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1

Diecisiete

Celina Aste
Escritora argentina

No me fui a acostar temprano. Tenía planes y además, la luna estaba tan blanca que no
podía perderme el espectáculo. Me atrajo como a las mareas. Cuando el rocío comenzó a
humedecer mi piel más de la cuenta, me protegí bajo el alero de la galería. Miré el reloj;
todavía faltaban una hora. Busqué el vaso de vidrio alargado donde había colocado una
yerbera blanca para la ocasión. Me gustó haber guardado su vela amarilla como recuerdo;
servía para esa noche también. La mesa estaba lista para el festejo. A la madrugada sopló
un viento que me despabiló; me habría quedado dormida, no supe bien. Percibí un aroma
ajeno y a la vez intenso, joven tal vez. Miré el reloj. Ya era la fecha. Fui a la cocina, Saqué la
torta de la heladera. Coloqué diecisiete velas sobre ella. Con un encendedor, prendí una a
una. Tardé una infinidad de minutos en hacerlo. Cada vela me traía un recuerdo de ella.
Cada vez me temblaba más el pulso. Cada vez el perfume era más dulce. Prometí que no iba
a llorar; los cumpleaños son para celebrarlos. Por dentro me preguntaba cómo se festeja en
época de duelo. Insistí. Los cumpleaños son para celebrarlos. Repetí esa frase en voz alta
varias veces hasta que la voz no se quebró más. Aspiré profundo para soplar con ganas las
velas sobre la torta. Una ventisca suave como las alas de un ángel sopló antes que yo y las
velas se apagaron. Me reí, mucho. –Me ganaste de mano – le dije a esa esencia con olor
familiar.

2
Amor eterno

Eliana Soza Martínez


Escritora boliviana

Me enamoré muchas veces, pero nunca como ahora. Esta necesidad de verle todo el tiempo,
de estar a su lado, de saber lo que piensa y desea para poder hacer realidad sus sueños,
para hacerle feliz. Arreglarme para que se sienta orgulloso de mí y le dé gusto tomar mi
mano y pregonar nuestro amor frente al mundo. Sé que suena cursi, pero lo que siento por él
es así, me vuelve cursi, o tal vez ya lo era, no me importa. Solo quiero ser de él, perder
cualquier resquicio de libertad que me queda, ser una extensión de su cuerpo, fundirme en
su alma; cualquier decisión tomarla a través de sus ojos porque ya no soy yo, somos
nosotros.
Es una pena que esta enfermedad me esté consumiendo, pero el poco tiempo que me
queda, la última gota de fuerza que tenga será para hacerle feliz; porque somos uno y
aunque nos queden sólo unas semanas de vida sé que las podemos vivir al límite. Cuando
llegue el momento y todavía me queden ímpetus suficientes veré la forma en la que
conseguiré que nos vayamos juntos a vivir eternamente nuestro amor.

3
La rana que quería ser una rana auténtica

Augusto Monterroso
Escritor guatemalteco

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba
en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada
autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta
que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su pro-pio valor estaba en la opinión de la
gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le que-daba otro
recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas,
de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez
mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la
consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y
ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía
Pollo.

4
El puñal

Jorge Luis Borges


Escritor argentino

En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián
Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en
la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban;
la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa
juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo
pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que
anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar,
quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con
su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el
metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fé, tan apacible o inocente soberbia, y los años
pasan, inútiles.

5
El viaje

Cristina Fernández Cubas


Escritora española

Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en el
barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño
jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amiga
solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas
a través de una celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran
menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía que la abadesa, si así lo hubiera
deseado, interrumpiera en más de una ocasión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se
negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas
del exterior no le interesaban lo más mínimo. Por eso la señora de la casa creyó que estaba
soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el
marco de la puerta. «Si no le importa», dijo la abadesa tras los saludos de rigor. «Me gustaría
ver el convento desde fuera». Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la
historia se quedó unos minutos en silencio. «Es muy bonito», concluyó. Y, con la misma
alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no
ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo,
como entonces, uno de los viajes más largos de todos los viajes largos de los que tengo
noticia.

