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La pequeña semilla que cambió el

mundo
El café ha moldeado la economía, la política
y la estructura social de naciones enteras

La cabra excitada

No hay que ser un centurio para llevarse a la boca lo primero que encuentras en el
campo. En tiempos pretéritos, de hecho, el método de probar y escupir era el más
habitual para descubrir alimentos que a priori no lo parecían, como secreciones
rancias de glándulas mamarias (queso), hongos (champiñones) o rocas (sal). Sin
embargo, el día del año 850 d.C. en que un pastor etíope se introdujo aquel fruto
rojo en la boca tenía buenos motivos para hacerlo: llevaba días contemplando que
sus cabras, tras probar los frutos y las hojas de aquel arbusto, estaban más excitadas
que de costumbre, como entregadas a algún culto dionisíaco, hasta el punto de que
ni siquiera dormían por la noche.
El nombre de ese pastor era Kaldi, y acababa de descubrir, gracias a su arrojo
y naturalidad agreste, lo que siglos más tarde sería la droga legal más consumida
por los trabajadores de todo el mundo para desperezarse por las mañanas.

Esta leyenda muy difundida sobre el origen del café incluye que Kaldi llevó un
puñado de estas bayas mágicas a un monasterio a fin de que sus monjes las
examinaran. Aterrados ante su poder, las arrojaron a la hoguera. Al quemarse, las
bayas desprendieron su delicioso aroma característico y uno de los monjes probó a
preparar una bebida a base de granos tostados.

Otra variante de la leyenda sugiere que Kaldi sencillamente confeccionó una


infusión con las hojas y otra con los frutos. Tanto unas como otros le excitaron de tal
modo que aquella noche no pudo conciliar el sueño. En una ocasión que sus frutos
estaban mojados, Kaldi los quiso secar en una sartén y acto seguido desprendieron
el aroma característico del café. Tras hervirlos, comprobó que el sabor era mucho
mejor. Kaldi se había tomado su primer espresso y se conoce que disfrutó tanto que
casi pronunció lo de ‘what else’ con voz de George Clooney.

Tanto si la leyenda es cierta como si no (lo de Clooney, sin duda, no lo es) resulta
incompleta. La invención, desarrollo y expansión del café es fruto de semejante
número de casualidades que bien podría compararse a un invento de primer orden,
como la locomotora o la computadora digital. Por ello no es extraño que una simple
bebida haya causado revoluciones y que un grano de café, del tamaño de un
embrión humano en la séptima semana de embarazo (de 4 a 8 milímetros), se haya
convertido en algo tan trascendente en las relaciones humanas. Máxime si tenemos
en cuenta que el valle del Rift, las tierras donde Kaldi probaba por primera vez aquel
bebedizo confeccionado con bayas mágicas, fue la cuna de la humanidad.

La excitante expansión

Un producto tan maravilloso no podía quedarse en manos de un pastor. Aquel


brebaje que recordaba a la marmita de Astérix enseguida se hizo popular y hubo
gente que arrancó unos cuantos arbustos de las tierras altas de Etiopía para llevarlos
hasta Yemen. El café había empezado su expansión.

Cuando la costumbre del café arraigó en Arabia, el brebaje adquirió el nombre


de kawa, según parece por su parecido con la piedra santa de La Meca llamada La
Kaaba, que también es de color negro. Los etíopes se volvieron devotos de aquella
bebida e incluso hoy en día sirven el café en una elaborada ceremonia que suele
llevar casi una hora.

Debido al placer y el desorden de los sentidos que producía la cafeína, la autoridad


religiosa islámica debatió acerca de la conveniencia de prohibirlo, tal y como
explica Ralph Hattox en Coffee and Coffehouses. El pueblo sencillamente se divertía
demasiado en las cafeterías. Pero la gota (de café) que colmó el vaso y que propició
que el Corán censurara aquella infusión fue el hecho de que unos versos satíricos
dirigidos al gobernador de La Meca, Khair-Beg, hubiesen sido escritos en una
cafetería.

Los fieles, sin embargo, no estaban dispuestos a prescindir del café, así que, como
señala el historiador Carlos Fisas en su libro Historias de la historia, «inventaron la
leyenda de que el propio arcángel Gabriel había ofrecido la primera taza al profeta
Mahoma para que velase toda la noche». Tampoco el sultán de El Cairo, asiduo
bebedor de café, tenía demasiadas ganas de renunciar a él, así que revocó el edicto.

