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Libro Complementario
Introducción
Capítulo Uno
La religión organizada
Después de liberar a los israelitas, Dios los mantuvo en el desierto del Sinaí
durante casi un año antes de dirigirlos hacia Canaán (cf. Éxodo 19:1; Números
10:11, 12). La región que rodeaba al monte Sinaí estaba lejos de cualquier
amenaza militar y de las tentaciones de las sociedades paganas. Allí el Señor
organizó a su pueblo como una nación funcional, con un espectacular siste-
ma de adoración, para que sus integrantes pudieran colaborar con él y entre sí
para llevar a cabo su misión (Éxodo 29-Números 10).
Dios dio a los israelitas un tipo de «religión organizada». Son muchas las
personas que han rechazado la religión organizada:
«Este mundo sería el mejor de los mundos posibles si no hubiera re-
ligión» —John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos de
América.
«La religión es el opio del pueblo» —Karl Marx.
«¿Religiones? Argumentos interminables sobre contradicciones triviales
en libros escritos por salvajes ignorantes para explicar los truenos en las
tinieblas» —Autor desconocido.
«Una sociedad sin religión es como un demente psicópata sin una pis-
tola del calibre 45 cargada» —Autor desconocido.
«La religión organizada es un simulacro y una muleta para débiles
mentales que necesitan fortalecerse en grupos. Dice a la gente que vaya a
meter las narices en los asuntos de otras personas» —Jesse Ventura, go-
bernador de Minnesota, 1999.
«La religión no es muy eficiente únicamente en lo que respecta a la inver-
sión de tiempo. Yo podría hacer muchas cosas más el domingo por la
mañana» —Bill Gates.
Por desgracia, quienes hacen esas declaraciones pueden hallar apoyo en mi-
les de años de historia religiosa. Para muchos, aunque deseen servir a Dios,
la organización destruye la verdadera espiritualidad y la devoción hacia él.
Como evidencia pueden citar numerosos grupos religiosos cuyo interés se
centra más en el poder y en la justificación propia que en la pieda4y el servi-
cio. Tales personas obtienen una mayor bendición para ellos mismos o con
los miembros de su familia o con amigos íntimos cuando adoran a Dios en
su hogar o en el campo, en la naturaleza creada por Dios, que la que obtie-
nen cuando asisten a reuniones rígidas, superficiales, o aburridas, o cuando
soportan la exclusión y la crítica de camarillas tóxicas.
Comprendo las inquietudes de quienes rechazan la religión organizada. Mi
esposa Connie y yo estudiarnos durante dos años en Jerusalén, centro y lugar
de nacimiento de las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cris-
tianismo y el islamismo. Tenemos amigos en los tres grupos y encontramos
muchos aspectos positivos en sus creencias y prácticas. Sin embargo,
aunque amamos a la ciudad de Jerusalén, fuimos testigos de un enorme an-
tagonismo religioso, de arrogancia y egoísmo entre las tres confesiones. En
vez de amarse unos a otros, las tradiciones religiosas fomentan los prejuicios
profundamente arraigados que infectan a las personas desde la niñez. Pare-
cen empaparse de una sensación beligerante de «nosotros» contra «ellos»
desde el seno materno.
Nuestra experiencia más perturbadora en Jerusalén fue «la ceremonia del fue-
go sagrado» el fin de semana de la semana santa, en la Iglesia del Santo Se-
pulcro. Quince mil «cristianos» abarrotan la antigua iglesia, que es el sitio tradi-
cional de la crucifixión, la sepultura y la resurrección de Cristo.
El día era sábado, entre el viernes santo y el domingo de resurrección. Un
«sumo sacerdote» cristiano estaba por entrar a la tumba de Cristo, donde se su-
pone que el Espíritu Santo enciende su vela y luego él comparte el «fuego
sagrado» con los miles de adoradores que sostienen las suyas.
Connie, un amigo, y yo, fuimos a la iglesia temprano y encontramos un lu-
gar en un balcón que dominaba la entrada. Estuvimos confinados allí duran-
te seis horas. Durante las primeras dos horas, mientras las puertas exteriores de
la iglesia estaban abiertas, observamos a la gente entrar al recinto. Pertenecían a
dos grupos diferentes de «cristianos», cada uno de los cuales resentía la pre-
sencia del otro. De hecho, alguien nos dijo que era tal animosidad que existía
entre las diferentes denominaciones cristianas orientales que comparten la
Iglesia del Santo Sepulcro, que el custodio de las llaves del lugar sagrado es
un musulmán. Esa medida evita que los «cristianos» traten de arrebatarse las
llaves mutuamente en forma violenta.
La policía israelita ha colocado barreras en el centro de la entrada de la igle-
sia para separar a los adoradores que pertenecen a los dos grupos. Cada fac-
ción tenía una línea de jóvenes fornidos a lo largo de las paredes opuestas de
la entrada para proteger sus derechos territoriales. Más o menos cada quince
minutos se producía una trifulca entre aquellos jóvenes, y más o menos ca-
da media hora se libraba una verdadera batalla. ¡Para que luego se hable de
«cristianismo en acción»!
Una anciana menudita entró por el lugar equivocado. El imperioso sacerdo-
te que tenía la jurisdicción sobre ese lado la echó de forma reiterada, pues,
por algún motivo, ella se negaba a entrar por el otro lado. Finalmente, él la
agarró y le dio un fuerte empujón. Ella cayó y quedó tirada sobre el suelo de
piedra, gritando.
No quiero andarme por las ramas. Si cuanto supiera de religión fuera lo que
experimenté en Jerusalén, la llamada «ciudad santa», es muy probable que
fuera ateo o agnóstico. Gran parte del «cristianismo» organizado se ha aleja-
do de los principios divinos del amor y ha pasado a alimentarse de los prin-
cipios satánicos del egoísmo y el odio. Otras formas de religión se han vuelto
gravemente paganas, o politeístas, o han glorificado el ocultismo.
Sin embargo, ¿significa todo esto que la organización, por sí misma, destru-
ye necesariamente la religión? ¿Es la religión desorganizada o no organizada
una mejor alternativa? ¿Deberíamos ser cristianos caóticos? ¿O el problema
radica en la corrupción de la organización religiosa?
En la Biblia el pueblo de Dios disfrutó la comunión y el apoyo resultante de
la pertenencia a un grupo. Los israelitas viajaron juntos. Jesús llamó a un
grupo de discípulos, no a ermitaños aislados. Se relacionaban entre ellos y
con él. Unidos somos más fuertes en nuestra vida espiritual y en nuestros
vivir de lo que somos cuando estamos aislados. «Y considerémonos unos a
otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de con-
gregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto
más, cuanto veis que aquel día se acerca» (Hebreos 10:24, 25).
Los grupos de personas son más felices y más efectivos cuando hacen las co-
sas de forma ordenada que cuando las hacen desordenadamente. Cuando
los cristianos se reúnen para hallar aliento mutuo, aprovechan más si hablan
por turnos que si lo hacen a la vez (1 Corintios 14:26-32). «Pues Dios no es
Dios de confusión, sino de paz» (versículo 33). Dios concede mucho valor a la
armonía y al orden, tal como se muestra en el orden de su cuartel general celes-
tial (Apocalipsis 4, 5) y en su creación en el planeta Tierra (Génesis 1, 2).
Para cooperar con Dios, los miembros de un grupo deben estar dispuestos a
trabajar armoniosamente unos con otros. Solo cuando los seguidores de Cristo
estuvieron unidos pudieron recibir el poder del Espíritu Santo para llevar el
evangelio a todo el mundo (Hechos 2).
La comisión de Cristo de ir y hacer discípulos a todas las naciones, bautizándo-
los y enseñándolos (Mateo 28: 19, 20) es demasiado grande para que la pueda
llevar a cabo una sola persona. Para cumplirla nos necesitamos unos a otros
con toda la riqueza de nuestra diversidad, exactamente igual que las partes del
cuerpo humano se ayudan mutuamente para poder cumplir su tarea de preser-
var la vida. Así, la iglesia cristiana primitiva organizó a sus miembros según
los dones espirituales o talentos con los que el Espíritu Santo había dotado a
cada cual (1 Corintios 12; cf. Hechos 6:1-7).
Cuanto más grande sea la tarea y más numeroso sea el grupo que la lleva a ca-
bo, más se requiere una organización efectiva. Los israelitas constituían un
enorme grupo, y su tarea de conquistar la tierra de Canaán era monumental. Por
lo tanto, necesitaban una organización efectiva que los mantuviera realizando
sus esfuerzos de forma coordinada. Por ello, Dios indicó a Moisés que realiza-
se un censo militar que contara a los hombres aptos para la lucha, con veinte
años de edad como mínimo (Números 1). El propósito no era simplemente sa-
ber cuál era el número de los israelitas, sino organizar un ejército.
El censo militar no incluía a la tribu de los levitas (Números 1:47-54). Los di-
rigentes los contaron en un censo separado que contaba a los hombres que
tenían entre los treinta y los cincuenta años de edad, la edad dorada de la
madurez, para suplir las diversas necesidades del santuario (Núm. 4). Las ins-
trucciones de Dios relacionadas con los deberes de los levitas fueron muy deta-
lladas. Era una religión organizada en sentido global, y Dios mismo la institu-
yó.
La organización no es inherentemente mala. Es un instrumento neutral que uno
puede utilizar con buenos o malos propósitos. La gente puede reunirse para
ayudar a las víctimas de un huracán, un maremoto, o una sequía. O puede ex-
plotar a otras personas. Los dirigentes y los objetivos de una organización, in-
cluyendo una organización religiosa, determinan su carácter.
El tipo acertado de organización
La naturaleza de una organización debería adaptarse a su propósito. La organi-
zación de un club de fútbol puede ser relativamente sencilla, con límites flexi-
bles para llegar a ser miembro, un cómodo sistema de seguridad y algunas re-
glas para asegurarse de que cada uno sea tratado justamente. Un ejército o una
nación constituyen una cuestión totalmente diferente. La organización debe ser-
vir a los complejos intereses de muchas personas y abordar el peligro real que
le plantean los enemigos, quienes son, por lo general, externos, aunque algu-
nos podrían ser internos.
Los lectores modernos del libro de Números tienen la tendencia a creer que la
disciplina impuesta a los israelitas en su peregrinación por el desierto era de-
masiado severa. Pero la nación entera llegó a ser un ejército en marcha. Nece-
sitaban disciplina militar para alcanzar sus objetivos con tanta seguridad como
fuera posible. Cualquiera que se negara a cooperar podía poner en peligro la
seguridad de todo el grupo.
¿Suena familiar? La gente que viaja en avión en estos días debe observar estric-
tas reglas para la seguridad de cada cual. «No deje su equipaje desatendido».
«No acepte paquetes de ningún desconocido». «Limite los líquidos en su equi-
paje de mano». Esas precauciones son prácticas, no legalistas.
El sistema de organización de Dios era más de lo que se necesitaba incluso pa-
ra un ejército nacional, era nada menos que el ADN de un nuevo orden mun-
dial. El éxito y la prosperidad del pueblo escogido de Dios, gobernado por leyes
sabias y justas en armonía con su amante carácter, tenía el propósito de atraer a
otros pueblos (Deuteronomio 4:5-8; cf. 1 Reyes 10:1-13).
El sistema de organización divinamente ordenado, diseñado para apoyar el
progreso hacia resultados radicales, se valió de las estructuras sociales existentes
hasta donde fue posible. Si bien el Señor quería transformar a la gente en armo-
nía con su carácter, no se involucró en una revolución social. Del mismo
modo, cuando llevamos el evangelio a gente de otras culturas, podemos
trabajar con sus sociedades y con su estilo de hacer las cosas mientras no
entren en conflicto con los principios divinos. Evangelizar no significa oc-
cidentalizar ni colonizar. El apóstol Pablo reconoció el valor de esa adap-
tabilidad. «Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a to-
dos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos» (1 Co-
rintios 9:22).
La sociedad israelita era tribal, no democrática. Sus dirigentes eran jefes o
caudillos de grandes grupos de familias, no cargos electos. Por ello, las di-
visiones del ejército, el campamento y el orden de marcha se establecían
por tribus, subunidades tribales mayores y familias dentro de ellas (Núm.
1, 2). Del mismo modo, el campamento y las responsabilidades de los
miembros de la tribu de Leví estaban en armonía con sus relaciones como
sacerdotes pertenecientes a la familia de Aarón, o como descendientes de
Gersón, Coat y Merari (Números 3, 4).
Toda la gran familia de Israel debía vivir, trabajar, viajar y luchar en la guerra
unida, en estrecha cooperación. Siendo que los miembros estaban relaciona-
dos, se comprendían entre sí y tenían poderosos intereses creados para coope-
rar en pro del bienestar, la seguridad y el éxito de cada cual. En nuestras socie-
dades occidentales, individualistas y caracterizadas por una elevada movili-
dad, hemos perdido en gran medida el fuerte sentido de pertenencia, apoyo e
identidad que la parentela puede proporcionar.
Israel estaba unificado por una forma representativa de gobierno. Los dirigen-
tes de unidades sociales menores eran responsables ante los líderes de las
unidades mayores, quienes estaban bajo la dirección de Moisés, el portavoz de
Dios, el Rey divino (cf. Núm. 23: 21). Moisés no había sido elegido, y tam-
poco Dios lo había sido. Los representantes no actuaban como un parlamen-
to o como un congreso que promulgara o decretara leyes. Más bien, tenían
la responsabilidad de ver que la nación llevara a cabo las instrucciones del
Señor. Él se encargaba de todo. Por ello, el gobierno israelita era una teocra-
cia gobernada por Dios.
El gobierno de Dios
Cuando visitamos la capital de un país, no es difícil, por lo general, saber
quién está al frente. Los poderes gobernantes tienen sus sedes, generalmente,
en el centro de la ciudad, en un imponente capitolio, en el palacio legislati-
vo, o en el palacio ejecutivo. Abu Simbel, localidad situada en el sur de
Egipto, tiene una antigua pintura de un campamento de guerra egipcio, con
la enorme tienda del faraón Ramsés II (que gobernó de 1279 a 1212 a.C.)
en el centro. En la representación, no queda ninguna duda de quién tenía la
autoridad suprema.
