El hilo conductor de todos los dramas cotidianos de este país sudamericano es la pasión. La sangre
gallega y tana que ha sabido regar el fin del mundo hace que a los argentinos nada les resulte
indiferente. Todo les despierta pasión. Demasiada, quizás. Y en ese todo, el futbol es sin dudas el
rey.
River y Boca son los equipos que más aficionados reúnen a lo largo y ancho del país. Pese a nacer
como un clásico de barrio en La Boca, el viejo puerto de Buenos Aires, estos dos clubes poseen una
representación de aficionados realmente federal, lo cual lo distingue bastante del resto de los
clásicos locales e internacionales, mayormente circunscriptos a ciudades o barrios específicos. Un
River-Boca es un clásico nacional, y por ende una cuestión nacional. Nunca había ocurrido que ese
clásico llegara a la final del torneo continental más importante. La locura que esto desencadenaría
era, en algún punto, predecible.
El partido revancha a disputarse en el estadio de River Plate tras el 2-2 en la Bombonera terminó
en pesadilla. Una supuesta represalia de la barra brava local tras ser excluida de un negocio
millonario de reventa de entradas terminó en una emboscada al micro del equipo visitante el cual
resultó apedreado al punto tal de destruir varios de sus cristales, produciendo algunas heridas
menores a parte del plantel, el cual quedó comprensiblemente inhabilitado para jugar. La policía,
cómplice o negligente, sirvió en bandeja a la delegación visitante en una inmejorable curva de 45
grados en el umbral de la diagonal que desemboca en los accesos visitantes del Estadio
Monumental.
Esa tarde de furia, además, hubo aficionados sin entradas que lograron entrar al estadio, así como
otros que ticket en mano quedaron afuera, junto a otros tantos que fueron tan solo a husmear en
los alrededores. El partido se dilató varias horas hasta que se pospuso hasta el día siguiente,
cuando, apenas abiertas las puertas del estadio se determinó suspenderlo hasta nuevo aviso. Dos
intentos de partido frustrados. Dos operativos de seguridad desplegados en vano. Más de 60 mil
hinchas movilizados dos días consecutivos para partidos inexistentes. Todo un país en vilo en un
fin de semana para el olvido. Un drama bien argento.
No conformes con el culebrón que se vivió en esas horas, los días posteriores fueron una delicia.
River pidiendo que se reprograme el partido en su estadio desligando responsabilidades hacia la
policía, encargada de controlar las adyacencias del estadio y el desplazamiento de la comitiva
visitante. Boca, a su vez, pidiendo la descalificación de River y rogando ser coronado campeón a
través de una resolución administrativa. Ciudades de todo el mundo ofreciendo, mientras tanto,
sus estadios para recibir la final truncada a cambio de sumas millonarias para llevar este mítico
partido de futbol a sus tierras. ¿Cómo no va a estar en crisis la ficción argentina? No hay serie o
novela capaz de siquiera empatar esta trama. Contra esto no se puede competir señores.
En el capítulo final de este culebrón…¡ohhh, vaya sorpresa!. Se decide que la final de la Copa
Libertadores de América se juegue en el Estadio Bernabéu del Real Madrid. Sí, la final del torneo
que homenajea en su nombre a los próceres que supieron cortar los lazos coloniales con la madre
patria se va a jugar en… la capital de la madre patria. Decir que esto es insólito es quedarse corto.
Ni el realismo mágico de García Márquez fue capaz de tanto. A nuestro amigo sueco deprimido le
podemos decir, entre tanto, que se venga para Sudamérica, que se venga para la Argentina. No
podemos prometerle ser feliz en absoluto, pero aburrirse… ¡jamás!.