El vino también había sido prohibido por El Corán, pero solo el café fue lo
suficientemente imprescindible para el ser humano como para volver a ser legal. La
razón podría estar en la naturaleza adictiva de la cafeína, pero a juicio del
experto Mark Pendergrast hay otra cosa, tal y como escribe en su libro El café:

El café era un estimulante intelectual, una manera agradable de sentir que la energía
aumentaba sin causar efectos negativos evidentes. Las cafeterías permitían a la
gente reunirse a conversar, distraerse, hacer negocios, alcanzar acuerdos, componer
poesía o mostrarse irreverente en igual medida. Tan importante llegó a ser en
Turquía que una escasa provisión de café daba motivo a una mujer para pedir el
divorcio.

Al introducirse en Europa, algunos aseguraron que no era lícito consumir una


pócima propia de los países infieles, pero el papa Clemente VIII disipó las dudas
sorbiendo un poco de café delante de la curia de cardenales.

No sería la primera ni la segunda vez que se tratara de la ilegalidad del café. Cuando
florecieron las primeras cafeterías en Londres, las mujeres quedaron excluidas de su
uso. Ello propició que en 1674 surgiera la Petición de las Mujeres contra el Café, un
manifiesto que rezaba: «Encontramos últimamente una notable decadencia de aquel
auténtico vigor inglés… Jamás los hombres usaron pantalones tan grandes, ni
llevaron en ellos menos temple». Los hombres defendieron el café, por
contraposición, con estas palabras: «Hace que la erección sea más vigorosa, la
eyaculación más abundante y añade una esencia espiritual al esperma». El toque de
gracia lo dio el rey Carlos II con su proclama donde se decreta la supresión de las
cafeterías, que a su juicio se habían convertido en «el gran centro de reunión de
holgazanes y personas descontentas». Dos días después de que entrara en vigor y
las cafeterías se prohibieran, las revueltas fueron tan feroces que el rey, temeroso de
quedar derrocado, se retractó.

Venecia y Viena fueron las dos puertas por las que llegó el café a Europa. En el caso
de Venecia, porque sus mercaderes se aficionaron a tomarlo en los enclaves que
tenían en el Imperio turco. En el caso vienés fue todo mucho más fortuito: cuando
los turcos hubieron levantado el cerco de Viena durante su invasión de Europa, se
dejaron abandonados cientos de sacos de café en su espantada. Un polaco
llamado Franz George Kolschitzky los hizo suyos y, para evitar su poso
característico, coló la infusión realizada: había nacido el café ‘a la vienesa’. La primera
‘casa de café’ vienesa fue abierta por el propio Kolschitzky en la Domgasse, a dos
pasos de la casa donde Mozart escribiría, cien años más tarde, sus Bodas de Fígaro.
La llamó Zur Blauen Flasche (La botella azul).

Para conquistar la mayoría de los paladares, habida cuenta de su amargor,


endulzaron el café filtrado con miel. Al principio empezó a tomarse como tónico o
medicamento, más tarde como digestivo. Hasta que en 1680 abrieron las primeras
tiendas donde expendían el negro brebaje: las primeras cafeterías. En 1720 abrió sus
puertas el café Florian, en el que aún podemos paladear una taza de café vienés
rodeado de mobiliario que fue usado por Lord Byron, Marcel Proust, Richard
Wagner o Fiodor Dostoievsky.

En España tardó algo más en penetrar la moda del café porque tenía que competir
con el chocolate y con «las prevenciones que los médicos manifestaban hacia el
negro líquido», observa Fisas. La leche mezclada con el café también constituye un
efecto secundario de su expansión por toda clase de naciones. Según el experto en
la historia del café Ian Bersten, la predilección árabe por el café solo y el hábito de
tomarlo con leche que se extendió por Europa y Estados Unidos se debe a un gen, el
que permite a los anglosajones tolerar la leche, mientras que los pueblos árabes
solían sufrir intolerancia a la lactosa.
Irónicamente, hoy es el café de Brasil o Colombia el que domina el planeta, pero en
el Nuevo Mundo no lo conocieron hasta que los europeos lo llevaron hasta allí.
Finalmente, ha sido la cadena de cafeterías Starbucks la que ha catapultado aún más
el consumo de café como ritual social, abriendo 9.000 establecimientos en más de
60 países. Santa Fe Springs (California) es la ciudad que tiene la mayor concentración
de cafeterías Starbucks con 560 locales en un área de 40 kilómetros. El cómico Jay
Leno dijo que incluso acabaríamos viendo su distinguible logotipo en Marte.

