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HISTORIA DE LA HUMANIDAD.

Los primeros artistas


La mayor innovación en la historia de la humanidad no fueron ni las herramientas de piedra ni las espadas de
hierro, sino la invención de la expresión simbólica por parte de los primeros artistas.

Los primeros artistas.

39.000 años atrás. Foto: Stephen Álvarez. Fuentes: Museo de Altamira, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Unos científicos toman muestras del techo policromado de la cueva de Altamira, decorado con animales pintados
hace entre 19.000 y 15.000 años. Los símbolos abstractos del techo suman al menos otros 20.000 años de
antigüedad.
Los primeros artistas
35.000 años atrás. Foto: Hilde Jensen, Universidad de Tubinga, Alemania. 6 centímetros de alto
Hallada en 2008, la Venus de la cueva de Hohle Fels, en Alemania, es la primera representación indiscutida de un ser
humano de la que se tiene noticia. El aro que corona el torso sugiere que la talla era un colgante.
Los primeros artistas
25.000 años atrás. Foto: Sisse Brimberg, National Geographic Creative, en el Museo de las Antigüedades
Nacionales, Francia
Foto: Sisse Brimberg, National Geographic Creative, en el Museo de las Antigüedades Nacionales, Francia

Tallada con delicadeza en colmillo de mamut, la Venus de Brassempouy se descubrió en el sudoeste de


Francia en 1894. Sea una dama o un joven, se cuenta entre las representaciones de un rostro humano
más antiguas.
3,65 centímetros de alto.
Los primeros artistas
100.000 años atrás. Foto: Stephen Álvarez
Cerca del extremo sur de África, la cueva de Blombos contenía algunas de las primeras pruebas de
expresión simbólica, como cuentas de conchas, ocres grabados y utillaje para tratar el ocre, de hace
100.000 años.
Los primeros artistas
Pistas sobre el pasado. Foto: Stephen Álvarez
Christopher Henshilwood, titular de una beca de National Geographic, excava con su equipo en busca de
pistas sobre el origen de la conducta humana moderna en el abrigo de Klipdrift, Sudáfrica, donde, al igual
que en la cueva de Blombos, se han descubierto obras de arte prehistóricas. Grupos de humanos
modernos se movían por la región hace ya 165.000 años.
Los primeros artistas
Pistas sobre el pasado. Foto: Stephen Álvarez
Un bloque de ocre rojo descubierto en la cueva de Blombos en el año 2000 presenta un diseño
geométrico grabado por una mano humana hace 75.000 años.

Los primeros artistas


Pistas sobre el pasado. Foto: Stephen Alvarez
Henshilwood sostiene un lápiz de ocre rojo hallado en 2013 en el cercano abrigo de Klipdrift.
«Aquí empezó todo», dice el arqueólogo.
Los primeros artistas
Pistas sobre el pasado. Foto: Stephen Álvarez
Además de restos de ocre, el abrigo de Klipdrift ha producido más de un centenar de piezas de cáscara de huevo de
avestruz grabadas de entre 65.000 y 59.000 años de antigüedad.

Los primeros artistas Foto: Stephen Álvarez


Una joven himba tiñe con ocre el cabello de otra mujer a la orilla de un río en el noroeste de Namibia. Apreciado
por su cálido tono rojizo, el ocre se sigue utilizando hoy como adorno corporal, al igual que hicieron los primeros
humanos.
Los primeros artistas
36.000 años atrás. Foto: Stephen Álvarez
Descubiertos en 1994, el Friso de los Caballos y las demás obras maestras de la cueva de Chauvet-Pont-
d’Arc constituyen un «testimonio extraordinario de los primeros pasos del hombre en la aventura artística»,
en palabras de la ministra de Cultura de Francia Fleur Pellerin.

