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MÉXICO

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COLUMNA

Terminar de entregar México a los militares


La verdadera batalla por el poder, en los sótanos del viejo sistema
de partido único, primero, y en los de la alternancia, después, se
dio entre los civiles y los militares, como si la Revolución de 1910
nunca hubiera terminado
EMILIANO MONGE

16 FEB 2019 - 09:52 CET


López Obrador entre los titulares de las Fuerzas Armadas: Luis Cresencio Sandoval (i) y Rafael
Ojeda. EFE

Partamos de una pregunta sencilla: ¿por qué hace falta consagrar en la


Constitución la militarización de la seguridad pública, si no vivimos en un
régimen militar?

Regresemos, después, algunos años: tal vez, la mayoría de los análisis


políticos de finales del siglo pasado y comienzos del presente milenio, han sido
parciales. O como dice el viejo dicho: por ver los árboles, no vimos el bosque.

Debajo de las pugnas entre estatistas y privatizadores, populistas y


neoliberales, derechistas e izquierdistas, la verdadera batalla por el poder, en
los sótanos del viejo sistema de partido único, primero, y en los de la
alternancia, después, se dio entre los civiles y los militares —como si la
Revolución de 1910 nunca hubiera terminado.
MÁS INFORMACIÓN Las preguntas, por más temor que despierten, son
entonces obligatorias: ¿la transición del año 2000 fue
también un reacomodo de los factores reales de poder —
lógico e inercial, si recordamos la ruptura que siguió al
levantamiento zapatista y al asesinato de Luis Donaldo
López Obrador pide
al Senado dar más Colosio, y si recordamos, además, que en 1996 Ernesto
peso al ejército en la Zedillo solicitó a la Suprema Corte de Justicia la
Guardia Nacional
jurisprudencia necesaria para empezar a militarizar tareas
Radicales y de seguridad pública, naciendo la Policía Federal
reaccionarios
Preventiva?
Aprender a poner
punto y final
Vayamos más allá con estas preguntas, al tiempo que
Coordenadas revisamos nuestra historia reciente: ¿es posible que los
extraviadas
militares comprendieran, mejor que nuestros políticos
civiles —aquellos que no formaban parte de su grupo, es
decir, de la facción históricamente encabezada por los herederos de la
Dirección Federal de Seguridad, desde la época de Luis Echeverría hasta la de
Zedillo— que daba igual cuál fuera el partido en el poder, siempre y cuando el
Ejército y la Marina estuvieran detrás o dentro de dicho partido? ¿La elección
de cambio de siglo no habría sido, entonces, también una victoria de los
militares?

Si analizamos cómo y cuánto han crecido el poder, la influencia y los intereses


del Ejército y de la Marina durante los últimos 18 años, la respuesta a estas
preguntas resulta evidente: de la Policía Federal Preventiva zedillista se pasó a
la creación de la Secretaría de Seguridad Pública foxista, que implementó los
primeros operativos conjuntos, como el de Ciudad Juárez. Por primera vez,
entonces, asistimos a la narrativa de los soldados contra los criminales. Pero
pongamos un ejemplo —apenas una paja en un extenso campo— que ilustra
esto de manera personal y que es también otra pregunta: ¿no fue Rafael
Macedo de la Concha el primer procurador general de la República de
extracción puramente militar?

Las preguntas, insisto, son demasiadas e inspiran, cada vez que sumamos
otra, nuevos temores y mayores confusiones —a menos, claro, que pensemos
en el Estado de excepción descrito por Agamben, o en la doctrina militarista
que los Estados Unidos han promovido en América Latina—: ¿Los militares no
entendieron, durante el sexenio calderonista, tras una elección que puso en
entredicho nuestro sistema político, que su presencia y su actuar necesitaban
ser legitimadas, dejar de ser subterráneas? ¿No lo comprendieron, además y
precisamente, en un momento de crisis de legitimidad del aparato de poder
civil?

¿Y no fue Felipe Calderón quien les otorgó esta legitimidad, militarizando, en la


práctica, a la Policía Federal, que de un día para el otro aumentó su número de
integrantes un 800% —de dónde, si no de los cuarteles, salieron los 25.000
nuevos elementos? Ni siquiera hace falta mencionar cuánto creció el
presupuesto del Ejército y de la Marina durante el calderonismo, señalar cómo
se incrementó la publicidad estatal en su nombre o acusar cómo se avocaron
a acciones en las calles para demostrar cómo fue entonces que alcanzaron la
legitimación. Lo que hace falta en este punto, en todo caso, es hacer otra
pregunta: ¿dónde están los elementos del extinto Estado Mayor Presidencial,
será que van a caer en la futura Guardia Nacional?