La excitante estimulación intelectual

«El café nos vuelve rigurosos, serios y filosóficos», escribió Jonathan Swift en
1722. Bach adoraba el café hasta el punto de que escribió la Cantata del
café. Beethovenera un obseso del café y preparaba cada taza moliendo
exactamente setenta granos. Voltaire bebía unas cincuenta tazas al día, igual
que Balzac. El sultán otomano Selim I hizo colgar a dos de sus médicos por
aconsejarle que dejara de tomar café. Y el rey Federico el Grande de Prusia solía
tomarlo preparado con champán en vez de agua.

Está claro, pues, que el café sobrealimenta la mente y despeja la fatiga. Sin embargo,
hasta hace muy poco la ciencia no ha explorado en profundidad el funcionamiento
de la cafeína en nuestro cuerpo, tal y como explica Jennifer Ackerman en su
libro Un día en la vida del cuerpo humano:

La sustancia se distribuye por todos los tejidos y fluidos corporales a partir del
torrente sanguíneo, sin acumularse en ningún órgano en especial, sino que circula
uniformemente por la sangre —y en el fluido amniótico y el tejido fetal—. Eleva
ligeramente la tensión arterial, dilata los bronquios pulmonares y facilita al cuerpo
un acceso más rápido de los combustibles a la sangre. En los riñones incrementa el
flujo de orina; en el colon actúan como laxante. Incluso estimula un poco el ritmo
metabólico, lo cual acelera ligeramente la combustión de grasas.

Ackerman se olvida de decir que la cafeína también potenció y expandió la


intelectualidad, propiciando la era de la Razón, tal y como defienden historiadores
como Tom Standage en La historia del mundo en seis tragos. Hasta aquel momento,
en las tabernas se consumía mayormente cerveza o vino, incluso durante el
desayuno. Al ponerse de moda el café, la gente dejó de tener la mente embotada,
propiciándose la charla aguda y la reflexión ponderada.
Además, la cafeterías ya no eran antros oscuros, sino iluminados locales en los que
incluso había prensa y libros, lo que también favoreció la Ilustración, tal y como
sostienen Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer en su libro El mundo de la
cafeína. Las cafeterías se convirtieron hasta tal punto en lugares para fomentar la
intelectualidad que hasta se tornaron temáticas. Así, en ciudades como Londres,
encontrábamos cafeterías dedicadas mayormente a la divulgación de la ciencia (en
las que incluso científicos realizaban experimentos en vivo), cafeterías de política,
cafeterías de literatura, de economía y un largo etcétera. Fernando Garcés
Blázquez abunda en ello en La historia del mundo con sus trozos más codiciados:

Entre 1680 y 1730, en Londres se bebía más café que en ningún otro lugar del
mundo. Sus habitantes acuñaron el nombre popular de ‘universidades a penique’, en
alusión al precio que solía costar un bol de café y las amenas tertulias que se
organizaban a su alrededor. Un refrán de la época rezaba: «No existe universidad de
mayor excelencia, pues por un penique puedes ser una eminencia».

Los excitantes avances tecnológicos colaterales

El café también impuso el avance de determinados hallazgos científicos e


innovaciones tecnológicas, como ha escrito Bee Wilson en su libro La importancia
del tenedor: «La gran inventiva que se ha invertido en esta sustancia se hace eco de
su estatus como droga culinaria preferida a nivel mundial». Para elaborar el café, por
ejemplo, hemos pasado de los ibriks turcos hasta las caras máquinas de espressoo las
cápsulas que ya se venden como joyas de Tiffany, pasando por la versión ritualista
del uso del molinillo, prensador y cafetera silbante. Lo último es prescindir incluso
del fuego o la electricidad y valerse exclusivamente de la presión (y de unos brazos
fuertes), como es el caso de AeroPress, un instrumento de plástico que usa la
presión del aire para empujar el café a la taza a través de un tubo.

La primera cafetera fue creada en Francia en el 1800 por el farmacéutico R.


