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EL SENTIDO FILOSÓFICO DE LA VIDA HUMANA

Mónica Cavallé

“El ansia de conocer aquello de donde nacen todos los seres,


lo que les hace vivir después de nacer, hacia lo que todos
caminan y en lo que han de hundirse finalmente: Eso es
Brahman.” (Taittirîya Upanishad, III, I, I)1

1. Introducción

¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuál es la razón de ser y la finalidad o propósito de la


vida y de la existencia humana? ¿Por qué hay algo, y no más bien nada? ¿Qué es todo
esto? ¿Por qué y para qué estamos aquí? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál
es nuestra función en la vida? ¿Todo acaba tras la muerte? ¿Es esto todo lo que hay: una
vida incierta y breve, salpicada de dolores y alegrías, y más aún de momentos anodinos,
en medio de dos oscuridades eternas? ¿Cuál es el sentido o el valor del sufrimiento?
¿Existe un objetivo último que pueda dar sentido a nuestras luchas y dolores, y
dirección a nuestros anhelos y a nuestra acción?
La búsqueda de sentido quizá haya sido la indagación más apasionada del
género humano, una búsqueda que ha constituido el aliento de incontables religiones y
filosofías. Estas últimas, en todas las épocas y culturas, han buscado dar respuesta a
preguntas como las anteriormente formuladas o al menos indagar en si es posible
alcanzar tales respuestas, es decir, en si se trata de preguntas con sentido o sólo modos
de hablar sin referente real.
Esas preguntas, como la propia filosofía, conciernen a todo ser humano en
cuanto tal, aunque sólo unos pocos procedan a una elaboración de las mismas
consciente y rigurosa. Dicho de otro modo: no es posible eludir dichas preguntas como
no es posible escapar a la filosofía. No se ha preguntado por el sentido de la vida
únicamente allí donde la instalación aproblemática y acrítica del individuo en un
determinado contexto socio-cultural con asunciones filosóficas y/o religiosas muy
nítidas y unívocas, le ha proporcionado respuestas vicarias que han aplacado su propia
indagación.

Durante muchos siglos la pregunta por el sentido de la vida encontró respuesta,


dentro de nuestro marco cultural, en la existencia de un Creador del Cosmos,
fundamento de todo lo existente, cuyo plan redentor rige la historia global e individual,
garantizando la pervivencia tras la muerte y dotando de un significado particular a la
vida presente, en especial, a sus aspectos más insatisfactorios o dolorosos. En efecto,
para la visión del mundo cristiana, que dominó Europa desde el siglo IV hasta el siglo
XVII, la existencia en su conjunto se hallaba bajo la providencia de un dios personal; la
vida en su totalidad y la vida de cada cual estaban sujetas a la economía y al gobierno
divinos, a su voluntad inescrutable pero benéfica, y tenían, por tanto, un sentido y un

1
Eight Upanishads. With the Commentary of Sankarâcârya, Vol. I. Transl. by Swami Gambhirananda.
Calcutta: Advaita Ashrama, 19892, p. 391.

1
propósito inequívocos. Buena parte de la filosofía de esos siglos, en su condición de
sierva de la teología, sostuvo y buscó justificar racionalmente dicha visión del mundo a
la que remitía en su pregunta por el sentido de la existencia humana.
Esta visión, mayoritariamente asumida en Occidente durante siglos, comenzó a
quebrarse coincidiendo con la consolidación y el triunfo de la ciencia moderna. Esta
última no negaba necesariamente la existencia de Dios, como muestra el auge del
Deísmo entre muchos filósofos y científicos de la Ilustración, para quienes el orden del
mundo revelado por la Nueva Ciencia evidenciaba al Eterno Geómetra2. Para el deísta,
Dios es el creador del universo, pero no interfiere arbitrariamente en los detalles de su
obra, en la vida de los humanos ni en las leyes del universo, a través de las cuales se
revela. Aún está implícita en esta cosmovisión la confianza en el orden del mundo, en la
bondad de su origen o fundamento, y en la razón humana, que es capaz de desentrañar
dicho orden. Pero el paso siguiente ya estaba servido: si hay un orden inteligente
implícito en la naturaleza, ¿por qué recurrir a Dios? ¿No cabe explicar el mundo sin la
necesidad de una hipótesis divina? El mismo orden del mundo que a los ojos del deísta
evidenciaba la existencia de Dios, para muchos revelaba un mundo autosuficiente que
abocaba a la negación del principio divino. De aquí que el deísmo conviviera con un
ateísmo creciente que alcanzaría un auge significativo en el siglo XIX.
La crítica a la cosmovisión cristiana —y, por tanto, a las premisas asumidas
durante siglos en Occidente sobre el sentido de la vida— ha tenido, desde el siglo XVII
hasta el presente, diversos frentes e hitos en el ámbito de la filosofía. Enumeramos
algunos de ellos: la crítica empirista a la posibilidad de conocimiento de Dios; la crítica
ilustrada a la religión revelada en Occidente; los positivismos, alentados por el
desarrollo de la ciencia natural, y los materialismos antimetafísicos y antiteológicos; el
utilitarismo y su intento de fundar una moral ajena a la sustentada en las fuentes
reveladas; las actitudes nihilistas y su negación de todo aquello que predique una
finalidad superior y objetiva impuesta a la vida desde más allá de ella; el marxismo; los
existencialismos ateos, para los que el ser humano no es nada más que lo que éste hace
de sí mismo; el positivismo lógico y la filosofía analítica y su afirmación de que toda
pregunta de naturaleza trans-empírica, como la pregunta por el sentido de la vida,
pertenece a la larga lista de preguntas metafísicas mal planteadas que han estructurado
la historia de la filosofía; los naturalismos cientificistas, que sostienen que la
explicación científica del cosmos (como la teoría de la selección natural y similares) ha
hecho superfluas y revelado falaces la “hipótesis” de Dios y de un diseño inteligente del
universo y para los que el ser humano es, por tanto, un efecto accidental y aleatorio, no
sujeto a previsión, plan, intención o propósito3. Mencionaremos, por último, la

2
Ramón Alcoberro resume así la definición que el deísta Voltaire nos da de “ateísmo” en su Diccionario
Filosófico: “Error de razonamiento que surge por una mala comprensión del principio de causalidad. Para
Voltaire, la existencia de Dios —que se identifica con la Razón— es evidente por sí misma.”. “Voltaire:
una mirada alfabética”, artículo publicado en “La Vanguardia”, Barcelona, 22 nov. 1994, p. 41.
“Cuando contemplamos una obra notabilísima de pintura, de escultura, de poesía o de
elocuencia; cuando oímos una música que encanta los oídos y el alma, la admiramos y la queremos. Sin
que la admiración ni el amor nos proporcionen la menor ventaja, experimentamos un pensamiento puro,
que algunas veces llega hasta la veneración. Éste es, poco más o menos, el único modo de explicar la
profunda admiración y el entusiasmo que nos produce el Eterno Arquitecto del mundo. Contemplamos la
obra con un asombro mezclado de respeto y de anonadamiento, porque el corazón se eleva hasta donde
puede y se acerca cuanto le es posible al artista. Pero ¿qué sentimiento es ése? Un no sé qué vago e
indeterminado, un pasmo que no se parece a nuestras afecciones ordinarias”. Voltaire. “Amour de Dieu”.
Dictionnaire Philosophique. Voltaire Intégral en Ligne <http://www.voltaire-integral.com>
3
“El único relojero en la naturaleza son las fuerzas ciegas de la física, aun cuando puestas en acción de
una manera muy especial. Un verdadero relojero prevé: diseña los dientes de sus piñones y sus resortes, y
planea sus interconexiones, con un propósito futuro en su imaginación. La selección natural, el ciego,

2
sensibilidad postmoderna en la que estamos insertos, su desconfianza en los meta-
relatos y su negación paralela de las cosmovisiones globales totalizantes supuestamente
portadoras de sentido, una sensibilidad que ha llegado a negar uno de los supuestos
básicos de la modernidad –ejemplificado paradigmáticamente en la física clásica, tan
distinta a la física contraintuitiva del siglo XX—: hay un orden intrínseco al cosmos y la
razón humana puede desvelarlo.
A la luz de la sensibilidad filosófica contemporánea predominante, algunos de
cuyos antecedentes hemos descrito, muchas de las preguntas que formulábamos al
inicio adquieren un inusitado nuevo aspecto: de ser las preguntas básicas e ineludibles
de la existencia, las propias del ser humano en cuanto tal, pasan a considerarse
malentendidos, modos de hablar sin referente real, o bien invenciones pueriles propias
de una mente mítica que proyecta, antropomórficamente, causas finales, intenciones y
significados ocultos en la realidad.
Las interpretaciones escépticas, ateas y/o materialistas del mundo no son
exclusivas de la modernidad occidental; están ya esporádicamente presentes desde la
antigüedad, tanto en Occidente como en Oriente; pero era así en sociedades
estructuradas a las que el individuo se sentía vinculado íntimamente, al igual que se
sentía integrado en el cosmos y, aún más allá, en la raíz o fundamento de la existencia.
Esta confianza implícita en el fondo de la realidad, este sentido básico de pertenencia a
la matriz de la vida, se quiebra a gran escala con el avance de la modernidad occidental,
lo que propició que la angustia existencial y las crisis de sentido hayan sido en nuestro
contexto cultural particularmente agudas y epidémicas. Y es que cuando se considera el
ámbito de lo sobrenatural el único capaz de dotar de fundamento, significado y
propósito a la vida humana, una vez cuestionado y negado, el mundo queda privado de
sentido y de dirección últimas, ya no posee de manera objetiva ningún valor esencial y
superior, y la vida queda dejada a sí misma. De aquí la angustia ontológica, tan propia
del siglo XX, el convencimiento intelectual y la vivencia subjetiva de que la existencia
humana es absurda, superflua y sin sentido, “una pasión inútil” (Jean-Paul Sartre)4.
Ahora bien, esta aguda conciencia de futilidad y los tonos nihilistas o dramáticos
asociados al cuestionamiento del ámbito de lo sobrenatural sólo parecen haber estado
presentes allí donde previamente se había confiado en la existencia de valores absolutos
que podían orientar la vida humana desde más allá de ella, y allí donde se había
supuesto que sólo desde dicha referencia ésta podía obtener su sentido. Donde nunca
existió esta expectativa y se ha convivido aproblemáticamente con la carencia de un
referente sobrenatural, es decir, para buena parte de las posiciones ateas, naturalistas,
positivistas o agnósticas contemporáneas, dicho vacío no es connotado ni vivenciado
negativamente. De aquí la insistencia de estas posiciones en que el hecho de que la vida
no tenga un sentido objetivo y absoluto no implica que ésta carezca de sentido, pues el
sentido puede ser creado, construido por el propio individuo; más aún, frente al tópico
del ateo pesimista y amoral, enfatizan que estos sentidos atribuidos creativamente son
suficientes para dotar a la propia vida de significado y plenitud, para que el ser humano
sea feliz, equilibrado y lleve una vida altamente moral5. En otras palabras, para estas

inconsciente y automático proceso que descubrió Darwin, y que sabemos ahora que es la explicación de la
existencia y, aparentemente con propósito, forma de toda vida, no tiene propósitos en mente. No tiene
mente ni imaginación. No planea para el futuro. No tiene visión, no prevé, no tiene vista. Si se puede
decir que hay un papel de relojero en la naturaleza, es el de un relojero ciego". Richard Dawkins. The
Blind Watchmaker. London and New York: W.W. Norton & Co., 1986, p. 5.
4
El Ser y la nada. Buenos Aires: Editorial Losada, 1968, p. 747.
5
“Los ateos pueden ser felices, equilibrados, morales e intelectualmente satisfechos”. Según Richard
Dawkins, este es uno de los cuatro mensajes “aumentadores de conciencia” de su libro The God Delusión.
London: Bantam Press, 2006.

3
posiciones, la vivencia de la carencia de sentido existencial no se da en quienes no creen
en sentidos y propósitos objetivos y absolutos, sino entre quienes sienten que no tienen
metas por las que vivir, entre aquellos a los que su vida personal no les resulta
subjetivamente significativa pues no han sabido, o no han podido, investirla
creativamente de valor y de propósito.

