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La década de una generación

Es un lugar común aceptado por la práctica totalidad de los historiadores del


mundo contemporáneo que el siglo XX se inició en realidad en 1917

Pablo Iglesias e Íñigo Errejón se abrazan durante la celebración de Vistalegre II


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MANUEL CRUZ
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 PABLO IGLESIAS
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20/01/2019 05:00 - ACTUALIZADO: 20/01/2019 13:14

Si es un lugar común aceptado por la práctica totalidad de los historiadores del

mundo contemporáneo que el siglo XX se inició en realidad en 1917 con la

revolución soviética, por qué no aceptar la hipótesis, mucho más modesta y

poco audaz, de que en España la presente década arrancó con el 15-M, en

2011, y tal vez —aunque tampoco conviene apresurarse— esté finalizando

prematuramente, con un año de antelación.

La trascendencia político-simbólica del 15-M parece fuera de toda duda. La

fecha no solo terminó siendo la referencia de una nueva fuerza política,

Podemos, sino que ha estado funcionando desde entonces como el

acontecimiento fundacional de una generación, que se reconocía en la ruptura

con el 'statu quo' preexistente en una forma análoga a como lo había hecho la

generación de sus padres en Mayo del 68 con sus predecesores.

Íñigo, Manuela y Hamlet


ISIDORO TAPIA
Íñigo parecía aguantarlo todo, resignado a conformarse con la cuchara de palo
de una candidatura a la Comunidad de Madrid a dos años vista

Romper con los rupturistas del siglo pasado comportaba, lógicamente,

abominar de su legado. Y así, las consignas con las que los nuevos se dieron a

conocer en el espacio público significaban una enmienda a la totalidad de la

herencia recibida. No queda tan lejos en el tiempo como para que nos

podamos haber olvidado: de la Transición se hablaba como un candado, de la

democracia configurada en aquel momento, como el régimen del 78, de la

totalidad de los representantes políticos de los ciudadanos, como casta, y así

sucesivamente. Insisto: probablemente no podía ser de otra manera, y lo que

importe no sea tanto el rechazo frontal como el en nombre de qué se llevaba

a cabo el mismo.

No faltaron analistas atentos que señalaron que, por chocante que pudiera

parecer a primera vista, buena parte de estos políticos emergentes

estaban repitiendo el guion de la transición, solo que ahora con ellos como

protagonistas, y que buena parte de sus mensajes e iniciativas calcaban

prácticamente los de los jóvenes políticos de hace cuarenta años. De ser cierta

la observación, semejante actitud, en el fondo mimética, estaría implicando una

íntima y profunda contradicción que en buena medida explicaría lo que ha

terminado por ocurrir con los que se tenían por radicalmente nuevos.

El goteo de abandonos en el partido de Iglesias recuerda lo que ocurría

en este país en los años ochenta en el seno de la izquierda

Las anteriores no pretenden ser consideraciones genéricas o vaporosamente

abstractas. Tanto si analizamos la evolución del discurso de esta izquierda


alternativa como si atendemos a sus diversas iniciativas políticas, sin la menor

dificultad encontramos un paralelismo, en ocasiones asombroso, con lo

ocurrido en este país hace algunas décadas. Así, por mencionar lo tal vez más

llamativo y reiterado en el plano de las ideas, del discurso más abiertamente

impugnador del orden político precedente, que se sustanciaba en la

descalificación de la totalidad de los representantes de la ciudadanía

considerándolos como casta (cual si de procuradores franquistas se tratara),

Podemos ha pasado a centrar en exclusiva sus críticas y ataques en el IBEX

35, que queda enfrentado ahora a un magmático y totalizador concepto de

"gente" del que, por lo visto, prácticamente nadie queda excluido.

Probablemente también este desplazamiento teórico-programático resultaba

poco menos que inevitable, una vez que los hipercríticos con la clase política

habían "entrado en las instituciones". En semejante tesitura, solo les quedaban

dos opciones: o distinguir entre casta buena y casta mala, o abandonar el

propio concepto, y eligieron esto último sin proporcionar explicación alguna.