La tienda del faraón estaba estructurada como el santuario israelita, con un
cuarto interior cuadrado y un cuarto exterior el doble de grande. En la pintu-
ra, el sello oval que contenía el nombre del Faraón está en el centro del «lu-
gar santísimo». Es precisamente el equivalente del lugar santísimo en el
santuario israelita, donde el Señor estaba entronizado en medio de los queru-
bines sobre el arca del pacto (Éxodo 25:22; 1 Samuel 4:4; 2 Reyes 19:15).
Egipto pretendía ser una teocracia, y los faraones eran re-yes-dioses. Pero el
gran Ramsés II no era más que un ser humano, como puede constatar cual-
quiera que observe su arrugada momia en el Museo de El Cairo. Solo Israel
contaba con el verdadero Dios-rey.
¿Se ha preguntado el lector alguna vez lo que sería tener a Dios como el Jefe
de Estado de su país? No un presidente, un primer ministro, un monarca o
un dictador vitalicio, que no son más que débiles seres humanos, sino al
Señor mismo. Él tendría la sabiduría y el poder para resolver todos los pro-
blemas y sería totalmente justo (Salmo 96). Dios gobernaría por medio del
amor, equilibrando la justicia con la misericordia (Salmo 85:10; 89:14).
Ningún interés especial podría inducirlo a venderse, y no toleraría la corrup-
ción en su gobierno. Y jamás tomaría vacaciones, y ni siquiera dormiría,
sino que protegería constantemente a su pueblo (Salmo 121:4). ¿Quién no
votaría por un líder así?
Dios era el Jefe de Estado en el antiguo Israel, y comunicaba su voluntad a
Moisés, su representante. «Cuando entraba Moisés en el tabernáculo de
reunión para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del pro-
piciatorio que estaba sobre el Arca del testimonio, de entre los dos querubi-
nes. Así hablaba con él» (Números 7:89). El contenido de esa comunica-
ción eran las instrucciones para los israelitas (Éxodo 25:22; Levítico 1:1, 2).
Moisés era algo así como el primer ministro de Dios, en el sentido de que era
responsable de que se realizara la voluntad de Dios y de encargarse de todos
los detalles. Pero él no era el encargado de la formulación de las políticas
como jefe de Estado. Esa era la función de Dios. El gobierno de Israel era
una teocracia dirigida por Dios.
En otras épocas, incluyendo nuestros tiempos, muchos grupos que pertenecen
a las religiones monoteístas (por ejemplo, los talibanes) han pretendido esta-
blecer gobiernos civiles dirigidos por la deidad. Pero esas no son verdaderas
teocracias, porque no tienen la presencia de Dios morando entre ellos y dirigién-
dolos. Han tenido la tendencia a arrogarse la posesión de la autoridad divina pa-
ra obligar a otros a observar sus tradiciones humanas. Con frecuencia los resul-
tados han sido opresivos, y a veces peores que eso.
La verdadera iglesia cristiana de Dios sobre la tierra carece tanto de gobierno
civil como de la presencia del Señor entronizado en el lugar santísimo del san-
tuario terrenal o templo. Solo tenemos una comunidad de fe. Pero la cabeza
de esta comunidad es el Cristo divino (Juan 14:26; 16:12-15).
Por ello, la verdadera iglesia tiene que ser una teocracia. Por lo tanto, como en
el antiguo Israel, los representantes del Señor son los responsables de que todo
se haga de acuerdo con su voluntad. Deben aplicar los principios divinos, no
alterarlos o ^reemplazarlos de acuerdo con el razonamiento humano. Hacer tal
cosa seria usurpar arrogante y neciamente el lugar de Dios, lo cual seria una
blasfemia. Por supuesto, deben resolver y administrar muchos detalles, pero, al
hacerlo, nunca deberían pasar por alto o comprometer el conjunto de principios
que Dios ha revelado a través de los profetas que hablaron en su nombre.
Cuando la verdadera iglesia administra la disciplina a sus miembros, lo hace en
armonía con la voluntad de Dios, tal como está revelada a través de la Biblia y la
conducción del Espíritu Santo. Jesús dijo: «Les aseguro que todo lo que aten en
la tierra quedará atado en el cielo; y todo lo que desaten en la tierra quedará
desatado en el cielo» (Mateo 18:18, Nueva Biblia Española). La versión NASB
(traducida del inglés), dice: «En verdad os digo, que cualquier cosa que atéis en
la tierra, habrá sido atada en el cielo; y cualquier cosa que desatéis en la tierra,
habrá sido desatada en el cielo». Esta versión, a diferencia de las demás, expresa
correctamente el tiempo verbal griego, el cual indica que el cuerpo organizado
de creyentes toma decisiones en armonía con lo que Dios ya ha decidido. No
significa que la iglesia tiene la autoridad y que el cielo hace la voluntad de ella.
Debemos someternos humildemente a la voz que habla entre los querubines
celestiales.
IV Trimestre de 2009
Libro Complementario
Capítulo Dos
Un pueblo santo
(Números 5, 6)
1Traducción del hebreo de Ruth Finer Mintz, en Hannah Senesh: Her Life and Diary (Nueva York:
Schocken Books, 1971), p. 253.
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nal al Señor mediante un estilo de vida de abstinencia y por el ofrecimiento
de varios sacrificios (Núm. 6). De esta forma el Señor afirmaba que ellos
pertenecían a «un reino de sacerdotes» y «a una nación santa» (Éxodo 19:6).
Muchos cristianos consideran a sus ministros profesionales como personas
especialmente santas, aunque no los llamen «Reverendo» o «Su Santi-
dad» ni los consideren sacerdotes. Ciertamente, la profesión ministerial es
un elevado y santo llamamiento al liderazgo espiritual y a una vida ejemplar.
Pero es importante recordar que todos los cristianos son «un real sacerdocio»
y «una nación santa» (1 Pedro 2:9). «De acuerdo con Pedro, todos los cris-
tianos pertenecen al sacerdocio. En el Nuevo Testamento, la iglesia no tiene
un sacerdocio; es un sacerdocio». 2
Así que todos los cristianos, hombres y mujeres, jóvenes o ancianos, son
ministros en un sentido más amplio, aunque no sean ministros profesionales
que reciban salario. Nuestro único sacerdote en el sentido especial de un me-
diador ante Dios es Cristo (véase especialmente en Hebreos 7-10). De modo
que todos los cristianos deben ser santos: «Sino, así como aquel que os lla-
mó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir,
porque escrito está: "Sed santos, porque yo soy santo"» (1 Pedro 1:15, 16;
citando Levítico 11:44). Aunque ya no es posible cumplir un voto de naza-
reo, porque el sistema sacrificial ya no existe, las instrucciones dadas a los
nazareos muestran cómo valora Dios la devoción especial de los hombres y
mujeres que no son ministros profesionales.
Durante el tiempo de su voto, el nazareo debía abstenerse de tres cosas:
1. Comidas y líquidos hechos con jugo de uva y otros frutos dulces si-
milares susceptibles de fermentación (Números 6:3, 4).
2. Cortarse el cabello (versículo 5).
3. Acercarse a un cuerpo muerto, incluso en el entierro de familiares muy
cercanos (versículos 6, 7).
El primero y el tercero eran como un eco de prohibiciones observadas por
los sacerdotes. Sin embargo, a los sacerdotes se les prohibía beber vino y
cualquier otro tipo de bebida de frutos dulces (en este caso fermentado)
solo cuando entraran al santuario (Levítico 10:9) y solo el sumo sacerdote
tenía prohibido participar en los funerales de sus familiares más cercanos
(Levítico 21:11; cf. versículos 1-4 para los sacerdotes ordinarios o comunes).
El estilo de vida de los nazareos, cuyo cabello era dedicado al Señor, era
2 Russel Burrill, Revolution in the Church (Fallbrook, California: Han Research Center, 1979), p. 24.
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muy semejante al del sumo sacerdote, cuya cabeza estaba especialmente
consagrada (Levítico 8:12; 21:10).
El punto culminante del período votivo del nazareo llegaba al final, cuando
la persona ofrecía varios sacrificios. Estos incluían una ofrenda de purifica-
ción, una ofrenda encendida, y una ofrenda de paz, junto con un canastillo
de tortas sin levadura, acompañados con sus libaciones (Números 6:13-17,
19, 20). La combinación de ofrendas era bastante costosa (Hechos 21:24).
Con ellas, el nazareo ofrecería todo lo demás que hubiera ofrecido, de
acuerdo con lo que él o ella pudieran financiar.
Los sacrificios del nazareo eran similares en varios sentidos a los que Israel
ofrecía para consagrar a los sacerdotes: una ofrenda de purificación, una
ofrenda encendida, y una ofrenda de ordenación que se parecía mucho a la
ofrenda de paz. Con la ofrenda de ordenación estaba un canastillo con panes
sin levadura (Levítico 8). Sin embargo, si bien los rituales de consagración
de los sacerdotes ocurrían al principio de su larga vida de servicio al Señor,
los sacrificios de un nazareo se ofrecían al final de su período temporal de
consagración.
Como parte de la ceremonia de conclusión, el nazareo debía trasquilarse la
cabeza, que estaba dedicada al Señor, y quemar el cabello en el fuego con la
ofrenda de paz (Núm. 6: 18). Como el cabello representaba la dedicación de
toda la persona a Dios, ofrecerlo era lo más cerca que el sistema ritual de los
israelitas llegaba al sacrificio humano. Señalaba hacia el sacrificio de un ser
humano dedicado: Cristo, quien se ofreció a sí mismo para quitar los peca-
dos: «porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar
los pecados. Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no
quisiste, mas me diste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado
no te agradaron. Entonces dije: "He aquí, vengo, Dios, para hacer tu voluntad,
como en el rollo del libro está escrito de mí"» (Hebreos 10:4-7, citando Sal-
mo 40:6-8).
Para prometer la liberación de su pueblo, Cristo apareció a Manoa y a su
esposa como el «Ángel del Señor» y les dio instrucciones para el estilo de
vida de nazareo que iba a vivir Sansón. Se identificó a sí mismo como el
Único cuyo nombre es «Maravilloso». Entonces ascendió al cielo en la llama
de la ofrenda encendida, anunciando la ofrenda de sí mismo (Jueces 13:9-
23).
Cristo era de Nazaret, pero no era nazareo (Mateo 11:19). No existe ningu-
na conexión lingüística entre las dos palabras, aunque tienen sonido seme-
jante en español. Por lo tanto, es muy improbable que él tuviera el cabello
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largo de un nazareo que los artistas con frecuencia representan. Sin embargo,
Cristo, como un nazareo, ofreció su sacrificio al final de su periodo de vida
consagrado sobre la tierra. Este sacrificio lo capacita para ser nuestro perma-
nente Sumo Sacerdote en el cielo, quien vive «siempre para interceder» por
nosotros (Hebreos 7:25). Así, su sacrificio sobre la cruz se situó entre su vida
terrenal y su ministerio celestial.
Cuando los nazareos habían terminado de presentar sus ofrendas, estaban
libres de beber vino de nuevo (Números 6:20). Pero Jesús se negó este pri-
vilegio, diciendo justo antes de su muerte: «Desde ahora no beberé más de
este fruto de la vid, hasta aquel día que lo beba nuevo con vosotros en el
reino de mi Padre» (Mateo 26:29). Hasta que él pueda disfrutarlo con noso-
tros, no lo disfrutará en absoluto.
3 Roy Gane, Leviticus, Numbers, NIV Application Commentary (Grand Rapids: Zondervan, 2004), p. 539.
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que el Rey del universo mismo los insta a venir audazmente ante su trono de
gracia (Hebreos 4:16). Dios ama a su pueblo y está ansioso de colmarlos de
bendiciones, especialmente protección y bienestar. Ellos no necesitan ganar-
se su favor: solo necesitan aceptarlo.
La bendición sacerdotal pide que el rostro del Señor resplandezca sobre su
pueblo y sea alzado hacia ellos. Ambas imágenes expresan la actitud positiva
de misericordia y buena voluntad hacia ellos, de aquel de quien fluye toda
bendición. Ellos no tienen que esforzarse para obtener sus beneficios, uno
por uno. Solo necesitan centrar su atención en el único que lo da todo.
Como dijo Jesús: «buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y
todas estas cosas os serán añadidas» (Mateo 6:33).
Números 6: 27 dice que cuando los sacerdotes bendijeran a los israelitas,
«pondrán mi nombre sobre los hijos de Israel, y yo los bendeciré». La segu-
ridad de las bendiciones surge de la posesión del «nombre» de Dios. Aque-
llos que tienen su nombre le pertenecen como su pueblo santo. Les pro-
porciona su identidad, y ellos están bajo su cuidado.
El nombre del Señor también representa su carácter y su reputación (Éxodo
9:16; Ezequiel 36:23). Así que llevar su nombre es tanto un privilegio como
una responsabilidad. Todo lo que somos y hacemos está relacionado con su
nombre. Al permitirle trabajar en nosotros y a través de nosotros, le permi-
timos glorificar su nombre en el mundo para que así otros sean atraídos
hacia él. Por otra parte, si proclamamos su nombre, pero no cooperamos
con la obra de su gracia en nuestras vidas, tomamos su nombre en vano
(Éxodo 20:7).
El favor y la buena voluntad de Dios están disponibles para todos los habitan-
tes del planeta Tierra a través del don de su Hijo. Cuando Jesús nació, los
ángeles cantaron: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena vo-
luntad para con los hombres!» (Lucas 2:14). Al ser levantado sobre la cruz para
proporcionar la salvación a todo aquel que acepte su gracia, Cristo invita a
todas las personas a acudir a él (Juan 12: 32). Es el sacerdote de todos, no
solamente de los israelitas, y sus bendiciones están preparadas para todos.
Cualquiera haya sido su nombre en el pasado, él tiene un nuevo nombre para
usted, una nueva identidad y un nuevo carácter que significa que pertenece a
Dios por la eternidad (Apocalipsis 3:12).
Capítulo Tres
El servicio de Dios
(Números 7, 8)
Obreros capacitados
Los sacerdotes israelitas provenían de la tribu de Leví, y otros hombres de
la misma tribu debían asistirlos en el cuidado del santuario. Los otros levi-
tas no eran consagrados como sacerdotes, pero debían ser purificados y
puestos aparte del resto de los israelitas para que pudieran aproximarse con
seguridad a las cosas santas en el cumplimiento de sus deberes (Números
8:5-22). Su purificación los libraba de la impureza física ritual, especial-
mente de la contaminación con cadáveres. Esa contaminación los había
afectado varias veces en el pasado, como cuando participaban en funerales.
