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Apogeo y decadencia de la democracia representativa

por
Juan Carlos Rey

1
Sumario
1. Introducción
2. El concepto de democracia
3. La importancia de la perspectiva constitucional para el análisis político
4. Concepto de Constitución
5. Las teorías decisionistas y sus limitaciones
6. El ideal de gobierno republicano
7. Las dificultades para una democracia participativa
8. La necesidad de una democracia representativa
9. El parlamento, los partidos políticos y su papel en la
legitimación de la democracia representativa
10. La aceptación de una constitución como compromiso racional
11. Dos modelos para analizar las posibilidades de un pacto constitucional
12. Conclusiones sobre la crisis actual de la democracia
 REFERENCIAS

2
1. Introducción

La democracia representativa ha gozado de extraordinaria fortuna en todo el

mundo a partir de 1974, cuando se inició el proceso que Huntington (1991) llamó

la “tercera ola” de la democracia1. El efecto más espectacular de ese proceso

fue el inesperado y repentino derrumbe de los regímenes comunistas de Europa

central y oriental, pero afectó también a otros países del viejo continente, de

Latinoamérica y del tercer mundo.

En lo que respecta a Latinoamérica, antes de que se iniciara la tercera ola

predominaban gobiernos autoritarios o dictaduras incluso en países con una

gran tradición democrática, como fue el caso de Chile y Uruguay, de modo que

para 1974 sólo Colombia, Costa Rica y Venezuela eran democracias

representativas, más o menos operantes. La situación no era mejor en sus

antiguas metrópolis europeas —España y Portugal— cuyas prolongadas

dictaduras, instauradas durante el reflujo de la democracia que se produjo en

Europa al establecerse los regímenes fascista y nacionalsocialista, se habían

1 Según Huntington (1991: 16) la cronología de los grandes flujos y reflujos de la democracia es

como sigue: 1) Primera ola larga de democratización: 1828-1926; 2) Primera ola en sentido
reverso: 1922-1942; 3) Segunda ola corta de democratización: 1943-1962; 4) Segunda ola en
sentido reverso: 1958-1975; 5) Tercera ola de democratización: 1974- ?. Para Huntington la
tercera ola comienza en 1974, con el golpe de Estado incruento de Portugal, que pone fin a la
dictadura de Marcello Caetano.

3
mantenido sin verse afectadas por la nueva ola democratizadora que acompañó

a la derrota de Alemania y Italia en la II Guerra Mundial.

Con la tercera ola de la democracia, tanto en los países latinoamericanos, en

los que existían dictaduras, como en sus antiguas metrópolis se produjeron

cambios políticos de distinta intensidad que abarcaron dos dimensiones: por un

lado, una liberalización de sus regímenes políticos, con un mayor pluralismo

político, tolerancia hacia la oposición y respeto de las libertades públicas; y, por

otro lado, una democratización que se expresó en mayor participación popular

directa y/o indirecta —pero sobre todo de esta última— en la toma de decisiones

colectivas.

Si nos concentramos en el caso de los países iberoamericanos y atendemos

a los resultados de ese proceso, parecería que significaba el pleno apogeo de la

democracia representativa, cuyo eventual reflujo no estaba a la vista, de modo

que referirse a la decadencia de esta forma de gobierno —como yo lo hice en

1992, en el título de la primera edición del presente ensayo2— podría parecer un

desatino o una provocación. Sin embargo, frente al exultante optimismo de

quienes querían celebrar prematuramente el triunfo definitivo de la democracia

representativa y de la economía de mercado sobre la dictadura y la planificación

central, como mecanismos para la toma de decisiones colectivas, se imponía

una descarnada reflexión sobre tales procesos de transición y sobre el posible

2 La presente versión es una actualización y ampliando de la 1ª edición, a la que he añadido

largos fragmentos de mi ensayo, (1990: 337-398)

4
futuro de esa forma de gobierno, aun a costa de ser considerado como un

aguafiestas.

Con tal fin comenzaré con una discusión de la teoría —tanto positiva como

normativa— de la democracia, para pasar después a analizar su funcionamiento

y las razones de su crisis.

Los argumentos que desarrollaré son principalmente cuatro. En primer lugar,

mostraré que para que un gobierno pueda ser considerado relativamente estable

y consolidado, se requiere que esté basado en un amplio y sólido consenso en

torno a unas reglas de juego básicas del orden político, es decir sobre una

constitución, lo cual no es frecuente en los procesos de transición democrática

ocurridos de los últimos años, tanto en América Latina como en otras partes del

mundo.

Segundo, argumentaré que esos nuevos gobiernos muchas veces no son

verdaderas democracias, sino gobiernos mixtos, pues junto a ciertos

componentes democráticos, presentan otros muchos no democráticos o incluso

antidemocráticos. Y además, que no se trata de algunos rasgos temporales,

propios de un estado de transición, sino que pueden constituir características

estables y relativamente permanentes de tales regímenes.

Tercero, mostraré que bajo la prestigiosa idea de gobierno constitucional o

gobierno limitado —tradicionalmente asociada, en el mundo occidental, a la idea

de democracia— pueden ocultarse instituciones que tienen un carácter

francamente antidemocrático.

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En cuarto lugar, argumentaré que la democracia representativa, que en los

países occidentales en que se originó trató de legitimarse a partir de ideas como

la de bien común, voluntad general o interés público, pasó a ser concebida, más

tarde, como un instrumento utilitario para la satisfacción de intereses privados, y

quedar reducida, finalmente, a un mecanismo que sirve meramente para

desplazar del poder a los gobernantes que se hacen indeseables. Este proceso

lleva a una concepción muy restringida y puramente negativa de la idea de

democracia representativa, que constituye una verdadera degradación,

amenazando su legitimidad y poniendo en serio peligro para su mantenimiento.

2. El concepto de democracia

Comenzaré por precisar lo que entiendo por el término democracia, pues esta

palabra, tal como se usa en el discurso político ordinario, amenaza con perder

todo significado descriptivo para limitarse a expresar un sentimiento puramente

subjetivo de aprobación del gobierno que así se califica, por parte de quienes la

usan.

Por democracia no entiendo un régimen ideal, más o menos utópico o, en

todo caso, sólo realizable en un futuro nebuloso e indeterminado, sino un

sistema político real que representa una aproximación relativa, pero que la

mayoría de los que viven en él consideran satisfactoria, a ciertos valores

políticos, como son el respeto de las libertades públicas y la tolerancia a la

oposición política, por parte del gobierno, y la participación popular en la toma de

las decisiones públicas. En términos de Dahl (1971), se trata de una poliarquía.

6
Para determinar si un sistema político empírico es una democracia hay que

responder a tres preguntas: ¿quién ejerce el poder público?, ¿cómo se ejerce el

poder público? y ¿para quién (o en beneficio de quién) se ejerce el poder

público?.

La primera pregunta (relativa al ¿quién?) se refiere, fundamentalmente, a la

autoridad última de la que deriva el poder público. Desde esta perspectiva la

democracia implica el reconocimiento del principio de la soberanía popular, y

puede ser definida como el gobierno del pueblo. Eso significa que la democracia

política existe en la medida en que todos los ciudadanos pueden ejercer, en

forma directa, las funciones gubernamentales y participar en condiciones de

igualdad en las decisiones colectivas (democracia directa), o en la medida en

que todos los ciudadanos gozan de iguales derechos a elegir y ser elegidos para

el ejercicio del gobierno (democracia representativa). Cuando el pueblo no

ejerce directamente el poder público, la democracia se define, en términos

empíricos y concretos, a partir de la manera en que son seleccionados los

gobernantes. Desde este punto de vista la condición mínima para la existencia

de una democracia es que los gobernantes sean seleccionados por el conjunto

del pueblo, mediante elecciones libres, sinceras y realmente competitivas.

La segunda pregunta (relativa al ¿cómo? ) se refiere al modo en que se

ejerce el poder público. Desde esta perspectiva la democracia, tal como es

concebida en la tradición occidental, exige que el poder no sea absoluto, sino

que su ejercicio esté limitado a través de instituciones tales como la división de

poderes, el reconocimientos de un conjunto de derechos fundamentales que el

7
gobierno en ningún caso puede violar, el imperio de la ley, el Estado de

Derecho, etc. A través de estos mecanismos e instituciones, la democracia se

vincula con la idea de gobierno constitucional e incorpora los valores de libertad

política propios del pensamiento liberal. Ahora bien, no se puede olvidar que los

valores democráticos, por un lado, y los liberales, por otro, son de naturaleza

distinta y que en ocasiones pueden entrar en contradicción, de modo que —

como examinaré con alguna atención más adelante— lo que caracteriza a las

democracias reales es un intento de conciliación o compromiso entre ambos.

Los dos tipos de criterios, que hasta ahora he examinado, suponen que la

democracia es definida a partir de una serie de mecanismos, procedimientos e

instituciones de naturaleza jurídica y política, que corresponden a lo que algunos

llaman despectivamente “democracia formal”. Pero los mecanismos e

instituciones de la democracia política, a los que hasta ahora me he referido, son

condición necesaria pero no suficiente para considerar a un régimen como

democrático. De manera que es necesario contestar una tercera pregunta—

¿para quién?—, que se refiere a quiénes son los beneficiarios de las políticas y

decisiones públicas. La democracia requiere, además, de un gobierno para el

pueblo, lo cual implica que las decisiones colectivas y las políticas públicas

deben responder, en cuanto a su contenido, a los intereses de la comunidad.

Como tendré ocasión de discutir más adelante, esta característica puede

significar cosas radicalmente distintas, dependiendo de cómo se entienda la

relación de representación que debe existir entre los elegidos y los electores, y

que puede dar lugar, desde una democracia populista (que para algunos,

8
equivale a una democracia impura o corrompida), hasta gobiernos

neoconservadores (llamados comúnmente neoliberales), que para otros son una

negación de la democracia.3

Al caracterizar a la democracia a partir del conjunto de criterios que he

enunciado, me estoy separando de aquellas concepciones para las cuales existe

una contradicción irresoluble entre la democracia formal y la democracia

substantiva o material, y que están dispuestas a afirmar unilateralmente una de

sus dimensiones, no tomando en cuenta las otras. Parto, en cambio, del

supuesto de que para caracterizar adecuadamente a la democracia deben

tenerse en cuenta tanto sus procedimientos o aspectos formales —relativos a la

forma de tomar decisiones obligatorias y a los límites que éstas deben

respetar— como sus aspectos sustantivos o materiales, relacionados con el

contenido de tales decisiones. Ninguno de esos aspectos debe ser separado del

3 Utilizó el adjetivo neoconservadores porque éste es, en mi opinión, el término más apropiado

para referirnos a quienes defienden ideas políticas que en el lenguaje ordinario o en la polémica
diaria se suelen denominar inexactamente neoliberales, que se caracterizan por defender los
valores liberales sólo en la economía pero que los rechazan en la política. Hay que tener en
cuenta que liberalismo político y liberalismo económico son cosas distintas, y que no es raro que
no coincidan en una misma persona. Así, Hobbes fue liberal en materia de economía, pero era
políticamente absolutista; en tanto que Locke era mercantilista en economía, pero políticamente
liberal. El liberalismo económico puede compaginarse con cualquier teoría política, como lo
muestra más recientemente Pareto, cuya teoría económica es, sin duda, liberal, aunque la
política que defendía era absolutista y autoritaria. A los ejemplos anteriores (señalados por
Neumann s/f [1968]: 241-42), podemos añadir el caso más reciente y notorio, de la dictadura
política de Chile bajo Pinochet, que pudo coexistir con una política económica liberal, lo que
suscitó grandes elogios de uno de los más importantes exponentes del liberalismo económico, el
premio Nobel de Economía Milton Friedman.

9
otro, y ambos deben complementarse, pues de no hacerlo el resultado será

alguna forma de negación de la democracia real.

Durante mucho tiempo fue frecuente entre muchos académicos y actores

políticos latinoamericanos, una actitud de displicencia hacia las instituciones

políticas de la democracia representativa, a la que despectivamente

acostumbraban a calificar como “formal”, de modo que plantearse cuestiones

tales como ¿quién gobierna? y ¿cómo se gobierna?, no tenía —según ellos—

mucho interés. De acuerdo a su opinión, lo verdaderamente importante era una

democracia que ellos llamaban “material” o “substancial”, y que se relacionaba

con la contestación a preguntas tales como: ¿en beneficio de quién o para quién

se gobierna?4.

4 En un trabajo presentado en 1971 en un Seminario del Center for Inter-American Affairs de

New York, bajo el título “Alternativas políticas en América Latina”, uno de los más prominentes
científicos sociales latinoamericanos, F. H. Cardoso, defendía la necesidad de reorientar los
temas que había sido el tema central del análisis político tradicional; de modo que, para captar la
diferencia política básica entre los regímenes de la región, consideraba que era preciso analizar
los objetivos de sus decisiones, desde el punto de vista de “quiénes son los beneficiarios” de las
políticas puestas en práctica (Cardoso 1972: 22-24). Más en concreto, proponía
“trasladar del ángulo de la preocupación dominante por la «élites del poder» («gobiernos
militares», «élites nacional-desarrollistas», etc., o no) o por las formas de acceso al
poder (elecciones, golpes de Estado, revoluciones, etc.) y de los mecanismos de su
ejercicio (partido único, abierto o encubierto; pluripartidismo, democracia plebiscitaria; las
Fuerzas Armadas como «partido burocrático», etc.), hacia cuestiones de base,
tendientes a saber qué grupos o clases sociales se beneficiaron con las decisiones que
se tomaron (o por el contrario, con las no decisiones que refuerzan el status anterior de
dominación), qué perfiles de distribución de la renta es compatible (independientemente
de las declaraciones del gobierno) con el patrón de desarrollo que se está
implementando, y así sucesivamente” (Cardoso 1972: 26)
Cardoso, quien más tarde se dedicó a la política activa, para llegar a ocupar —tras

10
Después, con el apogeo de la tercera ola de la democracia, se pensó que la

amarga experiencia de las pasadas dictaduras había servido de lección para

aprender que cuestiones tales como la vigencia de las libertades públicas y de

los derechos humanos, o como la participación de los ciudadanos en las

decisiones gubernamentales (al menos mediante la elección de los responsables

de tomarlas), tenían un extraordinario valor, tanto intrínseco como instrumental;

pues sólo mediante los mecanismos, instituciones y procedimientos jurídicos y

políticos de la democracia representativa —y no mediante una dictadura o un

despotismo, por más benévolo o ilustrado que fuese— podría el pueblo realizar

sus aspiraciones de libertad, justicia y bienestar.

