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PERFORMANDO A BUTLER

INDICE

Introducción i
I. La trampa de la identidad de género. 1

TALLERES
NÓMADA
ARTE Y FILOSOFÍA PARA LA VIDA
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Introducción

Según Butler, la repetición paródica de los actos y gestos que definen la identidad puede llegar a

subvertirla. La repetición de los actos propios y ajenos no solo es necesaria sino deseable. Para

poder vivir en un mundo estructurado socialmente hay que repetir las relaciones que inevitablemente

nos sustentan. El cuerpo esta concatenado a diversos dispositivos de vigilancia, higiene y regulación

que habilitan e inhabilitan actos y gestos a través del control de la conducta, aunque claro está que

este control nunca es total sino siempre parcial. De acuerdo a lo anterior surge la pregunta, ¿qué es

un cuerpo si su límite parece indecible de entre la multitud de dispositivos que lo sustentan tanto

social como biológicamente? Si bien la piel constituye la última membrana divisoria de lo que

normalmente se percibe como el propio cuerpo, el género parece tener efectos extendidos que lo

encadenan a líneas de producción que evidentemente lo superan y de las cuales depende, tales

como la producción de alimentos, vivienda y medicamentos, por mencionar algunos. Desde la

infancia somos interpeladas por una ley que evoca seres ideales a los cuales se debe imitar si se

quiere ser reconocida y legitimada ante los otros y ante una misma. El imperativo cultural a vivir en

sociedad en un mundo casi por completo urbanizado, se convierte en un laberinto sin salida. Desde

que nacemos hasta que morimos somos llamadas a comparecer ante una ley que divide a los

cuerpos por sexos a través de un sistema de exclusión. Cada llamado al pronunciamiento, a la

enunciación, es una exigencia a realizar una interpretación sostenida en el tiempo y espacio de aquel

nombre que llevamos a cuestas, y es justamente ahí, en ese camino tortuoso de obstáculos

infranqueables donde está la posibilidad de subversión.

La cuestión, obviamente, no es nada sencilla, porque la subversión dista mucho de ser estratégica.

Si bien la rebeldía constituye un desafío para la ley, ella misma la hace posible al estatuir la

prohibición como sistema representativo; dime qué te está prohibido y te diré quién eres ¿Cómo es

que la misma ley que convoca a la presencia, a la identificación, produce su propia oposición y con

qué propósitos? La ley no se encuentra a las mujeres y a los hombres retozando en la naturaleza,

más bien, los produce a través de la prohibición de ciertos gestos y actos de tal manera que solo

aparezcan ante ella los elementos necesarios para una identificación excluyente. La pregunta no es,

¿qué hacen los hombres y las mujeres en virtud de su diferencia?, sino ¿qué características y

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prácticas hacen que alguien sea reconocido como hombre o mujer? Como la misma Monique Wittig

lo planteaba, los binomios hombre/mujer y femenino/masculino, pertenecen a una larga genealogía

de grandes dualidades como el bien/el mal, verdad/mentira, amor/odio, blanco/negro, vida/muerte

¿Es la división de género la dualidad fundamental de todas las cosas, o más bien, es una división

retroactiva? Esta coherencia narrativa que parece encadenar un sinfín de particularidades - por lo

demás insignificantes - en formas cuasi platónicas (divinas, eternas, perfectas, simétricas), también

necesita de deformaciones que reflejen los limites de su divina procedencia, dicho de otro modo, es

el Otro quien con su maligna presencia llega a unir a la sociedad de los “normales”, con el único fin

de erradicar de “la comunidad” aquello que amenaza su estabilidad bajo el abrigo de una apariencia

“inocente”. Se podría decir que, de una manera u otra, las grandes sociedades se representan a sí

mismas como si estuvieran en algún punto de un trayecto lineal-evolutivo y que a pesar de los

embates siguen una tendencia ascendente que irremediablemente las llevará a una especie de

estado superior, siempre y cuando se elimine a los indeseables de su seno. Estas elucubraciones

persecutorias son propias de un régimen que se siente en constante acecho, por lo que es necesario

que estas fantasías encuentren sus respectivos chivos expiatorios a quienes culpar por todo tipo de

males. La aparición histórica de la identidad de género - ese nombre que cargamos a cuestas - es el

efecto de un insidioso proceso de sujeción que produce a sus degenerados. En el afán de instituir la

dualidad hombre/mujer como la gran verdad, se han montado grandes infraestructuras de vigilancia y

control, porque a pesar de que se nace ya con un sexo determinado, nunca se llega a serlo

suficientemente.

La ley convoca a “las mujeres” y a “los hombres” a comparecer “identificándoles” de entre una masa

irreconocible de cuerpos que solo cobran sentido en y a través de la identificación; todo aquel que

quede por fuera de este proceso está obligado a interpretar el papelón del degenerado. Considérese

que el gesto de salir del clóset es la respuesta a una demanda social a confesar las “verdaderas”

intenciones “escondidas” tras la apariencia de normalidad. Por ende pregunto, ¿qué tipo de

“elección” es salir del clóset cuando en ningún momento se eligió entrar?, ¿en qué sentido el acting

de confesar la sexualidad, es en sí mismo una enunciación, independientemente de la articulación

soy homosexual?, ¿para quién se interpreta esta actuación y con qué propósitos? En principio, la

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sexualidad no empieza ni acaba en los genitales, como sus ostensibles efectos sociales lo

demuestran, por ende, ¿qué clase de expresión sexual es la confesión y ante qué círculo

masturbatorio se interpreta?, ¿porqué el poder de saber calienta tanto? El sexo, según se dice, es la

expresión “incontrolable” de la energía vital que anima a los cuerpos, un “inconsciente” al cual se

debe enfocar toda la atención para sublimarlo en pensamientos y acciones más “elevados”. Pero el

sexo también es objeto de conocimiento, se dice que la “ciencia” de la sexualidad descodifica sus

oscuras formulaciones en un lenguaje reconocible y, de hecho, productivo. Sin embargo, el sexo no

es un objeto sino la imagen de un objeto creada por la calentura de saber. Estar en el clóset significa,

literalmente, estar oculta, y es el trabajo de salir de ahí el que importa, el que produce plusvalía. No

es el sexo en donde reside el poder sino en sus efectos. La vigilancia del sexo, todas las minucias

neuróticas para etiquetarlo, clasificarlo, identificarlo, conforman una verdadera infraestructura de

extracción de biopoder.

El poder de la sexualidad radica en su metafísica, el sexo - en tanto que conjunto abstracto de

particularidades que caracterizan a los individuos de una especie dividiéndolos en masculinos y

femeninos - no se puede decir que exista o que no exista, es más bien una producción. El sexo se

materializa en y a través de gestos y actos que disimulan su existencia. Esta simulación es,

literalmente, un trabajo que se debe hacer. El sexo es el nombre que llevamos a cuestas ¿Qué clase

de reivindicación es posible a través de la igualdad de género, cuando la “naturaleza” de la propia

sexualidad es de origen degenerativo o derivativo de una sexualidad, por defecto, heterosexual? La

apelación al orgullo de “ser” gay, si bien no se puede decir que consolide la heterosexualidad, sí

reproduce la estructura binaria que la sustenta ¿Existe la identidad gay per se, un arquetipo gay más

allá de las “particularidades” geopolíticas?, ¿gay es simplemente lo opuesto a hetero, por ende su

derivado? La existencia de lo gay no solo demuestra la constructividad de la heterosexualidad, sino

la de la sexualidad misma. Las categorías sexuales (“normales” o “degradadas”) son una

construcción cuya manufactura parece mística; no se puede decir que se comprenda “a ciencia

cierta” la razón de nuestro ser sexuado, aún así, simplemente se asume. Creer para ver.

