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Reportaje 2
El pueblo vestía sus mejores galas. En las cuatro calles de entrada a la villa, unos vistosos arcos
de ramas y flores perfumadas saludaban a los visitantes. Las telas y banderas que colgaban de
los balcones daban un colorido a las fachadas que recordaba a las fiestas mayores. Los niños,
empapados del ambiente festivo, corrían sorprendidos en dirección a la nueva estación de
ferrocarril tras una multitud proveniente de todo el Bajo Aragón. Varios falangistas vestidos con
la camisa azul dirigían a la masa impartiendo consignas, distribuyendo pancartas y gritando
eufóricos “¡Franco, Franco!”.
El tren llegó puntual a Andorra (Teruel). Entre las dos montañas por las que circulaba el
ferrocarril antes de llegar a la estación, sonaba un enfurecido silbido y el resoplar de la
locomotora. En la curva en la que el tren salvaba las montañas y entraba en Andorra apareció la
potente alemana Jung 2-4-2 remolcando doce vagones metálicos de la época. En la cola del tren
relucía el coche salón del Ministerio de Obras Públicas en el que viajaba Franco, el mismo en el
que tuvo lugar la histórica entrevista de Hendaya entre él y Hitler. Las autoridades locales, la
Guardia Civil y el cura acompañaron al Caudillo desde el tren para descubrir la placa que
inauguraba la línea Andorra - Escatrón.
Francisco González Alcalde, exmaquinista, recuerda con detalle aquel día: “El ferrocarril
se inauguró el 16 de junio de 1953 a las 16:30 de la tarde. Vino muchísima gente al pueblo. Un
gran cartel enfrente de la estación decía “¡Franco, Franco!”. A la salida de Escatrón llovía a
cántaros. El tren oficial lo llevábamos Julián García de maquinista y yo de fogonero. Detrás
vino la máquina Andorra, con 14 vagones de carbón”.
Desde su pequeña casa de la barriada de Copacabana, Francisco González todavía ve el
edificio de la Estación y la locomotora Andorra, oxidándose lentamente por el paso del tiempo
y la crueldad del frío turolense. Las fotos de trenes a vapor en blanco y negro que decoran las
paredes de la casa congelan una época y un oficio extinguido. El vapor fue para él y sus
compañeros su vida y su pasión, hasta el punto de convertirse en los últimos ferroviarios de
toda Europa occidental. Fue en este ferrocarril minero donde el encanto del vapor se apagó
ruidosamente y con orgullo por última vez.
Copacabana
Los años cuarenta fueron de autarquía económica en España. El aislamiento en el que cayó el
país tras la derrota del Eje Berlín-Roma y los propios principios del régimen impulsaron un
sistema de autosuficiencia económica. En tales circunstancias, el carbón se convirtió en la
principal fuente de energía ante la escasez de otros recursos como petróleo o gas.
La cuenca carbonífera de Teruel fue confiscada por el Estado en 1942. El objetivo era
crear un campo energético que surtiese a la industria del valle de Ebro y Cataluña. Este es el
motivo por el que en Andorra se construyó un ferrocarril que unía las minas de la cuenca
andorrana y la Val d’Ariño con la nueva central térmica de Escatrón, a orillas del Ebro.
En 1947, la Empresa Nacional Calvo Sotelo (Encaso) comenzó las obras del tendido de la
vía y se hizo cargo de la explotación de las minas en Andorra. Fueron años de efervescencia
para toda la zona. Francisco González explica cómo “el ambiente que se vivía en Andorra era
distinto del de otros sitios. Al construirse la central térmica de Escatrón, las minas y el
ferrocarril, la economía de estos pueblos subió mucho y la gente comenzó a progresar. Encaso
hizo una inversión muy fuerte que todo el mundo notó”. Tal fue el cambio que Andorra pasó de
tener apenas 3.000 habitantes a superar los 7.500 en sólo seis años.
En la construcción de la vía trabajaron presos del Servicio Penitenciario y varios
ferroviarios que transportaban los materiales en unas viejas máquinas del Madrid- Zaragoza-
Alicante (MZA). González fue uno de ellos. Por entonces era un joven adolescente que
trabajaba de fogonero para los otros dos maquinistas. Los tres habían servido en Zaragoza a la
compañía Minas y Ferrocarriles de Utrillas (MFU) y los tres eran descendientes de los pioneros
del ferrocarril aragonés, los mismos que abrieron la línea de Utrillas- Zaragoza en 1902.
González relata con nostalgia cómo “ el trabajo era sobrehumano, pero éramos jóvenes y nos
gustaba mucho. Todos los que vinimos a Andorra éramos ferroviarios vocacionales porque ya
nuestros mayores lo habían sido. Es algo que se lleva dentro. Cualquiera de nosotros podríamos
haber trabajado de otra cosa, pero desde niños amábamos el ferrocarril”.