Pero en política ninguna lección se aprende de manera permanente. Y en la

medida en que se va diluyendo el contenido material que debe tener la

democracia, tratando de reducirla a un conjunto de mecanismos destinados a

evitar que el gobierno se convierta en una dictadura (objetivo que, sin duda, de

primera importancia, pero que no es suficiente), reaparece la peligrosa y falsa

ilusión de que, con el fin de realizar los valores de justicia y bienestar, se puede

—y aún se debe— prescindir de las formas e instituciones políticas y jurídicas

necesarias para preservar la libertad. Se trata de un peligro que está presente

en todo el mundo, pero que, en mi opinión, es la mayor amenaza que acecha

actualmente a la democracia en América Latina, incluyendo a Venezuela.

cambiar totalmente sus anteriores ideas políticas— la presidencia de Brasil, fue durante cerca de
dos décadas el autor latinoamericano que probablemente influyó más (y no siempre para bien)
en las Ciencias Sociales de la región.

11
3. La importancia de la perspectiva constitucional para el análisis político

Si consideramos al Estado como un sistema de toma de decisiones colectivas

obligatorias para el conjunto de la sociedad, en él se pueden distinguir

analíticamente dos niveles de funcionamiento. Por un lado, el nivel

constitucional, en el que se establecen las reglas básicas del orden político, en

virtud de las cuales se tomarán las decisiones colectivas; y, por otro lado, el nivel

operacional, en el que el gobierno, de acuerdo a esas reglas, toma las

decisiones obligatorias para el conjunto de la sociedad. De modo que el

establecimiento de la constitución es un acto político de la más alta jerarquía: es

una meta-decisión, es decir, una decisión acerca de la forma de tomar

decisiones colectivas.5

La introducción de la perspectiva constitucional en el análisis político, puede

arrojar luz sobre importantes aspectos, que de otra manera pasan

desapercibidos, y en particular sobre ciertos problemas relativos a la

instauración y consolidación de un régimen. En efecto, cualquier intento de

explicar o, incluso, simplemente describir un sistema político prescindiendo de la

idea de normatividad, resulta la mayoría de las veces insatisfactorio. Esto es así

porque gran parte de las regularidades empíricas de comportamiento que

5 La formulación que se ha convertido en clásica, es la de Buchanan y Tullock (1962). Como

desarrollos y aplicaciones de esas ideas, deben mencionarse las obras de Buchanan (1975); y
de Brenan & Buchanan (1980; 1985)

12
ocurren en un Estado son expresión de una “normalidad”, entendiendo por tal

término una conducta en conformidad con normas o reglas6. En particular, todo

orden político que sea relativamente estable y continuo, incluye, como uno de

sus elementos esenciales, componentes de naturaleza normativa y, en

particular, normas jurídicas.

El funcionamiento efectivo de cualquier tipo de gobierno supone como

mínimo la obediencia de sus decisiones por parte de sus destinatarios, por regla

general y para la mayoría de los casos. Dejando aparte las circunstancias —que

pueden ser muy numerosas en tiempos “normales”— en que la obediencia se

basa en la inercia psíquica o en la fuerza de la costumbre (Weber 1964: 706),

podemos distinguir tres posibles mecanismos a partir de los cuales se puede

producir esa obediencia.

En primer lugar, las personas pueden obedecer decisiones gubernamentales

concretas, caso por caso, en razón de una evaluación de los méritos intrínsecos

de cada una de ellas y de las posibles consecuencias de oponerles resistencia,

incluyendo la probabilidad de que la desobediencia acarree la aplicación de

sanciones jurídicas). En tal tipo de situaciones, el gobierno debe lograr

obediencia para cada decisión, una tras otra, tratando de convencer a los

destinatarios de la bondad y/o utilidad de cada medida específica, a través de un

complejo proceso de interacción estratégica que puede incluir, además de la

6 Sobre la importancia de los conceptos de normalidad y normatividad y el papel del derecho en

el análisis político, todavía conserva todo su valor el antiguo texto de Herman Heller (1955: 199-
216). Sobre la importancia de las normas constitucionales, Heller (1955: 267-289).

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argumentación y la persuasión, negociaciones expresas o tácitas y el eventual

uso de promesas y amenazas diversas. Aunque no puede excluirse que a través

de tales medios se pueda lograr imponer una cierta regularidad de

comportamiento, es evidente que el “orden” político que de esta manera puede

surgir es efímero, pues debe ser reconstruido o renegociado para cada nueva

decisión y, con toda probabilidad, será inestable.

En segundo lugar, la gente puede obedecer decisiones gubernamentales, sin

necesidad de evaluar sus méritos intrínsecos, en razón de ciertas cualidades

positivas extraordinarias que atribuye a la persona concreta de la que provienen

(es decir, al gobernante) y de la confianza o crédito que éste les merece. Pero el

orden político que puede surgir a partir de semejantes procesos de

personalización del poder público, es frágil, pues carece de base institucional (el

problema típico, aunque no único, es el de la sucesión).

En tercer lugar, es posible que la gente obedezca las decisiones del gobierno

sin necesidad de evaluar los méritos intrínsecos de cada una de ellas, y con

independencia de las cualidades que le atribuya a las personas de los

gobernantes, en virtud de haber sido dictadas de acuerdo a ciertas reglas de

juego (= constitución) que se consideran como válidas y obligatorias. En este

caso la obediencia es el resultado de un compromiso (de carácter normativo o/y

de naturaleza racional) con esas reglas, y de la consiguiente disposición a

obedecer las decisiones que tomen las autoridades establecidas en la

constitución, siempre que cumplan los requisitos estipulados en la misma. El

orden político que así resulta es un orden constitucional y, en principio, debería

14
gozar de un grado alto de estabilidad y permanencia, pues está verdaderamente

institucionalizado.

Es evidente que, en la realidad, la obediencia a las decisiones del gobierno,

en los distintos sistemas políticos concretos, se debe a una mezcla de los tres

tipos de mecanismos que acaban de ser considerados, por lo que el problema

que se presenta es el de precisar, para cada caso, el peso relativo de cada uno

de ellos.

Pero es importante señalar que no todos lo órdenes políticos están

acompañados de una verdadera constitución. En ciertos casos, la falta de

consenso entre los principales grupos o actores políticos y sociales acerca de

unas reglas básicas del juego político, hace que podamos hablar de falta o

ausencia de una constitución real (aunque pueda existir una constitución de

papel), de modo que el orden político es el resultado de una constante

interacción estratégica entre los distintos factores de poder. Pero los eventuales

equilibrios que de allí pueden surgir son esencialmente inestables.

4. Concepto de Constitución

Con la palabra “constitución” no me estoy refiriendo a la “constitución de papel”7,

puramente escrita pero inefectiva, sino a la constitución real, es decir, a un

7 La expresión y el concepto de “constitución de papel” —contraponiéndolo en ocasiones al de

“constitución orgánica”—, fueron popularizados en Venezuela por Laureano Lanz en su


Cesarismo Democrático (1983)

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conjunto de reglas que orientan efectivamente el comportamiento político. Tales

reglas no tienen que ser necesariamente escritas (aunque es posible que lo

sean, al menos parcialmente) y ni siquiera se requiere que todas ellas hayan

sido expresamente formuladas, de modo que puede incluir reglas implícitas8. Por

otro lado, es posible que algunas de las reglas que forman parte de la

constitución (de la real y no de la de papel), sean el resultado de un pacto

suscrito por las principales fuerzas políticas (por ejemplo: por los partidos) o

incluso de un acuerdo tácito entre ellas9, y no de un acto oficial y formal de

creación por parte de una autoridad pública.

Hasta qué punto las reglas de la constitución real coinciden con las

constitución escrita o difieren de ella, es una cuestión que debe resolverse caso

por caso: a veces se trata de reglas que sirven para interpretar o dar contenido

concreto a los enunciados generales o abstractos y programáticos del texto

constitucional oficial; en ocasiones son regulaciones distintas, pero no

necesariamente contrarias a las de la constitución escrita; otras veces puede

existir una evidente contradicción entre una y otra; y, desde luego es posible

que, en algunas oportunidades, ambas sean en gran parte coincidentes.

8Sobre la idea de “regla” y la legitimidad de utilizar el concepto de “regla implícita”, véase Black

(1962: Cap. VI).

9El concepto de “acuerdo tácito” está estrechamente relacionado con la idea de “negociación

tácita” o “negociación implícita”, utilizado frecuentemente por los analistas de las relaciones
internacionales (por ejemplo, Schelling 1960) y que puede ser legítimamente trasladado al
ámbito de las relaciones en el interior de un Estado.

16
En el sentido más general de este término se puede entender por

“constitución” el conjunto de normas fundamentales del orden político de un

Estado que regula, como mínimo, las siguientes cuestiones: (i) la estructura

especializada (= gobierno) que estará encargada de tomar decisiones

obligatorias para el conjunto de la sociedad, y la forma de seleccionar a sus

titulares; (ii) los requisitos formales y sustantivos que deben cumplir esas

decisiones para poder ser consideradas obligatorias10; y (iii) normalmente

incluye, también, los procedimientos que deben seguirse para modificar

válidamente las propias reglas constitucionales (reforma y enmienda

constitucional).

La constitución así entendida equivale a las reglas de juego básicas que rigen

efectivamente la vida política, pero no coincide necesariamente con la

constitución jurídico-formal, recogida en un texto escrito, pues una constitución,

en el sentido que estoy examinando (que es distinto al de la constitución de

papel),11 supone la existencia de un amplio consenso por parte de los

principales actores o grupos sociales y políticos (reales de poder”, como los

denominaba Lassalle1984) acerca de la validez y obligatoriedad de esas reglas,

de modo que la sanción que se aplique a los eventuales infractores sea sentida

10Esto comprende, tanto los procedimientos para la toma de decisiones, como los límites

materiales de las mismas (incluyendo el señalamiento de que hay ciertas materias que no
pueden ser objeto de decisiones colectivas); también puede incluir el establecimiento de ciertos
criterios generales acerca del contenido positivo de las decisiones.

11He desarrollado en extenso tal distinción en Rey (1990).

17
por aquellos factores como justa y debida. Pues aunque la pretensión de validez

de estas reglas o norma se dirige a todos los miembros de la sociedad, en

realidad no es necesario que sean reconocidas como válidas y obligatorias por

todos o por la mayoría de sus destinatarios. Bastará tal reconocimiento por parte

de esos factores reales de poder, pues es consenso de ellos el que permitirá al

gobierno contar con el apoyo moral y/o material necesario para poder movilizar

con éxito el conjunto de recursos sociales y colectivos que se requieran para

hacer efectivas sus decisiones.

El principal obstáculo intelectual para aceptar el concepto de constitución que

he desarrollado proviene de la tradición jurídica positivista y formalista, para la

cual sólo son verdaderas reglas jurídicas aquellas expresamente formuladas en

la constitución escrita y nunca las normas frecuentemente informales de la

constitución real. Ahora bien, aunque es cierto que el moderno desarrollo del

derecho ha llevado a una situación en la que la función de producción jurídica se

encuentra centralizada en el Estado, que monopoliza el uso de la coacción

contra los transgresores de las normas jurídicas, y en la que éstas son expresa y

formalmente formuladas por escrito, no debe olvidarse que puede existir un

verdadero derecho sin que se den estas condiciones. En su sentido más general

el derecho es un conjunto de preceptos para promover la paz, pues su finalidad

es que un grupo de individuos puedan convivir, sometidos a un orden de validez

general, de modo que los conflictos entre ellos se solucionen pacíficamente, sin

recurrir a la fuerza, y que ésta sólo pueda ser utilizada legítimamente como

sanción contra los violadores de ese orden. Puede, por tanto, existir un derecho

18
que no esté expresamente formulado por escrito y en el que la aplicación de la

fuerza contra el transgresor no esté a cargo de una autoridad especializada que

monopoliza el uso de la violencia, sino de la propia víctima o de sus parientes,

siempre que quien aplica la violencia esté ejecutando una verdadera sanción

jurídica, pues lo hace a nombre de la comunidad y en aplicación del derecho.

(Esto ocurre tanto con el derecho de muchos pueblos primitivos como con el

moderno Derecho Internacional12) Y es perfectamente posible concebir que junto

a un moderno sistema de derecho formal —o incluso, en parte contra él— exista

un sistema de derecho informal, con características semejantes a las del

derecho primitivo. En este sentido, las reglas de la constitución real que son

distintas a las de la constitución escrita, pueden ser consideradas como la

expresión de un derecho primitivo y técnicamente imperfecto.

Tal imperfección puede llevar a plantear dudas acerca de su alcance y/o

contenido, con consecuencias negativas tanto desde el punto de vista de la

seguridad jurídica, como de su efectividad; y en el extremo puede llegarse a

perder de vista la verdadera naturaleza de esas reglas y a considerarlas como

meros usos o normas morales, cuya violación sólo acarrearía la reprobación

moral del infractor o, a lo sumo, un eventual acto de venganza personal por

parte de quien se sintiera agraviado. Por tanto, para determinar si las supuestas

reglas de la constitución real son genuinas normas jurídicas, es preciso

12Para un desarrollo de estas ideas, véase Kelsen (1943).

19
determinar si su violación acarrea una verdadera sanción jurídica contra el

infractor.

En la medida en que existe un consenso entre los “factores reales de poder

—incluyendo entre ellos al propio gobierno— acerca de que los infractores han

violado una regla válida y obligatoria y de que, por consiguiente, se han hecho

acreedores de una sanción legítima, la aplicación de ésta constituye una

verdadera sanción jurídica.13 Si falta ese consenso el problema no es la

naturaleza de la sanción, sino que no existe una verdadera regla de derecho. De

modo que para determinar si existe una verdadera sanción jurídica hay que

comenzar por establecer si hay consenso acerca de la supuesta regla que se

alega que ha sido violada.

Las situaciones más complejas se presentan cuando es el propio gobierno

quien viola el orden constitucional. En esta materia el problema es básicamente

el mismo, ya se trate de una violación de la constitución escrita o de la

constitución no escrita, pero real. Los instrumentos y/o sanciones jurídicas

convencionales previstos en la constitución escrita para el caso de que se

produzcan tales violaciones —y en particular el control judicial— pueden ser

totalmente inefectivos, en los casos en que el violador sea el gobierno; de modo

que sólo queda como último recurso, en tales casos, acudir a la antigua y

venerable idea del derecho de resistencia.

13Con esto estoy describiendo un “hecho jurídico” y en ningún caso pretendo justificar un

derecho basado en relaciones de fuerza.

20
El derecho de resistencia incluye, en realidad, una variedad de conductas

distintas que se caracterizan por una confrontación de los particulares con el

poder público, y que no se limita a un enfrentamiento puramente fáctico, sino

también jurídico, pues supone que quien lo ejerce está desconociendo la

pretensión de legitimidad de ese poder, o está negando la justicia de su

actuación.14 Tales conductas pueden ir desde la simple resistencia pasiva (civil

disobedience), que se limita a negar la obediencia a una decisión del gobierno;

pasando por la resistencia activa, que implica el uso de la fuerza para oponerse

al intento gubernamental de ejecutar una determinada decisión; hasta llegar a la

resistencia agresiva, es decir, a la acción de fuerza destinada a derrocar al

gobierno. En todos estos casos es la violación de la constitución por parte del

gobierno la que priva de legitimidad a alguna de sus decisiones o a su acción

total, de manera que no estamos en presencia de un mero enfrentamiento de

hecho, pues quien resiste está desconociendo la validez de la actuación del

titular del poder público, de modo que la acción de resistencia no representa una

ruptura de la constitución, sino su aplicación.