6
Sabor a olvido

Alberto Sánchez Arguello


Escritor nicaragüense

Hoy hace demasiado calor para jugar. Todos se fueron a sus casas, a excepción de Sara y
Josué. La primera vez que los vi en el parque le pregunté sus nombres, ella respondió sin
mirarme y eso fue todo, no quiso que jugáramos. Se la pasan apartados, Josué lanzando
patadas mientras intenta subirse a los juegos más peligrosos y Sara que lo pellizca y empuja
cuando cree que nadie los mira.
Ahora podría acercarme y ayudarla a mecer a Josué, que está dormitando por el sopor, pero
ella está como ida, moviendo su mano sin darse cuenta. Decido levantarme y buscar refugio
en la glorieta, pero me detengo al darme cuenta que Sara me mira. En el tiempo que me toma
decidir si debo saludar, ella toma el columpio de su hermano y lo lanza con la fuerza suficiente
para que el cuerpo de Josué vuele hacia el asfalto. Cierro los ojos, no quiero ver la caída.
Cuando los abro, Sara no está y el cuerpo de su hermanito está boca abajo en la calle. Su
cabeza parece una tetera de porcelana quebrada. Tiene un agujero del que empiezan a salir
mariposas negras. Se posan en los toboganes y columpios, en los árboles y las alcantarillas.
Hay una que se coloca en mi boca, mueve sus alas despacio e intenta entrar, estoy
demasiado cansado para evitarlo, así que la dejo pasar.

7
El aciago destino del poeta

Ambrose Bierce
Escritor estadounidense

Caminaba un Objeto por la calzada real envuelto en una profunda meditación y con poco
más puesto cuando de repente se encontró a las puertas de una extraña ciudad. Al solicitar
permiso para entrar lo arrestaron por transgredir las ordenanzas y lo llevaron ante el Rey.
—¿Quién eres —preguntó el soberano— y a qué te dedicas?
—Narizota el Ratero —se apresuró a inventar el Objeto—; carterista.
El Rey iba a dar la orden de que lo dejaran en libertad cuando el Primer Ministro sugirió que
examinaran los dedos del prisionero. Descubrieron que tenía las puntas muy aplanadas y
encallecidas.
—¡Ja! —exclamó el Rey—. Ya lo sabía: es adicto a contar sílabas. Es un poeta.
Llevadlo ante el Disuasor Supremo del Hábito Mental.
—Mi señor —dijo el Inventor de Castigos Ingeniosos—, me permito sugerir un infortunio más
intenso.
—¿Cuál? —preguntó el Rey.
—¡Dejarle esa cabeza! Fue lo que se ordenó.

8
La rana que quería ser una rana auténtica

Augusto Monterroso
Escritor guatemalteco

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba
en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se mira-ba largamente buscando su ansiada
autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta
que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su pro-pio valor estaba en la opinión de la
gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le que-daba otro
recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas,
de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez
mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la
consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y
ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía
Pollo.

9
La memoria andante

Eduardo Galeano
Escritor uruguayo

En el tercer día del año 47 antes de Cristo, ardió la biblioteca más famosa de la antigüedad.
Las legiones romanas invadieron Egipto, y durante una de las batallas de Julio César contra
el hermano de Cleopatra, el fuego devoró la mayor parte de los miles y miles de rollos de
papiro de la Biblioteca de Alejandría.
Un par de milenios después, las legiones norteamericanas invadieron Irak, y durante la
cruzada de George W. Bush contra el enemigo que él mismo había inventado se hizo ceniza
la mayor parte de los miles y miles de libros de la Biblioteca de Bagdad.
En toda la historia de la humanidad, hubo un solo refugio de libros a prueba de guerras y de
incendios: la biblioteca andante fue una idea que se le ocurrió al Gran Visir de Persia, Abdul
Kassem Ismael, a fines del siglo diez.
Hombre prevenido, este incansable viajero llevaba su biblioteca consigo. Cuatrocientos
camellos cargaban ciento diecisiete mil libros, en una caravana de dos kilómetros de largo.
Los camellos también servían de catálogo de obras: cada grupo de camellos llevaba los
títulos que comenzaban con una de las treinta y dos letras del alfabeto persa.