La necesidad de sentido es hoy la misma de siempre, pero ya no resultan


satisfactorias para muchos las respuestas tradicionales de la religión y la filosofía
basadas en dogmas, en mitos orientados a mitigar la angustia existencial y el miedo a la
muerte, o en metarrelatos no corroborados por la experiencia directa. El siglo pasado ha
protagonizado, además, un cuestionamiento progresivo de instituciones y tradiciones
milenarias, lo que ha contribuido igualmente a inocular el fermento de la duda y la
sensación de que todo es incierto y relativo, de que no hay referentes sólidos a los que
atenerse. También han hecho aguas para una mayoría las grandes utopías sociopolíticas
que buscaron llenar el vacío dejado por la crisis de las cosmovisiones tradicionales. Y
no todos atinan a dar un sentido elevado y creador a su existencia cuando el entorno
social, lejos de ofrecer modelos adecuados para ese fin, invita a avanzar en la dirección
opuesta. De hecho, muchos de los actuales nuevos dioses son preocupantemente
banales, como lo es el dios de la religión del consumo y del mercado, cuyo proselitismo
agresivo “presiona constantemente con: ‘Cómprame si quieres ser feliz’. Si no se está
cegado por la separación habitual entre lo profano y lo sagrado, se puede comprender
que aquí se trata de la promesa de una nueva salvación, de un nuevo medio para
resolver la cuestión del desamparo”6. Esta nueva religión —que con su promesa futura
de satisfacción siempre aplazada y de crecimiento material ilimitado ha contribuido a
disociar al individuo del cosmos (como evidencia la actual crisis ecológica), a minar los
valores comunitarios y a atomizar las sociedades— ha dado a muchas vidas un perfil
reconocible: la carrera autista y frenética por adquirir símbolos de estatus y por
acumular momentos de placer ávido y caro. Hoy son más vigentes que nunca las
palabras con las que John Ruskin retrataba la inquietud de sus contemporáneos:
“Nuestros dos objetivos en la vida son los siguientes: por más que tengamos, poseer
más, y donde sea que estemos, ir a otra parte”. Pocas personas no intuyen en algún nivel
de sí mismas la futilidad de esta persecución que, por su misma naturaleza, no puede
hallar reposo ni satisfacer nuestros anhelos más genuinos; de aquí que la ansiedad, la
insatisfacción y la frustración generalizadas sean epidémicas, y de aquí el éxito de todo
lo que acalle pasajeramente este malestar, como la estimulación continua de los sentidos
—es decir, más de lo mismo— o los psicofármacos. Aún así, la religión del mercado
“ya se ha convertido en la religión más próspera de todos los tiempos, y gana adeptos
con todavía mayor rapidez que ningún otro sistema de creencias o de valores en la
historia de la humanidad”7. Si tanto la religión como la filosofía han tenido
históricamente la función de ayudarnos a comprender la realidad, nuestro lugar y
función en ella, y el sentido de nuestra existencia, ambas “satisfacen cada vez menos
esta función; precisamente porque es suplantada —o encubierta— por otros sistemas de
creencias u otros sistemas de valores. Hoy en día, las ciencias constituyen el nuevo
sistema de explicación más poderoso, y el consumismo, el sistema de valores más
atractivo”8.

6
David Loy. “La religión del Mercado”. Revista Zendodigital, Nueva época, nº 12, Octubre-
Diciembre, 2006.
7
Ibid.
8
Ibid.

4
2. Dos acepciones del término “sentido” en la expresión “sentido de la vida”

Este tipo de discurso en torno al sentido de la vida, que he resumido en pinceladas muy
gruesas, nos resulta sobradamente familiar pues ha sido hegemónico en nuestra cultura.
Pero no es mi intención, en las siguientes páginas, ahondar en él, sino mostrar que no es
el único posible y que parte, de hecho, de premisas culturalmente condicionadas de las
que pocas veces somos conscientes. En concreto, parte de la falsa alternativa entre un
universo creado deliberadamente con un propósito y un universo producto de fuerzas
ciegas, entre un sentido objetivo impuesto por un principio superior al mundo desde
más allá de él y un sentido construido exclusivamente por la subjetividad humana.
Asocia, además, la experiencia del sentido al futuro —en o más allá de la vida
presente— y/o a propuestas explicativas —con pretensión de universalidad o sin ella—
que desvelan una hilazón razonable con una orientación teleológica tras los hechos
inciertos y erráticos que parecen componer la vida humana. Incluso allí donde, en
nuestro contexto cultural, la búsqueda del sentido de la vida se manifiesta en sus formas
más banales, se mantienen, si bien de forma inconsciente, algunos de los elementos
señalados, como la creencia secularizada de que la salvación exige ineludiblemente una
orientación hacia el futuro.
Trataré de ilustrar la relatividad de este discurso exponiendo otra aproximación
muy diferente al sentido filosófico de la vida, que ha estado presente de forma
privilegiada, aunque no exclusiva, en lo que en otros escritos he denominado filosofías
sapienciales: aquellas filosofías que son indisociablemente vías de conocimiento de la
Realidad y disciplinas de liberación, y en las que el saber sobre la Realidad no incumbe
a la filosofía en su contenido conceptual, sino que equivale a una metanoia del ser total
de la persona, al alumbramiento de un nuevo modo de ser y de estar en el mundo y de
una nueva visión. Aludo a disciplinas orientales como el taoísmo, el budismo o el
vedânta —no en sus derivaciones populares, sino en sus versiones más depuradas y
estrictamente metafísicas— y a numerosas filosofías occidentales antiguas y posteriores
—de algunas dejaremos constancia en las siguientes páginas— que se han concebido
eminentemente como prácticas filosóficas orientadas a propiciar dicha metanoia en la
que consideran que radica la esencia del conocimiento metafísico. La expresión
“filosofía sapiencial” tiene un valor arquetípico y, si bien hay enseñanzas que responden
a ella de forma nítida, como las mencionadas doctrinas orientales, tiene, sobre todo al
aplicarlo a nuestra tradición filosófica, un valor fundamentalmente orientativo o
aproximativo. Esta expresión en absoluto pretende establecer una equivalencia entre los
contenidos y afirmaciones de las filosofías que se ajustan o aproximan a su perfil, pero
sí reconoce en ellas significativas semejanzas estructurales; por ejemplo, y en lo que
respecta a la cuestión del sentido de la vida, son muchas las que consideran que, en la
misma medida en que conocer la Realidad es real-izarse, tornarse conscientemente uno
con ella, lo relevante no son las opiniones referentes a cuál sea el sentido de la vida,
sino la praxis existencial y metafísica que permite encarnar en el presente dicho sentido
y ser uno con él.
La filosofía occidental reciente suele pasar por alto en su discurso habitual sobre
el sentido de la vida este último enfoque, un olvido significativo teniendo en cuenta que
la propuesta al respecto de las filosofías sapienciales es, con mucho, la más
intercultural, la más capacitada para aunar tradiciones diversas en el espacio y en el
tiempo.

5
Sugiero que la diferencia entre estas dos perspectivas puede iluminarse
atendiendo a dos de las acepciones fundamentales del término “sentido”9:

1) El sentido entendido como significado. Esta acepción de la palabra “sentido”,


en la expresión “sentido de la vida”, es la más habitual en nuestro contexto cultural,
tanto en el marco del lenguaje coloquial como en los contextos filosóficos y religiosos.
El sentido en esta acepción equivale a lo que cada cual se dice a sí mismo sobre desde
dónde viene su vida y hacia dónde va, sobre cuál es la razón de ser, la finalidad o el
propósito de su existencia o sobre el significado que para él tiene lo que en ella
acontece. El sentido como significado es el que casi siempre está implícito en las
respuestas a las preguntas “por qué” y “para qué”, o en enunciaciones del tipo “el
sentido del sufrimiento es…”, etc.
El sentido como significado se expresa en un juicio o una serie de juicios, en una
determinada formulación o explicación discursiva.
Como veremos, las tradiciones sapienciales comparten con buena parte de la
sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la esfera
subjetiva. Comparten también su cuestionamiento del presupuesto de que la vida sólo se
justifica apuntando a algo (una finalidad, un significado) que está más allá de sí misma.

2) El sentido entendido como dirección. Toda teoría o creencia sobre el significado


de la vida que pretenda tener validez universal y objetiva es intrínsecamente polémica,
puede ser aceptada o rechazada. Frente al carácter inevitablemente polémico del sentido
entendido como significado, el sentido entendido como dirección, en la expresión
“sentido de la vida”, apunta a una mera constatación empírica: la constatación de que la
vida es movimiento y de que el movimiento de la vida no es arbitrario, pues sigue una
determinada dirección, avanza según un cierto cauce (sin que esté implícito en esta
constatación que lo haga para llegar a un determinado lugar o para alcanzar un
determinado propósito u objetivo).
El sentido como dirección no puede expresarse en un juicio ni en ninguna
formulación discursiva. Requiere sencillamente ver, mirar.

Esta última acepción del término “sentido” es la habitualmente presente en la


concepción del sentido de la vida de las filosofías sapienciales. En las siguientes
páginas nos adentraremos en esta concepción y para ello retomaremos dos nociones
sapienciales paradigmáticas: Tao, la intuición central del taoísmo primitivo de Lao Tse
(VI-V a. C.)10 y Chuang Tse (IV a. C.), denominado también taoísmo sapiencial o
taoísmo metafísico para distinguirse del abigarrado y supersticioso taoísmo posterior; y
el Lógos de Heráclito (VI-V a.C.), el primero que otorgó a esta noción una atención
especial en la filosofía griega antigua11.

3. El sentido objetivo de la vida

9
La distinción entre el sentido entendido como dirección y como significado, a la hora de abordar la
cuestión del sentido vida, la debo al escritor Benigno Morilla.
10
Aunque su realidad histórica es controvertida, tradicionalmente se sitúa la vida de Lao Tse en el siglo
VI-V a. C., si bien estudiosos recientes tienden a ubicarla en el siglo IV a. C.
11
Insistimos en que no pretenderemos establecer una plena equivalencia entre ambas nociones y
filosofías, sino sólo desvelar analogías estructurales significativas.

6
3.1 El sentido invisible

Hay algo misterioso y solitario


que es antes de todo comienzo y final, del cielo y de la tierra.
Indistinto y completo, silencioso e inmutable,
todo lo penetra y abarca sin agotarse,
y es fuente perpetua de todas las cosas.
Se le podría llamar la Madre del mundo,
pero no conociendo su nombre, lo denomino Tao. (Lao Tse)12

La metafísica de Lao Tse y Chuang Tzu orbita en torno a una intuición conceptualmente
inaprensible que es simbolizada con el término Tao. Esta noción tiene diversos
significados, entre ellos, el de sentido, camino, sendero, vía o dirección. El Tao es el
Sentido de la vida, el gran Camino. Es la Inteligencia que da forma y dirección al
proceso de la vida, sin confundirse con él pero sin ser otra cosa que él. Es la fuente, el
cauce, el curso y el fluir de la vida.
Para el taoísmo sapiencial, el Tao no es una hipótesis especulativa. Es evidente.
Su evidencia es el mundo. Se trata, pues, de un Sentido visible y directamente
experimentable, pues es la inteligencia creativa que se expresa en el cosmos y en
nuestra propia interioridad. Pero el Tao es, a su vez, oculto, inmanifiesto, incognoscible
e inasible. Acudamos para iluminar esta última afirmación a una analogía: nuestros
procesos y contenidos psíquicos evidencian la realidad de nuestra conciencia, pero ésta,
a su vez, no es un objeto cognoscible, un contenido de conciencia más, sino lo que estos
últimos siempre presuponen como su condición inobjetivable de posibilidad. La
conciencia, a su vez, es la realidad íntima y última de los contenidos de conciencia
cambiantes, siendo a su vez totalmente independiente de ellos e inafectada por ellos. De
un modo análogo, el Tao es “lo que hace las cosas sin hacerse cosa con las cosas”13. Es
el fundamento y la raíz atemporal de lo existente, el Vacío creativo que sostiene el
mundo; no pertenece al plano de lo existente, no es un ente, ni siquiera un Ente
Supremo, y no puede ser objeto de nuestra representación. Pero si bien es irreductible al
mundo, el mundo no es otra cosa que el Tao, pues “el ser de las cosas no descansa en sí
mismas” (Chuang Tzu)14. El Tao es, con respecto al mundo manifiesto, plenamente
trascendente e inmanente. El taoísmo no es, por tanto, un panteísmo ni un naturalismo.
Nuestro contexto cultural, con sus arraigadas categorías dualistas y su tendencia
a objetivar y entificar toda realidad, incluso la realidad del Ser, tiene una particular
dificultad para advertir que es falaz la alternativa metafísica entre trascendencia e
inmanencia. Este aparente dilema ha conducido a que parezca ineludible la opción entre
la creencia en un Ente supremo distinto del mundo o bien los inmanentismos o
naturalismos, una falacia que tiene consecuencias directas en la comprensión del sentido
de la vida humana y que ha abocado a que el cuestionamiento de lo trascendente haya
parecido revelar un mundo chato y desalmado, carente de todo sentido intrínseco15.
12
Tao Te King. Traducido y comentado por Richard Wilhem, Málaga: Sirio, 1995 3, XXV.
13
Chuang-Tzu. Trad. de Carmelo Elorduy S. J. Caracas: Monte Ávila Editores, 1991, c. 20, 1, p. 138.
14
Ibid., c. 17, 7, p. 118.
15
En el ámbito católico se afirma que Dios es trascendente e inmanente, pero la inmanencia del Dios
cristiano está lejos de ser una inmanencia plena. La Iglesia ha negado insistentemente la identificación de
la naturaleza última de la criatura con la divina, y de aquí, por ejemplo, la condena eclesiástica de algunas
sentencias del Maestro Eckhart, en las que sí se apunta a dicha inmanencia plena: “Todas las criaturas son
una pura nada: yo no digo que sean poco, o algo, sino que son una pura nada” (artículo 26 de la Bula de
Juan XXII “In agro dominico” en la que se condenan 28 artículos del Maestro Eckhart; Maestro Eckhart.
El fruto de la nada. Ed. y trad. de Amador Vega Ezquerra. Madrid: Ediciones Siruela, 1998, p. 178); son
una pura nada pues, como nos decía Chuang Tzu, su ser no descansa en ellas mismas.