Parecido paralelismo encontramos si atendemos a lo que está ocurriendo en el

plano de la práctica política. Así, por no desdeñar lo más reciente, el goteo de

abandonos en el partido de Pablo Iglesias, que ha culminado en la iniciativa

de Íñigo Errejón de aliarse con Manuela Carmena, recuerda lo que ocurría

en este país en los años ochenta en el seno de la izquierda. En aquel

momento, buena parte de dirigentes y cuadros del PCE, insatisfechos con la

deriva política de su organización y a la vista de su imparable declive

electoral, tomaban la iniciativa de constituir alguna plataforma, tendencia o

asociación, que se anunciaba en un primer momento como independiente y


ajena a los partidos, y que, de manera indefectible, acababa con sus miembros

en el PSOE.

El diputado de Podemos Íñigo Errejón durante un pleno en el Congreso. (EFE)

No descarten que esto mismo sea lo que acabe ocurriendo ahora, con lo

que se abriría en España la posibilidad de regresar a un diseño

político con un panorama de partidos (cuatro: dos hegemónicos, los más

centrados, y dos subalternos en los extremos) y un equilibrio entre ellos

parecido al del primer momento de la transición. Por supuesto que también

cabe la posibilidad de que lo que nos aguarde sea el escenario, inédito, de tres

izquierdas para tres derechas, aunque, francamente, lo considero menos

probable, entre otras cosas porque no veo quién podría liderar (y ofreciendo

qué) un tercer partido de izquierdas. En todo caso, no me parece esto ahora

lo más importante.
Tal vez tenga mayor importancia en el presente momento intentar esbozar un

primer balance, aunque sea apresurado y a brochazos, del signo de lo ocurrido

en esta década. Si intentamos colocarnos en una perspectiva de conjunto de

los años pasados, podemos afirmar que la historia reciente le regaló a

Podemos una oportunidad y un problema trascendentales para que pudiera

beneficiarse de una y medirse con el otro. La oportunidad fue la de alcanzar la

hegemonía de la izquierda (el en su momento famoso 'sorpasso') y está claro

que no la supo aprovechar, sin que quepa atribuir dicho fracaso a factores

externos a la propia formación, sino más bien a sus perseverantes errores, que

no creo que haga falta evocar ahora por estar en la mente de todos. En cuanto

al problema, en el que se ponía a prueba su estatura política, era el de

Cataluña. No se puede decir, ciertamente, que tampoco por ese lado ni el

partido ni sus sucursales hayan estado a la altura del desafío. Su presunta

respuesta al mismo se ha movido entre una oportunista ambigüedad,

protagonizada por la terminal catalana de Podemos, con Ada Colau a la

cabeza, y los volantazos trufados de confusión política de sus presuntos

estrategas (como la sobrevenida adhesión a un patriotismo que solo se

diferencia del de derechas porque manifiesta estar movido por mejores

sentimientos). Probablemente sea la suma de ambos fracasos la que explique

el hecho de que en este instante la formación morada se encuentre en caída

libre.

Ahora, cuando lo que toca es reformar todo aquello, no disponen ni de

discurso ni de propuestas a la altura de lo que se necesita

No deja de ser paradójico que el principal reproche que, llegados a este punto,

se les pueda hacer a los nuevos sea precisamente el de no haber entendido la


especificidad del tiempo que les ha tocado en suerte vivir. Ellos, que

tanto alardeaban de la presunta novedad de la que eran portadores por el

mero hecho de que acababan de llegar (como si un recién llegado estuviera a

salvo de hacer planteamientos obsoletos), han interpretado su tiempo con

claves antiguas, sirviéndose de discursos y categorías que ya no dan cuenta de

lo diferente que lleva rato ocurriendo. A medio camino entre el dogmatismo y

la ignorancia, han optado por la repetición de los discursos y categorías que

describían y explicaban un mundo que ya no es el caso. Irrumpieron aspirando

a un 'remake' de la transición, con ellos esta vez como actores principales, y lo

teorizaron en un primer momento con los discursos del resentimiento de los

que consideraban que no habían salido bien parados de ella (el neoanguitismo)

y, más tarde, con los planteamientos de quienes la llevaron a cabo,

abandonando, con total desparpajo, el lenguaje del candado por el de "las

conquistas de la transición". Ahora, cuando lo que toca es reformar todo

aquello, no disponen ni de discurso ni de propuestas a la altura de lo que se

necesita por la sencilla razón de que nunca pensaron en el asunto.

Probablemente en esto se sustancie todo: no es que hayan envejecido

prematuramente, es que nacieron viejos.

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