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Desde siempre, en todas las culturas y países de mundo, han tenido su propia ideología acerca
de lo que es la muerte, es decir, realmente cuando una persona está muerta. Para esta pregunta
hay muchas respuestas, una de ellas es que el corazón simplemente deje de latir, pero no tiene
sentido porque muchas personas viven con un corazón que les fue trasplantado de otra
persona y siguen vivos, otro podría ser cuando una persona deja de respirar pero tampoco
podría ser porque cualquier persona puede dejar de respirar y usa un respirador artificial o
mantienen la respiración y siguen vivos, esto hace que la definición de muerte sea más
compleja, al igual que el hecho de que existen seres microscópicos que no mueren, si no que
empiezan a dividirse y a crear otro ser totalmente idéntico por procesos como la división
celular.
El fenómeno de la muerte es uno de los menos estudiados por la biología, pero este olvido
está subsanando rápidamente y los avances en tal campo se multiplican. Uno de estos avances,
incorporado ampliamente en este libro, es el descubrimiento de una muerte celular
programada. Las células pueden suicidarse activando ciertos genes que, con limpieza,
ejecuten tal trabajo. La muerte celular producida por los genes letales constituye uno de los
hallazgos científicos más trascendentes de todos los tiempos.
Todo lo anterior quiere decir que si se llegará a alterar la existencia de los genes de la muerte
se alteraría todo dentro de nuestro organismo. Esta teoría del suicidio celular no es nueva, ya
que desde años antes de sus primeras experimentaciones acerca de ella la comunidad
científica ya se preguntaba por qué la gente moría, porque la simple respuesta de un
envejecimiento celular y físico en general no les parecía razón suficiente como para decir que
esa era la causa de las personas en general.
Por las observaciones que ha habido en la apoptosis (el nombre científico del suicidio celular)
en las células del gusano Caenorhabditis elegans, se vio que su cantidad máxima de células es
de 1100, pero luego 131 pasan por la apoptosis y un adulto sólo queda con 969. Esto ayudo a las
investigaciones porque en un ser multicelular con tan pocas células y un proceso de vida tan
conocido da la posibilidad de ver quienes son los que intervienen en la apoptosis. En estas
investigaciones se determinó que no todos los genes que participan en la apoptosis son en
verdad mortales. Es por eso que si a través de manipulaciones experimentales se anulan los
genes ced-3 o ced-4 las 131 células que estaban destinadas a morir se salvarán. Es más complejo
que eso, porque si se anula el gen ced-9, que también forma parte del proceso apoptótico, las
131 células no se salvarán, esto indica que no es mortífero porque su producto en realidad
estaba frenando a los verdaderamente mortíferos. Es por eso que si a todos se les ha de llamar
“genes de la muerte celular programada” hay que tener en cuenta que algunos hacen el papel
de “buenos” y otros de “malos”, y la muerte se da o no según de cuáles ganen.
Como es ya bien sabido, los genes que son de ventaja para el organismo se conservan dentro
de él. Viéndolo desde esa perspectiva puede decirse de que los genes ced han de ser realmente
útiles, porque se han conservado desde los nematodos hasta nosotros. En esto interviene el
hecho de que a pesar de que la evolución hace cambiar la composición de organismo se
mantienen las bases fundamentales en los aspectos que son necesarios preservar como tal es
el caso de la apoptosis. Se ha encontrado que el gen ced-9 del C. elegans tiene 23% de similitud
con el oncogén bcl-2 de los mamíferos, y que éste protege del suicidio a los linfocitos y a las
neuronas. Por tanto se dice que los genes ced-9 y bcl-2 son homólogos. Igual que lo anterior,
una proteína en los mamíferos llamada ICE (interlukin-1 beta-converting enzyme), que es
importante en la inflamación, tiene una similitud del 28% con la proteína ced-3 del C. elegans.
Por eso, se acepta que también los genes que las codifican son homólogos.
Recientemente se demostró que una cantidad excesiva de la proteína ICE induce la muerte de
las células de los mamíferos, pero puede ser anulados sus efectos por el gen protector bcl-2 o
ced-9.
Uno de los trucos más significativos para inmortalizar a las células es infectarlas con ciertos
virus. Por ejemplo: unas células separadas de un riñón en el que su existencia tenía un sentido
(una función específica), perdieron a las vecinas que les decían que debían de mantener
inactiva su maquinaria de la muerte. Ahora que están en un cultivo no los tienen inactivos, se
expresan y mueren. Pero cuando son infectados por algún virus la situación cambia, pues “la
vida” de los virus depende de que haya células dentro de las cuales puedan reproducirse; por
lo tanto a los virus no les conviene que las células cultivadas mueran. Como consecuencia,
llevan consigo genes que, son expresados por la célula inválida, hacen que las proteínas
resultantes ordenen que no efectúe la apoptosis.
Esta oposición de señales opuestas puede verse también en ciertas proteínas con un alto grado
de similitud en su secuencia de aminoácidos parecen competir por algún receptor que tiene a
su cargo decidir si se ha de efectuar continuar o no con el proceso de apoptosis. Y así, el gen
bcl-x produce dos proteínas: una larga que protege a los linfocitos de la muerte en los cultivos,
y una corta que por el contrario promueve su muerte, de modo de que mientras estas dos
proteínas mantengan un equilibrio adecuado el linfocito permanecerá en el borde entre la
vida y la muerte.
Esto sólo lleva a la conclusión es que con todo esto podría llegar a ser algo del pasado y
podríamos inmortalizarnos en cuanto nuestro cuerpo se adapte y ya no tenga en él lo que
acaba con nosotros, la apoptosis.