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Uno de los debates científicos y sociales más vivos durante los últimos años es el que gira en
torno a cuál es la influencia de los genes en nuestro comportamiento. Ya sea en discusiones
sobre feminismo, educación o delincuencia no tarda en salir la cuestión de si los roles de
género, el talento, la agresividad o cualquier otro rasgo de la personalidad son algo heredado,
que a cada persona le vino de serie al nacer, o bien lo aprendió de su entorno.
Una polémica que suele estar avivada por las noticias que de un tiempo a esta parte han
empezado a surgir acerca del descubrimiento de genes que afectarían a comportamientos cada
vez más específicos: ya sea alcoholismo, timidez, homosexualidad… la batalla entre
ambientalistas e innantistas aparentemente está resolviéndose a favor de estos últimos. Pero la
disputa viene de lejos y el péndulo no ha dejado de oscilar de un lado a otro según la época.
En el siglo XVIII, cuando los filósofos ilustrados Locke y Hume sostenían que al nacer la mente
es como una página en blanco -todo dependía del entorno en el que una persona creciera-
mientras Rousseau teorizaba sobre el buen salvaje que no había sido corrompido por la
civilización. A lo largo del siglo siguiente pasó a imperar la opinión opuesta, en parte gracias a
Francis Galton -primo de Darwin-, que fue el primero en establecer como conceptos opuestos
“naturaleza” y “entorno” (nature y nurture, en inglés). Galton, fue partícipe de los valores
racistas y clasistas victorianos que sirvieron para justificar el imperialismo, la frenología y poco
después, a comienzos del siglo XX, las políticas de eugenesia con personas consideradas
nocivas para la mejora de la raza, que tendrían como colofón apoteósico el genocidio llevado a
cabo por el III Reich.
El fin de la Segunda Guerra Mundial supuso en este debate un nuevo giro del péndulo en
sentido contrario, uno especialmente drástico. Por temor a que cualquier hallazgo al respecto
se convirtiera en un caballo de Troya para la doctrina política que ya había devastado Europa,
cualquier alusión a posibles rasgos innatos y heredables pasó a considerarse tabú. Las utopías
hippies de un mundo perfectamente igualitario en el que todo fuera paz y amor, requerían un
ser humano totalmente moldeable por medio de la educación. Con el paso de los años las
aguas fueron calmándose, los estudios sobre genética comenzaron a proliferar y el clima
intelectual fue abriéndose poco a poco a estas ideas. El péndulo comenzó a moverse de nuevo
en sentido contrario.
Así que tras estos vaivenes históricos, actualmente en el
debate sobre naturaleza o cultura, herencia genética o
influencia ambiental, la conclusión más prudente para
muchos podría ser decir que ambas son importantes. Pero es
totalmente engañoso situar estos fenómenos en un espectro
que abarque desde la naturaleza al entorno, desde lo
genético a lo ambiental.
Una candidata obvia a ser la respuesta cierta es que estamos condicionados por nuestros genes
en modos que ninguno de nosotros puede saber directamente. Por supuesto, los genes no
pueden tirar directamente de las palancas de nuestra conducta. Pero afectan al cableado y la
actividad del cerebro, y el cerebro es la base de nuestros actos, nuestro temperamento y
nuestros patrones de pensamiento. Todos nosotros tenemos una baraja única de aptitudes,
como la curiosidad, la ambición, la empatía, la sed de novedad o de seguridad, o nuestra
facilidad para lo social, lo mecánico o lo abstracto. Algunas oportunidades con las que nos
topamos coinciden con nuestra naturaleza y nos llevan a seguir un camino en la vida.
¿Qué sucede con nuestra personalidad?, para evaluar la heredabilidad de nuestros rasgos y
caracter se han hecho estudios basándose en test homologados como el NEO PI-R que, a pesar
de ser muy reciente, uno de los instrumentos más prestigiosos para la evaluación de la
personalidad. Ese test mide la estructura de los "cinco grandes" factores de la personalidad
constando de 240 elementos a los que se responde en una escala de cinco opciones y permite
la evaluación de cinco factores principales: Neuroticismo, Extraversión, Apertura, Amabilidad y
Responsabilidad. En conjunto, las 5 escalas fundamentales y las 30 escalas parciales del NEO PI-
R permiten una evaluación global de la personalidad del adulto.
Midiendo pares de gemelos idénticos y la influencia genética en las cinco dimensiones: el
Neuroticismo, Extraversión, Apertura, Amabilidad y Responsabilidad se estimó la heredabilidad
en un 41%, 53%, 61%, 41% y un 44%, respectivamente. De forma muy simplificada los
resultados nos indican que en torno a la mitad de nuestra personalidad se basa en la genética
mientras que la otra mitad se construye en nuestro día a día en función del ambiente en el que
crecemos y vivimos y los estímulos y educación que recibimos.