Pero no habían tenido medios o razones para purificarse hasta ahora.
La impureza física ritual implica una forma de pensamiento muy extraña
para nosotros en este tiempo. Cuando yo tenía nueve años de edad, mis
compañeros varones de una escuela elemental de Lincoln, Nebraska, se ne-
gaban a tocar cualquier cosa que perteneciera, o hubiera sido tocada, por las
niñas. Se suponía que las integrantes de la «especie» femenina^ disemina-
ban una forma de contagio llamada «cooties", proveniente de una especie de
insecto mítico, que era una amenaza para su masculinidad en desarrollo.
Evitar los «cooties» y advertir a los demás ruidosamente del peligro era un
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juego muy divertido. Por supuesto, la tontería de los «cooties» no sobrevi-
vió a nuestra pubertad, cuando las letales hormonas mataron nuestro deseo
de mantenernos alejados de los «cooties».
Solo al llegar a la edad adulta supe que la palabra «cooties» significa lite-
ralmente «piojos». No puedo imaginar ni por un momento que las adorables
niñas de cuarto grado estuvieran infestadas con un solo piojo. Para los mu-
chachos, los «cooties» eran una categoría conceptual que simbolizaba una
cualidad transferible de la feminidad. Indudablemente, los especialistas en
el desarrollo de la psicología humana podrían explicar este tipo de pensa-
miento que parece representar una etapa más bien insegura en la cual un ni-
ño necesita reafirmar su género. Pero para nuestros propósitos es suficiente
señalar que la categoría de los «cooties» implicaba una fuente humana físi-
ca (una niña) y cosas especialmente asociadas con ellas por propiedad o por
el tacto. Los muchachos lo considerábamos como un tipo de «impureza»
que necesitábamos evitar.
Los «cooties» proporcionan un sencillo ejemplo que puede ayudarnos a
comprender el profundo concepto bíblico de la impureza física ritual huma-
na. Esa impureza no era consecuencia de la suciedad ordinaria. Tampoco
era una enfermedad, aunque ciertas enfermedades podían hacer impuras a
las personas. Tampoco era pecado, en el sentido de violar un mandato di-
vino. Más bien, la impureza israelita era una categoría conceptual asociada
con el ciclo nacimiento-muerte, es decir, el ciclo de la mortalidad, que es el
resultado del pecado (Génesis 3; Romanos 5:12; 6:23). Así que la impureza
que enfatiza y recalca la mortalidad podía provenir de los cuerpos muertos
(Números 19), de la muerte viviente de una enfermedad que causaba dete-
rioro de la piel (Levítico 13, 14; Números 12), y de diversos flujos de los
órganos reproductores masculinos y femeninos, que servían para generar
nueva vida mortal (Levítico 15). Aunque el nacimiento daba origen a una
nueva vida, era una vida mortal; por eso, los flujos sanguíneos posparto de
la madre la hacían impura (Levítico 12).
A cualquier persona o cosa que estuviera «impura» no se le permitía poner-
se en contacto con las cosas o lugares santos. Por tanto, más que separar lo
«masculino» de lo «femenino», la impureza física ritual separaba lo «di-
vino» de la «humanidad caída». El hecho de tener una impureza no quería
decir que un israelita era menos digno que otras personas. De hecho, era
bueno y obligatorio hacerse impuro para poder disfrutar de la intimidad del
matrimonio y darle continuidad a la raza humana mediante la recepción de
la bendición divina: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y someted-
la» (Génesis 1:28; 9:l).También era necesario llegar a ser impuro al sepultar
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a los padres, en cumplimiento parcial del mandato: «Honra a tu padre y a tu
madre» (Éxodo 20:12).
Podemos llamar a esto «impureza ritual» porque la santidad de la cual debía
separarse era la santidad del santuario y su sistema ritual, en el cual residía
la presencia divina en la tierra. Y esa división no era un asunto trivial. Al
hacer un resumen de una serie de instrucciones concernientes a las impure-
zas rituales y la purificación de ellas, Dios advirtió: «Apartaréis de sus im-
purezas a los hijos de Israel, a fin de que no mueran a causa de sus impure-
zas, por haber contaminado mi tabernáculo, que está en medio de ellos»
(Levítico 15:31). Como el campamento israelita era la sede del santuario,
era santo. Por esa causa las personas seriamente impuras tenían que salir del
campamento (Números 5:1-4).
El Dios de Israel insistía en distanciarse de la mortalidad. La muerte nunca
fue parte del plan divino original. Esta perspectiva es contraria a la filosofía
humana, que se remonta hasta los antiguos egipcios. En Egipto cada tumba
era un templo, porque la muerte era un pasaje sagrado a la siguiente fase de
la vida inmortal con los dioses. Pero lo que necesitamos es redención de la
muerte, no reencarnación (¿o encarcelamiento de nuevo?) para entrar a otro
estado vital.
El Dios santo de Israel es el Señor de la vida (Mateo 22:32). Él rechaza la
idea de que la muerte es santa y, por lo tanto, asociada con él. En la Biblia
un cadáver era impuro y, por lo tanto, excluido del contacto con las cosas o
las personas santas (Levítico 21:10-12; Números 6:6-9; 19: 11-22). La
muerte es mala; es el resultado del pecado (Génesis 3; Romanos 6:23). Dios
quiere restaurar la vida eterna en nosotros (Juan 3:16), no meramente perpe-
tuar un «alma inmortal" que es una noción ficticia inventada por su enemigo
(Génesis 3:4).
Ahora el santuario y el templo israelitas ya no existen. El ministerio de
Cristo se realiza en un mejor santuario que hay en el cielo (Hebreos 7-10).
La presencia de Dios en la shekina ya no reside en una morada terrenal. Por
lo»tanto, ya no existe un lugar santo en la tierra, en el sentido en que el san-
tuario y el campamento israelita que lo rodeaba eran santos. Por tanto, ya no
tenemos por qué pelear para ganar o mantener el control de territorios sa-
grados, con el propósito de realizar ritos en un lugar designado para tener
especial acceso a Dios. ¡Qué alivio! Y tampoco tenemos por qué observar
las leyes bíblicas relacionadas con la impureza física ritual para separar tal
impureza de una esfera de santidad terrenal.
Capítulo Cuatro
El día de la independencia
Muchos países celebran su independencia de gobiernos extranjeros con días
festivos. Las fechas varían, pero el tema es parecido: el gozo de la victoria
que ha traído la oportunidad para la autodeterminación y la liberación de la
explotación. La gente considera que esos días festivos son ocasiones felices
para comer y beber con los amigos y la familia, asistir a desfiles, o escuchar
discursos patrióticos. Cuando yo era niño, disfrutaba especialmente los fuegos
artificiales del día de la independencia. Observar los fuegos artificiales era
emocionante, pero aún más emocionante era encender nuestras propias lu-
ces, nuestros propios cohetes.
La Pascua es el «día de la independencia» para Israel, la conmemoración de
su liberación de la opresión de Egipto y el nacimiento de la nación. Los
pueblos de muchas naciones han creído que Dios los ayudó en su lucha por
la liberación, pero la historia hebrea de la divina y milagrosa intervención a
favor de su nación de esclavos es única. Así que el día de la independencia de
Israel era un festival religioso para celebrar la liberación realizada por Dios.
Poco antes de que los israelitas partieran del desierto de Sinaí, celebraron su
segunda Pascua. Era su primera celebración de la salida de Egipto. Un año
antes, habían observado la Pascua en el momento exacto en que Dios estaba
por completar la liberación final de su pueblo (Éxodo 12). Esa celebración
del «día de la independencia» era un acto de fe de que Dios estaba a punto
de darles la libertad.
Permanecer juntos
Cuando mis padres, mi hermano y yo nos mudamos de Nebraska a Cali-
fornia, en 1974, tomamos la autopista número 80. Mi hermano, de 16 años,
y descontento por la mudanza, prefirió viajar solo, conduciendo su antiguo
pero clásico Cadillac color café. El resto de la familia viajó en un Plymouth
que tenía el aspecto de una gran caja azul. El Cadillac tenía control de cru-
cero. El Plymouth no.
Así que, además de la frustración que sentía por alejarse más y más de sus
amigos, con cada kilómetro que avanzaba, mi hermano tuvo que lidiar con
la irritación de tener que ir siguiendo a otro vehículo, que a veces aceleraba
y a veces disminuía la velocidad.
Ya sea que vayamos conduciendo un vehículo, o trotando, o trabajando en
un proyecto, es difícil ir al paso de otra persona. Unos van demasiado rápi-
do, o muy lentamente; con mucha regularidad, o con demasiados imprevis-
tos; se detienen con demasiada frecuencia, o no se detienen tanto como uno
quisiera. Pero si nos apoyan, nos guían o nos protegen, vale la pena hacer
amoldarse a su ritmo y permanecer con ellos.
Los israelitas necesitaban viajar con Dios. Era el Rey de la supervivencia. Así
que, después de observar la primera Pascua, al salir los israelitas de Egipto,
«Jehová iba delante de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos
por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarlos, a fin
de que anduvieran de día y de noche» (Éxodo 13:21). Cuando el ejército
egipcio persiguió a los israelitas, la nube del Señor los separó de sus anti-
guos cautivos (Éxodo 14:19, 20). Durante la Segunda Guerra Mundial los
barcos hacían cortinas de humo para evitar que los aviones enemigos los
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vieran. Pero la «cortina de humo» del Señor era mejor, porque al mismo
tiempo daba luz a su pueblo y oscuridad a sus enemigos.
Más tarde, la presencia del Señor se posó sobre el monte Sinaí en una nu-
be que protegía a los israelitas de su gloria (Éxodo 19:16; 24:15, 16, 18).
Sin embargo, después que ellos construyeron el santuario, la gloria del Se-
ñor lo llenó y su nube se colocó sobre él. La nube quedaba allí hasta que
llegaba el momento de levantar el campamento y continuar el viaje (Éxodo
40:34-38).
Después de informar de la celebración de la segunda Pascua, el libro de
Números nos habla nuevamente de la nube de gloria del Señor (Números
9:15-23). Este pasaje dice con énfasis que los israelitas seguían el movi-
miento de la nube, no importa cuan largo o corto fuera el tiempo que per-
maneciera sobre el santuario: «Al mandato de Jehová acampaban, y al
mandato de Jehová partían. Así guardaban la ordenanza de Jehová, como
Jehová lo había dicho por medio de Moisés» (Números 9:23).
Es cierto que Dios estableció el ritmo de la marcha, pero la realidad es que
fue para beneficio de su pueblo. La marcha hacia Canaán podría haber sido
mucho más rápida, pero ellos no estaban preparados. Debían potenciarse
su fe en Dios y su cooperación con él antes de que estuvieran listos para en-
frentarse a sus intimidantes enemigos. Si la dirección del Señor no les pare-
cía lógica algunas veces, era para enseñarlos a confiar en él y seguirlo en
todo momento. Él sabía lo que hacía.
Así que no era suficiente que los israelitas estuvieran donde el Señor había
estado en el pasado, o donde era probable que estuviera en el futuro. Tenían
que estar donde el Señor estuviera en ese momento.
Por desgracia, muchos grupos religiosos a través de los siglos han consa-
grado santuarios, o creencias, para conmemorar el lugar donde piensan
que el Señor estuvo en algún tiempo. Trágicamente, no están dispuestos a
que él los guíe a una nueva verdad, porque se aferran resueltamente a una
ortodoxia momificada. No consideran a Dios como una persona, sino co-
mo una idea confinada a un nicho que ellos han creado. Adornan el nicho,
lo besan, y periódicamente desfilan a su alrededor, pero es en realidad algo
así como un ataúd; y el Dios vivo no está adentro.
Otros están impacientes con la conducción de Dios en el presente. Como él
está tratando de mantener junto un rebaño muy diverso, es demasiado
lento para ellos. Ellos son la minoría selecta, la que va al frente, la que
abre el camino, la que cambia los paradigmas.
Señales de coordinación
Para coordinar un grupo de personas es muy útil tener señales. En el peque-
ño pueblo de Angwin, California, donde viví varios años, el excelente De-
partamento de Bomberos Voluntarios usaba una potente sirena como sis-
tema de alarma para convocar a los que se necesitaban para atender dife-
rentes clases de emergencias. Mientras más alarmas sonaban, más grande
era la emergencia. Cinco alarmas eran para algo grande, como, por ejem-
plo, un incendio peligroso, que requería el rápido despliegue de todos los
miembros. Cuando ocurría eso, muchos obreros salían precipitadamente de su
trabajo, saltaban a sus vehículos, y hacían rechinar los neumáticos mientras
avanzaban a toda velocidad por la carretera. Este enérgico cuerpo de bom-
beros, caracterizado por su excelente formación y dedicación, ha salvado
muchas vidas y hogares.
Antes de que los israelitas partieran del Sinaí hacia Canaán, establecieron
un sistema de señales para coordinar sus movimientos rápida y efectiva-
mente. Si debían reunirse para recibir instrucciones, o salir a otra etapa de
su viaje, o hacer frente a la amenaza de un enemigo, pasar el mensaje por
palabras o verbalmente resultaría demasiado lento. Recuérdese que no te-
nían altavoces, teléfonos celulares ni localizadores. Sin una coordinación
apropiada, resultaría el caos. Los miembros de las tribus de Judá, Isacar,
Zabulón, etcétera, irían de un lado a otro, chocando unos con otros y gri-
tando de rabia. Si además tenían que movilizar a sus animales, rebaños y
manadas, estas chocarían unas contra otras, lo cual enojaría más a sus due-
ños. Una cacofonía de berridos, balidos y mugidos completaría la enorme
confusión.
El Señor requiere el orden que contribuye al cumplimiento de sus propósi-
tos. «Pues Dios no es Dios de confusión, sino de paz» (1 Corintios 14:33).
Así que Dios mandó a Moisés tener a mano dos trompetas de plata, que los
sacerdotes tocarían de cierta manera, dependiendo de la necesidad que se
presentara (Números 10:1-10). Ahora que los arqueólogos han encontrado
una antigua trompeta egipcia perfectamente conservada (la hallaron junto
con otros objetos de la tumba del faraón Tutankamón), tenemos una idea
muy clara de cómo era aquel instrumento. Con el agudo sonido de aquellas
trompetas sería fácil llamar la atención de los israelitas para convocarlos a
todos (o solamente a los representantes y dirigentes), controlar el comienzo
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de una marcha para que las tribus se colocaran en el orden correcto, decla-
rar la guerra, o celebrar ocasiones de gozo.