Los primeros artistas. Foto: Stephen Álvarez. Fuentes: Consejería de Educación, Cultura y Deporte del
Gobierno de Cantabria

Los artistas del paleolítico superior plasmaban a veces sus obras en recintos estrechos, como este hueco,
no más grande que un armario pequeño, de la cueva de Las Chimeneas, parte del complejo de cuevas de
Monte Castillo, en Cantabria. Marcos García Díez, profesor de la Universidad del País Vasco, centra sus
investigaciones en este tipo de «arte privado».
Foto: Stephen Álvarez. Fuentes: Consejería de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Cantabria
Los primeros artistas. Foto: Stephen Álvarez. Fuentes: Consejería de Educación, Cultura y Deporte del
Gobierno de Cantabria

Ayudados por Gustavo Sanz Palomera (izquierda), los investigadores Dirk Hoffmann y Alistair Pike
recogen muestras en una estrecha galería de la cueva del Arco B, en Cantabria. El arte que decora este
techo –un ciervo, una cabra y varios símbolos rectangulares– obviamente no fue creado para mostrarlo al
público.
Foto: Stephen Álvarez. Fuentes: Consejería de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Cantabria.

Los primeros artistas. Foto: Stephen Álvarez


En su estudio de Toulouse, Francia, el artista Gilles Tosello pinta una reproducción exacta del Gran Friso de la cueva
de Chauvet. El panel se instalará en una réplica completa de Chauvet que se está construyendo cerca de la cueva,
cuya inauguración está prevista para la primavera de 2015.
ABAJO.

