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Antología de cuentos

Temáticas para abordar con Educación sexual integral (ESI)

Contenido de la Antología

“Rosa Bombón”, Agustina Bazterrica (estereotipos de género, relaciones


tóxicas)

“El marica”, Abelardo Castillo (homosexualidad, prejuicio y bullying)

“Los ojos de Celina”, de Bernardo Kordon (violencia de género)

“El pelo de la Virgen”, de Federico Falco (enamoramiento en la niñez, el


despertar sexual)

“Nada de carne sobre nosotras”, de Mariana Enriquez (relaciones tóxicas,


la obsesión y el cuerpo: estereotipos)

“Conservas”, de Samanta Schweblin (aborto; embarazo no deseado)

“Los juegos”, de Liliana Heker (niños y estereotipos de género)

“Una hermosa familia”, de Beatriz Guido (elección sexual, familias


homoparentales)
Rosa Bombón

(Agustina María Bazterrica)

Para Pili, mi hermana, y para mis amigas.

Después de ti ya no hay nada, ya no queda más nada, nada de nada.


Después de ti es el olvido, un recuerdo perdido, nada de nada.

¿Cómo voy a llenar este espacio vacío, después de ti?


¿Cómo vivir después de ti?

Alejandro Lerner. Después de ti.

Paso UNO:

Observe las lágrimas que le caen sobre los dedos. Piense en diamantes.
Visualice a Elizabeth Taylor. Desee tener ojos azules y maridos
consecutivos. Error. Retroceda. Usted no necesita más hombres en la vida.
Quiere estrellarse con el auto de Penélope Glamour. Busque una hoja de
papel y un lápiz. Escriba la palabra “Lista” y enumere las cosas que debe
comprar para morir con el estilo y la dignidad de un personaje animado.

LISTA:

1. Conjunto deportivo, pero elegante, diseñado para físico escultural.

Ignore el último detalle, el del físico escultural. Continúe, impávida.


2. Anteojos blancos con forma gótica.

Sorpréndase del uso de un léxico refinado, aún en estado crítico.

3. Sombrilla con moño.

4. Botas blancas a gogó.

5. Auto marca ACME con labios y ojos prominentes haciendo las veces
de un capó.

No profundice en el hecho perturbador de querer morir en un auto con


rostro humano.

Recuerde que en la cuenta del banco no tiene plata. Rompa la hoja de


papel y tire el lápiz dentro de la pecera. Vea cómo su pez la mira con ojos
deformes. Asuma que su pez es un engendro de la naturaleza y
desconozca el motivo por el cual lo compró alguna vez. Intente analizar
por qué le puso el nombre “Pepito” a un pez que la ignora de manera
permanente. Medite sobre el motivo puntual de llamarlo con apodos
cariñosos como “Pepino de colores”. Admita que un pez no es un vegetal y
que su pez tiene un único color: amarillo descolorido, amarillo
repugnante. Observe el castillo de plástico violeta en el cual aterrizó el
lápiz. Reflexione sobre cuál es el propósito fundamental de que un pez
tenga, como aparente vivienda, un castillo al cual supera en tamaño.
Descubra que no existe una respuesta para semejante interrogante.

Concéntrese en la palabra propósito. Considere objetivamente la siguiente


pregunta: ¿Cuál es el propósito del amor? Deprímase por no saber la
respuesta. Abra la bolsa de papas fritas Kellogg’s y mastique de forma
compulsiva. Experimente un vacío, producto de la falta de estructura y
certezas del universo amoroso. Tome el jarrón con dragones chinos de
colores brillantes y tírelo en el centro de la reproducción de Los Girasoles
de Van Gogh. Hastíese de la sonrisa de la Mona Lisa que la mira desde la
pared donde el vidrio de Los Girasoles se rompió a pedazos. Alégrese de
no ser la Mona Lisa. Piense que hay algo en esa cara que le resulta
vagamente animal. Filosofe: “¿Será por la asociación inconsciente con la
palabra “mona” o porque esa mujer me resulta francamente
desagradable?” Recuerde que él insistió en comprar esas reproducciones.
Tome un marcador rojo indeleble y píntele colmillos a la sonrisa de Mona
Lisa. Cite a Duchamp y píntele un bigote. Ría. Fuerte. No se cuestione
quién es Duchamp ni por qué alguna vez le dibujó un bigote a un icono
sagrado del arte. Usted no tiene tiempo de ahondar en misterios
estilísticos, no cuando está en plena crisis emocional. Deteste Los
Girasoles. Tome conciencia de la antipatía profunda que siempre
experimentó por esos cuadros. Complete la frase, agregando: “Cuadros
baratos”. Visualice el odio. Déjelo fluir. Tire a la Mona Lisa por la ventana.
Observe cómo ella y sus bigotes se desploman en una terraza
abandonada. A continuación arroje Los Girasoles y vea cómo vuelan, sin el
peso del vidrio, a través de los cables de la ciudad. Sienta un placer
secreto, pero no lo reconozca porque Usted está transitando por un estado
de desolación y furia. Perciba cómo un hombre la mira triste, apoyado
sobre un auto estacionado.

Asocie el auto con el factor clave de que él le había prometido enseñarle a


manejar, pero nunca lo hizo. Califíquelo como a un cobarde y susurre las
palabras: “Puto cobarde”. Sorpréndase de la osadía. Usted nunca insulta.
La proporción de la cobardía es muy superior a la intensidad del insulto,
por lo tanto, grite: “PUTO COBARDE”. Fragmente la palabra con silencios
significativos: “Pu to co bar de”. Rompa en un llanto silabeado: “Pu,
Pu, Puuuu, Pu, Ajjjj, To, To, Tooooo, Co, Co, Coooo, Barjjjjjj, Deeeeee”.

Examine los daños colaterales causados por el incremento de su locura


emocional. Considere que alcanzó sólo una parte del objetivo.

Paso DOS:

Busque la caja de los Kleenex. Tome conciencia de cómo las princesas de


Disney la miran desde el cartón de la caja. Anhele convertirse en Blanca
Nieves, luego en la Cenicienta, luego en la Bella Durmiente. Exija al destino
poder dormir de manera ininterrumpida dentro de una cama de cristal y
sugiera que el detalle de la belleza puede ser pasado por alto. Usted
quiere dormir y soñar que está con él para siempre, comiendo perdices.
Usted es vegetariana, pero no le preste atención a ese detalle. Olvídese de
su asco por la carne y coma las perdices porque esa es la garantía de
felicidad. Razone: “Mi deseo de estar con él por siempre jamás, ¿es una
utopía?”. Relacione la palabra utopía con la palabra revolución. Evoque la
remera del Che Guevara que él tenía puesta cuando la conoció. Piense en
Cuba y llore por las revoluciones que se concretaron y por las que nunca
fueron llevadas a cabo. Ensucie una docena de Kleenex y desparrámela por
el piso. Siéntese al lado del teléfono y mírelo de tal manera que le duelan
los ojos. Compruebe si funciona. Escuche el contestador y cuando una voz
le anuncie: “Usted no tiene mensajes nuevos”, reprima la necesidad
imperiosa de acuchillar a la persona o a la máquina que grabó ese mensaje
con tono impersonal, pero enfatizando levemente en la palabra “no”,
haciendo hincapié, de manera subversiva, en el hecho de que nadie nunca
la llama.

Mire con extrañeza el anotador que él le regaló cuando cumplieron un


mes. El anotador tiene una impresión en agua de Los Relojes Blandos de
Dalí. Admita que la metáfora del tiempo derritiéndose le parece una
banalidad repetida hasta el cansancio, pero permítase sentir un cierto
apego hacia la imagen porque fue un regalo hecho por él.

Llámelo. Corte.

Altérese cuando escuche el teléfono sonando. Controle la necesidad


justificada de querer saltar de alegría. Contenga la respiración, atienda
temblorosa y sienta un nudo marinero en el estómago. Diga: “Hhhhola”.
Advertencia: el tono que debe usar es de sufrimiento velado. Escuche
cómo una operadora le ofrece un plan para hablar de manera gratuita con
el ser querido. Note cómo el nudo marinero se transforma en un conjunto
de arañas venenosas que caminan por su garganta. Vocifere: “NO TENGO
SER QUERIDO”. Corte. Las arañas, ahora, son escorpiones.

