adherido al
Estado el rótulo de social— ahora, conscientes de que eso de la solidaridad crea dependencia por
parte de las masas y poder para quienes la dirigen, entienden que hay que oficializar el asunto y
volcarse directamente en el tema de la problemática social a todos los niveles, aunque solamente
sea en términos de burocracia y con fines electorales.

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Entre algunos grupos de personas se extiende la idea de que el Estado tiene que atender a los
problemas particulares de los ciudadanos e incluso a los íntimos, dada su condición de acogidos a
la protección que blinda en sus límites territoriales, y que sus gastos existenciales deben ser
subvencionados igualmente por él, lo que quiere decir por toda la ciudadanía. A esto alguien ha
venido llamando justicia social, y acaso lo sea para aquellos que obtienen ventajas sin justificación
real, pero no para el conjunto. En realidad, pese a lo que digan sus encendidos defensores, se trata
de una justicia un poco injusta, porque se exige a los demás que carguen con las carencias de
otros, simplemente por el hecho de estar aquí, sin que ellos aporten nada para corresponder. Esta
creencia, que va tomando consistencia a medida que los vendedores de ilusiones les animan a
descargar en los demás la resolución de sus asuntos vitales, viene a justificarse como muestra de
progreso social.

Que sea el propio Estado el que trate de aliviar los problemas particulares de sus súbditos, mira
más a resaltar su papel social que el político como idea avanzada de poder, lo que, por otro lado,
viene a reconocer implícitamente que políticamente, estancado el avance de la democracia, queda
poca cosa por hacer. Se trata de que, desde una perspectiva elitista, como ya casi todo está hecho
en el plano político, hay que buscar justificaciones a la tarea de gobernar y a ser posible hacerlo al
ritmo de espectáculo. Si con el Estado de Derecho ha quedado solventado el viejo problema del
orden y en cuanto al reparto promovido por el desarrollo del Estado del bienestar, alimentado por
una burocracia estatal que crece sin control, parece insuficiente, ahora se trata de ampliar los
términos del reparto. De ahí la necesidad de adentrarse en la esfera existencial de las personas e
imponer incluso nuevos modelos de vida. Se observa con ello una clara intromisión del Estado en la
vida de los individuos, orquestada desde las llamadas políticas sociales dirigidas a privilegiar a
determinados grupos en perjuicio del resto, buscando la espectacularidad más que la realidad del
proyecto . Desde una perspectiva social, a veces la intervención está plenamente justificada, pero
políticamente responde a otros planteamientos que van más allá del sentido de justicia equitativa y
ahí entra en escena el mercado del voto.

Aun reconociendo el propósito benefactor del paternalismo, sus efectos pueden acabar siendo
perniciosos porque, en un plano general de la dimensión personal, se rompe la individualidad al
establecer los poderes públicos cómo se ha de vivir la vida, indicando sutilmente el camino que se
debe seguir. E inmediatamente viene el problema de la falta de libertad en la toma de decisiones,
porque estas parecen limitadas a lo que establece la doctrina oficial. Con lo que la autonomía
personal resulta considerablemente mermada. De ahí a que el paternalismo pase a ser una doctrina
moralista hay un paso. En general el problema que se plantea con las políticas paternalistas es que
su dimensión protectora para con algunas personas, que se hace extensiva a un plano general,
conlleva un sutil componente dictatorial expresado a través de la norma. Una forma de dominio
sobreañadida a la que el propio Estado de Derecho impone por sí mismo al incorporar el
componente supuestamente protector de los individuos para reforzar su poder. Este mandato para
con los ciudadanos, indicándoles permanentemente lo que deben o no deben hacer más allá de su
sentido ordenador, apunta en una dirección indeseada, cuyos ejemplos mas llamativos han sido los
totalitarismos clásicos , en los que el Estado es todo y el partido único su oráculo.

Si bien algunos ciudadanos pueden verse beneficiados por el paternalismo estatal, puesto que dada
su vulnerabilidad necesitan sentirse protegidos, otros, no tan vulnerables aunque colocados en el
mismo plano, pueden obtener privilegios y, los más avispados, beneficio económico, mientras que
la generalidad ve minorada su consideración ciudadana por el avance de los privilegios. El primer
efecto del paternalismo en la vía legal es que, en defensa de la particularidad, la ley se hace
general, con lo que la norma acaba por obligar a todos, creando nuevas obligaciones que, en

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realidad, son asunto de cada persona y que no pueden ser reguladas por decreto. Mientras que en
el plano social, se crea una moral doctrinal que limita las perspectivas de vida fijando a cada uno lo
que debe hacer, dejando en entredicho la posibilidad de optar por vivir como se quiera dentro del
orden. A nivel de la persona, lo verdaderamente alarmante es que el paternalismo doctrinal,
convertido en tópico obligado, limita claramente el desarrollo de la individualidad.

Salvo a la minoría que obtiene algún provecho de las políticas paternalistas, estas no benefician al
resto de los individuos ni a la sociedad general. A medida que avanzan estrechan la racionalidad y
acaban con la libertad. Entonces, ¿a qué obedece su implementación?.

Aunque el producto se ofrece como avance social, los ejercientes del poder político, practicando
políticas paternalistas — también llamadas sociales—, está claro que amplían las esferas del ejercicio
del poder estatal, obtienen nuevos argumentos electorales para ganar seguidores y con ello ven
reforzada su autoridad. Por otro lado, la burocracia administrativa asume nuevas funciones y con
ello más poder, a lo que se acompaña mayor volumen de personal para atender las nuevas
necesidades creadas por las políticas sociales de sus superiores jerárquicos. Así, las
administraciones públicas pasan a ser gigantes burocráticos que concentran todavía más poder
residual —es decir, el que no asume directamente la burocracia política— y se convierten en el
primer generador de empleo público de cualquier Estado avanzado.

Como sucede en la práctica, a la sombra del poder oficial, permanecen las empresas privadas
atentas a la captación del dinero en circulación. Siempre dispuestas a obtener beneficio de las
políticas paternalistas que en último término riegan generosamente el mercado con dinero público
que acabará mejorando sus cuentas de resultados. Acogiéndose a su sentido pragmático, aunque
sigan proponiendo el credo libertario de Rothbard para la defensa de sus negocios, sin duda no
viene nada mal arrimarse al intervencionismo estatal, siempre que no afecte al desarrollo del
capital, y es aquí donde se encuentra la otra vertiente de la doctrina paternalista dominante en
este panorama llamado eufóricamente de progreso social.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative
Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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