10
El lamento de la viuda

Mark Twain
Escritor estadounidense

Dan Murphy se alistó como voluntario y peleó con gran coraje. Los muchachos lo querían y,
cuando alguna herida lo debilitaba tanto que le costaba cargar su arma, ellos se encargaban
de hacerlo. El dinero que iba ganando, Dan se lo enviaba a su esposa para que lo guardara
en el banco. Ella era lavandera y planchadora y sabía, por experiencia, cómo cuidar el dinero
recibido. No gastaba ni un céntimo. Por el contrario, empezó a vivir de manera miserable,
mientras la cuenta bancaria iba engordando.
Finalmente, Dan murió. Lo usual era arrojar al pobre muerto en un zanjón e informar a los
seres queridos. Pero, en honor al afecto y el respeto que le tenían, los muchachos
telegrafiaron a la señora Murphy, preguntándole si deseaba que embalsamaran a su finado
esposo y se lo enviasen de esta manera a su casa.
La señora Murphy averiguó cuánto costaba embalsamar un cuerpo: aproximadamente
setenta y cinco dólares. Entonces, ella les respondió:
—¿Ustedes creen que voy a armar un museo en casa y que quiero dedicarme a
excentricidades costosas?

11
La hormiga y el perdigón

Jules Renard
Escritor francés

Una hormiga cae en un charco de lluvia y está a punto de ahogarse, cuando un perdigón
que estaba allí bebiendo la coge con el pico y la salva.
-Te devolveré el favor –dice la hormiga.
-Ya no estamos más en tiempos de la Fontaine -responde escéptico el perdigón-. No pongo
en duda tu gratitud, pero cómo harías para picar en los talones a un cazador a punto de
matarme. Los cazadores ya no andan más descalzos.
La hormiga no pierde su tiempo discutiendo y, a toda prisa, se une a sus hermanas que
avanzan por un sendero, semejantes a un ahilera de perlas negras.
Ahora bien, el cazador no se halla lejos. Lleva un rato tendido en el suelo, descansando a la
sombra de un árbol. Apenas ve al perdigón que corretea y picotea entre la paja, se pone de
pie e intenta disparar; pero tiene varias hormigas en el brazo derecho.
No puede alzar el arma. El brazo cae inerte y el perdigón no espera a que se desentumezca.

12
Edades

Eduardo Galeano
Escritor uruguayo

Nos ocurre antes de nacer. En nuestros cuerpos, que empiezan a cobrar forma, aparece
algo parecido a las branquias y también una especie de rabo. Poco duran esos apéndices,
que asoman y caen.

Esas efímeras apariciones, ¿nos cuentan que alguna vez fuimos peces y alguna vez fuimos
monos? ¿Peces lanzados a la conquista de la tierra seca? ¿Monos que abandonaron la
selva o fueron por ella abandonados?

Y el miedo que sentimos en la infancia, miedo de todo, miedo de nada, ¿nos cuenta que
alguna vez tuvimos miedo de ser comidos? El terror a la oscuridad y la angustia de la
soledad, ¿nos recuerdan aquel antiguo desamparo?

Ya mayorcitos, los miedosos metemos miedo. El cazado se ha hecho cazador, el bocado es


boca. Los monstruos que ayer nos acosaban son, hoy, nuestros prisioneros. Habitan
nuestros zoológicos y decoran nuestras banderas y nuestros himnos.

13
El traductor de la música

Sergio Golwarz
Escritor suizo

Un famoso musicólogo chino, tan familiarizado con la estética musical de Oriente como con
la de Occidente, y dolido de que sus paisanos no comprendieran ni se emocionaran en
absoluto con la música europea más reputada, decidió traducir las fugas de Bach a la música
china: intentó trasladar el lenguaje musical de Juan Sebastián al lenguaje musical de sus
compatriotas.
Trabajó con empeño, poniendo al servicio de su tesón todos sus conocimientos de ambas
culturas, que no eran pocos, pero su obra no obtuvo el menor éxito. Según exegetas, había
sido en ella demasiado "notarial", y lo que se necesitaba era una conversión, una traducción
"musical". Pero ellos también se equivocaban: las fugas de Bach debieron permanecer
inmutables; quienes debían haber sido traducidos eran los chinos.

14
Aserrín, aserrán

Clara Gonorowsky
Escritora argentina

La noche de San Juan el pueblo bullía de alegría, aserrín, aserrán, la observé desde la
ventana, aserrín, aserrán, tiraba maderas a la fogata y reía a carcajadas.
Yo la había invitado a la fiesta pero había pretextado un resfriado, aserrín, aserrán, y allí
estaba muy ufana de la mano de Eduardo, aserrín, aserrán.
No acostumbraba a ser desairado, aserrín, aserrán, y me daba vueltas a la cabeza la canción
que me había enseñado mi madre, aserrín, aserrán, aserrín, aserrán; bajé las escaleras
desquiciado, la tomé del brazo y me la llevé al final de la calle, donde la fiesta ya no era
fiesta, donde la luz ya no brillaba, aserrín, aserrán y mientras canturreaba con los dientes
apretados, más me acercaba a poner en práctica el final de la canción, aserrín, aserrán...

