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El retrato del Rey

1. Preludio

El Gran Chambelán ingresó al Salón Dorado, se despojó del tricornio que cubría su peluca
alba con parsimonia extrema, e hizo la genuflexión que le exigía la etiqueta del palacio ante
un monarca concentrado en la contemplación de un lienzo que representaba la entrada de
unos hombres barbudos, montados a caballo y protegidos con corazas, en el seno de una
ciudad de nombre exótico hecha a base grandes rocas labradas que el ingenio de sus
naturales hizo devenir en templos y palacios donde moraba la casta de guerreros que dirigía
sus destinos, una raza de hombres cobrizos, de pómulos salientes y orejas expandidas que
miraban con asombro el desfile de aquellos seres inéditos que según decían los habitantes
de la costa habían salido del mar como lo hizo Viracocha, el dios que ellos adoraban y el
cual engendró el mundo donde habitaban desde siempre , por encima de la escena se
elevaban unas montañas ciclópeas cuyas cumbres parecían auparse sobre un límpido cielo
azul, y a la par estar observando todo el conjunto de cosas que se estaban sucediendo ahí
abajo.

—Su Alteza, los Guardias Reales han conseguido recuperar el Planeta de Cristal de manos
de los cacos que lo hurtaron del Alcázar tiempo atrás, sin sospecharlo los muy granujas
intentaron vendérselo a un Grande de la Península a precio leonino; como buen súbdito
vuestro, el mismo nos dio parte de la oferta, gracias a ello pudimos echarle el guante al
teniente de la prenda hurtada.

Si la noticia alegró o no al rey, era cosa imposible de saber pues continuó contemplando el
cuadro antes descrito, era como si gran parte de su espíritu se encontrara presente y
disperso en el universo de aquella pintura que representaba algo sucedido cien años atrás,
durante la conquista de aquel exótico reino de ultramar que con el nombre de Virreinato del
Sur ahora formaba parte del Gran Imperio Peninsular que también se hallaba asentado en la
parte septentrional de aquel vasto continente descubierto siglo y medio atrás, por ello un
interludio de silencio medió entre el anuncio y la respuesta que el Gran Chambelán aguardó
con la paciencia que requería un cargo tan cercano a la regia persona del monarca.

—Es mi deseo que mandéis trasladar el Planeta de Cristal a mi aposento privado allá en la
Torre del Rey —dijo el monarca volviendo súbitamente su rostro hacia el Gran Chambelán.

—Tendré que ocupar a algunos gentileshombres de cámara para hacer el trabajo... dijo el
Gran Chambelán, en un tono de voz que daba a entender que hacerlo implicaría una brusca
alteración de la rutina impuesta por la etiqueta palaciega.

—Os autorizo a romper el protocolo durante un momento, seguramente la rutina del


Alcázar no se vendrá abajo porque falten algunas manos para abrir unas cuantas puertas, es
más me encargaré de que las firmas de los gentileshombres que vos escojáis se consten en
los cuadernos respectivos para que los mismos no sufran descuento en los sueldos que
perciben, lo peor que puede pasar es que el tráfico se detenga unos momentos, pero mis
cortesanos pueden esperar un poco, lo menos que me deben es eso, y os lo reitero para que
quede claro ¡deseo que el Planeta de Cristal esté donde os he indicado! —replicó el
monarca alzando el tono de su voz para enfatizar lo que acababa de decir.

—Vuestra voluntad será cumplida a la brevedad posible Su Alteza—dijo el Gran


Chambelán haciendo una nueva reverencia antes de retirarse del aposento regio.