Estos primeros trabajadores del ferrocarril fueron alojados en un pequeño barrio
construido junto a la estación. Las viviendas tenían un encanto particular. Las casas
unifamiliares, de planta baja, poseían fachadas blancas con las ventanas y las puertas verdes, al
igual que la Estación. Unos pequeños huertos delanteros y traseros franqueaban las viviendas,
rodeadas de una tapia de apenas medio metro. Por aquel entonces, todos los vecinos criaban
pollos, conejos o cultivaban hortalizas en el huerto trasero. González cuenta cómo el barrio de
la estación “fue el primero que se construyó en todo el poblado minero de Andorra. Se le
llamaba Copacabana porque aquí vinieron los jefes de la Encaso. Es más, el director que
mandaba entonces, Don Carlos González Borbón, primo del Rey, vivió en el edificio de la
Estación. Toda la planta de arriba era para él”.
Copacabana alude al exotismo que para la gente del lugar significó el desfile de
ingenieros y directivos en un barrio que, por aquel entonces, ni se veía desde el pueblo. Paco
González describe cómo “en los duros inviernos los vecinos cavaban un camino en la nieve
para que las mujeres pudieran ir a comprar. El barrio estaba muy aislado en los primeros años,
pero tenía una ventaja: el agua corriente. En el resto del pueblo no aún no circulaba”. Pese a
todo, la adaptación fue rápida. González dice al respecto: “ En un principio la gente creía que
los que vivíamos en el poblado vinimos a matar el hambre, pero enseguida nos aceptaron muy
bien y el pueblo fue muy solidario con nosotros”.
El barrio consiguió crear un ambiente de vecindad muy agradable. Mari Carmen Josa,
hija de uno de los primeros maquinistas que vino al pueblo, recuerda cómo en el barrio “la
gente organizaba excursiones, fiestas de disfraces y se juntaba para las fechas señaladas”.
También rememora un sonido y olor inconfundibles. “Cuando mi padre entraba en la estación,
la máquina daba dos silbidos largos. Yo bajaba corriendo con mis amigos y primos para montar
en la plataforma giratoria de los depósitos. Me encantaba”, cuenta Mari Carmen. En todo el
barrio se escuchaba el soplido de las máquinas y un olor ácido del azufre del lignito se
dispersaba en la atmósfera. “Era un ferrocarril familiar, todos éramos una gran familia”, cuenta
con nostalgia Paco.
En el mueble de la sala de estar, González conserva una botella de licor con forma de
locomotora. “Con Ismael Josa he llegado a almorzar media docena de huevos y un vaso de anís
del maquinista, o matarratas que llamábamos, antes de empezar a trabajar por la mañana”,
comenta orgulloso Paco González. Un almuerzo copioso, si no se conoce la verdadera
naturaleza de aquellos hombres. Soportaban en la marquesina del tren temperaturas de 60º C
en verano, y en invierno conducían con la cabeza asomada por la ventanilla, aunque lloviera o
nevara.
Todavía hoy con 67 años conserva González unos robustos brazos y anchas espaldas que
con su altura hacen imaginar a un gigante en acción. “Las condiciones de trabajo eran pésimas,
lo que ocurre es que estábamos acostumbrados desde niños a trabajar así. Éramos jóvenes y
fuertes. Había días que yo de fogonero echaba 10 toneladas de carbón a la máquina, aparte de
limpiar la locomotora y de ayudar al maquinista, que también trabajaba mucho. Hacíamos 300 ó
400 kilómetros muchas jornadas. Los domingos los tomábamos como descanso porque íbamos
a trabajar desde las ocho de la mañana a las dos de la tarde, ¡un regalo!”, clama Paco González,
con los brazos abiertos.
Paco cuenta con orgullo cómo “un mes Ismael Josa y yo hicimos 257 horas extras aparte
de la jornada laboral, que era de 48 horas semanales. La suma es imposible de cuadrar. La razón
es que por cada cuarto tren que hacíamos a Escatrón nos sumaban seis horas extras. Como había
muchos días que llegábamos al cuarto, salíamos con 27 horas de trabajo y tenían que
compensarlo con un día que trabajábamos 18 horas”.
En estas anécdotas se percibe la relación tan estrecha que se mantenía entre el maquinista
y el fogonero. Paco explica que “en España había tres parejas: la de la Guardia Civil, la de los
novios y la del maquinista y fogonero”. Ismael Josa, hoy difunto, reconocía en una entrevista
para el semanario aragonés Andalán que “había mucha camaradería. Yo fui seis años fogonero
con dos maquinistas y a nadie he respetado tanto. Y era respeto, no temor. De ellos aprendí todo
y yo lo he enseñado a mis fogoneros”. Llegar a ser maquinista era el sueño para cualquier
aprendiz de ferrocarril. “El día que ascendí a maquinista fue uno de los más grandes de mi
vida”, recuerda emocionado González.
Parte del encanto de esta amistad se encontraba en las viejas locomotoras. “Eran nuestra
segunda casa y las cuidábamos tanto como a nuestra familia”, admite Paco. En Andorra, por una
serie de circunstancias particulares y el empeño de un puñado de hombres, las viejas
locomotoras silbaron con orgullo hasta los años ochenta.
- En todo el barrio se escuchaba el sonido de las máquinas y un olor ácido del lignito se
dispersaba en la atmósfera
- “ Cuando por falta de personal hacíamos nuestro trabajo durmiendo tres o cuatro
horas diarias, sólo pensaba en volver a la máquina. El vapor es como una droga”.
- “No hubo voluntad ni de ENDESA ni del Ayuntamiento de mantener el ferrocarril, ni
siquiera de museo”