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David Gracia Josa

Reportaje 2

Los últimos del vapor


El último silbido en 1984 de las locomotoras de Andorra
apagó un oficio legendario

El pueblo vestía sus mejores galas. En las cuatro calles de entrada a la villa, unos vistosos arcos
de ramas y flores perfumadas saludaban a los visitantes. Las telas y banderas que colgaban de
los balcones daban un colorido a las fachadas que recordaba a las fiestas mayores. Los niños,
empapados del ambiente festivo, corrían sorprendidos en dirección a la nueva estación de
ferrocarril tras una multitud proveniente de todo el Bajo Aragón. Varios falangistas vestidos con
la camisa azul dirigían a la masa impartiendo consignas, distribuyendo pancartas y gritando
eufóricos “¡Franco, Franco!”.
El tren llegó puntual a Andorra (Teruel). Entre las dos montañas por las que circulaba el
ferrocarril antes de llegar a la estación, sonaba un enfurecido silbido y el resoplar de la
locomotora. En la curva en la que el tren salvaba las montañas y entraba en Andorra apareció la
potente alemana Jung 2-4-2 remolcando doce vagones metálicos de la época. En la cola del tren
relucía el coche salón del Ministerio de Obras Públicas en el que viajaba Franco, el mismo en el
que tuvo lugar la histórica entrevista de Hendaya entre él y Hitler. Las autoridades locales, la
Guardia Civil y el cura acompañaron al Caudillo desde el tren para descubrir la placa que
inauguraba la línea Andorra - Escatrón.
Francisco González Alcalde, exmaquinista, recuerda con detalle aquel día: “El ferrocarril
se inauguró el 16 de junio de 1953 a las 16:30 de la tarde. Vino muchísima gente al pueblo. Un
gran cartel enfrente de la estación decía “¡Franco, Franco!”. A la salida de Escatrón llovía a
cántaros. El tren oficial lo llevábamos Julián García de maquinista y yo de fogonero. Detrás
vino la máquina Andorra, con 14 vagones de carbón”.
Desde su pequeña casa de la barriada de Copacabana, Francisco González todavía ve el
edificio de la Estación y la locomotora Andorra, oxidándose lentamente por el paso del tiempo
y la crueldad del frío turolense. Las fotos de trenes a vapor en blanco y negro que decoran las
paredes de la casa congelan una época y un oficio extinguido. El vapor fue para él y sus
compañeros su vida y su pasión, hasta el punto de convertirse en los últimos ferroviarios de
toda Europa occidental. Fue en este ferrocarril minero donde el encanto del vapor se apagó
ruidosamente y con orgullo por última vez.
Copacabana