Cuando se quedó solo, el monarca volvió a extasiarse en la contemplación del cuadro, y


empezó a preguntarse a sí mismo como serían las mujeres que habitaban las tierras del
Virreinato del Sur, y su pensamiento no se limitaba solo a las mujeres peninsulares ( no
demasiado abundantes por allá) sino también a las mestizas porque le habían referido que
sus fogosos súbditos habían tenido comercio carnal con las indígenas y engendrado una
prole numerosa que superaba ampliamente al conjunto de peninsulares allá establecidos, el
mismo era joven y fogoso y por tales motivos comprendían a aquellos que se habían ido al
otro lado del mar sin compañía femenina; pese a su juventud el Rey era un voraz lector y
recordaba que el esforzado conquistador del ahora Virreinato del Norte afirmaba haber oído
de una isla poblada solo por mujeres de armas tomar las cuales solo se relacionaban con los
hombres cuando estos arribaban a esa isla, entonces decía la crónica "las que quedan
preñadas si paren mujeres se las guardan, y si son hombres los echan de su compañía" ; de
hecho al rey le encantaba recordar esa historia, fuera verdad o ficción, porque se imaginaba
siendo él mismo el visitante de aquella isla repleta de mujeres salvajes y semidesnudas,
pues se sentía capaz de cubrirlas a todas con su tremendo ímpetu carnal (de hecho la
historia lo recordaría como el rey peninsular que engendró el mayor número de bastardos
que se le haya conocido a un monarca seguidor de la fe católica ) sin duda alguna él habría
hecho lo mismo si su regia persona hubiera estado por allá; curiosamente esa idea hizo
derivar su pensamiento hacia una cuestión de estado que le preocupaba a veces: hacía un
año que las Cortes de los Reinos Peninsulares lo habían reconocido como monarca, pero las
comarcas que estaban al otro lado del mar todavía no lo habían jurado en calidad de tal, una
demora que se explicaba por la relativa distancia existente entre aquellos reinos y su
distante metrópoli; sin embargo los virreyes a cargo, tanto del Virreinato del Norte como el
del Sur, habían sido informados mediante reales cédulas para que organizaran las
ceremonias correspondientes en las capitales de sus respectivas jurisdicciones, con tal
motivo el Rey había remitido sendos retratos suyos, de cuerpo entero hacia las capitales de
aquellos reinos distantes para que fueran usados en las ceremonias de entronización que los
cabildos llevarían a cabo. Dos flotas peninsulares partieron rumbo al Nuevo Continente,
una puso proa hacia la costa atlántica del Virreinato del Norte, y la otra dirigió su derrota
rumbo al recientemente abierto Canal de los Dos Mares ( una obra de ingeniería realmente
hercúlea para la época) que atravesaba un istmo que daba accediendo así al mar que bañaba
las costas del Virreinato del Sur, ambas partieron fuertemente escoltadas por las fragatas de
la Marina Peninsular, para preservarlas de los posibles ataques de los corsarios a sueldo del
Rey de las Islas del Mar Septentrional, gracias a Dios los retratos despachados por el
monarca arribaron a buen puerto sanos y salvos, aunque el destinado al Virreinato del Sur
hizo una travesía terrestre recorriendo las ciudades fundadas por los peninsulares a lo largo
de la costa norte de virreinato antes de llegar a Los Reyes, sede del gobierno peninsular.
Tiempo después la buena nueva arribó hacia la Corte desde los puertos del sur de la
Península, justo cuando el robo del Planeta de Cristal se había consumado empañando la
alegría del rey pues era su deseo emplear ese curioso adminiculo para estar presente de
algún modo en la ceremonia antes dicha, pero la eficiencia de los Guardias Reales había
logrado devolver ese artefacto cuasi mágico al lugar que le correspondía, casi a tiempo para
desarrollar la experiencia que el rey tenía ganas de llevar a cabo.

Un cansado gentilhombre de cámara, con la librea de rigor desarreglada debido al esfuerzo


desplegado en el transporte de una cosa tan pesada apareció de repente en el Salón,
mientras el Rey le estaba echando un vistazo a un cuadro que representaba una batalla
naval entre una flota de galeras peninsulares y pontificias enfrentadas contra una numerosa
escuadra al servicio del Gran Sultán del Oriente Próximo, como era de esperar el resultado
de la batalla había favorecido los esfuerzos bélicos de los peninsulares.

—Su Alteza, vengo a anunciarle que el Planeta ya se encuentra instalado donde vuestra
majestad dispuso.