7
El término heracliteano Lógos tiene igualmente diversos significados, siendo
uno de ellos el de sentido16. El Lógos es el Sentido de la existencia, la Inteligencia que
origina y armoniza el devenir y la dirección y el orden que sigue la existencia en su
desenvolvimiento. El Lógos es el fundamento del mundo manifestado y su principio
ordenador, y es tanto trascendente como inmanente con relación al mundo: “No hay
sino una sola sabiduría: conocer la Inteligencia que gobierna todo penetrando en todo”
(Heráclito, fr. 41)17.
El término Lógos, al igual que el de Tao —un vocablo que algunos han
traducido por Lógos—, apunta a la constatación de que la vida es intrínsecamente
inteligente. Esta constatación tampoco tenía, para buena parte de la filosofía griega
antigua, carácter de hipótesis, sino que se consideraba evidente, pues, siendo oculto e
inasible —“la verdadera Naturaleza gusta de ocultarse” (fr. 123)—, el Lógos se
patentiza en nuestra interioridad, en la presencia inteligente en nosotros, que no es obra
nuestra sino que nos ha sido dada, en el orden cósmico y en la belleza del mundo.
“Vislumbre de las cosas ocultas son las que se muestran” (Anaxágoras, fr. 21a)18.

Tanto para Lao Tse como para Heráclito la manifestación es cambio, flujo
constante del ser al no ser, de lo posible a lo real, un flujo en el que todos los fenómenos
son interdependientes y en el que tiene lugar el juego permanente de los opuestos, del
yin y del yang. De aquí su común metáfora del fluir del agua. La única constante en el
cosmos es el cambio —“No es posible descender dos veces al mismo río (fr. 91)—.
Todo es, por tanto, impermanente, y lo único permanente en este proceso —una
permanencia que no ha de entenderse desde parámetros temporales ni como la
permanencia de “algo” existente— es el Tao. La realidad última e íntima del cambio, de
la multiplicidad y de la guerra de los opuestos —“todo se engendra por vía de contraste”
(fr. 8)—, es la unidad, la identidad y la permanencia del Lógos. Esta “armonía oculta
que es mejor que la aparente” (fr. 54) posibilita una instalación y una confianza básicas
en el fondo de la realidad que explica que la transitoriedad y la fugacidad de lo existente
y la ineludible alternancia de los opuestos no sean vivenciadas por estas cosmovisiones
de forma dramática sino extática.
La vida es flujo, movimiento; pero un movimiento que acontece en el seno de un
no tiempo, de un eterno ahora. “[El sabio] junta todos los tiempos en la pureza de la
Unidad” (Chuang Tzu)19. El ahora eterno no es la eternidad del Ser enfrentado
dualmente al devenir, no es lo eterno opuesto a lo temporal, sino el vacío originario y
atemporal en el que el tiempo es y acontece. Esta intuición es común a las tradiciones
sapienciales y místicas: “El ahora o el presente incluye todo tiempo. (Ita nunc sive
praesentia complicat tempus). El pasado fue presente. El futuro será presente. Luego,
no hay nada en el tiempo excepto lo dispuesto en el presente” (Nicolás de Cusa) 20. El
pasado es sólo nuestro recuerdo del mismo, el futuro es sólo nuestra anticipación del
mismo; y este recuerdo y esta anticipación tienen lugar siempre ahora, en un ahora, por
tanto, intemporal, no limitado por el antes y el después. La realidad es siempre y

16
Lógos también significa Razón, Habla, Discurso (deriva del verbo λέγω, legō: decir, hablar). Tao
también puede significar Razón, Palabra y, como verbo, hablar, decir, conducir.
17
Rodolfo Mondolfo. Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, prólogo de Risieri Frondizi,
traducción de Oberdan Caletti, Siglo XXI editores, México, 1981 6. Los fragmentos (fr.) que a
continuación se citan sin especificar su autor son de Heráclito.
18
Fragmentos presocráticos. De Tales a Demócrito. Introd., trad. y notas de Alberto Bernabé. Madrid:
Alianza Editorial, 20083, p. 257.
19
Chuang-Tzu, c. 2, 11, p. 21.
20
La Docta Ignorancia. Trad., prólogo y notas de Manuel Fuentes Benot. Madrid: Aguilar, 1981, 2. 3.

8
únicamente ahora. El seno del tiempo es la eternidad —entendida no como un tiempo
ilimitado sino en el sentido metafísico de atemporalidad— del Lógos, del Tao21.

Tanto la noción de Tao como la de Lógos nos hablan, por consiguiente, de un


mundo que no es una creación deliberada y distinta de su fundamento: “Este mundo, el
mismo para todos los seres, no lo ha creado ninguno de los dioses o de los hombres” (fr.
30). El Tao no es otra cosa que el mundo, sino su realidad última, fundamento y
sustrato; no equivale, por tanto, a un Ser supremo que conscientemente gobierna el
universo. Oculto —ama ocultarse, nos decía Heráclito—, “no reclama como suyas sus
perfecciones. Ama y nutre todas las cosas pero no domina sobre ellas” (Lao Tse)22. Del
mismo modo, el Lógos no es un Ser superior ni un principio creador que está por detrás
y por encima de las cosas, sino la afirmación de la unidad de lo real: “Escuchando a la
Razón, y no a mí, es sabio reconocer que lo Uno es todas las cosas” (fr. 50).
Como se deriva de lo anterior, el Tao es el sostén del mundo, pero no
propiamente su causa, pues a la Unidad no le competen relaciones. Por otra parte, no
tiene sentido hablar de causalidad donde no hay espacio ni tiempo, aunque contenga a
estos últimos dentro de sí. En el eterno presente sólo cabe la libertad creativa, la acción
sin porqué. “Desde el punto de vista más elevado el mundo no tiene causa”23, carece de
meta, intención o propósito —unas nociones que sólo tienen sentido en el plano del
tiempo, del llegar-a-ser—. El Tao actúa sin actuar (wu wei) y sin propósito, sin ningún
porqué, como carece de propósito el surgimiento de una onda en un estanque o el de un
sueño en la conciencia del soñador. Sencillamente esa es su naturaleza. “Todo es
maravillosamente inexplicable”24.
La manifestación cósmica es inintencional, espontánea y acausal. La
espontaneidad originaria o tzu-jan —un término que también significa “naturaleza”—
es, para el taoísmo, la naturaleza de la acción del Tao; y por eso el objetivo de la vida
humana es igualmente para el taoísmo tzu-jan, la naturalidad o espontaneidad; no la
acción que se sujeta a un orden moral prefijado, ni la acción correcta según un
determinado modelo, tampoco la acción fruto de la espontaneidad inferior, que es sólo
condicionamiento, pasividad y reactividad, sino la acción libre o descondicionada que
no pretende nada, ni siquiera ser natural o espontánea, que ya no busca su sentido más
allá de sí misma —pues no hay un más allá del momento intemporal— y que se sabe
cauce de la acción de Tao.

“Vaciaré yo también mi voluntad para andar sin rumbo alguno, ignorante de mi


paradero. Iré y volveré sin saber dónde me voy a detener. Iré y vendré ignorante del
término de mis andanzas. Erraré por espacios inmensos.” (Chuang Tzu)25

“Para la mentalidad taoísta una vida vacía y sin finalidad no sugiere nada deprimente.
Insinúa la libertad de las nubes y de los arroyos, que vagan sin rumbo, y de las flores en

21
“Hay, en verdad, dos formas de Brahman: el tiempo y la atemporalidad”. (Maitrî Upanishad VI, 14,
15). El Lógos y el Tao son atemporalidad invisible y temporalidad visible por igual. Esta comprensión no-
dualista supera la ingenua interpretación del pensamiento de Heráclito según la cual éste sostiene que el
Lógos, puro devenir, es ajeno a la atemporalidad, lo que supuestamente lo enfrentaría al eternalismo del
Ser de Parménides.
22
Tao Te King, XXXIV.
23
Nisargadatta Maharaj. I Am That. Talks with Sri Nisargadatta Maharaj. Translated by Maurice
Frydman, edited by Sudhakar S. Dikshit. Bombay: Chetana, 1981 3, p. 39.
24
Nisargadatta, I Am That, p. 228.
25
Chuang-Tzu, c. 22, 10, p. 158.

9
desfiladeros impenetrables, hermosas sin que nadie las vea, y de la marea del océano,
que siempre baña la arena sin objeto.”26

La ateleológica espontaneidad del Tao se expresa por igual en el mundo externo


y en nuestra propia interioridad. Decimos que buena parte de nuestras acciones humanas
son intencionales porque muchas de ellas son el fruto de una decisión consciente en la
que tenemos presente la consecución de ciertos propósitos. Ahora bien, ¿decidimos
decidir? ¿Decidimos decidir decidir… y así indefinidamente? En efecto, elegimos hacer
lo que queremos, pero no podemos elegir querer lo que queremos27. En último término,
también la acción y el pensamiento humanos, al igual que la ola en el estanque,
sencillamente “suceden” espontánea y ateleológicamente, sin que en su más íntima
génesis dichos actos puedan atribuirse a la planificación consciente de un yo individual
separado —por más que éste, a posteriori, se asigne la autoría última de la acción—.
Para el taoísmo, en el fondo de lo que llamamos actos intencionales y volitivos se revela
igualmente la espontaneidad originaria del Tao, el único actor en toda acción. No hay en
ello ningún determinismo, pues el Tao es el fondo de la naturaleza humana, no algo que
la determine desde más allá de ella. Y no hay ninguna arbitrariedad, pues “El carácter
humano no cuenta con pensamientos inteligentes, pero el divino sí” (fr. 78)

“El Te (virtud) es la acción que procede sin mi consentimiento. La acción que no se


produce sin mí es traza o disposición mía. Sus nombres son contrarios, pero las
realidades acuerdan perfectamente.” (Chuang Tzu)28

Esta espontaneidad originaria no es ajena a la visión griega del Ser. De hecho, el


Lógos también era percibido en la Grecia presocrática como phýsis, un término que
significa naturaleza y que procede etimológicamente del verbo phyo = hacer salir a la
luz, brotar, crecer, surgir. Phýsis es la fuente (Natura naturans o Naturaleza naturante)
de la que surgen los entes, la fuerza creativa por la que éstos salen de lo oculto y se
sostienen como tales (natura naturata o naturaleza naturada). La phýsis,29 como el Tao,
se expresa como una fuerza espontánea, autorregulada y creativa.
También el término phýsis abarcaba en la Grecia presocrática tanto el mundo
natural como el mundo humano. “Todo pertenece al ámbito de la phýsis, dioses y
hombres, cielos y tierra, plantas y animales, la especie humana y sus logros”30. En su
sentido originario, la phýsis comprendía, como acabamos de indicar, tanto la Naturaleza
naturante —“el orden que no envejece de la Naturaleza inmortal” (Eurípides)31, “la

26
Alan Watts. El camino del zen. Trad. de Juan Adolfo Vázquez. Barcelona: Edhasa, 2006, p. 170.
27
“Tú puedes hacer lo que quieras, pero tú puedes, en cada instante de tu vida, querer tan sólo algo
determinado y lamentablemente ninguna otra cosa que esto”. Schopenhauer, Los dos problemas
fundamentales de la Ética. Trad. e introd. de Pilar López de Santa María. Madrid: Ed. Siglo XXI, 2002, p.
56.
“Queda claro, en virtud de todo esto, que nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni
deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo
intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. Spinoza. Ética. Introd, trad. y notas de Vidal Peña.
Madrid: Alianza Editorial, 1999, III, Prop. IX, p. 206.
28
Chuang-Tzu, c. 23, 15, p. 171.
29
El término phýsis también alude a las propiedades activas de las cosas, a la naturaleza particular de
cada una y a su virtualidad propia. Análogamente, en el taoísmo el término te equivale a la naturaleza
particular de cada cosa y a su fuerza y virtualidades propias, las cuales la reciben del Tao. Te es fuerza,
poder, vitalidad y virtud.
30
Tomás Calvo Martínez. “La noción de Phýsis en los orígenes de la filosofía griega”. Daimon: Revista
de filosofía, nº 21, 2000, 21-38, p. 37.
31
Cit. en Ibid., p. 22.