Esto resulta muy claro en aquellos casos, frecuentes en América Latina, en

que la propia constitución escrita reconoce el derecho de resistencia. Pero

también es cierto aunque falte tal reconocimiento expreso, pues de acuerdo a la

cultura constitucional occidental el derecho de resistencia forma parte de esos

derechos fundamentales que existen con independencia de su consagración en

14 Para un excelente y breve artículo sobre este tema, véase, Rubio (1975).

21
el texto de la constitución. Se trata de un derecho técnicamente imperfecto, aún

en los casos de estar positivizado (es decir, expresamente recogido en el texto

de la constitución), pero esto no le impide que su aplicación constituya una

verdadera sanción jurídica.

De la misma manera pueden existir ciertas reglas fundamentales, no

necesariamente incluidas en la constitución escrita, que no pueden ser violadas

impunemente por el gobierno, pues en caso de hacerlo se produciría una

quiebra de su legitimidad, exponiéndose a una desobediencia generalizada, o

incluso a una verdadera insurrección, que serían consideradas como justificadas

por parte de los principales grupos o actores políticos y sociales.

Ahora bien, el problema central a examinar es la base de tal consenso, y en

particular cuáles son los motivos o razones que pueden llevar a los distintos

actores sociales a reconocer una constitución como válida y obligatoria, de

modo que estén dispuestos a obedecer y, en el extremo, a apoyar moral y

materialmente las decisiones que el gobierno tome conforme a ella.

5. las teorías decisionistas y sus limitaciones

Una posible forma de explicar y justificar el reconocimiento de la validez de

esas normas, es a través de una teoría decisionista, según la cual la legitimidad

de la constitución, en tanto que acto de decisión política fundamental, deriva del

reconocimiento de la fuerza y autoridad de quien la dicta: es decir, de aquel a

22
quien se considera como titular del poder constituyente o soberano 15. La idea,

concebida originalmente para ser aplicada a la monarquía absoluta, significa que

la constitución es válida y legítima por el solo hecho de ser la expresión de la

voluntad (o decisión) de esa autoridad, con independencia del contenido ético

y/o racional de tal mandato. De modo que como se afirma en la conocida

fórmula de Hobbes: non veritas, sed voluntas facit legem. Desarrollada

posteriormente como una teoría decisionista de la legitimidad democrática, vino

a significar que la constitución vale en tanto que expresión de la voluntad del

pueblo (o de la Nación, según Sieyès) y que sólo éste tiene autoridad para

dictarla y modificarla.

Pero el intento de fundar la legitimidad democrática en una teoría decisionista

presenta varias dificultades. En primer lugar, la idea de voluntad (o decisión) del

pueblo es tan vaga que a menos que precisemos la manera de identificar tal

voluntad, puede servir para justificar los más variados regímenes políticos. Para

la moderna teoría de la democracia representativa sólo puede considerarse

como verdadera voluntad del pueblo la que se expresa a través de procesos de

votación, dotados de adecuadas garantías de pulcritud, en los que compiten

diversos partidos políticos y en los que todos (o casi todos) los ciudadanos

15El más ilustre representante contemporáneo del decisionismo político-constitucional es, sin

duda, Carl Schmitt, que la utiliza en varias de sus obras, y especialmente en su Teoría de la
Constitución [1928] (versión española, 1982: 94–95; 105; y passim.) En su obra Sobre los tres
modos de pensar la ciencia jurídica [1934] (versión española, 1996), distingue con algún detalle
el “normativismo”, el “pensamiento del orden concreto” y el “decisionismo”, como modalidades de
pensamiento jurídico.

23
adultos gozan del derecho al sufragio. Esto supone que la cuestión de la

democracia no puede limitarse a identificar en abstracto el sujeto último de la

decisión política, sino que está indisolublemente unida la exigencia de

determinados procedimientos para la toma de tal decisión. En cambio, para

quienes se proclaman demócratas, pero que en realidad son partidarios de

diversas modalidades de autoritarismo, la voluntad del pueblo no se manifiesta

mediante “artificios” o “procedimientos formales”, como los que acaban de ser

señalados, sino de alguna manera más “substancial”, como por ejemplo, a

través de “aclamaciones” fervorosas de las masas, por supuesto,

convenientemente manipuladas y movilizadas. Los casos que inmediatamente

se asocian con estos procedimientos son las movilizaciones de las masas bajo

las dictaduras de Mussolini y Hitler, en la Europa anterior a la Segunda Guerra

Mundial; o más recientemente, en América Latina, los casos de Perón en la

Argentina, o Fidel Castro en Cuba.

Por otro lado, el decisionismo puro supone una teoría de la soberanía

absoluta e ilimitada, de acuerdo a la cual, como antes se indicó, la constitución

vale por la sola autoridad de la voluntad que la dicta (el pueblo, en el caso de la

democracia), sin que se exija que cumpla, en cuanto a su contenido, ningún

requisito, así sea mínimo, de eticidad o racionalidad. Pero la moderna teoría de

la democracia representativa, aspira a incorporar los valores de libertad propios

del liberalismo político y no puede aceptar que ninguna voluntad (ni siquiera la

24
del pueblo) sea absoluta,16 de modo que puede hacer suyo, sin reservas, lo que

escribió Constant. A saber, que siempre “la soberanía es limitada y que hay

voluntades que ni el pueblo ni sus delegados tienen derecho a tener”:

Ninguna autoridad sobre la tierra es ilimitada, ni la del pueblo, ni la de los hombres que

se dicen sus representantes, ni la de los reyes, cualquiera que sea el titulo por el que

reinen, ni la de la ley, la cual, no siendo más que la expresión de la voluntad del pueblo o

del príncipe, de acuerdo con la forma de gobierno, debe estar circunscrita a los mismos

límites que la autoridad de la que emana.

Estos límites están trazados por la justicia y los derechos de los individuos. La

voluntad de todo un pueblo no puede convertir en justo lo que es injusto. Los

representantes de una nación no tienen derecho a hacer lo que ni siquiera la nación

puede hacer.17

Así pues, aunque la mayoría de los defensores del principio de legitimidad

democrática estarían dispuestos a reconocer que la voluntad del pueblo es una

condición necesaria para tal legitimidad, muy pocos la considerarían una

condición al mismo tiempo necesaria y suficiente. Una teoría decisionista pura y

extrema de la legitimidad democrática da lugar a una democracia populista

(Riker 1982: 11 ss.) o, incluso, totalitaria (Talmon 1952), que se expresa en

ideas tales como “el pueblo nunca se equivoca”, “Vox populi, Vox Dei”, etc., y se

16Para una moderna crítica a la teoría de la soberanía ilimitada, véase el texto de Popper (1966:

Cap. 7), sobre las paradojas de la soberanía.

17 Los textos clásicos en los que Benjamín Constant ha criticado la idea de una soberanía del

pueblo ilimitada, son “Sobre la Soberanía popular” (Capítulo I de sus Principios de Política
[1815]) y De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos [1819]. La versión
castellana del texto que yo he utilizado, aparece en Constant (1963: 13-14).

25
basa, frecuentemente, en una falsa creencia romántica en la capacidad intuitiva

del pueblo para captar la verdad o la justicia.

Por tanto, el hecho de que una constitución sea expresión de la voluntad del

pueblo, no puede ser considerado, para la moderna teoría de la democracia

representativa, como razón suficiente para otorgarle un título de legitimidad —

aunque sí como condición necesaria— pues se requiere, además, que se

cumplan ciertos procedimientos para su establecimiento y, muy especialmente,

que su contenido responda a criterios de eticidad y/o racionalidad sustantiva y

que establezca un conjunto de limitaciones al ejercicio del poder público.

6. El ideal de gobierno republicano

Según una antigua tradición del pensamiento occidental, que se remonta a la

Grecia clásica, junto a la clasificación puramente cuantitativa de las diferentes

formas de gobierno, de acuerdo al número de sus titulares, existe otra mucho

más importante de naturaleza cualitativa, que permita distinguir los gobierno

puros, legítimos o justos, por un lado, de los impuros, corruptos o injustos, por

otro lado. A partir de este criterio cualitativo, la distinción fundamental es la que

existe entre gobiernos que actúan de acuerdo al bien común o al interés general,

y gobiernos que actúan de acuerdo al interés particular o privado de los

gobernantes.18 Y, al menos desde Cicerón, se generaliza el uso del término

18Otros criterios utilizados para distinguir las formas puras de las impuras de gobierno han sido:

gobierno basado en el consentimiento vs. gobierno basado en la fuerza; gobierno razonable vs.

26
“república” para referirse a cualquier forma de gobierno puro o legítimo, con

independencia del número de quienes ejercen el poder. República, así

entendida, significa la cosa del pueblo, su derecho e interés, y equivale a la

esfera de los intereses públicos o comunes, diferenciándose de los intereses

particulares o privados.19 Por otra parte, es corriente, también desde la

antigüedad, utilizar el término “tiranía” para referirse a cualquier forma de

gobierno impuro o corrupto (es decir, aquél que actúa de acuerdo al interés

particular de los gobernantes, sean éstos uno sólo, una minoría o la mayoría); y,

junto al rechazo general de la tiranía, también es común la condena de la

“facción”, entendiendo por tal cualquier grupo de hombres, así sea mayoritario,

que actúa concertadamente en la política para tratar de imponer sus intereses

particulares por encima del interés genera. De modo que “gobierno tiránico” y

“gobierno de facción” son equivalentes.

En el transcurso de esa larga tradición del pensamiento occidental, el

gobierno popular (lo que hoy llamamos democracia) no gozó, hasta fechas

gobierno arbitrario; gobierno de acuerdo a la ley vs. gobierno absoluto o ilimitado, etc. Véase,
Rey (1989: 33–43).

19Véanse los textos de Cicerón, en Rey (1965: 109–112). Los ejemplos de este mismo uso

podrían multiplicarse, pero me limitaré a citar a Rousseau, quien al hablar del “gobierno
republicano” afirma: “No entiendo solamente por esta palabra una aristocracia o una democracia,
sino, en general, todo gobierno guiado por la voluntad general que es la ley”, es decir, todo
gobierno legítimo, de modo que incluso “la monarquía es república” (Rousseau 1964: 380).

27
relativamente recientes, de especial aprecio,20 de modo que incluso los

llamados “padres fundadores” de la nuevas naciones americanas, como

Madison y Bolívar, desconfiaron de la idea de democracia y prefirieron utilizar el

término República para calificar la forma de gobierno que pretendían instaurar.

En todo caso, cuando a partir de finales del siglo XVIII se van a desarrollar las

nuevas formas de gobierno popular (o, si se prefiere, de democracia) no se

pretendía organizar el Estado para que, simplemente, respondiera a la voluntad

de la mayoría, sino para que sirviera de expresión a la voluntad o al interés

general: es decir, se trataba de fundar verdaderas repúblicas.

Para un importante sector del moderno pensamiento republicano, el modelo

que servía de inspiración era una imagen idealizada de las antiguas repúblicas

democráticas de Grecia y Roma, y el problema, tal como lo percibían, consistía

en cómo realizar los valores ético-políticos propios de éstas, en las

circunstancias peculiares de las sociedades modernas. De acuerdo a esa

imagen idealizada, la cohesión de las antiguas repúblicas era fundamentalmente

el resultado de la “virtud cívica” y el “espíritu público” de sus ciudadanos, que les

llevaba a colocar el interés general por encima de los intereses privados y a

considerar la participación en los asuntos públicos como su mayor orgullo. La

República era, para ellos, el bien supremo que daba sentido y valor a todos los

bienes privados, de forma que dedicarse exclusivamente a estos últimos, o

20Un par de ejemplos: para Platón, en El Político, la democracia es la peor de las formas puras

de gobierno, aunque la menos mala de las impuras; y para Cicerón, la peor de todas las tiranías
es la de la multitud.

28
darles preeminencia sobre los bienes públicos, era considerado una aberración

y signo inequívoco de idiocia. Pero la democracia participativa (directa) de las

antiguas repúblicas, era posible dada la relativa simplicidad de la sociedad y el

alto grado de homogeneidad social entre los ciudadanos, que tenía como

supuesto la existencia de esclavos, excluidos de la ciudadanía, así como un

gran consenso cultural, producto de una estricta educación en la “virtud cívica”,

que hacía énfasis en la frugalidad y la autodisciplina. De todo lo cual resultaba

una verdadera comunidad sustantiva de intereses entre los ciudadanos, y el

predominio del “espíritu público”, que les llevaba a subordinar el interés privado

al interés general o bien público.

Pero dado que esas condiciones sociales y culturales han desaparecido en el

mundo moderno, y lo que caracteriza más bien a la moderna sociedad civil (o

burguesa) es la abdicación del interés público y la agresiva prosecución de los

intereses privados, ¿cómo puede evitarse, entonces, que la democracia

conduzca al imperio de las facciones y de la corrupción, es decir, de los

intereses particulares que irrumpen ilegítimamente en el campo de la política,

imponiéndose en lugar del interés general?. Y si, como hemos visto, todo

gobierno que responde a intereses particulares, así sea mayoritario, es faccioso

o tiránico ¿cómo prevenir que la democracia, en tales condiciones, desemboque

en la tiranía de la mayoría?.

7. Las dificultades para una democracia participativa

29
Una posibilidad consistía en tratar de eliminar o de superar los intereses

particulares y las facciones, mediante la creación de un consenso moral entre

todos los ciudadanos. Esta es la solución que propone Rousseau a través de su

idea de “voluntad general”. La voluntad general no es una simple agregación de

voluntades individuales que siguen intereses particulares, sino una voluntad

ética que se orienta objetivamente hacia el interés general o bien común. La

soberanía popular no consiste, por tanto, en la voluntad de una mayoría de

intereses privados, particulares y contingentes, sino en la voluntad general, en

tanto que expresión del interés común; lo demás es facción o tiranía. Pero para

que esta solución sea posible, es necesario que se den varios supuestos. Debe

suponerse, ante todo, que si bien el individuo, en tanto que miembro de la

sociedad civil, tiene intereses privados, también es capaz de reconocer, en tanto

que ciudadano, la existencia del interés público o general y guiarse por él, de

modo que tal interés es capaz de imponerse en virtud de la fuerza moral que

ejercería sobre los ciudadanos.