Los años cuarenta fueron de autarquía económica en España. El aislamiento en el que cayó el
país tras la derrota del Eje Berlín-Roma y los propios principios del régimen impulsaron un
sistema de autosuficiencia económica. En tales circunstancias, el carbón se convirtió en la
principal fuente de energía ante la escasez de otros recursos como petróleo o gas.
La cuenca carbonífera de Teruel fue confiscada por el Estado en 1942. El objetivo era
crear un campo energético que surtiese a la industria del valle de Ebro y Cataluña. Este es el
motivo por el que en Andorra se construyó un ferrocarril que unía las minas de la cuenca
andorrana y la Val d’Ariño con la nueva central térmica de Escatrón, a orillas del Ebro.
En 1947, la Empresa Nacional Calvo Sotelo (Encaso) comenzó las obras del tendido de la
vía y se hizo cargo de la explotación de las minas en Andorra. Fueron años de efervescencia
para toda la zona. Francisco González explica cómo “el ambiente que se vivía en Andorra era
distinto del de otros sitios. Al construirse la central térmica de Escatrón, las minas y el
ferrocarril, la economía de estos pueblos subió mucho y la gente comenzó a progresar. Encaso
hizo una inversión muy fuerte que todo el mundo notó”. Tal fue el cambio que Andorra pasó de
tener apenas 3.000 habitantes a superar los 7.500 en sólo seis años.
En la construcción de la vía trabajaron presos del Servicio Penitenciario y varios
ferroviarios que transportaban los materiales en unas viejas máquinas del Madrid- Zaragoza-
Alicante (MZA). González fue uno de ellos. Por entonces era un joven adolescente que
trabajaba de fogonero para los otros dos maquinistas. Los tres habían servido en Zaragoza a la
compañía Minas y Ferrocarriles de Utrillas (MFU) y los tres eran descendientes de los pioneros
del ferrocarril aragonés, los mismos que abrieron la línea de Utrillas- Zaragoza en 1902.
González relata con nostalgia cómo “ el trabajo era sobrehumano, pero éramos jóvenes y nos
gustaba mucho. Todos los que vinimos a Andorra éramos ferroviarios vocacionales porque ya
nuestros mayores lo habían sido. Es algo que se lleva dentro. Cualquiera de nosotros podríamos
haber trabajado de otra cosa, pero desde niños amábamos el ferrocarril”.
Estos primeros trabajadores del ferrocarril fueron alojados en un pequeño barrio
construido junto a la estación. Las viviendas tenían un encanto particular. Las casas
unifamiliares, de planta baja, poseían fachadas blancas con las ventanas y las puertas verdes, al
igual que la Estación. Unos pequeños huertos delanteros y traseros franqueaban las viviendas,
rodeadas de una tapia de apenas medio metro. Por aquel entonces, todos los vecinos criaban
pollos, conejos o cultivaban hortalizas en el huerto trasero. González cuenta cómo el barrio de
la estación “fue el primero que se construyó en todo el poblado minero de Andorra. Se le
llamaba Copacabana porque aquí vinieron los jefes de la Encaso. Es más, el director que
mandaba entonces, Don Carlos González Borbón, primo del Rey, vivió en el edificio de la
Estación. Toda la planta de arriba era para él”.
Copacabana alude al exotismo que para la gente del lugar significó el desfile de
ingenieros y directivos en un barrio que, por aquel entonces, ni se veía desde el pueblo. Paco
González describe cómo “en los duros inviernos los vecinos cavaban un camino en la nieve
para que las mujeres pudieran ir a comprar. El barrio estaba muy aislado en los primeros años,
pero tenía una ventaja: el agua corriente. En el resto del pueblo no aún no circulaba”. Pese a
todo, la adaptación fue rápida. González dice al respecto: “ En un principio la gente creía que
los que vivíamos en el poblado vinimos a matar el hambre, pero enseguida nos aceptaron muy
bien y el pueblo fue muy solidario con nosotros”.
El barrio consiguió crear un ambiente de vecindad muy agradable. Mari Carmen Josa,
hija de uno de los primeros maquinistas que vino al pueblo, recuerda cómo en el barrio “la
gente organizaba excursiones, fiestas de disfraces y se juntaba para las fechas señaladas”.
También rememora un sonido y olor inconfundibles. “Cuando mi padre entraba en la estación,
la máquina daba dos silbidos largos. Yo bajaba corriendo con mis amigos y primos para montar
en la plataforma giratoria de los depósitos. Me encantaba”, cuenta Mari Carmen. En todo el
barrio se escuchaba el soplido de las máquinas y un olor ácido del azufre del lignito se
dispersaba en la atmósfera. “Era un ferrocarril familiar, todos éramos una gran familia”, cuenta
con nostalgia Paco.

Anís del maquinista y sudor

En el mueble de la sala de estar, González conserva una botella de licor con forma de
locomotora. “Con Ismael Josa he llegado a almorzar media docena de huevos y un vaso de anís
del maquinista, o matarratas que llamábamos, antes de empezar a trabajar por la mañana”,
comenta orgulloso Paco González. Un almuerzo copioso, si no se conoce la verdadera
naturaleza de aquellos hombres. Soportaban en la marquesina del tren temperaturas de 60º C
en verano, y en invierno conducían con la cabeza asomada por la ventanilla, aunque lloviera o
nevara.
Todavía hoy con 67 años conserva González unos robustos brazos y anchas espaldas que
con su altura hacen imaginar a un gigante en acción. “Las condiciones de trabajo eran pésimas,
lo que ocurre es que estábamos acostumbrados desde niños a trabajar así. Éramos jóvenes y
fuertes. Había días que yo de fogonero echaba 10 toneladas de carbón a la máquina, aparte de
limpiar la locomotora y de ayudar al maquinista, que también trabajaba mucho. Hacíamos 300 ó
400 kilómetros muchas jornadas. Los domingos los tomábamos como descanso porque íbamos
a trabajar desde las ocho de la mañana a las dos de la tarde, ¡un regalo!”, clama Paco González,
con los brazos abiertos.
Paco cuenta con orgullo cómo “un mes Ismael Josa y yo hicimos 257 horas extras aparte
de la jornada laboral, que era de 48 horas semanales. La suma es imposible de cuadrar. La razón
es que por cada cuarto tren que hacíamos a Escatrón nos sumaban seis horas extras. Como había
muchos días que llegábamos al cuarto, salíamos con 27 horas de trabajo y tenían que
compensarlo con un día que trabajábamos 18 horas”.
En estas anécdotas se percibe la relación tan estrecha que se mantenía entre el maquinista
y el fogonero. Paco explica que “en España había tres parejas: la de la Guardia Civil, la de los
novios y la del maquinista y fogonero”. Ismael Josa, hoy difunto, reconocía en una entrevista
para el semanario aragonés Andalán que “había mucha camaradería. Yo fui seis años fogonero
con dos maquinistas y a nadie he respetado tanto. Y era respeto, no temor. De ellos aprendí todo
y yo lo he enseñado a mis fogoneros”. Llegar a ser maquinista era el sueño para cualquier
aprendiz de ferrocarril. “El día que ascendí a maquinista fue uno de los más grandes de mi
vida”, recuerda emocionado González.
Parte del encanto de esta amistad se encontraba en las viejas locomotoras. “Eran nuestra
segunda casa y las cuidábamos tanto como a nuestra familia”, admite Paco. En Andorra, por una
serie de circunstancias particulares y el empeño de un puñado de hombres, las viejas
locomotoras silbaron con orgullo hasta los años ochenta.