El hecho de que fueran los sacerdotes quienes tocaran las trompetas refor-
zaba el hecho de que las señales representaban la voluntad de Dios. Los sa-
cerdotes trabajaban en el santuario, donde recibían instrucciones del Señor
a través de Moisés o al observar el movimiento de la gloria de Dios en la
nube. En armonía con todo ello, tocaban las trompetas para dar las señales al
pueblo.
Dios dijo a los israelitas que si los enemigos los atacaban, el sonido de
alarma de la trompeta tocada por los sacerdotes sería como un tipo de oración
a su divino Rey, «Cuando salgáis a la guerra en vuestra tierra contra el enemi-
go que os ataque, tocaréis alarma con las trompetas. Así seréis recordados
por Jehová, vuestro Dios, y seréis salvos de vuestros enemigos» (Números
10:9). Los líderes posteriores, que no eran sacerdotes, también tocaban
trompetas (pero cuernos de carnero) para reunir a los israelitas para la bata-
lla en la cual Dios les daría la victoria (véase, por ejemplo, Jueces 3:27;
6:34).
Las trompetas de plata de los sacerdotes tenían otra función: que los israeli-
tas fueran recordados delante de Dios en ocasiones de gozo. «En vuestros
días de alegría, como en vuestras solemnidades y principios de mes, tocaréis
las trompetas sobre vuestros holocaustos y sobre los sacrificios de paz, y os
servirán de memorial delante de vuestro Dios. Yo, Jehová, vuestro Dios»
(Números 10:10). La necesidad de tal recordatorio no significaba que Dios
los hubiera olvidado. Más bien, esos toques de trompeta eran oraciones en
ocasiones especiales para reconocer su dependencia de él y alabarle.
Mi familia y yo caminábamos por un sendero hacia una playa en el lago
Michigan. De repente escuchamos una poderosa sirena. Aquello nos puso
nerviosos porque estábamos a corta distancia de la planta de energía nu-
clear Cook, la cual es, naturalmente, un blanco potencial para los terroris-
tas. Preguntamos a otros caminantes si sabían qué estaba sucediendo, y
ellos nos dijeron que era una alarma de prueba que sonaba una vez por
mes. No es necesario decir que nos sentimos muy aliviados.
Los israelitas también tenían señales regulares en ocasiones programadas,
inclusive al principio de cada mes; pero se podía distinguir su sonido del de
las señales de emergencia. Sin embargo, había una excepción: el recuerdo
(ante el Señor) de sonidos de trompeta al principio del séptimo mes (lo
que se denominaba la «fiesta de las Trompetas», Levítico 23:24) tenía el
mismo sonido que el usado para reunirse para la guerra (Números 10:9).
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Este era un recordatorio anual de que su líder era un Rey (aclamado con el
mismo sonido en Números 23:21) que era poderoso y estaba listo para ayu-
dar a su pueblo.
El sonido de las trompetas israelitas evocaba una amplia gama de emo-
ciones, incluyendo la curiosidad por saber la razón de una convocación di-
vina, la emoción por la partida para ver nuevos lugares a lo largo del ca-
mino hacia la tierra prometida, la preocupación y la inyección de adrenalina
cuando enfrentaban las posibilidades de una batalla y el regocijo de celebrar
el pacto con el Señor como miembros de su pueblo elegido. El elemento co-
mún en todo esto era el papel protagonista de Dios, quien los guiaba, los
protegía, y suplía todas sus necesidades en todas las circunstancias.
Más tarde en la historia del pueblo de Dios, los profetas utilizaron las trompe-
tas (cuernos de carneros) para proclamar tiempos de emergencia y arrepen-
timiento (Isaías 58:1; Joel 2:1, 15). Del mismo modo, cuando tenemos pro-
blemas deberíamos reconocerlos y enfrentarnos a ellos. Una crisis es una cri-
sis, ya sea que los líderes lo admitan o no. En vez de escondernos en la apa-
tía y la negación, pretendiendo que todo está bien, para proteger nuestra
posición e imagen, deberíamos juntar a todas las personas afectadas, y bus-
car honestamente a Dios juntos, admitiendo plenamente nuestros errores, y
redamar las promesas divinas de perdón (1 Juan 1:9) y ayuda (por ejemplo,
Santiago 1:5 contiene una promesa de sabiduría).
Hace mucho tiempo que desaparecieron las trompetas israelitas, pero en el li-
bro de Apocalipsis un ángel tocando una séptima trompeta anuncia el reino
de Dios y, en consecuencia, su juicio, y se ve el arca del pacto en su templo
celestial (Apocalipsis 11:15-19). Este es el equivalente escatológico de la
trompeta que tocaba al principio del séptimo mes como memorial delante
de Dios (Levítico 23:23-25), seguida por el juicio de lealtad hacia Dios en el
Día de Expiación (versículos 26-32), cuando el sumo sacerdote veía el arca
del pacto israelita (Levítico 16). Otra trompeta, la última, convocará al ver-
dadero pueblo de Dios, no a un santuario en el campamento del desierto, sino
para salir de la tumba y disfrutar la vida eterna en su presencia sin velo en la
perpetua paz del paraíso (1 Corintios 15:52; 1 Tesalonicenses 4:16; cf. Ma-
teo 24:31).
En marcha
Alistarse para un largo viaje exige siempre mucho trabajo para la familia.
Hay mucho trabajo, aunque la casa ya esté limpia, la ropa lavada y doblada,
las cuentas pagadas, los documentos en la computadora estén archivados,
Capítulo Cinco
Retos en el camino
(Números 11, 12)
1 http://timschmoyer.com/2008/01/15/leading-when-you-want-to-quit-1-de-4/
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El milagro no fue simplemente por la comida. El Señor no podía guiar a
su pueblo a la victoria en la tierra prometida mientras todavía estaban
deseando la vida en Egipto, bajo un gobierno opuesto a él. Un ejército que
no estuviera contento con la comida huiría ante un poderoso enemigo. Si los
israelitas no podían vivir sin carne ahora, pronto llegarían a ser carne muerta.
Así que necesitaba enseñarles una lección de proporciones bíblicas al darles
lo que ellos querían, de modo que se dieran cuenta de su propia insensatez.
Envió a Moisés a anunciarles que tendrían carne para un mes, «hasta que os
salga por las narices y la aborrezcáis, por cuanto menospreciasteis a Jehová,
que está en medio de vosotros, y llorasteis delante de él, diciendo: "¿Para qué
salimos de Egipto?"»
La estrategia del Señor fue como la que usó un padre cuyo hijo joven quería
probar el cigarrillo. El padre decidió curar de una vez y para siempre su
curiosidad de fumar. Así que encendió un cigarrillo, lo puso en la boca del
muchacho, y le ordenó que lo aspirara profundamente. Rápidamente el
muchacho trató de quitárselo, pero su padre lo obligó a que fumara todo el
cigarrillo hasta que sus ojos y narices parecían ríos, jadeando por falta aire y
tosiendo violentamente. La experiencia fue tan horrible que nunca más in-
tentó volver a fumar.
La carne vino en forma de codornices, que llegaron en inmensa cantidad y
volando lo suficientemente bajo, cerca del suelo (aproximadamente a un
metro), en todo el campamento de los israelitas, para que estos pudieran
cazar fácilmente a las indefensas aves. El pueblo estaba tan ansioso de co-
mer carne que las estuvieron matando todo el día, toda la noche, y todo el
día siguiente. Cada uno de ellos juntó un mínimo de «dos toneladas» (Nú-
meros 11:32, NVI). Si cada uno juntó dos toneladas, entre todos recogieron
más de un millón doscientas mil toneladas. Hay quienes calculan que los is-
raelitas mataron ¡más de seiscientos sesenta mil millones de codornices!
Debe de haber habido aves muertas alrededor del campamento más allá de
donde alcanzaba la vista.
Es cierto que muchas codornices migran sobre la península del Sinaí, la cual
forma un puente entre África y Asia. Con sus pesados cuerpos, dependen
de los vientos para ayudarse en sus prolongados vuelos, que las agotan. Se
sabe que a principios del siglo XX los árabes de esa región cazaron de uno
a dos millones de codornices con redes. Pero solo un viento del Señor (ver-
sículo 31) podría traer la cantidad de codornices que se informa en Números
11.
Entonces los israelitas (con la multitud mixta) se sentaron y comenzaron a
atracarse. Tenían suficientes codornices para comer un mes (cf. versículo
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20), pero el Señor no perdió tiempo dejándolos disfrutarlas. Había probado
su lealtad hacia ellos, dándoles lo que querían, pero ellos habían fracasado
miserablemente, así como Adán y Eva habían fracasado ante la prueba de
lealtad en el Edén (Génesis 3).
Dios advirtió a Adán y a Eva que si comían el alimento prohibido morirían
(Génesis 2:17). Sin embargo, aunque llegaron a ser mortales el mismo día
que desobedecieron, misericordiosamente les permitió continuar viviendo
por un tiempo. Pecaron, pero como no comprendían completamente las
implicaciones de lo que habían hecho, había esperanza para ellos si se arre-
pentían. A diferencia de Adán y Eva, los israelitas habían recibido abundan-
cia de oportunidades de saber exactamente lo que estaban haciendo. Mu-
chos de ellos ya habían mostrado que estaban fuera del alcance de la reden-
ción. Por ello, el Señor los cortó de la comunidad. En el mismo día que co-
mieron las codornices, murieron.
«Aún tenían la carne entre sus dientes, antes de haberla masticado, cuando
la ira de Jehová se encendió contra el pueblo, y lo hirió Jehová con una pla-
ga muy grande. Y llamaron a aquel lugar Kibrot-hataava, por cuanto allí
sepultaron al pueblo codicioso» (Números 11:33, 34).
El texto no describe la naturaleza de la plaga ni dice cuántas personas murie-
ron, pero parece que el número de los muertos fue muy elevado. El nombre
del lugar significa «los sepulcros de los codiciosos».
En armonía con el hábil anuncio de la serpiente en el Edén, el mundo nos
dice que el deseo justifica todo. Juan, el discípulo amado de Cristo, no está
de acuerdo:
«No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al
mundo, el amor del Padre no está en él, porque nada de lo que hay en el
mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la
vida, proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos,
pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2:15-
17).
Jesús nos mostró el camino. Incluso después de ayunar durante cuarenta
días, y de estar desesperadamente débil por el hambre, se negó a ser desleal
a su Padre transformando una piedra en pan (Mateo 4:1-4). Realizar un mi-
lagro tal no era difícil para él; más tarde Jesús hizo algo parecido cuando
multiplicó los panes y los peces para dar de comer a una multitud (Mateo
14). El problema era el origen de la sugerencia: el diablo, quien expresó
sus dudas de que Jesús fuera el Hijo de Dios y, por ello, le pidió que lo
probara. Pero Jesús, replicó: «Escrito está, "No solo de pan vivirá el hom-
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bre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios"» (Mateo 4:4). Aque-
llos que viven por la Palabra del Señor, la fuente de la vida, no terminarán
en las tumbas de los codiciosos.
El poder y el racismo
La crítica dura es difícil de soportar, pero es especialmente hiriente cuando
viene de los miembros más íntimos de la familia. Son las personas a quie-
nes amamos y en quienes confíanos, y se supone que tienen un interés per-
sonal en nosotros. Como han estado con nosotros durante mucho tiempo,
quizá desde que nacimos, nos conocen por dentro y por fuera.
Cuando los israelitas se quejaron de la comida, estaban atacando indirecta-
mente el liderazgo de Dios y de Moisés, quien los sacó de Egipto (Números
11:4-6, 18, 20). Eso molestó grandemente a Moisés, quien deseó morir y
pronunció un amargo discurso ante el Señor (versículos 11-15).
Ahora el pobre de Moisés enfrentó algo peor: la crítica directa de su lide-
razgo de parte de María y Aarón, sus propios hermanos. «María y Aarón
hablaron contra Moisés a causa de la mujer cusita que había tomado, pues
él había tomado una mujer cusita. Decían: "¿Solamente por Moisés ha ha-
blado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?"» (Números 12:1,
2).
La actitud de ellos perturbó tanto a Moisés que lo dejó sin palabras. Él era
muy manso (versículo 3). Por eso Dios podía usarlo sin que su ego se inter-
pusiera en el camino. ¿Podemos imaginar cómo sería la iglesia y el mundo si
todos fuéramos como él, si los egos no obstaculizaran la paz, la coopera-
ción, y el progreso? Moisés defendería poderosamente el honor de Dios,
hasta con furia justificada (Éxodo 32:19-30, por ejemplo). Pero por ningún
motivo inclinaba la balanza en su propio favor, ni en el de sus hermanos.
María era la hermana mayor, la que había vigilado al bebé Moisés cuando
flotaba entre los juncos en el río Nilo (Éxodo 2:4, 7, 8). «María la profetisa»
había guiado a las mujeres de Israel en el regocijo después de la liberación
en el mar Rojo (Éxodo 15:20, 21). Aarón había sido el profeta de Moisés ante
los israelitas y ante el faraón en Egipto (Éxodo 4:14-16, 29, 30; 5:1), y era el
que Moisés había ungido como sumo sacerdote (Levítico 8:12). Siglos
después, el Señor confirmó el papel importante de María y Aarón como
compañeros de Moisés al guiar a los israelitas: «Te hice subir de la tierra de
Egipto, te redimí de la casa de servidumbre y envié delante de ti a Moisés, a
Aarón y a María» (Miqueas 6:4).
2http://news.nationalgeographic.com/news/2004/12/1209_hotel_rwanda.html;
http://en.wikedia.org/wiki/Tutsi
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aquellos que no son exactamente como nosotros para posicionarnos o pro-
tegernos a sus expensas.
Rosa Parks y Martin Luther King, Jr., descansan en paz. Sin embargo, su obra
todavía no está terminada, ni siquiera en la iglesia cristiana. Es fácil y cómo-
do vivir negando la realidad, descartando el racismo como algo pasado o
remoto. No obstante, comenzando en nuestro propio corazón, necesitamos
desarraigar los callados pero mortíferos prejuicios, las discriminaciones y la
esclavitud que se encuentran entre nosotros. En vez de abogar por la sim-
ple «tolerancia», debemos gozarnos en la riqueza del don de la diversidad
dado por Dios, aprovechando todos nuestros puntos fuertes en la dinámi-
ca del cuerpo unido de Cristo (cf. 1 Corintios 12).
