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EL LARGO ADIOS
CAPÍTULO I
—¿Usted es inglés?
—He vivido en Inglaterra, pero no nací allí… Si pudiera
llamar un taxi me iría ahora mismo.
—Así lo hice.
CAPÍTULO III
Sacudió la cabeza.
—¿Por qué?
—¿Regalo de boda?
—No lo entiendo.
—La mayor parte del día no hago más que matar el tiempo
—prosiguió—, y pasa muy lentamente. Un poco de tenis, algo
de golf y de natación, un paseo a caballo, y el placer exquisito
de observar cómo los amigos de Sylvia tratan de contenerse
durante el almuerzo para comenzar después a emborracharse.
—La noche que usted se fue a Las Vegas ella dijo que no le
gustaban los ebrios.
CAPÍTULO IV
—¿De qué?
CAPÍTULO V
—Entonces, entre.
—Espere un momento.
—Sigamos —dije.
El sacudió la cabeza.
—Lo siento.
—Claro que lo siente. Los tipos como usted siempre
lamentan las cosas y siempre lo hacen demasiado tarde.
—Yo también.
CAPÍTULO VI
—¿Conoce a su mujer?
Se sonrojó un poco.
Green habló:
—¿Entonces?
—Salgamos, amigo.
El asintió.
Endicott sonrió.
—Solamente yo.
Me puse de pie.
CAPÍTULO X
—¿Por cuánto?
—¿Qué muro?
¿Por qué?
—No.
Me miró de nuevo.
CAPÍTULO XI
Endicott carraspeó.
—¿Qué?
—Usted, Marlowe. Es un Tarzán en un gran monopatín
rojo. ¿Lo maltrataron mucho?
No dije nada.
—Ocho cincuenta.
Terry.
—¡Ajá!
—¿Quién fue el que dijo que más allá de cierto punto todos
los peligros son iguales?
Le devolví la sonrisa.
—Felicidades.
Lo recogió lentamente.
—Completamente seguro.
Inclinó la cabeza y se alejó con aire preocupado. El bar se
estaba llenando. Una pareja de semivírgenes aerodinámicas
pasó gorjeando y balanceándose. Conocían a los dos tipos que
estaban en el reservado de adelante. Comenzaron a esparcirse
en el ambiente los encantos y las uñas esmaltadas en rojo.
El tipo se contuvo.
Le sonreí.
—La última vez que tomé café con alguien fue justo antes
de que me metieran en la cárcel. Me imagino que usted nunca
estuvo a la sombra, señora Wade.
Ella asintió.
—Sí.
—¿Por qué? —le pregunté—. Usted dice que hace tres días
su esposo se fue. Hacen falta tres o cuatro días para
desembriagar a un hombre y conseguir que ingiera algún
alimento. ¿No regresará su esposo en la misma forma en que
lo ha hecho otras veces? ¿O pasa algo diferente esta vez?
Ella sonrió.
CAPÍTULO XV
Por más inteligente que uno sea o crea serlo, es necesario
tener un punto de partida: un hombre, una dirección, algún
antecedente, una atmósfera, un punto de referencia de
cualquier índole. Lo único que yo tenía era un papel amarillo,
arrugado, que decía: “Usted no me agrada, doctor V. Pero en
este preciso momento es el hombre que necesito . “
—Por Dios santo, ¿no hay nada en este lugar que no sea
gris?
—¿Usted es el cuidador?
—Siguiendo la cura.
Me levanté de la silla.
Se sonrió benévolamente.
CAPÍTULO XIX
¿Cómo me encontró?
CAPÍTULO XX
—Lo pensaré.
—¿Por qué tendría que darle a ese gordo infeliz cinco mil
dólares?
—No lo sé.
—Lo conozco.
—Philip Marlowe.
—Sí.
En la oscuridad del coche me contempló fijamente.
Dejamos atrás los últimos edificios de Encino.
Yo no contesté.
—A Sylvia Lennox.
—¿Por qué?
—¿Qué es eso?
Salió refunfuñando.
—Magnífico.
—¿Por qué?
—Yo creía que era más bien una bebida tropical, propia de
regiones calurosas. Malaya o algo por el estilo.
—Lennox.
—Podrían gustarme.
—Parece razonable.
—Estoy de acuerdo.
Habló en español:
—Buenas tardes, señor. —Sonrió y agregó—: Su nombre,
por favor.
Ella sonrió.
—Bueno, ¿qué?
—Yo no bebo, señor Wade, cosa que usted sabe muy bien.
He venido aquí con un propósito determinado y ya se lo he
hecho conocer.
Wade no pestañeó.
—Tú eres el que se va. Recuerda que tienes que hacer unas
cuantas visitas.
—¿Cómo se llama?
—Marlowe.
—Con.
—No mucho.
—Bébaselo usted.
—No dije que eso fuera todo lo que me dijo, sino que me lo
dijo.
—Por ahí afuera. Cerca del borde del camino o entre los
arbustos que bordean la verja.
