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EtnograllasContemporáneas 1 (1) 117-138

LA CLASE SOCIAL YSU RECUSACiÓN ETNOGRÁFICA

Claudia Fonseca *

Mi propuesta en este artículo es fruto de una doble preocupación. Por


un lado, la que remite a una antropología que se define por el método
etnográfico y, por otro lado, la de un enfoque analítico que pone a la
clase como categoría de relevancia fundamental para la comprensión de
la sociedad contemporánea, al lado de género, generación, etnia y
nación. Esta formulación del problema surge de una cierta incomodidad
por lo que percibo como un silencio o, por lo menos, un murmullo mal
articulado en el campo del análisis antropológico actual donde, en
fuerte contraste con otras áreas temá[jcas, las investigaciones orientadas
por el recorte de clase han quedado pulverizadas. Esto último es preo-
cupante en la medida en que la perspectiva etnográfica aporta a la dis-
cusión de las sociedades contemporáneas una contribución singular, la
tenrativa de entender otros modos de vida a través de la subjetividad del
investigador y su confrontación con lo d1ferente, como instrumento
principal de conocimiento. En estos términos, la negación etnográfica
de la clase iguala, suprime la diferencia, al proscribir ciertos grupos o
categorías del campo de análisis o al definir su cosmovisión como des-
provista de cualquier originalidad y, por lo tanto, pasible de la aplicación
de conceptos preestablecidos, previos a (o directamente sin) la investi-
gación de campo.

Enrre los antropólogos, las consideraciones sobre clase se desarrollan bajo


diferentes formas, en los estudios de otras áreas temáticas (género, et-
nicidad, religión, etcétera). Esos estudios se enriquecen y ganan en su

• Profesora del Pograma de Pos Graduar:ao em Antropología Social de la


Universidade Federal do Rio Grande do Sul. Entre sus publicaciones se
encuentran los libros Caminhos da y Família, fofoca e honra:
a emografia de violencia e relar:6es de genero em grupos populares.

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rileza por la incorporación del factor clase, pero mamienen el norte
definido en función de sus respectivas áreas. Son raros los antropólogos
que centran sus análisis en el recorte ele clase. Los que 10 hacen, tien-
den a apoyarse en conceptos y abordajes analíticos desarrollados en las
disciplinas menos etnográficas (sociología y ciencia política). Se inspi-
ran, también, en los sugerentes paradigmas desarrollados para el estu-
dio antropológico de los recortes de raza, etnia, género, etcétera. Sin
embargo, al contrario de sus colegas de ot[as áreas, rarameme se definen
en función de Su objeto y, en general, no traban discusiones entre ellos
ni llegan a formar escuelas. De este modo, el estudio antropológico de
clase, en cuanto área temática, prácticamente desaparece elel mapa.

En Brasil, encontramos algunas notables excepciones a esta tendencia.


Creo, por ejemplo, que en el medio urbano, investigadores inspirados
en la reflexión de Gilberto Velho (1981,1994) Y ocupados generalmente
en las capas medias han formado últimamente una escuela de pen-
samiento importante. En la actualidad, estudiantes de esa línea, a base
de sólida etnografía, se concentran en los llamados brokers, personas que
viven en el margen, sirviendo como mediadores entre un grupo y otro
(ver, por ejemplo, Velho y Kuschnir, 2001). Está implícito, en el uso del
término mediación, el axioma de que existen fromeras simbólicas para
ser negociadas, incluso de clase. Sin embargo, cuando se trata de suje-
tos de origen modesto, tiende a ponerse el énfasis en las trayectorias
individua/es (de algún músico o artista popular), dejando la estructura
de clase como telón de fondo. Cuando el enfoque se desplaza hacia
categorías sociales (empleadas domésticas y sus patronas, por ejemplo)
el punto de vista del análisis favorece el territorio de los dominantes, es
decir, la casa de las patronas. ASÍ, no obstante sus valiosas contribuciones
a la reflexión antropológica, la preocupación de esos investigadores no
es, en general, el análisis de la mediación vista desde abajo hacia arriba.

Sin embargo existe otra posibilidad: la de estudiar el tema desplazando


el foco de análisis hacia el territorio de las escalas inferiores de la sociedad
de clase. Aunque tal perspectiva haya sido aplicada en relación a otros
tiempos y otros lugares, me parece que en la actualidad está poco tra-
bajada. La falta de articulación y el escaso impacto político de los estu-
dios etnográficos que siguen esta línea dejan un vacío que resulta
cubierto por visiones menos sofisticadas, que encuentran sospechosa la
aplicación de nociones antropológicas a la sociedad de clases (por
ejemplo, la hipÓtesis de universos simbólicos variantes) y que llegan a
negar enteramente esa posibilidad en el caso ele grupos subalternos.

En este artículo quiero observar más de cerca algunos de los argumen-


tos que, en los hechos, reniegan de la perspectiva etnográfica aplicada

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a los grupos populares de la sociedad contemporánea. Está implícita en
mi perspectiva la importancia de "trabajar en los márgenes", flujos y en-
tre-lugares para evitar la reificación de este objeto. Pero, también tengo
en cuenta la posibilidad de la existencia de especificidades en las ma-
trices simbólicas de los grupos subalternos, (especificidades que sólo el
método etnográfico, con su énfasis en la experiencia vivida, consigue dis-
cernir. Esta propuesta se remite a una tradición que considera que la carac-
terística del análisis etnográfico es el hallazgo de elementos que
sorprenden la lógica dominante o el sentido común. Autores en esta línea
(Bourdieu, 1992; Williams; 1977; Sean, 1992; Geertz, 1999) acogen con
escepticismo el argumento de que no existe nada nativo que no sea ex-
plicado por la influencia de las fuerzas dominantes (o, si existe, cierta-
mente no es digno de la atención de los investigadores). Trabajan, al
contrario, en el espíritu de lo afirmado por Ortner que, en respuesta a
ese argumento, sugiere que los antropólogos deben, en todo caso, man-
tener la hipótesis de algo no explicado inmediatamente por ese impacto.