Los primeros artistas. Foto: Pedro Saura


La cueva de La Pasiega, en el complejo de Monte Castillo, es una enorme galería que alberga una de las
muestras más importantes del arte paleolítico de Cantabria. Además de pinturas figurativas, abundan los
signos ideomorfos (en la imagen, claviformes), cuyo enigmático significado tal vez esté asociado al
carácter que la cueva pudo tener como santuario.
Los primeros artistas
Es como si nos adentrásemos en la garganta de un animal gigantesco. La pasarela de metal por la que avanzamos
es como una lengua que asciende suavemente y se interna en la oscuridad. El techo desciende, y en algunos puntos
las paredes de la cueva se juntan hasta rozarme los hombros. Después, los flancos de roca caliza se separan y
entramos en el vientre de una amplia cámara. En ella aguardan los leones de las cavernas.
Y los rinocerontes lanudos, mamuts y bisontes, una colección de fieras antediluvianas que corren en estampida,
luchan, acechan en silencio sepulcral. Fuera de la cueva, donde ha quedado el mundo real, ya no existen. Pero este
no es el mundo real. Aquí los animales siguen vivos en las sombras y hendiduras de los muros.
Hace aproximadamente 36.000 años, un habitante de una época radicalmente diferente a la nuestra accedió por la
entrada original de esta cueva hasta la cámara en la que nos hallamos y, a la luz trémula del fuego, empezó a
dibujar en sus paredes desnudas: perfiles de leones de las cavernas, manadas de rinocerontes y mamuts, un
magnífico bisonte a la derecha, y una criatura quimérica –mitad bisonte, mitad mujer– en la que transformó un
inmenso cono de roca saliente. Otras cámaras albergan caballos, íbices y uros; un búho materializado con barro por
un único dedo deslizado magistralmente sobre una pared; un inmenso bisonte formado con impresiones de manos
empapadas en ocre; osos de las cavernas deambulando sin urgencia, como si buscaran un lugar donde echarse una
larga siesta invernal. Muchas veces las obras están dibujadas con una sola y perfecta línea continua.
En total los artistas plasmaron 442 animales en el transcurso de quizá miles de años, usando como lienzo de su obra
36.000 metros cuadrados de superficie cavernaria. Algunos animales aparecen solos, incluso escondidos, pero la
mayoría se congrega en grandes mosaicos como el que contemplo ahora, en las entrañas más profundas de esta
gruta.
Oculta durante 22.000 años a causa de un desprendimiento de rocas, la cueva salió a la luz en diciembre de 1994
cuando tres espeleólogos –Eliette Brunel, Christian Hillaire y Jean-Marie Chauvet– se introdujeron por la angosta
grieta de un precipicio y fueron a dar a su oscuro vestíbulo. Desde entonces, lo que hoy se conoce como la cueva de
Chauvet-Pont-d’Arc ha sido objeto prioritario de protección por parte del Ministerio de Cultura francés. Nos
encontramos entre los contados afortunados a quienes se ha permitido recrear el viaje que en tiempos inmemoriales
hicieron aquellos artistas. Comparadas con estas pinturas, las pirámides de Egipto son monumentos modernos, y sin
embargo se diría que cada trazo de carboncillo, cada mancha de ocre se pintó ayer mismo. Su belleza trastoca la
noción del tiempo del espectador. Estás anclado en el presente, contemplando tranquilamente las pinturas, y de
repente te embarga la sensación de que todo el arte posterior –toda la civilización– todavía no ha existido.
¿Cómo se alcanzó este logro humano, esta obra de arte increíblemente sofisticada, hace tanto tiempo, y
aparentemente partiendo de la nada? Hasta hace poco se pensaba que las pinturas de las célebres cuevas del
paleolítico superior del sur de Europa, como Altamira, Lascaux y Chauvet, eran la expresión de una clase de humano
superior –nosotros– que al llegar al continente había desterrado a los neandertales, toscos y carentes de capacidad
artística, que desde hacía cientos de miles de años moraban y evolucionaban en la región.
Pero resulta que la historia es mucho más compleja, y bastante más interesante. Comienza, como tantas otras, en
África.
Christopher Henshilwood yergue sus casi dos metros de estatura, se sacude la tierra de las manos y pierde la
mirada en el océano Índico. Está en el extremo más meridional de África y, excepción hecha de las inmensas rocas
contra las que bate el mar unos 25 metros más abajo, entre las botas del arqueólogo y la Antártida solo median
2.400 kilómetros de oleaje y espuma.