Ejercicio: Memorice los momentos de felicidad a lo largo de su vida y


anótelos en un papel bajo el título de “Lista Feliz”.

Objetivo: Fortalecer la confianza interior.

LISTA FELIZ:

© El día que lo conocí.

© El día que me dio el primer beso.

© El día que cumplimos un mes.

© El día que me regaló una flor.


© El día que se mudó a mi casa.

© El día que me regaló una estrella.

© El día que me dijo que yo era su amor para siempre.

Conclusión del ejercicio: Coma caramelos Media Hora. Sienta náuseas y


ganas de escupirlos, pero no lo haga porque eran sus caramelos
preferidos. Reconozca que es una manera sincera y apasionada de
homenajearlo.

Llámelo una segunda vez. Cuando atienda el contestador, corte.


Desilusionada, llame con el celular a su teléfono para escuchar el mensaje
que grabaron juntos, cuando eran felices: “Hola, dejanos tu mensaje
después de la señal. Biiiiiiiiipppppp, jajjjjaaajjjaaaja.” Imagine cómo le
abren el pecho y le meten una bomba. Conmemore a Hiroshima. Sienta
culpa judeo-cristiana por los muertos que nunca conoció. Experimente
culpa edípica por el mal en el mundo, por las guerras en particular, por la
muerte en general. Lamente no poder arrancarse los ojos, no tener ese
valor, no saber cómo vivir una verdadera tragedia, no ser griega. Evoque la
película “Hiroshima mon amour”. Odie la palabra “amour”, odie el idioma
francés, grite: “ODIO PARIS, ODIO EL AMOR”. Recuerde que él quería
llevarla a la Torre Eiffel para proponerle casamiento. Profundice en el
concepto. Deduzca que no sólo era un proyecto irrealizable sino que era
una mentira imperdonable y que Usted se la creyó. Rompa el póster de la
Torre Eiffel pegado sobre el inodoro. Trate de entender la analogía secreta,
el significado oculto de pegar a la Torre Eiffel en ese lugar específico. Sepa
la respuesta, pero ignórela por ser violenta, por ser una obviedad, una
obviedad violenta.
Llámelo una tercera vez. Murmure: “Hola, soy yo”. Siéntase estúpida.
Imagine a Penélope Glamour declarando su amor a la Hormiga Atómica.
Recuerde que él le decía “Hormiguita”. Grite: “TE ODIO, INFELIZ”.

Corte.

Inmortalice el momento tirando el teléfono de plush lila sobre la pared con


la colección de figuras de cristal que él le regaló de manera consecutiva y
sucesiva a lo largo de los años. Observe cómo la jirafa transparente vuela
por los aires y cómo la pareja de amantes traslúcida sentados de la mano
en un banco de una plaza cae al piso. Acérquese, tome la figura y verifique
su estado. Intacta. Llore. Apriete la figura y tírela por la ventana.
Contemple cómo los cristales se rompen sobre el asfalto. Corrobore que el
hombre triste apoyado sobre el auto no la haya visto cometer un posible
atentado contra un transeúnte inocente y alégrese por la calle vacía. Coma
alfajores Havanna y suspire, pero experimente una cierta calma al notar
los destellos brillantes del cristal en el asfalto.

Vaya al cuarto. Revise el cajón de la ropa interior y, cuando la encuentre,


abra la carta que él le escribió cuando cumplieron tres años. Léala en voz
alta.

Hormiguita hermosa amor de mi vida:

Te amo con locura. Te amo más que a mi vida, más que al universo entero.
La vida sin vos no tiene sentido. Te amo más que a Racing.

Tu amor por siempre jamás.

Caiga en el piso sin fuerzas. Apriete la carta sobre el pecho y llore de


manera efusiva. Siéntase Grecia Colmenares en “María de nadie”, pero con
el déficit de un pelo que le llega sólo hasta los hombros.

Cuando recupere las energías, levante el teléfono. Conéctelo.


Verifique si, efectivamente, logró romperlo. Escuche el tono y sonría
aliviada.

Haga el balance de los destrozos y llegue a la conclusión de que no es


suficiente. La desgracia que la abruma tiene mucho más peso que un
cuadro barato volando entre cables. Corríjase y exclame: “Un cuadro de
mierda volando entre cables”. Abra la ventana y grite: “MIERDA”.

Paso TRES:

Ejercicio: Arme un collage.

Objetivo: Alcanzar el bienestar emocional.

a- Busque las fotos en las cuales aparece con él.

b- Tírelas al piso.

c- Ordénelas de acuerdo al grado de mayor o menor felicidad del


momento.

d- Siéntese sobre la alfombra de Lycra que imita a un tigre muerto en


una cacería inexistente. Recuerde que él le iba a enseñar a cazar, pero
cuando Usted le dijo que no le interesaba matar animales inocentes, él le
regaló un revólver y la alfombra.

e- Examine el collage que armó sobre las baldosas marrones y


experimente un dolor envenenado por las arañas y los escorpiones.
Laméntese y declare: “Este es el collage de mi único y último amor”.
Concédase el tiempo suficiente para repetir la frase una y otra vez hasta
que las palabras pierdan sentido.

f- Prenda un cigarrillo. Tosa. Usted no fuma, pero son los cigarrillos


Marlboro Light que él se olvidó después de armar la valija. Mientras le
quema con el cigarrillo los ojos a todas las fotos donde él es hermoso y la
abraza, susurre: “Me rompiste el corazón en mil pedazos”. Balancee el
cuerpo para atrás y para adelante y asuma que ingresó en un estado del
cual no hay retorno. Desee convertirse en una asesina serial, pero sepa
que Usted no tiene la lucidez necesaria para cometer un asesinato, o dos,
o tres, o veinte.

g- Recuéstese sobre la alfombra y fume pensativa.

h- Rompa las fotos y colóquelas debajo del enano del jardín que tiene
en el balcón. Mire la cara del enano y sorpréndase del parecido
inquietante con su pez. Cambie de idea. Meta las fotos en el microondas y
marque el tiempo máximo con la temperatura más alta. Ubique a Enrique
(el enano) dentro de la pecera. Despreocúpese por el destino tanto de
Enrique, como el de Pepito, como el del microondas.

Conclusión del ejercicio: Hágase cargo del momento presente, coma


bizcochitos de grasa Don Satur y mire el vacío.

Paso CUATRO:

Piense en Susana Giménez. Cuestiónese qué tiene que ver Susana


Giménez con todo lo que le ocurre. Sienta cómo su cordura se diluye en un
estampado de animal print. Advierta cómo las manchas de los jaguares, de
las cebras y de los dálmatas le ensombrecen la razón.
Note la presencia, sobre el televisor, del gato chino de la buena suerte que
él le compró cuando fueron a comer chau fan mixto al restaurante “Todos
Contentos” del barrio chino. Tenga la certeza de que ese gato es la causa
de todas sus desgracias porque, al día siguiente, él la dejó. Vaya a la
cocina, coloque agua en una olla, prenda el fuego al máximo e introduzca
al gato. Deje que hierva.

Corra al baño, mírese al espejo. Confirme que está pálida y ojerosa.


Reconozca que dejó de ser Grecia Colmenares para transformarse en la
Andrea del Boca de “Celeste”, no en la de “Perla negra”. Suspire con
convicción y afirme: “No estoy loca”. Acepte que es una mentira, busque el
esmalte rojo perlado y escriba sobre el vidrio: “Te amo, perro infeliz y
hermoso”.

Experimente una sensación de éxtasis, corra hacia el teléfono y llámelo


por cuarta vez. Escuché cómo una voz femenina atiende el teléfono. Corte
y dígase para sus adentros: “Marqué mal”. Llámelo por quinta vez y
cuando escuche la voz femenina, véase imposibilitada de hablar. Sea
testigo de cómo él, antes de atender, le dice a la voz femenina: “Dejá
amor, dame el teléfono hormiguita”.

Corte despacio y, mientras lo hace, tenga la absoluta certeza de cuál va a


ser el siguiente paso.

Paso CINCO:

Acérquese a la ventana y mida la distancia entre el asfalto y su cuerpo.


Intuya que existe una posibilidad de salir muy lastimada, pero viva. Ría. Sin
ganas. Mastique de forma automática galletitas Amor. Percátese de la
ironía brutal del destino y tire el paquete al tacho.