2. Traslado.

El anuncio sacó al rey del estado de abstracción en el que había caído como fruto de la
contemplación de aquel cuadro bélico, realmente su abuelo había sido tan interesado en el
campo de la guerra como lo era el mismo en ámbito del amor, total apenas tenía veintidós
años y tenía el tiempo del mundo para dedicarlo a las delicias que brinda el himeneo, por tal
motivo su majestad siguió al gentilhombre de cámara rumbo a una puerta secreta
perfectamente disimulada sobre de las paredes del espléndido salón donde ambos se
encontraban, y como mandaba el protocolo el subordinado se plantó frente a ella y accionó
el mecanismo que permitió su apertura y vio como el rey se sumergía en la fría penumbra
que dominaba a lo largo de aquel pasadizo oculto que discurría secretamente a través de las
paredes del Alcázar desde el cual se gobierna medio mundo, de ese modo consigue evadir
encuentros indeseables con cualquiera de los numerosos cortesanos que pululan en el
palacio pues era factible que alguno de ellos quisiera interrumpirlo con cuestiones
particulares completamente ajenas al interés que lo ahora lo movía, que no era otro más que
probar la eficacia del artefacto recién recuperado, justo cuando las últimas luces del día
convergían sobre el suelo de la Península, porque su cosmógrafo había calculado que
aquella era la hora apropiada para hacerlo pues coincidiría con la hora cuando las
autoridades peninsulares y el cabildo de Los Reyes estarían proclamando la aceptación de
su soberanía sobre aquella comarca austral del Nuevo Mundo.

Al rey le pareció haber llegado a un callejón sin salida, pero no se desesperó más bien le
dio gusto que eso sucediera porque anunciaba que su tránsito secreto estaba a punto de
acabar, solo tenía que manipular el mecanismo que abriría la puerta permitiéndole salir de
aquella galería oculta (que al rey le parecía la sucursal de una chirona) que atravesaba las
entrañas del Alcázar por aquí y por allá cual las venas de un cuerpo viviente, en ese instante
sus manos palparon las paredes en los lugares adecuados alrededor del marco provocando
que la puerta se abriera de par en par, entonces sus ojos se toparon con la imagen de aquella
pesada esfera ya dispuesta sobre el suelo de la Torre; el objeto se hallaba completamente
rodeado por una serie de círculos concéntricos perfectamente entrelazados y móviles, de
cuya correcta conjunción podía conseguirse la coordenada de un lugar habido en la
superficie de la esfera. Afuera el sol estaba culminando su periplo sobre la bóveda celeste, y
ahora parece descender como una moneda enorme y dorada que lentamente se va
hundiendo dentro del aquel horizonte sombrío que durante el día hacía las veces del bosque
donde su majestad gustaba ejercitarse en las artes cinegéticas.

El rey se encontraba ansioso, y su mirada zarpo en la búsqueda del continente austral del
Nuevo Mundo, tenía buenas nociones de geografía y su aspecto vagamente triangular le
hizo dar con él rápidamente; era obvio que la pletórica cantidad de armillas que
circundaban aquel esferoide le habrían impedido acercarse demasiado al mismo, pero su
ojo no tenía esos problemas de aproximación, es más la suave fosforescencia que emanaba
del objeto permitía al observador atento captar los matices de la vida que bullían allá en Los
Reyes, su ojo era capaz de percibir, a grandes rasgos, el movimiento y la actividad
imperante ahí abajo como si estuviera volando sobre ella, pero necesitaba más precisión y
para eso debía valerse de las armillas que envolvían aquella esfera, de ese modo podría
desdoblarse y hallarse en Los Reyes al momento de ser reconocido como soberano ahí, en
la capital del virreinato meridional, aunque no le disgustaba confesar que este no era el
único interés que le movía para atreverse a hacer algo tan inusitado.