Esto supone, además, una peculiar concepción acerca de la naturaleza del

voto, en tanto que acto político fundamental a través del cual se manifiesta esa

voluntad general. El voto no es un derecho que se otorga en interés particular o

para el beneficio privado del votante, sino que supone el ejercicio de una función

pública que debe estar orientada por el interés común. De manera que es

necesario que el ciudadano al votar conteste a la pregunta correcta. Lo que se

pide al votante que responda no es: ¿es ventajoso para tal hombre o para tal

partido que tal o cual opinión sea aprobada? La pregunta correcta es: ¿es

30
ventajoso para el Estado que tal o cual opinión se apruebe? De manera que

según Rousseau,

Cuando se propone una ley en la asamblea del Pueblo, lo que se les pregunta no es,

precisamente, si aprueban la propuesta o la rechazan, sino si es o no conforme a la voluntad

general, que es la suya; al emitir el sufragio, cada uno dice cuál es la opinión acerca de ella y

del cálculo de votos se extrae la declaración acerca de la voluntad general (Rousseau [1964],

Du Contract Social., p. 440)

Es la propia naturaleza del voto la que aconseja, según Rousseau, que sea

emitido en forma pública, pues ésta es la mejor garantía de que por honestidad

o por vergüenza de votar algo injusto o indigno, el ciudadano vote de acuerdo a

su honesta y sincera opinión acerca de lo que es el interés general. Sólo con la

introducción de prácticas deshonestas, como la compra del voto o la influencia

indebida que los poderosos pretenden ejercer sobre los más débiles, se puede

justificar la introducción del sufragio secreto (Du Contract Social, p. 452). Pero

cuando esto ocurre, la democracia ha comenzado a corromperse, y a partir de

entonces el voto puede adquirir un carácter privado y ser utilizado con

propósitos particulares o en beneficio personal21.

21En un texto del pensamiento político de la emancipación venezolana, el “Discurso preliminar

dirigido a los americanos” (1797), encontramos expresada esa idea con particular fuerza y
claridad:

“La publicidad de las opiniones y de las deliberaciones, es absolutamente necesaria en


una República: no se debe hacer jamás uso, sino del escrutinio verbal. Mal haya aquel,
que teme dar su voto, su parecer, o dictamen en alta voz: sus intenciones no pueden ser
buenas; no hay sino la maldad que pide la oscuridad y el silencio; una acción loable, no
encuentra sino recompensas en la publicidad, y pretender que esta perjudica a la libertad

31
Suponiendo que al votar se haya contestado la pregunta correcta, y que no

haya facciones, de modo que cada ciudadano opine independientemente por sí

mismo, el conteo de votos, mediante la aplicación de la regla de la mayoría,

permite determinar cuál es la voluntad general. Mediante esos procedimientos

se asegurará “que la voluntad general sea siempre esclarecida y que el pueblo

nunca se equivoque” (Du Contract Social, p. 372). De modo que para Rousseau,

el voto mayoritario no es un procedimiento para agregar intereses privados o

para arreglar conflictos entre ellos, sino un método para determinar cuál es el

interés general real y objetivo, de acuerdo a un modelo que, como señala Arrow

(1975: 85), se asemeja al procedimiento estadístico de agregar las opiniones de

un grupo de expertos para llegar al mejor juicio en alguna materia, y en el que

los ciudadanos son considerados como expertos en detectar cuál es el interés

general.22

Todos los ciudadanos, al suscribir el contrato social original, se han

comprometido unánimemente a obedecer los mandatos de la voluntad general.

Con ello no han dado su consentimiento a un contenido específico de ésta, sino

de los que votan, es lo mismo que quejarse de la claridad del sol, que incomoda tanto al
malhechor... Todo el efecto de las elecciones populares, se pierde el mismo día en que se
deroga este principio; desde este instante, la ambición hace un grande adelantamiento, y
con la intriga que la acompaña, logra el buen éxito de sus pérfidos proyectos” (Recogido
por Grases 1988)

22La voluntad general viene a ser “la suma de las diferencias” de las voluntades particulares,

que se compensan o destruyen mutuamente, de modo que si el pueblo delibera debidamente


informado y sin que se permitan las facciones, “del gran número de las pequeñas diferencias
resultará la voluntad general y la deliberación será siempre buena“ (Du Contract Social, p. 371).

32
en abstracto, a lo que en cada caso, al aplicarse el voto mayoritario, resulte ser

esa voluntad general. Los ciudadanos han contraído un compromiso normativo

de aceptar tal resultado, dada la naturaleza ética objetiva que se supone ha de

tener el mismo. Por tanto, una vez determinado ese contenido, todo ciudadano

está moral y legalmente obligado aceptarlo, aunque él haya votado en contra, de

modo que si alguien se negara a obedecer la voluntad general, deberá ser

obligado a ello, lo cual, según Rousseau, “no significa otra cosa que se le

obligará a ser libre” (Du Contract Social, p. 371). Pues, en efecto,

cuando la opinión contraria a la mía vence, lo único que se prueba es que yo me había

equivocado, y lo que creía que era la voluntad general, no lo era. Si mi voluntad

particular hubiera vencido, no habría hecho lo que hubiera querido, es entonces cuando

no habría sido libre. (Du Contract Social, p. 441)

Las dificultades teóricas y prácticas de la solución roussoniana, son enormes.

Según Rousseau, la soberanía y la voluntad general pertenecen siempre al

pueblo y no pueden ser representadas, de modo que en un Estado bien

constituido el soberano debe actuar en forma directa dictando la legislación

(expresión por excelencia de la voluntad general), a través de reuniones y

deliberaciones periódicas en una asamblea. En la medida en que existan

diputados electos, no son verdaderos representantes del pueblo, sino

simplemente sus comisarios y no pueden acordar definitivamente nada, de

manera que “toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula; no es una

ley” (Du Contract Social, p. 429–430). Es más, la aparición de la figura de los

diputados indica que se ha iniciado un proceso de degeneración de la política,

pues cuanto mejor constituido está un Estado, más dispuestos están los

33
ciudadanos a participar en las asambleas públicas y más importantes son, para

ellos, los asuntos públicos que los privados. Incluso estos últimos son mucho

menos numerosos, pues al ser mayor la proporción de la suma de felicidad

común que le corresponde a cada individuo, éste tiene mucho menos que

buscar en los asuntos particulares. Por el contrario, cuando lo que prevalece es

el afán de comercio, la búsqueda ávida de la ganancia, la molicie y el amor por

las comodidades —en resumen, cuando prevalece el espíritu del interés

privado—, el servicio público deja de ser el principal asunto del ciudadano y el

Estado se halla próximo a su ruina. Es entonces cuando la gente ya no está

dispuesta a participar en las asambleas públicas y aparece la idea de los

diputados y representantes. De modo que la sustitución de la democracia

participativa y directa por la idea de representación, es la consecuencia del

“entibiamiento del amor a la patria” y de “la actividad del interés privado”

(además de “la gran extensión de los Estados, la conquista y el abuso de los

gobiernos”).23

Por otro lado, al suscribir el contrato social original, los hombres han acordado

unánimemente la creación de un cuerpo moral y colectivo dotado de poder

23Véase Rousseau, Du Contract Social, Libro III, Cap. XV, [“Des Deputés ou
Répresentants”],esp. pp. 428–29). Contrasta con esto el pensamiento de Benjamín Constant,
quien en un texto antológico, en el que opone la libertad de los antiguos a la libertad de los
modernas, afirma que, en esta última, los bienes supremos son “el bienestar particular” y la
“libertad individual”, de modo que “mientras más tiempo libre nos deje el ejercicio de los
derechos políticos, más preciosa nos será la libertad”, de lo cual deduce la superioridad de la
democracia representativa moderna frente a la democracia participativa de la antigüedad.
(Constant 1963: 18–21)

34
absoluto (soberano) y han aceptado someterse a la autoridad suprema de la

voluntad general, de modo que “no hay ni puede haber ninguna especie de ley

fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social”

(Du Contract Social, p. 362). Esto es así, según Rousseau, porque los

ciudadanos no necesitan ninguna garantía frente al soberano, ya que éste no

puede tener ningún interés contrario al de aquéllos, pues, en él, ser y deber ser

coinciden24.

Pero si la voluntad e interés general son de naturaleza ética objetiva y, por

tanto, pueden ser, en principio, distintos de los de la mayoría, es posible que el

ser y el deber ser dejen de coincidir y, en tal caso, se abren dos posibilidades

igualmente peligrosas. Por un lado, que la voluntad de la mayoría exprese

intereses puramente particulares, y sin embargo pretenda presentarse e

imponerse como expresión de la voluntad general. Por otro lado, si a la mayoría

le falta la capacidad o el deseo de elevarse hasta esa eticidad, entonces, el

peligro es que se pretenda obligar a los hombres a ser racionales, virtuosos e,

incluso, libres, no ya por la fuerza moral que sobre ellos ejercería la idea de

voluntad general, sino mediante la coacción y la violencia física. De modo que el

intento de restaurar las virtudes cívicas de las repúblicas antiguas podía

desembocar, como lo vio con claridad Benjamín Constant (1963), en el reino del

terror o en una nueva forma de despotismo peor que las anteriormente

conocidas.

24“El Soberano, sólo por ser lo que es, es siempre todo lo que debe ser” (Du Contract Social, p.

363)

35
La solución roussoniana influyó, en forma decisiva, en el pensamiento de las

primeras repúblicas latinoamericanas. En el caso de Simón Bolívar, se

manifiesta muy claramente en su condenación del “espíritu de partido” o de

facción y en su exhortación a la unidad moral de la República, basada en la

virtud cívica y el espíritu público que se expresaría en un amor supremo a la

Patria, a sus magistrados y a sus leyes, y que colocaría el interés público por

encima de todo interés privado.25 Pero si tal solución era inviable, incluso para

las repúblicas burguesas más desarrolladas, en las condiciones propias de

América Latina habría deducir a una “dictadura de la virtud”.26

8. La necesidad de una democracia representativa

Una vez desechada la posibilidad de realizar los ideales ético-políticos de

las repúblicas antiguas a través de una democracia participativa o directa, la

solución que se ideó para poder preservar la noción de “interés público” en las

condiciones de la sociedad moderna, fue la teoría de la democracia

representativa, desarrollada por autores tales como Madison, Tocqueville y J. S.

Mill. Según Madison, la representación no sólo era la “base” y el “pivote” de la

República americana (El Federalista, Nº 14 y 63), sino la cura contra el mal

25Luis Castro Leiva ha analizado los principales componentes de la filosofía política bolivariana y

criticado severamente la servidumbre que ejerce, hasta nuestros días, sobre el pensamiento
político venezolano. Véase, Castro Leiva (1983; 1991).

26 Sobre la “imposibilidad de la democracia”, en las condiciones propias de las repúblicas

latinoamericanas, véase Rey (1989)

36
fundamental de la facción y la tiranía de la mayoría (Ibídem, Nº 10). Para Mill, la

idea de democracia representativa es el invento político más importante de los

tiempos modernos; y de acuerdo a Tocqueville, el problema de la representación

es “la gran cuestión” de cuya solución “depende la suerte futura de las naciones

modernas”:

Se trata, para los amigos de la democracia, menos de hallar los medios de hacer

gobernar al pueblo que de hacer elegir al pueblo los más capaces de gobernar y de darle

sobre ellos un imperio suficientemente grande para que puedan dirigir el conjunto de su

conducta y no el detalle de los actos ni los medios de su ejecución (Carta a J. S. Mill, del

3 de octubre de 1835. En, Tocqueville-Mill 1985: 52)

La nueva solución consiste, básicamente, en diseñar un mecanismo a través

del cual los intereses privados de los ciudadanos sean filtrados o decantados, de

modo que se desprendan de sus impurezas y particularismos para dar lugar a un

interés general o público. Con tal fin, en primer lugar, se limita tanto el sufragio

activo como el pasivo, este último con requisitos más severos que aquél,

exigiendo para su ejercicio condiciones de cultura y/o propiedad, supuestamente

destinadas, por un lado, a que las masas desposeídas e ignorantes no pudieran

hacer de la política un instrumento al servicio de sus intereses particulares; y,

por otro lado, a que las personas elegidas como representantes se

caracterizaran por poseer mayores luces y virtudes que el común de los

ciudadanos. Pero más allá de tales restricciones, lo esencial en la teoría de la

representación democrática es que no concibe a los representantes como meros

portavoces, agentes o comisarios de quienes los han elegido, ni están sujetos,

por tanto, a instrucciones, a mandato imperativo o a una eventual revocación por

37
parte de estos últimos; pues los considera, más bien, como hombres

independientes, superiores al pueblo, tanto por sus puntos de vista ilustrados

como por sus sentimientos virtuosos, que están por encima de los prejuicios

locales, y que no actúan como abogados de los intereses de los que los han

elegido, sino —según Madison— como intérpretes del interés público y como

verdaderos “árbitros imparciales y guardianes de la justicia y del Bien general”

(véase, Morgan 1974: 852 y ss.).

En resumen, si se parte del supuesto de que los ciudadanos comunes y

corrientes, a través de su voto directo, no puedan expresar el interés publico, y

determinar así el contenido de la voluntad general, entonces es necesario que

su votación no tenga por objeto tal contenido, sino que se limite a la elección de

los representantes que estarán encargados de esa tarea.

Existen, sin embargo, importantes diferencias entre Madison, Mill y

Tocqueville, en lo referente a el papel que juegan el espíritu público y las

virtudes cívicas en el funcionamiento de la democracia representativa, que aquí

apenas podemos esbozar.

Madison, que no partía de una visión idealizada de la repúblicas antiguas, ni

consideraba a la democracia participativa como un bien, no pretendía eliminar la

prosecución de los intereses privados como móvil central de la conducta de los

ciudadanos en las modernas repúblicas, pues ello sería en su opinión imposible,

sino que se conformaba con controlar sus efectos nocivos sobre las votaciones;

y a esto último se dirige su teoría de la representación (El Federalista, Nº 10).

Sin embargo, creía que la virtud cívica y el espíritu público deberían acompañar

38
a los representantes, en los que veía una verdadera aristocracia electiva, en el

sentido etimológico original del término “aristocracia”: gobierno de los que tienen

virtud o excelencia.

J. S. Mill, en cambio, creía en la bondad de la participación política, como

medio de educación moral cívica, y esperaba del ciudadano, en cuanto simple

votante, una conducta orientada por criterios éticos bastante exigentes. En el

Capítulo X de su Representative Government critica el “espíritu del voto

secreto”, según el cual el sufragio se le da al ciudadano “para su uso y provecho

particular, y no como una carga pública”. Esto, según Mill, podría ser aplicable

cuando se trata del voto en un club privado, pues en tal caso la inclinación, el

capricho o los fines personales del votante puede tener una absoluta soberanía.