Vaya al placard y abra todas las cajas con zapatos. Sienta una energía
exultante cuando encuentre una bolsa con ropa que él nunca pasó a
buscar. Tírela en el lavarropas y agréguele lavandina. Córtele la cabeza al
tigre y métala en el horno. Póngalo al máximo. Siga buscando entre los
zapatos y encuentre el arma que él le regaló. Examínela con detenimiento.
Compruebe que tenga balas. Recuerde que alguna vez la escuchó decir a
Mirtha Legrand que las mujeres no se pegan tiros. “Las mujeres, decía
Mirtha en uno de sus almuerzos, se envenenan o toman pastillas porque
es menos sangriento y porque antes de morir tienen en cuenta a los que
quedan vivos y tienen que limpiar”. Descarte el pensamiento anterior por
retrógrado, pero admírese de la cultura general de la Señora Mirtha.
Deléitese por el factor incuestionable de que él es el único contacto al cual
van a llamar. Después del daño irreparable que le causó, él no merece la
tranquilidad que brinda una muerte plácida, limpia.

Camine despacio al living con la carta de amor en la mano. Busque clavos,


pero recuerde que él se los llevó. Busque la cinta Scotch, pero no la
encuentre. Abra el botiquín de primeros auxilios y recurra a las curitas.
Pegue la carta en la pared con dos curitas, una con la imagen de Hello
Kitty, la otra con la de Snoopy.

Siéntese en el medio del caos, en el medio del destrozo emocional,


material y concreto. Mire la carta y exclame: “Soy muy joven para morir”.
Asuma el hecho de que esa es una frase vacía. Tome el arma. Sonría con
cierta emoción. Coloque el arma en la sien derecha. Permita que fluya la
sensación de que está haciendo lo correcto. Diga: “Es lo correcto”.
Repítalo. Afirme: “Es lo correcto”.

Deténgase. Respire, y baje el arma. Contemple sus pensamientos. Deje la


mente en blanco y dedíquese a observarla. Reconózcase a Usted misma
como a la Mona Lisa, rodeada de jirafas de cristal, dentro de un campo de
girasoles intentando cazar tigres de Lycra para entregárselos a Enrique y al
gato chino de la suerte que viven en el castillo violeta donde relojes de
plástico se derriten con el fuego del amor que sienten él y la voz femenina
que la miran riendo desde lo alto de la Torre Eiffel mientras Pepito baila
con la pareja traslúcida que cae por una ventana justo en el medio de la
cabeza del hombre triste que le susurra a Penélope Glamour: “Te amo más
que a Racing”. Grite: “BASTA”, y apriete el gatillo. En el instante en el que la
bala le perfore el cráneo, visualice una calma rosa, rosa bombón.
El marica
(Abelardo Castillo)

Escúchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me


gustaría que leyeras esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva
mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que una noche siente que
debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí,
doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escúchame.

Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el
baño. En la Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de
nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro; pero yo decía que te
dejaran, que cada uno es como es. Cuando entraste a primer año venías
de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como
Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a
cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la
barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra
cualquier motivo para querer a la gente, sólo recuerdo que un día éramos
amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo hasta me llevaste a
misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta
adiós, los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta
puteándolo y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que
me lastimé la mano.

Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.


–Te lastimaste por mí, Abelardo.

Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las
tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas,
demasiado delgadas.

–Soltame –dije.

O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus
gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que en el fondo
a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo dije, dije que
esas cosas no significan nada, que son cuestiones de educación, de andar
siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían, y uno también,
César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho que es y pasa el tiempo
y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.

Yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente, como quieren los que


todavía están limpios. Eras un poco menor que nosotros y me gustaba
ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te explicaba las
cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil escuchar,
contarte todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una
especie de perplejidad, una mirada rara, la misma mirada, acaso, con la
que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:

–Sabes, te admiro.
No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los chicos, y decías las
cosas del mismo modo. Eso era.

–Es un marica.

–Qué va a ser un marica.

–Por algo lo cuidas tanto.

Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no
valíamos ni la mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel
tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y uno también acepta –uno
también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche
cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un
dato.

–Me pasaron un dato –dijo–, por las Quintas hay una gorda que cobra
cinco pesos, vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.

Y yo dije macanudo.

–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que
vengas.

–¿Con los muchachos?


–Sí, qué tiene.

Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado. Vos te diste
cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo.
Alta entre los árboles.

–Abelardo, vos lo sabías.

–Callate y entra.

–¡Lo sabías!

–Entra, te digo.

El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba como si nos


midiera. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete
por cinco, treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la
pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el
revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a olvidar de aquel
gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.

El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el estómago, no me animaba a


mirarte. Los demás hacían chistes brutales, anormalmente brutales, en voz
de secreto; todos estábamos asustados como locos. A Aníbal le temblaba
el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.

Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo, triunfador,


abrochándose la bragueta. Nos guiñó un ojo.

–Pasa vos.

–No, yo no. Yo después.

Entró el colorado; después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos.


Salían hombres. Sí, ésa era exactamente la impresión que yo tenía.

Entré yo. Cuando salí vos no estabas.

–Dónde está César.

–Disparó.

Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló
en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque
de pronto yo estaba fuera del rancho.

–Vos también te asustaste, pibe.

Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba


entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.

–Agarró pa aya –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y
el chico sonreía. Y el chico también dijo pa aya.

Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un


cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.

–Lo sabías.

–Volvé.

–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.

–Volvé, animal.

–Por Dios que no puedo.

–Volvé o te llevo a patadas en el culo.

La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los


árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a
mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la
mano. Pero había que golpear, lastimar; ensuciarte para olvidarse de
aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los
otros.

Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza.


No te defendiste.

Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:

–Maricón. Maricón de mierda.

Y después lo grité.

Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno
lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las
que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero, de golpe, un día
necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escúchame.

Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo


vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco
pude.
Los ojos de celina

(Bernardo Kordon)

En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de


agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal
quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero mi
madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza.” Estas fueron sus
palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no
recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a
cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció
bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó
en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo
que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre
fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.

Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque
la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en
las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos
acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue
diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso
mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver
si aprendía de una vez.

Para peor a Celina se le ocurrió que como ya estábamos casados,


podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le dije que por
nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la vieja
supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me dio
mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos
nosotros. Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo
ya no trabajaba como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba
mucho tiempo al lado de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en
cambio se le agrandaban los ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos
grandes. Nunca me cansé de mirárselos.

Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba en el campo como una
burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta, porque igual que
ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con Celina no
tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi madre nos
criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba
enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos
que Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella.
Después se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena,
porque ya no era como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora
solamente se entendían mi madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir
en el sulky con una olla y una arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o
un gualicho en el monte para arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle
nada. Siempre me dio miedo ver enojada a mamá.

Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo saldríamos de paseo al


río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o cualquier otro día,
porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo que más me
extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras
Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando éramos
muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida
para el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el
recodo del río.

Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le dijo a Celina que


fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le dio también
la olla envuelta en arpillera:

—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que hay adentro para la
ensalada.

Quedamos solos y como siempre sin saber qué decirnos. De repente sentí
un grito de Celina que me puso los pelos de punta. Después me llamó con
un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí, pero pensé en
brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que no me
moviera de allí.

Celina llegó tambaleándose como si ella sola hubiese chupado todo el vino
que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa que mirarme muy adentro
con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se agachó y miró
cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:

—Ahí abajo del codo.

—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.

Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los ojos y volvió a


mirarme.

—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la olla.


Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en la frente para dar a
entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no parecía en su sano
juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como un borracho
de lengua de trapo.

Quise apretarle el brazo para que no corriese el veneno, pero mi madre


dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a contradecirle. Entonces
dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi madre no me contestó.
Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando. Celina volvió a
abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A todos se nos
ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi madre
me agarró del brazo.

—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a hacerla correr.

Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le dijimos que debía correr


para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure en esta forma: al
correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me atreví a discutirle
a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente tenía ojos
—¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no
podía mover la lengua.

Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de vuelta a casa. Celina


apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno o el miedo de
morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada, como si
fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le abría
los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también
me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el
veneno le llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos en el campo. Mi madre
fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida continuó parecida a
siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral con dos
milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.

Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo la historia de la víbora


en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula! Siempre se hizo la
mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y lo demás.

Lo que sentimos de veras con mi hermano fue separamos de la vieja,


cuando la llevaron para siempre a la cárcel de mujeres. Pero la verdad es
que no me siento tan mal. En la penitenciaría se trabaja menos y se come
mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna noche los
ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
El pelo de la Virgen

(Federico Falco)

Tampoco era la más linda, de la que todos los varones estábamos


enamorados y que se llamaba Anahí Mara Olinda Rodríguez – las siglas de
su nombre formaban la palabra “AMOR”-. Silvina era rara, un tanto extraña
y con el pelo muy largo, rubio, partido al medio. Casi tan largo que llegaba
a su cintura. Las mañanas de viento lo llevaba recogido pero el resto del
tiempo su cabellera rubia caía lisa y terminaba con un corte perfecto,
como si la peluquera que lo emparejaba hubiera usado un nivel de albañil
o una escuadra para hacerlo.

En el curso, nadie más que yo estaba enamorado de ella y yo la amaba en


secreto.

Pero un día Silvina llegó a clase con la cabeza rapada a cero. Una pelusa
dura, de no más de medio centímetro de alto, se paraba sobre su cuero
cabelludo. Ella entró a la escuela descubierta y se calzó un sombrero
cuando estuvo segura de que ya todos la habíamos visto y de que el
comentario ya había recorrido los dos patios, el de varones y el de nenas, y
los pasillos y las aulas e, incluso, la cocina donde las maestras y las
porteras tomaban café o fumaban en los recreos. Sólo entonces, Silvina se
cubrió con un sombrero de hilo blanco y ala ancha, tejido al crochet. A un
costado, el sombrero tenía una flor de color celeste, también tejida.

Silvina no parecía avergonzada de haber perdido su pelo. Al contrario,


parecía orgullosa. Mantenía la frente erguida y miraba directamente a los
ojos, desafiante, a quién se animara a enfrentarla. Eso sirvió para que
nadie le hiciera preguntas y para que yo me enamorara más de ella.

A partir de ese día, comencé a soñar, por las noches, que esa cabeza
iridiscente y brusca me recorría la piel y me fregaba insistente, como un
cepillo friega la mancha en la ropa sucia. Oleadas de vibraciones me
recorrían y el cuerpo se me llenaba de calores. Soñaba que un montón de
cabellos rubios y desordenados se colaban por entre mis sábanas, que me
atrapaban y me aturdían. Yo mordía con mis dientes ese pelo, soportando
el éxtasis y silenciándome. Lo mascaba como se masca el pelo, con picazón
y con enredo.

No sabía qué era lo que me pasaba y despertaba envuelto en humedades,


solitario en mi cama. Avergonzado, en el silencio de la noche, tenía que
correr a secar las sábanas y a limpiar mis rastros cuidando de no despertar
a papá y mamá, que dormían en la pieza contigua, o a mi hermana, que
estaba a unos pocos metros, en la cama junto a la mía.

En la escuela corrió el rumor de que Silvina se había cortado el pelo para


ofrendarlo a una Virgen milagrosa. Tenía un hermanito enfermo y,
cediendo su pelo a la cabellera de la Virgen, rogaba por él y lo
encomendaba.

Yo consideré que el rumor era verdad y me desesperé. En algún lugar, me


esperaban sus cabellos. Necesitaba por lo menos uno, para prenderlo a mi
pecho, para recordarla por siempre.

Entonces, confeccioné una lista de Capillas e Iglesias que podrían contener


Vírgenes capaces de salvar hermanos moribundos y comencé por las más
cercanas. Encontré figuras de yeso, sólidas, altas y que por ningún costado
hubieran aceptado apliques de pelo humano. Al otro lado de las vías, en
una ermita donde el culto principal era un San Roque inmenso custodiado
por un perro gris de ojos mal pintados, hallé una Virgen pequeña, en un
altarcito escondido. Tenía cabello natural, pero negro y envejecido: ese no
era el pelo de Silvina.

A pesar de todo, no desistí en mi búsqueda. No ignoraba que, necesitada


de milagros, la gente es capaz no sólo de cortarse el cabello, sino también
de viajar largas distancias para ofrendarlo, ya que se supone que no todas
las Vírgenes son iguales de poderosas o interceden por el mismo tipo de
pedido.

Después de un tiempo, un cura viejo a quien le consulté mis desvelos bajo


secreto de confesión, me confió que mucha gente había comenzado a
creer que una imagen muy antigua, en la Capilla de una estancia cercana,
obraba grandes cosas si uno pedía con devoción. Me dio el nombre de la
estancia y me indicó cómo llegar. Antes de absolverme por mis pecados, el
cura me regaló un rosario santo y una estampita y me deseó suerte. Yo
agaché la cabeza y dejé que me bendijera en silencio. Mi búsqueda había
finalizado.

Llegar hasta la Capilla donde Silvina había acarreado sus ruegos no era
cosa fácil, por lo que organicé la excursión con sumo detalle. Iba a tener
que recorrer quince kilómetros de camino de tierra, cruzar un arroyo en el
que no había puente y guiarme por mí mismo en una maraña de potreros
y alambrados semi derruídos. El único modo de locomoción con que
contaba era una bicicleta vieja, heredada de un primo y que tenía
pinchada las dos ruedas. La tuve que llevar al bicicletero y pagar la
compostura.

Partí un sábado a la mañana, temprano. Había pasado bastante tiempo


desde la última lluvia y los caminos estaban cubiertos de polvo. Las ruedas
de la bicicleta se hundían en el guadal y en algunos lugares era mejor
bajarse y avanzar a pié. Cada vez que pasaba una camioneta o un camión,
se formaban inmensas nubes de tierra que tapaban el camino y me hacían
perder, durante minutos enteros, en una neblina densa y seca. El guadal se
adhería a mi sudor, creando barro sobre mi piel y yo emergía con la ropa,
las orejas y el pelo cubiertos de polvo.

Al llegar al arroyo paré a descansar y me comí un sándwich de milanesa


que había llevado en la mochila. La correntada lenta salpicaba mis tobillos
y, en el agua, un cardumen de mojarritas grises esperaba por las migas que
dejaba caer. Ahí, entre el barro fresco de la orilla, me toqué en silencio,
pensando en el pelo ya cercano y bendito. “Silvina”, dejó mi boca escapar
su nombre, al quebrarme. El fruto de mi placer salpicó el agua con débiles
gotas ardientes, que, al contacto con el líquido, se solidificaron y se
tornaron blancas. Antes de que precipitaran hacia el fondo, las mojarritas
las engulleron una a una y escaparon veloces.

Después seguí pedaleando. En el último tramo del camino me encontré


con una vaca suelta y su ternero y, un poco más allá, con un gato marrón y
negro, de cola muy larga. El gato me miró un rato desde la cuneta
polvorienta y se escabulló entre los yuyos altos y secos que crecían junto al
alambrado. Supuse que se trataba de un gato perdido, o de un gato
ermitaño.
La Capilla apareció poco a poco, escondida detrás de una curva. Era muy
vieja y parecía abandonada. Frente a ella, un recuadro tapiado y lleno de
malezas delimitaba el cementerio: detrás se alzaban las puntas
herrumbradas de las cruces más altas. Una hilera de pinos cimbraba con el
viento. Uno o dos se habían secado y otro, partido por la mitad, seguía
creciendo inclinado sobre un panteón.

La puerta de la Capilla estaba cerrada con candado. Sobre ella, metido


dentro de un folio y pegado con chinches, un papel informaba que las
misas eran domingo de por medio, a la una de la tarde. Hacia un costado,
por una escalera de piedra, se subía al campanario. A la campana de
bronce le faltaba el badajo. Estaba atada con alambre al crucero del cual
se sostenía. Sobre uno de los últimos escalones encontré un trozo de
hierro y di dos golpes fuertes en el canto mellado. Seis o siete palomas
aletearon en los pinos del cementerio, lo sobrevolaron armando un círculo
en el cielo y volvieron a posarse sobre los pinos o entre las tumbas. Dentro
de la Capilla se escuchó un rumor de ratas corriendo sobre el artesonado.
El alambre que ataba la campana al madero gruñó como si estuviera a
punto de cortarse. Después, regresó el eco y después todo volvió al
silencio.