15
La Zarigüeya del Futuro

Ambrose Bierce
Escritor estadounidense

Un día, una Zarigüeya que había dormido colgada por la cola de la rama más alta de un
árbol, despertó y vio a una inmensa Serpiente enroscada en la rama, entre ella y el tronco del
árbol.
Si sigo aquí, se dijo la Zarigüeya, la Serpiente me tragará; si me dejo caer, me romperé la
crisma.
Pero de repente se le ocurrió que podía fingir.
—Refinada amiga —dijo—, mi instinto maternal reconoce en ti una noble prueba e ilustración
de la teoría de la evolución. Tú eres la Zarigüeya del Futuro, el último y más apto
sobreviviente de nuestra especie, el maduro resultado del progresivo desarrollo prensil: ¡todo
cola!
Pero la Serpiente, orgullosa de su antiguo renombre en la historia bíblica, era estrictamente
ortodoxa, y no aceptó el punto de vista científico.

16
El desterrado

Ramón Gómez de la Serna


Escritor español

¿A qué le podían condenar después de todo? A destierro. Valiente cosa. Cumpliría la pena
alegremente en un país extranjero en que viviría una nueva vida y recordaría con un largo
placer su ciudad y su vida pasada.
En efecto, la sentencia fue el destierro. ¡Pero qué destierro! El tribunal, amigo de aquel
hombre autoritario y de inmenso poder a quien él había insultado, queriendo venderle el
favor, y ya que no podía sentenciarle a muerte, le desterró a más kilómetros que los que
tiene el mundo recorrido en redondo, aunque se encoja, para alargar más la medida, el
diámetro que pasa por las más altas montañas. ¿Qué quería hacer con él el tribunal,
sentenciándole a un destierro que no podía cumplir?
¡Ah! El tribunal, para agasajar al poderoso ofendido, había encontrado la fórmula de
castigarle a muerte por un delito que no podía merecer esa pena de ningún modo. Había
encontrado la manera de ahorcar a aquel hombre, porque no habiendo extensión bastante a
lo largo de este mundo para que cumpliese el sentenciado su destierro, habría que enviarle
al otro para que ganase distancia.
Y le ahorcaron.

17
El origen del mundo

Eduardo Galeano
Escritor uruguayo

Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban
sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de
la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo.
Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se
entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches,
ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de
misa diaria, mientras el hijo un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó en
Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: Él era un niño desesperado que quería
salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía
razones.
-Pero papá - le dijo Josep llorando - si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?
-Tonto -dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto.
-Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

18
Lenguaje de imágenes

Gregorio Angelcos
Escritor chileno

Hace muchos años escuchábamos por radio, junto a mi madre, a una famosa cantante
norteamericana, al término de su actuación la vi conmovida mientras escuchaba la entrevista
del locutor que conducía el programa: "Ely, usted es una gran estrella", la mujer sonrío
mientras contestaba casi al unísono con un traductor.
Entonces, y con una interrogante en la punta de la lengua, le pregunté a mi madre: "¿Es una
estrella mamá? Ella respiró profundo, conmovida por esa vieja canción de amor, y me
respondió: " no hijo, las estrellas están en el cielo, forman parte de una constelación, en la
tierra sólo hay polillas, y ellas brillan danzando alrededor de la luz".
Sin embargo, y a pesar de su respuesta, han pasado los años y cada vez que veo una polilla
revoloteando alrededor de la luz, me quedo ensimismado pensando en descubrir en una de
ellas, alguna característica propia de las estrellas.

19
Sigo siendo yo

Miguel Molina
Artista español

Mi gran problema es que sigo siendo yo. Ya me gustaría ser Pablo Alborán o Albert Einstein,
pero el hecho no se da.
Ayer estaba haciendo mi tabla de gimnasia en el balcón cuando tuve la idea: debía llamar
cuanto antes a mi ex−novia. Nos peleamos hace ya tiempo porque no la quise invitar a un
helado grande y carísimo. No aceptó mi sabio razonamiento a pesar de que era irrebatible.
Tanto helado tenía que sentarle mal.
Pero bueno, pelillos a la mar. Busqué su número en la agenda y procedí a marcarlo con
mano firme. El timbre sonó varias veces y una voz grabada me dijo: «El número marcado no
existe o está fuera de servicio».
Por eso me sentó tan mal un poco más tarde que el quiosquero de la esquina me dijera muy
secamente: «No me quedan pipas sin sal».