«No ha sido un mal día», dice, con una voz de barítono y fuerte acento afrikáans.
Cierto, la jornada no ha estado nada mal. Henshilwood, de la Universidad del Witwatersrand (Sudáfrica) y la
Universidad de Bergen (Noruega), y sus colegas han dedicado toda la mañana a excavar en un yacimiento conocido
como el abrigo de Klipdrift. Su labor se ha saldado con algunas herramientas líticas y otros hallazgos: más material
para la creciente colección de pruebas que delatan la presencia intermitente de seres humanos modernos en estas
colinas y sus abrigos rocosos durante más de 165.000 años. Aun así, Henshilwood ha tenido días mejores. Algunos
de sus descubrimientos más memorables salieron de la cueva de Blombos, 45 kilómetros al este de Klipdrift, cerca
de una zona donde solía jugar cuando era niño. Corría el año 2000 y su equipo exhumó un pequeño bloque de ocre
rojo, algo menor que un teléfono móvil, con motivos grabados. El ocre, abundante en esta parte de África, se ha
usado durante milenios con los fines más diversos, desde pintarse el cuerpo hasta conservar alimentos. Pero aquel
fragmento era distinto: hace unos 75.000 años, una mente despierta había grabado en él con sumo cuidado una
greca de líneas paralelas entrecruzadas que forman triángulos superpuestos.
Se ignora el significado de tales marcas, que en el ínterin se han localizado en otras 13 piezas de ocre. ¿Son una
firma? ¿Cálculos matemáticos? ¿Una primitiva lista de la compra? Fuera cual fuese su enigmático objetivo, lo cierto
es que eran 35.000 años más antiguas que todas las demás pruebas indiscutidas de un comportamiento simbólico
conocidas hasta entonces.
El hallazgo llegó cargado de polémica. Algunos científicos veían en él un pedrusco con garabatos sin más
coherencia. «Hubo quien dijo que las marcas no significaban nada», recuerda Henshilwood. Con el tiempo, no
obstante, otros lo consideraron un descubrimiento revolucionario.
Pronto empezaron a aparecer más piezas de naturaleza simbólica y carácter ornamental. El equipo de Henshilwood
descubrió conchas de un pequeño caracol de mar del género Nassarius que tenían unos 75.000 años de antigüedad
y estaban perforadas, con indicios de haber formado parte de una sarta. Aparecieron piezas todavía más antiguas.
En la cueva de Las Palomas, un yacimiento de Taforalt, en Marruecos, se descubrieron cuentas de Nassarius a las
que las dataciones atribuyen 82.000 años de antigüedad. En la otra punta del Mediterráneo, en dos cuevas israelíes,
Qafzeh y Skhul, se hallaron cuentas similares de 92.000 años y algunas de al menos 100.000. Volviendo a
Sudáfrica, un equipo dirigido por Pierre-Jean Texier, de la Universidad de Burdeos, informó en 2010 del hallazgo de
unas cáscaras de huevo de avestruz con motivos grabados, de 60.000 años de antigüedad, en el abrigo rocoso de
Diepkloof, al norte de Ciudad de El Cabo. Entre tanto, las excavaciones en Blombos seguían ofreciendo tesoros:
herramientas de hueso finamente talladas y decoradas, y pruebas de que hace nada menos que 100.000 años los
habitantes de las cavernas ya llevaban a cabo una pulverización metódica del ocre y lo mezclaban con otros
ingredientes para obtener una pasta. Almacenado en conchas de oreja de mar –los recipientes más antiguos que se
conocen–, el ocre quizá se usase para colorear el cuerpo, el rostro, las herramientas o la ropa. En 2009 Henshilwood
anunció el descubrimiento de más ocres y piedras grabadas con retículas deliberadas, también de hasta 100.000
años de antigüedad.
Comparadas con la arrebatadora belleza del arte plasmado en la cueva de Chauvet 65.000 años más tarde, estas
piezas parecen rudimentarias. Sin embargo, crear una forma sencilla que represente algo más –un símbolo, ideado
por un intelecto y que puede ser compartido por otros– es de por sí un gran logro de la creación humana. Incluso en
mayor grado que el arte rupestre, estas primeras expresiones concretas de la consciencia representan un salto
desde nuestro pasado animal hacia lo que somos hoy, una especie que nada en un universo de símbolos, desde las
señales que nos guían por la carretera hasta la alianza de boda o los iconos del iPhone.
Estas primeras erupciones de simbolismo surgidas en África y Oriente Próximo entrañan otra revelación: que llegan
y se van. Las cuentas, la pintura, las marcas grabadas en ocre y en huevos de avestruz: en todos los casos son
piezas que aparecen en el registro arqueológico, persisten en una zona reducida durante unos pocos milenios y