Bajé y rodeé la Capilla sin encontrar otra puerta más que la del atrio. Dos
de las paredes tenían ventanas, pero cerradas a cal y canto, o clausuradas
hacía ya años. Estaba a punto de robar una cruz del cementerio para forzar
con ella la puerta de la Capilla, cuando, por el camino, apareció una vieja
secándose las manos con el delantal.

- ¿Usted tañó? – me preguntó.


Respondí que sí y que venía a ver la Virgen. La vieja sonrió

- Linda la devoción de alguien tan niño –susurró mientras hurgaba en su


delantal. Encontró una llave, sacó el candado y abrió las puertas de la
Capilla de par en par.

- Cuando se vaya toca de nuevo y yo vengo a cerrar – dijo, antes de


dejarme solo frente a la oscuridad fresca del templo callado.

La Virgencita estaba al fondo, en una casulla de vidrio y palo santo. A cada


costado, hileras de bancos viejos armaban un pasillo que encaminaba
hacia ella a los peregrinos. Era una Virgen morena, bajita, de cara muy
dulce. En los brazos tenía un Niño Dios sin corona, caído hacia atrás y
desacomodado. La cabeza de la Virgen, pulcra, iba cubierta con una
mantilla blanca. Esquivé un reclinatorio y me acerqué. Abrí con cuidado la
casulla, que chirrió. Encasquetada sobre la mantilla, fijándola, descansaba
una pequeña corona plateada. Miré hacia atrás y encontré la resolana de
la siesta reflejándose sobre las baldosas rojas de la Capilla y, más allá, el
campo vacío y el cementerio en silencio. Saqué la corona y la dejé a un
costado. Después, lento, muy lento, corrí la mantilla.

Alguien había hecho un nudo con cordel en medio del manojo de pelo
dorado. El nudo formaba la raya en el peinado de la Virgen. Cada mitad del
pelo caía hacia uno de los costados, como un manto suave, que
enmarcaba la cara de arcilla y se extendía sobre el vestido de tafetán
celeste. Una tachuela escondida aseguraba el cabello a la cabeza de la
Virgen. Acaricié dulcemente ese pelo brillante. Lo acaricié de nuevo. Sentí
que iba a morir de placer. El cabello que por las noches me rodeaba,
atrapándome y haciéndome gemir en sueños, ahora estaba en mis manos,
para siempre.

Un ruido leve me arrancó del éxtasis. Me volví; el templo seguía vacío.


Desde el púlpito, adosados a la pared, dos angelitos cachetudos me
miraron con ojos ciegos. Permanecí estático. Esperé un largo minuto y el
sonido no se repitió.

Habrá sido una rata, pensé y, rápido, de mi bolsillo, saqué la tijera. Corté el
cabello al ras, junto al nudo y la tachuela y la Virgen quedó pelada. Volví a
acomodar la mantilla sobre su cabeza. La dejé caída un poco hacia delante,
para que nadie notara la falta. Después, apoyé la corona diminuta tal como
la había encontrado antes de mi llegada.

Al retirarme, rocé sin querer la cabeza del Niñito Dios y la Virgen se


tambaleó. Intenté sostenerla por la base del vestido. Mi mano se aferró a
la tela pero debajo de ella no había más que aire. La Virgen bailó sobre sí
misma, como un trompo desestabilizado y estuvo a un tris de salirse de su
eje. Luego, ante mis ojos llenos de asombro, se aquietó y quedó parada. Di
gracias a Dios. Con intriga, levanté el vestido celeste hasta más arriba de la
cintura y pude ver que el cuerpo de la Virgen no era más que un palo
clavado sobre una base de madera rústica. Arriba, el tronco se incrustaba
en la cabeza de arcilla pintada y hacía las veces de cuello. Los frunces del
vestido celeste imitaban una figura rolliza y maternal, disimulando con
bombés de tela el pobre esqueleto.

Todavía sorprendido, dejé caer la falda y acomodé el manto. Tenía en mi


bolsillo el haz de cabellos rubios y al palparlo me estremecí de placer.
Cerré la casulla, me persigné y corrí hacia afuera. Antes de montar la
bicicleta hice sonar un par de veces la campana y desaparecí a toda
velocidad, camino abajo. Llegué a casa a la tardecita, justo cuando mis
padres empezaban a preocuparse. Esa noche, en mi cama, deslicé la mata
de dorados cabellos dentro del pantalón de mi pijama. Sentí como
cosquilleaba en mi entrepierna y se escurrió a mi ingle. La cara de la Virgen
se dibujó en mi memoria, y con una mano repetí el gesto lento de
levantarle el vestido. Entonces el pelo terminó de rodearme y me dormí
así, humedecido y perfecto.

El lunes siguiente Silvina faltó a clases. Su banco, delante del mío, estaba
sin ocupar cuando la señorita entró al aula, con cara apesadumbrada.

- Silvina no ha venido a la escuela –dijo– porque ayer falleció su


hermanito.

El grado la miró en silencio. Yo, por mi parte, bajé la cabeza.

- No tienen porqué preocuparse –siguió la señorita. – Era un bebé y se ha


ido derecho al cielo. Ahora nos mira desde allí y desde allí nos cuida.

- ¿Por qué se murió el hermanito de Silvina? –preguntó alguien, desde el


fondo del aula.

- Nació muy enfermo, pero ustedes no tienen que preocuparse de nada.


Ustedes son chicos sanos e inteligentes y ahora me van a mostrar los
deberes que han hecho –contestó la maestra.

- ¿Pero la Virgen no iba a salvarlo? –preguntó alguien más, también desde


el fondo.
- ¿Silvina no le había llevado el pelo de regalo, para que la Virgen lo
salvara? –se sumó otra voz.

La señorita, esta vez, no supo qué contestar.

Más manos se levantaron. Todos, menos yo, tenían preguntas para hacer.
La maestra respondió algunas y otras no. Al final, nos pusimos de pie, nos
tomamos de las manos y rezamos un Padre Nuestro.

- Padre Nuestro que estás en los cielos –susurramos los veinte a coro. –
Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino. Hágase tu voluntad
así en la Tierra como en el Cielo.

Cuando terminamos yo estaba llorando.

Me sequé las lágrimas en secreto, con el borde áspero del guardapolvo.

Corrí a casa ni bien arriaron la bandera y la señorita directora nos dejó


partir. Había escondido el pelo de la Virgen en el fondo de mi mesa de luz,
envuelto en una bolsa de nylon. Agarré el atado y lo puse en mi mochila.
Pedaleé a toda velocidad hasta llegar a la plaza. La Iglesia tenía las puertas
entreabiertas. Me metí en silencio y caminé entre los bancos, rumbo al
Sagrario, donde una lamparita eléctrica con forma de cirio titilaba
continuamente. A un costado, en un altar lateral, había una Virgen de
manto blanco y dorado. Dejé a sus pies, entre cabitos de velas y un
ramillete de flores plásticas, la bolsa de pelo.

El sol quemaba cuando salí de la Iglesia y su resplandor me encegueció


por un momento. El pueblo emergía de la siesta. Una procesión de autos
se organizó frente a la Pompa Fúnebre, del otro lado de la plaza desierta.
La encabezaba un coche largo que cargaba el cajoncito blanco rodeado de
coronas y palmas. Detrás, en otro auto negro, iban los padres de Silvina y
una de sus abuelas. Más autos, camionetas y un Rastrojero los seguían en
fila india. La caravana rodeó la plaza lentamente. Al pasar frente a mí,
pude entrever, detrás del vidrio del segundo de los coches, la cara de
Silvina, desfigurada por el llanto.

No supe qué hacer y levanté la mano para saludarla.

Ella no me vio y el cortejo siguió de largo, metódico y silencioso, camino al


cementerio.
Nada de carne sobre nosotras

(Mariana Enriquez)

a vi cuando estaba a punto de cruzar la avenida. Estaba entre un montón


de basura, abandonada entre las raíces de un árbol. Los estudiantes de
Odontología, pensé, esa gente desalmada y estúpida, esa gente que sólo
piensa en el dinero, empapada de mal gusto y sadismo. La levanté con las
dos manos por si se desarmaba. A la calavera le faltaba la mandíbula y la
totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar de los
protoodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre la basura. No
encontré la dentadura. Qué pena, pensé, y fui hasta mi departamento,
apenas a doscientos metros, con la calavera entre las manos, como si
caminara hacia una ceremonia pagana del bosque.

