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EL TEATRO DE FLORENCIO SANCHEZ

Se ha dicho frecuentemente, un poco en todos los tonos, pero


siempre con la seguridad que se da a lo que no admite discusión, que
Florencio Sánchez es el fundador del teatro naciOlnal. Los que así .se
pronuncian, entienden sin duda rendir el más alto homenaje de adµtj·
ración al gran dramaturgo; y aun cuando no ignoran, seguramente,
que muchos otros ingenios han escrito para el teatro antes qu~ aquél
nos diera sus robustas creaciones, no vacilan en borrar así, de una plu-
mada, toda una tradición literaria que, si no ofrece obra'B de la cat~­
goría y originalidad de Barranca Abajo o La Gringa, por ejemplo,
no es tan despreciable o torpe como para anularla por completo y
condenarla a despiadado olvido. Si refiriéndonos al género novelístico
nos es permitido asegurar que antes de Eduardo Acevedo Díaz no
cuenta la historia literaria del Uruguay con autores que realizaran obra
perdurable, - porque es evidente que los pocos literatos que aborda·
ron el género lo hicieron sin mayores arrestola, remeda:ndo a los malos
novelistas extranjeros y 'dando ejemplo de una ramplonería desespe·
rante, - al hablar de nuestro teatro para sentar igual absoluta en
favor de Florencio Sánchez, se comete la más palmaria de las injus·
ticias y se desnaturaliza por compileto la verdad. Y o no creo que Pélfª
celebrar la grandeza de Sánchez sea necesario denigrar a sus predece-
sores. No me parece digno tampoco cimentar su pedestal sobre una
hecatombe de cadáveres. Florencio Sánchez - ya lo veremos luego -
e~ grande de toda grande¡za por sí mismo, sin necesidad de rebajar y
anular a nadie; es grande y admirable porque escribió una serie de
dramas vigorosos, palpitante1a de realidad, profundamente sentidos,
animados siempre por u'n pensamiento libre, y no porque los otros no
hayan entendido el teatro como él lo entendió.
Y si acaso se pretende significar, al presentárnoslo como el fun·
dador del teatro nacional, que es el primero en el proceso evolutivo
de nuestra dramaturgia porque ninguno fué como él tan revolucio·
nario al acomodar sus creacio¡11ela a la ideología moderna, a los gustos
y preferencias dominantes en su época, no se atiende debidamente a
que, con semejante criterio, siempre nos será dado negar a los escri-
tores del pasado para enaltecer a nuestros contemporáneos, y que por
tal µiodo, temprano o más .tarde, al alborear otras normas teatrales,
arrojaremos también al desván 'de los trastos viejos toda esa obra de
S~néhez que hoy admiramos y aplaudimos. Y a en este primer tercio
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del siglo XX, el teatro realista, el de tesis, el simbólico y el mismo


tea1tro delicuescente han venido muy a menos; tanto, que forman legión
las personas que se muestran indiferentes a todo el repertorio moderno
francés, en el que sin embargo, son cumbres los nombres ilustres de
Paul Hervieu, Maurice Donnay, Henri Bataille, Fram,;ois de Curel,
Porto Riche, y a todo el repertorio italiano en el que descuellan
Giuseppe Giacosa, Enrico Butti, Marco Praga, Roberto Braceo, Gio·
vanni Verga, porque, educado \SU gusto en las nuevas ideas y corrien·
1 tes :literarias, su sensibilidad no responde sino a obras concebidas y
' trabajadas como las de Pagnol, Gan·
tillon, Pellerin, Lenormand, y aun
las de Eugenio O'NeilJ, Cromme·
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I•
lynck y Rosso di San Secondo. Cada
época, cada foco cultural, a las ve.-
' ces también cada minúsculo villorio,
' tiene su ideología propia, su propia
sensibilidad, y no es cosa nueva, sino
harta sabida, que los modernos sue·
len menospreciar a los clásicos y los
vivos a los muertos. Así, hoy, con ser
tan grandes Shakespeare y Calderón,
pongamos por caso, no los toleramos
ante la luz de las candilejas y sólo
se pfacen con su lectura los estudio-
sos y los eruditos: para hacer posi·
ble y aceptable la representación de
sus mejores obras, fuerza les es a los
empresarios poner el libro en manos
de un experto moderno que lo «arre·
glc» ( así le O.icen a la labor de su·
primir monólogos, cortar los parla-
l''LORENOW SANCHEZ
mentos, dar unidad a los cuadros,
remozar el vocabulario, reducir las
crudezas, afinar el conjunto. . . vamos, «desarreglar» la creación ori·
ginal). Y porque nuestras ideas han cambiado y nuestros gustos han
padecido un vuelco, hoy, en la escena, Moliere nos hace sonreir, Gol·
doni se nos antoja ingenuo, Sudermann un pobre búrgués, O'Annun·
zio un preciosista empalagoso, y los mismísimos Sófocles, Eurípides
y Aristófanes unos niños de teta, inexperientes y aburridores. ¿No
resulta así evidente la temeridad y la zoncera de juzgar las obras y
autores del pasado con nuestro criterio actual y diputar como dignos
de elogio y consideración únicamente los que nacen a nuestro lado,
en nuestros tiempos, hajo la égida de nuestras mismas ideas? ¿No se
advierte, ahora, la tremenda injusticia que se comete al anular con
una sola palabra inconoclasta a todos los predecesores, - a todos

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