La unidad en nuestra comunidad mundial multicultural, que puede testifi-
car de forma espectacular sobre el poder de Cristo entre nosotros, requiere
tiempo, pensamiento, sensibilidad, así como mucha comunicación honesta
y abierta. Por medio de la cooperación con Dios, aceptamos su don de amor
a través del Espíritu Santo (Romanos 5:5). Y nos abre la intercesión de Jesús,
quien oró a favor de todos sus seguidores poco antes de que fuera traicio-
nado por ser el tipo de persona diferente que era: «Para que todos sean uno;
como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, pa-
ra que el inundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me
diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en
mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú
me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has ama-
do» (Juan 17:21-23).
Hay redención, incluso para el pecado de racismo. Aarón, el sumo sacerdote,
era intercesor señalado para su pueblo. Sin embargo, imploró el perdón a fa-
vor de sí mismo y de María, y por la salud de su hermana, cuya apariencia
descompuesta reflejaba la actitud que había expresado hacia Séfora y Moi-
sés (Números 12:11, 12). Corno en Tabera, Moisés intercedió (versículo 13;
cf. 11:2). María fue sanada. Sin embargo, como ella se contaba entre los di-
rigentes, su pecado y restauración constituían un asunto público. Habiendo
intentado excluir a Séfora para dañar el liderazgo de Moisés, el siervo del
Señor; fue separada del campamento durante siete días antes que los israe-
litas continuaran su viaje. Muchos años antes María había esperado para ver
lo que le ocurriría a Moisés en la ribera del río Nilo. Esta vez, él y toda la
comunidad la esperaron a ella (Números 12:14, 15).
Capítulo Seis
«Inteligencia» militar
Después de entrar al desierto de Paran (Números 12:16), los israelitas se
acercaban a Canaán. ¡Era tiempo de comenzar a preparar la invasión! El Se-
ñor ya conocía todos los pormenores de la tierra, pero quería involucrar al
pueblo en el proceso de planificación para que supieran lo que podían espe-
rar y no se sorprendieran tanto que se aterrorizaran. Debían comprender la
fortaleza del enemigo y decidir la victoria con el Señor antes de entrar en la
batalla, cuando replantearse las cosas podía resultar desastroso. Además,
podía resultarles alentador recibir un informe positivo sobre calidad supe-
rior de la tierra prometida. Según el Señor, era tierra que «fluye leche y
miel» (Éxodo 3:8; 17; 13:5), pero ninguno de ellos la había visto jamás.
La gran pregunta era: ¿Tenían los israelitas suficiente fe en Dios para permi-
tirle que los dirigiera a través de las dificultades y los obstáculos? Ya los ha-
bía sacado milagrosamente y con seguridad de Egipto, habían pasado en
seco por el mar Rojo y los había conducido sabiamente a través del de-
sierto. Pero ellos habían preguntado reiteradamente si estaba realmente con
ellos o no. ¿Harían lo mismo otra vez?
Dios estaba ansioso de entregar la tierra prometida a un pueblo fiel, que le
serviría como un canal de revelación al mundo. Los había formado, orga-
nizado y disciplinado en la relativa tranquilidad del desierto para este mo-
mento. Pero la formación había terminado. Había llegado el momento de la
verdad.
Una vez que los israelitas tomasen posesión de su propia tierra, entrarían
en el escenario del mundo. La forma como actuaran allí tendría una pode-
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rosa incidencia en la interpretación que tuvieran terceras personas sobre el
carácter de Dios. Él no permitiría que israelitas desleales poseyeran la tierra
de Canaán. De hacerlo, destruiría cualquier esperanza de que reflejaran
apropiadamente su carácter de amor (incluyendo su justicia y su miseri-
cordia) a los otros habitantes del planeta Tierra, para que se volvieran a él y
se salvaran.
Lo que los sacerdotes aarónicos eran para los israelitas, eran los israelitas
para las otras naciones: «Un reino de sacerdotes y gente santa» (Éxodo
19:6). Y del mismo modo que Dios no toleraba que los sacerdotes aarónicos
lo representaran mal, pues ello enviaría un mensaje equivocado a su pueblo
(Levítico 10, Nadab y Abiú), tampoco permitiría que su pueblo lo repre-
sentara falsamente ante el resto del mundo. No podría bendecirlos a menos
que todas las familias de la tierra pudieran ser bendecidas a través de ellos
(Génesis 12:3; 22:18).
Con el propósito de dar a los israelitas la oportunidad de tomar una deci-
sión firme y bien informada de ir y poseer la tierra, el Señor ordenó a Moisés
que enviara exploradores, quienes debían traer un informe detallado con
respecto a diversos aspectos de ella. Los hombres tenían que ser dirigen-
tes representantes de cada tribu, personas cuyas opiniones fueran aceptables
para los diversos sectores de la comunidad israelita (Números 13:1-20).
Siendo que el camino del corazón del pueblo pasaba por el estómago, era
un momento estratégico para la misión de los espías: «Era el tiempo de las
primeras uvas» (Números 13:20).
Según Deuteronomio 1:22, 23, el pueblo mismo sugirió la idea de enviar
espías para reconocer la tierra, y a Moisés le encantó la sugerencia. Cuando
ponemos esta información al lado de Números 13, llegamos a la conclu-
sión de que, al parecer, Dios aprobó entonces el plan, y dijo a Moisés que
siguiera adelante con el proyecto. La dirección divina no necesariamente ex-
cluye la iniciativa humana, siempre que el pueblo coopere con Dios. Poco
antes, cuando los israelitas habían salido del Sinaí bajo la dirección del
Señor, Moisés pidió a su suegro madianita que los acompañara, porque él
conocía el territorio y podía darles consejos prácticos (Números 10:29-34).
Los espías, o exploradores, no fueron simplemente a echarle una mi-radita a
la tierra. Dedicaron cuarenta días para cubrir un extenso itinerario. Luego
volvieron al campamento israelita en Cades, en el desierto de Paran, para
«dar su informe». Y trajeron muestras de los frutos de la tierra: granadas,
higos, un solo racimo de uvas tan grande, que tuvieron que cargarlo entre
dos hombres con un palo (Números 13:21-26). La gente debe de haber que-
1
Expreso mi gratitud por esta idea a mi estudiante Mathilde Frey, quien actualmente está escribiendo su tesis
doctoral en Religión, en la Universidad Andrews, sobre «El sábado en el Pentateuco: Estudio exegético y teoló-
gico».
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cluso la muerte) en la vida actual. La promesa de salvación de Cristo es para
la vida venidera, que es eterna.
Cuando observamos el mundo, a la gente a la que Cristo quiere salvar, nos es-
tremecemos. Tomemos como ejemplo a Ron Halverson. Ron creció en un
vecindario de grandes edificios de apartamentos en Brooklyn, Nueva York.
En su escuela secundaria los estudiantes se mataban con navajas para obte-
ner dinero para el almuerzo. Desde muy tierna edad aprendió a valérselas
por sí mismo, y más tarde se convirtió en campeón de boxeo de peso ligero,
a quien la prensa llamaba «el matón Halverson». También aprendió a vivir
por «la fuerza de las balas».
Sus héroes, sus modelos, eran los violentos miembros de la mafia y las
pandillas. Cuando se unió a la pandilla de los Beach Combers, robó auto-
móviles y cometió todo tipo de delitos a la tierna edad de dieciséis años.
Vio morir a sus amigos por heridas de arma blanca y pasó un tiempo en la
cárcel. Pero eso no lo detuvo. Se abrió camino hasta llegar a ser vicepresi-
dente de la pandilla de los Beach Combers.
Ron y un amigo faltaban con frecuencia a la escuela para ir a jugar y pasear.
Un día, sin embargo, decidieron visitar a un amigo de ambos que había si-
do internado en una escuela cristiana del barrio de Queens. Cuando llegaron
a la escuela, descubrieron que estaba celebrándose una semana de oración.
Durante toda la semana siguieron faltando a la escuela para asistir a la serie
de reuniones. El orador hizo un llamamiento al final de la última reunión.
Ron, vestido con una chamarra de cuero negro, con el emblema de su pan-
dilla grabado en la espalda, y con una navaja automática en su bolsillo, pasó
al frente y entregó su vida a Cristo. Razonó que si Cristo podía salvar al la-
drón en la cruz, podía salvarlo a él también. En la actualidad Ron Halverson
es un evangelista reconocido internacionalmente. 2
Capítulo Siete
Motín
Ocurrió en 1842. La armada de Estados Unidos estaba utilizando el U.S.S.
Somers como buque escuela. La tripulación incluía varios cadetes adoles-
centes. El barco zarpó hacia el continente africano, y, poco después de zar-
par, el capitán, el comandante Alexander Mackenzie, escuchó rumores de
que se planeaba un motín. El cabecilla era un alférez de diecisiete años lla-
mado Philip Spencer, hijo del ministro de Defensa John C. Spencer. Él y
otros dos marineros planearon apoderarse del Somers y convertirlo en un
barco pirata, matando a cualquiera que se interpusiera en su camino.
Una revisión del camarote de Spencer dio con pruebas comprometedoras,
incluyendo una lista de nombres, escritos en griego, de miembros de la tri-
pulación que serían retenidos después del motín, y un dibujo del Somers lu-
ciendo una bandera pirata. Una corte marcial declaró, por unanimidad, cul-
pables a los marineros. Tres días más tarde la tripulación colgó a Spencer y
a sus compañeros del aparejo del barco. Así terminó el único ejemplo de
motín que se ha registrado en la historia de la armada de Estados Unidos.
El motín es una rebelión contra las autoridades legalmente constituidas, es-
pecialmente por personal militar que se niega a obedecer a sus oficiales, y
que puede llegar a atacarlos. Es un delito muy serio. En Estados Unidos,
llegar a ser condenado de un delito tal puede resultar en la pena capital. En
el Reino Unido, el castigo era la pena de muerte hasta 1998. 1
Era el segundo año después de la salida de los israelitas de Egipto, nación
ubicada en el continente africano. Los israelitas constituían un ejército.
1http://militaryhistory.suite101.com/article.cfm/uss_somers_mutini_1842;
http://www. pbs.org/wiki/Mutiny#United_kingdom.
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Dios era el comandante en jefe, y Moisés y Aarón eran sus generales. Un día
Moisés escuchó el rumor de que se tramaba un motín:
«Coré hijo de Izhar hijo de Coat hijo de Leví, con Datan y Abiram hijos de
Eliab, y On hijo de Pelet, descendientes de Rubén, tomaron gente y se levan-
taron contra Moisés con doscientos cincuenta hombres de los hijos de Israel,
príncipes de la congregación, miembros del consejo, hombres de renombre»
(Números 16:1, 2).
Así comienza uno de los más dramáticos episodios que se registran en la Bi-
blia. Pero aquí no se trataba de un adolescente imprudente y temerario y un
par de sus torpes amigos tratando de apoderarse de un barco. Se trataba de un
golpe de gran envergadura, dirigido por un grupo de líderes maduros, inteli-
gentes, experimentados y bien organizados. De hecho, casi podían garantizar
el éxito en su plan de apoderarse de la nación israelita lanzando una revolu-
ción que tenía abrumador apoyo popular. La razón era que Moisés había dicho
a la generación adulta que estaba sentenciada a vagar por el desierto hasta la
muerte (Números 14:26-39). Desde su punto de vista, Moisés y Aarón eran
los enemigos, y el pueblo estaba condenado de todas maneras, así que no te-
nían nada que perder. Estaban sumamente motivados para deshacerse de sus
líderes, y su motín no era una aventura en busca del propio beneficio en el
mar como corsarios, ¡sino un intento de sobrevivir en la tierra!
La trifulca contra Moisés y Aarón comenzó con la idea de que todos los israeli-
tas eran santos y que el Señor estaba entre ellos. En realidad, era cierto que
Dios mismo había llamado al pueblo «un reino de sacerdotes y gente santa»
(Éxodo 19:6; cf. Levítico 11:44, 45; 19:2). De hecho, los flecos cosidos en sus
vestiduras por orden de Dios les recordaba constantemente que debían ser
santos para el Señor (Números 15:37-41). También era cierto que Dios es-
taba en medio de ellos. El Señor había tratado de convencerlos de que acepta-
ran la realidad de su presencia (cf. Éxodo 17:7; Números 11:20).
El grito de guerra de Coré y sus asociados era: Moisés y Aarón no están mos-
trando respeto al pueblo santo, y han concentrado demasiado poder en ellos
mismos. Su argumento era un eco de lo que Aarón y María habían dicho contra
Moisés: Todos estamos en realidad en un nivel similar; ¿qué les hace pensar
que ustedes son especiales (Números 12:2)? La que obviamente daban a en-
tender los amotinados era: «¡Quítense de en medio! ¡Dejen de decir a los
demás lo que tienen que hacer! ¡Bájense de su pedestal! ¡Renuncien ahora!»
No se detuvieron a pensar en lo que le había ocurrido a María (Números
12:10).
2 http://www.pbs.org/wgbh/pages/frontline/everest/stories/leadership.html.
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Siguiendo las instrucciones de Moisés, al día siguiente Coré y sus colegas
se reunieron a la puerta del santuario para la confrontación con Moisés y
Aarón. Doscientos cincuenta rebeldes sostenían sus incensarios con incienso
ardiendo. Entonces la gloria del Señor apareció ante todos (versículos 16-
19). Aquello era ominoso. El juicio ejecutivo de Dios estaba en sesión en el
santuario sagrado (cf. Números 12:4-5; 14:10).
El Señor no discutió sus planes con Moisés y le ofreció hacer de él una gran
nación en lugar de los israelitas (contrastar Números 14:11, 12). Sim-
plemente ordenó a Moisés y Aarón que le dejaran libre el camino para que
pudiera destruir instantáneamente a la comunidad entera. La mecha de su
ira estaba acabándose. Sin embargo, en vez de correr buscando dónde pro-
tegerse, Moisés y Aarón cayeron de rodillas en el mismo lugar donde es-
taban e intercedieron por la comunidad en su conjunto. Pero Dios insistió en
que se apartaran de los jefes rebeldes (versículos 20-24). Aunque los rebel-
des estaban en el campamento israelita, debían dejarlos solos para que el
castigo no cayera sobre los demás.