luego desaparecen. Lo mismo ocurre con las innovaciones tecnológicas. En sedimentos de la República
Democrática del Congo se han hallado puntas de arpón fabricadas con hueso de unos 80.000 años de antigüedad,
cuando en ningún otro yacimiento tienen más de 45.000 años. En Sudáfrica surgen dos tradiciones de industria lítica
y ósea relativamente complejas: la de Still Bay, de hace 75.000 años, y la de Howieson’s Poort, de hace 65.000. Sin
embargo, la segunda solo duró 6.000 años, y la primera, 4.000. En ningún lugar se ha identificado una tradición que
se propagase en el espacio y en el tiempo, ganando en riqueza y diversidad, anterior a hace algo más de 40.000
años, cuando el arte empieza a surgir con más frecuencia a lo largo y ancho de África, Eurasia y Australasia. En
puntos situados tan al este como es la isla indonesia de Sulawesi (Célebes) se han localizado huellas de manos en
negativo –antes consideradas como una invención del paleolítico superior europeo– a las que recientes dataciones
atribuyen casi 40.000 años de antigüedad.
Parece improbable, en consecuencia, que nuestros antepasados africanos obtuviesen gracias a algún tipo de
«activación» genética la capacidad de acceder a un nivel de cognición nuevo y superior que, por la vía evolutiva,
modificase permanentemente la conducta humana.
En tal caso, ¿cómo explicamos estos brotes de creatividad aparentemente esporádicos? Una hipótesis los atribuye
ya no a un nuevo tipo de humano, sino a mayores densidades de población; los picos de crecimiento demográfico
propiciarían el contacto entre grupos, lo que a su vez aceleraría la transmisión de ideas innovadoras de un intelecto
a otro, con lo cual surgiría una suerte de cerebro colectivo. Los símbolos habrían ayudado a consolidarlo. Cuando las
poblaciones volvían a decrecer por debajo de una masa crítica, los grupos se aislaban y las ideas nuevas no tenían
adónde propagarse. Aquellas innovaciones que hubiesen arraigado se marchitaban y se perdían para siempre.
Son teorías de difícil demostración; el pasado guarda bien sus secretos. Pero los análisis genéticos de las
poblaciones actuales sí apuntan a que hace 100.000 años se produjo en África un brusco crecimiento demográfico.
Un estudio de 2009 firmado por Adam Powell, Stephen Shennan y Mark G. Thomas, del University College de
Londres, también ofrece cierto apoyo estadístico a la tesis de que una población más nutrida se asocia con la
capacidad de innovar. Y las investigaciones de Joseph Heinrich, actualmente en la Universidad de la Columbia
Británica, sugieren que el decrecimiento de una población se traduce en dificultades añadidas a la hora de afianzar
sus innovaciones. Los habitantes de la isla de Tasmania fabricaron utensilios de hueso, ropa de abrigo y pertrechos
de pesca durante 15.000 años, pero hace unos 3.000 todos esos avances desaparecieron del registro arqueológico.
Heinrich argumenta que, cuando hace entre 12.000 y 10.000 años el nivel del mar ascendió y Tasmania quedó
aislada del resto del mundo, la población indígena –que quizá rondase los 4.000 individuos– resultó ser insuficiente
para mantener vivas las tradiciones culturales.
Que el registro arqueológico africano se desdibuje durante 150 siglos sigue siendo un misterio. Tal vez una plaga,
una catástrofe natural o un cambio climático brusco provocase desplomes demográficos. Francesco d’Errico,
arqueólogo de la Universidad de Burdeos, señala que aunque unas condiciones aciagas podrían conllevar la
aniquilación de ciertas culturas, es posible que para otras fuese un acicate para progresar. No existe una fórmula fija.
«Cada región del planeta produjo culturas con diversas trayectorias –dice d’Errico–. En determinadas circunstancias,
una situación de caos transitorio podría barrer una cultura en una zona dada, mientras que en otra área la población
podría sacar partido del desafío.» Lo compara con una receta de cocina. «Aunque se usen los mismos ingredientes,
el resultado no tiene porqué ser necesariamente el mismo.»
«Voy a enseñarle algo.» Nicholas Conard mira hacia atrás y acto seguido gira con minuciosidad la rueda de la
gigantesca caja fuerte de su despacho, situado en un castillo alemán del siglo XVI que pertenece a la Universidad de
Tubinga. Acto seguido extrae cuatro cajitas de pino y las deposita con el máximo cuidado posible sobre la mesa a la
que estoy sentado. Cada una de ellas contiene una talla diminuta: un caballo, un mamut, un bisonte y un león. Todas