"La tenta(iva de ver otros sistemas de abajo hacia arriba (from tbegroulld
leve/) es la base, tal vez la única base, de la contribución dis(inliva de 13
antropología a las ciencias humanas. Es nuestra capacidad, elaborada en
gran medida por la investigación de campo, de asumir la perspectiva del
pueblo en el litoral C..) que nos permite aprender cualquier cosa (inclu-
so en nuestra propia cuhura) además de aquello que ya sabenlOs"
COnner, 1994: 388, traducción del inglés al portugués por la amora).

En Brasil, para sostener esta posición, encontramos elementos en los de-


bates de otra área temática de la antropología, aparentemente muy le-
jana al área urbana: la de las sociedades indígenas. En ese terreno,
Viveiros de Castro (999), al tratar la vida social y simbólica de los
pueblos amazónicos, es criticado por no centrar sus análisis en la influen-
cia de la sociedad dominante brasilei'ia. Como respuesta, inspirado por
Florestan Fernandes, sugiere que su abordaje, al mismo tiempo que no
tiene pretensión de ser el único adecuado, tiene la ventaja de provocar
"un giro de perspectiva" en relación con los modelos analíticos usuales,
un "giro de perspectiva que permite encarar los mismos procesos des-
ele el ángulo ele los factores dinámicos que operan a partir de las insti-
tuciones y organizaciones sociales indígenas". En ese esquema la situación
colonial es sólo "un contexto de realización entre otros" 0999, 115). Y
continúa:

"Es obvio que se puede estudiar a los indios desde otras perspectivas; la
antropología no tiene derechos de exclusividad sobre ésta o cualquier otra
parte de la humanidad. El problema comienza sólo cuando se pretende
sustituir globalmente el abordaje distintivo y la agenda variada de la

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etnología por una doctrina monolítica que toma el "contacto interétnico"
como piedra filosofai de ia discipiina" (1999,115-116).

Salvaguardando las inmensas diferencias entre las sociedades indígenas


y los grupos populares urbanos, me gustaría sugerir que los investigadores
de ambos grupos enfrentan persistentes demandas de analizar sus daros
empiricos en términos del impacto de la sociedad dominante y, al no acep-
tar ese objetivo como el principal o el excluyente, reciben el more de "cul-
turalistas". Esa especie de censura que ya pesa en otras áreas temáticas
(ver Ortner, 1997), encuentra su apogeo en la discusión sobre grupos po-
pulares, amordazando, de cierta forma, la ponderación etnográfica en ese
campo. La tensión entre los antropólogos clásicos (los que buscan algo
tan ilusorio como la visión nativa del mundo) y lo que Viveiros de Cas-
tro llama los "contactualistas" (los que enfatiü'1n las fuerzas de dominación
e integración) refleja un debate académico de gran valor. Sin embargo,
este debate se contamina fácilmente por lo que Bourdieu (I992) llama
sociología espontánea, estereotipos y preocupaciones surgidos del sen-
ticlo común sobre la supuesta pureza de los rústicos intocados por la ci-
vilización (indios, campesinos, remanentes de quilombos), en contraste
con la miseria social y moral de la ralea o los degenerados. Los grupos
populares urbanos, en general, al no parecer puros en absoluro, podrían
clasificarse fácilmente del lado de los degenerados. La hiposlIficiencia
cultural así como la carencia afectiva, moral y cultural constan entre las
acusaciones aplicadas igualmente a pueblos indígenas corrompidos por
la sociedad de consumo y pobres urbanos. Frente a ese cuadro, hablar
de cultura entre los variados grupos ele bajos ingresos sirve como con-
trapeso a la tendencia a estereotipar ese sector de la población como
perteneciente a un nivel precultural de existencia.

Es de fundamental importancia recordar que nuestras investigaciones (por


lo menos, buena parte de ellas) están dirigidas simultáneamente hacia
dos auditorios, el académico y el lego, de forma que las consideraciones
intelectuales y teóricas se confunden inevitablemente con inquietudes
políticas. Las energías consumidas en torno del primer eje son de un gran
provecho. Las acusaciones, por ejemplo, en cuanto a la reificación de
nuestro objeto han impulsado un saludable interés por la sllbaltern
practice theory y otros abordajes procesualistas (Connell, 1987; Ortner,
1996). El eje político que se lOma más evidente en las llamadas investi-
gaciones aplicadas también ofrece desafíos estimulantes para el inves-
tigador. No obstante, en el encuentro con sectores extra-académicos no
siempre es fácil resistir la tent.ación de adherir a las actitudes típicas del
sentido común que empobrecen la investigación. Como producto de las
tendencias internas de la academia, como de este encuentro con el
público surgen actitudes que, a mi modo de ver, dificultan el estudio etno-

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gráfico realizado con grupos urbanos de bajos ingresos, 1) No debería
haber pobres; 2) si existen pobres, el trabajo del investigador debería di-
rigirse exclusivamente a remediar su situación, hacerlos ricos y 3) si no
es posible mejorar su situación, sólo le cabría al investigador denunciar
su explotación por pane ele la sociedad dominante.

No debería haber pobres


En primer lugar, deberían considerarse las palabras que son usadas para
describir a los sectores más bajos de la jerarquía social. En los últimos
tiempos, se ha puesto el acento en el término excluidos, enfatizando el
tratamiento discriminatorio que los sectores dominantes les reservan a
aquellos. Sin pretender cuestionar la importancia de estudiar los meca-
nismos de discriminación, quisiera decir que ese término (rae inserta cier-
ta trampa. En la lógica de algunos militantes, se desliza sutilmente la idea
de que la exclusión no debería existir y de que no debería haber excluidos
(y, por extensión, pobres). De allí hay un paso muy corto hacia la con-
vicción de que la vida de esas personas está desprovista de interés, 10
que justifica la negligencia con la cual son tratadas comúnmente.

La tendencia a negar cualquier positividad al modo de vida de la


población económicamente inferior y políticamente débil no es mo-
nopolio de los militantes ni de los brasileños. Ortner (991), entre mu-
chos otros, ha constatado la tradicional aversión que los antropólogos
norteamericanos tienen para con el tema de clase, actitud queJoan Vin-
cent explica como un tipo de mistificación inherente a la ideología
norteamericana. La existencia de un subproletariado, vista desde el pun-
to de vista de esa autora como elemento indispensable de la economía
capitalista, sería incompatible con la creencia generalizada de que los
diferentes sectores de la sociedad viven una integración justa y armoniosa:

"... una economía capitalista exige la división del trabajo, el desplazamiento


de la mano de obra y la existencia de un ejército industrial de reserva,
por ejemplo una underclass; la sociedad capitalista también exige una co-
munidad política, la representación de lo "real" como la interdependen-
cia armoniosa de sectores especializados de trabajo y encargos recíprocos
de trabajo - y todo eso torna la aceptación de una 1.mderclass ideológi-
camente imposible" (1993: 216, traducción elel inglés al portugués por la
autora).