La Meca del vapor

EL ferrocarril minero de Andorra fue el último de España en comprar locomotoras de


vapor para su circulación. Muchas veces fue la pasión del personal por el vapor lo que les llevó
a adquirir máquinas de segunda mano que Renfe retiraba de circulación. Un nutrido conjunto
de ingenios de vapor y de piezas extinguidas configuró un parque motor de admiración
mundial.
La pieza más anciana era la locomotora Baldwin nº1. En 1920, la fábrica Baldwin de
Filadelfia construyó dos locomotoras para la Azucarera de Tudela. Fueron las únicas de vía
ancha que esta casa hizo para España. Tras la Guerra Civil, la nº2 fue desguazada y la nº1 fue
comprada por Encaso para Andorra. Manolo Maristany escribe en su libro Adiós, viejas
locomotoras: “Si allá por los años cincuenta, un turista distraído se hubiera topado con la
brigada que tendía la vía entre Escatrón y Andorra, a lo largo de las pardas lomas y rojizos
barrancos, hubiera jurado que se encontraba en Colorado, Utah o Arizona”. La “cafetera”, como
la conocían muchos vecinos del pueblo, tenía un legendario sabor americano. Las tres campanas
redondas y la esbelta chimenea daban una línea inconfundible. El tender trasero repleto de
carbón y la cabeza del maquinista asomada a la ventana recordaban las viejas películas del
Oeste. Hoy día, la Baldwin ha cambiado su placa delantera por el nombre de “Aragón” y sigue
siendo una locomotora única en el museo ferroviario de Zaragoza.
Pero el orgullo para los maquinistas del ferrocarril fueron las poderosas alemanas Jung
2-4-2. González sostiene con rotundidad que “las Jung han sido las mejores locomotoras de vía
ancha que han circulado por toda España”. Según las notas del jefe de Depósito, Ismael Josa,
circularon más de 400.000 kilómetros sin reparación alguna. Paco González explica que “aparte
de ser buenas han estado bien cuidadas. Una pareja cogía una máquina y la conducía siempre,
como algo suyo. En Renfe no era así”. Fueron construidas en 1947 en Alemania expresamente
para el ferrocarril de Andorra. En vez de numerarse, las bautizaron con el nombre de Escatrón y
Andorra. Maristany se deleitaba en su libro con “el mugido alemán inconfundible de las
máquinas, tan diferente del bramido español”.
Cada una corrió una suerte diferente. La Andorra ha quedado de monumento a la
intemperie junto a la antigua estación de la villa. La Escatrón fue reparada y el propio González
la conduce en ocasiones especiales y excursiones turísticas. “Una vez hice un viaje para
alemanes y cuando vieron una Jung en España no se lo creían. ¡Casi la besaban!”, cuenta con
asombro Paco González.
Otros vestigios del vapor se conservaron en Andorra. Por ejemplo, la última locomotora
que la firma catalana MTM construyó en su historia, varias Mikado británicas retiradas por
RENFE de servicio y la mítica Pacific “Cabeza Gorda”. Era una máquina alta, esbelta y rápida
que cubría los expresos andaluces. González revela que “el ingeniero se enamoró de ella y sin
consultar al personal la trajo. No era una máquina para un ferrocarril como este de tanto
tonelaje”. Todas ellas fueron las últimas en su especie.
Además, poseían un camión soviético, incautado por el ejército nacional en la guerra y
comprado por ENCASO. Lo llamaron 3 Hermanos Comunistas, en alusión a sus siglas, 3HC.
También circulaba una curiosa máquina de reconocimiento de los servicios postales franceses,
que, tras ser asaltada y quemada por el maquis, fue a parar a la provincia de Teruel.
Tal fue la exclusividad del ferrocarril de Andorra-Escatrón que nostálgicos de todo el
mundo visitaron la estación. En casa de Ismael Josa, jefe de Depósito y Tracción, se guarda un
curioso libro de visitas. En varios folios, tiznados de negro por el polvo del carbón, se explican
las condiciones que deben respetar los visitantes, como no subirse a las máquinas, y se les
obliga a firmar bajo su responsabilidad en caso de accidente. Por la parte trasera de los folios
hay estampadas firmas y direcciones de todo el mundo: “P.B. Petersen, Chicago (U.S.A);
Alexander Platz, Am Wandschlobchen (Germany); Chris Atckinson, London (England)”. Son
sólo tres ejemplos de los muchos franceses, alemanes, suizos e incluso norteamericanos que
dejaron sus agradecimientos. Se llegaron a organizar dos viajes turísticos en los que participaron
asociaciones de amigos del ferrocarril de toda España.
Pero a mediados de los años setenta Endesa sustituyó a Encaso como propietaria. Los
nuevos planes energéticos de la compañía vislumbraban el fin de la línea.
Fin del trayecto