Y sus manos se asieron a las armillas para componer las coordenadas geográficas de la
Ciudad de los Reyes, hacer esto era lo más fácil de todo, el simple preludio de lo que
vendría luego cuando le pareció que millones de luces se encendieron por todas partes
deslumbrando sus ojos como si una estrella más potente que el sol hubiera irrumpido
súbitamente desde el horizonte. La agresión de aquella luz podía considerarse lesiva pero el
rey sabía que era necesaria para que sus sentidos principiaran a apartarse de la captación de
su entorno inmediato, solo así podría salir del cuerpo que ocupaba para trasladarse allende
de los mares, no sabía bien cuando esto llegara a suceder, pero sospecho que cualquier
síntoma extraño, tal vez un mareo, sería el inicio del traslado; por fortuna había previsto
semejante ocurrencia, y un lecho suave y mullido se hallaba dispuesto para soportar su
cuerpo cuando se produjera el inminente desmayo,

Finalmente el cuerpo del rey se tambaleó y cayó sobre el lecho ya preparado, como si la
muerte lo hubiera fulminado inesperadamente.

Y le pareció que el suelo se volvía líquido, una vasta sábana y azul iluminada a medias que
parecía extenderse hacia los límites de aquel horizonte; ahora era un pájaro volando en
medio de aquella inmensa oscuridad que atravesaba fácilmente como si el mismo fuera el
viento que soplaba sobre los océanos.
3. Leonor siente la presencia del Rey.

La Plaza Mayor de Los Reyes tenía un aire festivo, pues literalmente toda la clase dirigente
de la urbe se hallaba sentada en las tribunas construidas en torno al Estrado Central situado
justo en medio de la Plaza, allí se hallaba el Virrey, los Alcaldes de la ciudad, el cuerpo
vitalicio de regidores y todos los títulos nobiliarios, pero no estaban solos; sus esposas e
hijas también estaban con ellos, y todos contemplaban atentamente como el retrato del
monarca era transportado por cuatro hombres fornidos, los cuales estaban aunando sus
fuerzas para colocar al rey bajo un bonito dosel que protegía su trono del inclemente sol del
verano; cuando aquellos hombres terminaron de acomodarlo sobre el trono, los
circunstantes pudieron ver la gruesa cadena de oro que pendía del retrato como signo de la
fidelidad que Los Reyes le estaban jurando a su real persona, sin embargo ese no era el
detalle que resultaba más impresionante para las féminas ahí presentes, no ellas estaban
impresionadas por la esbeltez del cuerpo del rey, por lo bien que le quedaba la ropa llevaba
puesto, y sobre todo, por la delicadeza de sus facciones. Ciertamente el rey era joven y
parecía un verdadero ángel por la rubicundez de su rostro, y la dulce profundidad de sus
ojos azules, el artista que había pintado esa imagen del Rey era un verdadero genio en su
oficio, porque había logrado una obra de tal calidad que daba la impresión de que en
cualquier momento el rey saltaría de aquella prisión bidimensional para hacer acto de
presencia ante sus súbditos ahí congregados.

Y aunque pudiera parecer inaudito, Leonor de la Reinada y Cervera, la joven hija del
alcalde de primer voto de la ciudad de Los Reyes, aguardaba sinceramente que esto
sucediera. Tenía impresión desde ayer, cuando el retrato del Rey pasó la noche en su
domicilio, justo en la víspera de la ceremonia de entronización que ahora se estaba llevando
a cabo a ojos de toda la nobleza habida en los predios de aquella urbe austral.

Leonor podía jurar que la mirada del Rey estaba viva, la había sentido en sí misma, como
una fuerza capaz de atravesar la tela de su vestido, la noche de ayer cuando junto con su
padres, don Leandro y doña Juana contemplaban la factura de aquel retrato hecho y enviado
desde la lejana Península; y ellos, igual que los circunstantes de la ceremonia, alababan el
buen hacer del pintor de cámara del monarca por haber logrado crear un simulacro tan
perfecto de aquel semblante juvenil.