Por supuesto que Brasil no es los Estados Unidos. Al finalizar la dictadura


militar y con la apertura democrática tuvimos, al comenzar los años 1980,
un período de impresionante producción antropológica sobre los sectores
desposeídos de la sociedad, una serie de investigaciones reunidas bajo
el signo de lo popular. Los más brillantes estudiantes se dirigieron a los

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barrios de la periferia urbana para estudiar las dinámicas culturales
propias de este contexto: la música, los circos, los clubes de fútbol, la
organización familiar, las formas de participación política, etcétera. Se -
inspiraron, en gran parte, en la escuela inglesa: los historiadores al estilo
de E.P. Thompson (998) y los adeptos a la escuela de Birmingham. Los
términos marxistas ("fuerzas de producción", "capitalismo", "clase obre-
ra") que durante la época de la dictadura significaban una postura políti-
ca de oposición, cedieron lugar a una discusión sobre lo popular (la
cultura popular, los grupos populares, los harrias populares). De ello re-
sultaron innumerables debates sobre la definición y las implicaciones del
término (ver Sader y Paoli, 1986; Duarte el al., 1993; Schuch). Sin em-
bargo, justamente cuando una producción antropológica sobre los gru-
pos populares en Brasil pareció levantar vuelo, los vientos intelectuales
y políticos cambiaron.

En los años 1990, en un clima de creciente conciliación entre partidos


políticos de derecha y de izquierda, así como ante el incentivo dado por
agencias de Financiamiento internacional a la investigación dedicada a
problemas de género, etnia y otras instancias de identity po/itics (Turner,
1994; Ramos; 1991; Scott, 1992), la cuestión de clase y, junto con ella,
la de los grupos populares, pareció retroceder a un segundo o tercer
plano. Aquellos elen"lentos del panorama popular que tienen claro im-
pacto sobre la política institucional (tales como el presupuesto partici·
pativo O el Movimento dos Sem Terra) aún suscitaban el interés de
investigadores, pero salvo raras excepciones (ver a Alencar, 2002; Borges,
2003), la lente analítica dejaba de lado la posibilidad de entendimientos
diferentes del proceso político que pudieran ser remitidos, por lo menos
en parte, a la cuestión de clase. Ciertamente las investigaciones sobre
género y etnia aportaron reflexiones fundamentales sobre desigualdad
y dominación, cubriendo, incluso, evidentes vacíos en las discusiones
clásicas sobre clase. Pero, justamente, esas investigaciones que dejan de
lado el sujeto intencional O reducen la realidad a la negociación discursiva
de identidades (especialmente las variantes posestructuralistas), tienden
a soslayar justamente el material más asociado al método etnográfico
(pdcticas y experiencias compartidas cotidianamente en el ámbito de un
determinado modo o patrón ele vida). Las nociones que describen la
globalización de territorios marchan junto a las que describen la
fragmentación de la identidad individual frente a la sociedad de consumo.
En este caso, lo popular está subsumido en la idea de cultura de masas,
dejando pocas brechas para pensar otras lógicas asentadas en experiencias
concretas de vecindad, por ejemplo, donde la segregación socio-económi-
ca es capaz de dictar gustos y estilos de vida particulares

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Algunos investigadores sostienen que lo que cambió es la realidad, que
los grupos populares no son más lo que eran. Sin embargo, es igualmente
posible que la desaparición de lo popular refleje un cambio de las for-
mas de organización política y de las ideologías políticas que las acom-
pañan. Durame los años 1980, en la época de efervescencia de los
movimientos sociales surgidos para resistir las presiones de un estado
ilegítimo, lo popu/arera una referencia de buen tono (lo popular en cuan-
to noción, en cuanto campo ético-político producido por las fuerzas
unidas de los intelectuales de izquierda, de los agentes de la Iglesia y
ele las organizaciones no gubernamentales (Doimo, 1995; Landim, 2001).
Ya se comentó ampliamente cómo, en esa época, el exceso discursivo lle-
vaba a los investigadores a ver la cultura popular inclusive allá donde
no existía. Sin embargo, en el actual clima de conciliación neoliberal cabe
preguntarse si los investigadores no hacen lo opuesto, al interpretar el
silencio discursivo en torno ele este tema como prueba de la ausencia de
cualquier realidad distintiva de los sectores populares. ¿Es que esos
seCLOres dejaron de existir, es que esos individuos dejaron de compar-
tir experiencias y un modo particular de vida cuando los sectores dom-
inantes redefinieron el objeto de sus atenciones?, ¿no es más probable
que, con la caída del Muro de Berlín y el cambio del clima político mundi-
al, se haya afirmado la inclinación apumada por Grtner y Vincent de que
simplemente no se ven aquellas dimensiones de la realidad que chocan
con la ieleología hegemónica'

Aun cabría preguntarse sobre las consecuencias políticas del abandono


del recorte analítico popular. Sin duda, la investigación académica de los
años 1980 ejercía (junto con los movimientos sociales y las ONG) una
cierta influencia sobre la realidad de los grupos a los cuales atribuía el
título de populares. De la misma forma que el movimiemo black is
beautiful agilizó un cambio retórico (black en lugar de nigger) tornan-
do relevante una categoría estigmatizada, es posible que la sustitución
del término pobre por popular haya contribuido, durante algunos años,
a una representación prestigiosa de los pobres urbanos. ¿Entonces,
cuáles serían las consecuencias del abandono de este término? En el ám-
bito intelecrual ele hoy, ¿cuál es el espacio que se otorga a los individuos
de bajos ingresos que no encajan en las categorías políticamente correctas
del momento (negro, mujer, niño... )? ¿En el panorama contemporáneo
existe otro término que no sea exclu.idos, categoría definida casi en-
teramente en términos de sus características negativas?