—Sin ayuda, no. Será mejor que traiga una manta o una
frazada. Es una noche cálida, pero en estos casos es fácil
contraer neumonía.
Me miró de frente.
Muy agradable.
Había alguna otra cosa. Quizás otra mujer. Podía ser que
acabara de descubrirla. ¿Linda Loring? Tal vez. El doctor
Loring lo pensaba así y lo manifestó en forma bien abierta.
Decía así:
CAPÍTULO XXVIII
Más.
“Está muy bien para los primeros dos o tres días y después
es negativo. Uno sufre y toma una copa y durante un tiempo
corto se siente mejor, pero el precio sigue subiendo y
subiendo, y lo que se consigue es cada vez menos y menos y
después se llega siempre al punto en que no se siente más que
náusea. Entonces uno llama al doctor Verringer. Muy bien,
Verringer, ahí voy. Verringer ya no está. Se fue a Cuba o está
muerto. La reina lo ha matado. Pobre viejo Verringer, qué
destino, morir en la cama con una reina…, esa clase de reina.
Vamos, Wade, levantémonos y vayamos a algunos lugares. A
los lugares donde no hemos estado nunca y de donde nunca
regresaremos, adonde hemos estado antes. ¿Esta frase tiene
sentido? No. Muy bien. No pido dinero por ella. Aquí una
pausa corta para un aviso comercial.
“Bueno, lo logré. Me levanté. Qué hombre. Fui hasta el
sofá y aquí estoy, arrodillado al lado del sofá con las manos
apoyadas en éste y la cara entre las manos, llorando. Después
recé y me desprecié a mí mismo por haber rezado. Borracho
de tercer grado, se desprecia a sí mismo. ¿A quién diablos
estás rezando, loco? Si un hombre sano reza es que tiene fe.
Un hombre enfermo reza y simplemente está asustado. Al
demonio con los rezos. Este es el mundo hecho por ti y lo
hiciste tú solo y la pequeña ayuda que recibiste de afuera…,
bueno, también la hiciste tú. Deja de rezar, llorón. Levántate y
agarra aquella botella. Es demasiado tarde ahora para
cualquier otra cosa.
* * *
Esto era todo. Doblé las hojas y las introduje en el bolsillo
interior de mi americana, detrás de la libreta de notas. Me
dirigí hacia las puertas-vidrieras, las abrí de par en par y salí a
la terraza. Las nubes a ratos tapaban la luna y arruinaban un
poco el paisaje. Pero era verano en Idle Valley y el encanto de
las noches de verano subsiste siempre. Permanecí de pie
contemplando el lago oscuro e inmóvil mientras reflexionaba
y analizaba todos los acontecimientos del día. En aquel
momento sonó el tiro.
CAPÍTULO XXIX
—Vuelva a su habitación.
—Cómo se atreve…
—Vuelva a su habitación. A menos que quiera que llame a
la policía. Estas son cosas que hay que denunciar.
—¿Más pastillas?
—¿Por qué?
—Entonces lo simuló.
—Otro sueño.
—¿Quiere café?
—Gracias.
—¡Hijo de p… !
—No, gracias.
—¿Quién es nosotros?
—No entiendo.
—¿Qué es eso?
—Doscientos dólares.
Candy sonrió en forma burlona.
—Me voy.
Me miró sorprendida.
—No tenía por qué estarlo —dijo ella, y sus ojos eran tan
transparentes como el agua. No había en ellos el menor
vestigio de engaño o estratagema.
Espero que no. Algo anda muy mal en esta casa. Y sólo
una parte es culpa de la botella.
—¿Por qué?
—¿Para qué?
—¡Macanudo!
—¿De quién?
—Nada.
—¿El viejo?
Ella suspiró.
Se sonrió levemente.
Potter asintió.
Frunció el ceño.
—No.
—Continúe.
—Sí. Apesta.
Sacudió la cabeza.
—¿Qué quiere?
Me miró de soslayo.
—¿El lo llamó?
—Ya se lo dije.
—Comprendo.
—Sí.
Le di mi nombre y dirección.
—¿Bernie Ohls?
—Hoy no.
—No había nadie más aquí. Ella dice que usted sabía
dónde estaba el revólver, sabía que el marido se estaba
emborrachando, sabía que las otras noches él disparó un tiro
con el revólver y ella tuvo que trabarse en lucha para
sacárselo. Usted también estuvo aquí aquella noche. Eso creo
que no le ayuda mucho, ¿no le parece?
—Esta tarde revisé el escritorio. El revólver no estaba. Yo
le había dicho a la señora Wade que el revólver estaba allí y
que lo guardara en otra parte. Ahora ella dice que no creía en
esa clase de métodos.
—Cerveza.
—Déjelo entrar.
El detective se alejó y al minuto volvió con el doctor
Loring que tenía en la mano su maletín negro. Llevaba un
traje tropical y tenía aspecto fresco y elegante. Pasó a mi lado
sin mirarme.
—Teniente…
—Hable.
—La herida es de contacto, típicamente de suicidio, con
una gran dilatación por la presión del gas. Los ojos están
exoftálmicos por la misma razón. No creo que se encuentren
impresiones digitales en la parte de afuera del revólver. La
sangre las debe haber borrado.