Descroisilles, tal y como explica Charles Panati en Las cosas de cada día: «Consistía
en dos esbeltos recipientes metálicos, que podían ser de estaño, cobre o peltre,
separados por una placa agujereada que hacía de filtro». La primera cafetera
esmaltada llegó en 1850, y la primera adaptación norteamericana, en 1873. También
en Estados Unidos se hizo tremendamente popular hasta finales de los años 1920 un
invento que parecía alumbrado por Franz de Copenhague: Perc-O-Toaster, un
cachivache que tostaba pan, cocía galletas y preparaba el café. Finalmente, sin
embargo, se impuso la simplicidad y el buen hacer de la cafetera Chemex, obra del
alemán Peter Schlumbohm. Además usaba el nuevo material llamado Pyrex,
resistente al calor. Los fabricantes de utensilios domésticos fueron remisos a
adoptarla arguyendo que parecía demasiado simple, pero Schlumbohm los atrajo
de esta suerte:

convenció a uno de los compradores de los grandes almacenes Macy´s Herald


Square, en Nueva York, para que se llevara una Chemex a su casa aquella noche y
con ella preparara su café a la mañana siguiente. Antes del mediodía, recibió una
llamada telefónica y el encargo de cien cafeteras.

Pero una de las grandes preocupaciones de los bebedores de café ha sido las
impurezas que se colaban al filtrarlo. Si bien existían cafeteras con filtro desde 1806,
invento del conde Rumford, alias de Benjamin Thompson, el filtro era de metal y
resultaba poco eficiente. La situación se prolongó hasta que un ama de casa
llamada Melitta Bentz, cansada de retirar los posos del café, tuvo la genial idea de
colarlo a través de una fina superficie de papel poroso. Melitta patentó así con su
nombre un filtro desechable que, adicionalmente, solucionaba el problema de su
limpieza.

El nada excitante ocaso del café

El café podría convertirse en un objeto de lujo dentro de muy poco debido a que su
escasez, casi su desaparición, incrementará su precio hasta límites insostenibles. La
culpa la tiene el cambio climático del planeta Tierra, que afecta particularmente a la
vulnerable especie de planta del café que más se usa para su cultivo mundial: la
Coffea arabica. Casi dos tercios del cultivo, presente hoy en 70 países, florece
idóneamente a una temperatura constante de entre 18 y 21 ºC. A temperaturas
superiores, los granos crecen insípidos. La planta también necesita un clima seco
para desarrollar brotes y, posteriormente, lluvia para la floración. Si llueve
demasiado, los frutos no aparecen.

Estas condiciones resultan cada vez más remotas debido a los gases de efecto
invernadero. Azotes climáticos cada vez más agresivos en los trópicos, como el Niño
y la Niña, nos podrían arrebatar nuestra dosis matutina de cafeína. Como
señala Mark Pendergrast en su libro El café:

El café es un producto extraordinariamente delicado. Su calidad está determinada en


principio por elementos esenciales como el tipo de planta, las condiciones del suelo
y la altitud del terreno en el que crece Puede quedar estropajo en cualquier etapa,
desde la aplicación de fertilizantes y pesticidas hasta los métodos de recolección, el
procesamiento, el transporte, el tueste, el envasado y el consumo.

Por si fuera poco, el calor también favorecerá la expansión de un devorador natural


de plantaciones de café, la broca del café (Hypothenemus hampei). Sus hembras
ponen los huevos en el grano, del que más tarde se alimentan las larvas, lo que
puede contribuir al hecho de que la taza de café cueste lo mismo que la de petróleo,
o más. Tal vez el consumidor estaría dispuesto a pagar ese sobreprecio, al igual que
paga por llenar el depósito de su coche: ¿acaso el café no se ha convertido ya, a
efectos prácticos, en el combustible de muchos cuerpos humanos?

De hecho, algunos ecologistas están intentando que eso sea así con independencia
del cambio climático, como pone de manifiesto el proyecto de ley que se presentó
en Berkeley, California, en 2002, para exigir, como señala Annie Leonard en su
libro Historia de las cosas, que «todo el café a la venta en el estado fuera orgánico,
cultivado a la sombra y certificado por Comercio Justo [Fair Trade]: aspectos que
producen un enorme impacto positivo en el medio ambiente y beneficios sociales
para los cultivadores». No cabe olvidar que cultivar café ocupa tierras en las que se
podía sembrar otras cosas, y solamente analizando la huella hídrica del café (la
cantidad de agua que invierte en su cultivo) sumamos «136 litros de agua en el
cultivo, producción, embalaje y transporte de los granos de café para nuestra taza
del desayuno».

