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«Cien años de soledad», la historia vida

de concluir el año de 1968, se ha vendido ya un cuarto de millón de ejemplares de Cien


años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez (1927), y desde su primera
aparición a mediados de 1967, es el primer libro que ha probado un acercamiento total
al gran público, pues uno se lo encuentra en las barberías, en los puestos callejeros de
revistas, en las salas de espera, en manos de los vendedores ambulantes. ¿A qué se debe
este éxito tan definitivo, a nivel popular, sin tomar en cuenta la gran cantidad de tesis de
grado que está mereciendo, las traducciones, la crítica internacional que lo respalda
unánimemente?
El fenómeno es sumamente importante, porque acaba con el mito de que ya
hablaba en otra ocasión, acerca de la cultura popular incapaz de aceptar lo bueno; y de
todo el complejo de respuestas que podrían surgir, trataré de enunciar algunas que me
parecen de mérito:
La realidad en América Latina nunca ha tenido proporciones reposadas y los textos
de historia no son más que una versión alambicada de ella; la verdadera historia se
pierde en territorio de la leyenda y si no, allí están las guerras de liberación de Bolívar,
toda la perpetua ebullición del siglo XIX que delimitó aunque tan precariamente los
signos de la nacionalidad en cada uno de los Balcanes del continente. La historia no ha
sido fechas, sino una zopilotera y un gran hedor, literalmente. Cien años de soledad es
la primera historia de América que se ha escrito; ha llegado al fondo de esa realidad
irreal de la fundación de pueblos olvidados, de la epopeya de los éxodos, de treinta
guerras iniciadas y perdidas todas, de los noviazgos eternos, de los húngaros y sus
caravanas, de los barcos sepultados en flores en medio de la selva, de las fortunas
dilapidadas, del muchacho poblano estudiando para papa, de nuestros Simbades
navegando por los siete mares, de la mujer eterna que ha sostenido a la familia por
siglos, en un matriarcado secular. Cien años de soledad ha sido escrita en el lenguaje
universal de esa realidad que se multiplica como en un espejo en cada país americano,
en cada uno de los miles de Macondo en donde han vivido los Buendía y el lector ha
oído hablar de ellos o los ha visto arruinarse y morir.
de una noción sin tiempo de las cosas, en donde igual puede llover cuatro años que
producirse miles de muertos ametrallados por el ejército en una huelga (con inigualable
candor, un distinguido diplomático colombiano me dijo una vez, hablando yo
sobre Cien años de soledad en el Pen Club de Tegucigalpa, que los muertos, según
datos fehacientes, no habían sido dos mil, sino apenas 43) y ser borrados al día
siguiente de la memoria de los hombres en los partes oficiales. Macondo es el territorio
del sueño y también el territorio de la realidad; en esta doble existencia reside su sentido
mítico, porque a pesar de la ilimitada imaginación con que ha sido construido, las
perspectivas reales nunca se han perdido, y Macondo sigue siendo Nandaime, San Juan
de Limay, La Conquista, Catarina, San Pedro de Lóvago.
El lenguaje literario de la novela, a pesar de la desconcertante flexibilidad de la
estructura, lleva al lector sin respirar al capítulo final; sin alardes, sin eufemismos, sin
vericuetos, sin acertijos, las situaciones se desenrollan como de una madeja mágica y
subyuga sin tratar de asombrar, asombra sin tratar de complicar las cosas; por eso es
que se hace accesible al gran público, porque se cuenta al lector de América su propia
historia, la de su pueblo, en el lenguaje que él mismo hubiera empleado, en donde
existen las palabras precisas para cada situación precisa, con un ajuste exacto entre la
realidad verbal y la realidad descrita.
Creo que la cuerda mágica de la novela actual está tendida entre Pedro
Páramo (1955) y Cien años de soledad (1967). En el camino entre ambas se
multiplicaron las dimensiones, y si para Rulfo la alucinación fue el camino escogido
para plasmar su realidad, para García Márquez ha sido la hechicería total, la magia
deslumbrante de lo elemental convertido en cantárida, el descubrimiento de un mundo
que fue reconocido legendario hasta que se dio en palabras, cuando se había vivido
junto a él por siglos sin notarlo, simplemente porque aún somos parte de esa irrealidad,
habitantes del sueño.
Hay algo más, de gran importancia: el libro está edificado sobre un repertorio
alucinante de anécdotas, si es que hay que darle alguna denominación -alucinantes
porque pasman por su número, casi a una por línea y que constituyen esos hilos de
reconocimiento que el lector va encontrando y que cuando termina la lectura le hacen
cerrar el libro con la sensación de que ha despertado de un sueño que ya había sido
soñado antes.
Como en un encadenamiento, imaginemos lo que sería una novela universal
americana, una especie de multiplicación de Cien años de soledad, en cada uno de
cuyos tomos se contara esa historia ecuménica y subterránea de todos los países, para
lograr esa imagen de nuestra verdadera historia, la historia de América.
Algo así como la biblioteca babilónica de Jorge Luis Borges, con sus cientos de
miles de páginas en las que fuera posible descubrir el pasado desde todos sus ángulos,
todas las fundaciones del continente, todas las guerras libradas y perdidas por miles de
Aurelianos Buendía, toda las comilonas de semanas, los tesoros ocultos, todos los que
se fueron a rodar fortuna y no volvieron nunca.

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