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Cuando en el travestismo se interpretan los gestos femeninos, simultáneamente se ponen al

descubierto las regulaciones que delimitan la feminidad misma ¿Cómo se debe comportar una

“verdadera” mujer?, ¿qué clase de actos califican como femeninos y cuáles no? El afán de explorar

estás y otras preguntas, es lo que me lleva a este intento de travestismo filosófico: quiero escribir

como Judith Butler repitiendo sus gestos psicoanalíticos, filosóficos y feministas y en ese mismo acto

producir mi propia escritura. Estimo que no hay manera de determinar si logro mi acometido, pero me

parece que eso es irrelevante para la presente cuestión. Este escrito es un work in progress,

incompleto, en construcción, escrito en tiempo real. Aunque cada entrega pretende ser estratégica,

sus efectos son completamente incidentales. Independientemente de si mi interpretación de Butler es

convincente o no, la finalidad es escribir por la calentura de ser leída. La escritura es un acting que

invoca a sus lectores.

iv
I. La trampa de la identidad de género.

Tal parece que la mayoría de las causas feministas contemporáneas buscan en la identidad de

género una representación política fiel a sus necesidades. Pero la representación no es simplemente

un reflejo de la identidad, es más bien el sistema regulatorio que la define. No es que la política

“representativa” visibilice o legitime a “las mujeres”, más bien produce una categoría de mujeres que

después “identifica” o “marca”. Los sistemas jurídicos producen a sus sujetos, justamente,

sujetándolos a una serie de regulaciones sociales a las cuales pertenecen en virtud de estar

sujetados a ellas. Entonces la representación no es más que la simulación política del

reconocimiento, tan solo la redundante confirmación de la “realidad”. Las leyes y los derechos

constituyen a sus sujetos “identificándolos” de entre una masa amorfa irrepresentable. La ley asume

que existen “las mujeres” y “los hombres” independientemente del sistema bajo el cual están

gobernados. Tanto los unos como los otros, ante todo, son humanos: seres orgánicos auto-

conscientes con derecho a su propia vida, derecho al cual solo pueden acceder a través de la

representación política. Por consiguiente, lo humano es ya en sí mismo una representación de lo

humano. El reconocimiento político se “extiende” solo a aquellos que ya han sido reconocidos como

humanos anteriormente. Las mujeres y los hombres no anteceden a la ley, más bien, aparecen ante

la ley como mujeres u hombres en la medida que la ley les reconozca como tales. Si este análisis es

correcto, entonces la identidad de género no es un reconocimiento sino una “concesión”. Las luchas

en pos de la igualdad asumen que “las mujeres” han sido históricamente dominadas por “los

hombres” y que la única retribución posible es el reconocimiento de la “diferencia”. No obstante, dado

que las diferencias sexuales son producto de un sistema representativo sustentado en una división

binaria y asimétrica, definitivamente, no se puede esperar neutralidad de dicho sistema.

Ser reconocida como mujer no es una simple correspondencia entre un sexo biológico y una

identidad cultural. La identidad se constituye a través del reconocimiento público al cual se está

inevitablemente supeditada. Dicho reconocimiento se construye mediante una serie de exclusiones

institucionales que predeterminan que tipo de identidades son legítimas y las prohibiciones que las

delimitan. Estas prohibiciones esconden sus orígenes para poder así, posteriormente, invocar a una

naturaleza que las justifique como totalmente necesarias y, de hecho, inapelables. La idea de una

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“naturaleza sexual” atemporal y radicalmente externa a los contextos locales, tiene la finalidad de

coaccionarnos a aceptar “libremente” las prerrogativas de los poderes fácticos, al mismo tiempo que

legitima dichos poderes mediante un contrato ciudadano impreso sobre nuestros cuerpos. Por lo

tanto, habría que cuestionar la representación política de una identidad de género transcultural a

“proteger”.

Aunque el argumento de un patriarcado “todopoderoso” ha perdido credibilidad, su concepción

implícita de la existencia de un matriarcado prehistórico, ha sido mucho más difícil de desplazar

¿Existe o existió alguna característica que tengan en común “las mujeres”, que no sea su diferencia

con “los hombres”, o es que estas conforman una “comunidad” por el simple hecho de no ser

“hombres”?, ¿hasta qué punto la especificidad de las culturas “femeninas” está articulada como

complemento, derivación u oposición a las culturas masculinas “dominantes”?, y ¿hasta qué punto el

lenguaje y las costumbres femeninas son retomadas por las causas feministas siempre en contra y,

por ende, al interior de una cultura “más fuerte” que las domina?, ¿existe algún lugar en el mundo

donde habiten mujeres que no hayan entrado en contacto con hombres, que nunca los hayan

conocido, y que paradójicamente se vivan como opuestas a ellos? Resulta que la dualidad hombre/

mujer está enquistada en las representaciones, tanto feministas como antifeministas, de lo que

significa ser mujer, además, dichas representaciones están absolutamente descontextualizadas y

escindidas de la clase, raza, etnicidad y otros tantos regímenes de poder que constituyen la identidad

y al mismo tiempo la destituyen. La pretendida universalidad de “la mujer” o las “mujeres” definida en

las causas feministas y antifeministas, queda desmentida por las restricciones propias de un discurso

que insiste en la necesidad de establecer una categoría de “mujeres” homogénea, basada en un

modelo occidental en donde ciertas vidas femeninas son “incluidas” como meras derivaciones,

malformaciones y/o desviaciones respecto a un ideal generalmente representado por la maternidad y

la pasividad. La facciones al interior de los movimientos feministas y la paradójica exclusión de

ciertas “mujeres” de sus filas, como en el caso de las transexuales y travestis rechazadas por las

llamadas feministas “radicales”, revelan los límites de la identidad y la igualdad como ideales

comunitarios.