10
arché ingenerada y eterna”32— como la naturaleza naturada o kósmos —la totalidad
ordenada de la existencia, que incluye los reinos físicos, psíquicos y espirituales— y la
fuerza dinámica que permite su emergencia. Era una noción máximamente general,
equivalente a la noción de ser —el término que se irá imponiendo a partir de
Parménides33—, que abarcaba todo lo real en cuanto tal. Ahora bien, esta noción irá
perdiendo progresivamente en el mundo griego antiguo su universalidad, su alcance
metafísico. Esto se evidencia ya en el pensamiento de Platón, para quien el término
phýsis tiene un alcance meramente cosmológico, entendiendo por cosmos la realidad
físico-natural, y deja, por tanto, al margen la subjetividad humana y sus frutos, lo que
explica el desinterés socrático por la “indagación acerca del phýsis”, acerca del mundo
natural y sus causas, frente al conocimiento de sí mismo, el único que permite alcanzar
verdades íntimamente ciertas y universales.
Quizá ciertos elementos presentes ya en los filósofos presocráticos con menos
acento metafísico, aquellos que primaban en la búsqueda de la arché la observación del
mundo exterior sobre la auto-indagación, preludiaran este reduccionismo. Erwin
Schrödinger, en su ensayo “La naturaleza y los griegos”, sostiene en esta línea que
desde sus mismos inicios la filosofía griega tendió a la objetivación del mundo, una
tendencia que ha perdurado hasta el presente en Occidente. Describe del siguiente modo
este rasgo peculiar de nuestra imagen científica del mundo, rara vez advertido y que,
según él, tiene su origen en Grecia:

“El científico simplifica su problema de entender la naturaleza al ignorar —o


desconectar de la imagen del mundo a construir— (…) el sujeto de conocimiento (…)
Esto facilita mucho la tarea. Pero deja huecos, enormes lagunas; conduce a paradojas y
antinomias cada vez que, ignorando la renuncia inicial, uno intenta hallarse a sí mismo
en el marco descrito (…) Este paso importante (…) ha recibido otros nombres que lo
hacen aparecer como algo inofensivo, natural, inevitable. Podría ser denominado
objetivación, la contemplación del mundo como un objeto. En el momento en que se
hace tal cosa, uno se excluye virtualmente a sí mismo (…) Y, sin embargo, se trata de
un rasgo distintivo, un hecho peculiar en nuestra manera de entender la naturaleza, y la
emergencia de tal rasgo tiene sus consecuencias (…) Al hacer tal cosa, cada cual, lo
quiera o no, se coloca a sí mismo —el sujeto de conocimiento, aquello que dice “cogito
ergo sum”— fuera del mundo, se traslada a sí mismo hacia una posición de observador
externo, dejando de pertenecer él mismo al conjunto. El “sum” se convierte en “est”
(…) Y entonces me quedo muy perplejo de que la imagen científica del mundo real a mi
alrededor sea tan deficiente. Proporciona mucha información factual, pone toda nuestra
experiencia en un orden admirablemente consistente, pero es horriblemente muda
acerca de todas y cada una de las cosas que están realmente cerca de nuestro corazón,
que realmente nos interesan. (…) tal es la razón de que la visión científica del mundo no
contenga en sí misma valores éticos, ni valores estéticos, ni una palabra acerca de
nuestra finalidad última o destino, ni nada de Dios, si lo prefieren. ¿De dónde vengo, a
dónde voy?”34

En nuestra visión habitual del mundo, aquello que en el hombre conoce sin ser
nunca objeto de su conocimiento queda excluido, y el cosmos, objetivado. No es de
extrañar que, como ya señalamos, el entronizamiento de la visión científica, hermanada
con esta visión del cosmos, haya sido el caldo de cultivo en Occidente de naturalismos,

32
Ibid., p. 25.
33
Cfr. Ibid., 37.
34
La naturaleza y los griegos. Trad. y prólogo de Víctor Gómez Pin. Barcelona: Tusquets Editores,
20062, pp. 121-127. Aunque Schrödinger sostiene que Heráclito recae en este error, el de hipostasiar el
mundo como un objeto, considero que, lejos de ser así, es un ejemplo de todo lo contrario.

11
nihilismos y ateísmos antimetafísicos, y que haya propiciado, con demasiada frecuencia,
una visión chata del cosmos, la de un cosmos carente de valores intrínsecos, cualidad y
sentido objetivos. Pero el Lógos, al igual que el Tao, es tanto el fondo último de todo lo
existente como el fondo último de nuestra subjetividad. “Quizá nunca logres hallar los
límites del alma, cualquiera sea el camino que recorras: tan profundo es su lógos” (fr.
45). El Lógos es tan autoevidente como lo es nuestra propia conciencia para sí misma.
Somos conscientes y hayamos en nuestro fondo —insistía Sócrates— el sentido de la
verdad, de la belleza, del bien; por eso, el fondo de la realidad, que es nuestro propio
fondo, no puede ser una energía inconsciente y ciega. La Inteligencia y la Conciencia no
son, por tanto, una manifestación particular dentro del cosmos cuya “sede” sea el ser
humano, sino el entramado y la sustancia misma del universo. No son un producto
tardío de la evolución del cosmos —aunque sí lo sean la inteligencia y auto-conciencia
específicas del homo sapiens— sino su mismo origen, naturaleza y sustrato. “Común a
todos es la inteligencia” (fr. 113). Pero “(...) aun siendo el Lógos general a todos, la
mayoría vive como si tuviera una inteligencia propia particular” (fr. 2). El Tao o el
Lógos no son, pues, principios cosmológicos sino metafísicos, que abarcan por igual la
dimensión subjetiva y objetiva de la realidad, revelando su unidad (no-dualidad)
esencial. Por eso el camino del conocimiento del Lógos o del Tao es, eminentemente, el
auto-conocimiento metafísico —“Me he investigado a mí mismo” (fr. 101)—.

Retornando a la cuestión que nos incumbe, la del sentido filosófico de la


existencia humana, de todo lo dicho se sigue que para estas sabidurías no hay dualidad
entre la vida y su sentido. El Tao no es una voluntad u orden ajeno al universo e
impuesto a éste desde fuera de él. No conlleva el sometimiento de la voluntad humana a
otra voluntad. No es una ley moral que el hombre deba obedecer y de la que se puede
apartar —“El Tao es aquello de lo que uno no puede desviarse; aquello de lo que uno
puede desviarse no es el Tao” (Chung-Yung)35—. No es un destino al que el ser humano
haya de someterse, pues ya “todas las cosas suceden de acuerdo a esta Razón” (fr. 1). Y
no hay en ello ningún determinismo —insistimos— porque este último implica una
dualidad no presente en estas enseñanzas y porque la libertad de cada cosa es ser lo que
ella íntimamente es.
La vida no obtiene su sentido al remitirse o al apuntar a algo distinto de sí
misma. La vida no tiene sentido. La vida es sentido. Por tanto, no hay respuesta a la
pregunta por el sentido de la vida; sólo se puede ser uno con él.

“La solución del problema de la vida se aprecia en la desaparición de ese problema.


(¿No es esta la razón por la que las personas que tras largas dudas llegaron a ver claro el
sentido de la vida no pudieran decir, entonces, en qué consistía tal sentido?).” (L.
Wittgenstein)36

El sentido de la danza cósmica no puede captarse mediante explicaciones, sino a


través de la vivencia del ajuste significativo que surge en la entrega consciente a dicha
danza. La vida sabia es la vida en conformidad consciente con el Tao. “Obrar de
acuerdo a la naturaleza, comprendiéndola, es sabiduría” (fr. 112). Esta correspondencia,
este ajuste consciente con la realidad —que conlleva la conciencia de que dicho ajuste
nunca se dejó de dar—, el abandono de las resistencias mentales a “lo que es”, equivale
a la experiencia del sentido de la vida. Sólo entonces, “tu mirada será inocente como la

35
Chung-Yung o Doctrina del Medio. Cit. por Alan Watts. El camino del Tao. Barcelona: Kairós, 19915,
p. 85.
36
Tractatus logico-philosophicus, 6.521.

12
de un ternero recién nacido y no tratarás de indagar el porqué, las razones de las cosas”
(Chuang Tzu)37. Pues se comprende íntimamente que la genuina experiencia del sentido
de la vida nunca es el fruto de la indagación en los porqués y en los “paraqués” —sin
que ésta quede necesariamente excluida—; y se comprende igualmente que la carencia
de sentido está enraizada en la creencia, y en la consiguiente sensación ilusoria, de ser
un individuo separado de la realidad, de la totalidad y del fondo de la vida, y que, desde
esta vivencia, es decir, tras haber objetivado la realidad y habernos situado como un
extraño ante ella, la búsqueda de explicaciones, como camino hacia la experiencia del
sentido, es sólo un sustituto vicario y estéril de la confianza básica perdida —una
búsqueda que, en el mejor de los casos, puede proporcionar pasajeramente seguridad
mental, pero nunca confianza metafísica real—.

“No tengo ese sentido de inseguridad que le hace a usted ansiar el conocimiento. Yo soy
curioso, como un niño es curioso. Pero no hay ansiedad que me haga buscar refugio en
el conocimiento. Por lo tanto, no es de mi incumbencia si renaceré o cuánto durará el
mundo. Estas son preguntas que nacen del temor.” (Nisargadatta)38

Quizá tras lo dicho se entienda mejor por qué las siguientes palabras, que,
elegidas aleatoriamente entre un sinnúmero de referencias posibles, resumen una de las
posiciones típicas en nuestra cultura en torno al sentido de la vida, están lejos de reflejar
un sentir universal y están más condicionadas por categorías culturales de lo que de
entrada quizá podríamos advertir:

"No hay misterio en la felicidad. (...) El hombre feliz no mira hacia atrás. Vive el
presente. Y ahí está el problema. El presente nunca puede darnos una cosa: sentido. Los
caminos de la felicidad y del sentido no son los mismos. Para encontrar la felicidad, un
hombre sólo necesita vivir en el instante; sólo necesita vivir para el instante. Pero si
quiere sentido —el sentido de sus sueños, de sus secretos, de su vida—, deberá rehabitar
el pasado, por oscuro que fuere, y vivir para el futuro, por incierto que sea. Así, la
naturaleza pone a bailar delante de nuestros ojos la felicidad y el sentido, y se limita a
urgirnos a que elijamos una de las dos cosas."39

Rubenfeld nos habla de un sentido que se alumbra al enlazar argumentalmente el


pasado y el futuro, que precisa de porqués y de “paraqués” y que equivale, como ya
señalamos, a la interpretación que cada cual hace sobre desde dónde viene su vida y
hacia dónde va y sobre el significado de lo que en ella acontece. Para las visiones que
nos ocupan, hay una experiencia del sentido de la vida mucho más originaria y de
alcance ontológico: la experiencia siempre en presente (un presente que no equivale al
instante) del flujo de la vida; el “desde dónde” y el “hacia dónde” son inquietudes
mentales ajenas a esta experiencia y que sólo las tiene quien carece de ella. Para
Rubenfeld, la felicidad está ligada al instante y es ajena a la experiencia del sentido.
Para las filosofías sapienciales descritas, la felicidad es otro nombre para la experiencia
originaria del sentido, y su tiempo no es el instante asfixiado entre el pasado y el futuro,
a los que excluye, sino el eterno presente, que no se aparta del tiempo, sino que lo
trasciende precisamente porque lo abarca en su totalidad.

3.2 El sentido visible

37
Chuang-tzu, c. 22, p. 105.
38
I Am That, p. 427.
39
Jeb Rubenfeld. La interpretación del asesinato. Barcelona: Anagrama, 20062, p. 13.