proceden de una cueva alemana llamada Vogelherd. Y todas poseen una elegancia, una belleza y un carácter lúdico
que ambicionaría conseguir cualquier artista contemporáneo. Sin embargo tienen 40.000 años de antigüedad:
salieron de las manos del artista 4.000 años antes que las obras maestras de Chauvet.
«Son asombrosas –exclama Conard, director científico de prehistoria de esta universidad–. Cada pieza es diferente.
Pero al mirarlas, salta a la vista que conforman un todo coherente.»
Los humanos que crearon estos objetos formaban parte de una población que hace unos 60.000 años abandonó
África, su tierra de origen, siguiendo una ruta que cruzaba Oriente Próximo y la actual Turquía, a lo largo de la orilla
occidental del mar Negro y remontando el valle del Danubio. Hasta donde sabemos, en ningún punto de ese viaje
dejaron signos de una inclinación artística, ni siquiera un fragmento de ocre grabado. Pero en cuanto se asentaron
hace unos 43.000 años en los valles del Lone y del Ach, en lo que hoy es el sur de Alemania, se entregaron de
pronto a la creación: ya no hablamos de toscos grabados sino de figurillas de animales talladas con total realismo en
colmillo de mamut.
La mayoría de estas piezas proceden de cuatro cuevas: Hohle Fels y Geissenklösterle, en el valle del Ach, y
Hohlenstein-Stadel y Vogelherd, en el del Lone. Las cuevas, poco más que simples oquedades en la roca,
probablemente pasarán desapercibidas a cualquiera que circule por las serpenteantes carreteras rurales que hoy
recorren las montañas del sudoeste de Alemania. El actual paisaje de los valles del Lone y del Ach, verde y fértil, era
hace 40.000 años, en los albores del período auriñaciense, una estepa gélida por la que vagaban manadas de
caballos, renos y mamuts. A pesar de las condiciones inclementes del lugar, la riqueza de los yacimientos
arqueológicos apunta que hubo un crecimiento demográfico durante el auriñaciense, un crecimiento que podría
explicar en parte la explosión de creatividad que a todas luces se produjo allí y entonces, no muy diferente de las
observadas en África en épocas anteriores. Es posible que las dificultades a las que se enfrentaron aquellos colonos
europeos, razona Conard, los indujeran a compartir costumbres que se transmitían de grupo en grupo y de
generación en generación. En tiempos difíciles, una herramienta o una talla preciosa podría haber allanado el
camino hacia un matrimonio, intercambio comercial y alianza intertribales, contribuyendo así a la divulgación de
nuevas técnicas de caza, habitación y vestido.
El equipo de Conard desenterró hace poco en Hohle Fels una serie de piezas con un mensaje sexual explícito. Una
de ellas, descubierta en 2008, es una talla femenina con unas mamas y unos genitales exagerados (página 4). De al
menos 35.000 años de antigüedad, la Venus de Hohle Fels es la figura más antigua descubierta hasta la fecha que
indiscutiblemente representa un ser humano. (Otras dos figurillas muy anteriores, procedentes de Marruecos y de lo
que hoy es Israel, podrían ser rocas naturales cuya forma recuerda vagamente a la anatomía humana.)
Anteriormente el equipo ya había localizado una vara pulida de limolita, de unos 20 centímetros de largo y 3 de
diámetro, con un anillo grabado en un extremo, probablemente un símbolo fálico. Aproximadamente a un metro de la
Venus, el equipo de Conard desenterró una flauta tallada en un hueso hueco de buitre leonado, y en la cueva de
Geissenklösterle localizó otras tres flautas, una de marfil y las otras dos fabricadas con un húmero de cisne: son los
instrumentos musicales más antiguos que se conocen.
De todos los hallazgos hechos en Alemania correspondientes a este período, ninguno es más fascinante que
el Löwenmensch (hombre-león) de la cueva de Hohlenstein-Stadel, una escultura fantástica que ronda los 40.000
años de antigüedad. Los fragmentos del Löwenmensch original –unos 200– fueron descubiertos en 1939, en
vísperas de la Segunda Guerra Mundial, por Robert Wetzel, catedrático de anatomía de la Universidad de Tubinga, y
un geólogo llamado Otto Völzing. Wetzel esperaba poder trabajar en aquellos pedazos de colmillo de mamut cuando
acabase la guerra, pero los fragmentos pasaron 30 años guardados en una caja, hasta que en 1969 el arqueólogo
Joachim Hahn los rescató y acometió su recomposición como si de un rompecabezas tridimensional se tratase.
