Etienne
Gilson
La inteligencia al servicio
de Cristo Rey:
«No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno
ama al mundo no est4 en él la caridad del Padre. Porque todo lo
que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia
de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que pro-
cede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias ;
pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.»
Bossuet recuerda estas palabras de la primera Epistola de Juan,
al final de su Tratado de la concupiscencia, y les afiade este
breve, pero expresivo comentario: «las filtimas palabras de este
apéstol nos muestran que el mundo del que Juan habla, es aquel
que prefiere las cosas visibles y pasajeras a las invisibles y eter-
nas.» Permitidme afiadir a mi vez finicamente que si llegamos a
entender el significado de esta definicién, el enorme problema que
tenemos que examinar juntos se resolver4 por si mismo.
Estamos en el mundo; tanto si nos gusta como si no, es un
hecho, y el estar o dejar de estar en él no depende de nosotros ;
(*) De Christianity and Philosophy.
3-1372 RELIGION Y CULTURA
sin embargo, nosotros no tenemos que ser del mundo. ;Cémo es
posible estar en el mundo sin ser de él? Este es el problema que
ha obsesionado la conciencia cristiana desde Ja fundacién de la
Iglesia, y que se muestra especialmente intenso y grave para
nuestra inteligencia. Es verdad que la vida cristiana nos ofrece
una solucién radical a esta dificultad : dejar el mundo, renunciar
del todo a él refugidndonos en la vida mon{stica. Pero en primer
lugar los estados de perfeccién ser4n siempre el patrimonio de
una «élite» ; y lo que es afin m4s importante, los mismos «per-
fectos» huyen del mundo para salvarle salvandose a si mismos,
y es un hecho observable que el mundo no siempre les permite
que le salven. Entre nosotros siempre habr4 almas deseosas de
huir del mundo, pero no es seguro, ni mucho menos, que el mun-
do les permitira siempre huir de él; pues el mundo no sélo se
afirma a si mismo, sino que incluso no quiere admitir que alguien
renuncie a él. Esta es la ofensa mds cruel que le puede ser in-
fligida. Ahora bien, el uso cristiano de la inteligencia es una
ofensa de esta misma clase, y quiz4 entre todas ellas la que le
hiere mas profundamente ; ya que cuanto mds se da cuenta de
que la inteligencia es lo m4s elevado del hombre, tanto mds desea
arrogarse su homenaje y someterla sélo a si mismo. El primer
deber intelectual del cristiano es negarle este homenaje. ; Por
qué y cémo? Esto es precisamente lo que hemos de descubrir.
La eterna protesta del mundo contra los cristianos es que le
desprecian, y que al despreciarle entienden mal lo que constituye
el propio valor de su naturaleza: su bondad, su belleza y su inte-
ligibilidad. Esto explica los incensantes reproches dirigidos contra
nosotros en nombre de la filosofia, la historia y la ciencia: el
Cristianismo rehfisa tomar en consideracién al hombre entero,
y con el pretexto de hacerlo mejor, lo mutila oblig4ndole a cerrar
los ojos a cosas que constituyen la excelencia de la naturaleza y
de la vida, a entender mal el progreso de la sociedad a lo largo
de la historia y a considerar sospechosa la ciencia que progresi-
vamente va descubriendo las leyes de la naturaleza y de las so-
ciedades. Estos reproches que tan repetidamente nos han sido
hechos, nos son ya tan conocidos que dejan de interesarnos ; no
obstante es nuestro deber no dejar nunca de responder a ellos, y
sobre todo no perder de vista lo que ha de ser respondido. En
efecto, el Cristianismo es una condenacién radical del mundo,INTELIGENCIA AL SERVICIO DE CRISTO REY 373
pero es al mismo tiempo una aprobacién sin reservas de la natura-
leza; pues el mundo no es naturaleza, sino naturaleza que hace
su curso sin Dios.
Esto, que con verdad decimos de la naturaleza, lo podemos
afirmar con mayor motivo de la inteligencia, que es el remate de
la naturaleza. La tarde de la creacién Dios mir6 su trabajo y
juzg6, dice la Escritura, que todo aquello era muy bueno. Pero
Jo mejor de su trabajo fue el hombre, creado a su imagen y se-
mejanza; y si buscamos el fundamento de la semejanza divina,
lo encontraremos, dice San Agustin, in mente, en el pensamiento.
Sigamos todavia con el mismo doctor : encontramos que esta se-
mejanza est en la parte del pensamiento que es, por decirlo asf,
la efispide, aquella parte por la cual él concibe la verdad, en con-
tacto con la luz divina, de la que es una especie de reflejo. El des-
tino del hombre segéin el Cristianismo, es aprehender la verdad
aqui abajo, por medio de la inteligencia, aunque sea de modo
oscuro y parcial, mientras espera verla en su completo esplendor.
Verdaderamente, lejos de despreciar el conocimiento, lo acaricia :
intellectum valde ama.
A menos que alguien pretenda conocer mejor que San Agus-
tin lo que es el Cristianismo, no puede echarnos en cara que lo
traicionamos 0 acomodamos a las necesidades de la causa, por
seguir el consejo de este santo: ama la inteligencia y 4mala
mucho. La verdad es que si amamos la inteligencia tanto como
muestros adversarios, y a veces incluso ms, no la amamos del
mismo modo. Existe un amor de la inteligencia que consiste en
dirigirla hacia las cosas visibles y pasajeras: este amor pertene-
ce al mundo. Pero hay otro que consiste en encaminarla hacia lo
invisible y eterno: éste pertenece a los cristianos. Es por lo tanto
el nuestro; y si lo preferimos al primero, es porque no nos niega
nada de lo que el primero nos darfa, y afin nos inunda con todo
lo que el otro es incapaz de darnos.
El cardcter contradictorio de las objeciones que dirigen al
Cristianismo, muestra claramente que hay en él algo que sus ad-
versarios no acaban de entender. Pero es también un consuelo
para nosotros el notar que sus objeciones permanecen en tales
confusiones. Pues le reprochan el poner al hombre en el centro
de todo, pero también que menospreciamos su grandeza. Y yo
quiero admitir que podemos equivocarnos diciendo una cosa o la