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La impugnación feminista al “destino” biológico al que están supeditadas las mujeres, provocó una

escisión entre las categorías sexo y género, que impulsó el argumento de una naturaleza sexual

cualquiera - circunstancial, un accidente de la vida - constreñida y regulada por un género

culturalmente construido. Esta escisión implica que el sexo no puede ser la causa del género, ya que

si este es la representación cultural que asume el cuerpo sexuado, entonces, no es forzoso que un

cuerpo con pene se convierta en hombre y un cuerpo con vagina en mujer, de hecho, tampoco hay

razón alguna para simplemente asumir que solo existen dos géneros. La presunción de un género

binario implícitamente acepta que este no es más que un reflejo de un sexo “natural” igualmente

binario, que restringe o limita las posibilidades interpretativas del género. Cuando el género se

construye culturalmente sobre un sexo biológico radicalmente ajeno a la cultura pero invariablemente

representado por ella, el género mismo se convierte en un dispositivo volátil que hace de la

masculinidad y la feminidad significados que fácilmente pueden acoger cuerpos de uno u otro sexo

indistintamente. Las acusaciones de “masculinización” en “las mujeres” y de “feminización” en “los

hombres”, ponen de manifiesto la inherente vacuidad del género; cualquier “hombre” puede ser

acusado de maricón al no conducirse como un “verdadero hombre”. Entonces si el género no es más

que el nombre con el que se designa a un sexo presuntamente natural, ¿se puede seguir haciendo

referencia a un sexo que se “posee” mediante un género que se “es” sin antes aclarar como se

define uno sin el otro?, ¿qué es el sexo exactamente y dónde se encuentra?, ¿acaso está en los

genitales, las hormonas, los genes, en la piel?, ¿es posible evaluar los distintos discursos científicos

que pretenden establecer tales “evidencias”?, ¿existe una historia del sexo o de los sexos?, ¿habrá

una historia que de cuenta de cómo, cuándo y dónde se estableció la dualidad del sexo?, ¿no será

que los discursos científicos que apuestan por la naturalidad del sexo por encima de las vicisitudes

culturales, están al servicio de poderes institucionales que se benefician directa e indirectamente de

tal creencia?

Las coaliciones que encumbran la identidad de género como la bandera de la emancipación, no solo

marginan a las mujeres y las dejan sin aliadas, también apuntalan al patriarcado en su lugar central,

tan solo a la espera de que “nuevos y mejores hombres” lo tomen y lo transformen en un sistema

“más justo”. El discurso de la identidad produce un campo de acción bastante limitado que restringe

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asociaciones rivales a las relaciones de género, dejando a las mujeres a merced de un sistema

jurídico que controla y produce los modos legítimos de representación. Por consiguiente, ¿no será

que invocar la diferencia de género en la lucha por la emancipación constituye un auto-sabotaje?

Porque ya sea que se definan las diferencias sexuales mediante la representación política de un

sexo históricamente tergiversado, o se “extiendan” los sistemas de representación para acoger las

diferencias de un sexo históricamente oprimido por estos mismos sistemas, en ambos casos, la

representación es la que produce a los sujetos que después se pretende emancipar o “proteger”. Por

lo tanto, la identidad de género no es más que un eufemismo, ¿acaso existe una identidad que no

sea desde siempre de género?, porque si efectivamente existe la identidad en estado puro, es decir

sin género, ¿es posible describirla sin un sexo forzosamente binario?, y si es así, ¿es visible al ojo

profano o necesita de la mirada profesional de los médicos, psicólogos, policías, burócratas,

sacerdotes?, ¿qué es lo que una es antes del género si el sexo está desde siempre marcado? A

pesar de la evidente contradicción del concepto, este es utilizado indiscriminadamente por aquellos

iluminados bien-hechores que entienden la identidad, el género y el sexo como conceptos

mutuamente excluyentes y parte de la lista: clase, raza, nacionalidad y etnia.

No tiene ningún sentido, entonces, definir el género como la representación socio-cultural del sexo, si

el sexo ya está de antemano dividido en dos géneros, de hecho, el sexo siempre fue género y la

distinción no es más que un simulacro. No es que el género sea a la cultura y el sexo a la naturaleza,

más bien, el género es en sí mismo un dispositivo que disimula la existencia de una “naturaleza

sexuada” o “un sexo natural” “más allá” de la cultura, una superficie políticamente “neutral” sobre la

cual se reproduce la sociedad ¿Se “posee” un género o se “es” de un género como está implícito en

la pregunta «¿de qué género eres?»? Cuando los movimientos feministas y de diversidad sexual

argumentan que el género es la representación cultural del sexo o que el género es una construcción

cultural, ¿cuáles son las maneras y los mecanismos de dicha construcción? Si el género está

construido, ¿puede ser destruido o su construcción implica cierto determinismo social que lo hace

indestructible?, ¿el hecho de que este construido sugiere la presencia de un marco regulatorio o el

proceso es más bien circunstancial? Simone de Beauvoir argumenta en El Segundo Sexo que “no se

nace mujer, se llega a serlo”, para ella el género es una construcción, pero implícito en su

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formulación está un agente, un cogito, que de alguna manera se apropia del género y también

puede, en principio, tomar cualquier otro rol, lo que sugiere que el género es una especie de

investidura que se puede cambiar a voluntad. Si “el cuerpo es una situación” como Simone de

Beauvoir afirma, y se “deviene” mujer solo bajo presión social, entonces no hay cuerpo que no este

situado desde siempre en un entramado de significados culturales. No se puede acceder a un cuerpo

“puro” que no este ya marcado por los conceptos que, se dice, solamente lo describen

“neutralmente”. Lo que la teoría de Beauvoir implica, es que el sexo en tanto que “facticidad”

anatómica, siempre fue género, es decir, una categoría cultural.

La división humana de los sexos se basa en una historia ridículamente simétrica de polos opuestos

que se complementan. Esta fábula gira alrededor de una relación de falta y deseo: un sexo

masculino que desea a uno femenino en virtud de que este no es masculino, y un sexo femenino

desea a uno masculino en virtud de que este no es femenino. Pero esta falta fundacional no se vive

en iguales circunstancias para este par, ya que las mujeres son coaccionadas a encarnar la falta de

los hombres como propia. En la larga tradición filosófica que inicia con Platón, la distinción entre

mente (alma, conciencia) y cuerpo, invariablemente promueve relaciones de subordinación ante una

entidad “psíquica” que se presume absolutamente “libre” de toda carnalidad. Esta separación mítica

es propia de la fantasía masculinista que pretende “desmaterializarse" mediante la proyección del

espectro de su corporalidad reprimida sobre el cuerpo femenino al cual obliga a interpretar “lo otro”

que el hombre desea penetrar. Es precisamente en el género en donde se reproduce la división

mente/cuerpo como par hombre/mujer, en donde el hombre es a la mente como la mujer es al

cuerpo. Entonces, ¿quiénes son “las mujeres” que la igualdad pretende “nivelar” con “los hombres”?,

¿qué tipo de causa es esta que es al mismo tiempo la reivindicación del oprimido y la reafirmación

del opresor?, ¿qué tipo de causas puede encumbrar una narrativa que necesita de un poder

masculino hegemónico para narrar la génesis de las luchas feministas?, y más aún, ¿qué tipo de

igualdad es siquiera posible ante a un poder al cual se esta sujetada, en virtud de haber emergido de

él?