Si los pobres existen, nuestra tarea es transformarlos


Al apartarse de la hipótesis de dinámicas populares, los análisis realiza-
dos en los últimos tiempos tienden a asociar a la población de bajos in-
gresos con asuntos y problemas particulares: personas sin techo, jóvenes

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en conflicto con la ley, tráfico de drogas y otras categorías subsumidas
en la categoría de violencia urbana. De allí surge el segundo obstácu-
lo para el desarrollo de una reflexión etnográfica en torno de los gru-
pos populares: el ansia de intervenir para transformarlos. En este caso
la idea es: si tenemos que reconocer la existencia de los pobres, todo lo
que hacemos en relación con ellos (la propia motivación de investigación)
debe ser remediar su situación.

Se trata de una preocupación hasta cierto punto válida (que de alguna


forma nos concierne a todos), que surge lógicameme en función de las
innumerables demandas hechas por O G Yagencias del gobierno al in-
vitar al antropólogo a participar de la consultoría, definición, ejecución
de políticas de asistencia. Ahora bien: sabemos que sería imposible
hacer abstracción de la escandalosa distribución de la renta en Brasil, que
condena a buena parte de la población a vivir en condiciones de extrema
pobreza. Sin embargo, sin la preparación adecuada, el investigador cede
fácilmente a las trampas de la sociología espontánea al buscar en los datos
etnográficos no sólo las soluciones de la miseria sino también, sus
causas.

Estoy persuadida de que existe una conexión funesta entre el ansia de


ayudar y la aspiración de esrudiar etnográficamente a los grupos popu-
lares. Hay un tUl entre un análisis que encuentra en la política económi-
ca global las causas estructurales de la desigualdad y una investigación
etnográfica que toma como punto de partida determinados individuos
y sus sensibilidades. Con un eclecticismo poco convincente, el investi-
gador denuncia las estructuras capitalistas como causa última de la po-
breza al mismo tiempo que busca, a través de su etnografía, mecanismos
educativos (obstáculos culrurales a superar, palancas a accionar..J, ca-
paces de provocar una transformación liberadora de valores entre los pro-
pios pobres. ¿Esto no sería imputarle a los hallazgos etnográficos algo
que se origina y se resuelve en un nivel de lo social que queda fuera del
foco de la etnografía'

En la mejor de las hipótesis, el investigador busca darle una oportunidad


a aquellos elementos inherentes a la cultura local que resisten a las fuerzas
de dominación. Ese abordaje tiene el mérito de poner a los sujetos es-
tudiados como agentes de su propia historia, siendo el investigador un
[ipo de auxiliar en el proceso de transformación histórica del grupo. Sin
embargo, aún acechan dos peligros: 1) el de la resistencia reificada cuan-
do se reduce el modo de vida de la población estudiada a sus aspectos
reactivos, ignorando lo que los Comaroff (1992) llaman la "historicidad
endógena de mundos locales" y 2) el del idealismo romántico en el cual,
admitida la posibilidad de algo "endógeno", ese modo de vida sea re-

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alzado a tal punto de que no se divisen más los conflictos, las de-
sigualdades O las formas de dominación inherentes a las dinámicas in-
ternas del grupo. De una forma u orra, se produce una imagen
caricaturesca del grupo en cuestión que poco contribuye a la "etnografía
densa" de la realidad.

Sin embargo, es más preocupante el uso del método antropológico por


cieltos investigadores de áreas conexas (selvicio social, educación...) que,
inclusive habiendo trabado contacto personal con sus nativos, no con-
siguen ver nada más allá de la miseria. En una descripción absolutamente
llana, pero portadora de la autoridad de la investigación llamada etno-
gráfica, se documenta la carencia moral y espiritual que parece acom-
pañar fatalmente la carencia material en la conciencia del investigador.
Las reiteradas críticas al análisis cultura lista (ejemplificada en la obra de
Oscar Lewis y su reflexión sobre "la cultura de la pobreza"), que ac-
tualmente parecen "de rigor" en todo trabajo sobre pobres, permanecen
al nivel de la retórica. Las actitudes ignorantes, alienadas o atrasadas
de los pobres son tácitamente presentadas como causa principal de su
miseria y, con eso, el problema se desplaza de la pobreza hacia el po-
bre. Con un resultado analítico que difiere poco del amiguo culpara la
víctima, se abre el camino a programas de intervención que, hacen más
por disciplinar a las poblaciones incómodas, que por alterar sus condi-
ciones objetivas de vida.

De ninguna manera es mi intención menospreciar los innumerables


programas de investigación-acción entre poblaciones pobres. Enviar
agentes de intervención para dialogar frente a frente a su público de des-
tino y descubrir elementos inesperados de su realidad es una política que,
sin dudas, da resultados positivos. Pero es posible que esos resultados
sean debidos a la transformación de la mentalidad de los propios téc-
nicos de intervención y no a la de los nativos (blanco explícito del proyec-
to). En fin, conforme con una noción de cultura como proceso, que
implica constante mutación y negociación de fronteras, sería imposible
concebir un lado de la intervención separado del otro. Sería aún más pro-
blemático imaginar cualquier transformación que no englobase a los di-
versos agentes involucrados. Sin embargo, parece que muchas veces los
proyectos de intervención se desarrollan con ese espíritu misionero, de
cambio unilateral (la verdad llevada por nosotros para ellos), usando una
versión pobre de la investigación etnográfica para legitimar el esfuerzo.

Si la etnografia no sirve para remediar la situación del pobre, por


lo menos sirve para denunciarla
Existen etnógrafos que postulan causas estructurales para la pobreza, pero
tienen el buen tino de no buscar la llave de la transformación social en

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sus datos etnográficos. En ese caso, sin embargo, aún resta una última
trampa. Al concluir que no es posible remediar la condición del pobre
a través de estudios etnográficos, el investigador decide usar su estudio
para denunciar la miseria. Una vez más: existe cierto mérito en esa
perspectiva. pues resaltar los deterioros inherentes al sistema vigente po-
dría servir como estímulo para encauzar políticas públicas fallidas. Sin
embargo, mi impresión es que eso raramente ocurre y que la denuncia,
ostensiblemente formulada para ayudar a la causa de los subalternos, con-
tribuye muchas veces a una lectura maniquea de la realidad. Con el mun-
do dividido entre verdugos malvados y víctimas indefensas, los pobres
explotados parecen pasivos, apáticos, casi subhumanos ... a la espera de
la emancipación traída desde fuera por personas menos embrutecidas.
Se trata, irónicamente, de una imagen no muy diferente de la presenta-
da por teorías conservadoras ya ampliamente criticadas.