Pero, en cambio, en el Estado el sufragio no se le concede al ciudadano como

un derecho que le pertenece por sí mismo y que podría vender o utilizar para

beneficio privado, de modo que al votar no debe dejar que sus deseos

personales influyan en su conducta, de la misma manera que no deben influir en

el veredicto de un jurado:

Se trata estrictamente de un deber: el elector está obligado a votar según su opinión más

acertada y concienzuda del bien público. Quien se haya fijado otra idea del sufragio no

es digno de poseerlo: su espíritu está pervertido o ineducado. En vez de abrir su

educación a un doble patriotismo y a la obligación del deber público, el sufragio despierta

y nutre en semejante individuo la disposición a servirse de una función pública según su

interés, su placer o su capricho; sentimientos en menor escala, pero iguales a los que

guían la conducta de un déspota o de un opresor (Mill 1965: 269)

De modo que

39
[e]n toda elección pública [...] tiene el votante la obligación moral absoluta de considerar,

no sólo el interés privado, sino el público, y votar, según su juicio más meditado,

exactamente lo mismo que estaría en el deber de hacerlo si fuera el único votante y la

elección dependiera de él sólo (Ibídem: 270)

Y a partir de tal concepción, concluye Mill, —en forma semejante a Rousseau—

que el sufragio no debe ser secreto, sino público, pues sólo así el votante será

responsable ante sus conciudadanos, lo cual constituye un freno o remedio

contra su egoísmo, pues así no se abandonará a él sin rubor.

Más complejo es el caso de Tocqueville, quien por una parte está convencido

de que el funcionamiento de la sociedad moderna no puede basarse en las

virtud pública antigua, a la que sin embargo no deja de añorar, y por otra parte

es consciente de que la acción puramente orientada por el egoísmo y el

materialismo del interés privado puede llevar a la pérdida de la libertad y al

despotismo. Su solución parece consistir en propugnar la participación política

directa, tanto a nivel de local como en las asociaciones políticas voluntarias, a

través de la cual se produce un proceso de educación política por el que el

burgués se va convirtiendo en ciudadano, de modo que su interés, inicialmente

egoísta y puramente privado, va a autolimitarse progresivamente para dar lugar

a un interés bien entendido e ilustrado, y convertirse, finalmente, en verdadero

interés público (Krowse 1983: 58–78).

En todo caso, para la teoría de la democracia representativa el centro de

producción de la voluntad general se traslada de los votantes a los

representantes por ellos elegidos y, en definitiva, al Parlamento.

40
9. El parlamento, los partidos políticos y su papel
en la legitimación de la democracia representativa

Carl Schmitt (1988) ha subrayado la importancia central que tiene el

Parlamento para el Estado democrático liberal, y la compleja ideología que lo

sustenta. Según la misma, el Parlamento no es un lugar de acuerdos y

transacciones entre intereses particulares diversos, sino el reino del interés

general, pues en él, a través de la discusión pública se abre paso la razón

política y surge la voluntad general. Tal concepción se basa en varios supuestos.

En primer lugar, parte de la creencia metafísica de que, a través de la discusión

pública, del debate en que se intercambian argumentos y contraargumentos,

surge la verdad que se impone inevitablemente a todo espíritu honesto y

racional. En segundo lugar, supone que el debate parlamentario no refleja un

conflicto de intereses, sino una confrontación de opiniones distintas acerca del

interés general. En tercer lugar, asume que los parlamentarios son hombres

honestos, ilustrados e independientes, pues no representan intereses

particulares, y gozan de total libertad en cuanto a su voto, ya que no están

sometido a instrucciones o mandato imperativo de sus electores, ni tampoco

están sujetos a disciplina partidista. En cuarto lugar, supone que cada

parlamentario trata de convencer al oponente, con sus mejores argumentos, de

la verdad o justicia del propio punto de vista, pero a su vez está honestamente

abierto a la posibilidad de ser él quien resulte persuadido, pues su único interés

(por lo demás compartido por los otros parlamentarios) es la búsqueda de la

verdad y la justicia. En quinto lugar, supone que durante el debate se aplica un

conjunto de normas y procedimientos parlamentarios diseñados para maximizar

41
la probabilidad de que la decisión final sea justa y verdadera. El voto mayoritario

no es sino el acto final en el que se registra el resultado de ese proceso de

deliberación.

Debe tenerse en cuenta, además, que el funcionamiento del sistema político

que estamos describiendo se basa en otros dos supuestos fundamentales.

Supone, por un lado, que existe un sistema censitario, con serias restricciones al

sufragio activo y pasivo, y que por tanto los ciudadanos con derecho al voto son

una minoría de propietarios y hombres ilustrados. Por otro lado, supone un tipo

de Estado liberal, no interventor, en el que las decisiones colectivas, obligatorias

para el conjunto de la sociedad, se reducen a un mínimo y en el que se excluye

expresamente a un gran número de materias de tal posibilidad. Si además de

estos dos supuestos, se aceptan los cinco que vimos anteriormente, entonces la

decisión a la que llegue mediante votación en el Parlamento, tiene, con relativa

independencia de su contenido, una gran fuerza persuasiva, tanto moral como

racional para los ciudadanos. De modo que el conjunto de condiciones que

hemos mencionado, que pueden ser aceptadas como reglas de juego básicas,

válidas para la toma de decisiones colectivas. De allí surge un compromiso en

gran parte de naturaleza normativa, pero que incluye también importantes

elementos de racionalidad, de considerar como válidas y obligatorias —y por

consiguiente, obedecerlas— las decisiones que se tomen conforme a tales

reglas.

Naturalmente que se podía objetar —y así lo hicieron efectivamente quienes

quedaban excluidos de la ciudadanía, y no tenían derechos al sufragio activo ni

42
pasivo— que la teoría de la democracia representativa no era sino una

fantástica ideología, bajo la que se ocultaba una dominación de clase; que las

limitaciones al sufragio activo y pasivo, lejos de garantizar un gobierno de los

mejores, sólo aseguraban el gobierno de los ricos; y que el Parlamento, en vez

de ser el lugar para la discusión pública de opiniones desinteresadas e

ilustradas, era en realidad el centro de sórdidos arreglos y ocultas transacciones

entre intereses oligárquicos.

La instauración del sufragio universal, que llevó a la democracia de masas,

junto a la creación y desarrollo de los partidos de masas que inevitablemente la

acompañaron, significó un cambio radical de los supuestos sobre los cuales

había venido funcionando la democracia representativa.27 Durante la época en

que imperio un sistema el sufragio restringido, los partidos existentes eran

“partidos de opinión”, de modo que sus diferencias reconocidas por ellos

mismos, no consistía en que se proclamaran defensores o representantes de

distintos intereses sociales, sino en sostener puntos de vista diferentes acerca

del interés público. Además, los miembros de tales partidos que resultaban

elegidos para ocupar posiciones parlamentarias, no estaban sujetos a mandato

de sus electores, y tampoco estaban sometidos a una disciplina partidista que

les obligara a votar en el Parlamento de una manera determinada; de manera

que, ante cada asunto objeto de debate parlamentario, podían libremente votar

por las opiniones que consideraran justas y apropiadas. Los partidos de masa,

27Aunque Schmitt (1988) ha llamado la atención sobre este cambio de supuestos, muchas de

esas ideas ya habían sido expuestas, desde principios del presente siglo, por Ostrogorski (1979).

43
en cambio, proclaman abiertamente que representan intereses de clase o

corporativos diversos; y cuando un miembro de tales partidos es elegido para

ocupar una función parlamentaria, no tiene libertad de voto, sino que debe

actuar como un verdadero agente, a nombre de los intereses particulares que

representa y está sujeto a la disciplina y a las instrucciones precisas de su

partido.

A partir de tales cambios, es evidente que la discusión pública en el

Parlamento pierde su significado original y se convierte en una formalidad vacía.

Ahora ya no tiene sentido el intercambio de argumentos mediante los cuales se

aspira a convencer al adversario, pero que admite, al mismo tiempo, la

posibilidad de ser uno mismo el convencido. En realidad, ya nada hay que

discutir o deliberar, pues lo que se enfrentan en el Parlamento no son opiniones

diferentes acerca del bien público, sino intereses diversos y contradictorios, y de

lo que se trata no es de una común búsqueda de la verdad o de la justicia, sino

de que el interés propio se imponga frente al del adversario.

Esto supone evidentemente un cambio radical en la forma de concebir el

funcionamiento del proceso político democrático, que va a socavar las bases

mismas de legitimidad en que se asentaba la democracia representativa. Ahora

los intereses particulares (las “facciones” del pensamiento clásico) irrumpen

abierta y declaradamente en la vida política. Por tanto, el resultado del voto

mayoritario ya no puede concebirse como la expresión de una voluntad general

de naturaleza ética o del interés público, sino como la medida del éxito

44
alcanzado por un interés particular o una coalición de tales intereses, para

imponerse sobre los restantes.

¿Cómo es posible, bajo estas nuevas condiciones, que un actor acepte las

reglas de juego de la democracia y se comprometa a considerar como válidas y

obligatorias las decisiones colectivas que se tomen por mayoría? Es evidente

que no a través de un compromiso normativo, pues a la voluntad de la mayoría,

a la que se ha desprovisto de todo contenido ético, sino sólo como consecuencia

de algún tipo de cálculo utilitario, a partir del cual, eventualmente, pudiera darse

un compromiso de tipo racional.

10. La aceptación de una constitución como compromiso racional

He dicho que la aceptación de una constitución implica el compromiso, de

carácter normativo o racional, de considerar como válidas y obligatorias, y por

tanto de estar dispuesto a obedecer las decisiones colectivas que se tomen

conforme a ella. He examinado algunos de los componentes, tanto de carácter

normativo como racional, presentes en las reglas de juego propias de la sistema

de democracia representativa en la época en que el sufragio era restringido o

limitado. Y he señalado que la instauración del sufragio universal, con la

aparición de los partidos de masas, significó una cambio radical en la

concepción de la democracia, de modo que la aceptación de las reglas de juego

básicas del orden político (es decir, la constitución), va a depender

explícitamente de un cálculo racional, de tipo utilitario.

45
Voy a examinar, ahora, cuales son los elementos analíticos de un cálculo

semejante y, en particular, bajo qué condiciones un actor considerado “racional”

estaría dispuesto a asumir el compromiso de aceptar una constitución

democrática. Partiré del supuesto —común a todas las teorías contractualistas,

tanto clásicas como modernas— de que para que sea válido el contrato social

original se requiere el acuerdo unánime de todos los actores afectados.28

Un actor “racional” para decidir si acepta o no una determinada constitución,

procederá a un cálculo de las ventajas o utilidades que para él se derivarían de

la aplicación de posibles constituciones alternativas, o incluso de las eventuales

ventajas que obtendría por la inexistencia de ningún tipo de constitución.29 Dos

son, principalmente, los contenidos de las constituciones alternativas que

deberán ser evaluados. Primero, cuáles son las materias que no podrán ser

objeto de una decisión colectiva obligatoria, y cuáles, en cambio, sí podrán serlo.

Segundo, cuál sería la regla de votación que se adoptaría para la toma de esas

decisiones.

28La exigencia del acuerdo unánime, para el contrato social original la encontramos en autores

tan diversos como Hobbes, Althusius, Locke y Rousseau, entre los clásicos, y Rawls, entre los
modernos. Pero también en representantes del neoutilitarismo, como Harsanyi. Aquí estamos
suponiendo la identidad entre el acto por el cual se suscribe el contrato original y el acto por el
cual se establece la constitución. Sin embargo es posible distinguir, tanto conceptualmente como
en la práctica, entre el “contrato social” original y el “pacto constitucional”. Además, debe tenerse
en cuenta que el acto por el cual se establece la constitución no reviste necesariamente la forma
de un contrato o pacto. Véase, sobre esta cuestión, Schmitt (1982: Cap. 7).

29Véase, además del conocido libro de Buchanan y Tullock (1962), el de Ragowski (1974), en el

que se examina cómo las diferentes segmentaciones [cleavages] de todo tipo (diferencias
étnicas, ocupacionales, etc.) existentes en la sociedad influyen en ese cálculo.

46
A.- El objeto y los límites de las decisiones colectivas:

El establecimiento de un sistema para la toma de decisiones obligatorias para

el conjunto de la sociedad, es decir, el establecimiento de un gobierno, permite

obtener resultados que no pueden ser logrados mediante la coordinación

espontánea de acciones individuales que persiguen intereses privados; pero al

mismo tiempo abre la posibilidad de que cualquier individuo pueda ser

coaccionado, imponiéndosele una decisión que le perjudique gravemente. Si los

distintos actores consideran que en lo esencial, el orden social espontáneo

existente es satisfactorio y justo, y piensan que el único o el principal daño que

les amenaza es el proveniente de una eventual acción coactiva por parte del

Estado, tratarán de minimizar este peligro.

Esta percepción es la que expresa en la ideología liberal clásica y la que da

lugar a los arreglos constitucionales característicos de ese tipo de Estado. La

constitución debe reducir al mínimo indispensable la acción gubernamental,

garantizando una amplia esfera de derechos individuales que en ningún caso

puede ser objeto de intromisión estatal y asegurando y promoviendo la libertad y

autonomía de la llamada “sociedad civil”. La sociedad civil es concebida como la

esfera del libre juego de la acción de los individuos que el Estado deja en

libertad, y está constituida, fundamentalmente, por el resultado de las relaciones

de mercado en que las personas, libres e iguales, trafican con plena libertad de

contratación y disponen libremente de su propiedad. Por consiguiente el Estado

debe limitarse a garantizar los derechos fundamentales de los individuos

(libertad, igualdad y propiedad), que son la base de la sociedad, y a remover los

47
obstáculos a su ejercicio. Tales derechos son anteriores a la existencia misma

del Estado y valen con independencia de su reconocimiento por parte del

derecho positivo. Y la ley sirve fundamentalmente para garantizar la libertad de

los ciudadanos y como freno contra el despotismo gubernamental, de manera

que mientras los particulares son libres de hacer todo lo que la ley no les

prohibe, los funcionarios públicos sólo pueden hacer lo que les está

expresamente autorizado por la ley.

Esta ideología resulta además apoyada por un análisis técnico del

funcionamiento del mundo de la economía. Es sabido, en efecto, que bajo

condiciones ideales de competencia perfecta y siempre que se trate de bienes

privados y en ausencia de externalidades, un mercado libre es el instrumento

adecuado para asegurar la “soberanía del consumidor” y producir resultados de

máxima eficiencia (óptimos de Pareto), en el sentido de que no se puede

aumentar la utilidad de ningún individuo sin disminuir, al mismo tiempo, la de

otro. De manera que existe un mecanismo automático, del tipo “mano invisible”.

que lleva a que aunque los individuos busquen sus propio interés personal, el

resultado final —no previsto, ni necesariamente querido por nadie— favorecerá

necesariamente al interés colectivo.

La soberanía del consumidor significa el triunfo de la libertad individual y la

ausencia de coacción, y en conjunto el mecanismo proporciona un sistema de

premios y castigos impersonales y automáticos, que recompensa la laboriosidad

y racionalidad, castiga la negligencia o falta de previsión de los distintos actores,

y produce un resultado final que responde al criterio de bienestar o de “máxima

48
ofelimidad” de Pareto, que va a sustituir a las tradicionales ideas de interés

público o de bien común.