13
“Toda la naturaleza es artística, porque tiene como un camino y
un sendero para seguir.” (Cicerón)40

Todo lo dicho podría parecer una teoría más sobre el sentido de la vida que, como tal,
puede ser aceptada y rechazada. Y, en efecto, así es. Como afirma el Tao Te King: “El
Tao que puede ser enunciado no es el verdadero Tao” (I). Estas palabras reflejan un
rasgo característico de las filosofías sapienciales, y muy en particular de las filosofías
sapienciales de Oriente: su relativización de las doctrinas teóricas. Para estas
disciplinas, la filosofía en su contenido conceptual no tiene valor en sí misma; su valor
radica en su capacidad para constituirse como un conjunto de sugerencias, instrucciones
o indicaciones que se orientan a posibilitar que cada cual verifique, mediante la
experiencia directa y a través de cierta praxis existencial, la verdad transformadora de
una enseñanza. Para las filosofías sapienciales, sólo donde hay esta experiencia íntima y
directa cabe hablar de conocimiento filosófico real. Es desde esta vivencia desde donde
las palabras sobre el Sentido se iluminan, nunca a la inversa. De hecho, consideradas en
sí mismas constituyen sólo una teoría más, y tan relativa e inadecuada para apresar la
realidad como cualquier otra. Las disciplinas que tienen conciencia de esto último no se
constituyen como sistemas teóricos sobre la realidad última con valor autónomo, sino
ante todo como prácticas filosóficas.

Hemos ahondado en el Sentido invisible tomando como referencias las


intuiciones del Lógos y del Tao. Profundizaremos a continuación en el Sentido visible,
que es el rostro visible y manifiesto del Sentido invisible, acudiendo a otras referencias,
muy en particular al pensamiento estoico (III a. C – III d. C.), heredero de la concepción
heracliteana del Lógos, y a la filosofía de Spinoza (s. XVII), inspirada, a su vez, en la
sabiduría estoica.

Señalábamos que el sentido entendido como dirección, en la expresión “sentido


de la vida”, apunta a la constatación de que todo lo existente se mueve siguiendo una
determinada dirección. Éste, insistimos, es el sentido que aquí nos ocupa, el movimiento
inteligente de la vida, y no los significados basados en creencias o hipótesis teóricas.
En efecto, la única constante en el cosmos es el cambio, pero este cambio no
acontece arbitrariamente sino según ciertos cauces. Así, por ejemplo, cuando plantamos
una semilla sabemos que de ella no va a brotar cualquier cosa sino una planta concreta
cuyo crecimiento va a responder, además, a unas pautas específicas. Cabría decir que
este cauce o dirección viene definido, acudiendo a la terminología aristotélica, por el
paso de la potencia al acto, por la actualización progresiva de las posibilidades internas
latentes en cada realidad.
En otras palabras, si observamos la vida en todas sus manifestaciones, la
existencia en su conjunto y nuestra propia existencia, podemos constatar que la
naturaleza de la vida consiste en anhelar más vida, una vida más intensa y plena. La
vida se revela como un proceso creativo que implica una constante actualización de
formas y posibilidades latentes que pugnan por expresarse y alcanzar un creciente grado
de complejidad. La constante que parece guiar la existencia en todas sus
manifestaciones y órdenes es la de que todo tiende a actualizar el potencial que trae
consigo y a alcanzar su pleno desenvolvimiento. “Cada cosa —sostiene Spinoza en su
Ética— se esfuerza cuanto está a su alcance por perseverar en su ser”, y “el esfuerzo

40
En “Sobre la naturaleza de los dioses”, hablando de Zenón. Los estoicos antiguos. Introd., trad. y notas
de Ángel J. Cappeletti. Madrid: Gredos, 1996, p. 113.

14
con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de
la cosa misma”41. Spinoza denomina a este esfuerzo, que no es otra cosa que la potencia
de obrar que define la esencia de cada realidad, conatus. Los estoicos la denominan
hormé: la fuerza que lleva a los seres vivos a conservarse y a perfeccionar su propia
esencia. El conatus es la dirección visible de la vida. Hablamos, por tanto, no de una
hipótesis teórica, sino de algo directamente experimentable.

“El fin de la vida es el pleno desenvolvimiento. Estamos aquí para realizar nuestra
naturaleza perfectamente.” (Oscar Wilde)42

“El gran principio, el principio dominante (…) es la importancia esencial y absoluta del
desenvolvimiento humano, en su más rica diversidad.” (Wilhelm von Humboldt)43

La vida ya tiene un sentido y una dirección que no son diferentes de la misma


vida. No se trata, por tanto, de que descubramos el sentido y luego nos ajustemos a él
desde más allá de él. El sentido de la vida no es otro que el verdadero sentido y ritmo de
la naturaleza de las cosas.
En este proceso creador cuyo sujeto es la Vida en sentido amplio, el ser humano
tiene una posición peculiar frente a otras formas de vida. El mundo natural expresa
ineludiblemente ese movimiento de la Vida (la tierra gira sobre su propio eje cada día,
la semilla llega a ser un frondoso árbol, el ave quiebra el cascarón en el momento justo,
y ellos no han de hacer nada por sí mismos para lograr tal cosa). Pero el ser humano no
se limita a ser cauce del obrar de la Vida en él, el que le empuja a actualizar todas sus
posibilidades latentes, sino que en virtud de su autoconciencia se sabe partícipe de dicho
movimiento y colabora conscientemente con él. “Sólo al ser racional le ha sido dado
seguir voluntariamente los acontecimientos, pues seguirlos sin más es obligatorio para
todos” (Marco Aurelio)44. En otras palabras, el ser humano puede crear, crearse a sí
mismo; o, más propiamente, co-crear, pues si bien despliega voluntaria, consciente y
creativamente muchas de sus posibilidades, en ningún caso ha elegido estas últimas,
pues él no es el creador de su propio potencial. La conciencia de su conatus, del sentido
inteligente de la vida en él, especifica al ser humano frente a otras realidades.
Tradicionalmente se ha descrito el potencial que constituye la esencia dinámica
del ser humano como constituido por tres cualidades básicas: energía,
inteligencia/conciencia, amor/bienaventuranza. Como ha descrito Antonio Blay45, el
aspecto energía se expresa en todo lo que en nosotros es energía vital y psicológica:
ganas de vivir, capacidad combativa, capacidad de defender y afirmar lo que somos,
capacidad de hacer, de llevar a la acción, etc. El aspecto inteligencia se manifiesta en
nuestra capacidad de conocer: de percibir, de pensar (relacionar, abstraer, juzgar), de
intuir, de comprender, de tomar conciencia. De la cualidad esencial amor/felicidad
derivan todas nuestras experiencias y capacidades relacionadas con el sentir: la
capacidad de experimentar placer-displacer sensible, la alegría, el sentimiento de belleza
y armonía, el amor, la beatitud, etc.46 El desenvolvimiento del ser humano sigue, por

41
Ética, III, Prop. VI y VII, pp. 203 y 204.
42
El retrato de Dorian Gray. Madrid: Biblioteca Nueva, 1941, pp. 129 y 130.
43
“De la esfera y de los deberes del Gobierno”. Citado por John Stuart Mill al inicio de su obra Sobre la
libertad. Trad. de Pablo de Azcárate y prólogo de Isaiah Berlin, Madrid. Alianza Editorial, 2005, p. 55.
44
Meditaciones. Introd., trad. y notas de Bartolomé Segura Ramos. Madrid: Alianza editorial, 1999, libro
X, 28, p. 143.
45
Cfr. Ser. Curso de psicología de la autorrealización. Barcelona: Indigo, 1992, cap. 1.
46
Cfr. Ibid. Desde esta perspectiva, sólo tienen sustancialidad las cualidades y los denominados
“defectos” no son más que cualidades deficientemente desarrolladas o cualidades filtradas por ideas

15
tanto, un cauce específico definido por las respuestas que le son propias, es decir, por
sus posibilidades y potencias específicas —poderes cognitivos, afectivos y activos—. A
su vez, la actualización de su potencial va acompañada necesariamente por una
conciencia subjetiva de satisfacción, de serena plenitud.
“La alegría es el paso del hombre de una menor a una mayor perfección.”
(Spinoza)47
El término actualización significa que nuestro crecimiento (y la plenitud
subjetiva consiguiente) sigue una dirección muy concreta: de dentro hacia fuera.
Nuestro crecimiento no viene dado por lo que nos pasa, sino por las respuestas activas
que damos ante lo que nos pasa. Significa que nuestra plenitud específica no procede de
lo que tenemos o adquirimos, sino de lo que actualizamos, de lo que somos y
expresamos. Crece nuestra potencia de obrar cuando la ejercitamos de forma activa
situando dentro de nosotros el origen y la meta de nuestros movimientos, cuando
actuamos en lugar de reaccionar. Nuestra comprensión no aumenta porque
incorporemos toda la erudición posible, sino cuando asimilamos dicha información
activamente, cuando ejercitamos nuestra capacidad de ver, de penetrar en el sentido de
las cosas, de pensar por nosotros mismos, de tomar conciencia. Crece y madura nuestra
afectividad no en virtud del amor que recibimos, sino del que damos y expresamos.
Somos activos y dueños de nuestras respuestas cuando tenemos la actitud de
movilizar lo mejor de nosotros mismos, de vivir en acto el potencial que somos, aunque
el exterior no lo justifique ni lo provoque, porque hacerlo es nuestra naturaleza. Sólo
entonces dejamos de ser un eco pasivo del exterior y comenzamos a estar vivos,
despiertos, presentes. La única plenitud existencial real y permanente —la que puede
estar presente incluso en situaciones y circunstancias difíciles y dolorosas— procede de
la conciencia de estar creciendo, afirmando lo que íntimamente somos, de estar
actualizando nuestro potencial. Esta conciencia equivale a la experiencia del sentido de
la vida en el plano existencial.
Para la filosofía estoica, si bien los bienes exteriores y los bienes del cuerpo no
siempre dependen de nosotros, sí dependen en toda circunstancia de nosotros las
respuestas que damos ante las situaciones externas o internas. Esta capacidad de
sobreponernos a lo dado y de ser dueños de las respuestas activas que damos ante ello
está garantizada por la presencia del Lógos en nosotros, por nuestra prohaíresis
(albedrío) o hegemonikon (principio rector), aquello “que se despierta a sí mismo, se
encauza y se hace a sí mismo como quiere ser; el que hace que todo lo que acontece le
aparezca como él quiere” (Marco Aurelio)48. Incluso en medio de las situaciones
objetivamente más difíciles y limitadas siempre podemos hallar en nuestro más íntimo
centro un espacio de libertad y de poder incoercibles que nos permite ser dueños de la
actitud que adoptamos ante dichas situaciones y que nos permite dar ante las mismas
una respuesta actualizadora y creadora.

“¿Se puede, entonces, sacar provecho de esto? De todo. ¿Y también del que insulta? Sí.
¿Cuánto aprovecha el entrenador al atleta? Muchísimo. Pues el que me insulta se vuelve
entrenador mío; entrena mi capacidad de aguante, mi docilidad, mi mansedumbre. (...)
Si alguien me entrena en la docilidad, ¿no me aprovecha? (...)

inadecuadas. Por ejemplo, “el odio es una inclinación a desechar algo que nos ha causado un mal”
(Spinoza. Tratado breve. Trad., prólogo y notas de Atilano Domínguez. Madrid: Alianza Editorial, p.
113). Es una cualidad —el impulso autoafirmativo de nuestro conatus, que nos conduce a buscar nuestro
bien— expresada como odio a causa de los juicios erróneos, pues, como sostiene Spinoza, tal odio jamás
hubiera surgido si se conociera la naturaleza del verdadero bien.
47
Ética, III, Prop. LIX, p. 263.
48
Meditaciones, libro VI, 8, p. 78.

16
¿Un mal vecino? Para sí mismo, pero para mí bueno. Entrena mis buenos
sentimientos, mi ecuanimidad. ¿Un mal padre? Para sí, pero para mí bueno. Esto es la
varita de Hermes: ‘Toca lo que quieres —dice— y se convertirá en oro”. No, sino:
‘Venga lo que quieras y yo lo convertiré en un bien.’” (Epicteto)49

La felicidad, que es el fin último del ser humano, no consiste —sostiene


Aristóteles en su Ética a Nicómano— ni en el placer, ni en la riqueza, ni en los honores,
ni en la fama, ni en el poder, ni en ningún bien exterior, ni en algún bien del cuerpo,
sino en la operación o actividad humana conforme a su naturaleza específica, en la
actualización de sus potencias propias, entre las cuales el noûs, lo que hay “de más
divino en él”, ocupa el lugar privilegiado.
Spinoza describe esta tendencia universal hacia la felicidad o hacia lo que cada
cual juzga como bueno, afirmando que “el deseo de vivir felizmente, o sea, de vivir y
obrar bien, etc., es la misma esencia del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno
realiza por conservar su ser”50; un esfuerzo que es efectivo y actualizador, que permite
el desenvolvimiento de nuestra naturaleza propia, cuando está guiado por lo que
especifica a esta última, la Razón, pues, como veremos, “las acciones del alma se siguen
sólo de las ideas adecuadas, y el alma sólo es pasiva porque tiene ideas inadecuadas”51.
Todo ser humano tiende a su autoafirmación y plenitud ontológicas. Esta es la
dirección de la vida en él. Al afirmar esto introducimos en la consideración del sentido
existencial la causa final. Pero se trata de una causa final que, si bien define una
dirección, no implica proyectar en el futuro la experiencia del sentido, pues el
crecimiento vivenciado subjetivamente como plenitud es el movimiento activo de la
vida en el presente. Sólo cabe vivir y obrar bien ahora52. El fin del crecimiento es
crecer. El fin de la vida es vivir.