El ejemplo más claro de los peligros de esta perspectiva se encuentra en


el trabajo de la antropóloga norteamericana Nancy Scheper-Hughes,
abogada de la "investigación militante". En un artículo (995), al obser-
var atentamente las manifestaciones más chocantes de dos localidades
en las que realizó sus investigaciones -la muerte por abandono de niños
enfermizos en el Nordeste brasileño, el linchamiento y ejecución por fuego
de jóvenes acusados de robo en África del Sur-, subraya la manera en
que ella, literalmente, ayudó a salvar la vida de algunos de sus infor-
mantes. Inclusive, de forma sistemática, ella apunta con el dedo del análi-
sis etnográfico a quien sea culpable ele esas atrocidades. Así, la culpa de
la muerte de los niños brasileños no solamente es atribuida a los médi-
cos de la salud pública, cómplices del sistema capitalista que sólo ad-
ministran tranquilizantes para calmar el hambre de los que agonizan sino,
también, a las propias madres supuestamente lobotomizadas por la mi-
seria. En el caso del linchamiento de los jóvenes sudafricanos, apunta a
la indiferencia de los blancos locales (incluso de los antropólogos), así
como a la crueldad de los hombres nativos. En ese tipo de narrativa, nos
induce a reconocer en la antropóloga un símbolo de la sensatez hu-
manitaria, pero aprendemos poco sobre el complejo juego de fuerzas y
las variadas sensibilidades que llevaron a la situación descripta.
La investigación militante de Scheper-Hughes ya fue ampliamente criti-
cada tanto en Brasil (Sígaud, 1995) como en el exterior (d'Andrade, 1995),
lo que nos dispensa de detenernos en ello. Existe, sin embargo, otro tipo
de abordaje etnográfico (también construido en el tono del que privi-
legia la pobreza espectacular) que goza en este momento de gran po-
pularidad y por tanto merece nuestra atención, el de Lo'ic Wacquanr.
Del mismo modo que muchos trabajos de Scheper-Hughes (ver, por ejem-
plo, 1992), las consideraciones de Wacquant sobre el gueto negro de
Chicago son, en ciertos momentos, de una gran riqueza. En artículos de

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cuño sociológico aporta un análisis comparativo a la discusión, al yux-
taponer con gran provecho el "cinturón rojo" (periferia) de París y el "cin-
turÓn negro" (gueto) de Chicago (Wacquant, 2001). En esos análisis, evita
las aClIsaciones fáciles contra los culpables locales, optando, al contrario,
por la descripción de los procesos macroestrucrurales que aceitan los
mecanismos de opresión. Además, Wacquant produjo por lo menos un
libro etnográfico de gran fuerza, Cuerpo y alma: anotaciones etnográficas
de un aprendiz de boxeo (2001). Lleno de fotos (de él, de su entrenador,
de los otros boxeadores del gimnasio que él frecuentaba en el gueto de
Chicago), el libro parece dirigido a un público amplio, posiblemente el
"regalo" que él le da a sus informantes, muchos de ellos semi-analfabetos,
para retribuidos por su colaboración. De este diálogo con sus nativos,
Wacquant produce una etnografía rica y sutil, en la que las interpreta-
ciones -3 la moda de Geertz- no se apartan de los hechos. Sin embar-
go, en los artículos que Wacquant hace circular en revistas académicas,
en el diálogo con sus pares, vemos un uso desconcerrante de sus daros
de campo. Es justamente el contraste, entre la gran sensibilidad en cier-
tas obras del autor y los inexplicables tropiezos en otras, que torna la
crítica de estos textos tan productiva en el plano didáctico.

Consideremos, por ejemplo, Un mariage dans le ghetto (996). En éste,


el aLltor presenta una descripción sensible y reveladora de su interacción
con los variados personajes y acontecimientos del escenario. Al mismo
tiempo introduce el material con frases que se deslizan de enunciados
fácticos hacia interpretaciones altamente valorativas. De constataciones
sobre el deterioro de las condiciones económicas de la población esta-
cionada en el gueto durante los años 1980, el autor salta a pronuncia-
mientos sobre la pobreza del universo social: el "encogimiento" de las
personas en "un universo de fachadas y juegos de espejo" donde cada
uno se esfuerza por mostrar que, diferente de los otros, "es alguien que
vale más que lo poco que es o lo poco que posee" 0996, 63). Según
\Vacquant, los habitantes del gueto, al satisfacerse con "copias inferiores
de bienes y ritos de esa sociedad que los rechaza" no osan resistir, pero
"simplemente existen en los términos que esa sociedad se los concede"
(996).

El artículo termina con una visita del autor al departamento de un ami-


go, boxeador aficionado, recién casado. Wacquant dice estar "alucina-
do" por la escena y hondamente perturbado por la "incoherencia total"
de su amigo. Vale la pena considerar los detalles etnográficos que inspiran
tamaña incomodidad. Luego de pasar por entre medio de la basura en
la calle, los graffitis en los muros y las rejas de hierro en las puertas, el
autor penetra en el deparramento de su amigo en donde encuentra:

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... pafedes desnudas, una cama de niño en el suelo, I... J, ropas dobladas
en el suelo. colocadas en pequeñas pihls encima de sacos de plástico. En
el fondo de la sala de visita, los dos niños duermen 1...1 en un sofá de es-
puma bajo una leve mama 0996:83).

