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LA NOCHE DE LUMPÉRICA, ensayo de ALEJANDRO ZAMBRA

"Escribí Lumpérica en un momento en que sentía simultáneamente gran aversión y atracción


por la literatura", ha dicho Diamela Eltit sobre su primera novela, publicada en 1983 y
reeditada hace unos meses. Algo parecido sucede en la lectura, pues la novela deslumbra y
rechaza al lector, o al menos eso sentí al leerla por primera vez, hace 10 años, en unas
fotocopias que venían ya subrayadas por otros lectores.
Era extraño leer así, en ese diálogo obligatorio. Todavía guardo el anillado en que se ve el
trazo grueso de alguien que subrayaba las frases que le gustaban y el trazo fino, tal vez en
grafito, de otro que marcaba los pasajes que no entendía. Están también mis propias rayas, en
horrendo destacador amarillo, que solo a veces coinciden con las huellas de los demás o con
las marcas que he hecho ahora en la flamante edición de Seix Barral.
Lumpérica no llegó a mis manos como un texto subversivo sino como una obra ya bendecida
por la academia. Me pareció, sin embargo, que la novela se escapaba de las reducciones
teóricas. Recuerdo haber pensado entonces, muy concretamente, en el censor, en el oscuro
funcionario encargado de aprobar la publicación del manuscrito. Altivamente imaginaba a un
tipo cabeceando ante frases que para mí eran bellas y para él incomprensibles. ¿Qué frases
subrayaba el censor? ¿Qué novela leía? ¿Cómo era su cara?
Ahora, en la relectura, he pensado más bien en la autora, en la mujer que escribía sabiendo
que el censor leería su obra. Se dice que al escribir imaginamos a un lector ideal, a alguien
capaz de comprender a cabalidad lo que hacemos, pero entonces había que imaginar también
a ese enemigo que pasaba las páginas buscando alusiones prohibidas con un criterio tal vez
rutinario o quizás sofisticado.
La evocación de una plaza vacía da lugar a un relato escurridizo y al mismo tiempo certero,
documental. La plaza es cualquier plaza del Santiago de mediados de los 70. No hay una
historia o un argumento preciso: Diamela Eltit indaga en las posibilidades de la escena,
describe y conjetura la experiencia de pernoctar en un banco, de mirar los letreros con la
avidez de los convalecientes, con inocencia, con rabia, con extrañeza.
"De pronto se encienden las luces, justo cuando la oscuridad es casi total", dice la narradora,
que antes ha preguntado, de diversas formas, para qué sirven esas luces, qué mano enciende
el alumbrado público. Los faroles funcionando constituyen una especie de set, por eso la
protagonista actúa o quiere actuar, pero a la vez debe protegerse, pues el escenario debería
estar vacío; las luces existen para demostrar que nadie desafía el toque de queda, que nadie
ocupa el lugar abandonado por los vendedores, los mendigos, los niños y los amantes.
La protagonista de Lumpérica lucha por recobrar los sentidos, por recuperar el cuerpo, el
pensamiento, el lenguaje propio. Se metamorfosea para encontrarse y para esconderse. Por
eso se rapa, se convierte en animal, se cambia el nombre, balbucea un idioma extranjero. Por
eso se entrega a la multitud o al menos imagina esa entrega. El cuerpo despierta o intenta
despertar de la anestesia, reconocerse: "Yo misma tuve una herida, pero hoy tengo y arrastro
mi propia cicatriz. Ya no me acuerdo cuánto ni cómo me dolía, pero por la cicatriz sé que me
dolía".
La novela todavía nos acepta y nos rechaza, nos remece; todavía conserva su poderío y su
belleza originales. Quienes nacimos durante los primeros años de la dictadura vivimos
solamente el día de la noche que narra Lumpérica. Creo que pocos libros retratan con tanta
fuerza a la generación de nuestros padres. Pocos libros nos permiten, como Lumpérica,
escarbar realmente en el sentido de la herencia.

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