“Si alguien durante mil años preguntara a la vida: “¿Por qué vives?”... ésta, si fuera
capaz de contestar, no diría sino: “Vivo porque vivo”. Esto se debe a que la vida vive de
su propio fondo y brota de lo suyo; por ello, vive sin porqué, justamente porque vive para
sí misma. Si alguien preguntara entonces a un hombre veraz, uno que obra desde su
propio fondo: “¿Por qué obras tus obras?”... él, si contestara bien, no diría sino: “Obro
porque obro.” (Maestro Eckhart)53

Esta búsqueda universal del propio bien, esta tendencia a la autoafirmación


ontológica, trasciende el dilema ficticio entre egoísmo y altruismo. “El supremo bien de
los que siguen la virtud es común a todos, y todos pueden gozar de él igualmente”
(Spinoza)54. Pues el impulso autoafirmativo se torna necesariamente inclusivo cuando
se comprende vivencialmente que el genuino bien del otro no puede colapsar con
nuestro verdadero bien, desde el momento en que este último depende únicamente de
nuestras respuestas activas, y, más aún, cuando se comprende que nuestro supremo bien
es común y difusivo, pues el aislamiento ontológico es una ficción. El aumento de la
propia capacidad de obrar es indisociable del aumento de la capacidad de amar, de la
capacidad de otorgar a los demás el espacio en que ellos también puedan florecer.

49
Disertaciones por Arriano. Trad., introd. y notas de Paloma Ortiz García. Madrid: Gredos, 1995, Libro
III, XX, pp. 314-315.
50
Ética, IV, Prop. XXI, p. 310.
51
Spinoza. Ética, III, Prop. III, p. 202.
52
“Nadie se esfuerza por conservar su ser a causa de otra cosa”. Spinoza. Ética, IV, Prop. XXV, p. 312.
53
Tratados y Sermones. Trad., introd. y notas de Ilse M. De Brugger, Barcelona: Edhasa, 1983, pp. 307 y
308.
54
Ética, IV, Prop. XXXVI, p. 323.

17
El sentido de la vida y la dinámica real de la vida son idénticos. Por eso sólo
cuando nos alineamos con la dinámica de la vida tenemos la experiencia positiva de
dicho sentido. Ahora bien, dado que este sentido está siempre presente, puesto que
“aquello de lo que uno puede desviarse no es el Tao” (Chung Yung), también la
experiencia del sinsentido ha de ser necesariamente una manifestación del sentido de la
vida. Y así es. La propia insatisfacción y el sufrimiento humanos son una constatación
de que hay en nosotros una suerte de movimiento inteligente que avanza en una
determinada dirección, que nos orienta hacia nuestra plenitud y que se expresa en el
lenguaje de la insatisfacción o del sufrimiento cuando ese avance se frena. La
experiencia dolorosa del sinsentido es, paradójicamente, una experiencia del sentido,
pues es un signo de que la demanda de este último es intrínseca a nuestra constitución.
La tristeza, la insatisfacción y carencia de sentido, lejos de ser expresión del sinsentido
de la vida, son una manifestación de la dirección inteligente que hay en ella, de nuestro
impulso hacia la felicidad. El anhelo de sentido es la expresión del Sentido. El
sufrimiento es un eco en nuestra vida psíquica de la voz del Lógos, del Sentido de la
vida, una manifestación inequívoca de su inteligencia. Este sentido, de nuevo, no es
algo abstracto, una mera hipótesis teórica, sino una vivencia concreta y sentida —
aunque con frecuencia no reconocida— con la que estamos en contacto directo de
continuo.

4. El sentido subjetivo de la vida

“La felicidad es el buen decurso de la vida.” (Zenón)55

Hemos visto que el sentido de la vida coincide con la dirección que define la tendencia
al crecimiento intrínseca a toda realidad, y que, dado que la vida ya tiene un sentido, es
cuando sintonizamos con el movimiento de la vida en nosotros y coincidimos con él
cuando tenemos la experiencia positiva de dicho sentido.
Apuntamos también cómo las tradiciones sapienciales comparten con buena
parte de la sensibilidad contemporánea que los significados y propósitos pertenecen a la
esfera subjetiva.

“Para Zeus todo es bello, bueno y justo; los hombres, por el contrario, tienen unas cosas
por justas y otras por injustas.” (Heráclito, fr. 102)

“Si se las ve desde el punto de vista del Tao, en las cosas no existe la diferencia entre lo
precioso y lo vil; mirándolas desde el punto de vista de las mismas cosas, cada cosa se
tiene a sí por preciosa y a las demás por viles; mirándolas desde el punto de vista del
sentir mundano, lo precioso y lo vil no están en las cosas mismas [están en la valoración
que se hace de ellas].” (Chuang Tzu)56

En efecto, estamos en cada momento interpretando y significando nuestra


experiencia, unas atribuciones de significado que dependen de nuestras concepciones
sobre lo que sea bueno o malo, valioso o carente de valor, deseable o indeseable. El
mundo humano no es un mundo de hechos brutos, neutros, sino un mundo de
atracciones y repulsiones, un mundo interpretado, sentido, valorado. Utilizo
habitualmente la expresión “filosofía operativa” para apuntar a la filosofía que subyace
55
Citado por Clemente de Alejandría. Los estoicos antiguos, p. 118.
56
Chuang-Tzu, c. 17, 4, p. 116.

18
a —y se encarna en— nuestro modo de vivir y de ver, la que explica por qué hacemos
unas cosas y no otras, por qué buscamos unas situaciones y huimos o pasamos por alto
las contrarias, por qué nos motivamos, nos desmotivamos, nos alegramos, nos
entristecemos o experimentamos frustración, por qué algo nos atrae o nos contraría, etc.
Esta filosofía operativa, latente en nuestro modo de interpretar y de valorar cada acto y
cada situación, y que se evidencia en nuestras conductas y emociones habituales, no
siempre coincide con nuestra filosofía teórica, con lo que creemos pensar sobre esto o lo
otro o con los valores que decimos sostener.
Desde este supuesto, cabe denominar sentido subjetivo de la vida a la dirección
concreta que sigue la vida de cada cual en función de los significados que atribuye a los
distintos hechos, situaciones y experiencias. Esta dirección se descubre al observarnos
vivir y al advertir que suelen ser siempre las mismas las cosas que nos ilusionan y
desilusionan, las que nos dan energía o nos la quitan, las que nos llevan a hacer o a no
hacer; al advertir en nuestro modo de tratar a los demás, en nuestros anhelos y temores,
esquemas recurrentes. Cada cual otorga, por tanto, una dirección o un sentido particular
a su vida, un perfil singular, en el que se dibujan patrones y consignas reconocibles
(intentar demostrar que soy o que no soy algo, conseguir esto o lo otro, evitar el
esfuerzo o el conflicto, etc.).
De esta filosofía latente y encarnada en nuestro funcionamiento cotidiano, de
nuestras interpretaciones y atribuciones de significados —señalábamos—, depende en
buena medida el que juzguemos algo como positivo o negativo, como valioso y
significativo o como carente de valor. De esto se deriva, a su vez, que con frecuencia
vivenciamos algo como negativo o carente de sentido únicamente debido a nuestro
empeño en que las cosas sean como queremos que sean, y no como son; lo juzgado
como negativo no lo es en sí, sino sólo en función de nuestra forma particular de
interpretar y significar la realidad.
Y es que si bien otorgamos una dirección concreta a nuestra vida, esta última,
como hemos venido viendo, tiene ya un sentido y unos ritmos propios, de modo que si
el sentido particular que pretendemos asignarle no respeta ni se ajusta a su sentido
objetivo, habrá sufrimiento, frustración y un sentimiento de falta de realización. Dicho
de otro modo, si nuestra visión de las cosas y nuestras concepciones sobre lo que sea
aceptable o inaceptable son inapropiadas, nos eludirá la experiencia efectiva del sentido,
del ajuste con lo que es. Sentiremos que la vida es absurda o nos maltrata, cuando lo
único errado es nuestra propia visión, nuestras propias concepciones sobre lo bueno y lo
malo, lo razonable o lo irracional:

“Lo único insoportable para el ser racional es lo irracional, pero lo razonable se puede
soportar: los golpes no son insoportables por naturaleza. ¿De qué manera? Mira cómo:
los lacedemonios son azotados porque han aprendido que es razonable. ¿No es
insoportable ahorcarse? Pero cuando alguien siente que es razonable, va y se ahorca.
Sencillamente, si nos fijamos, hallaremos que nada abruma tanto al ser racional como lo
irracional y, a la vez, nada le atrae tanto como lo razonable. Mas cada uno experimenta
de modo distinto lo razonable y lo irracional, igual que lo bueno y lo malo y que lo
conveniente y lo inconveniente. Ésa es la razón principal de que necesitemos la
educación, que aprendamos a adaptar de modo acorde con la naturaleza el concepto de
razonable e irracional a los casos particulares.” (Epicteto)57

Nuestros anhelos nos vienen dados, nuestras demandas profundas nos vienen
dadas. Tenemos necesidades —inclinaciones afectivas, una necesidad de comprender y

57
Disertaciones por Arriano, I, II, pp. 60 y 61.

19
de saber a qué atenernos, de autoexpresión creativa, etc.— que no hemos elegido. Todo
ello es un reflejo de la dirección de la vida en nosotros. No somos, por tanto, libres de
querer cualquier cosa ni de que nos haga feliz cualquier cosa. Y el empeño en ser felices
de modos no acordes a nuestras exigencias profundas —por ejemplo, eludiendo una
vida interiormente activa y esperando que sea lo externo (cosas, personas y situaciones)
lo que nos otorgue nuestra plenitud—, tarde o temprano trae consigo insatisfacción o
sufrimiento. Esto implica poner límites al constructivismo extremo postmoderno. Los
significados son construidos, sí, pero la realidad tiene sus exigencias. Y si bien hay un
margen inagotable para la creatividad, para la creación de un modo propio de vivir
acorde a nuestra singularidad y a nuestras preferencias, esta creación tiene sus límites.
Esto último es algo difícil de advertir cuando se ha eliminado de la realidad todo sentido
intrínseco (al hacer equivaler sentido con significado), y cuando nos creemos separados
de ella y de otra naturaleza que ella.

5. Vivir conforme a la naturaleza o el ajuste del sentido subjetivo al sentido


objetivo de la vida

"Nuestro soberano interior, cuando es conforme a la


naturaleza, tiene ante los acontecimientos una actitud tal
que siempre se adapta fácilmente a lo dado." (Marco
Aurelio)58

Si bien todos tendemos universal e ineludiblemente al bien, nuestros juicios sobre lo


bueno son divergentes y pueden ser errados. Es preciso, por tanto, que la filosofía de
cada cual, la que le permite comprender, interpretar y significar su realidad, posibilite el
ajuste del sentido subjetivo de su vida a su sentido objetivo, que no dé lugar a la
pretensión de introducir cambios en nuestra vida que vayan en contra del sentido y del
ritmo de las cosas, que nos enseñe a aceptar la vida tal como es, a respetar las demandas
propias de cada realidad y nuestras propias demandas. Vivir conforme a la naturaleza —
una expresión que resume uno de los objetivos de las filosofías sapienciales— precisa,
por tanto, como nos decía Epicteto, educación, en concreto, de nuestras concepciones
sobre el bien y el mal.

