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Contenido de la Antología
Paso UNO:
Observe las lágrimas que le caen sobre los dedos. Piense en diamantes.
Visualice a Elizabeth Taylor. Desee tener ojos azules y maridos
consecutivos. Error. Retroceda. Usted no necesita más hombres en la vida.
Quiere estrellarse con el auto de Penélope Glamour. Busque una hoja de
papel y un lápiz. Escriba la palabra “Lista” y enumere las cosas que debe
comprar para morir con el estilo y la dignidad de un personaje animado.
LISTA:
5. Auto marca ACME con labios y ojos prominentes haciendo las veces
de un capó.
Paso DOS:
Llámelo. Corte.
LISTA FELIZ:
Corte.
Te amo con locura. Te amo más que a mi vida, más que al universo entero.
La vida sin vos no tiene sentido. Te amo más que a Racing.
Paso TRES:
b- Tírelas al piso.
h- Rompa las fotos y colóquelas debajo del enano del jardín que tiene
en el balcón. Mire la cara del enano y sorpréndase del parecido
inquietante con su pez. Cambie de idea. Meta las fotos en el microondas y
marque el tiempo máximo con la temperatura más alta. Ubique a Enrique
(el enano) dentro de la pecera. Despreocúpese por el destino tanto de
Enrique, como el de Pepito, como el del microondas.
Paso CUATRO:
Paso CINCO:
Vaya al placard y abra todas las cajas con zapatos. Sienta una energía
exultante cuando encuentre una bolsa con ropa que él nunca pasó a
buscar. Tírela en el lavarropas y agréguele lavandina. Córtele la cabeza al
tigre y métala en el horno. Póngalo al máximo. Siga buscando entre los
zapatos y encuentre el arma que él le regaló. Examínela con detenimiento.
Compruebe que tenga balas. Recuerde que alguna vez la escuchó decir a
Mirtha Legrand que las mujeres no se pegan tiros. “Las mujeres, decía
Mirtha en uno de sus almuerzos, se envenenan o toman pastillas porque
es menos sangriento y porque antes de morir tienen en cuenta a los que
quedan vivos y tienen que limpiar”. Descarte el pensamiento anterior por
retrógrado, pero admírese de la cultura general de la Señora Mirtha.
Deléitese por el factor incuestionable de que él es el único contacto al cual
van a llamar. Después del daño irreparable que le causó, él no merece la
tranquilidad que brinda una muerte plácida, limpia.
Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el
baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de
nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te
dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías
de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como
Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a
cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la
barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra
cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que un día éramos
amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me llevaste a
misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta
adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta
puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que
me lastimé la mano.
Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las
tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas,
demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus
gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que en el fondo
a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo dije, dije que
esas cosas no significan nada, que son cuestiones de educación, de andar
siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían, y uno también,
César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho que es y pasa el tiempo
y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
–Sabes, te admiro.
No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los chicos, y decías las
cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no
valíamos ni la mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel
tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y uno también acepta –uno
también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche
cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un
dato.
–Me pasaron un dato –dijo–, por las Quintas hay una gorda que cobra
cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.
Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que
vengas.
Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado. Vos te diste
cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo.
Alta entre los árboles.
–Callate y entra.
–¡Lo sabías!
–Entra, te digo.
–Pasa vos.
–Disparó.
Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló
en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque
de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Agarró pa aya –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y
el chico sonreía. Y el chico también dijo pa aya.
–Lo sabías.
–Volvé.
–Volvé, animal.
Y después lo grité.
Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno
lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las
que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero, de golpe, un día
necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escúchame.
(Bernardo Kordon)
Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque
la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en
las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos
acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue
diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso
mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver
si aprendía de una vez.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una
burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que
ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no
tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos
criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba
enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos
que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella.
Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena,
porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora
solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir
en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o
un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle
nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la
ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí
un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con
un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en
brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me
moviera de allí.
Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino
que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro
con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró
cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:
(Federico Falco)
Pero un día Silvina llegó a clase con la cabeza rapada a cero. Una pelusa
dura, de no más de medio centímetro de alto, se paraba sobre su cuero
cabelludo. Ella entró a la escuela descubierta y se calzó un sombrero
cuando estuvo segura de que ya todos la habíamos visto y de que el
comentario ya había recorrido los dos patios, el de varones y el de nenas, y
los pasillos y las aulas e, incluso, la cocina donde las maestras y las
porteras tomaban café o fumaban en los recreos. Sólo entonces, Silvina se
cubrió con un sombrero de hilo blanco y ala ancha, tejido al crochet. A un
costado, el sombrero tenía una flor de color celeste, también tejida.
A partir de ese día, comencé a soñar, por las noches, que esa cabeza
iridiscente y brusca me recorría la piel y me fregaba insistente, como un
cepillo friega la mancha en la ropa sucia. Oleadas de vibraciones me
recorrían y el cuerpo se me llenaba de calores. Soñaba que un montón de
cabellos rubios y desordenados se colaban por entre mis sábanas, que me
atrapaban y me aturdían. Yo mordía con mis dientes ese pelo, soportando
el éxtasis y silenciándome. Lo mascaba como se masca el pelo, con picazón
y con enredo.
Llegar hasta la Capilla donde Silvina había acarreado sus ruegos no era
cosa fácil, por lo que organicé la excursión con sumo detalle. Iba a tener
que recorrer quince kilómetros de camino de tierra, cruzar un arroyo en el
que no había puente y guiarme por mí mismo en una maraña de potreros
y alambrados semi derruídos. El único modo de locomoción con que
contaba era una bicicleta vieja, heredada de un primo y que tenía
pinchada las dos ruedas. La tuve que llevar al bicicletero y pagar la
compostura.
Bajé y rodeé la Capilla sin encontrar otra puerta más que la del atrio. Dos
de las paredes tenían ventanas, pero cerradas a cal y canto, o clausuradas
hacía ya años. Estaba a punto de robar una cruz del cementerio para forzar
con ella la puerta de la Capilla, cuando, por el camino, apareció una vieja
secándose las manos con el delantal.
Alguien había hecho un nudo con cordel en medio del manojo de pelo
dorado. El nudo formaba la raya en el peinado de la Virgen. Cada mitad del
pelo caía hacia uno de los costados, como un manto suave, que
enmarcaba la cara de arcilla y se extendía sobre el vestido de tafetán
celeste. Una tachuela escondida aseguraba el cabello a la cabeza de la
Virgen. Acaricié dulcemente ese pelo brillante. Lo acaricié de nuevo. Sentí
que iba a morir de placer. El cabello que por las noches me rodeaba,
atrapándome y haciéndome gemir en sueños, ahora estaba en mis manos,
para siempre.
Habrá sido una rata, pensé y, rápido, de mi bolsillo, saqué la tijera. Corté el
cabello al ras, junto al nudo y la tachuela y la Virgen quedó pelada. Volví a
acomodar la mantilla sobre su cabeza. La dejé caída un poco hacia delante,
para que nadie notara la falta. Después, apoyé la corona diminuta tal como
la había encontrado antes de mi llegada.
El lunes siguiente Silvina faltó a clases. Su banco, delante del mío, estaba
sin ocupar cuando la señorita entró al aula, con cara apesadumbrada.
Más manos se levantaron. Todos, menos yo, tenían preguntas para hacer.
La maestra respondió algunas y otras no. Al final, nos pusimos de pie, nos
tomamos de las manos y rezamos un Padre Nuestro.
- Padre Nuestro que estás en los cielos –susurramos los veinte a coro. –
Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad
así en la Tierra como en el Cielo.