Incomodado por el ambiente tropical (su anfitrión calienta el departa-


mento con agua calieI1le de la ducha ya que la calefacción no funciona)
y el griterío de los niños, \Xfacquant se muestra cada vez más frustrado
a medida que su amigo se aparra ele la entrevista planeada y toma cuen-
ta ele la charla. Su anfitrión, según el autor, deriva en un "lOrrenre ver-
bal" (interrumpido por c1en10straciones ele boxeo y ele taekwonclo)
alimentado por recuerdos de juventud y juicios sobre un amigo e1el
boxeo, la fábrica Fard, el kara[C, los jóvenes de hoy, su barrio , la cre-
ciente inmoralidad, los estragos de la droga entre sus amigos de
cia... Frente a esa profusión de informaciones, actitudes y otros elementos
simbólicos, Wacquant no arriesga un análisis. Ames vuelve, ahora en un
registro más personal, al mismo tono calamitoso con el cual abrió el anÍCulo:

"Afectado por tanto tormento mental y sonoro siento al mismo tiempo pe-
na y disgusto. Dios mío, mi Anthony, tan cariñoso y simpático, ¿cómo acep-
tar verte condenado a esa vida de nada Isic) y estallando en tantos
proyectos ilusorios?" V, "agotado, desorientado. horrorizado frente a tanto
sufrimiento e inseguridad 1...1", Wacquant termina la entrevisla "en migajas"
(1996, 84).

Aquí encontramos la denuncia de una situación considerada por el au-


tor como chocante. Sin embargo, como en el artículo ele Scheper-Hugh-
es, la denuncia nos enseña más sobre las pre-nociones del autor y su
deseo ardiente ele salvar a sus informantes (o, por lo menos incluirlos
en el nivel de los humanos...), que sobre las ambivalencias y pondera-
ciones de sus informantes frente a los densos procesos sociales y políti-
cos de su existencia.

El análisis de un segundo artículo escrito por Waequam, y publicado en


la Miseria del Muudo (1999), volumen organizado por P. Bourdieu y con
inmensa circulación, revela perspectivas semejantes a las del primero. Se
trata de la transcripción y comentarios ele una emrevisla con Rickey, que
nació y creció en el gueto. En este caso, el autor orienta sus preguntas
casi exclusivamente sobre los aspectos penosos de la vida del informante,
conduciéndolo a la reflexión sobre su familia pobre, su infancia dura,
su barrio duro, asesinatos, peleas y todo lo demás. Enseguida, construye
los contornos de ese personaje presentándolo como el prototipo del
"hustler" Imalandrín], una figu.ra genérica, una especie de tipo ideal vivo,
que ocupa un lugar central en el espacio del gueto negro norteamericano.

128

_ _1
¿Cuál sería nuestra objeción a ese proceder analítico? El lector nos recor-
daría, con razón, que estructurar el análisis en torno de un caso ejem-
plar es un artificio clásico del texto etnográfico y que, por lo tanto, no
suscitaría normalmente grandes objeciones. El problema es que, en el
artículo de Wacquant, el argumento se desliza sutilmente e1el malandrín
como uno de los tipos hacia el tipo del barrio. El autor concluye, a par-
tir de ese relato, que el guero posee una lógica propia ... casi carcelaria,
organizada según el principio de la guerra de lodos cotllra todos,

La declaración de Rickey se presenta como una descripción objetiva de


la realidad que le permite al autor fundamentar conclusiones sobre las
condiciones generales del barrio: la explotación generalizada de las
mujeres por sus amigos hombres, la rareza de verdaderas amistades, la
poca solidaridad entre parientes. No parece haber mucho lugar para am-
bigüedades en este mundo del malanelraje que "se opone punto por pun-
to al del trabajo asalariaclo", Es difícil encontrar en ese relato cualquier
perspicacia nativa que pudiese llevar al auror a revisar sus propios
conceptos. La agencia está claramente del lado del investigador que
percibe todo lo que su informante no ve. Lo extraño es que, en vez de
limitarnos a las palabras de Rickey, cuando miramos hacia los v:uiados
datos etnográficos presentados en otro lugar por el propio autor (véase,
por ejemplo, las diversas formas de sociabilidad y solidaridad en ··Un
mariage elans le gueuo"), vemos posibilidades para una interpretación
muy diferente.

En los dos artículos analizados aquí, Wacquant comete muchos errores


ya descritos por antropólogos (y, en otro lugar, por el propio \Vacquant,
2001) en las críticas a la literatura sobre las underclasses: homogeneiza
la variedad de personas en el gueto, pinta sus estrategias como meramente
compensatorias o "pobremente adaptativas" y privilegia el recorte
económico (como si la única preocupación del pobre debiera lógicamente
ser la supervivencia y la mejora financiera). Irónicamente, tales inter-
pretaciones parecen chocar contra las conclusiones de la pequeña obra
maestra del mismo autor, Cuerpo y alma. Sin embargo, en muchos
medios profesionales se lisa el trabajo ele Wacquant indiscriminada-
mente o inclusive haciendo énfasis en los análisis más pobres como pa-
trÓn ideal ele etnografía entre pobres ele la sociedad compleja.

Sería esclarecedor hacer una comparación elel trabajo de \X'acquant con


la de Pil. Bourgois (999) sobre los moradores de otro gueto norteame-
ricano, en este caso, en Nueva York. Bourgois, a diferencia de \Xlacquant,
aprovecha el torrente verbal de uno de sus interlocutores (que también
se atreve a hacerse cargo de la entrevista) para, justamente, mostrar la
pluralidad de visiones en el gueto y las ambigüedades vividas por algunos

129
moradores. Muestra cómo su informante Ramón, a pesar de traficar con
drogas, nunca dejó de tener un empleo straight asalariado. Paga impuestos
y, cuando recibe la devolución, invierte el dinero en la compra de dro-
gas para vender. Bourgois, al contrario de Wacquant, en el corto espa-
cio de ese artículo no se arriesga a analizar los valores de Ramón. Antes
bien, se contenta con la descripción detallada de la trayectoria de su in-
formante (negociaciones con la esposa, contacto con el juez, problemas
de vivienda, inestabilidad laboral, ayudas recibidas de la asistencia
pública, etcétera). Por ese artificio, el lector es llevado a sentir que, aden-
tro de aquel campo de posibilidades, Rarnón, a pesar de duros esfuer-
zos y gran perspicacia, difícilmente alcanzará el éxito (la vida respetable)
que tanto desea. En otras palabras, el autor, al llevar al lector hacia el
interior de la experiencia de vida de su protagonista, realiza la denun-
cia de las condiciones injustas que éste enfrenta, sin moralismos. Ramón
aparece como analista agudo de su propia situación, un agente históri-
co que enfrenta, a lo largo de su camino, obstáculos casi insuperables.
Los comentarios ele Bourgois no se despegan de los datos etnográficos.
No hay hiatos lógicos en la conclusión.