5.1 Lo que depende y lo que no depende de nosotros

Los filosóficos estoicos ofrecen con este fin una pauta tan sencilla como práctica.
Establecen, como ya mencionamos, una diferencia decisiva entre “lo que depende de
nosotros” —lo que depende del Principio rector, es decir, aquello que en ningún caso
nos puede ser arrebatado y que se resume en el uso correcto de las representaciones, en
nuestra capacidad de interpretar y significar la realidad de un modo u otro, en nuestros
juicios sobre el bien y sobre el mal59— y “lo que no depende de nosotros” —todo lo

58
Ibid, IV, 1, p. 49.
59
Matizo en este punto que me aparto de las interpretaciones habituales de la filosofía estoica que la
consideran una filosofía voluntarista e individualista. Considero, de hecho, que en la línea de tantas otras
filosofías sapienciales, cuestiona la concepción convencional del libre arbitrio. Para los estoicos, la
libertad del Principio rector es pura y exclusivamente la libertad del Lógos, su irreductibilidad a lo dado.
A su vez, el Principio rector es fuente de discernimiento y capacidad de asentir o no a las
representaciones, pero en un mismo acto, y no como si el entendimiento y la voluntad fueran dos
facultades distintas, es decir, como si fuera posible comprender bien y actuar mal. Spinoza sostiene, en
esta línea, que “en el alma no se da ninguna volición, en el sentido de afirmación o negación, aparte de

20
demás: la fama, la aprobación ajena, la salud, la riqueza, la suerte de nuestros seres
queridos, etc.—. Y es que si bien los hechos y situaciones de nuestra vida dependen de
nosotros en grado variable, lo que siempre está en nuestra mano es cómo interpretemos
y signifiquemos esos hechos y situaciones y, por tanto, el tipo de relación que
establezcamos con ellos, la actitud con que los afrontemos. Según Epicteto, aquello que
no depende de nosotros es, desde un punto de vista ético, indiferente, no merece ser
calificado de bien o de mal; abarca, sin duda, hechos o estados preferibles o indeseables,
pero que no tienen la capacidad de afectar a nuestro Principio rector, que no son capaces
de tornarnos mejores o peores seres humanos, y sólo aquello que puede incumbir a la
parte más noble del ser humano merece el calificativo de verdadero bien o de verdadero
mal.

“(...) la divinidad hizo a todos los hombres para ser felices, para vivir con equilibrio.
Para eso nos dio recursos, entregando a cada uno unos como propios y otros como ajenos.
Los que pueden ser impedidos y arrebatados y los coercibles no son propios, y son
propios los libres de impedimentos. Pero la esencia del bien y del mal, como convenía que
lo hiciera quien se preocupa de nosotros y nos guarda paternalmente, reside en los
propios.” (Epicteto)60

El sentido subjetivo de la vida concuerda con su sentido objetivo, por tanto,


cuando elegimos conscientemente situar nuestro bien incondicional sólo en aquello que
depende de nosotros. Cuando así lo hacemos descubrimos que para lo que
esencialmente somos no existen los obstáculos, que ante todo podemos dar una
respuesta activa y creadora, que todo puede convertirse en una ocasión de crecimiento
íntimo, que nada nos impide actualizar nuestra humanidad, afirmarnos ontológicamente;
que podemos, por ejemplo, sentirnos acosados, pero no necesariamente destruidos, por
la enfermedad, por la calumnia, por las pérdidas…, que podemos incluso convertirlas en
un triunfo interior.
“En esto consiste la educación: en aprender a querer cada una de las cosas tal y
como son” (Epicteto)61. Dejamos de adaptar a los casos particulares de un modo acorde
con la naturaleza el concepto de lo razonable e irracional cuando yerra nuestro
discernimiento acerca de lo que depende o no depende de nosotros y cuando juzgamos
como intrínsecamente bueno o malo lo que no depende de nosotros. Estos errores de
juicio están presente cuando, por un exceso de pasividad y una falta de confianza en la
presencia del Lógos en nosotros, olvidamos que nada puede vencer al albedrío, que
siempre podemos sobreponernos a lo dado y dar una respuesta actualizadora ante ello; o
cuando pretendemos controlar desordenadamente lo que no depende de nosotros,
olvidando que este control tiene sus límites y que, ante estos últimos, la única actitud
activa posible es la aceptación.
La actitud interiormente activa —la disposición a vivir en acto el potencial que
somos— y la aceptación de lo inevitable —de los aspectos irrevocables de la existencia,

aquella que está implícita en la idea en cuanto que es idea” (Ética, II, Prop. XLIX, p. 177). Es decir, no
hay tal cosa como una voluntad autónoma que niegue o afirme lo verdadero y lo falso, sino que la
naturaleza de la idea (que sea clara y distinta, confusa, etc.) determina necesariamente nuestra afirmación
(en la forma de certeza o de carencia de duda sin certeza), nuestra negación o nuestra abstención de
juicio. Por eso afirma Spinoza más adelante que: “La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo”
(Ética, II, Prop. XLIX, p. 179). La voluntad es la facultad de afirmar o negar, de asentir o no a una idea,
un asentimiento que está implícito en la idea en cuanto tal. Ésta es también la base del mal llamado
“intelectualismo socrático”: el mal es, en último término, ignorancia.
60
Disertaciones por Arriano, III, XXIV, p. 343.
61
Disertaciones por Arriano, I, XII, p. 97.

21
entre ellos, el pasado y el presente tal y como se está manifestando— alumbran la
experiencia positiva del sentido de la vida. La aceptación así entendida no equivale a la
resignación, a dejar de intentar cambiar lo que puede ser cambiado; no requiere que nos
guste lo aceptado, ni exige la renuncia a nuestras preferencias por ciertas condiciones
frente a otras ni al esfuerzo por hacerlas prevalecer; equivale, eso sí, al abandono de la
creencia de que sólo una de esas condiciones debería existir, al abandono de la
exigencia de que la realidad sea de una determinada manera, la que se corresponde con
nuestras ideas sobre cómo deberían ser las cosas. El sufrimiento psicológico y la
experiencia del sinsentido no radican en el dolor físico o anímico, que es un aspecto
ineludible de la existencia; se sostienen en la creencia “esto no debería ser como es”, en
la lucha con la realidad, la única batalla que siempre está perdida de antemano.

“No pretendas que los sucesos sucedan como quieres, sino que quiere los sucesos como
suceden y vivirás sereno.” (Epicteto)62

“La esencia de la sabiduría es la total aceptación del momento presente, la armonía con
las cosas en el modo en que suceden. Un sabio no quiere que las cosas sean distintas de
como son; él sabe que, considerando todos los factores, las cosas son inevitables. Es
amigo de lo inevitable y, por lo tanto, no sufre. Puede que conozca el dolor, pero éste no
lo alterará. Si puede, hará lo necesario para restablecer el equilibrio perdido, o dejará
que las cosas sigan su curso.” (Nisargadatta)63

La aceptación de lo inevitable madura cuando, de ser una simple constatación del


sinsentido de negar lo que es, da paso a una serena confianza en el fondo de la realidad
y, más aún, a una gratitud maravillada ante la inteligencia rectora de la vida, ante el
orden natural de las cosas y sucesos. En esta actitud culmina la esencia de la vida
filosófica: el ajuste lúcido con “lo que es”.

“A la Naturaleza, que da y que quita todo, el que está instruido y es discreto dice: ‘Dame
todo lo que quieras; quítame lo que quieras’. Esto lo dice sin animosidad contra ella, sino
sólo obedeciéndola y teniéndole buena fe.” (Marco Aurelio)64

“No tenemos la potestad absoluta de amoldar según nuestra conveniencia las cosas
exteriores a nosotros. Sin embargo, sobrellevaremos con serenidad los acontecimientos
contrarios a las exigencias de nuestra utilidad, si somos conscientes de haber cumplido
con nuestro deber, y de que nuestra potencia no ha sido lo bastante fuerte como para
evitarlos, y de que somos una parte de la naturaleza total, cuyo orden seguimos. Si
entendemos eso con claridad y distinción, aquella parte nuestra que se define por el
conocimiento, es decir, nuestra mejor parte, se contentará por completo con ello,
esforzándose por perseverar en ese contento. Pues en la medida en que conocemos, no
podemos apetecer sino lo que es necesario, ni, en términos absolutos, podemos sentir
contento si no es ante la verdad. De esta suerte, en la medida en que entendemos eso
rectamente, el esfuerzo (conatus) de lo que es en nosotros la mejor parte concuerda con el
orden de la naturaleza entera.” (Spinoza)65

5.2 La noción filosófica de providencia

62
Manual, en Tabla de Cebes. Musonio Rufo: Disertaciones, Framentos menores. Epicteto: Manual,
Fragmentos. Trad., introd. y notas de Paloma Ortiz García. Madrid: Gredos, 1995, 8, p. 187.
63
I Am That, p. 270.
64
Ibid, X, 14, p. 140.
65
Ética, IV, c. XXXII, p. 379.

22
“Todo se me acomoda lo que a ti se acomoda. ¡Oh, Cosmos!
Nada me llega tarde, nada demasiado pronto, si llega a punto
para ti.” (Marco Aurelio)66

Las filosofías sapienciales siempre han invitado a la aceptación serena de lo inevitable,


una actitud que se sustenta en la confianza en la inteligencia rectora de la vida. De
hecho, esta aceptación no es posible sin confianza. Si creemos que las cosas y procesos
de la vida no tienen inteligencia propia, sentiremos que sin nuestro control están
abocadas al sinsentido y al caos y no podremos dejar de manipular a los demás, a la
realidad y a nosotros mismos. Esta confianza arraiga, por tanto, en la intuición del
Lógos, del Tao, del dharma67, del Sentido de la vida como un proceso intrínsecamente
inteligente.
La intuición del Lógos está en la base, a su vez, de la noción filosófica de
providencia (prónoia), presente en la filosofía antigua y desarrollada particularmente
por Sócrates, Platón y la tradición estoica. Esta noción apunta al cuidado del Lógos,
expresa la convicción de que la Naturaleza procura a todas las cosas vivientes los
medios para conservarse, para hacerse con lo que es conveniente para ellas, para
satisfacer su función propia, de modo que puedan alcanzar su fin individual y, a la vez,
vivir en armonía y conformidad con el todo.
Aplicada al mundo humano, esta noción parece ingenua y problemática y
despierta objeciones análogas a las que pone Séneca en boca de Lucilio en su diálogo
“Sobre la providencia”: “Me preguntaste, Lucilio, por qué, si la providencia rige el
mundo, suceden algunas desgracias a los hombres buenos”68. Las guerras, las
injusticias, la pobreza, el hambre, las vidas sumidas en el sufrimiento y en el sinsentido,
especialmente las de los justos e inocentes, no parecen evidenciar dicho cuidado
providente. Estas objeciones siguen siendo vigentes y son la réplica habitual ante la
concepción más generalizada de la providencia, la asociada a una concepción
antropomórfica de lo divino, la de un padre bondadoso que vela por cada una de las
criaturas y atiende las peticiones de los seres humanos, hasta el punto de que éstas
pueden cambiar su Voluntad, y que únicamente permite los llamados “males” (la
injusticia, la enfermedad…) para que obtengamos de ellos mayores bienes. Pero la
noción filosófica de “providencia”, en particular la concepción estoica de la misma,
tiene otra naturaleza bien distinta. Según esta última concepción, decíamos, el Lógos —
que no es una Voluntad disociada de nosotros, sino nuestro más íntimo sí mismo—
garantiza que podamos vivir en conformidad con nuestra naturaleza y función propias y
que podamos alcanzar nuestro fin individual. Ahora bien, nuestra naturaleza propia y
específica es el Principio rector. Nuestro fin individual, a su vez, consiste en vivir en
conformidad con nuestra naturaleza; radica, pues, en la virtud, no en la mera auto-
conservación biológica. La providencia del Lógos se manifiesta en la vida humana, por
tanto, en que, si vivimos en armonía con el Principio rector, es decir, si situamos el bien
y el mal en lo que depende de nosotros, podremos vivir serenos y libres y no habrá
motivos para reprochar nada a la vida. Radica en la confianza de que:

66
Meditaciones, IV, 23, p. p. 54.
67
Dharma es un término sánscrito que significa “orden natural”, “orden eterno” o ‘realidad’, aquello que,
oculto, sostiene todo. Su raíz significa ajustar, sostener, soportar, mantener unido. El dharma es lo que
sostiene y mantiene unido el cosmos, lo que posibilita la armonía cósmica. El término dharma también
alude al modo de obrar de cada ser prescrito por su naturaleza, y a la rectitud y virtud, que es la
colaboración humana activa en el mantenimiento del orden cósmico.
68
Diálogos I. Edición bilingüe. Introd., trad y notas de Antonio Cursi. Buenos Aires: Losada, 2007, p.
215.

23
“El ánimo no puede estar nunca en el destierro, pues es libre y pariente de los dioses
(…) Este pequeño cuerpo (…) es zarandeado de una lado a otro; en él aparecen las
torturas, los hurtos, las enfermedades. En lo que respecta al ánimo en sí, es inviolable y
eterno, y no existe mano que pueda golpearlo.” (Séneca)69

El cuidado del Lógos en el que Epicteto confiaba no le evitó ser esclavo,


humillado, cojo y desterrado, pero se manifestó en que nada de eso le impidió vivir
“cantando un himno a la divinidad” (“¿Qué otra cosa puedo hacer yo, un anciano cojo,
más que cantar un himno a la divinidad?”70). No libró a Sócrates de la calumnia y de la
condena injusta, pero se reflejó en su vida en que nada de ello minó su libertad interior y
su contento íntimo. Ésta es la naturaleza del cuidado del Lógos cuando nos alineamos
conscientemente con él, con su Curso en nosotros.