Este conjunto de reglas constitucionales —que establecen un Estado liberal,

no interventor, en el que las decisiones colectivas obligatorias para el conjunto

de la sociedad, se reducen a un mínimo y se excluye expresamente a un gran

número de materias de tal posibilidad— es el que prevaleció durante la época en

que el sufragio estaba seriamente restringido y la democracia limitada, de modo

que los ciudadanos (es decir los actores cuya aceptación era necesaria para el

establecimiento de la constitución) eran apenas una minoría de propietarios y

hombres con estudios. Se trata de unas reglas que responden a los objetivos de

actores racionales, que aunque reconocen la necesidad de que exista un

gobierno, desean minimizar la probabilidad de que les sea impuesta

coactivamente una decisión obligatoria que puede ser gravemente perjudicial a

sus intereses.

Pero la situación cambia radicalmente cuando, como consecuencia de la

extensión del sufragio universal y la instauración de la democracia de masas,

irrumpen nuevos actores sociales. Estos ya no consideran que el orden social

espontáneo es satisfactorio o justo, de modo que lejos de esperar la abstención

del Estado solicitan su activa intervención para una completa reordenación

social, de manera que la acción del gobierno no debe limitarse a promover la

eficiencia en aquellos casos en que la acción privada es incapaz de realizarla,

sino que debe incluir también funciones de redistribución de acuerdo a criterios

de justicia, para lo cual la “máxima ofelimidad” de Pareto resulta completamente

49
insatisfactoria30. Por consiguiente, para hacer posible que la constitución sea

aceptada tanto por los actores sociales tradicionales como por los nuevos

actores, se requería algún tipo de transacción o compromiso entre ambas

posiciones, y esto no era fácil. Debe recordarse que durante mucho tiempo, los

sectores más conservadores consideraron que la extensión del sufragio a las

masas sería incompatible con la conservación de la democracia, pues tales

masas, movidas por intereses puramente de clase, promoverían una legislación

igualitaria e instaurarían una tiranía de la mayoría. Por su parte, ciertos sectores

revolucionarios pensaron, en forma análoga, que la instauración del sufragio

universal pondría en las manos de los trabajadores el instrumento que llevaría a

la abolición del capitalismo y a la instauración del socialismo.

Sin embargo, la transacción o compromiso fue posible en muchos casos,

mediante la instauración del Estado de bienestar keynesiano, capaz de

promover simultáneamente el crecimiento y la redistribución, y a través de la

30Una distribución que sea óptima desde el punto de vista de Pareto, significa que es

máximamente eficiente, en el sentido que no quedan recursos libres o disponibles que distribuir,
de modo que no es posible mejorar a ningún individuo sin desmejorar a otro, Pero no implica
necesariamente que sea “justa”. Limitarse al criterio de Pareto es consecuencia de la aceptación
del dogma, propio de la moderna economía neoclásica, según el cual no se pueden establecer
escalas cardinales de utilidades y del rechazo de la posibilidad de la comparación interpersonal
y/o agregación de las mismas; a lo cual se une, normalmente, la creencia de que todo juicio de
valor sobre la materia es subjetivo y arbitrario. Una discusión de la cuestión de la “justicia” en
materia de distribución exige, o bien que se acepte la cardinalidad de las utilidades (como hacen
algunos neoutilitaristas, como Harsanyi) o bien que se acepte la legitimidad de incluir en la
argumentación juicios de valor explícitos.

50
instauración del llamado “Estado social”.31 Este último significa, entre

otrasijphart cosas, que junto a los derechos individuales clásicos, que implican

fundamentalmente un deber de abstención por parte del Estado, se reconocen

otros derechos de naturaleza económica y social a favor de ciertos sectores

sociales menos favorecidos, que lejos de estar satisfechos con la no

intervención estatal, requieren de ciertas prestaciones positivas por parte de las

autoridades públicas (derecho a la seguridad social, a la educación, a la salud,

etc.). Pero a diferencia de los preceptos constitucionales que garantizan los

derechos fundamentales del primer tipo —que son tenidos como normas

perfectas, acabadas y plenamente exigibles—, los que consagran los derechos

económicos y sociales eran considerados como normas meramente

programáticas, pues para ser efectivos requerían un desarrollo jurídico y

administrativo, mediante la creación de servicios públicos y la consiguiente

provisión de recursos presupuestarios. De modo que la mera consagración de

esos nuevos derechos, a través de normas de carácter programáticos, implicaba

una obligación por parte del Estado de naturaleza más bien moral y política,

pero no estrictamente jurídica. La forma del compromiso consiste en que la

constitución, tras una consagración o reconocimiento del principio o del derecho

cuya realización considera en abstracto deseable, remite a la legislación

ordinaria (o a una ley especial) para el establecimiento de las condiciones o

modalidades de su ejercicio, suspendiéndose, entre tanto, su aplicación. De esta

31Sobre el moderno Estado social, véase García-Pelayo (1977), espec. Cap. I; y Combellas

(1982).

51
manera, el compromiso consiste, en realidad, en aplazar o en diferir la decisión

relativa a su efectiva aplicación.

Por otro lado, el Estado social implicaba, también, que la constitución admitía

la posibilidad de que, por vía legislativa, se establecieran ciertos

condicionamientos o limitaciones al ejercicio de algunos derechos

fundamentales tradicionales, que antes eran considerados como absolutos (por

ejemplo: limitaciones al derecho de propiedad por razones de interés social; o

limitaciones a la libertad de contratación, derivadas del desarrollo del Derecho

del trabajo). Aquí, como en el caso anterior, es la ley las que debe regular la

cuestión; sin embargo entre las dos situaciones existe una clara asimetría: los

nuevos derechos económicos y sociales son de naturaleza programática, en el

sentido de que se efectividad queda suspendida hasta que la ley lo establezca;

en cambio, los derechos fundamentales tradicionales son, en principio,

plenamente efectivos y sólo podrán ser objeto de condicionamientos o

limitaciones a través de leyes expresamente dictadas con tal fin.

El compromiso o transacción consiste, básicamente, en abrir, a nivel

constitucional, la posibilidad de que se creen nuevos derechos de naturaleza

económica y social, o de que se limiten los tradicionales, pero en diferir o

trasladar la decisión concreta sobre tales cuestiones al nivel de la legislación

ordinaria. Lo cual nos lleva ahora a considerar cuál es la regla que se adoptará

en la constitución para la toma de las decisiones ordinarias, obligatorias para el

conjunto de la sociedad.

B.- La regla para la toma de decisiones colectivas:

52
A diferencia de la aprobación de la constitución —para la cual, como antes

vi, la mayoría de los autores consideran que se requiere unanimidad o al menos

un amplia mayoría— las reglas que pueden ser acogidas en la constitución para

la toma de decisiones colectivas, pueden ser varias, que van desde el

establecimiento de un dictador (cuando una sola persona tiene autoridad para

tomar las decisiones obligatorias para la sociedad), hasta la regla de la

unanimidad (cuando para tomar tales decisiones se requiere el acuerdo de todos

los individuos afectados, de modo que cualquiera de ellos puede vetarlas).

Buchanan y Tullock (1962) han analizado el cálculo que realizaría un actor

racional y el tipo de costos que deberían tomar en cuenta. Están, en primer

lugar, los costos externos, que dependen de la probabilidad de que el actor sea

perjudicado por la decisión que se tome. La regla de la unanimidad tiene la

virtud de que su adopción garantizaría que todas las decisiones

gubernamentales responderían al criterio paretiano de máxima ofelimidad para

la comunidad, pues sólo sería posible adoptar una decisión colectiva si

aumentara la utilidad al menos de un individuo de la sociedad, sin disminuir la de

ninguno, pues de no ser así el actor que se sintiera perjudicado por tal decisión

la vetaría. De modo que en caso de que se adoptara la regla de la unanimidad,

no habría posibilidad de que ningún actor fuera perjudicado (en realidad,

desmejorado, con respecto al status quo) por una decisión gubernamental, con

lo cual se minimizarían los costos externos de la decisión que serían iguales a

cero.

53
Sin embargo, hay varias razones que hacen que la regla de la unanimidad

sea indefendible, en tanto que procedimiento general para la toma de decisiones

obligatorias para el conjunto de la sociedad. La más evidente tiene que ver con

los costos asociados a las negociaciones necesarias para llegar a un eventual

acuerdo unánime, en general son muy altos, y pueden resultar prohibitivos.32

Buchanan y Tullock llaman a éstos costos internos de la decisión y sugieren que

el tamaño óptimo de la mayoría requerida para la toma de decisiones colectivas,

debe ser calculado por cada actor, tratando de minimizar, en forma conjunta, los

dos tipos de costos, internos y externos (1962: 63–91). Según este criterio, la

regla de la mayoría —que es la que comúnmente se asocia con la democracia—

no tendría ninguna virtud especial, ni debería ser privilegiada, de modo que sólo

sería una de las posibles reglas, susceptible de ser aceptada par algunas

decisiones, pero no para otras.

Pero esto lleva a dichos autores a privilegiar la regla de la unanimidad (salvo

que la existencia de costos internos aconseje relajarla), y por consiguiente a

favorecer el mantenimiento del status quo, lo cual expresa una preferencia

política claramente conservadora.33 La adopción del criterio de ofelimidad de

Pareto y la regla de la unanimidad, en él inspirada, pueden llevar a los individuos

32 Como lo demuestra el caso patético de Polonia, que a partir del siglo XVI adoptó el liberum

veto (equivalente a la unanimidad) para la validez de las decisiones de la Dieta (parlamento), con
resultados desastrosos. Véase el libro clásico de Konopczynski (1930).

33Una crítica al criterio de la unanimidad defendido por Buchanan y Tullock, es desarrollada por

Barry (1965: 245–50; 256–59; 322–23). Para una crítica de alcance mucho más general, Rae
(1975: 1270–94).

54
a mentir acerca de sus verdaderas preferencias y amenazar con vetar ciertas

decisiones que aunque benefician a otros, en realidad no les perjudican a ellos,

para exigir ciertas compensaciones a cambio de su consentimiento. Por lo

demás, como ya antes dije, la ofelimidad es insuficiente como criterio para

establecer la justicia de un determinado estado de cosas, y haría imposible

adoptar ciertas decisiones que no son óptimos de Pareto, en especial la mayor

parte de las de carácter redistributivo. En efecto, el número de decisiones

redistributivas que podrían ser aceptadas a partir de criterios paretianos es

bastante reducido. Entre ellas estarían, en primer lugar, aquellos casos en que

las preferencias de todos los actores son altruistas, de modo que están

dispuestos a una redistribución progresiva, y siempre que la existencia de

“externalidades” justifique la intervención del Estado (Hochman y Rodgers

1969). En segundo lugar, estarían las redistribuciones que se realizan por

precaución, como, por ejemplo, para evitar una revolución (Brenan 1973), o bien

como un medio de disminuir el riesgo personal de encontrarse, en un futuro

incierto, en una situación desventajosa Pero siempre se requeriría el acuerdo

unánime de todos los afectados, lo cual restringe grandemente, en la práctica, la

posibilidad de redistribución, y excluye aquellos casos en que se pretende llevar

a cabo en base a objetivos de justicia, pero que no cuentan con la aceptación de

todos los actores.

En general, la aceptación de la regla de la mayoría suele producirse en

aquellas situaciones en las que cada actor calcula que con motivo de las

decisiones colectivas que habrá que tomar en el futuro, todas las coaliciones de

55
votantes son igualmente posibles y que todos los actores tienen igual

probabilidad de formar parte de la coalición ganadora (mayoritaria). Este es

precisamente el razonamiento que utiliza Tocqueville para explicar la gran

adhesión a la regla de la mayoría en el caso de los Estados Unidos: “todos los

partidos están dispuestos a reconocer los derechos de la mayoría, porque todo

esperan poder ejercerlos algún día en su propio provecho” (Tocqueville 1957:

255). Y es claro que en el pensamiento de Madison, su esquema de gobierno

representativo, unido al federalismo, cumple el propósito de asegurar que

ninguna facción o coalición de facciones pueda ser permanentemente

mayoritaria.

Pero si existen coaliciones poderosas y permanentes de votantes, de modo

que la aplicación de la regla de la mayoría significaría convertir a algunos

individuos en perpetuos ganadores y a otros en eternos perdedores, estos

últimos se mostrarán reluctantes a aceptar tal regla.

La idea se puede generalizar, para afirmar que en sociedades caracterizadas

por marcadas fragmentaciones étnicas, socioeconómicos o culturales, en las

que se pueda prever que a partir de las mismas se formarán coaliciones

políticas permanentes mayoritarias, las minorías no estarán dispuestas a

aceptar la regla de la mayoría (caso de las democracias consociacionales o

consensuales analizadas por Lijphart [1977, 1987]). Y lo mismo ocurrirá cuando

exista un gran partido dominante o hegemónico que agrega de manera

permanente a una mayoría formada por una suma de diversos intereses

especiales. En cambio, en principio sería posible la aceptación de tal regla,

56
cuando las diversas fragmentaciones sociales existentes no dan lugar a

coaliciones políticas permanentes, y los partidos representan un alto nivel de

agregación de intereses heterogéneos, o tratan de expresar intereses generales

(en sentido parecido: Buchanan y Tullock 1962: 78–80; Ragowski 1974).

Por tanto es fácil entender las reservas o el rechazo, por parte de los sectores

minoritarios poderosos, hacia la aplicación de la regla de la mayoría, e incluso

contra la misma democracia, en situaciones en que existen grandes partidos de

masas representantes de intereses de clase. En cambio, cuando la competencia

entre partidos y la necesidad de ganar mayorías, hace que esas organizaciones

se conviertan en catch-all parties, de modo que renuncian a representar

intereses parciales o sectoriales y están dispuestos a agregar intereses diversos

y heterogéneos, la democracia basada en la regla de la mayoría se hace viable.

En aquellos casos en que los sectores minoritarios, pero poderosos, teman

que sus intereses pueden verse gravemente perjudicados por la adopción de la

regla de la mayoría, una posible solución consiste en la instauración de una

forma de gobierno mixto, de manera que junto a la regla de la mayoría para

cierto tipo de decisiones, se adopta parcialmente la regla de la unanimidad en

favor de esos sectores minoritarios, reconociéndoseles un derecho de veto

sobre aquellas decisiones que afectan sus intereses vitales. No es necesario

que la regla esté expresamente reconocido en la constitución escrita (me refiero

a la constitución jurídico-formal o de papel), pues puede ser el resultado de un

acuerdo o pacto escrito o tácito, formal o informal (es decir, a la constitución

real), como lo demuestra el caso de la democracia implantada en Venezuela a

57
partir de 1958. Aunque los costos de negociación asociados a esa regla pueden

ser importantes, no resultará necesariamente prohibitivo si el número de esos

actores es limitado. Naturalmente, es posible disminuir tales costos si en lugar

de la unanimidad se exigen mayorías calificadas que, en todo caso, disminuyan

la probabilidad de una decisión adversa a tales intereses.