En 1972, el Estado cedió parte de la propiedad de la cuenca minera de Teruel a Endesa.


Un año después, la compañía eléctrica comenzó a construir en Andorra la segunda central
térmica más grande de España. El ferrocarril amplió sus servicios, ya que cuando abrió la
central de Andorra en 1975, comenzó a bajar carbón a ésta por un nuevo ramal. “Fueron los
años de máxima producción. Bajábamos carbón a Escatrón y a la central de Andorra. Hacíamos
más de 12 trenes diarios, ¡nada menos que 4.000 – 6.000 toneladas!”, explica González.
Pero comenzaron a aflorar serios problemas. La antigüedad de la central de Escatrón
hacía peligrar su supervivencia y, por otro lado, el carbón sudafricano que transportaba Renfe
desde Tarragona hasta la central de Andorra puso en entredicho toda la minería de la zona.
“Nosotros sabíamos que si cerraba Escatrón al ferrocarril le quedaba poca vida. Se propuso
comprar dos máquinas diesel para mantener la explotación y yo fui a hacer los cursillos. Luego
defendimos en Madrid la pervivencia del ferrocarril, pero por poco nos cuesta el trabajo. Al
final, Endesa se arregló con Renfe y los camioneros. Ahí se acabó todo. El personal fue
recolocado en las minas y la central, otros se jubilaron. No hubo voluntad de la empresa ni del
Ayuntamiento por mantener esto ni siquiera de museo”, relata con tristeza Paco González.
Desde la ventana de la cocina de su casa, junto a la antigua estación se divisa la cruz del
ferrocarril. Una flota de más de 300 camiones descansa en una explanada al lado de una nave
industrial. “Ahora son ellos los que llevan el carbón de Andorra a la central”, comenta Paco.
El 3 de agosto de 1984, las Jung alemanas mugieron por última vez entre las montañas
que franquean el valle de la estación y las minas de Andorra. Las calderas se apagaron y con
ellas el oficio legendario de estos ferroviarios. Ismael Josa, dedicado de por vida al ferrocarril,
decía para la revista Andalán pocos meses antes del cierre: “Yo sólo pido jubilarme sin llegar a
ver la muerte del vapor. Hasta en los primeros tiempos, cuando por falta de personal hacíamos
nuestro trabajo durmiendo tres o cuatro horas diarias, sólo pensaba en volver a la máquina. El
vapor es como una droga”.
Sumarios:

- En todo el barrio se escuchaba el sonido de las máquinas y un olor ácido del lignito se
dispersaba en la atmósfera
- “ Cuando por falta de personal hacíamos nuestro trabajo durmiendo tres o cuatro
horas diarias, sólo pensaba en volver a la máquina. El vapor es como una droga”.
- “No hubo voluntad ni de ENDESA ni del Ayuntamiento de mantener el ferrocarril, ni
siquiera de museo”

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