“Nunca harás reproches a la divinidad ni le reclamarás el despreocuparse de ti si no te


apartas de lo que no depende de nosotros y pones el bien y el mal sólo en lo que
depende de nosotros. Porque si supones que algo de aquello es un bien o un mal, es de
toda necesidad que hagas reproches y odies a los causantes cuando falles en lo que
quieres y vayas a dar en lo que no quieres. Pues todo ser vivo es de ese natural: rehuir y
apartarse de lo que le parece perjudicial y de sus causas e ir en busca de lo beneficioso y
sus causas y admirarlo.” (Epicteto)71

6. Conclusión

“Ha sido el hombre quien ha inventado la idea de fin;


pues en realidad no hay finalidad alguna.”
(Nietzsche)72

La sensibilidad contemporánea tiende a negar la existencia de sentidos objetivos y


absolutos, es decir, de un significado esencial (el significado de “todo”); se considera
que sólo cabe hablar de significados existenciales, aquellos que hacen que, para cada
cual, algo resulte significativo. Desde el punto de vista de las filosofías sapienciales, no
hay, en efecto, un significado esencial, objetivo y absoluto, pero sí hay un Sentido
objetivo cuya vivencia es máximamente significativa y valiosa —pues equivale, de
hecho, al contacto con la fuente ontológica de todo lo significativo y valioso—.
Nuestros significados subjetivos pueden ocultar dicho Sentido o bien revelarlo y
encauzarlo, pero en ningún caso crearlo.
Hemos distinguido, pues, entre la experiencia del Sentido en el nivel esencial y
en el nivel existencial. La primera es la experiencia del Ser, del Sentido de la Vida,
como nuestra realidad originaria, plena en sí misma en el presente atemporal y que, por
tanto, no necesita subordinarse a nada extrínseco, fines, razones o propósitos;
totalmente autojustificada y, por ello, fundamento de toda justificación y porqué
relativos. El sentido existencial, a su vez, es la expresión dinámica del Sentido: la
plenitud que se posee en perfecta simultaneidad en el ahora atemporal, se expresa en el
tiempo como un proceso de actualización y de consecución de dicha plenitud. Estos dos
69
“Consolación a Helvia”, en Escritos Consolatorios. Introd., trad. y notas de Perfecto Cid Luna. Madrid:
Alianza editorial, 1999, p. 132.
70
Disertaciones por Arriano, libro I, XVI, p. 106.
71
Manual, 31, p. 200.
72
Nietzsche, El Ocaso de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos. Trad. de Francisco Javier Carretero
Moreno. Madrid: M. E. Editores, 1993, p. 81.

24
puntos de vista, lejos de ser contrarios, son los dos rostros, invisible e visible, de un
único sabor, el del sentido de la vida, allí donde se comprende vivencialmente que la
sede del devenir es la plenitud del ser, que la sede del tiempo es la atemporalidad, que
podemos, por tanto, estar en el devenir sin ser de él. Sólo así la existencia deja de
percibirse como un proceso enajenado que busca su sentido en un futuro siempre
elusivo, para pasar a constituir la expresión de la plenitud que en nuestro más íntimo
fondo ya somos.
Precisamente en la síntesis de ambos puntos de vista, no procesual y procesual,
radica la esencia de todo proceso creativo: cada instante del mismo es un fin en sí,
perfectamente satisfactorio y total, que no se subordina ni adquiere sentido en función
del resultado final, aunque la mirada no creadora circunscrita al espacio y al tiempo sólo
advierta ahí una actividad procesual e intencional que busca su fin fuera de sí, sin
sospechar que la plenitud buscada es ya y lo es en cada instante de la misma.
Se puede entender ahora por qué buena parte de las metafísicas y cosmologías
tradicionales coinciden en afirmar que la acción creativa por excelencia es la acción
misma de lo real. La acción del Ser, del Fundamento de lo existente, no busca fuera de
sí su plenitud —pues nada queda fuera del Ser—; es la expresión de su incontenible
autosuficiencia. Es una acción, por lo tanto, “sin porqué”, como afirma el Maestro
Eckhart y Angelo Silesio; o, como sostiene Sânkara, sin referencia a ningún propósito.
Esta acción “sin porqué”, si hubiera que expresarla mediante algunas analogías de
nuestro mundo relativo, éstas sólo podrían ser las de la “creación artística” y el “juego”,
en tanto que actividades absolutamente gratuitas y autojustificadas. De aquí que ambas
metáforas hayan sido utilizadas en numerosas tradiciones metafísicas de Oriente y
Occidente para aludir a la actividad propia del Ser, la que compete a su naturaleza. En la
tradición vedânta de la India, por ejemplo, se describe metafóricamente la acción de lo
Supremo como mero deporte, juego o expresión dramática: Brahma crea, conserva y
destruye los mundos como expresión y goce de su propia naturaleza creativa, sin
referencia a ningún propósito, y de forma tan natural como el hombre espira e inspira.
El mundo es, para esta tradición, la interminable expresión del artista embriagado por el
éxtasis de su propia creatividad sin fin. Por eso, el secreto del Universo —dirá
Aurobindo— es la alegría pura del Niño que juega. Ya en nuestra tradición afirmaba
Heráclito —con unas palabras que retomará Heidegger—: el Ser es un niño que juega.
De aquí que, también para estas tradiciones metafísicas, la plenitud subjetiva del
ser humano coincida con su capacidad de reconocer dentro de sí, y de encauzar, esta
actividad de auto-expresión que no tiene más meta que sí misma. La actitud que
posibilita la íntima realización metafísica coincide, por lo tanto, con la del artista puro:
aquel que, cuando crea, es uno con su obra y para el que cada instante del proceso
creador es un fin en sí mismo, plenamente satisfactorio y total, que en ningún caso se
subordina o adquiere sentido en su referencia al producto final. Para el genuino artista,
la técnica ha de culminar en el olvido de dicha técnica, y en el olvido, por consiguiente,
de sí mismo en tanto que “hacedor” de la obra. Sólo entonces —cuando la persona se
hace transparente en cuanto tal— es cuando, en expresión de Whistler, “Arts happen”
(el arte sucede); y sucede como parte del mismo “acontecer” de lo existente, es decir,
como co-creación metafísica que encauza el Sentido de la vida, la acción creadora del
Ser. Si, como afirmaba Simone Weil, “el genio real no es otra cosa que la virtud
sobrenatural de la humildad en el dominio del pensamiento”73, cabría decir que el genio
en el vivir coincide con la máxima expresión de la humildad en el dominio del
pensamiento y de la acción.

73
“La persona y lo sagrado”, Revista Archipiélago: cuaderno de crítica de la cultura, nº 43, p. 92.

25
“Se actúa lo que se ve y se siente, se pone en práctica no el capricho de una voluntad
autónoma, sino la inspiración que surge de las entrañas mismas del Ser cuando el
hombre obedece, esto es, oye los latidos puros de su corazón. Y es actuando, como él
mismo se sorprende creando, co-creando, puesto que él no sabe qué hay en el Abismo,
quién habita en las profundidades del Ser. La creación es tan de la Nada que no hay
telos, no hay modelo, ni siquiera ideal, no hay causa final. “Die Rose ist ohne Warum!”.
Este sería el sentido profundo de la contemplación: se escucha, se actúa y se crea al
mismo tiempo y en un solo acto.”74

Esta visión está muy alejada de la que propicia nuestro contexto cultural. Éste
nos ha habituado a asociar la experiencia del sentido de la vida a la consecución de una
misión especial asociada a la importancia individual y a la orientación hacia el logro
futuro. Propicia el apego a metas, ideales y esperanzas, a las que se subordina buena
parte de la acción presente. Se exalta la esperanza y las religiones ofrecen un consuelo
sustentado en ella. Para muchos, el sentido de la existencia sólo se alumbra en la
orientación a un telos futuro; un telos que, ante el colapso de la muerte, se proyecta en
un más allá histórico o supraterrenal.
Las filosofías sapienciales no niegan lo evidente: que la existencia humana en el
tiempo se proyecta estructuralmente hacia el futuro o, como sostenía Ortega, que “la
vida es futurición”75. Pero nos recuerdan que esta proyección y el devenir en su
conjunto descansan en el seno de un eterno presente, en el presente de nuestra Presencia
consciente, intocada por el movimiento mental de la rememoración y la anticipación;
nos recuerdan que es propio del ser humano estar en el devenir sin ser de él, actuar
teniendo en cuenta el pasado y el futuro sin por ello instrumentalizar el momento
presente, sabiendo que el ahora eterno es la sustancia del tiempo, y la libertad creativa,
la fuente y matriz de todo devenir causal. Tampoco niegan la conveniencia psicológica
de proyectarse alentadoramente en el futuro, pero advierten que la vivencia del sentido
que esta orientación propicia no equivale a la experiencia más originaria del sentido de
la vida. Las metas individuales y colectivas son indispensables, estructuran nuestra
acción, proporcionan orientación y energía y permiten soportar las adversidades, pues
“quien posee su propio porqué de la vida soporta casi todo cómo”76. Pero esas mismas
metas, cuando se erigen en fuente exclusiva de sentido, distraen de un presente que no
agrada, agudizan la distancia entre lo que es y nuestras creencias sobre lo que debería
ser, nos dividen, por tanto, psicológicamente e imposibilitan la unificación y el ajuste
con el corazón del presente que sólo la aceptación plena hace posible. La motivación y
la energía que surgen de la esperanza son falaces cuando condicionan la mente a mirar
hacia el futuro para saborear algo parecido al sentido y a la realización77.
Las tradiciones filosóficas que he denominado sapienciales coinciden al apuntar
que la genuina experiencia del sentido es la experiencia del Lógos entendido como
fuente y dinámica misma de la vida, en la que de hecho ya estamos insertos, y que, por
tanto, sólo el ajuste con dicha dinámica permite al ser humano alcanzar la experiencia
incondicional del sentido de la vida, la que es independiente de los avatares biográficos
de cada cual.

74
Raimon Panikkar. La experiencia filosófica de la India. Madrid: Trotta, 1997, p. 66.
75
Ortega y Gasset. ¿Qué es filosofía? Madrid: Revista de Occidente en Alianza Editorial, 2001 17, p. 191.
76
Nietzsche, El Ocaso de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos, p. 41.
77
Spinoza es contundente a este respecto: “Los afectos de la esperanza y el miedo no pueden ser buenos
(…) cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no
depender de la esperanza”. Ética, IV, Prop. XLVII, pp. 339 y 340.

26
Este abordaje trasciende la especulación acerca de cuál sea el sentido-significado
de la vida como un todo, y no aporta argumentos teóricos que puedan acallar
superficialmente la sed de sentido, pero que son en realidad meros sucedáneos del
mismo. Tampoco proporciona creencias que la mente pueda utilizar como “trucos” para
propiciar la “aceptación” (por ejemplo, la de que los actos malos se castigarán y los
buenos se premiarán a la medida de nuestras exigencias humanas de justicia, etc.). De
aquí el interés de esta perspectiva para el momento actual, pues confluye con un aspecto
paradigmático del mismo. El relativismo contemporáneo y la crisis de los grandes
sistemas ideológicos y de las tradiciones religiosas han propiciado que ya no haya
sistemas de creencias, instituciones sociales o cosmovisiones incuestionables. El
individuo medio carece de referencias indiscutibles sobre qué sea la realidad y, en
general, de referentes sólidos en los que apoyarse. Pero ya no quiere sucedáneos; ya no
puede dar marcha atrás para retornar al calor de una seguridad que ahora, con la nueva
perspectiva lograda, resultaría ficticia. Y lo que las tradiciones sapienciales ofrecen
como respuesta a la pregunta por el sentido de la vida no es un sistema de creencias
más, ni más promesas de futuro, sino algo que, para la mente que aferra en su búsqueda
de seguridad, resulta muy parecido al vacío. Pues son muchos los que, insatisfechos con
la especulación filosófica sustentada en la opinión y desenraizada de la praxis cotidiana,
con las respuestas de las religiones tradicionales y con sus sustitutos banales, como la
religión del consumo, no han caído en las garras del cinismo y aún mantienen una
confianza inarticulada en el fondo misterioso de la vida, una confianza que no necesita
creencias relativas al más allá ni construcciones teóricas siempre inciertas acerca de los
porqués y los “paraqués”. Son estas personas las que están redescubriendo las
intuiciones perennes de las grandes tradiciones sapienciales.

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Cuando lo considero oportuno, modifico las traducciones citadas.

27
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