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La situación se torna sumamente complicada alrededor de la transexualidad, dado que el

reconocimiento de la feminidad trans viola las leyes de correspondencia entre sexo, género y deseo

que le dan sentido a la división heterosexual del género. Pero, si efectivamente existe una identidad

“de” género que podría o no coincidir con las características sexuales, entonces fácilmente se puede

poseer una identidad femenina y ser del género masculino o ser del género femenino y poseer una

identidad masculina. No obstante, las limitaciones sociales impuestas sobre los roles de género son

tan grandes que, como se verá en párrafos más adelante, pueden costarle la vida a quienes no las

acaten. En la medida que nuestra existencia social requiera de una afinidad heterosexual entre los

genitales y la conducta, las articulaciones anteriores hacen de quienes las viven en carne propia,

poco menos que parias ¿Existe una mujer “universal”, anatómicamente opuesta al hombre de tal

manera que sea este siempre quien penetra?, ¿en qué medida es la ausencia/presencia del pene lo

que determina el sexo, el género y el deseo? En una cultura machista en la que la feminidad se

reconoce y se representa como un cuerpo penetrable y reproductivo, ¿qué tipo de feminidad se

produce dentro de las prácticas transexuales de diferenciación sexual?, ¿hasta qué punto los senos,

la vagina, la menstruación, las hormonas, el útero y la maternidad, son las características sine qua

non de la feminidad y hasta qué grado son constructos culturalmente naturalizados mediante su

insistencia compulsiva? Si el sexo se divide forzosamente en géneros y el género es la

representación cultural de la división sexual, ¿qué caso tiene “extender” la representación política

mediante una identidad de género inútilmente redundante?

El género no es más que un gesto vacío, una palabra hueca para nombrar una identificación forzada.

Es necesaria la presencia de un cuerpo cualquiera que efectivamente pueda representar ante la ley

la existencia de dos sexos que en conjunto representen el sexo “de” un cuerpo. El cuerpo aparece

entonces como un mero instrumento o medio en el que se inscriben los significados culturales que

nos otorgan existencia social, donde el género no es más que el nombre de una materia pre-social y

que, por ende, solo es posible invocar mediante los artículos el o ella. En otras palabras, un cuerpo

“hembra” es bautizado como mujer y un cuerpo “macho” como hombre, en virtud de poseer órganos

“sexuales” producto de la feliz unión de una célula germinal masculina y otra femenina, por lo tanto,

¿hasta qué punto las categorías mujer y hombre carecen de sentido si no fuera por un dominio

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heterosexual en el que identidad, género y sexo, coinciden felizmente como substancias que se

corresponden más allá de la materia? El cuerpo no es más que un manojo de huesos, órganos,

sangre y genes, a la espera de ser moldeados por una “voluntad” cuasi divina que a pesar de las

divergencias culturales - muchas de ellas irreconciliables - siempre se repite como patrón matemático

y por ende, revela una “verdad interior” tan solo a la espera de ser identificada. La/el cualquiera es la

última reencarnación política de un sistema jurídico que depende totalmente de la presencia de un

cuerpo, por definición, irrepresentable.

El cuerpo vivo o muerto es el último bastión de las causas igualitarias: producir una base humana

“más allá” de las diferencias aunque irremediablemente representada por ellas. El cuerpo cualquiera

es la superficie “polimorfa-perversa-ancestral” de la cual emerge y evoluciona el humano sexuado y

sujeto de derecho. Si humanidad solo hay una y está dividida en sexos opuestos pero

necesariamente complementarios entre sí, entonces la sexualidad es básicamente un laberinto sin

salida. En el afán prematuro de definir lo universalmente humano con el bien intencionado fin de

“incluir a todos”, inevitablemente se restringe lo “humanamente” posible. La corporalidad como

materia “zombie”, que no está ni viva ni muerta pero es indudablemente vigorosa y llena de fluidos,

no es más que la necesidad histórica producto de un vetusto patriarcado en vías de sublimación. En

pocas palabras, la identidad de género es una trampa. Porque para ser personas, ósea, seres

existenciales que se desenvuelven socialmente y que dependen de dicha sociabilidad para existir

como humanos, es forzosamente necesario desarrollar una identidad tanto reconocida como

categoría y reconocible en su interpretación. El par hombre/mujer es “universalmente” reconocido

aunque las formas de performarlo son ampliamente divergentes. Este reconocimiento público es una

disputa política constante, ya que aunque una se perciba y se reconozca como mujer, no significa

que los demás lo hagan, situación que pone en riesgo no solo la vida social, sino la corporal.

México ocupa el segundo lugar en el mundo después de Brasil en asesinatos a mujeres

transexuales. De acuerdo con Transgender Europe, en Latinoamérica han ocurrido mil trescientos

cincuenta asesinatos de mujeres trans en un transcurso de seis años, a partir del dos mil ocho. En un

reportaje de la revista VICE titulado “Sobrevivir a la condena de ser trans en México”, se narra que en

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el dos mil quince en la ciudad de Chihuahua al norte del país, justamente durante el período de la

legislación por el matrimonio igualitario, se encontró el cuerpo sin vida de una mujer trans (cuyo

nombre no se especifica en el artículo), con la cara destrozada, calzando zapatos de hombre que sus

agresores le colocaron después de muerta y envuelta en una bandera mexicana haciendo una clara

referencia a la homofobia nacionalista que puede rastrearse hasta la Revolución Mexicana. De los

doscientos ochenta y tres transfeminicidios reportados en los últimos siete años, en treinta y tres de

ellos se indica que los cuerpos presentaban evidentes signos de tortura. En el mismo reportaje se

reproduce el relato de Abigail Madariaga, mujer trans de treinta y dos años y trabajadora sexual,

quien cuenta como fue atacada cobardemente por la espalda por un taxista al cual le negó sus

servicios. Tal desprecio hacia ciertos tipos de existencias consideradas degradaciones de un proceso

de diferenciación sexual que “normalmente” culmina en la división heterosexual de los cuerpos, es

sintomático de un régimen heterosexual que en su afán de universalizarse, estrangula a aquellos

cuerpos que a sus ojos son simples objetos penetrables y víctimas de su propia condición, de los

cuales se puede disponer libremente en tanto sea para “causas justas”.

Esto dista mucho de ser un problema exclusivo de mujeres trans o de países “tercermundo”, de

acuerdo al reporte titulado Cuando los hombres matan a las mujeres, publicado en el dos mil

dieciséis en los Estados Unidos, tan solo en un año se cometieron mil seiscientos trece feminicidios a

punta de pistola. De los mil cuatrocientos noventa y cinco casos analizados en los que se pudo

identificar la relación de la víctima con el homicida, en mil trescientos ochenta y ocho de ellos se

encontró que las mujeres fueron asesinadas por hombres que conocían, mientras que en los ciento

siete restantes fueron asesinadas por extraños. Este reporte se puede leer paralelamente con el

nuevo video publicitario de la Asociación Nacional de Rifle del mismo país (disponible en YouTube),

en el que una conductora de afiliación conservadora mirando hacía la cámara se dirige a «cada

violador, abusador doméstico y criminal violento», amenazándolos con la posibilidad de que su

siguiente blanco de ataque bien podría estar armada, entrenada y lista para matar. Lo que la vocera

de la Asociación del Rifle parece no considerar, es que estos homicidas en potencia que

probablemente cohabitan con sus víctimas, utilizan armas adquiridas con el permiso de la misma

Asociación la cual ella vehementemente representa.