Los individuos difieren en inteligencia debido a factores tanto ambientales como hereditarios.
Las estimaciones de la influencia de la herencia van desde 0,4 a 0,8 (en una escala de 0 a 1).
Esto implica que, en términos relativos, la genética desempeña un papel más importante que el
ambiente en la producción de las diferencias individuales de inteligencia. Desde esta
perspectiva, suele comprenderse mal el hecho de que, si todos los ambientes fuesen iguales
para todo el mundo, la influencia de la herencia sería del 100%, dado que todas las diferencias
de CI que se observasen tendrían necesariamente un origen genético.
Entre miembros de una misma familia también pueden existir diferencias sustanciales en la
inteligencia (en promedio alrededor de 12 puntos de CI) por razones tanto genéticas como
ambientales.
Felicidad elástica
Muchos estudios, sugieren que nacemos con algo así como una cuota de felicidad determinada
por el ADN. Podemos sufrir subidones de felicidad (encontrar pareja, ganar la lotería, etc) o
bajones de felicidad (quedarse sin trabajo, etc), pero no tardaremos en regresar al nivel de
felicidad después de este tipo de acontecimientos.
En realidad, el seguimiento de personas que han ganado la lotería y de pacientes con daños en
la médula espinal revela que, al cabo de un año o dos, esas personas no son más felices ni más
tristes que los demás. Nuestra sorpresa al saber esto proviene en parte de nuestra incapacidad
para darnos cuenta de que hay cosas que no cambian. La persona que gana la lotería seguirá
teniendo parientes con quienes no se lleva bien y quienes sufren una parálisis se seguirán
enamorando.
Los estudios de gemelos idénticos y no idénticos demuestran que los gemelos idénticos tienen
mayor tendencia a exhibir el mismo nivel de felicidad que los gemelos fraternos o los
hermanos. La profesora de Psicología de la Universidad de California Sonja
Lyubomirsky, sostiene que un 50% de la felicidad depende de la genética, mientras las
circunstancias que se eligen para la vida --como el matrimonio o el trabajo-- suponen un 10% y
el 40% restante reside en la naturaleza interna de las personas, es decir, depende de sus
comportamientos o sus pensamientos.
Nuestras experiencias en la vida pueden cambiar nuestro estado de ánimo durante un tiempo,
pero en la mayoría de los casos estos cambios son transitorios. Otros estudios de los genetistas
norteamericanos, David Lykken y Auke Tellegen, de la Universidad de Minessota, sugieren que
compartir los mismos genes es un factor determinante y que cada uno conserva un cierto nivel
de felicidad que le es propio y que es fijado por la genética, siendo tan sólo perturbado por
fluctuaciones relacionadas con acontecimientos externos: matrimonio, perdida de peso,
compra de una casa, etc.
Pues según James Vaupel, director y fundador del prestigioso Instituto Max Planck de
Investigaciones Demográficas de Rostock, Alemania, donde preside el Laboratorio de
Supervivencia y Longevidad, sólo el 3 % de nuestra longevidad esta determinada por la
longevidad de nuestro padre, y otro 3 % por la longevidad de nuestra madre. En resumen,
nuestros genes sólo influyen un 25 % en nuestra longevidad. Los factores genéticos no son tan
importantes. Hasta los gemelos que son idénticos demuestran que sólo el 35 % de su
longevidad se puede explicar por medio de sus genes idénticos. El resto (el 65 % de esa
longevidad) depende de las decisiones que tomen y de los acontecimientos que se produzcan
en sus vidas. Así pues, nuestra longevidad depende mayoritariamente de nuestro estilo de
vida. El 10 %, por ejemplo, se determina ya en el útero: según los hábitos de nuestra madre,
como fumar y beber.
Y es que como dice Matt Ridley, los genes son los que permiten que la mente aprenda,
recuerde, imite, cree lazos afectivos, absorba cultura y exprese instintos, pero los genes no son
maestros de títeres ni planes de acción. Ni tampoco son solamente los portadores de la
herencia. Su actividad dura toda la vida; se activan y desactivan mutuamente; responden al
ambiente. Son causa y consecuencia de nuestras acciones. Encontramos influencias genéticas
bastante marcadas atravesando categorías muy distintas: actitudes sociales, personalidad,
intereses vocacionales, habilidades mentales, etc. Los genes son pequeños determinantes que
producen sin parar mensajes totalmente predecibles, pero están muy lejos de provocar unas
acciones invariables, dependen del modo en que se activan o desactivan en respuesta a
instrucciones externas. Cada segundo, cambia el patrón de los genes que se están expresando
en el cerebro, con frecuencia como respuesta directa o indirecta a lo que está pasando fuera
del cuerpo. Los genes son los mecanismos de la experiencia.