La puse sobre la mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo
ignoro todo sobre anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por
qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz
pegada a la calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es
verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe fácil,
como si fuera un hueso débil. La examiné un poco más y encontré que
tenía un nombre escrito. “Lali, 1975”. Cuántas opciones. Podía ser su
nombre, Lali, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Lali parida en
1975. O el número quizá no era una fecha y tuviese que ver con alguna
clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la
noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.
Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón.
Es un hombre muy desatento.

Cuando la vio, dio un respingo pero no se levantó. También es perezoso y


se está poniendo gordo. No me gustan los gordos.

-¿Qué es esto? ¿Es de verdad?

Claro que es de verdad, le dije. La encontré en la calle. Es una calavera.

Me gritó. Por qué trajiste esto, me gritó, exagerado, de dónde la sacaste.


Juzgué que estaba haciendo un escándalo y le ordené que bajara la voz.
Traté de explicarle con tranquilidad que la había encontrado tirada en la
calle, bajo un árbol, abandonada, y que hubiese sido totalmente indecente
de mi parte actuar con indiferencia y dejarla ahí.

-Estás loca.

-Puede ser -le dije, y me llevé a Vera a la habitación. Sé que él esperó un


rato por si yo salía a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está
poniendo gordo, los muslos ya se le rozan y si usara pollera de mujer
estaría siempre paspado entre las piernas. Después de una hora lo oí
insultarme y usar el teléfono para pedir una pizza. La pereza: prefiere el
delivery antes de caminar hasta el centro y comer en un restaurant. El
gasto de dinero es el mismo.

-Vera, no sé qué hago con él.

Si pudiera hablar sé que me diría que lo deje. Es sentido común. Antes de


dormir, rocío la cama con mi perfume favorito y le paso un poquito a Vera
bajo los ojos y a los costados.
Mañana voy a comprarle una peluquita. Para que mi novio no entre a la
habitación, la cierro con llave.

***

Mi novio dice que está asustado y otras pavadas. Duerme en el living pero
no es un sacrificio porque el futón que compré con mi dinero -a él le pagan
poco- es de excelente calidad. De qué estás asustado, le pregunto. Él
balbucea tonterías sobre que me la paso encerrada con Vera y que me
escucha hablándole.

Le pido que se vaya, que junte sus cosas y deje el departamento, que me
deje. Pone cara de profundo dolor, no le creo, y casi lo empujo a la
habitación para que haga sus valijas. Grita de vuelta pero esta vez grita de
miedo. Es que vio a Verita, que tiene su peluca rubia carísima, de pelo
natural, pelo fino y amarillo, seguramente cortado en un pueblo ex
soviético de Ucrania o de la estepa (¿son rubias las siberianas?), las trenzas
de alguna chica que todavía no encontró quien la saque de su pueblo
miserable. Me parece muy extraño que haya rubios pobres, por eso se la
compré. También le compré unos collares de cuentas de colores, muy
festivos. Y está rodeada de velas aromáticas, de esas que las mujeres que
no son como yo ponen en el baño o en la habitación para esperar a algún
hombre entre llamitas y pétalos de rosa.

Me amenazó con llamar a mi madre. Le dije que podía hacer lo que


quisiera. Lo vi más gordo que nunca, con las mejillas caídas como las de un
mastín napolitano y esa noche, después de que se fue con la valija y un
bolso colgado del hombro, decidí empezar a comer poco, bien poco. Pensé
en cuerpos hermosos como el de Vera si estuviese completo, huesos
blancos que brillan bajo la luna en tumbas olvidadas, huesos delgados que
cuando se golpean suenan como campanitas de fiesta, danzas en la
foresta, bailes de la muerte. Él no tiene nada que ver con la belleza etérea
de los huesos desnudos, él los tiene cubiertos por capas de grasa y
aburrimiento. Vera y yo vamos a ser hermosas y livianas, nocturnas y
terrestres; hermosas las costras de tierra sobre los huesos. Esqueletos
huecos y bailarines. Nada de carne sobre nosotras.

Una semana después de dejar de comer, mi cuerpo cambia. Si levanto los


brazos, las costillas se asoman, no mucho. Sueño: algún día, cuando me
siente sobre este piso de madera, en vez de nalgas tendré huesos y los
huesos van a atravesar la carne y dejar rastros de sangre sobre el suelo,
van a cortar la piel desde adentro.

***

Le compré a Vera unas luces de decoración, las que se usan para adornar
el árbol de Navidad. No podía seguir viéndola sin ojos, mejor dicho, con los
ojos muertos: así que decidí que dentro de las cuencas vacías brillaran las
lamparitas; como son de colores, se pueden rotar y Vera un día tendrá ojos
rojos, otro día verdes, otro azules. Cuando estaba contemplando el efecto
de Vera con pupilas desde la cama, escuché el ruido de llaves abriendo la
puerta de mi departamento. Mi madre, la única que tiene copia, porque a
mi ex obeso lo obligué a entregarme la suya. Me levanté para hacerla
pasar. Le preparé un té y me senté a tomarlo con ella. Estás más flaca, me
dijo. Es el estrés de la separación, le contesté. Nos quedamos calladas. Por
fin ella habló:

-Me dijo Patricio que estás en algo raro.


-¿En qué? Por favor, mamá, inventa cosas porque lo eché.

-Dice que te obsesionaste con una calavera.

Me reí.

-Está loco. Con unas amigas estamos armando disfraces y maquetas de


terror para noche de brujas, es para divertirnos. No tuve tiempo de
comprar un disfraz así que armé un retablo vudú y voy a comprar otras
cositas, velas negras, una bola de vidrio tipo bola de cristal, para
ambientar, ¿me entendés? Porque hacemos la fiesta en casa.

No sé si entendió mucho, pero le resultó una estupidez razonable. Quiso


conocer a Vera y se la mostré. Le pareció macabro que la tuviera en la
habitación pero se creyó por completo lo de la ambientación para la fiesta
a pesar de que yo jamás organicé una fiesta en mi vida y detesto los
cumpleaños. También se creyó mis mentiras sobre el despecho de Patricio.

Se fue tranquila y no va a volver por un tiempo. Está muy bien, quiero


estar sola, porque, ahora me tiene angustiada la incompletud de Vera. No
puede seguir sin dientes, sin brazos, sin columna vertebral. Nunca voy a
poder recuperar los huesos que le corresponden, eso es obvio. Tengo que
estudiar anatomía, además, para averiguar el nombre y el aspecto de los
huesos que le faltan, que son todos. ¿Y dónde buscárselos? No puedo
profanar tumbas, no sabría cómo hacerlo. Mi padre solía hablar de las
fosas comunes de los cementerios, que estaban al aire libre, como una
piscina de huesos, pero creo que no existen más. Si aún existen, ¿no
estarán custodiadas? Me contaba que los estudiantes de Medicina iban a
buscar sus esqueletos ahí, los que usaban para estudiar. ¿De dónde sacan,
ahora, los huesos para estudiar? ¿O usarán réplicas de plástico? Se me
ocurre muy difícil caminar por las calles con un costillar humano. Si
encuentro uno para cargarlo, usaré la mochila grande que dejó Patricio, la
que llevábamos de campamento cuando él todavía era flaco. Todos
caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros lo
suficientemente profundos y alcanzar a los muertos lejanos, tapados.
Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que
siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los
escondieron, dónde los dejaron olvidados.
Conservas

(Samanta Schweblin)

Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que Teresita se


adelantará a nuestros planes. Voy a tener que renunciar a la beca de
estudios porque dentro de unos meses ya no va a ser fácil seguir. Quizá no
por Teresita, sino por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a
engordar. Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín. Todo
organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido en la alacena,
como si la culpa, o qué sé yo qué cosa, lo obligara a cumplir con lo que
espero de él. Pero pierde sus energías y no parece muy feliz: regresa tarde
a casa, no me hace compañía, le molesta hablar del tema.

Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y
nos los entrega –la conozco bien– con algo de tristeza. Dice:

–Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines


de puro algodón… Esta es la toalla con capucha en piqué… –papá mira las
cosas que nos van regalando y asiente.