(Mariana Enriquez)
La puse sobre la mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo
ignoro todo sobre anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por
qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz
pegada a la calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es
verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe fácil,
como si fuera un hueso débil. La examiné un poco más y encontré que
tenía un nombre escrito. “Lali, 1975”. Cuántas opciones. Podía ser su
nombre, Lali, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Lali parida en
1975. O el número quizá no era una fecha y tuviese que ver con alguna
clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la
noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.
Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón.
Es un hombre muy desatento.
-Estás loca.
***
Mi novio dice que está asustado y otras pavadas. Duerme en el living pero
no es un sacrificio porque el futón que compré con mi dinero -a él le pagan
poco- es de excelente calidad. De qué estás asustado, le pregunto. Él
balbucea tonterías sobre que me la paso encerrada con Vera y que me
escucha hablándole.
Le pido que se vaya, que junte sus cosas y deje el departamento, que me
deje. Pone cara de profundo dolor, no le creo, y casi lo empujo a la
habitación para que haga sus valijas. Grita de vuelta pero esta vez grita de
miedo. Es que vio a Verita, que tiene su peluca rubia carísima, de pelo
natural, pelo fino y amarillo, seguramente cortado en un pueblo ex
soviético de Ucrania o de la estepa (¿son rubias las siberianas?), las trenzas
de alguna chica que todavía no encontró quien la saque de su pueblo
miserable. Me parece muy extraño que haya rubios pobres, por eso se la
compré. También le compré unos collares de cuentas de colores, muy
festivos. Y está rodeada de velas aromáticas, de esas que las mujeres que
no son como yo ponen en el baño o en la habitación para esperar a algún
hombre entre llamitas y pétalos de rosa.
***
Le compré a Vera unas luces de decoración, las que se usan para adornar
el árbol de Navidad. No podía seguir viéndola sin ojos, mejor dicho, con los
ojos muertos: así que decidí que dentro de las cuencas vacías brillaran las
lamparitas; como son de colores, se pueden rotar y Vera un día tendrá ojos
rojos, otro día verdes, otro azules. Cuando estaba contemplando el efecto
de Vera con pupilas desde la cama, escuché el ruido de llaves abriendo la
puerta de mi departamento. Mi madre, la única que tiene copia, porque a
mi ex obeso lo obligué a entregarme la suya. Me levanté para hacerla
pasar. Le preparé un té y me senté a tomarlo con ella. Estás más flaca, me
dijo. Es el estrés de la separación, le contesté. Nos quedamos calladas. Por
fin ella habló:
Me reí.
(Samanta Schweblin)
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y
nos los entrega –la conozco bien– con algo de tristeza. Dice:
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me
miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi
cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces
llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo
más flaco. Además, cada vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta
a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya no me quiera, ni
que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé que –como yo– no
tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había
tanto que hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz
suave y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio,
se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué
estoy comiendo, cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir
preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con
las manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No
puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía
me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo
en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta
días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un
asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los
hechos. Es que simplemente no me resigno.
–Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien –dice Weisman.
–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente:
tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y
al tiempo que corresponda.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más
aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión
de “respiración consciente”. La respiración consciente es parte
fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración
innovador, descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín,
sobre el césped, me centro en el contacto con “el vientre húmedo de la
tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los
tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras
varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso
al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección
de mis energías. Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo,
pero insiste en que el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir
trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad a
la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave,
que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies.
Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo,
lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco,
retomar la circulación en sentido contrario.
Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a
las listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio,
mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas
noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que,
secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y
decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por
ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guión.
Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la
verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y
nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al
emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es
como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas
condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el
ánimo. Hago mi última visita a Weisman.
–Se acerca el momento –dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el
frasco de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje
la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la
heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero
espesa, como un frasco de almíbar incoloro.
Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez
más fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero
trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo
mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel para que llame a
Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y
espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi
cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y
lastimemos a Teresita. Quizás ella sepa lo que está pasando, quizá todo
esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre hasta mí.
–Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… –le digo–, no quiero que...