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Tampoco queda claro como es que una mujer en una situación de violencia doméstica puede estar

entrenada y lista para «ejercer el “derecho” de elegir su propia vida sobre la de su agresor». En

primer lugar, ¿qué clase de “derecho” es este? y en segundo lugar, ¿quiénes son merecedoras de

ejercerlo y quiénes no?, en otras palabras, ¿son las mujeres esos cuerpos cualquiera a la espera de

la concesión del derecho a elegir? Tal parece que esta mujer imaginaria a la que alude la vocera,

entrena mientras el esposo o pareja duermen o tal vez se inspiró en la película titulada Enough

(2002), protagonizada por la famosa actriz Jennifer López, quien interpreta a una mujer acosada por

un marido golpeador que la amenaza con asesinarla y quitarle a la hija. Al final de la película, la

protagonista logra salir airosa de este calvario mediante un plan milimétricamente ejecutado y gracias

a un duro entrenamiento físico que le permitió matar a su agresor y salir exonerada alegando legítima

defensa ¿Quiere decir esto que la única manera efectiva de escapar de una situación de abuso

constante, es mediante un entrenamiento riguroso acompañado de un complicadísimo plan

maestro?, o más bien, ¿no será que caer víctima de un abusador responde a la existencia de una

estructura machista que le permite a esos hombres tan cercanos, simplemente jalar de la soga que

tan convenientemente para ellos tienen las mujeres atada al cuello?.

Esta injusta desventaja queda manifiesta en el caso de Daphne, una chica mexicana menor de edad

habitante del estado de Veracruz, quien fue violada por cuatro tipos apodados en las redes sociales

como los Porkys. De acuerdo al juez Anuar González Hemadi, uno de los inculpados, Diego Cruz,

«no tenía la “intención” de llegar a la cópula vaginal, anal ni oral, porque los tocamientos se hicieron

sin lascivia», por lo que resolvió a favor del violador aún a pesar de que este reconoció su

culpabilidad. Dado que, según el señor juez, la chica no logró dar pruebas «de la lascividad de la

conducta» de su agresor, ni «describe al momento en que se dio el evento delictivo con la “certeza”

que en ese hecho haya habido una intención lasciva por parte del activo y por tanto, sea constitutiva

del abuso sexual que requiere el tipo penal de pederastia», los hechos no pueden ser considerados

como violación. Estamos ante una violación sublimada. Esta imposibilidad de reconocimiento pone al

descubierto la cuestionable naturaleza del derecho a elegir la vida propia, especialmente en una

violación, donde la víctima tiene que comprobar no solamente los hechos de la agresión, sino las

intenciones de su o sus agresores para hacer efectivo su derecho a elegir, ante un juez, la propia

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vida y reclamar justicia. También se podría decir que la inclinación del juez por Cruz, se debe a que al

parecer este y sus secuaces son miembros de familias prominentes del estado de Veracruz. No

obstante, la insistencia en negar la penetración llamándola “intenciones” y “satisfacción de apetito o

deleite sexual”, pone al descubierto la inocencia tácita del pene, cuyo acto penetrativo carece de

relevancia ya que se llevo a cabo dentro ciertos parámetro legales que le dieron a Daphne la inútil

“posibilidad” de cambiarse de asiento al interior del auto en el que era llevada cautiva. Este hecho,

según el señor juez, invalida el reclamo de la chica y hacen de ella una especie de “complice” de su

propia violación porque “pudo haber hecho algo”.

Otro caso ejemplar es el de la violación multitudinaria de una joven madrileña de 19 años ocurrida en

Pamplona, España, durante los festejos llamados Sanfermines. La sentencia para los cinco

integrantes del grupo autodenominado la Manada - quienes grabaron y subieron el video de la

violación a las redes sociales - fue de tan solo 9 años contra los 20 a 25 años solicitados por la

fiscalía. Dado que el tribunal «no entiende que haya violencia ni intimidación» no considera lo

sucedido una violación, ya que para que haya intimidación se tiene que presentar algún tipo de

«amenaza o el anuncio de un mal grave, futuro y verosímil, si la víctima no accede a participar en

una determinada acción sexual». A pesar de que el tribunal aceptó que hubo abuso con

«prevalimiento» porque existió una situación de «preeminencia sobre la denunciante que generó a

los cinco amigos una posición privilegiada sobre ella», solo por el simple hecho de que la víctima

declaró que cuando fue llevada al recinto donde ocurrió la violación «no fue con mucha fuerza como

para dejar marca», la sentencia se determinó en favor del grupo de violadores.

Este acuerdo tácito masculinista es posible - aún a pesar de que “entre hombres” se puedan asesinar

de las maneras más atroces - gracias a un «contrato heterosexual» en el que lo femenino equivale a

lo penetrable y por ende es menospreciado como un cuerpo cualquiera a disposición de las leyes de

los hombres. Como se pudo constatar en los pasajes anteriores, se juzga y se castiga a las mujeres

en base a la concepción universal de una feminidad inherentemente pasiva y complementaria a la

fuerza masculina. Desafortunadamente, estos gestos misóginos son retomados, inadvertidamente,

en el esfuerzo por construir una solidaridad femenina global en contra de un patriarcado

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supuestamente globalizado ¿Es necesario un consenso femenino mundial para asegurar la

efectividad de la acción política?, ¿no será que la búsqueda prematura de la sororidad terminará por

coartar alianzas contingentes mucho más atractivas para un gran número de mujeres que “no

cumplen” con los requisitos universales de la feminidad? Abogar por una identidad femenina por

encima de las particularidades de “las mujeres” que esta identidad presume representar, pospone la

tarea actual de repensar las posibilidades subversivas al interior de las estructuras de poder de las

que se pretende emancipar. Las nociones utópicas de una sexualidad femenina liberada de la

heterosexualidad obligatoria, una especie de sexualidad más allá del sexo, falla en reconocer las

formas en las que el poder, y no un patriarcado omnipotente, continúa construyendo la sexualidad

por muy revolucionaria que esta se jacte de ser.

Estas formas de coalición predeterminadas se convierten en gestos totalitarios que buscan

agrandarse mediante una apropiación tramposa de las múltiples operaciones culturales de opresión

de las que emergen cuerpos que por sus genitales, su aspecto y/o deseo, se viven como mujeres.

Dicha apropiación no se puede “arreglar” simplemente incluyendo al monólogo de las culturas de

occidente un apartado “inclusivo”, “tercermundista” o “gay-friendly” de enemigos en común. Tales

modelos de afinidad asumen la existencia de una noción universal de “dialogo”, subestimando la

confrontación como modo efectivo para construir alianzas encaminadas a la acción y no al “acuerdo”

o “la comunión”. La necedad por alcanzar la solidaridad a cualquier precio, es sintomática de una

heterosexualidad compulsiva que busca neutralizar contingentes virulentos que no requieren de

acuerdos previos y por tal motivo representan una amenaza constante que parece venir de todos

lados. Una amenaza de semejante magnitud requiere de un ideal normativo que regule y vigile la

conducta a través de “acuerdos” basados en una identidad que empariente moralmente a las

“personas”, asumiendo igualdad de condiciones transculturales que les permite entablar diálogos que

a pesar de las buenas intenciones bien podrían no estar sucediendo, ya que mientras un interlocutor

asegura conversar “pacíficamente”, el otro podría sentirse “legítimamente” atacado.