–Ay, no sé… –digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita. La verdad


es que no sé –le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de
sabanitas de colores–, no sé –digo ya sin saber qué decir, y abrazo las
sábanas y me largo a llorar.

El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me
miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi
cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces
llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él, en cambio, lo veo
más flaco. Además, cada vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta
a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya no me quiera, ni
que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé que –como yo– no
tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había
tanto que hacer antes de su llegada.

A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz
suave y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio,
se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué
estoy comiendo, cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir
preguntar.

Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con
las manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No
puedo entender cómo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía
me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo
en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta
días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un
asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los
hechos. Es que simplemente no me resigno.

Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo


con obstetras, con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el
número de una comadrona y hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a
su manera presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen
que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita
tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el
doctor Weisman.

El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No


tiene secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos
habitaciones. Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café.
Durante la conversación se interesa en especial por el tipo de familia que
formamos, por nuestros padres, por nuestro matrimonio, por las
relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo lo
que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el
escritorio, parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas
sobre su trayectoria, el éxito de sus investigaciones y lo que nos puede
ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a explicarnos
el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atención, asiente,
parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación, en el
sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con
mamá y papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es
importante. Anoto todo en mi cuaderno, punto por punto.

–¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? –pregunto.

–Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien –dice Weisman.

Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del


living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo
más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el momento
en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros
padres y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en
marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel
lo interrumpe:

–Tienen que hacer lo que les decimos –dice. Entiendo lo que siente:
tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los demás–, en la hora y
al tiempo que corresponda.

Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero


se comprometen a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con
una lista.

Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más
aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión
de “respiración consciente”. La respiración consciente es parte
fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración
innovador, descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín,
sobre el césped, me centro en el contacto con “el vientre húmedo de la
tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los
tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras
varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso
al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección
de mis energías. Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo,
pero insiste en que el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir
trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad a
la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave,
que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies.
Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo,
lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco,
retomar la circulación en sentido contrario.

Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a
las listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio,
mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas
noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que,
secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y
decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por
ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guión.

Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que


logro detener la energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas
hay que esforzarse un poco más. Me aumenta la dosis de las pastillas.
Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como un poco menos.
Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor
esfuerzo y trata de, gradualmente –esto último es importante y se lo
subrayamos repetidas veces–, gradualmente, decía, ir haciendo menos
llamados a casa y bajar la ansiedad por hablar todo el tiempo sobre
Teresita.

El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi cuerpo ya no está tan


hinchado, y para sorpresa y alegría de ambos, la panza empieza a
disminuir. Este cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres.
Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué consiste el
tratamiento. La madre de Manuel, sobre todo, parece temer lo peor y,
aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista, siento su
miedo y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.
Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a
Weisman mis progresos en la respiración consciente. El se entusiasma,
parece que estoy a punto de lograr mi energía inversa: tan pero tan cerca
que sólo un velo me separa del objetivo.

Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más


protagonismo van a tener nuestros padres; estamos ansiosos por ver que
cumplan con su palabra y que todo salga a la perfección, y lo hacen, y lo
hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel llega a casa una
tarde y reclama las sábanas de colores que había traído para Teresita.
Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho tiempo, me
pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con
bolsa, así que así se va, y nos guiña un ojo. Después les toca a mis padres.
También vienen por sus regalos, los reclaman uno por uno: primero la
toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón, por
último el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide
acariciar por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al
lado mío, y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice: “Esta
es mi Teresita, cómo voy a extrañar a mi Teresita”, y yo no digo nada, pero
sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que limitarse a su lista,
habría llorado.

Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la
verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y
nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al
emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es
como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas
condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el
ánimo. Hago mi última visita a Weisman.

–Se acerca el momento –dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el
frasco de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje
la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la
heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero
espesa, como un frasco de almíbar incoloro.

Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al


último nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y
la energía que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces
todo se detiene. La energía parece materializarse a mi alrededor y podría
precisar el momento exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en
sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora, como si el
agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez
estuvieron contenidas.

Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera,


Manuel lo rodeó con un círculo rojo cuando volvimos del consultorio de
Weisman por primera vez. No sé cuándo sucederá, estoy preocupada.
Manuel está en casa. Estoy recostada en la cama. Lo escucho caminar de
un lado a otro, intranquilo. Me toco la panza. Es una panza normal, una
panza como la de cualquier mujer, quiero decir que no es una panza de
embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento fue muy
intenso: estoy un poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el
asunto de Teresita empezara.
Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero
comer, ni salir, ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo
estoy. Imagino que mamá debe estar trepándose por las paredes, pero
saben que no pueden llamar ni pasar a verme.

Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez
más fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero
trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo
mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel para que llame a
Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y
espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi
cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y
lastimemos a Teresita. Quizás ella sepa lo que está pasando, quizá todo
esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre hasta mí.

–Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… –le digo–, no quiero que...

Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar
con Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el
cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma
de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a
vomitar. Me tapo la boca. El parece reaccionar, me deja sola y corre hacia
la cocina. No demora más que unos segundos: regresa con el vaso
desinfectado y el envase plástico que dice “Dr. Weisman”. Rompe la faja de
seguridad del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez
siento ganas de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una
arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a
dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte.
Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no
sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la
garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento
algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua,
es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una
sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro
a Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará,
pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me
acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.
Los juegos

(Liliana Heker)

A veces me da una risa. Porque ellos no se pueden imaginar las cosas y


entonces tratan de explicar todo: se ve que no pueden vivir sin explicar.
Cada tanto yo pienso que les tendría que contar la verdad, ya estoy lista,
parece que voy a empezar, pero entonces ellos dicen: ¿Por qué no jugás
con la muñeca?, ¿es que ya no te gusta más? Y a mí claro que me gusta. Y
cómo jugamos, si ellos supieran. Ayer nos perdimos en el bosque, uno que
está cerca de la casa en que a veces se nos da por vivir; yo tenía unas
trenzas largas y negras, iba descalza porque se me habían perdido los
zapatos y estaba muerta de miedo. Pero en secreto sabía que después
íbamos a encontrar una casita con labradores y con chicos llenos de
aventuras y con panes calientes y olorosos. Y quería tener más miedo así
después me sentía más aliviada.

Pero no pude llorar en los brazos de la mujer ni reírme con los hijos, ni
llenarme la boca con pan dorado porque vino mamá y me dijo: ¿Por qué
estás siempre sin hacer nada? Entonces yo saqué la muñeca de la caja y
me puse a darle la mamadera. Y mamá me dijo: ¿Viste cómo te podés
entretener si querés?

A la tarde me llevó a la casa de Silvia para que juegue con ella y no esté tan
sola. A Silvia le gusta jugar a las visitas: dice las cosas que dicen las mamás
cuando van de visita; las señoras grandes la miran, se ríen y dicen qué
pícara. A Silvia le gustaría ser grande para decir todas esas cosas en serio y
me dijo que yo era una tonta porque nunca me había pintado los labios y
que mi vestido era viejo y feo y que su papá le va a comprar una bicicleta
porque es más rico que el mío. Y a mí me subió una cosa grande y rara que
se me quedó en la garganta y empecé a llorar fuerte como cuando me
aprieto un dedo en la puerta. Entonces mamá me llevó a casa y me dijo
que yo era una llorona y que no sabía jugar como las demás nenas y que
tengo que contestarle a Silvia cuando me hace rabiar porque sino todos se
van a reír de mí. Y yo me puse a llorar más

fuerte y ya no pude parar.