La consideración de esos diferentes textos no tiene como objetivo es-


tablecer una jerarquía de autores. En otros textos, Wacquant contribuye
a la reflexión socio-antropológica con intuiciones brillantes. Bourgois,
por su parte, ya produjo textos tan planos como los de Wacquant co-
mentados aquí (ver por ejemplo Bourgois, 2002, así como las críticas ela-
boradas por Semán, 2002). Antes que eso estamos intentando ejemplarizar
diferentes estilos de análisis (unos más y otros menos Fieles a la agen-
da etnográfica, con su forma particular de empirismo). G. Marclls, en su
reciente tratado sobre los deseos políticos elel etnógrafo, presenta preo-
cupaciones semejantes a las mías:

"Cierta parcela de la etnografía contemporánea está guiada por conceptos


teóricos y sentimientos con los cuales la etnografía es incapaz de lidiar
de forma coherente. El problema de cualquier etnografía particular es
enunciado y pensado en términos que la etnografía, como género y méto-
do, no fue tradicionalmente equipada para investigar. O entonces, el et-
nógrafo L.,] no hizo el trabajo difícil e incierto de tradu.cir a través de
la investigación de campo los términos teóricos para un proyecto ele in-
vestigación. El resultado es la superficialidad que caracteriza a tanta etno-
grafía del campo ele los estudios culturales, y, a decir verclad, caela vez
más, la del campo ele la etnografía antropológica también" (Marcus
1998:18, el destacado pertenece a la autora).

Continúa afirmando el autor que el discurso de compromiso moral, hoy


reconocido como parte integrante del análisis etnográfico, no debe

130
jamás servir como disculpa por una descripción "rala", una descripción
que hace abstracción de la historia, que ignora las ambigüedades del sis-
tema o que reduce el abanico inmenso de personajes a uno o dos mode-
los formularios. La etnografía micro debe, sí, llevar a generalizaciones
y, para tener sentido en el contexto contemporáneo, debe orientarse a
los múltiples nexos entre lo local y lo global. Sin embargo, bajo pena de
derivar en una visión enlatada del sistema munclial (evocando, por
ejemplo, un marxismo estereotipado), "los términos del análisis propia-
mente etnográfico deben ser contestados y reconstruidos 'de abajo ha-
cia arriba', es decir, a partir de la experiencia de la investigación"
(Marcus, 1998, 40, traducción del inglés al portugués por la autora).

Creo que la gran popularidad de cierta parcela de la etnografía se debe


en parte a las conclusiones rimbombantes que suenan políticamente co-
rrectas. En muchos trabajos supuestamente etnográficos sobre los pobres,
la investigación encuentra su justificación en la denuncia del estado casi
subhumano al cllalla sociedad capitalista y consumista redujo a esas per-
sonas. Observando los textos de Wacquant citados aquí, debemos re-
conocer, sin embargo, que tales conclusiones son muchas veces
inadecuadas en términos metodológicos (ya que elaboradas independi-
entemente de los datos etnográficos) y aun dudosas desde el punto de
vista político. Si un autor encuentra en todo lugar, de Nueva York a Chica-
go y de Nicaragua al Brasil, fuerzas idénticas de dominación, actuando
como un "hiper-actor" sobre víctimas pasivas, podemos deducir con bas-
tante tranquilidad que este autor no está aplicando la mirada etnográfi-
ca. Pues en ésta, a través de los múltiples ajustes provocados por el
ejercicio comparativo, los conceptos preestablecidos, tales como "violencia
estructural" o "neoliberalismo", asumen contornos inesperados, revelando
la singularidad de cada contexto (ver Semán, 2002).

Consideraciones finales
Nuestras reflexiones sugieren que es difícil, sino imposible, organizar una
discusión sobre las implicaciones puramente políticas (o, al contrario, pu-
ramente académicas) de una investigación. Ambas marchan juntas, en jue-
gos variados de interacción. Fue en gran medida, que, a final de los años
1980, y debido a las críticas políticas dentro de la disciplina, que se
comenzó a declarar la muerle del concepto de cultura. Legado de la época
colonialista, éste pecaría de una visión a-histórica de pueblos aislados,
valores homogéneos y sociedades equilibradas (¿quién no conoce el li-
breto').

Ciertamente el concepto de cultura que subyace en la etnografía de hoy


es muy diferente del de la época de nuestros padres fundadores o, in-
clusive, de lo que fue aplicado originalmente por Geertz. En esos últi-

131
mas tiempos algunos investigadores hicieron algo más que atravesar
fronteras para hablar del otro. Decretaron como sospechosas las nociones
de frontera y alteridad. Asumieron la complejidad de la realidad con-
temporánea y se empaparon de los más variados fenómenos del sistema
mundial. Rompieron con los términos del paradigma de una cultura
cerrada (reglas, estructuras, códigos y modelos) e instiruyeron en su lu-
gar un vocabulario que habla de flujos y procesos, de fabricación y ne-
gociación de sentidos. Pasaron a concebir al investigador y lo investigado
como una relación de este mundo (y no en algún espacio místico "de cam-
po") y abrieron la complicidad entre sujeto y objeto a sus dimensiones
políticas. Finalmente, incorporaron a la etnografía una epistemología an-
tipositivista que incluye el posicion.amiento del autor y su relación con
los (variados) lectores como parte integrante de la verdad del texto
(Marcus, 1998; Abu-Lughod, 1999; Ortner, 1999). Todo esto en una línea
teórica que se presenta, como en el título de un artÍCulo de Abu-Lughod
(1991), "contra la noción de cultura".

Sin embargo, quizá sea el momento de ir más allá de los tÍ[ulos llama-
tivos de ese debate para reconocer que, salvo raras excepciones, ni los
críticos más vocingleros del concepto de cultura recomiendan deshacerse
de "la perspectiva nativa" arraigada en un trabajo de campo etnográfi-
co intensivo. Ya se trate de Abu-Lughod (1999), que defiende una "etno-
grafía de lo particular" para entender mejor el impacto de las telenovelas
producidas en El eairo en la vida de las egipcias del interior del país, o
de Marcus (1998) que propone una etnografía multisituada para dar cuen-
ta del lugar del rey en el minúsculo país oceánico de Tonga, los grandes
profesionales hoy se lamentan no del exceso, sino de la escasez de des-
cripción densa. No critican la hipótesis de la diferencia en sí, sino la sim-
plificación de esa hipótesis y su traducción en la dicotomía reificante:
"nosotros" (investigadores modernos) versus "ellos" (nativos tradi-
cionales). Al cubrir los vacíos y al atravesar las fronteras (¿ilusorias? o,
por el contrario, ¿omnipresentes?), tenemos ahora dialogia, reflexividad
y experiencia.