En vez de buscar su propia seguridad, Moisés fue con los ancianos a advertir
al pueblo que vivía en el vecindario de Datan y Abiram, que se alejaran de
sus tiendas. Coré vivía cerca del santuario (Números 3:29), de modo que la
gente que vivía allí ya había escuchado la advertencia.
El duelo de los incensarios estaba a punto de decidir la lucha entre Coré y
sus colegas y Aarón y sus hijos. Pero ante las tiendas de Datan y Abiram
Moisés anunció la prueba divina de su propio liderazgo, la cual decidiría de
forma concluyente sus acusaciones.
«Moisés dijo: En esto conoceréis que Jehová me ha enviado para que hiciera
todas estas cosas, y que no las hice de mi propia voluntad. Si como mueren
todos los hombres mueren estos, o si al ser visitados ellos corren la suerte de
todos los hombres, Jehová no me envió. Pero si Jehová hace algo nuevo, si la
tierra abre su boca y se los traga con todas sus cosas, y descienden vivos al
Seol, entonces conoceréis que estos hombres irritaron a Jehová» (Números
16:28-30).
Por supuesto, era totalmente imposible para Moisés dar origen a un fenó-
meno geológico sin precedentes. Si aquello ocurría, sería un nuevo tipo de
milagro destructivo realizado por el Dios creador. Al lanzar a los rebeldes a
las regiones inferiores, el lugar de los muertos, el celestial Señor de la vida
mostraría dramáticamente que los había rechazado porque ellos lo habían re-
chazado a él.
Capítulo Ocho
Cómo arreglárselas
ante el peligro y la muerte
(Números 18, 19)
1
Charles H. Spurgeon, The Treasury of the Old Testament (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1951),
tomo 1, p, 359. Es verdad que en un sentido más amplio los aspectos clave de este sacrificio nos enseñan
acerca de la redención en Cristo de toda contaminación, incluyendo la que resulta de la comisión de peca-
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Incluso los pecados inadvertidos implican un grado de elección, aunque
aquellos que los cometen no comprendan, sino hasta más tarde, que han
violado los mandamientos de Dios (Levítico 4).
Si suponemos que estamos pecando, sencillamente, todo el tiempo, igual
que respiramos, perderemos nuestra perspectiva bíblicamente equilibrada.
Por una parte, podemos hundirnos en la desesperación y pasar todo el
tiempo confesando nuestros pecados, como hada Martín Lutero antes de
comprender el evangelio. Por otra parte, podemos tratar, al menos parcial-
mente, sacudirnos la responsabilidad de nuestras acciones, esperando que la
gracia barata nos declare justos en el cielo a pesar de nuestra condición de
pobreza espiritual en la tierra.
Ninguno de los dos extremos es necesario. El pecado no es automático co-
mo el proceso físico involuntario, aunque el pecado puede llegar a conver-
tirse en un hábito. Cuando cometemos un error de un tipo que viola un
mandamiento divino, somos responsables cuando comprendemos que
nuestra elección ha violado la ley de Dios (Levítico 4:27, 28; cf. Santiago
4:17). En ese momento el Señor nos da la oportunidad de confesarlo para re-
cibir el perdón a través de la mediación de Cristo, cuyo sacrificio fue hecho a
favor de todos nosotros (1 Juan 1:9-2:2).
Los detalles para sacrificar y quemar la vaca roja (Números 19:1-10) eran
apropiados para su función. Aunque era una ofrenda de purificación, era
realizada fuera del campamento para evitar al santuario la intensidad de la
impureza que remediaba. Como era un sacrificio, tenía que realizarlo un sa-
cerdote. Este asperjaba la sangre hacia el santuario (versículo 4) para esta-
blecer una conexión con el lugar usual de los sacrificios.
La víctima era una vaca, el animal sacrificial hembra más grande. Las ofren-
das de purificación en beneficio de los israelitas individuales eran animales
hembras (Levítico 4:28, 32; 5:6; Números 15:27). Se requería un animal
grande para que hubiera una provisión suficiente de cenizas que podía uti-
lizarse en pequeñas porciones para las personas de toda la comunidad du-
rante un largo período. Los israelitas aumentaban la cantidad de cenizas
añadiéndole madera de cedro (Números 19:6).
La madera aromática del cedro era apropiada para la purificación, espe-
cialmente porque era rojiza, y el rojo es el color de la sangre. El color rojo de
la vaca y la tela roja que también se añadían al fuego (versículo 6) reforzaban
dos. Reconocer que este en un sentido ampliado nos ayuda a evitar la confusión de categorías por las
cuales el aspecto «automático» de la impureza física ritual sobrecarga incorrectamente los pecados come-
tidos.
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la asociación con la sangre. Las cenizas podían funcionar como sangre des-
hidratada, a la cual se añadía agua más tarde para reconstituirla como un lí-
quido que podía asperjarse como si fuese sangre (versículos 12, 13, 17-20).
Un aspecto especial del singular ritual de la vaca roja ha dejado perplejos a
los intérpretes de este pasaje: Los participantes (puros) en la quema de la
vaca y en el almacenamiento de la ceniza, así como la persona pura que más
tarde asperjaba la ceniza disuelta en agua, todos quedaban impuros a causa
de estas funciones (versículos 7, 8, 10, 21). A la inversa, la ceniza disuelta
en agua purificaba a aquellos que eran impuros (versículos 12, 19). ¿Por
qué tenía la misma sustancia efectos tan opuestos sobre las personas?
La respuesta es que los israelitas consideraban a la vaca como una unidad,
tanto en espacio como en tiempo. Por ello, lo que les ocurría a partes de
ella más tarde, como la aplicación de pequeñas porciones de cenizas sobre
personas y cosas impuras, lo consideraban como si hubiese ocurrido ya cuan-
do se realizó la quema de la vaca. Por lo tanto, las cenizas absorbían las impu-
rezas de las personas y los objetos impuros, de modo que cuando una per-
sona pura las tocaba o estaba involucrada en su producción, esa persona
recibía la contaminación de las cenizas.
Compare esta situación: Si una persona sucia toma un baño y se vuelve limpia
o pura, y luego una persona limpia se mete en el agua que lleva la suciedad
de la primera persona, se ensucia. La diferencia es que en el ritual de la vaca
roja, una persona limpia se volvía impura incluso antes de purificar la sus-
tancia contactada que era impura. Sería como un individuo limpio que se
vuelve impuro por tocar el agua en la cual una persona impura se bañaría
más tarde.
Esto parece extraño, pero recordemos que el mundo simbólico de los ritua-
les no depende de limitaciones de causa y efecto físico. Señala a una realidad
mayor, y como es un sacrificio, señala al sacrificio de Cristo.
El ritual de la vaca roja destacaba únicamente el hecho de que el sacrificio
de Cristo supliría los medios de purificación para muchas personas que lo
necesitarían después de la cruz. ¡Eso nos incluye a nosotros! Nosotros he-
mos nacido muchos siglos después de la muerte de Cristo en la cruz.
¿Cómo podemos recibir la vida eterna a través de lo que hizo entonces?
La respuesta es que en la cruz Jesús hizo amplia provisión para todos, y luego
distribuye los beneficios hasta nosotros mediante su ministerio sacerdotal
en el santuario celestial. Las cenizas de la vaca roja solo remediaban la im-
pureza física ritual en la vida actual, pero la sangre de Cristo proporciona
la purificación moral que necesitamos para la vida eterna.
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«Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la
becerra rociada sobre los que se han contaminado, santifican para la purifi-
cación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu
eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra con-
ciencia de obras muertas para servir al Dios vivo?» (Hebreos 9:13. 14).
El ritual de la vaca roja, que purificaba la impureza a través del servicio de
aquellos que se volvían impuros como resultado de administrarlo, revela
otro profundo aspecto del sacrificio de Cristo: «Al que no conoció pecado,
lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en
él» (2 Corintios 5:21).
Roy Gane
Capítulo Nueve
Éxitos y fracasos
(Números 20-21)
El poder de la misericordia
Una vez que Números 19 proporciona las instrucciones para el tratamiento
de la contaminación por el contacto con un cadáver, el capítulo 20 registra
más muertes. En este caso no es una gran cantidad de los miembros de la
comunidad los que mueren, sino María y Aarón. Moisés sigue vivo, pero él
también está condenado a morir antes de que los israelitas entren en la tierra
prometida. De los adultos que salieron de Egipto, solo Josué y Caleb termina-
rían la peregrinación hasta la tierra de Canaán (véase Números 14:30;
26:65).
María murió primero (Números 20:1). La Biblia no declara la razón por
la que no se le permitió entrar en la tierra prometida. Quizá fue a causa de
su deslealtad en Hazerot (Números 12)
Muy poco después de la muerte de María, los israelitas culparon a Moisés
y a Aarón, especialmente a Moisés, por la falta de agua (Números 20:2). Era
algo similar a lo que había ocurrido en Refidim, antes de que llegaran al
monte Sinaí. Allí habían cuestionado si Dios estaba entre ellos o no, pero
él les había mostrado su presencia haciendo que saliera agua de la roca
cuando Moisés la golpeó con su vara (Éxodo 17:1-7).
En esta ocasión el pueblo añadió un horrible detalle a su acusación. Lee-
mos: «El pueblo contendió con Moisés y le habló, diciendo: "¡Ojalá hubié-
ramos perecido cuando nuestros hermanos murieron delante del Señor!
¿Por qué, pues, has traído al pueblo del Señor a este desierto, para que
nosotros y nuestros animales muramos aquí? ¿Y por qué nos hiciste
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subir de Egipto, para traernos a este miserable lugar? No es lugar de semen-
teras, ni de higueras, ni de viñas, ni de granados, ni aun hay agua para be-
ber"» (Números 20:3-5).
¡No habían aprendido nada acerca de la fe, y desearon haber compartido el
destino de Coré, Datan y Abiram, y los otros rebeldes (Números 16:17)! De
hecho, sus palabras no eran más que un eco de la amarga actitud de Datan
y Abiram (Números 16:13, 14).
Afligidos, y sin saber qué hacer, Moisés y Aarón fueron al santuario y caye-
ron sobre su rostro. Luego apareció la gloria del Señor (Números 20:6), como
había ocurrido en anteriores ocasiones de rebelión (Números 14:10; 16:19,
42). Esta señal era ominosa, pues venía después de la escalada de los casti-
gos divinos registrados antes en el libro de Números, que casi habían culmi-
nado con la aniquilación de la nación (capítulos 11; 14; 16). ¿Se había acaba-
do finalmente la misericordia de Dios para Israel?
Lo que ocurrió esta vez fue mucho más sorprendente que la destrucción de
muchos, o incluso la destrucción de todo el pueblo, algo que podríamos con-
siderar bien merecido. Cuando el Señor apareció a Moisés y Aarón, les dijo
que tomaran la vara, congregaran a toda la comunidad, y hablaran a la roca.
Como resultado, la roca daña milagrosamente agua para suplir la necesidad
de todo el pueblo y sus ganados (Números 20:7, 8).
¿Eso fue todo? ¿Ningún castigo para el pueblo? ¿Simplemente una repeti-
ción del milagro realizado en Refídim? ¿Pura misericordia que paga bien por
mal? ¿Qué sentido tiene todo esto? Mucho. Max Lucado ha escrito:
«Jamás me ha sorprendido el juicio divino, pero todavía estoy maravillado
por su gracia. El juicio de Dios nunca ha sido un problema para mí. De he-
cho, siempre me ha parecido justo. Relámpagos estallando sobre Sodoma.
Fuego sobre Gomorra. ¡Bien hecho, Señor! Los egipcios anegados en el mar
Rojo. Ya lo veían venir. ¿Cuarenta años vagando en el desierto para aflojar la
dura cerviz de los israelitas? Yo también lo hubiera" hecho. ¿Ananías y Safira?
Imagínese usted.
«Es fácil para mí digerir la disciplina. Es lógica y puedo asimilarla. Es ma-
nejable y apropiada. Pero, ¿la gracia de Dios? Todo menos eso». 1
A nosotros nos encanta cantar el himno «Sublime gracia», pero, ¿la damos
por sentado? Lo que hace asombrosa la gracia es el hecho de que es inmere-
cida y, por lo tanto, inesperada. ¿Por qué la da Dios? Por una cosa: porque la
1 Max Lucado, When God Whispers you Name (Dallas, Texas: Word, 1994), p. 52.
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gracia es parte integral de su amante carácter (Éxodo 34:6, 7). Y por otra: porque
la gracia puede ser una poderosa herramienta de «amor duro» para romper la
resistencia de corazones empecinados:
«Amados, nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de
Dios, porque escrito está: MÍA ES LA VENGANZA, YO PAGARÉ, dice el
Señor. PERO SI TU ENEMIGO TIENE HAMBRE, DALE DE COMER; Y
SI TIENE SED, DALE DE BEBER, PORQUE HACIENDO ESTO, CAR-
BONES ENCENDIDOS AMONTONARÁS SOBRE SU CABEZA. No
seas vencido por el mal, sino vence con el bien el mal» (Romanos 12:19-
21).
Dios había dado a los israelitas amplia demostración de que él tiene el de-
recho y el poder para tomar venganza. Ahora que ya lo habían compren-
dido, volvió al modus operandi anterior al Sinaí de responder a la actitud
antagónica del pueblo tratándolo con inesperada bondad. Además, ahora
su atención estaba centrada en la enseñanza de la nueva generación, que ne-
cesitaba comprender su gracia.
En la actualidad sigue funcionando el enfoque divino de castigar a sus
enemigos con bondad, que estaba diseñado para avergonzarlos por su ho-
rrible comportamiento. Hace tiempo, un cantante judío (un director de
canto en la adoración) y su esposa, que vivían en Lincoln, Nebraska, fue-
ron víctimas de llamadas telefónicas antisemitas y obscenas. Las llamadas
venían de un mago (líder) de la organización racista Ku Klux Klan. La pare-
ja hizo algunas investigaciones para saber quién estaba expresando su odio
hacia ellos de esa manera. En el proceso descubrieron que el desagradable
agresor, alguien a quien no conocían, era un paralítico que no podía ir con
facilidad a hacer sus compras de alimentos.