Pero a la noche cuando estaba en la cama le contesté a Silvia: le dije todas


las cosas que se me habían apretado en la garganta y que por eso no le
pude decir antes. Me hubieran oído entonces. Le dije que si no me pintaba
los labios no era porque le tuviera miedo a nadie, era porque no me
gustaba porque es pegajoso y tiene feo olor. Y que yo tenía vestidos mil
veces más lindos que ése y que me los ponía todos juntos si quería porque
yo podía hacer lo que me da la gana y nadie me iba a decir nada pero que
a mí qué me importaba ponérmelos: total, para ir a su casa. Y que a mí me
van a comprar un caballo que corra más rápido que un tren cuando
cumpla siete años. Entonces ella me quiso decir algo pero yo no la dejé y
le dije que además la tonta era ella que todavía leía nada más que cuentos
de hadas mientras que yo ya leí un montón de libros largos y de muchas
páginas. Ella se moría de rabia pero yo le dije que era una estúpida porque
decía que los chicos son unos brutos que no saben jugar y eso era mentira
porque juegan mucho mejor que nosotras y si a ella no le gustaba era
porque era de manteca. Silvia quiso tirarme del pelo pero entonces yo la
agarré y le pegué tan fuerte que se tuvo que escapar corriendo. Y se puso
a llorar. Lloraba tan fuerte que al final vinieron todas las señoras grandes a
ver. Todas. Y se enteraron de que yo le había pegado a Silvia porque había
sido mala conmigo. Y mamá me dijo: No hay que pegar a las nenas, es muy
feo. Y Silvia seguía llora que te llora.

Y todo pasó tan en serio que cuando terminó yo estaba llorando en la


cama. Pero no lloraba porque estaba triste. Lloraba como si yo fuera Silvia
y me diese mucha rabia que una chica a la que creía tonta me hubiera
hecho pasar tanta vergüenza delante de todo el mundo.
Una hermosa familia

(Beatriz Guido)

Me acerqué hasta rozar su mano. —La sal, la sal, por favor —repetí en voz
alta para que me reconociera.

—Sí, sí, seguramente —afirmó, incoherente, mi padre.

Terminé el postre de almendra, que me sabía a pepitas de ciruela, y con


voz calma y segura, anuncié:

—Esta tarde voy a buscarlo: yo me las arreglaré para convencerlo. No


podemos seguir así nosotros dos, sin él.

—Es inútil —me respondió, con voz quebrada—: no lo conocés a Hernán,


entonces.

Y callamos, hasta el infinito final del almuerzo.

No sé si dije que habíamos sido una familia: una hermosa familia. Fue
después de la muerte de mi madre —excesivas dosis, dijeron los médicos
— cuando Hernán vino a vivir con nosotros.

—Hernán, mi amigo Hernán Laplace, vendrá a vivir con nosotros; así no


nos sentiremos tan solos —había dicho mi padre.
—¡Qué lástima! Ya no nos invitará a comer al Plaza. Allí vive, ¿no es cierto?
¿Por qué no nos mudamos nosotros al hotel? ¿Por qué no vive todo el
mundo en hoteles?

—No te preocupes —me contestó—, Hernán convertirá esta casa en un


hotel, si nos descuidamos.

Primero llegaron sus 18 baúles: cada uno de ellos llevaba un membrete


que decía: Asia, Africa, China, Francia, Medio Oriente.

Después llegó él; sin saludar a los sirvientes que lo esperaban en fila, ni
siquiera a mi padre, me tomó de la mano:

—Llevame a tu cuarto: quiero ver a qué distancia está del mío. Tengo el
sueño liviano; podés llamarme a cualquier hora. No saldré nunca de
noche, tu padre tampoco. Y ahora: a los baúles, sólo vos y yo.

Telas de Oriente, piedras duras, mágicos tapices, marfiles, mapas, cítaras,


esencias, dagas, como del cofre de un mago comenzaron a aparecer desde
el fondo de los baúles de Hernán.

La casa, esa vieja antesala de la desolación —donde el Tercer Imperio se


mezclaba al pompeyano— se convirtió en un misterioso laberinto, donde
cada cuarto podía ostentar el cartel que definía a cada baúl: la Sala China o
el Salón de Persia.
Por las tardes, a mi regreso de colegio, el mucamo tenía orden de no
avisarme en qué lugar Hernán aguardaba.

—Ningún día debe ser igual a otro: la humanidad es tan semejante al


mundo animal—. Ya la rutina es uno de sus más detestables privilegios.

—¿Por qué te disfrazás?

—No son disfraces, tontito; son kimonos, túnicas, si preferís llamarlas así.
Esta pertenecía... o mejor, la compré en un mercado malayo, a un
príncipe...

Y comenzaba un delirante relato que, puedo decirlo ahora, yo fingía


creerle. Mis años de soledad me habían enseñado que no es fácil soñar o
creer en otro mundo más allá del nuestro. No se puede creer en el mundo
de las hadas si no nos han desvelado dragones, brujas, espectros,
fantasmas. Ni hadas ni espectros, pero yo fingía creerle.

Mi padre regresaba de la estancia los fines de semana. Hernán nos hacía


un plan de paseos, cines, teatros y comidas. Eramos felices nosotros tres.
Nunca había visto a mi padre sonreír de esa manera. No puedo decir reír,
porque no rió nunca, que yo sepa.

—¿Sabés una cosa? Hernán es mi madre.


El ómnibus del colegio me traía de vuelta; pero el camino era demasiado
largo. Hernán decidió ir a buscarme a la salida de clase.

Una tarde, mientras formábamos fila, Julián Peña susurró a mi oído:

—Mirá qué viejo marica, ese gordo...

Entonces pude verlo; quizá no lo había visto nunca: era blanco y gordo,
muy gordo. Más alto que el resto de la gente, y su cabello blanco parecía
una peluca empolvada. El bastón, uno de tantos, de oro y marfil, lo hacía
más extraño aún. Traté de deslizarme de la fila sin ser visto.

Me acerque a Hernán:

—Apurate, vení para acá. No esperemos la campana.

— ¿Qué te pasa hoy?

—Nada, nada. No me siento bien.

De pronto se apoderó de mí una profunda vergüenza: había estado a


punto de pedirle que no volviese a buscarme.

Los días siguientes, con cualquier pretexto, me separaba de mis


compañeros. Pero Julián fue implacable:
—Che, ése que viene a buscarte ¿es tu niñera?

—No, mi mamá —respondí bajando la cabeza.

—¡Hijo de... ! Entonces... —afirmó con la boca llena de caramelos.

Con gran alivio, vi que esta vez había venido a buscarme sólo el chofer.
Busqué a Julián Peña:

—¿Qué dijiste de mi amigo? Repetí lo que me dijiste...

No tuvo tiempo de responder: rodamos por el suelo.

—Sí —gritaba— es la hembra de tu viejo. Me lo dijo mi hermano. Todos lo


saben...

Golpeé sin piedad. Nadie se atrevió a separarnos. Dejé de golpear cuando


descubrí las polainas de Hernán. Me tomó de la mano como aquel primer
día. Atravesamos una larga fila de guardapolvos: rostros, mirándonos en
silencio. Al llegar al auto me eché a llorar.

Esa noche no bajé al comedor. Sólo cuando oí sus pasos descender por las
escaleras y pasar frente a mi puerta entreabierta, me levanté de la cama,
pero no lo detuve.

Llegué al hotel. Averigüé el número de su habitación: vi unas pequeñas


valijas de avión, abiertas, esparcidas por el suelo. Apareció Hernán con el
mismo batón hindú con que solía esperarme a mi regreso del colegio. No
levanté los ojos de la alfombra.

—Es necesario que vuelvas: no podemos vivir sin vos; papá y yo nos
moriremos —dije sin titubear. Me tomó en sus brazos—. ¿Sabés una cosa?
Realmente sos una vieja gorda. Por eso pensé que eras mi madre: yo no la
tuve.

—Sí, lo sé —afirmó con voz débil, mientras el latido de su corazón me


impedía escucharlo—; pero hay otra cosa que vos no sabés todavía; en
este mundo no hay una familia como nosotros. Y vos tenés que vivir en
este mundo... Por esto te pido que te vayas ahora. Tu padre está solo: te
necesita más que nunca. ¿Volveré?... Quizá... Siempre fuiste un chico
distinto, adorable. Te mandaré recuerdos de todos los países de esta tierra
inhabitable.

—Grandes, numerosos baúles —murmuré a punto de llorar.

—Nadie viaja ya con baúles, sólo los diplomáticos. 0 los solterones como
yo. A propósito, ya estás en edad de leer revistas como éstas: te las regalo.
Only for men. Me las trajeron confundidas.

No tuve el valor de abrazarlo. No quería que me viera llorar.

Al salir del Plaza abrí con disimulo la revista. Esa noche clavé en la pared
de mi cuarto la fotografía de una mujer desnuda, junto a una de Hernán,
mi padre y yo, en el zoológico.

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