Pero como no todas las decisiones tienen igual valor para todos los actores,

otra posible solución consiste en establecer sistemas de toma de decisiones

especializados (fragmentados o segmentados), para los distintos tipos de

decisiones, dándoles en cada uno de ellos una participación y representación

privilegiada, frecuentemente de naturaleza semicorporativa, a diversos intereses

poderosos especiales.

Es posible que a partir de un conjunto de procedimientos como los descritos,

se logre que los actores minoritarios pero poderosos, acepten una constitución

que se caracteriza por ciertos rasgos democráticos.

11. Dos modelos para analizar las posibilidades de un pacto constitucional

A fin de mostrar las dificultades que se presentan para que los distintos

actores sociales superar el “estado natural” caracterizado por la “guerra de todos

contra todos”, y acepten una constitución en la que se adopte la regla de la

mayoría para la toma de decisiones colectivas obligatorias, voy a utilizar dos

58
modelos muy sencillos, inspirados en la teoría de los juegos y adaptados a

nuestras necesidades34.

Partiré de una situación hipotética e idealizada en la que un conjunto de

actores mantiene entre sí puras relaciones de poder, de modo que no existe una

constitución —es decir no hay consenso en torno a unas reglas básicas del

orden político— ni un gobierno capaz de tomar decisiones colectivas válidas y

obligatorias para el conjunto de la sociedad. Se trata de una hipótesis

equivalente a la del estado de naturaleza de las teorías del contrato social, a la

que se aproximan algunas situaciones de guerra civil o de violencia y crisis

generalizada, como la que ha existido en ciertos países de América Latina.

¿Cómo es posible, a partir de esta situación, establecer una constitución y un

gobierno democrático? Es evidente que a falta de un consenso acerca del

principio de legitimidad, y bajo el supuesto de que ninguno de los actores tiene

suficiente poder como para imponer unilateralmente su voluntad a los otros, la

única solución posible es un acuerdo unánime entre esos actores. Es decir: una

constitución pactada.

¿Bajo qué condiciones sería posible un acuerdo unánime en torno a una

constitución? Una condición necesaria para ello es que exista al menos una

constitución cuya aceptación sea considerada por todos los actores, preferible al

estado de naturaleza actual, es decir que represente un óptimo de Pareto con

34Dos notables ejemplos de utilización de tales tipos de modelos para el análisis de los

problemas de la acción colectiva y de la cooperación, son los libros de Hardin (1982) y de Taylor
(1987).

59
respecto a tal estado. Pero con esto no basta, pues hay algunas situaciones en

las que aunque existe un posible óptimo para ambos jugadores, en el sentido de

que sería un estado preferible para todos ellos, no hay garantías de que pueda

ser efectivamente alcanzado por los actores racionales. Por otra parte, hay otras

situaciones en las que lo que ocurre es que existen varios óptimos, que no son

equivalentes e intercambiables, pues se trata de estados finales con

valoraciones contradictorias a cargo de los diversos actores y que, por tanto, no

es posible que lleguen a un acuerdo.

Veámoslo mediante el análisis de dos modelos idealizados de tales

situaciones.

A. Modelo I

Partamos de una situación del tipo que recuerda al estado de naturaleza

descrito por Hobbes, anterior a la creación de la sociedad política y del gobierno

y en la que existe una situación de guerra de todos contra todos. Nuestro

modelo se reducirá a sólo dos actores, que pueden ser interpretados como

representantes de actores colectivos (tales como Naciones, clases sociales ,

partidos políticos, etc.), cada uno de los cuales, mediante el uso de la fuerza

trata de imponer unilateralmente su voluntad al otro, con lo cual resulta un

estado de constante guerra. El dilema que se presenta a ambos actores es

elegir entre dos posibles alternativas: continuar con el uso de la fuerza hasta que

uno de ellos logre imponer su voluntad sobre el otro, o renunciar al intento de

imponer unilateralmente la propia voluntad, aceptando unas “reglas de juego”

60
(=Constitución) obligatorias para ambos y un gobierno encargado de aplicarlas,

que haga posible la coexistencia pacífica de ambos.

El resultado final dependerá, naturalmente, de la estrategia que elijan ambos

actores. Si ninguno de ellos acepta renunciar a la imposición unilateral de la

propia voluntad mediante la fuerza, lo que ocurrirá es que se la guerra de todos

contra todos, en el que ambos se perjudicarán. Si los dos actores aceptan

renunciar a imponer unilateralmente su propia voluntad, el resultado puede ser

el establecimiento de una sociedad política en la que los beneficios de la paz

serán compartidos por ambos. Pero si sólo uno de ellos renuncia al uso de la

fuerza, pero acepta que el otro imponga unilateralmente su propia voluntad, el

resultado será un gobierno exclusivo y en el propio beneficio del que no ha

renunciado. Supongamos que las preferencias de los actores, respecto a los

diferentes resultados que se producen cuando han tomado sus respectivas

decisiones, son las siguientes: ambos actores prefieren, ante todo, que sea el

otro actor el que renuncie al uso de la fuerza, de forma que él, que no ha

renunciado a tal uso, pueda imponer su voluntad sobre el otro actor. Si esta

“solución” no fuera posible, ambos actores estarían dispuestos aceptar —a

condición de que el otro actor también lo aceptase- una “reglas de juego” y un

gobierno a los que se someterían. Pero si esto tampoco fuera posible, ambos

actores están dispuestos a no renunciar al uso de la violencia para tratar de

imponer unilateralmente su propia voluntad, y mantener la situación de guerra

civil.. Finalmente, la situación que cada actor considera como la peor de las

posibles, es aquella en la que él renuncia al uso de la fuerza, pero el otro actor

61
no lo hace, de modo que va tener que someterse a la voluntad unilateral de su

contrario.

La dificultad para encontrar una solución satisfactoria en un situación como la

que acabo de presentar, consiste en que para ambos actores, la decisión que

consiste en no renunciar al uso del la violencia, domina —es decir, es

preferible— a la estrategia contraria (renunciar a tal uso), con independencia de

la posible decisión del otro. En efecto, si el otro actor decide renunciar a la

violencia, el primer actor al no renunciar a ella, podrá imponer —mediante el

uso de la fuerza— su voluntad sobre aquel. Pero si el otro actor decidiera

continuar a usar la violencia para tratar de imponer su voluntad, la estrategia

preferida por el primer actor sería no renunciar a tal uso, pues si lo hiciera se

produciría la que considera como la peor situación posible: estaría aceptando

pasivamente que el otro le impusiera unilateralmente su voluntad.

Esto significa que un “juego” con una estructura estratégica y con

preferencias de sus actores como las que hemos descrito, tiene un punto de

equilibrio dotado de una peculiar estabilidad, de modo que cuando ambos

actores actúan racionalmente, el resultado que cabe esperar es que se nieguen

a renunciar a su intento de imponer por la fuerza su voluntad, de modo que se

mantenga el estado de naturaleza o guerra civil.

Pero, desde un punto de vista axiológico, este estado no puede considerarse

como una solución satisfactoria a la situación planteada, pues hay otro resultado

—el que se produce cuando ambos aceptan renunciar a imponer unilateralmente

su voluntad mediante e uso de la fuerza— que es un óptimo de Pareto, respecto

62
al que, como hemos visto, es más probable. De manera que en principio sería

posible que ambos actores, a partir detal estado llegaran a un acuerdo para

salir del estado de naturaleza y pasar a ese otro estado óptimo. Pero para ello

sería necesario que los dos pudieran comunicarse y llegar a un compromiso, y

que pudieran, asimismo, confiar en que el otro cumplirá efectivamente tal

compromiso. La falta de comunicación y, especialmente, la falta de confianza,

constituyen los principales obstáculos para que pueda darse esta solución. Esto

es particularmente claro en algunas situaciones que se han dado en América

Latina, en las que se ha intentado de establecer un orden constitucional

mediante la negociación entre fuerzas políticas diversas que han estado

enfrentadas entre sí con las armas. Para vencer los obstáculos de falta de

comunicación se requiere la intervención de terceros que actúen como

mediadores; y para superar la falta de confianza hace falta que las partes

obtengan garantías mutuas del cumplimiento de los compromisos, por ejemplo

mediante la designación de un tercero como garante de los mismos.

Ahora bien, dentro del modelo anterior ¿a cuál de las estrategias descritas

correspondería el acuerdo de ambos jugadores de aceptar la regla de la mayoría

para la toma de decisiones obligatorias comunes? Aquí caben dos posibilidades.

La primera posibilidad es que, dadas las características de la sociedad en

cuestión, la aplicación de la regla de la mayoría conduzca, con toda

probabilidad, a que uno de los actores —digamos que el primero— resulte

ganador siempre o casi siempre, porque, dada la segmentación social existente,

está formado por una coalición de individuos que es mayoritaria y permanente.

63
Es evidente que en este caso el segundo actor no puede aceptar la regla de la

mayoría, pues esto significaría que aceptaría un gobierno exclusivo y

permanente del primer actor, lo cual, como antes vimos es, según su orden de

preferencias, el peor de todos los resultados posibles. Como quiera que en un

juego del tipo que estamos examinando, ninguno de los jugadores cuenta con

un poder de negociación superior al otro, la solución óptima para ambos actores

consistirá, probablemente, en aceptar alguna transacción o compromiso bajo la

forma de gobierno mixto (consensual, consociacional, etc.) no mayoritario.

La segunda posibilidad es que, dadas las circunstancias de la sociedad de la

que se trata, si se aplica la regla de la mayoría ambos actores tengan

aproximadamente iguales probabilidades de resultar ganadores, y

eventualmente de alternarse en el gobierno como resultado de las sucesivas

elecciones. Supongamos que además de darse esta circunstancia, la

constitución incluye normas que impiden a quien ocupa el gobierno

temporalmente que pueda utilizar el poder de que dispone para dañar

gravemente y en forma irreparable a los otros actores, o para destruir los

derechos u oportunidades de la oposición, perpetuándose en el ejercicio de ese

poder. Si se dan todas estas condiciones, la estrategia de ambos actores que

conduce a un resultado óptimo es la de renunciar a tratar de imponer

unilateralmente su voluntad sobre el otro, y comprometerse, en cambio, a

aceptar esa constitución, incluyendo la regla de la mayoría para la toma de

decisiones. El problema más grave consiste, como ya vimos, en que para ambos

jugadores esa estrategia no conduce a una solución estable, pues está

64
dominada por la otra estrategia (la que consiste en no renunciar a tratar de

imponer unilateralmente la propia voluntad), de modo que la tentación de no

cumplir con el compromiso asumido, ya sea porque el perdedor no acepta el

resultado que se produce cuando se aplica la regla de la mayoría; o ya sea

porque el ganador no cumple con la obligación constitucional de respetar los

derechos de la oposición o de los otros actores. puede ser irresistible. De modo

que, a menos que existan suficientes garantías de que ambos actores cumplirán

con ese compromiso, la solución óptima no será viable.

B. Modelo II

Existe otro tipo de situaciones en las que la dificultad para una solución

basada en la aceptación de un orden constitucional, consiste en la existencia de

varios puntos de equilibrio, que no son intercambiables ni equivalentes. Para

ilustrarlo utilizaré un modelo semejante al que hemos visto de analizar pero con

una importante variación, en lo que se refiere a las preferencias de los actores.

Vamos a suponer que las preferencias de ambos actores son ahora las

siguientes: cada actor prefiere, ante todo, que sea el otro actor quien renuncie al

uso de la violencia, pero no él, y de esta forma pone imponer unilateralmente su

voluntad mediante el uso de la fuerza. De no ser esto posible ambos preferirían

llegar a un acuerdo sobre unas reglas de juego comunes y un gobierno

encargado de aplicarlas. Pero si tampoco fuera posible, ambos o al me nos uno

de ellos estaría dispuesto a aceptar el gobierno del otro, con tal que asegurara la

paz y un mínimo de respeto a ciertos derechos. En último lugar, como la

situación más detestada por todos los actores, estaría la caracterizada por una

65
guerra civil endémica, en la que ninguno de los actores renuncia al uso de la

fuerza. En este caso, a diferencia de lo que ocurría en el modelo anterior,

estamos suponiendo que para ambos actores es preferible cualquier forma de

gobierno (incluso el gobierno exclusivo del otro) que garantice la paz a la guerra

civil o la anarquía.

En esta caso no existe una única estrategia que sea óptima para ambos

actores, con independencia de la decisión del otro actor. Los dos actores

prefieren no renunciar a imponer unilateralmente la propia voluntad mediante la

fuerza, si el otro renuncia a imponerla; pero prefieren renunciar a imponer la

propia voluntad mediante la fuerza, en caso de que el otro no renuncia a

imponerla, para garantizar la paz. Y nos encontramos con que existen dos

posibles puntos de equilibrio: los resultados que se producen cuando cualquiera

de los actores renuncia a imponer su voluntad unilateral, mientas que el otro no

renuncia a tal imposición.35 Pero ambos puntos de equilibrio no son equivalentes

ni intercambiables, de modo que son valorados en forma distinta por los dos

actores: cada uno de ellos prefiere, evidentemente, el punto de equilibrio en que

es el otro —y no él— quien renuncia a imponer unilateralmente su voluntad.

Quiero esto decir que si cada uno de los actores debe elegir simplemente una

estrategia que contiene un equilibrio, ambos elegirán la estrategia de no

renunciar, con lo cual el resultado que se producirá será el estado de naturaleza

35Son puntos de equilibrio porque, una vez en ellos, cualquier actor que trate de escapar

eligiendo una estrategia distinta, cuando el otro mantiene su estrategia, desmejorará


necesariamente los beneficios que recibe.

66
en que ambos continúan usando la fuerza, con el resultado que como vimos es

considerado como el peor por los dos jugadores.

Los problemas de información y comunicación adquieren una importancia

primordial en este tipo de situaciones. En primer lugar, para ambos jugadores es

de importancia primordial saber cuál es la estrategia que efectivamente se

propone seguir el otro actor. En segundo lugar, si uno de los jugadores logra

convencer al otro de que piensa seguir la estrategia consistente en no renunciar

al uso de la fuerza, lograría un triunfo pues al otro no le quedaría más remedio,

en tanto que actor racional, que renunciar al uso de la violencia (pues de no

hacerlo se produciría el resultado considerado peor, de acuerdo a su orden de

preferencias: aquél en que ninguno de los dos renuncia al uso de la fuerza). Una

aparente paradoja la constituye el hecho de que cuando un jugador pretende

adoptar la estrategia “no renunciar”, está, tanto en su interés como en el interés

de su oponente, que éste conozca tal decisión, y por tanto debe dársela a

conocer para que sea el otro el que renuncie al uso de la violencia. Pero es

igualmente evidente que también puede ser interesante para un jugador utilizar

el bluff, es decir, hacer creer al otro que en ningún caso está dispuesto a

renunciar al uso de la fuerza, aunque en real esté dispuesto a hacerlo, porque

de esta manera logra que el otro renuncie. Nos encontramos, así, con un

importante problema de credibilidad en el uso de las amenazas. En efecto, el

anuncio que un jugador hace a otro de que no piensa renunciar a la fuerza,

puede ser considerado como equivalente a una amenaza implícita: la amenaza

dirigida al otro de que si éste también elige la estrategia de no renunciar a la

67
fuerza, se seguirá necesariamente una confrontación catastrófica para ambos.

