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om Virgin Wve Bakaly combate; tackr noe ea La sefora Dalloway en Bond Street La sefiora Dalloway dijo que irfa ella misma a comprar los guantes. El Big Ben daba las campanadas cuando salié a la calle. Eran las once y la hora atin sin estrenar parecia fresca, como destinada a un grupo de nifios en una playa. Pero habfa algo solemne en el ritmo deliberado de las campana. das; algo incitante en el murmullo de las ruedas y el arras- war de los pasos. Sin duda, no todos estaban Ilamados a hacer diligencias felices. Cabe decir mucho mas sobre nosotros que el sim- ple hecho de que caminemos por las calles de Westmins. ter. Y el mismo Big Ben no seria mas que un monton de varillas de acero corroidas por el dxido, si no fuese por los cuidados del Ministerio de Obras Puiblicas. Sdlo para la se- fora Dalloway era completo el momento; para ella junio era puro. Una infancia feliz... y no fueron solo las hijas de Justin Parry quienes lo consideraron un buen hombre (aunque débil en los tribunales); flores al atardecer, el bu- mo ascendiendo; el graznido de los grajos cada vez més al- to, cayendo, cayendo por el aire de octubre... no hay nada que pueda ocupar el lugar de Ja infancia. Una hoja de menta la trae de nuevo, o una taza con el borde azul. Titulo original: «Mrs Dalloway in Bond Streets. Relato pul Dial en julio de 1923 y posteriormente en MDP. Damos el eexto Pobres infelices, suspir6, y siguié adelante. ;Vaya, en las mismas narices del caballo, demonio de criol, y alli queda, en la acera, con la mano extendida, mientras Jimmy Da- wes se rela burlonamente desde el otro lado. Una mujer encantadora, elegante, vehemente, cuyos cabellos blancos contrastaban de un’ mode extrafio con sus mejillas sonrosadas, asi es como la veia Scope Purvis, Caballero de la Orden del Bafio, mientras apretaba el pa. so hacia su despacho. Se detuvo un momento a la espera de que pasase la camioneta de Durtnall. El Big Ben dio la décima campanada; dio la undécima. Los circulos de plomo se disolvian en el aire. El orgullo la mantenia er- guida, heredando un legado, transmitiéndolo, familiariza- da con la disciplina y el sufrimiento. Cudnto sufria la gente, cuanto sufria, se dijo, recordando a la sefiora Fox croft en la Embajada la noche anterior, cubierta de joyas, con el corazén destrozado porque aquel agradable mu. chacho habia muerto y ahora Ia vieja Manor House (la camioneta de Durtnall pasd) pasaria a un primo suyo. —iBuenos dias tenga usted! —dijo Hugh Whitbread, qui tindose el sombrero con gesto teatral junto a la tienda de porcelanas, pues se conocian desde nifios—. gAdénde vas? —Me encanta pasear por Londres —dijo la sefiora Dalloway—. Es mucho mejor que pasear por el campo. —Nosotros acabamos de llegar —dijo Hugh Whit bread—. Por desgracia, de médicos. —2Milly? —dijo la sefiora Dalloway, compadeciéndo- se al punto. —Esta pachucha —dijo Hugh Whitbread—. Ya sabes, eso. Dick esta bien? —(Estupendamente! —dijo Clarissa. Claro, pensé, siguiendo su camino, Milly es mas o me- nos de mi edad... cincuenta... cincuenta y dos. De modo que probablemente se trataba de 30, el modo en que lo habia dicho Hugh no dejaba lugar a dudas... el viejo Hugh, pens6 la sefiora Dalloway, recordando con agrado, con gratitud, con emocidn, lo timido, como un hermano —una preferiria morir antes que hablarle a su herma- no—, que habia sido siempre Hugh, cuando Ilegaba de 216 no podia Oxford, y tal vez uno de los dos (maldita se : Srontar caballo, eCémo entonces iban a ocupar escatios las mujeres en el Parlamento? Ei oan de a seo Bey Beker gue a por hi con un pablo a tras qucdarse sin pelo al caer en tn pozo de ca ss fag a"Clarhaa fecverda unos wersos el Cimbeline, IV, ti, de ‘William Shakespeare. 219

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