La ceremonia proseguía, y el alférez real, don Diego de Carbajal, ingresó montado a la


Plaza Mayor al mando de cien hombres de infantería premunidos de arcabuces, los cuales
una vez instalados frente al regio estrado, se formaron en cuadros y apuntaron al cielo
disparando sus armas al unísono a modo de homenaje, provocando la algarabía de todo el
pueblo llano congregado en " los techos, balcones y ventanas de los edificios y calles
alrededor de la Plaza Mayor" a decir del cronista oficial del suceso. A continuación un
noble indígena, vestido con la indumentaria propia de un Inca en funciones, se acercaba al
retrato del rey peninsular para ofrecerle la mascaypacha, que era una especie de corona de
bronce que simbolizaba el poder temporal del Inca sobre los hombres y las cosas de esta
tierra austral antes del arribo de los peninsulares.
Después de haber recibido el homenaje del virrey y todos sus allegados, se consideró
pertinente dejar que el pueblo llano de Los Reyes ingresase a la Plaza para admirar la
imagen del rey recién elevado al Trono de la Península y del Nuevo Mundo. De ese modo
se les invitó, mediante pregón, a aproximarse. Todos coincidieron en admirar la lozana
gallardía de su rostro, todavía imberbe, y también advirtieron la "mirada viva" que poseía
aquel retrato de cuerpo entero. Realmente parecía que los ojos del monarca pertenecían a
los de una persona de carne y hueso, y no a un simple simulacro pintado para representarle
ante sus súbditos lejanos, es más las mujeres del grupo indicaron que daba la impresión de
que los ojos del rey se movían de un lado hacia otro.

Cuando llegó la noche, el virrey dispuso que el retrato de su majestad católica fuese
retirado del trono donde había sido colocado, para "pasar la noche" en la casa de don
Leandro de la Reinada, alcalde de primer voto de la Ciudad de los Reyes; sin saber muy
bien porque Leonor, la hija del alcalde, reaccionó con una mezcla de emoción y de miedo
ante la inminencia de aquella "visita", pero lo disimulo tan bien que sus padres
interpretaron su conducta como un síntoma derivado de esa natural efervescencia que se
estaba viviendo en toda la ciudad a causa de la presencia del retrato del nuevo rey en la
ciudad, pues de algún modo aquella imagen había llegado a Los Reyes para tener un papel
muy activo en todas las ceremonias oficiales que celebrasen los representantes de la
monarquía en estos reinos australes.

Leonor espero que todos se fuesen a dormir, sentía necesidad de estar a solas con el retrato
de aquel apuesto joven de labios gruesos y colorados, de cabellos rubios como los de un
querubín, y de mirada franca y abierta como la que correspondía a un hombre tan joven,
pues apenas tenía más de veinte años cumplidos. Leonor abandonó su aposento, descalza y
premunida de un pequeño candelabro que le permitió guiarse en medio de la oscuridad que
lo envolvía todo, sentía que le faltaba algo, y había decidido que ese algo era precisamente
la presencia de aquel rey distante, pero hermoso, dueño de una mirada viva y de un corazón
noble y dispuesto para el amor porque ella se sentía muy sola y abandonada en medio de la
inflexible etiqueta que regía los destinos de su casa, en una palabra no estaba contenta con
su condición y deseaba un cambio en su destino; y solo el todopoderoso Rey de la
Península sería capaz de brindarle lo que quería.

Las tenues luces del candelabro entresacaron de la penumbra la anhelada cara del rey, y
Leonor se contuvo para no gritar pues lo que estaba frente a ella no era precisamente el
rostro del monarca plasmado sobre el lienzo, sino un trasunto fantasmal de aquella cara que
todos habían admirado, durante la ceremonia celebrada horas antes, aunque paulatinamente
aquel semblante, un tanto borroso, se estaba transfigurando una versión más amable y real
de la efigie enviada desde tan lejos.

Presa del asombro, la mano de Leonor vaciló y el candelabro que sostenía estuvo a punto
de precipitarse hacia el suelo, pero una mano firme y segura surgió de la oscuridad y asió
raudamente la base del mismo evitando el riesgo de incendio que se habría declarado en
caso de que alguna de las velas se hubieran desprendido de cualquiera de sus soportes.
A continuación lo colocó sobre una pequeña mesa cercana, de tal modo que la luz de las
velas les permitiese verse lo suficiente como para darse cuenta donde estaban.