La sexualidad está culturalmente construida con los mismos términos que los discursos del poder,

donde el poder opera a través de dispositivos arquitectónicos que organizan, segmentan y orientan la

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sexualidad en términos heterosexuales y fálicos. Está ampliamente documentado el uso del cuerpo

como proporción geométrica en la arquitectura, así como las maneras en las que los roles de género

jerarquizan el uso de los espacios, por lo que se puede decir que la arquitectura en cierto sentido es

fálica: reproduce materialmente los símbolos que representa. El acto de ser y tener el género, o lo

que es lo mismo, el falo, solo se puede lograr habitándolo, de otra manera no se explica la plétora de

lugares cuyo carácter varía según el sexo, sexualidad y deseo de sus ocupantes - siendo el uso

transexual de los sanitarios públicos la controversia más reciente. Aunque la representación fálica se

presume la más “fiel” a su objeto, no es más que una de muchas otras representaciones posibles, de

igual modo la representación no es el único instrumento de sujeción, razón por la cual existen

múltiples descripciones y teorías del sexo que corresponden a los campos de poder desde los cuales

están pensadas. La sexualidad es una labor para muchos amos; parece sabio invocar aquí a Michel

Foucault para argumentar que la sexualidad contemporánea pertenece a un linaje que la vincula con

el ascetismo y las auto-mortificaciones, así como con la medicina, la demografía y la legalidad.

La existencia de una identidad que “tiene” y que “es” un sexo no puede ser más que actuada ¡una

laboriosa actuación sin duda! La identidad es un espectro, una realidad “interior“ y “metafísica”, un

“más allá” de la raza, sexo, género, etnia, nacionalidad y del cuerpo mismo. El sujeto-sujetado del

humanismo es quien porta sobre la piel las diferentes marcas de un ideal normativo que le incita a

actuar de tal o cual manera. Guy Hocquenghem dice que «la sociedad capitalista fabrica lo

homosexual como produce lo proletario». Por un lado, devenir homosexual es rehusarse a participar

en ciertos actos, a repetir ciertos gestos, en cambio, “tener homosexualidad” es padecerla en forma

de síntomas patológicos, sobretodo en las sociedades industrializadas donde “la sombra del maricón

es tan grande que a pesar de todas las condenas se reproduce como plaga”. Hocquenghem cita a

Foucault cuando afirma que tanto la aparición de la psiquiatría y el manicomio «manifiesta la

capacidad de una sociedad para inventar medios específicos para clasificar lo inclasificable, el

pensamiento moderno irá creando una nueva enfermedad, la homosexualidad». No es que exista un

sexo “natural” o “inconsciente” aprisionado por una serie de leyes y prohibiciones, más bien, el sexo

mismo es un efecto de la ley. Dicho de otro modo, el sexo es un síntoma de la ley.

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El cuerpo como ser biológicamente vivo, cuerpo cualquiera habitado por un “alma”, un “cogito”,

pertenece a una narrativa médico-jurídica cuya aparición histórica es concomitante con el control de

población mediante la regulación de la natalidad y la mortalidad. Esta narrativa se vuelve efectiva

solo hasta que se somatiza, es decir, hasta que la ley deviene cuerpo, pero un cuerpo más bien

espectral, abstracto, transparente y ahuecado, una suerte de molde de manufactura “metafísica” que

se ciñe al cuerpo hasta mimetizarse con él. En la filosofía existe la noción de que la “persona” es una

especie de “núcleo” que compartimos todas, independientemente del contexto geopolítico en el que

cada una se encuentre. Este núcleo es nada menos que la identidad, sea esta derivada de la

nacionalidad, los genes, la religión o del sexo. No es un hecho menor que “salir del clóset” sea la

manifestación somática, encarnada, de la exigencia de la ley a identificarse. Basta con haber cruzado

algún tipo de frontera para haber experimentado en carne propia los dispositivos de reconocimiento:

huellas digitales, scan de retina, pasaportes, pero también artefactos menos sofisticados como la

vestimenta e incluso cuestiones más efímeras como los gestos, guiños y señas. El poder de la ley se

reproduce gracias a su repetición compulsiva, de hecho, el poder reside en la repetición, como se

verá en los siguientes capítulos por venir, la repetición materializa los flujos de poder de muy diversas

maneras. La repetición continua, regulada y sancionada de esta exigencia, se sedimenta justo

encima de la piel y se efectúa al interior de un rígido marco regulatorio que con el paso del tiempo se

interioriza mediante la estilización del cuerpo, hasta adquirir una consistencia cuasi natural. En otras

palabras, el género es una ley punitiva que neuróticamente regula la conducta, es toda una

sintomatología de los órganos “sexuales”, de hecho, estos no son más que manifestaciones

somáticas de las leyes de correspondencia; los órganos se activan o se entumecen dependiendo de

poderosos factores como la vergüenza, el asco, la compasión, la moral y la autoridad.

Para ser reconocida se debe representar una correspondencia única entre género, sexo y deseo, de

manera que se deben excluir una serie de equivalencias problemáticas haciéndolas aparecer como

“desviaciones” de la norma o “malformaciones” de un proceso estadísticamente “normal”. La

persistente proliferación, a veces virulenta, de ciertas identidades de género que no se someten

“voluntariamente” a las normas sociales de reconocimiento, genera oportunidades críticas para

exponer los poderes que están en juego y rivalizarlos. Esto no quiere decir que las prácticas

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homosexuales de sexo anal u oral “entre hombres”, por ejemplo, puedan deshacer un género que,

paradójicamente, incita a realizar dichas prácticas. Si la lesbofeminista Monique Wittig está en lo

correcto cuando afirma que las lesbianas «no son mujeres», entonces se sigue que los

homosexuales no son hombres, dado que no participan del todo en el intercambio heterosexual. No

obstante, ni los gays ni las lesbianas pueden existir completamente afuera de un territorio

heternormado al cual necesariamente se contraponen. Por un lado, Wittig argumenta que la lesbiana

“traiciona” al género del cual emergió y por ende huye de él, por el otro lado en su obra literaria El

cuerpo lesbiano, reproduce una sexualidad lesbiana que se puede entender como un modelo de

inversión del proceso de diferenciación sexual teorizado por Freud en sus Tres ensayos sobre la

sexualidad, con el fin de inaugurar una especie de “postgenitalidad”; en partes “regresando” a un

estado oral-caníbal, en otras sublimando el asco, en otras sustituyendo al objeto sexual por fetiches y

en general, desordenando los límites del cuerpo, el sexo, el deseo, el miedo, el placer, el hambre y la

identidad.

Si la crítica que Wittig emprende contra la genitalidad, se basa en un modelo de inversión que

revaloriza el subdesarrollo freudiano del cuerpo erógeno que no logra llegar a la etapa genital, última

en el desarrollo “normal” de la sexualidad, ¿hasta qué punto está revalorización postgenital

reproduce el modelo mismo, ahora invertido, que pretende superar? Dado que su modelo de

inversión retoma la organización heterosexual en el afán de sustituirla, inadvertidamente, asume la

misma teoría psicoanalítica de un continuum evolutivo entre una sexualidad “polimorfa-perversa-

ancestral” y una heterosexualidad culturalmente “superior”. La propuesta antigential de Wittig

pretende destituir lo que ella denomina como «contrato heterosexual» con sus mismos términos,

pero, dado que estos son retomados por lesbianas “fugitivas” con el fin de salvar a las mujeres de la

clase masculina que las mantiene dominadas, dichos términos, se espera, serán subvertidos, es

decir, se modificarán de tal manera que se logre destruir el género. Esta lucha debe ser emprendida,

necesariamente, a través del lenguaje, que aunque en manos de los hombres cosifique el cuerpo

femenino, simultáneamente articula un lugar de enunciación “universal” que es el “yo”.