20
Los Juegos del Tiempo

Eduardo Galeano
Escritor uruguayo

Dizque dicen que había una vez dos amigos que estaban contemplando un cuadro. La
pintura, obra de quién sabe quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de
cosecha.
Uno de los dos amigos, quién sabe por qué, tenía la vista clavada en una mujer, una de las
muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el pelo
suelto, llovido sobre los hombros.
Por fin ella le devolvió la mirada, dejó caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe
cómo, se lo llevó.
El se dejó ir hacia quién sabe dónde, y con esa mujer pasó las noches y los días, quién sabe
cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de allí y lo devolvió a la sala donde su amigo
seguía plantado ante el cuadro.
Tan brevísima había sido aquella eternidad que el amigo ni se había dado cuenta de su
ausencia. Y tampoco se había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres
que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba, ahora, el pelo atado en la
nuca.

21
Y después, tú

Mai Alonso
Escritora argentina

Solo tengo que mirarte al trasluz de la sombra de tus pestañas, para saber que hay tristezas
con sabor a invierno y que después tú.
Tú, el sabor del amor olvidado.
Tú que te hiciste nieve sin invierno, y llenaste de lirios blancos el cajón de los sueños rotos y
de abrazos no pronunciados la almohada.
Tú que te sueñas, tan bajito como quien cree que puede guardar el olor a primavera en el
hueco que su mano dejó en la tuya, tan ciega y sorda de saber que ella y sus flores nunca se
han ido, y que nada que pueda retenerse en el corazón cabe en la palma de una mano.
Ni siquiera tú, pequeña.
Tú. Tan Llena de sueños. Tan llena de ganas. Pero tan olvidada, escondida a los ojos del
mundo, quieta y callada. Haciendo de la resignación la maldita costumbre de vivirte así, sin la
improvisada libertad de pensarte bailando en cualquier esquina, y sin darte cuenta al de que
la vida no espera y que tú para mí, nunca dejaste de ser primavera.

22
Eres los labios más bonitos

Ander Dopico
Escritor español

He bailado con las agujas que marcan mi inconsciencia, cada vez que recorro tus sentidos,
cada vez que he pisado el borde de ese precipicio que tienes a la altura de mis ojos contigo.
He perdido el norte intentando encontrarme en el camino del calor de tus besos. He cerrado
los ojos y he sabido a qué sabe el deseo. Porque pocas veces te lo digo para la de veces
que caería por ese agujero negro que tienes en la boca. Eres los labios más bonitos del
mundo. Te lo digo yo, te lo dicen los míos.
Y aquí me ves, haciendo versos para rellenar las ganas de ellos por mí. ¿Te acuerdas de la
primera vez?
Era un “veintialgo” de hace millones de vidas, sabiendo que vidas son incontables para todos
menos para ti. Y desde entonces el tiempo pasa entre que me susurran y me haces de noche
a besos. Porque cada vez que, cierro los ojos, abro de par en par mi mundo y deja de latir
despacio la vida. Eres los labios más bonitos del cielo, cuando el cielo está aquí, junto a mí.

23
El hombre rico y el hombre pobre

Cuento chino recopilado


por Chang Shiru y Ramiro Calle

Era un hombre extraordinariamente rico, acostumbrado a ser halagado por todos. No es de


extrañar que se hubiera habituado a que todas las personas estuvieran prontas a deshacerse
en elogios y atenciones. Pero había un hombre pobre que se había resistido siempre a
cualquier halago, motivo por el que el hombre rico lo citó y lo tentó de la siguiente manera:
— Si te regalase el veinte por ciento de mi fortuna, ¿me adularías?
— Sería un reparto demasiado desigual para hacerse merecedor de mis halagos — repuso el
hombre pobre.
— ¿Pero y si te diera la mitad de m i fortuna?
— E n ese caso estaríamos en igualdad de condiciones y no habría ningún motivo para
adularlo.
E l hombre rico no se dio por vencido y agregó:
— Pero ¿y si te regalase toda m i fortuna?
— Si yo fuera el dueño de tal fortuna, ¿por qué iba a adularlo?

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