Pero volvamos a la legitimación. Y es que muy pronto, esta se volvería


insuficiente para los militares —pensemos, otra vez, en Agamben y en los
vacíos que en la práctica deja el poder civil, para que sea otro quien los llene—.
Durante el sexenio de Enrique Peña Nieto, en el que el Ejército y la Marina se
convirtieron en empresa privada —recordemos, si no, el asunto de la barda
perimetral del fallido aeropuerto de Texcoco—, amén de volverse los
encargados plenipotenciarios de la seguridad —a través de la Comisión
Nacional de Seguridad y de una gendarmería que, aunque no fue creada en el
papel, sí lo fue en los hechos—, los militares aspiraron a más.

Legitimados y enriquecidos, no solo vía presupuesto —entre 1996 y 2019, el


dinero que el erario otorgó anualmente al Ejército y la Marina aumentó casi
6.000 millones de dólares—, los militares quisieron volverse intocables —para
que nadie se atreviera a señalar, a contar o a acusar, por ejemplo, una
matanza como la de Iguala, como la de Tlatlaya o como la de Apatzingán; para
que nadie, nunca, se atreviera a fiscalizar la compra de armas —entre 1996 y
2019, México pasó de ser el lugar 90 a meterse en los primeros 14 países del
ranking— o a investigar el valor de unos terrenos ubicados, por ejemplo, en
Santa Fe.

Y aquí vale hacer un par de preguntas más: ¿por qué nadie, de entre toda la
gente que compone el nuevo Gobierno, lo asesora o lo acompaña, quiere
acordarse, a pesar de haber utilizado los argumentos de su amnesia durante la
campaña que los llevó al poder, que, desde la militarización del país, una sola
cosa ha sucedido con los índices delictivos: han subido? ¿Y por qué nadie, a
pesar de que también acusaron esto durante la campaña de 2018, parece
enterarse de cómo se maneja el dinero al interior de los cuerpos militares?

Pero volvamos a la revisión de nuestro pasado reciente: para volverse


intocables, el Ejército y la Marina ¿no debían volver constitucionales sus
lógicas de actuación? Es decir, ¿no debían aspirar a que su quehacer fuera
legalizado? Como todo mexicano sabe: aquello que entra en la Constitución,
solo sale de ésta cuando ya no es necesario. Esto era, entonces, lo que debían
conseguir los militares. Y por eso fue esto lo que intentaron hacer durante los
últimos meses del sexenio peñista: de no haber sido por la SCJN, este objetivo
también lo hubieran alcanzado.
Desgraciadamente, el triunfo que significó la resolución de la Suprema Corte
duró muy poco. Porque el nuevo Gobierno, que presume de independencia y
que se presume de izquierda, ha decidido entregarle a las Fuerzas Armadas la
legalización que tanto habían anhelado, al igual que ha decidido respetar su
economía, tanto vía presupuesto como vía empresa privada. ¿O no es esto lo
que significan la Guardia Nacional y la operación del aeropuerto de Santa
Lucía, por poner, otra vez, un par de ejemplos?

Y acá se presenta, entonces, la pregunta más complicada: ¿no corre el riesgo,


el cambio de régimen de 2018, de convertirse en el culmen de los
acontecimientos que iniciaran en el año 2000? Es decir, ¿no corremos el
riesgo de que la Cuarta Transformación cumpla su promesa de ser un cambio
de régimen, pero que este suceda no solo por donde se nos había prometido,
sino también por su extremo opuesto?

¿No corremos el riesgo de que el cambio —se de cuenta quien lo encabeza o


no, se den cuenta los diputados y los senadores que lo acompañan o no, nos
demos cuenta quienes votamos por éste o no— sea también el fin de un
proceso que transcurre en lo más hondo de nuestro sistema político? ¿No
corremos, pues, el riesgo de que el nuevo régimen se vuelva, también, un
régimen militar?

Las preguntas, insisto, son muchas, aunque haya dos que las engloben y
resuman: ¿por qué todos nuestros Gobiernos, del partido que sean —incluso
de aquellos que llegaron al poder gracias al discurso de la paz—, están urgidos
por ceder ante el Ejército y la Marina?

Y así volvemos a la pregunta más sencilla, reformulándola: ¿por qué, si el


carácter militar de la Guardia Nacional será temporal, hace falta legalizarla en
la Constitución?
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