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En esta discusión se enfrentan dos visiones, dos apuestas, que si bien podrían
coincidir en cuanto a que el objetivo a largo plazo en ambas es asegurar un futuro
mejor para el país, difieren radicalmente en cómo alcanzarlo y, en consecuencia, en
los resultados que se vayan dando a lo largo de dicho proceso.
Esta situación explica las prácticas y actitudes que tanto el Estado como los
sectores dominantes asumen hacia los sectores campesinos y populares, que se
traducen en el señalamiento y estigmatización de cualquier reivindicación social y
económica como “desestabilizadora” del orden establecido. A lo que también se
añade que dichos sectores no son considerados como sujetos activos, con
capacidad de gestión y de propuesta, sino como “manipulables” por intereses ajenos
y enemigos de la nación.
Para comprender esta problemática no basta con inventariar los “activos” con los
que contamos para enfrentar los retos de la competitividad que impone la marea
neoliberal globalizadora, ni el “pasivo” que nos impide transitar hacia tal modernidad
llegada desde fuera. Debemos esforzarnos por ver más allá de la coyuntura, tratar
de entender cuál es la naturaleza profunda de los obstáculos que internamente nos
impiden vincularnos a una modernidad que sea amplia, transformadora pero, sobre
todo, incluyente, y no sólo desde los parámetros de la que se nos impone desde
fuera y desde esos poderosos intereses sectoriales.
Ver más allá de la coyuntura no significa únicamente ver hacia delante, hacia el
futuro. Si bien es cierto que el eje aglutinador en torno al cual se articulan las
propuestas y visiones que tanto los campesinos como los sectores dominantes
plantean es el futuro del país, dicho futuro no se construye exclusivamente desde el
presente en el que nos encontramos. De la misma manera que nuestro presente fue
el futuro que las generaciones precedentes construyeron, nosotros estamos
construyendo el futuro de las nuevas generaciones. Y si los resultados de las
visiones y previsiones de nuestros antepasados – el presente que vivimos –
muestran que tal construcción se hizo de manera desequilibrada, tenemos la
enorme responsabilidad de no imponer lo mismo a quienes vendrán detrás de
nosotros.
Y para desatar esos “nudos gordianos” que ahora nos tienen atrapados – ese futuro
construido en el pasado – es importante conocer cómo fueron articulados, cómo se
afianzaron y cómo se continúan reproduciendo. Es decir, debemos acercarnos al
conocimiento de los procesos históricos que los conformaron, sobre todo porque se
insiste en ver hacia delante, hacia el futuro, pero a condición de ignorar el pasado.
Pero, caminar hacia delante sin conocer el trecho ya recorrido es como lanzarse a
una aventura, sin una ruta previamente establecida. Nuestras expectativas de futuro
deben construirse a partir de nuestras experiencias sociales previas. Sólo de esa
manera se puede corregir el rumbo y garantizar diferentes y mejores resultados.
El primero de estos cambios fue el del nuevo ordenamiento jurídico bajo el que se
relacionarían los habitantes de estos territorios entre sí. Uno de sus ejes centrales
fue el de la ciudadanía, como forma exclusiva de relación entre la población y las
nuevas instituciones políticas y, de manera general, con el nuevo Estado. Y el otro,
el de la primacía que se le atribuyó a la propiedad privada de la tierra.
60Fue en ese contexto político que se promulgaron una serie de leyes para
estimular el desarrollo de la propiedad privada pero que, en el fondo, más bien se
orientaban a restringir la existencia de las de carácter comunitario, lo que queda
claro al examinar el conjunto de disposiciones legales emitidas entre 1824 y 1836.
62Si bien es cierto que durante estos primeros años de vida independiente el Estado
continuó reconociendo los derechos de los pueblos sobre sus tierras, éstos se
fueron reduciendo paulatinamente. Se respetó la existencia de los ejidos pero cada
vez menos las tierras comunales y, menos aún, las de las cofradías. Estas
disposiciones principiaron a generar conflictos y tensiones al interior de los pueblos.
Sobre todo, porque – y en base a una aplicación arbitraria de las leyes entonces
emitidas sobre titulación de tierras baldías – se partía del principio de que todas las
tierras no cultivadas podían ser denunciadas y apropiadas a título individual,
privado. Además, la mayor parte de las antiguas autoridades indígenas de los
pueblos fueron sustituidas por unas nuevas, de carácter republicano; proceso en el
que fue determinante la aplicación del ya mencionado principio de la ciudadanía. En
los primeros años de la década de 1830 dicha presión continuó agravándose, al
extremo que en 1836 se autorizó y ordenó a las autoridades pueblerinas alquilar o
vender los ejidos; y también se estableció que en adelante ya no se concederían
tierras bajo esta modalidad a ningún pueblo.
Sin embargo, y a pesar del carácter compulsivo de estos cambios, la propiedad
privada no se generalizó como se esperaba. Las dificultades económicas de los
interesados potenciales, al igual que las incertidumbres de la época – tanto políticas
como económicas – fueron un importante freno. Para paliar estas contrariedades,
las autoridades estatales pusieron en funcionamiento un mecanismo alterno que si
bien no garantizaba el acceso a la propiedad plena de la tierra, si permitía su
usufructo permanente: el censo enfitéutico. Mediante éste los interesados podían
denunciar tierras, debiendo comprometerse a pagar un interés anual – que osciló
entre un 5% y 8% – sobre el valor nominal de la tierra que se quería utilizar. En este
contexto, muchos pueblos optaron por ceder parte de sus ejidos y tierras comunes
bajo esta modalidad, lo que les garantizaba un ingreso anual.
Por otro lado, también se puso en vigencia otra modalidad de control de la fuerza
de trabajo campesina que consistió en permitir a los propietarios de tierras dar
anticipos – en moneda o en productos – a los trabajadores. Éstos adquirían la
obligación de pagarlos con trabajo en las próximas temporadas de labranza. La
precariedad en la que vivían muchos campesinos les obligaba a aceptar tales
anticipos, lo que les significaba enajenar su tiempo de trabajo futuro, en el que,
además, ya no recibirían ningún pago. Y si lo obtenían era con el compromiso de
pagarlo en la siguiente temporada de trabajo.
Durante los primeros veinte años de vida independiente los liberales promovieron
cambios profundos con el propósito de transformar la matriz económica colonial,
asentada sobre la dualidad estructural constituida en torno a la propiedad
comunitaria – propiedad privada de la tierra. Y de forma paralela, a partir de los
cambios políticos implícitos en la aplicación del principio de la ciudadanía. Como ya
se planteó, se buscó universalizar, con carácter amplio, la propiedad privada y, de
manera diferenciada, el principio de la ciudadanía. Y, cada vez más mitigadamente,
se continuó permitiendo la propiedad ejidal.