Cuando lo hubo completado, una obra de arte extraordinaria cobró vida entre sus manos. Con 29,6 centímetros de
altura, el Löwenmensch es un gigante al lado de las tallas descubiertas hasta ahora en los valles de Alemania. Pero
lo que lo hace más interesante, dice Claus-Joachim Kind, arqueólogo de la Consejería Estatal de Patrimonio Cultural
de Baden-Württemberg, es que representa por primera vez una criatura de naturaleza completamente imaginaria,
parte hombre y parte león. Su creación exigió no solo una inventiva excepcional, sino también una extraordinaria
habilidad técnica y una enorme cantidad de tiempo (se calcula que unas 400 horas de trabajo).
Al contemplar la figura sientes su fuerza, su poder, la fusión sin costuras ni interrupciones de un humano majestuoso
y un fiero animal. ¿Expresa la escultura el deseo de conferir a un humano el poder del león? ¿O representa quizá la
capacidad especial de un chamán para moverse en el mundo espiritual de los hombres y de los animales
simultáneamente? Hohlenstein-
Stadel es la única cueva de la región en que los arqueólogos no han localizado utensilios cotidianos, huesos ni
desechos. Además, tiene más profundidad que las otras. No es difícil imaginar que en sus entrañas los primeros
cazadores veneraban al hombre-león, y tampoco lo es concebir la cueva de Hohlenstein-Stadel como un prototemplo
de la religión prehistórica. Era «un lugar sagrado», afirma Kind.
Conard cree que aquellos humanos poseían un intelecto tan moderno como el nuestro y que, como nosotros,
buscaban en la liturgia y la mitología la respuesta a los misterios de la vida, especialmente al enfrentarse a un
mundo incierto. ¿Quién gobierna la migración de los animales, hace que los árboles crezcan, da forma a la luna,
enciende las estrellas? ¿Por qué tenemos que morir, y adónde vamos después? «Querían respuestas –dice–, pero
carecían de explicaciones de base científica para entender el mundo que los rodeaba.»
Poco después de la llegada a Europa de los humanos modernos, los neandertales empezaron a extinguirse.
Aquellos moradores originales del continente habían surgido en Eurasia unos 200.000 años antes. Apenas nos han
legado pruebas de un comportamiento simbólico, pero la concepción tradicional del neandertal como un ser tosco sin
capacidad de abstracción ha ido cayendo por su propio peso. Al no haber alcanzado nunca las densidades de
población que quizá propiciaron la aparición del pensamiento simbólico en África, es posible que los neandertales no
tuviesen demasiada necesidad de manejarlo, o que lo manifestasen de algún modo que todavía no comprendemos.
El debate sobre la capacidad de los neandertales para alcanzar los estándares de sus sucesores se centró durante
décadas en un yacimiento francés conocido como la Grotte du Renne, una cueva en la que se hallaron objetos en
principio asociados a los humanos modernos del paleolítico superior –industria ósea, inconfundibles hojas líticas,
dientes de animales perforados y estriados que seguramente se portaban como colgantes– junto a restos
neandertales. Algunos investigadores razonaban que, aunque los neandertales pudieron ser los autores de aquella
tradición industrial (el châtelperroniense), seguían siendo una especie solo capaz de imitar la refinada artesanía de
sus nuevos vecinos los humanos modernos, no de inventar por sí mismos.
Cuanto más sabemos acerca de los neandertales –entre otras cosas, que podían cruzarse con nuestros
antepasados directos–, más difícil resulta explicar el châtelperroniense como la obra de unos meros imitadores. Las
pruebas del comportamiento simbólico neandertal tal vez no abunden fuera de la cueva de Renne, pero existen.
Algunos expertos sostienen que determinados esqueletos de neandertal hallados en Francia y en Iraq fueron
inhumados deliberadamente. Recientemente se han hallado marcas de cortes en huesos de alas de ave que
apuntarían a que los neandertales usaban plumas a modo de adorno hace ya 50.000 años, y un diseño entrecruzado
grabado hace como mínimo 39.000 años en la roca de una cueva neandertal de Gibraltar sugiere que poseían un
pensamiento abstracto. Un solitario disco rojo pintado en un muro de la cueva de El Castillo, en Cantabria, ha sido
datado hace poco en unos 41.000 años, una fecha intrigantemente cercana a la época en que, por lo que sabemos
hasta ahora, los neandertales eran los únicos moradores de la Europa occidental. Quizás ellos, y no nosotros, fueron
los primeros artistas de las cavernas.