—¿Quiere irse?
—Gracias, Bernie.
—¿Quién es éste?
—Sí, señor.
Ohls se rió:
—Ya se lo dije.
—¿Dónde se hallaba la señora Wade?
—No.
Me puse de pie.
—¿Y el motivo?
—Marlowe.
—¿Quién es Marlowe?
—No corte.
—¿Está solo?
Yo me reí y él también.
—No.
—Bueno, dígame.
—Desembuche.
—¿Por qué?
—¡Cómo no!
—Tomaré un whisky.
Me puse de pie.
—Probablemente usted hace lo que cree correcto, Spencer.
Usted quiere conseguir el libro de Wade… si es que puede
utilizarlo. Y además quiere ser un tipo amable. Las dos son
ambiciones muy loables, pero a mí no me interesa ninguna de
ellas. Le deseo mucha suerte y adiós.
—Sí.
—Ella le dijo que el libro era bueno. ¿Por qué iba a sentirse
deprimido por eso?
—Así es.
—¿Bueno? —preguntó.
—La señora Wade dijo que era una insignia de los Rifleros,
un regimiento territorial. Dijo que se lo regaló un hombre que
estuvo en aquel regimiento y que desapareció durante la
campaña de Noruega, en la primavera de 1940, en Andalsnes.
—Whisky, gracias.
—Sin embargo leyó la nota que Roger dejó aquella vez que
fue a lo de Verringer; hasta recuerdo que anduvo buscando
algo en el canasto de los papeles.
—¿Qué tenía que ver Marlowe en todo esto? Fue idea suya
el traerlo aquí. Sabe muy bien que usted me pidió que le
hablara.
—Estaba terriblemente asustada. Tenía miedo de Roger y
estaba asustada por él. El señor Marlowe era amigo de Paul;
fue casi la última persona que lo vio antes de irse a México.
Paul pudo haberle contado algo y yo tenía que saberlo, tenía
que estar segura. Si era un hombre peligroso quería tenerlo de
mi lado. Si descubría la verdad, podría existir todavía algún
medio de salvar a Roger.
—Creo que será mejor que ustedes dos salgan de esta casa.
Y cuanto antes, mejor.
—Matar a Roger.
—¿Por qué?
* * *
—¿Quién habla?
—Candy, señor.
—¿Llamó a alguien?
Loring enrojeció.
Hernández dijo:
—¿Bueno? —dije.
—Dígaselo, Bernie.
Yo no contesté.
—¿Puedo irme?
—¿Satisfecho?
Me miró sorprendido.
—A veces.
—Puede ser.
—¿De dónde sacó eso que dice que tiene? ¿Cómo puedo
saber que es algo que vale la pena?
—Alcánceme el teléfono.
—Acabo de decirlas.
—Dígamelo, si quiere.
—No lo creo.
—Puede pensar lo que quiera, amigo. Le estoy diciendo lo
que yo pienso. El fiscal de distrito estará furioso porque él fue
el que le echó tierra al caso Lennox. Aun cuando pudiera
justificarse en cierta medida con el suicidio y la confesión de
Lennox, mucha gente querrá saber cómo Lennox, un hombre
inocente, llegó a escribir su confesión, cómo murió, si
realmente se suicidó o lo ayudaron a que desapareciera del
mapa, por qué no se realizó una investigación dadas las
circunstancias y cómo todo el asunto se acalló tan
rápidamente. Además, si el fiscal posee el original de esta
copia fotostática, creerá que ha sido traicionado por alguna de
la gente del alguacil.
¿Quiere decírmelo?
—No.
—Yo tampoco.
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—De Las Vegas, con los tres tipos que envió usted en el
Cadillac negro, con el reflector rojo y la sirena. Supongo que el
auto es suyo.
Starr se rió.
—¿Cómo dice?
—¿Por qué?
—Sí, Amos.
Amos sonrió.
—Mendy Menéndez.
—Para usted.
—¿Por qué?
—Muy bien.
—Posiblemente.
—No tienes obligación de acostarte conmigo, ¿sabes? No
insisto en absoluto en ello.
—Gracias.
—Quiero champaña.
—¡Cómo no!
CAPÍTULO LI
Endicott sonrió.
—¿Un qué?
—Continúe.
—Al principio no me di cuenta. Entonces estudié el lugar.
Es una simple aldea. La población no pasa de los mil
doscientos habitantes. Hay una sola calle pavimentada. El jefe
tiene un Ford modelo A como coche oficial. El correo está en
la esquina de un negocio: la chanchería o sea la carnicería del
lugar. Un hotel, un par de cantinas, ni un camino bueno, un
pequeño campo de aviación. En las montañas cercanas hay
mucha caza y por eso está el aeródromo. Es el único modo
decente de llegar allí.
—¿Cuál es la suya?
—¿Señor Marlowe?
—Sí, en el buzón.
No me contestó directamente.
Sonrió de nuevo.
—No lo sé.