E.P. Thompson (1998) apona esta línea de reflexión que incorpora la ma-
teria prima de la experiencia de vida para los grupos populares. Aunque
haya trabajado principalmente con fuentes históricas, sus reflexiones so-
bre la cultura plebeya de la Inglaterra decimonónica han inspirado a al-
gunos antropólogos contemporáneos que buscan incorporar el conflicto
al mismo tiempo que escapan de una visión esencia lista en el estudio de
grupos subordinados. Thompson dice que él:

"r.. .] dudaría antes de describir esa cultura plebeya como una cultura de
clase, en el sentido en que se puede hablar de una cultura de clase tra-

132
bajadora en el siglo XIX. en el cual los niños eran socializados en un sis-
tema de valores con códigos de clase diferentes. Pero no se puede com-
prender esa cuilura, en términos de experiencia, en su resistencia a la
homilía religiosa, en su burla picaresca de las prudentes virtudes burguesas.
en su preslO recurso del desorden y en sus actitudes irónicas con la ley.
a menos que se emplee el concepto de los antagonismos. ajustes y (a ve-
ces) reconciliaciones dialécticas de clase" 0998: 69).

Grimsoll (2004) suministra otro ejemplo de ese paradigma al proponer


una "concepción experiencialista", no de lIna clase sino de la propia
nación. Procurando evitar los extremos del esencialismo clásico y del cons-
tructivismo posmoderno, su análisis elel caso argentino pasa por la "se-
dimentación de una experiencia histórica" que incluye, entre otras cosas,
la hiperinflación y el genocidio de las dictaduras. Irónicamente, a pesar
de tratarse de experiencias negativas que minaron la legitimidad políti-
ca y económica del Estado, contribuyeron a la identificación de la
nación. Según Grimson.

-La paradoja es que justamente un conjunto de personas que comparten


básicamente experiencias disgregadoras tienen en común haber vivido
esos procesos y estar atravesados por ellos" (Grimson, 2004).

Trasponer esta perspecliva en el eswdio de grupos populares contem-


poráneos apunta a las in1plicaciones ele vivencias particulares. Pueele ser
que los habitantes de los morros, villas y periferias de las grandes ciu-
clades reciban muchas de las mismas influencias que sus contemporáneos
más ricos (la televisión y, en particular, la red Globo son las que más se
citan). ¿Pero quién podría pretender que tienen las mismas experiencias
cotidianas, los mismos horarios para comer, los mismos recursos para com-
batir el frío del invierno, el mismo dormitorio, el mismo éxito en la es-
cuela, la misma relación con la policía ... ? Justamente, son esas experiencias
cotidianas (muchas de ellas no tan positivas) las que capta el método etno-
gráfico. Y es en esa sellsltOIlS human praxis (Hall, 1994, 527), con sus
luchas y contradicciones implícitas, que enCOntramos elementos para
hablar de un recorte interpretativo que privilegia la óptica de clase. Es
en el "experientialpu/r0994, 528) que encontramos pistas promisorias
que pueden llevarnos más allá del reduccionismo económico y e1el de-
bate estéril de esencialismo versus constructivismo. Colocar la experiencia
en el meollo de la teoría de cultura es una manera de introducir no so-
lamente carne y hueso sino, también, conflicto, movimiento y ambiva-
lencia dentro elel an{¡lisis. En suma: presentar "diferencias" sin reificarlas.
Comenzamos este artículo aprovechando los avances teóricos en el área
de los estudios indígenas; apelamos al final a un debate en otro polo
temático, el de la antropología ele la nación. El punto que estamos in-

]33
tentando exponer es que las clases subalternas no es un objeto particu-
larmente privilegiado de estudio. La elección de ese objeto no implica
por parte del investigador ninguna nobleza de espíritu especial ni un nece-
sario compromiso político... Sin embargo, tampoco existe ningún moti-
vo para que ese recol1e sea considerado menos noble, menos real o que
sea pospuesto en favor de otros recortes posibles. Hace mucho tiempo,
los antropólogos llegaron a la conclusión de que no existe, entre las pobla-
ciones humanas, ningún "grado cero" debajo del cual no existe cultura.
Demostrar el paralelismo entre el análisis de sociedades indígenas, de
capas medias, de grupos populares y del Estado-nación es subrayar lo
que, en términos teóricos, aceptamos todos: que éstos son todos obje-
tos bons ¿¡ penser.

En conclusión, reafirmamos la necesidad de mantener abierta la hipóte-


sis de clase como uno de los organizadores significativos de ideas y com-
portamientos en la sociedad contemporánea, junto con sexo, etnia y
generación. Sugerimos que, en manos de investigadores precavidos,
que saben navegar entre los ardides metodológicos del tema, la etnografía
de grupos populares dará resultados ricos en el plano teórico y políti-
co. No se orientará al diagnóstico o a la corrección de mentalidades
retrógradas, tampoco se constituirá exclusivamente en denuncia (ya sea
contra los técnicos ele una política disciplinaria del Estado o contra las
fuerzas de un capitalismo reificado). Sin embargo, no será por eso
menos relevante políticamente (al final la etnografía de calidad, por ser
uno de los vectores por los cuales encuentran espacio de expresión vo-
ces e ideas que desentonan en relación con las narrativas hegemónicas,
posee un papel político fundamental, sea cual sea su objeto de estudio).
Finalmente, es de esperarse que, manteniendo el norte de la descripción
densa, no solamente haya una contribución a la reflexión académica so-
bre procesos sociales sino, también, disponible para planificadores y
agentes de intervención que, a través del diálogo con los múltiples
agentes de la sociedad contemporánea (lo que implica necesariamente
la revisión de sus propios paradigmas preconcebidos), procuran instru-
mentos para combatir la desigualdad política y económica, desigualdad
que refuerza diariamente las "fronteras" de clase.

Traducción: Carlos Alberto Pasero

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