Pero el segundo jugador no necesita, necesariamente, ceder ante tal amenaza,

pues puede contraamenazar, anunciado, a su vez, que él, por su parte, tampoco

está dispuesto a renunciar al uso de la fuerza, invitando al otro a que sea él

quien renuncie. El problema central que se presenta en los dos casos, es el de

la credibilidad de la amenaza y de la contraamenaza, pues la ejecución de la

acción anunciada, cuando el otro actor no la cree, representa un daño no sólo

para el amenazado, sino también para el amenazante.

Ocurre entonces que en situaciones como las del Modelo II, las

negociaciones tendientes al eventual establecimiento de un gobierno

constitucional, están acompañadas de complejas maniobras tácticas basadas en

el uso de amenazas y contraamenazas, cuyo eventual éxito depende

fundamentalmente del poder de negociación de los actores y del grado de

credibilidad de tales amenazas. Si uno de los jugadores, gracias a una asimetría

en el sistema de comunicaciones recíprocas, pudiera trasmitir al otro un mensaje

en el sentido de que no renunciará al uso de la fuerza, sin que este último

pudiera replicar (por ejemplo interrumpiendo las comunicaciones), el primer

jugador habría triunfado. Lo mismo ocurriría si un jugador logra que su amenaza

de no renunciar se convierta en un ultimátum, mediante un compromiso

irrevocable de llevarla a cabo. Pero un juego simple de negociación, difiere de

un juego de ultimátum, pues ambos jugadores tienen iguales facilidades de

comunicación, de manera que ninguno de ellos puede unilateralmente decidir el

resultado, poniendo al otro ante un ultimátum frente al cual no tiene una efectiva

68
respuesta.36 Y si el ultimátum no es posible, la única eventual solución sería un

compromiso en torno a la situación en la que ambos renuncian a imponer su

voluntad unilateral mediante la fuerza, pero nada hay que garantice que éste

sea, efectivamente, el resultado final.

Al igual que vimos para el caso del Modelo I, esa solución de compromiso

puede ser interpretada de dos formas: o bien como la aceptación de la regla de

la mayoría por parte de ambos actores (lo cual será posible en aquellos casos

en que, al aplicar tal regla, ambos actores tengan oportunidades sensiblemente

iguales de resultar ganadores); o como la aceptación de alguna forma de

gobierno mixto (consensual, consociacional. etc.) no mayoritario (lo cual será lo

más probable en aquellos casos en que si se aplicase la regla de la mayoría, un

mismo actor resultará ganador siempre o casi siempre). En todo caso, la

constitución que en definitiva se adopte reflejará el poder de negociación

(incluyendo la capacidad de amenazar y dañar) de todos los actores. Si la

aplicación de la regla de la mayoría lleva a que ambos actores tengan iguales

probabilidades de resultar ganadores, la aceptación de tal regla puede ser

interpretada como el resultado de una transacción o compromiso entre esos

actores; si, por el contrario, la aplicación de la regla de la mayoría conduce a

que uno de ellos sea el permanente ganador, el aceptar la misma significaría

36 Un ultimátum es un juego de negociación en el que uno de los jugadores puede

comprometerse firmemente, de antemano, a que él no cederá, bajo ninguna condición, a


determinada demanda específica, pues en caso sufriría fuertes penalidades. Véase, sobre este
complejo e importante tema, Harsanyi (1977), especialmente pp. 186–189.

69
que este actor ha logrado imponer su poder de negociación. En este caso el

compromiso o transacción hubiera consistido en la instauración de alguna forma

de gobierno mixto o compartido

Es preciso tener en cuenta que no todo tipo de limitación al poder público, por

vía constitucional, tiene igual significado, pues es posible distinguir al menos tres

especies de ellas, de acuerdo a su finalidad.

Están, en primer lugar, las limitaciones a la acción del poder público que

están destinadas a evitar que el gobierno abuse de sus funciones y ponga fin a

la misma democracia. A esta categoría pertenecen, por ejemplo, el conjunto de

garantías destinadas a preservar los derechos de la oposición y la pureza de las

elecciones (como las señaladas por Dahl 1974: 12–13). Si bien algunas de ellas

pueden haber sido originalmente de inspiración liberal, resultan también

imprescindibles para instaurar o preservar un régimen democrático.

En segundo lugar están las limitaciones a la acción de gobierno que

responden a la necesidad de realizar y preservar valores típicamente liberales

(como, por ejemplo, el reconocimiento de la libertad de conciencia), distintos,

pero no necesariamente contrarios a los estrictamente democráticos.

Finalmente están ciertas limitaciones a la acción del gobierno destinadas a

preservar los intereses de grupos minoritarios poderosos, mediante el

reconocimiento de verdaderos privilegios (por ejemplo, conferirles un derecho de

veto o una participación privilegiada, de naturaleza corporativa, sobre

determinadas decisiones colectivas). En esta categoría pueden incluirse,

además de ciertas instituciones características de las llamadas “democracias

70
consociacionales” o “consensuales” (Lijphart 1977, 1987), otros casos de

naturaleza claramente oligárquica.

Resulta así que bajo el prestigio de la idea de gobierno constitucional o

gobierno limitado, se pueden cobijar valores no sólo democráticos y liberales,

sino también antidemocráticos.

En particular, cuando tienen lugar procesos de transición democrática, la

necesidad de dar a ciertos actores o sectores sociales poderosos pero

minoritarios, garantías de que no se verán perjudicados por la nueva situación,

lleva al establecimiento de limitaciones constitucionales que implican serias

restricciones a los gobiernos democráticos y que pueden llegar, incluso, a la

instauración de formas de gobierno o de Estado mixto, con soberanía

compartida.

12. Conclusiones sobre la crisis actual de la democracia

La democracia representativa, para algunos de sus más ilustres defensores,

fue inicialmente un intento de salvar el ideal del interés público en las

condiciones propias de la sociedad moderna. Es cierto que el ciudadano iba a

ser reducido a la condición de simple elector, pero todavía autores como

Tocqueville y J. S. Mill creían en las bondades de la participación política, y

condenaban que una actividad exclusivamente orientada por el interés privado

era indigna de la persona humana y destructora de la libertad. Y mantenían la

exigencia moral de que, al menos en cuanto votante, el ciudadano se debía

71
orientar por el interés público. Sin embargo, la “libertad de los modernos” basada

en el “bienestar particular” y en el espíritu del interés privado, se iba a imponer

sobre la “libertad de los antiguos”, basada en el espíritu público (Constant 1963).

La instauración de la democracia de masas y la creación de los partidos de

masas supusieron un cambio radical en la base de sustentación de la legitimidad

democrática. Ciertamente los intereses particulares siempre habían estado

presentes en la vida política, pero reducidos a los de pequeños grupos

oligárquicos y ocultos; pero ahora no sólo irrumpían en gran escala, sino que se

proclaman públicamente, pues los partidos de masas reconocen expresamente

que representan intereses de clase o sectoriales especiales. Así, los intereses

particulares y las facciones, que a lo largo de 25 siglos de desarrollo del

pensamiento político occidental habían sido considerados como el signo

inequívoco de la corrupción del Estado y del gobierno, pasan a ser legitimados y

aceptados como la base y fundamento mismo de la política. Pero si la política no

es ya la expresión de la voluntad general y la búsqueda del interés público, la

única forma en que se puede legitimar la democracia es a través de un cálculo

racional de sus utilidades, comparándolas con las de regímenes alternativos.

El que diversos actores sociales, con intereses heterogéneos y parcialmente

en conflicto, pudieran aceptar la democracia representativa, fue el resultado de

una negociación que concluyó en una transacción y compromiso cuyas

características varían de un país a otro, pero que, en general, tenían dos piezas

claves como fundamento: el Estado de bienestar keynesiano y su expresión

constitucional, el Estado social; y el desarrollo de los modernos partidos

72
políticos. Ya me he referido anteriormente al Estado social y quiero hacerlo

ahora a los partidos políticos.

Los partidos políticos de masas se vieron obligados, por la competencia por

los votos, a ampliar su oferta —que inicialmente había esta dirigida a sectores

sociales restringidos y determinados— a las más diversas clientelas electorales

y agregar intereses heterogéneos, así como a entrar en coaliciones y

compromisos que les permitiera el acceso al poder. La competencia electoral

entre partidos se convirtió en un mecanismo, que al igual que el mercado sirve

para proveer a los votantes y a los compradores, respectivamente, bienes

(principalmente públicos, en el primer caso; privados, en el segundo), y cuya

eficiencia puede ser analizada, como lo ha hecho Downs (1957), en forma

semejante a la eficiencia del mercado. Los partidos políticos se convierten en

verdaderas empresas políticas que compiten por los votos de los electores, y los

políticos profesionales en empresarios políticos que articulan intereses y reúnen

votos por su cuenta y riesgo, y a cambio de ello obtienen algún tipo de beneficio

(Rey 1989: 296–298). También cambia radicalmente el significado del voto, que

ya no es concebido como el ejercicio de una función pública, y a través del cual

se debe expresar la opinión del votante acerca del interés público, sino como un

derecho que se reconoce en interés particular del elector, de modo que éste no

sólo puede utilizarlo de acuerdo a su personal conveniencia, sino que también

es libre para no ejercerlo. Desde este punto de vista la abstención no tiene en sí

nada de reprobable; es más, en la medida en que el voto es considerado como

un acto meramente instrumental, a través del cual se trata de influir en el

73
resultado de la elección, surge la llamada “paradoja del votante”: dada la

bajísima probabilidad de que un ciudadano individual modifique mediante su

voto el resultado de las elecciones; dado, por otro lado, que los resultados de

una elección pueden ser considerados bienes públicos (en el sentido de que,

incluso las personas que no han votado, no pueden ser privadas de los

eventuales beneficios que de ella pueden derivarse); y dado, por último, que el

voto implica ciertos costos para el votante (pérdida de tiempo, molestias en la

cola, etc.), la decisión que debería tomar una elector racional es abstenerse, de

modo que el problema no está en el alto grado de abstención que registran

muchos países democráticos, pues lo que resulta paradójico, más bien, es el

grado relativamente alto de votantes.

En resumen, la democracia se reduce a un mecanismo, que a través de la

competencia electoral entre partidos, satisface las preferencias o demandas de

los electores. Ahora bien, con independencia de la aversión que a algunos

pueda producir esta imagen, lo cierto es que hasta hace poco esa era uno de los

argumentos centrales para la justificación de la democracia, y lo preocupante es

que incluso dicha visión se está desmoronando estrepitosamente en todo el

mundo. La más grave crisis que está actualmente planteada es la falta de

credibilidad de los mecanismos electorales como instrumentos capaces de

satisfacer las preferencias de los votantes, lo cual implica el cuestionamiento de

una de las pocas bases de legitimidad que le quedaban a la democracia

representativa. Están en crisis, también, los dos pilares básicos que sirvieron de

sustento e hicieron posible el mantenimiento de la democracia representativa en

74
la moderna sociedad de masas: se refiero a los partidos políticos y al Estado de

bienestar keynesiano. La arremetida contra el Estado de bienestar no es

exclusiva de los sectores neoliberales y conservadores, pues en ella también

participa la izquierda, que coincide en buena parte de sus argumentos con los

de aquéllos (por ejemplo: Offe 1984). Y el cuestionamiento de los partidos

políticos, que tradicionalmente había sido una actitud típicamente reaccionaria,

es compartido por los sectores radicales.

¿Qué es lo que queda, entonces, para justificar la democracia? Un politólogo

de gran prestigio, como Riker (1982), partiendo de ciertos resultados de la

moderna teoría de la elección social, llega a la conclusión de que es

técnicamente imposible y políticamente indeseable la concepción que ve en la

democracia un mecanismo para hacer que las políticas de los gobiernos

respondan a las preferencias de las mayorías, y concluye que la democracia

apenas proporciona un control limitado y negativo sobre el contenido de las

decisiones gubernamentales: la democracia hace posible —aunque no

garantiza— que un gobernante electo que durante su actuación ofenda o irrite a

un número suficientemente grande de electores, sea castigado por éstos y sufra

una derrota en las próximas elecciones, siendo desplazado del poder. Se trata

de un control mínimo y puramente negativo, dirigido a evitar los peligros de la

tiranía, y con el que —según Riker— debería bastar para justificar la

democracia. Las ideas de Riker son compartidas por los exponentes de las

ideas políticas llamadas neoliberales (en realidad, más bien neoconservadoras)

75
Pero si la democracia queda reducida a esto, debemos ser muy pesimistas

sobre su futuro, particularmente en América Latina, pues difícilmente podrá

contar con el apoyo popular que es una condición básica para su mantenimiento.

El pueblo no sólo ha estimado los valores asociados a la democracia

representativa, sino que ha visto en la misma un instrumento para la realización

de sus aspiraciones de libertad, justicia y bienestar, y su apoyo a ella se basa en

su confianza en el funcionamiento de sus mecanismos e instituciones como

medios para satisfacer esas aspiraciones. Esa confianza se convierte en lealtad,

que a corto y aun a mediano plazo permite amortiguar posibles fallas en la

satisfacción de las aspiraciones. Pero no se mantendrá si el funcionamiento de

la democracia defrauda sistemáticamente sus expectativas. Por tanto, debe

verse con preocupación al auge que ha adquirido en América Latina una

concepción sumamente restringida y puramente negativa de la democracia,

según la cual ésta sólo proporcionaría un conjunto de instituciones destinadas a

limitar el poder de los gobernantes; de modo que los mecanismos electorales no

serían un medio para que los votantes pudieran influir positivamente sobre el

contenido de las decisiones gubernamentales, sino un recurso para evitar que el

gobierno que convierta en tiránico. Cuando eso ocurre, no debe extrañarnos que

se agote el crédito que hasta entonces el pueblo concedió al sistema y que la

acumulación de frustraciones de lugar, no ya simplemente a una derrota

electoral del gobierno de turno, sino a un rechazo de la democracia y a su

colapso.

76
También hay razones para ser pesimistas sobre el futuro del

constitucionalismo. En la medida en que la constitución deja de ser un medio

para garantizar la expresión de los valores políticos propios de la democracia y

del liberalismo político, y se reduce a ser un instrumento para garantizar los

privilegios de grupos minoritarios poderosos, desaparece todo compromiso

normativo con respeto a ella; y si, además, falta el consenso entre los principales

grupos o actores políticos y sociales acerca de las reglas básicas del juego

político, podemos hablar de una falta o ausencia de una constitución real

(aunque pueda existir una constitución de papel), de modo que el orden político

es el resultado de una constante interacción estratégica entre los distintos

factores de poder y de los eventuales equilibrios precarios e inestables a los que

esa interacción pueda llegar.

77
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