A propósito del café orgánico, muchos biotecnólogos sostienen que los transgénicos
serán más seguros para la salud humana. Y más vale que sea así, porque en la
manipulación genética parece residir nuestra salvación cafeínica. Por ejemplo,
modificando el ADN de los arbustos del café para hacerlos más resistentes a las
condiciones climáticas que están por venir. De lo contrario, la escasez de café no
solo eliminará el problema del comercio justo por sí mismo, sino que eliminará
también el placer de tomar uno o dos cafés al día. El problema biotecnológico reside
en que la mayoría de los árboles de arabica descienden de unos pocos ancestros
que arribaron a las colonias holandesas y británicas en los siglos XVII y XVIII y
presentan únicamente el 1% de la variación genética de toda la especie. Por ello
andamos a la búsqueda de arbustos con mayor diversidad genética que nos permita
jugar con su ADN, como los cultivados a partir de semillas adquiridas en Etiopía en
la década de 1960. Mientras, se valora la idea de manipular también los genes de
otras especies como la Coffea canephora y la Coffea robusta, a fin de que nos
proporcionen un café lo suficientemente decente (en la actualidad, dichas especies
se usan para elaborar café instantáneo).
Quién sabe qué futuro le aguardará a esta suerte de petróleo con cafeína. Lo que sí
conocemos es que, si nos quedamos sin café, puede suceder algo similar a lo que
ocurriría si se terminara la energía: todas las máquinas del mundo se detendrán, la
eficiencia en el trabajo caerá en picado, la inspiración artística e intelectual se
desmoronará y, sobre todo, dejaremos de disfrutar de ese envolvente aroma a café
recién hecho.

No se trata solo de la cafeína. Si bien el 54 % de todo este estimulante que se


consume en el mundo procede de los granos de café, hay más de sesenta plantas
que producen cafeína, y ésta llega a nuestro torrente sanguíneo a través del té, el
cacao, las nueces de guaraná o el mate, entre otros. El café es algo más que una
forma de llegar a este alcaloide orgánico de forma concentrada (en Gran Bretaña,
incluso, ha derrocado al té como la bebida en que se gasta más dinero). En el café
tostado hallamos otras dos mil sustancias químicas como aceites, fosfatos, ácidos
volátiles, ceniza, trigonelina, fenólicos o sulfidos, lo que lo convierte, en palabras
de Pendergrast, en «uno de los productos alimenticios más complejos de la Tierra».
Así pues, no tenemos sustituto, y haremos lo posible para que el café continúe
existiendo, ya sea creando cafetos modificados genéticamente o químicos que
imiten su legendario aroma e incluso su sabor. Todo para que esa baya mágica que
brota de una mata etíope continúe cambiando el mundo como lo ha hecho desde
que Kaldi se metiera la primera en su boca y se sintiera un poco como George
Clooney.

Algunas cifras excitantes

Cada día se toman 1,6 billones de tazas de café. Quienes más consumen son los
finlandeses (12 kg de café por año). En España la media es de 4,5 kg. Cada saco de
café que exportó Brasil en 2012 contenía 580.000 granos de promedio y facturó 33,4
millones de sacos. El tamaño de los granos de café es de 4 a 8 milímetros, pero la
variedad Maragogype que se cultiva en Nicaragua, la más grande del mundo, es de
32 milímetros (lo llaman ‘grano elefante’ y es casi como una bala). El café es el
segundo producto más comercializado del mundo, después del petróleo, con
exportaciones de 15 billones de dólares al año. Más de 26 millones de granjeros
sobreviven gracias a su cultivo. Italia es el país con más cafeterías por habitante del
mundo. Seattle —donde nació la franquicia Starbucks— tiene diez veces más
cafeterías por habitante que cualquier otra ciudad de Estados Unidos.

FUENTES:
El café, de Mark Pendergrast

Historias de la historia (Tercera serie), de Carlos Fisas

Historia del mundo en seis tragos, de Tom Standage

La historia de las cosas, de Annie Leonard

Coffee and Coffehouses, de Ralph Hattox

La importancia del tenedor, de Bee Wilson

Las cosas de cada día, de Charles Panati

Un día en la vida del cuerpo humano, de Jennifer Ackerman

El mundo de la cafeína, de Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer.

La historia del mundo con sus trozos más codiciados, de Fernando Garcés Blázquez

La cuchara menguante, de Sam Kean

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