Pero la mayoría de las pinturas rupestres de las cuevas del norte de España y del sur de Francia son posteriores a la
desaparición de los neandertales. ¿Por qué allí? ¿Por qué entonces? Las propias cuevas constituyen de por sí una
pista: son más profundas y extensas que las de los valles alemanes del Ach y del Lone y que los abrigos rocosos de
África. La cueva asturiana de Tito Bustillo mide por lo menos 700 metros desde la entrada hasta el final. El Castillo y
otras cuevas del monte homónimo de Cantabria describen curvas, giros y descensos como si fuese un gigantesco
sacacorchos que penetra en la tierra. También las francesas Lascaux, Renne y Chauvet horadan la roca a gran
profundidad, con múltiples ramales y cámaras catedralicias.
Es posible que la explosión de creatividad que contemplamos en las paredes de estas galerías se inspirase hasta
cierto punto en la profundidad y oscuridad del entorno, o mejor dicho, en el juego de luces y sombras. Iluminados por
la luz palpitante de una fogata o de una lámpara de piedra cargada de grasa animal, como las halladas en Lascaux,
las prominencias y grietas de los muros de roca podrían sugerir formas de la naturaleza, como las nubes a los ojos
de un niño con imaginación. En la cueva de Altamira los pintores de los famosos bisontes incorporaron los
abultamientos y hendiduras de la roca para aportar realismo y dimensión a las figuras. En el Friso de los Caballos de
Chauvet las cuatro cabezas equinas están dibujadas sobre las sutiles curvas y pliegues de una pared de roca
inclinada, de modo que la propia superficie acentúa el morro y la testuz de los animales. Su apariencia varía según la
perspectiva: desde un punto se ven de perfil, pero si te desplazas ligeramente, el morro y el cuello parecen tensarse,
como si los caballos huyesen del espectador. Los leones de las cavernas pintados en otra sala parecen surgir de
una grieta de la roca, de tal modo que se resalta la curvatura del lomo y los hombros de uno de ellos, representado
en actitud de acechar una presa invisible. En palabras de nuestro guía, es como si algunos animales ya estuviesen
presentes en la roca, aguardando a ser revelados por el carboncillo y la pintura del artista.
En su libro La Préhistoire du Cinéma, el cineasta y arqueólogo Marc Azéma sostiene que algunos de aquellos
artistas primigenios fueron los primeros expertos en animación, y que sus imágenes superpuestas se conjugaban
con la vacilante luz de la lumbre en la oscuridad de las cuevas para crear la ilusión de movimiento en las pinturas.
«Querían que las imágenes pareciesen reales», dice Azéma. Para ilustrar este efecto, ha recreado versiones
digitales de algunas pinturas rupestres. El Friso de los Leones de la cámara más profunda de Chauvet es un buen
ejemplo. En él se ven diez cabezas de león, todos ellos concentrados en su presa. Pero a la luz de una antorcha o
de una lámpara de piedra estratégicamente situada, los diez félidos pueden interpretarse como la caracterización
sucesiva de un solo león (o quizá de dos o de tres) que se desplaza conforme progresa la historia, algo así como los
personajes de un folioscopio o directamente de un filme de animación. Un poco más allá aguarda un grupo de
rinocerontes. La cabeza y el cuerno del más alto se repiten seis veces en una suerte de staccato, una imagen sobre
la otra, como si el rinoceronte embistiese hacia arriba, el cuerpo entero estremecido por arte de una silueta
multiplicada.
La interpretación de Azéma concuerda con la del eminente prehistoriador Jean Clottes, el primer científico que entró
en Chauvet, apenas unos días después de su descubrimiento. Clottes cree que las imágenes de la cueva pretendían
crear una experiencia muy similar a la del cine, el teatro o incluso las ceremonias religiosas de la actualidad: una
evasión del mundo real que cautivaba al público y lo llevaba a compartir una experiencia sobrecogedora. «¡Era un
espectáculo!», dice Clottes.
Miles de años después, la fuerza de ese espectáculo sigue fascinando al observador, que camina por las cámaras
de la cueva con el sonido de su propia respiración y del constante repiqueteo del agua que cae de muros y techos.
En la cadencia de ese goteo casi puedes adivinar el ritmo de una música ancestral, el compás de la danza que
acompaña a un narrador cuando acerca la luz de una antorcha a una imagen flotante y embelesa a su público con
una historia.

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