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COLUMNA
Las preguntas, insisto, son demasiadas e inspiran, cada vez que sumamos
otra, nuevos temores y mayores confusiones —a menos, claro, que pensemos
en el Estado de excepción descrito por Agamben, o en la doctrina militarista
que los Estados Unidos han promovido en América Latina—: ¿Los militares no
entendieron, durante el sexenio calderonista, tras una elección que puso en
entredicho nuestro sistema político, que su presencia y su actuar necesitaban
ser legitimadas, dejar de ser subterráneas? ¿No lo comprendieron, además y
precisamente, en un momento de crisis de legitimidad del aparato de poder
civil?
Y aquí vale hacer un par de preguntas más: ¿por qué nadie, de entre toda la
gente que compone el nuevo Gobierno, lo asesora o lo acompaña, quiere
acordarse, a pesar de haber utilizado los argumentos de su amnesia durante la
campaña que los llevó al poder, que, desde la militarización del país, una sola
cosa ha sucedido con los índices delictivos: han subido? ¿Y por qué nadie, a
pesar de que también acusaron esto durante la campaña de 2018, parece
enterarse de cómo se maneja el dinero al interior de los cuerpos militares?
Las preguntas, insisto, son muchas, aunque haya dos que las engloben y
resuman: ¿por qué todos nuestros Gobiernos, del partido que sean —incluso
de aquellos que llegaron al poder gracias al discurso de la paz—, están urgidos
por ceder ante el Ejército y la Marina?
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