La pareja judía preparó una deliciosa comida para el mago del KKK y se la
llevó a su casa. Cuando abrió la puerta, el hombre se quedó tan pasmado,
que los invitó a entrar. Ellos siguieron viniendo, y el mago aceptaba con
mucha gratitud su amistad. La pareja, en vez de procurar destruirlo, había
erradicado la tóxica actitud del mago del KKK.
Esta historia no constituye un caso aislado. George Wallace, gobernador de
Alabama, trató de bloquear el movimiento de los derechos civiles en los Es-
tados Unidos. El arma de un asesino puso fin a su carrera política incapaci-
tándolo físicamente. Hacia el fin de su vida, cuando ya no podía valerse por
sí mismo, el hombre negro que lo cuidaba lo trató con tanta ternura y bon-
dad, que renunció a su racismo. El prejuicio simplemente no podía sobre-
vivir en una atmósfera de amor y bondad como aquella.
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Por supuesto, todos tienen la libertad de elección. Algunos insistirán ingrata
e ilógicamente en ser nuestros enemigos, independiente de lo que hagamos.
Pero después de hacer nuestra parte, y habiendo orado: «Padre, perdónalos,
porque»no saben lo que hacen» (Lucas 23:34), podemos confiarlos al Señor
de la justicia y la misericordia. No necesitamos tomar en nuestras manos la
responsabilidad de asegurarnos de que la venganza retributiva se cumpla.
Dios puede hacer un trabajo mejor de lo que nosotros jamás podríamos rea-
lizar.
Milagros y errores
«Tomó Moisés la vara de la presencia del Señor, tal como él se lo había or-
denado» (Números 20:9). Era lavara de Moisés (versículo 11), no la que
pertenecía a Aarón, que había florecido y producido almendras, y que él
mismo había depositado en el santuario (Números 17). La vara de Moisés,
que también debe de haber depositado en el santuario (en «la presencia del
Señor»), era la que Dios había utilizado como instrumento para realizar sus
maravillas en Egipto, al librarlos del ejército del faraón en el mar Rojo, en
el milagro del agua que fluyó de la roca en Refidim, y en la victoria sobre
los amalecitas (Éxodo 4. 7-10, 14 17).
La vara de Moisés representaba su identidad (cf. Génesis 38:18). Si hubiera
sido rey, habría sido su cetro, símbolo de su autoridad y su poder. Sin em-
bargo, Moisés se refirió a ella como «la vara de Dios» (Éxodo 17:9). Perte-
necía a Moisés, pero él pertenecía a Dios. Cuando Moisés apareció ante los
israelitas con aquella notable vara, recibieron la fuerte impresión de que al-
go terrible estaba a punto de ocurrir. ¿Utilizaría la vara para golpear la roca
para darles agua otra vez, o los aniquilaría a todos?
En esta ocasión Dios quería que Moisés y Aarón simplemente hablaran a la
roca, mientras Moisés sostenía la vara como un recordatorio de lo que Dios
había hecho en el pasado (Números 29:8). Al involucrar a Aarón en el mi-
lagro, el Señor afirmaría una vez más el liderazgo del sacerdocio aarónico,
que el pueblo debería mantener en el futuro. Hablar a la roca, en vez de gol-
pearla, sería un milagro todavía mayor que el que Dios había realizado en
Refidim. Era teóricamente posible que cuando Moisés golpeó la roca allí
(Éxodo 17:6), el golpe hubiera despegado alguna costra de la roca, abriendo
así una fuente subterránea. Si así fuera, podría argüirse que el milagro había
consistido en golpear la roca en el lugar preciso. Hablarle, sin embargo, no
podría tener ningún efecto físico sin la intervención directa del Señor para
mover el material físico.
Guerra santa
Un hombre que viajaba por una carretera en Estados Unidos, recogió a un
adolescente que hacía autoestop. Pocos kilómetros más adelante, el mucha-
cho sacó una navaja y pidió al hombre que le diera su cartera. El conduc-
tor, tranquilamente, replicó: «A Charlie no le gustará eso». Un tanto confuso,
el adolescente acercó más la navaja al costado del hombre, e insistió: «Deme
su cartera». De nuevo el hombre contestó con toda calma: «A Charlie no le
gustará eso».
En ese momento, el aprendiz de ladrón sintió un aliento cálido detrás de su
cuello y comenzó a escuchar un gruñido lento y sordo. Lentamente giró el
cuello para fijarse en el asiento trasero. Horrorizado, se encontró frente a
frente con una enorme pantera negra, mascota del conductor. Lleno de te-
rror, le suplicó: «¡Por favor, bájeme de aquí!» El conductor disminuyó la
marcha del vehículo y el muchacho saltó antes que se detuviera y, temeroso
de perder la vida, huyó a campo través. El último vestigio que el socarrón
conductor vio del ladrón fue la espalda que, a toda velocidad, desaparecía
detrás de una colina.
El adolescente tenía una navaja, pero el conductor tenía a Charlie. Del
mismo modo, el rey cananeo de Arad tenía un ejército, pero los israelitas
tenían algo o, mejor dicho, a Alguien, con quien Arad no había contado:
Dios.
Mira y vive
Los israelitas tuvieron que rodear Edom porque no podían pasar a través de
su territorio (cf. Números 20:18-21), prolongando mucho su viaje hasta la
frontera oriental de Canaán. El pueblo se impacientó y elevó su queja acos-
tumbrada de que Dios y Moisés los habían sacado de Egipto para matarlos en
el 'desierto, donde no había ni alimentos ni agua. Además, añadieron su
disgusto por el maná que Dios les había proporcionado cada día: «Ya esta-
mos hartos de esta pésima comida» (Números 21:5, NVI).
En Tabera el Señor había enviado fuego para advertir a los murmuradores
(Números 11:1). Ahora envió «serpientes venenosas» para castigar al pue-
blo, y muchos de los que fueron mordidos murieron. En otras versiones
se las llama «serpientes ardientes», que probablemente describe el intenso
2
Roy Gane, Altar Call (Berrien Springs, Michigan: Diadem, 1999), p. 77.
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Las siguientes victorias fueron los grandes triunfos sobre Sehón, rey de los
amorreos, y Og, rey de Basan, cuyos reinos estaban al este del río Jordán
(versículos 21-35). Ambos gobernantes atacaron a los israelitas, quienes de-
rrotaron a sus ejércitos a pesar del hecho de que las fuerzas cana-neas eran
superiores y de que Og era un gigante (Deuteronomio 3:11). Así, los israelitas
tomaron y retuvieron los territorios de ellos. Ahora el pueblo de Dios tenía
una base desde la cual marchar a través del río Jordán a la tierra prometida.
¡Ya habían llegado! ¡Por fin!
Capítulo Diez
Maldiciones mesopotámicas
Es desconcertante cuando uno intenta decir una cosa, pero le sale otra. En
una ocasión, una jovencita norteamericana se comprometió a predicar en
una iglesia de habla hispana. Una vez que el pastor la presentó con mucha
amabilidad, ella se puso de pie para comenzar a hablar. En su cabeza anglo-
hablante, se propuso decir: «I’m embarrassed and it's the pastor's fault», lo
que en español se diría: «Estoy abochornada, y el pastor tiene la culpa». Sin
embargo, en su rápida traducción mecánica, confundió la palabra inglesa
«embarrassed» con la española «embarazada». Por ello, lo que en realidad
dijo fue: «¡Estoy embarazada y el pastor tiene la culpa!»
También Balaam tenía problemas con sus palabras, pero las dificultades de
traducción no le impidieron decir algo positivo: Dios no le permitió decir al-
go negativo porque tomó el control de su boca. La historia de Balaam (Nú-
meros 22-24) es una de las más extrañas de toda la Biblia.
La Escritura no nos dice mucho acerca de la historia de Balaam, pero en al-
gún momento fue profeta del verdadero Dios. Al parecer, era originario del
norte de Mesopotamia (Números 22:5; cf. Números 23; Deuteronomio 23:4; el
noreste de Siria en la actualidad), donde Abraham y su parentela habían vivido
durante un tiempo después de salir de Ur de los caldeos, localidad ubicada
en el sur de Mesopotamia (Génesis 11:31). Los parientes de Abraham per-
manecieron allí (Génesis 24; 25; 28; 31), y quizá Balaam había conocido al
Señor a través del contacto con ellos.
En consecuencia, parece haber sido un hombre fundamentalmente bueno y
ministro de Dios, hasta que cedió a la avaricia. Su fama como persona en
contacto con el poder divino llegó hasta Balac, rey de Moab, que se llenó de
terror cuando supo lo que los israelitas habían hecho a los reyes Sehón y Og
(cf. Números 21).
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Los israelitas estaban emparentados con los moabitas, pues estos eran des-
cendientes de Lot, el sobrino de Abraham (Génesis 12; 19). De modo que
Dios dijo a los israelitas que no atacaran a los moabitas ni tomaran su tierra,
el mismo mandato que les había dado con respecto a los edomitas (Deutero-
nomio 2:4-9). De este modo, Dios trataba a los moabitas paciente y miseri-
cordiosamente como parientes de su pueblo, a pesar del hecho de que ellos
se habían alejado de él, hundiéndose en la idolatría. Pero Balac, como el rey
de Edom, solo veía a Israel como un peligroso enemigo.
Suponiendo que Moab era la siguiente víctima, ya elegida como blanco en la
estrategia israelita, Balac se aterrorizó. En el antiguo Próximo Oriente, por
lo general, un rey derrotado tenía poca esperanza de vida. Para salvarse a sí
mismo, y a su propia nación, Balac decidió asestar un golpe preventivo. Ata-
car a los israelitas con las armas convencionales era inútil, porque ya habían
derrotado a Sehón, que había sido más fuerte que Moab (Números 21:26-
29). Pero Balac detonaría «un arma de destrucción masiva»: Balaam, a quien
emplearía para maldecir a Israel. Había otros individuos que podrían lanzar
maldiciones, pero Balaam haría el mejor trabajo.
En la actualidad pensamos que una maldición es la que lanza un obrero
cuando se da un martillazo en un dedo en vez de darlo en el clavo. La con-
sideramos como un «lenguaje obsceno» o, en algunos casos, «tomar el nom-
bre de Dios en vano» (violar el tercer mandamiento, Éxodo 20:7). Sin em-
bargo, Balac no consideraba la maldición de esa manera, como si Balaam
fuera a gritar a Israel una serie de palabras impublicables o improperios anti-
semitas. Esa forma de expresar el desdén podría desahogar un poco los sen-
timientos de Balac y hacerlo sentir bien de momento, pero no resolvería el
problema. Más bien, el rey moabita consideraba la maldición como un arma
real, porque podría desencadenar poderes sobrenaturales y dirigirlos contra
sus enemigos, de tal manera que los dañara en realidad (compárense las mal-
diciones en la ley bíblica: Éxodo 22:28; Levítico 19:14; 24:14-16; Números
5:18-27).
Distinguidos representantes de Moab y de Madián, que era aliada de Moab,
visitaron a Balaam con la solicitud del rey Balac y una atractiva oferta eco-
nómica. El mensaje no nombró a Israel, sino que se refirió a cierto pueblo
que había salido de Egipto. Balac expresó su confianza de que una maldi-
ción proferida por Balaam podría ablandar al enemigo: «pues yo sé que el
que tú bendigas bendito quedará, y el que tú maldigas maldito quedará»
(Números 22:6).
Bendiciones inesperadas
Cuando Balaam se encontró con su cliente, Balac, se protegió muy bien
contra la posibilidad del fracaso en alcanzar las elevadas expectativas del
rey. Curándose en salud, expresó lo que podría servirle como una cláusula
protectora en el contrato: «Mira, ya he venido ante ti; pero ¿podré ahora decir
alguna cosa? La palabra que Dios ponga en mi boca, esa hablaré» (Números
22:38). Sería algo parecido a un médico diciendo a un paciente: «Bien, ha-
Roy Gane
Capítulo Once
Comida y sexo
Cuando uno está programado para un día D —que señala una invasión—,
es señal de prudencia estar centrado y preparado para lo que hay que ha-
cer. Los israelitas descansaban junto a la ribera oriental del río Jordán, lis-
tos para cruzarlo e invadir la tierra prometida. Sin embargo, en lugar de
ejercitarse, se desorientaron y casi fracasó la misión porque fueron demasia-
do amigables con los aparentemente inofensivos vecinos, quienes, en reali-
dad, eran enemigos mortales.
Los israelitas estaban acampados en Sitim («árboles de acacia») cuando algunas
muchachas moabitas se presentaron para invitarlos a sus fiestas. ¡Qué bonda-
dosas y qué hospitalarias eran con los viajeros! La comida no vegetariana
fue muy bienvenida (¡en la variedad está el gusto!) para sustituir el conocido
maná, y las fiestas con aquellas atractivas visitantes resultaron muy entrete-
nidas.
¡Ah!, un par de detalles: La comida era parte de los sacrificios a los dioses
moabitas. Para ser corteses, los israelitas no solamente disfrutaron la comi-
da; también se inclinaron ante las imágenes de varios dioses. Era, obviamen-
te, lo que había que hacer. Seguramente esto no podría ofender a nadie. Pe-
ro lo que realmente hacía deseable el culto idolátrico era el hecho de que la
liturgia de adoración incluía mantener relaciones sexuales con aquellas se-
ductoras muchachas. ¡Comida y sexo: los caminos de siempre que van direc-
tamente al corazón del hombre! Dios creó legítimos deseos por ambas co-
sas, pero el pecado los secuestra para llevarlos lejos de Dios.
Roy Gane
Capítulo Doce
Reagruparse y avanzar
Un ejército que sufre muchas bajas debe reagruparse y avanzar. Después de
la terrible plaga en Sitim, los israelitas necesitaron más organización e ins-
trucciones antes de apoderarse de la tierra prometida. El primer paso fue la
repetición de lo que había ocurrido cuarenta años antes, al principio del libro
de Números. En ese tiempo el Señor había ordenado la confección de un
censo militar de todos los varones israelitas de veinte años o más (Números
1). El total fue 603,550, sin contar a los levitas (versículo 46). Un ejército de
ese calibre, por muy esclavos que hubieran sido, debería haber conquistado
Canaán.