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Para Wittig, el “yo” es una posición que puede ser llenada por cualquiera, una silla vacía, que en El

pensamiento heterosexual describe como una perspectiva “universal”, pero, ¿porqué detener la

crítica en la universalidad indiscutible del “yo”?, ¿porqué si destituye al Inconsciente, la Historia y a la

Mujer misma, deja intacto al sujeto universal llamado “yo”? Por un lado, Wittig desmiente la falsa

enunciación de la diferencia de la escritura “femenina”, postura también asumida por Foucault en

cuanto a la obra literaria “gay”, entonces, ¿porqué asumir la existencia de una escritura “universal”

por encima de las temáticas lésbico-gay que, paradójicamente, deberán evitarse para lograr

“conquistar” la universalidad? Tal parece que a Wittig no le molesta la diferencia política entre lo

particular y lo universal. Wittig cree que al decir “yo soy lesbiana” se restablece el contrato social a

sus orígenes humanos, temporalidad que no queda clarificada ya que «lo universal se lo han

apropiado desde siempre los hombres y, siguen haciéndolo», aunque como señala la autora,

«debemos comprender que los hombres no nacen con la facultad para lo universal y (...) las mujeres

no están reducidas desde su nacimiento a la particularidad».

En las sociedades industriales y postindustriales, definitivamente existen dos clases sociales

denominadas masculina y femenina, donde como bien señala Wittig, la dominación masculina «no

ocurre por arte magia, sino que debe hacerse, es un acto, un acto criminal, perpetrado por una clase

contra otra, es un acto cometido en el nivel de los conceptos, en la filosofía, en la política». Como la

misma Beauvoir lo señala, la palabra mujer salida de la boca del hombre suena a insulto, de igual

manera «el género es muy dañino para las mujeres cuando se utiliza [en] el lenguaje». Para Wittig el

lenguaje es tan poderoso que «cuando uno se convierte en hablante, cuando uno dice “yo”, al hacer

eso, se reapropia del lenguaje en su totalidad». Sin embargo, y a pesar de su enorme fuerza, el

género, un simple indicador lingüístico, en la boca de los hombres opera en el lenguaje como

sustantivo y lo modifica de tal manera que le «quita a las mujeres la autoridad de hablar» y las fuerza

«a hacer su aparición al modo de los cangrejos, particularizándose a sí mismas y disculpándose

continuamente» ¿Cómo es que el lenguaje siendo tan poderoso que «da a cada uno el mismo poder

de llegar a ser un sujeto absoluto por medio de su uso», sucumbe ante un indicador que como ya se

ha visto, antes que contener, ocasiona una multiplicación de géneros que después debe ser

neutralizada? ¿No será que Wittig confunde al lenguaje con el poder?

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Si bien Wittig está en lo cierto cuando dice que el lenguaje es una “materia especial” que «proyecta

haces de realidad sobre el cuerpo social, lo marca y le da forma violentamente», el lenguaje es solo

un dispositivo entre muchos, y el del que ella habla particularmente, es un lenguaje fálico. Es fálico

dado que aunque se presenta como simple forma que solo “indica” un contenido “real”, “natural” o

“verdadero” que está por fuera de la estructura del lenguaje, no obstante, «fuerza a cada hablante, si

pertenece al sexo oprimido, a proclamarlo en su discurso», y como es propio de la representación

fálica, hace aparecer a quien marca «como la propia forma física» de aquello que nombra, es decir,

la encarnación del orden simbólico. Es el poder y no el lenguaje, el que captura al cuerpo y lo moldea

a manera de que represente, performe, tanto la forma como el contenido del lenguaje. No solo el

género en tanto que indicador lingüístico sino el sexo mismo, es una categoría abstracta, es decir,

ficticia, que actúa en el cuerpo social porque pertenece al orden de la función. La cuestión no radica

en saber si el género es menos sustantivo que el sexo, sino que ambas categorías son

exclusivamente instrumentales, van acompañadas de una serie de disciplinas, controles,

regulaciones y vigilancias que las materializan. Se le dice no a las cosas que ya de por si no se

pueden hacer, es decir, se prohibe aquello que de entrada esta protegido, contenido, resguardado y/o

vigilado. Evidentemente esto no quiere decir que las prohibiciones funcionen, de hecho, no lo hacen

y es precisamente por eso que terminan por engendrar su propio debacle. Es bien sabido que por

mucho que se intente alcanzar el ideal de género de un sexo asignado, incluso previo al nacimiento

gracias a la tecnología del ultrasonido, siempre hay algo que se escapa a la voluntad. El cuerpo

parece tomar caminos inadvertidos, erotizando la autoridad, el asco, la vergüenza y la moral, de

maneras que perturban la norma heterosexual, distorsionando sus mandatos en formas que solo

posteriormente son clasificadas como transexuales, homosexuales, lésbicas, etc, pero que de ningún

modo son copias ni perversiones de la norma.

La sexualidad sacrílega que emerge al interior del contrato heterosexual no es una simple copia

autómata del mismo sino una reformulación. La “presencia” de las llamadas convenciones

heterosexuales en contextos homoeróticos, así como la proliferación de identificaciones sexuales in

situ características de los encuentros lésbico-gays tales como femme-butch y pasivo-activo, de

ningún modo son derivaciones o degradaciones de una heterosexualidad “natural” u “original”,

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tampoco son insistencias heterosexistas dentro de los ambientes lésbico-gay-trans-travesti. Una

mujer trans no es una copia de una mujer “real” o “verdadera”, transexualidad no es a hetero como

copia es al original, sino como copia es a otra copia. La supuesta originalidad inapelable de la

heterosexualidad no es más que una interpretación paródica de lo “humano”. Por ende, lo humano en

tanto que ente más allá de la materia, espíritu libre y universal, no es más que la ridícula farsa de la

mítica escisión entre mente universal y cuerpo cualquiera que los hombres creen que realizan cada

vez que piensan ¿Porqué pelear por “recuperar” esa extraña “materia metafísica” que ni ellos mismos

poseen? Los hombres no se apoderaron del lenguaje, más bien el lenguaje es un fetiche que ellos

creen que cuando sale de sus bocas, distingue lo universal de lo particular, argumento totalmente

fraudulento. En efecto, la tarea emprendida por Wittig para «destituir las categorías de sexo en

política y en filosofía, [y] destruir el género en el lenguaje (o al menos modificar su uso)» es una tarea

crucial, pero no porque el lenguaje este “tomado” por los hombres, sino para engendrar diversos

puntos de enunciación que entren en conflicto en vez de buscar la “comunión” o el respeto a la

“diferencia”. No se trata de crear un “nuevo” lenguaje feminista o peor aún, progresista, eso solo

reifica la diferencia tal como afirma Wittig en cuanto a la escritura femenina comparándola con «las

tareas del hogar y la cocina», donde ese lenguaje “especializado” o “purificado” después se vuelve el

látigo para castigar a aquellas que no hayan sido iniciadas en las “verdades” del feminismo

“auténtico”.