—No debéis tener miedo de mí, buena moza. Yo el rey, vuestro señor os lo dice. Sois una
súbdita de muy buen ver, tan joven y bella como las actrices que suelo ver en los corrales
de la Corte que frecuento para recrearme cuando los asuntos del gobierno me aburren.

— ¿ Realmente sois el rey?—le preguntó Leonor—Tal vez no seáis más que un intruso
disfrazado como Su Católica Majestad, un miserable caco que solo pretende desvalijar la
casa de don Leandro, mi padre.

— Vuestra suspicacia da fe de vuestro valor; no soy un vulgar caco, realmente soy el rey, os
ruego que no preguntéis la causa de mi arribo, sencillamente estoy aquí porque deseaba
estarlo. Presiento que vos los deseabais tanto como yo. ¿ acaso no es así?

El asombro de Leonor alcanzó su cota más alta, el rey no solo era bello, sino que también
estaba dotado con un grado superlativo de inteligencia pues era capaz de leer dentro de su
alma, el solo surgimiento de esa circunstancia había destruido como por ensalmo esa
barrera natural que cualquier mujer erige cuando conoce a alguien.

—Habéis acertado, os deseo. Vuestra mirada azul pintada en el retrato principio a


conquistarme y ahora que os conozco un poco más me siento inclinada a compartir mi
cuerpo con vos.

El rostro del rey se aproximó a la cara de Leonor, y ella pudo sentir su ansiedad y su deseo
a través de su respiración entrecortada.

—¿ Queréis que os bese, bella criolla?—musitó el monarca casi a quemarropa de la cara de


Leonor, y aunque ella demoró en contestar al rey no le cabía duda que la dilación era fruto
de un deseo de prolongar un poco el cortejo más que el producto de alguna duda habida en
la mente de la fémina asediada.

—Claro que podéis, y también tenéis licencia para todo lo demás —exclamó Leonor
cuando sintió que prolongar la espera dejaba de ser placentero para devenir en mortificante.

Y el rey se abatió sobre ella, la envolvió con sus abrazos, con sus caricias, con sus besos, y
empezó a despojarla de sus ligeras vestiduras para amarla con placer y fruición tal como se
le quita la cáscara a una fruta exótica y deliciosa antes de comerla. Luego permitió que ella
hiciera lo mismo con él, como delicioso preludio de lo iba a suceder.

Los amantes cayeron al suelo, y allí sobre el duro suelo la erecta virilidad del monarca
empezó a poseerla, en medio del silencio y la penumbra que parecían asistir a la
consumación de aquella intuida pasión, Leonor sentía las acometidos regias en su bajo
vientre y al unísono sus gemidos de Leonor se hicieron cada vez más fuertes, sin que el rey
pudiese hacer nada para callarla pues se hallaba preso del mismo deseo, y su cuerpo
cabalgante iba embalado rumbo a la culminación, y el rey sintió que le era imperiosa la
necesidad de retirarse, lo mejor sería irse y dejarla expuesta a las especulaciones del tropel
de gentes que seguramente irrumpirían en el salón , quizá para algunos Leonor podría ser
candidata para el exorcismo o pasto para la hoguera; el caso era que no convenía ser
descubierto haciendo cosas reservadas al ámbito de la intimidad.

Don Leandro, doña Juana y los esclavos del servicio doméstico irrumpieron en el salón
portando velas y antorchas en mano, y hallaron el cuerpo desnudo y gimiente de Leonor
sobre el suelo con los brazos en el aire como abrazando a un cuerpo invisible que para ella
continuaba ahí, pues sus dedos tenían memoria y todavía sentían su presencia palpando su
cuerpo ansioso de amar.

Para todos, Leonor estaba loca, y su cuerpo poseído por algún demonio, por el contrario
para ella era consciente de que no era así, que más bien se había hecho amante de una
especie de hombre superior a todos, un ángel del amor y del placer encarnado en la efigie
del Rey de la Península y del Nuevo Mundo.

FIN

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