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar
con Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el
cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma
de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a
vomitar. Me tapo la boca. El parece reaccionar, me deja sola y corre hacia
la cocina. No demora más que unos segundos: regresa con el vaso
desinfectado y el envase plástico que dice “Dr. Weisman”. Rompe la faja de
seguridad del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez
siento ganas de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una
arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a
dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte.
Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no
sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la
garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento
algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua,
es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una
sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro
a Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará,
pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me
acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.
Los juegos
(Liliana Heker)
Pero no pude llorar en los brazos de la mujer ni reírme con los hijos, ni
llenarme la boca con pan dorado porque vino mamá y me dijo: ¿Por qué
estás siempre sin hacer nada? Entonces yo saqué la muñeca de la caja y
me puse a darle la mamadera. Y mamá me dijo: ¿Viste cómo te podés
entretener si querés?
A la tarde me llevó a la casa de Silvia para que juegue con ella y no esté tan
sola. A Silvia le gusta jugar a las visitas: dice las cosas que dicen las mamás
cuando van de visita; las señoras grandes la miran, se ríen y dicen qué
pícara. A Silvia le gustaría ser grande para decir todas esas cosas en serio y
me dijo que yo era una tonta porque nunca me había pintado los labios y
que mi vestido era viejo y feo y que su papá le va a comprar una bicicleta
porque es más rico que el mío. Y a mí me subió una cosa grande y rara que
se me quedó en la garganta y empecé a llorar fuerte como cuando me
aprieto un dedo en la puerta. Entonces mamá me llevó a casa y me dijo
que yo era una llorona y que no sabía jugar como las demás nenas y que
tengo que contestarle a Silvia cuando me hace rabiar porque sino todos se
van a reír de mí. Y yo me puse a llorar más
(Beatriz Guido)
Me acerqué hasta rozar su mano. —La sal, la sal, por favor —repetí en voz
alta para que me reconociera.
No sé si dije que habíamos sido una familia: una hermosa familia. Fue
después de la muerte de mi madre —excesivas dosis, dijeron los médicos
— cuando Hernán vino a vivir con nosotros.
Después llegó él; sin saludar a los sirvientes que lo esperaban en fila, ni
siquiera a mi padre, me tomó de la mano:
—Llevame a tu cuarto: quiero ver a qué distancia está del mío. Tengo el
sueño liviano; podés llamarme a cualquier hora. No saldré nunca de
noche, tu padre tampoco. Y ahora: a los baúles, sólo vos y yo.
—No son disfraces, tontito; son kimonos, túnicas, si preferís llamarlas así.
Esta pertenecía... o mejor, la compré en un mercado malayo, a un
príncipe...
Entonces pude verlo; quizá no lo había visto nunca: era blanco y gordo,
muy gordo. Más alto que el resto de la gente, y su cabello blanco parecía
una peluca empolvada. El bastón, uno de tantos, de oro y marfil, lo hacía
más extraño aún. Traté de deslizarme de la fila sin ser visto.
Me acerque a Hernán:
Con gran alivio, vi que esta vez había venido a buscarme sólo el chofer.
Busqué a Julián Peña:
Esa noche no bajé al comedor. Sólo cuando oí sus pasos descender por las
escaleras y pasar frente a mi puerta entreabierta, me levanté de la cama,
pero no lo detuve.
—Es necesario que vuelvas: no podemos vivir sin vos; papá y yo nos
moriremos —dije sin titubear. Me tomó en sus brazos—. ¿Sabés una cosa?
Realmente sos una vieja gorda. Por eso pensé que eras mi madre: yo no la
tuve.
—Nadie viaja ya con baúles, sólo los diplomáticos. 0 los solterones como
yo. A propósito, ya estás en edad de leer revistas como éstas: te las regalo.
Only for men. Me las trajeron confundidas.
Al salir del Plaza abrí con disimulo la revista. Esa noche clavé en la pared
de mi cuarto la fotografía de una mujer desnuda, junto a una de Hernán,
mi padre y yo, en el zoológico.