Seguir teorizando el lenguaje, el contrato, la ley y el sexo como las causas sine qua non de la

conducta, el deseo y la sexualidad, es seguirle el juego a una clase masculinista y fálica que se

caracteriza por deslumbrarnos con espejitos. Que las sociedades masculinistas pongan el énfasis en

el poder de los conceptos, las palabras, los significados, en suma, en el “poder” del espíritu, es un

delirio propio de una clase que se cree escindida interiormente entre un alma inmortal y una

“cáscara” perecedera que es su «lugar en el mundo». Tanto la identidad masculina como la femenina

están instituidas en una sexualidad psicosomática, donde la mujer debe hacer alarde de su

“ausencia” de masculinidad para reflejarle al hombre la suya y en ese mismo acto hacerle segunda a

su fantasía metafísica de separación mente/cuerpo. Esta identificación por oposición que reprime

cualquier tipo de incoherencia entre sexo, género y deseo, es invariable e inadvertidamente

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productiva, dado que requiere que sus sujetos sean perversos inconscientes en constante amenaza

de rebelión, criminales en potencia que piden a gritos ser reformados. Dicho de otro modo, la ley

requiere que sus sujetos vivan en un estado de excepción perpetuo, donde si no fuera por el ojo de la

ley que todo lo vigila, la potencia sexual desbordaría de tal manera que las ciudades se “degradarían”

hasta convertirse en miles de Sodomas y Gomorras.

Como en su momento lo prefiguró la misma Simone de Beauvoir cuando argumentó que los hombres

no pueden resolver la cuestión femenina porque estarían actuando como juez y parte, de igual modo,

no se puede resolver la cuestión sexual recurriendo a una supuesta esencialidad humana que

quedará libre una vez haya sido derrocado o conquistado el régimen. Por ende, invocar el estatuto de

humano es performativo, es decir, actúa aquella humanidad que presume ser. La unidad aparente del

humano por encima de las diferencias, es un efecto de una heterosexualidad compulsiva que busca

agrandarse a través de la neurótica repetición de su lógica. Si no hay “humano”, “persona” o

“sexualidad” que se pueda decir que este afuera, antes o después de la norma que le sujeta,

entonces, lo único que queda es impugnarla en virtud de su carácter constructivo o, mejor dicho,

arquitectónico. Si por un lado, Foucault permanece ambiguo en cuanto al significado de dispositivo,

por el otro lado, es bastante claro en lo que a su carácter espacial se refiere, el cual la verdadera

Butler desestima o simplemente no ve, sobretodo en el último capítulo de Género en disputa, donde

parece olvidar el encierro arquitectónico del convento en el que habitaba Herculine/Alexina, una

“intersexual” del siglo diecinueve cuyos diarios encontró y publicó Foucault bajo el título Herculine

Barbin llamada Alexina B., y que justamente constituía el “escenario” de sus amoríos “entre mujeres”

con las otras huérfanas y monjas al mando, que hacían de su cuerpo una “situación” imposible para

la sexualidad.

La coherencia interna entre hombre y mujer es absolutamente necesaria para cualquier relación

sexual. Considérese que la homosexualidad requiere de dos géneros iguales y por lógica de uno

opuesto que quede por fuera de dicha relación, de igual modo la bisexualidad, mientras que la

transexualidad requiere de una identidad de género totalmente escindida de un sexo que le es

“opuesto”. Por consiguiente, el sexo siempre es heterosexual, pero, operar al interior de un régimen

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de circulación y correspondencia de género, sexo y deseo binario, no equivale a replicar las mismas

relaciones de dominación. Más bien, la obligación de encarnar la heterosexualidad ofrece

posibilidades de desordenarla, que no es lo mismo que superarla, lo cual es prácticamente imposible,

dado que como la misma Wittig lo dedujo, la heterosexualidad es «un objeto no existente, un fetiche,

una forma ideológica que no se puede asir en su realidad, salvo en sus efectos, y cuya existencia

reside en el espíritu de las gentes de un modo que afecta su vida por completo, el modo en que

actúan, su manera de moverse, su modo de pensar». La cosa es que “ser” y “tener” un género es un

efecto provocado por una multiplicidad de dispositivos que operan excluyendo; máquinas abstractas

cuya procedencia puede ser rastreada hasta sus orígenes arquitectónicos, como es el caso del

panóptico de Bentham utilizado por Foucault para teorizar la disciplina y la vigilancia como

mecanismos de sujeción. Las categorías sociales y jurídicas que emergieron de los traslapes entre la

estadística, la demografía, la medicina y la legalidad en la Europa del siglo diecinueve, han

engendrado todo un imperio de la sexualidad que de ninguna manera pudo haber sido pronosticado

ni mucho menos planeado. Las divergencias sexuales no solo son posibles sino que están

habilitadas porque la ley misma las incita.

No se nace mujer u hombre, se llega a serlo. Mujer y hombre son términos en perpetua construcción

que no se puede decir que tengan inicio o fin, son estilos históricos socialmente sancionados de

como llevar una “buena vida”, o técnicas del yo como las llamaba Foucault. Una genealogía

arquitectónica de las normas de género, si es exitosa, revelará que la apariencia sólida del género es

tan solo un efecto de determinados actos y gestos constitutivos, posteriormente naturalizados

mediante su repetición compulsiva al interior de formaciones espaciales. Las luchas trans no se

hacen en el ámbito abstracto de los pronombres masculinos y femeninos, más bien, son una batalla

campal contra los dispositivos más violentos de la heterosexualidad. La identidad de género se

inscribe en los cuerpos «al rojo vivo», como diría Wittig, mediante máquinas arquitectónicas que los

encierra a diferentes intervalos y con muy diversos propósitos. Para poner al género en problemas,

movilizarlo, confundirlo y ampliarlo, hay que olvidar las fantasías utópicas de una sororidad femenina-

trans-lésbico-gay “universal”, y enfocar las fuerzas en descomponer las formas categóricas hombre y

mujer en los gestos, actos y espacios cotidianos que las constituyen. Tal como los cuadros del artista

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ucraniano Oleg Shupliak, en los que a primera vista parece que se observa un rostro, pero al relajar

la mirada se descubre que toda era una ingeniosa ilusión óptica producida por una serie de objetos

dispuestos a manera de lograr dicho efecto. Por consiguiente, la tarea no consiste en suspender la

representación política - como si tal cosa fuera posible, más bien, consiste en desplazar la

representación del sexo hacía los múltiples lugares de encierro que en conjunto regulan la

producción de identidades sexuales, y que por su misma cotidianidad es posible usurparlos.

Este libro es autogestivo y gratuito, para poder continuar escribiendo los

siguientes capítulos, te pido por favor que colabores a la siguiente dirección de

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