Dios demostró su poder a favor de la generación que había salido de Egipto
con una concentración de milagros más grande de lo que podemos hallar en
cualquier otra parte del Antiguo Testamento. Por desgracia, el pueblo nunca
desarrolló confianza personal en Dios. Cuando el informe de los diez es-
pías los aterrorizó, se negaron a creer que Dios era capaz de darles por he-
rencia la tierra. Por lo tanto, les dio el desierto que eligieron: «En este desier-
to caerán vuestros cuerpos, todo el número de los que fueron contados de en-
tre vosotros, de veinte años para arriba, los cuales han murmurado contra
mí. A excepción de Caleb hijo de Jefone y Josué hijo de Nun, ninguno de
vosotros entrará en la tierra por la cual alcé mi mano y juré que os haría habi-
tar en ella» (Números 14:29, 30).
Al final de los cuarenta años en el desierto debía efectuarse otra vez el censo
con el propósito de organizar un nuevo ejército con una generación más jo-
ven. No incluiría a ninguno de la generación anterior, excepto Josué y Caleb.
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Y, ciertamente, cuando los dirigentes de Israel tabularon los 601,730 hom-
bres de veinte años para arriba, no se contó ninguno del censo anterior,
excepto Josué y Caleb, los dos espías fieles (Números 26:64, 65). Todos
los demás estaban en sus tumbas en el desierto.
En Egipto, la población israelita había experimentado una verdadera explo-
sión, para consternación del faraón (Éxodo 1). Pero en el desierto el nú-
mero de adultos disminuyó durante los cuarenta años de peregrinación a
causa de factores como las plagas por la rebelión contra Dios. A algunas tri-
bus les fue mejor que a otras. La tribu de Simeón, a la cual pertenecía el re-
belde Zimri (Números 25:14), menguó muchísimo: de cincuenta y nueve
mil trescientos (Números 1:23) a veintidós mil doscientos (Números 26:14).
Esto significaba que Simeón recibiría un territorio más pequeño en Canaán,
mientras que otras tribus, que habían sido más fieles a Dios y conservaron su
número de miembros en el desierto, recibirían una herencia mayor (vers.
52-66).
El informe del censo de la tribu de Rubén nos recuerda que Datan y Abi-
ram, dos representantes rubenitas, se rebelaron contra Moisés como parte
del grupo de Coré (que era levita). Murieron como señal de advertencia y
ejemplo cuando la tierra se los tragó, y el fuego consumió a los doscientos
cincuenta aspirantes al sacerdocio (versículos 9, 10). Ya sabíamos todo eso
(ver Números 16). Pero ahora aprendemos algo nuevo e inesperado: «Pero
los hijos de Coré no murieron» (Números 26:11). Las familias enteras de
Datan y Abiram perecieron con ellos (Números 16:27, 32), así que sus lí-
neas de descendencia fueron instantáneamente interrumpidas como castigo
divino. Los hijos de Coré, por otra parte, continuaron viviendo. La Biblia no
nos dice la razón. Quizá se debió a que ya habían mostrado su fidelidad a
Dios. Esta posibilidad recibe apoyo del libro de los Salmos, en el cual más
tarde aparecen descendientes de Coré como autores de algunos de los
grandes himnos de fe y alabanza en la Biblia.
Una de sus composiciones es el Salmo 46, que comienza: «Dios es nuestro
amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no
temeremos, aunque la tierra sea removida y se traspasen los montes al co-
razón del mar» (Salmo 46:1, 2). El pasaje sirvió como inspiración a Martín
Lutero para componer el famoso himno «Castillo fuerte es nuestro Dios».
Vemos esperanza para el futuro cuando los hijos de un viejo rebelde eligen
seguir exactamente la dirección opuesta y siguen lealmente al Señor. Con su
gracia y su sabiduría asombrosas, Dios sabía lo que hacía cuando conservó
la vida a los hijos de Coré. Durante miles de años el pueblo de Dios ha sido
más fuerte a causa de sus elocuentes palabras de ánimo.
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Mantener cerrado el círculo
Las personas que han legado su nombre a un lugar son recordadas mucho
tiempo después de su muerte. Alejandría, Colombia y Washington, D.C.,
mantienen vivos los nombres de personas específicas. El nombre de al-
guien a quien no se erija un monumento que preserve su memoria, o cuya
conexión con un lugar se acabe borrando, puede perderse en el olvido. Por
eso, muchos eruditos no creían que un rey Sargón hubiera gobernado el Im-
perio neoasirio, como dice Isaías (20:1). Eso se subsanó cuando los arqueó-
logos desenterraron la ciudad llamada «La fortaleza de Sargón», que tenía
su nombre escrito por todos lados.
Un israelita de nombre Zelofehad tenía un problema que lo persiguió incluso
después de muerto. Lo normal habría sido que sus hijos perpetuaran su
nombre, que quedaría ligado a una parcela de tierra que ellos heredarían en
la tierra prometida. Zelofehad fue bendecido con abundante descendencia,
pero el problema es que todas eran hijas. La costumbre israelita no permi-
tía que las mujeres heredaran la tierra. Esa práctica mantenía la propiedad
intacta dentro de un clan familiar. De no ser así, una mujer que se casara
fuera de su clan llevaría la propiedad a la familia de su esposo, disminu-
yendo con ello la propiedad de su clan de origen. La tierra era crucial para
cada clan, porque les proporcionaba los recursos para vivir en un medio
agrícola.
Zelofehad no tendría herencia en la tierra prometida para mantener la me-
moria de su nombre (Números 27:1-4). Los antiguos israelitas consideraban
a sus hijos como una prolongación de su vida, en el sentido de que eran
portadores de su identidad. La sociedad consideraba tan importante la
descendencia que si un hombre moría sin hijos, su hermano debía tener un
hijo con la esposa de su difunto hermano, y todos considerarían al hijo co-
mo si fuera del hombre muerto (véase Génesis 38; Rut 4). De hecho, una
ley del Señor sostenía y regulaba la costumbre del matrimonio del cuñado
(Deuteronomio 25:5-10).
En la moderna cultura occidental aplicamos correctamente los principios de
Dios de respeto a los muertos y el cuidado de las viudas en otras formas.
Cuando estudiamos las leyes bíblicas, nos metemos en problemas si solo
leemos y obedecemos. Debemos leer y pensar antes de hacer algo, como
aconsejó Pablo al joven Timoteo cuando le pidió que usara correctamente la
palabra de verdad (2 Timoteo 2:15).
Naturalmente, el destino que le esperaba a Zelofehad fue causa de preocu-
pación para sus hijas, quienes consideraron que aquello era una injusticia.
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Era verdad que el padre de ellas había pertenecido a la generación que Dios
había condenado a morir en el desierto, pero los descendientes de los de-
más que habían perecido tendrían su propiedad. No deberíamos confundir
a las jóvenes hijas de Zelofehad con las modernas feministas de la actuali-
dad: las primeras luchaban, fundamentalmente, por los derechos de su pa-
dre.
Las hijas se sintieron suficientemente confiadas como para presentar su caso
ante Moisés y los otros líderes de Israel, quienes las escucharon res-
petuosamente. Los dirigentes no decretaron una decisión contra ellas sim-
plemente siguiendo las costumbres antiguas. Lo que hicieron fue buscar el
consejo del Señor. Y Dios coincidió de inmediato con la solución propuesta
por las hijas de Zelofehad, es decir, que la herencia de su padre debía adju-
dicárseles a ellas, como si fueran varones. De hecho, Dios convirtió el caso
de ellas en un precedente de lo que debería hacerse en el futuro si un hom-
bre moría sin un hijo varón (Números 27:4-11). En Números 36 Dios
añadió que las hijas de un hombre que muriera sin hijo varón deberían ca-
sarse dentro de su propio clan con el propósito de preservar la propiedad
dentro de ese grupo.
Es fácil para una lectora moderna desestimar la importancia de este pasaje
bíblico, a no ser que sea africana. Según la ley consuetudinaria africana,
una mujer no puede heredar, ni siquiera de su esposo. De modo que si una
mujer enviuda, los parientes de su esposo toman la propiedad que ella
compartía con su esposo, la cual es, con frecuencia, su única fuente de in-
gresos para vivir. Ella puede regresar a vivir con sus propios parientes de
sangre, si ellos están dispuestos a sostenerla. En muchos casos, sin embar-
go, no tiene ningún lugar adonde ir y se ve obligada a hacer frente a dos te-
rribles opciones: o morirse de hambre o entregarse a la prostitución, con el
riesgo de morir de sida mientras contribuye a la difusión de la terrible en-
fermedad. Un cambio en las leyes de la herencia, en armonía con los prin-
cipios legales internacionales de no discriminación reconocidos por los tra-
tados a los cuales los gobiernos africanos se han adherido, salvaría muchos
miles o, quizá, millones de vidas. Pero los tribunales rutinariamente fallan
contra las mujeres siguiendo las leyes consuetudinarias.
1
Roy Gane, «Leviticus», en Zondervan Illustrated Bible Backgrounds Commentary on the Old Testament
(Grand Rapids, Michigan: Zondervan, Forthcoming), tomo 1, sobre Levítico 1: 9.
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almas de los hijos de Coré tenían hambre y sed de él (Salmo 42:2) y sus co-
razones y su carne cantaban de gozo (Salmo 84:2).
El sacrificio fundamental era un cordero. De modo que no sorprende que el
exaltado «Poema del Siervo Sufriente» de Isaías compare al Mesías sufriente
de Dios con un cordero que sufre en silencio por todos nosotros que nos
hemos apartado como ovejas (Isa. 53:6, 7). También fue muy apropiado
que Juan el Bautista anunciara primero públicamente a Jesús como «El
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Es como si
hubiera dicho: «¡Aquí está el que cumple todo el sistema sacrificial israeli-
ta!»
El descanso sabático fundamental en el séptimo día de cada semana no era
una observancia ceremonial dependiente del sistema ritual. Precedía al sis-
tema ritual y celebraba el «cumpleaños» de la creación del planeta tierra (Gé-
nesis 2:2-3; Éxodo 16:22-30; 20:11; 31:17). Sin embargo, el sistema ritual
honraba el sábado mediante el sacrificio de dos corderos adicionales (Núme-
ros 28: 9, 10) y por la renovación de los «panes de la proposición» dentro del
santuario (Levítico 24:8).
Cada luna nueva, que daba el comienzo a los meses, los sacerdotes presen-
taban un grupo de ofrendas quemadas adicionales y una ofrenda de purifi-
cación. Junto con sus acompañamientos de cereales y libaciones eran, al pa-
recer, como un suplemento de la ofrenda encendida de la mañana (Núme-
ros 28:11-15). Las lunas nuevas eran muy significativas porque el calen-
dario israelita era, básicamente, lunar, construido sobre la órbita mensual
de la luna alrededor de la tierra (Éxodo 12:2); no obstante, se ajustaba pe-
riódicamente al ciclo anual de la tierra alrededor del sol.
En el cuarto día de la creación el Señor había asignado a los cuerpos celestes
la función de estructurar el tiempo humano sobre el planeta Tierra, sir-
viendo «para separar el día de la noche, que sirvan de señales para las esta-
ciones, los días y los años» (Génesis 1:14). Por tanto, la adoración en las
lunas nuevas celebraría al Señor como creador y sustentador de nuestro sis-
tema solar y del tiempo. Si bien los sábados también honran al Creador y
estructuran el tiempo (semanas), tuvieron su origen en el ejemplo y la pala-
bra de Dios (Génesis 2:2, 3; Éxodo 20:8-11) y no en el movimiento de nin-
gún cuerpo celeste.
Era importante para los israelitas reafirmar periódicamente el señorío creador
de Dios sobre los cuerpos celestes porque otros pueblos del antiguo Oriente
Próximo adoraban al sol, la luna, los planetas, y las estrellas como deida-
Roy Gane
Capítulo Trece
Venganza divina
Él Señor quiso que, antes de morir, Moisés ultimase ciertos asuntos que es-
taban pendientes: «Ejecuta la venganza de los hijos de Israel contra los ma-
dianitas; después irás a reunirte con tu pueblo» (Números 31:2). El mandato
de Dios suscita dos preguntas. Primera, ¿por qué caería la justicia retributi-
va sobre los madianitas con exclusión de los moabitas? Segunda, ¿por qué
debía Moisés hacerse cargo de esta operación?
Con respecto a la primera pregunta, las mujeres moabitas habían participado
en la seducción de los israelitas a la inmoralidad y a la adoración idolátrica
en Baal-peor (Números 25:1-3). Pero las mujeres madianitas, representadas
por la hija de uno de los caudillos madianitas, tuvieron un papel estelar en la
culminación de la apostasía, y, al parecer, eso precisamente precipitó la pla-
ga que mató a veinticuatro mil israelitas (vers. 6-9, 14-18). Los israelitas
que murieron fueron parte de la comunidad culpable, pero, por tentar al
pueblo de Dios, las madianitas compartieron la culpabilidad y la responsa-
bilidad por la muerte de ellos. Dios había dicho a los israelitas que no les
hicieran daño a los moabitas, quienes habrían de retener sus tierras como
vecinos de Israel (Deuteronomio 2-9), pero no había protegido a los madia-
nitas de la misma forma.
Al responsabilizar a los madianitas y ordenar que cayera la justicia retribu-
tiva sobre ellos, el Señor mostró lo que piensa de quienes destruyen a su
pueblo tentándolo y engañándolo para que caiga en el pecado. El gran
CONCLUSIÓN
El libro de Números termina con el matrimonio de las hijas de Zelo-
fehad (Números 36). Después del intenso drama de conflictos en el desier-
to, la victoria sobre las naciones, y la distribución de los territorios entre las
tribus, parece como un anticlímax. Pero es apropiado centrar la atención
aquí en la conexión entre el pasado de Zelofehad y su generación, y la nue-
va generación de sus hijas, quienes estaban a punto de entrar a poseer su he-
rencia. ¡De las cenizas de los errores dejados atrás en el desierto surge un
glorioso futuro para las familias del divino Redentor!
Nos encontramos en los límites de nuestra tierra prometida. Nosotros tam-
bién tenemos muchos años de errores que dejar atrás. Y también tenemos el
privilegio de cruzar el umbral de un hogar mejor. ¿Llevaremos nuestra fa-
milia con nosotros? ¿Seguiremos al Señor de todo corazón, como hicieron
Josué y Caleb? ¿Deseamos nuestras mansiones celestiales lo suficiente co-
mo para dejar nuestras tiendas atrás? ¿Deseamos hablar con nuestro Señor
de la shekina cara a cara por encima de cualquier otra cosa en el mundo?