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Miguel Peyró
La mayoría de los mapas pasan por ser representaciones fidedignas de territorios deter-
minados, pero constituyen en realidad discursos subjetivos, interpretaciones, sobre esos
territorios —o tal vez sobre otros temas, usando esos territorios como pretextos. Los mapas
son textos, y no meras reproducciones a escala de espacios concretos (como las imágenes
aéreas). Su carácter de textos se hace evidente cuando observamos que en la gran mayoría
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de lenguas se usa precisamente el verbo leer para la acción de percibirlos. Los mapas se
leen, mientras las fotografías desde aviones o satélites simplemente se contem-plan. Hay
que aprender a leer mapas en la escuela, como se aprende a leer un sistema de escritura.
Pese a su aparente aspecto inmediato, intuitivo, nadie puede servirse de un mapa sin este
aprendizaje previo. Porque el proceso de desciframiento no sólo radica en la inter-
pretación de signos especiales que sustituyen a elementos reales (una línea negra para
representar una costa, por ejemplo, o un círculo para representar una población) o conven-
cionales (una secuencia de rayas y cruces para representar una frontera), sino también en
entender el significado de la posición, distribución y tamaño relativo de esos signos.
Mapas como discursos para la guerra. El mapa de la izquierda (hacia 1916) puede leerse: “Alemania es una
amenaza para Australia”. El mapa de la derecha (hacia 1934): “Checoslovaquia es una amenaza para
Alemania”.
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cerlos como textos de otros mortales. Pero el anonimato y el supuesto consenso (en cada
momento histórico) de la mayoría de sus autores, hace que para muchas personas los
mapas sigan constituyendo los últimos “papeles”, es decir aquellas cosas que, sólo con
mostrarse impresas, se tienden a dar por ciertas. Sin embargo la unanimidad en ciertos
momentos de los contenidos de los mapas no los hace más “objetivos”, sólo refleja las
convicciones más o menos oficiales de una determinada sociedad. En definitiva, no hay
tanta diferencia, en su relación con la realidad que describen, entre mapas y escritos. Como
Wood y Fels han expresado de una manera más semiótica, un mapa puede entenderse
como una síntesis de signos y como un signo en sí mismo, como un artefacto de
descripción del territorio que al mismo tiempo promueve una determinada visión del
mundo [2].
Mapas y culturas
Antes de seguir adelante, convendría señalar que los mapas a los que me he estado refi-
riendo —mapas vinculados, como la pintura o la escritura, a la técnica del grafismo— son
los mapas de la tradición occidental. Conocemos objetos para representar el territorio en
otras culturas, aunque la imposición de la forma de vida europea los haya relegado en el
último siglo a las vitrinas de los museos [3]. Me referiré sólo a dos de ellos. Sus modos de
utilización eran muy distintos de los occidentales: uno se consultaba con el tacto, el otro
con la memoria.
Los inuit (esquimales) de la costa oriental de Groenlandia usaron hasta finales del siglo
XIX mapas táctiles para poder desplazarse a bordo de sus embarcaciones. Estaban tallados
en madera y se llevaban bajo la ropa. Los navegantes percibían con los dedos sus
protuberancias, que se correspondían con los contornos de la costa de tierra firme y de los
islotes próximos. Se dice que contenían todo lo que podía captarse en una noche cerrada
desde un kayak.
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Hasta los años cuarenta del siglo XX los navegantes polinesios de las Islas Marshall
viajaban por el Pacífico con mapas hechos de varillas entrelazadas y conchas. Las varillas
representaban los movimientos de las olas del mar de fondo, y las conchas o los lazos que
ataban las varillas indicaban la localización de las diferentes islas. Cada marino
experimentado construía su propio mapa y lo memorizaba completamente antes de
hacerse a la mar. Luego, durante la travesía, iba tumbándose boca abajo en el fondo de la
embarcación para sentir con todo el cuerpo el empuje y la dirección de las olas, mientras
recordaba la estructura del mapa.
El estudio de los mapas presenta un doble interés para la semiótica intercultural. Por un
lado son en sí mismos artefactos comunicativos, como la escritura o las artes plásticas,
cuya confección, materiales y utilización nos dicen mucho de las formas de vida de una
cultura determinada. Sería extraño prestar atención a los textos escritos de una sociedad y
olvidar su cartografía, recoger todos sus volúmenes excepto sus atlas (acertadamente
calificaba Torres Villarroel de “libros redondos” a los globos terráqueos de la biblioteca de
la universidad de Salamanca). Pero además los mapas —especialmente en el caso de los de
ángulo más amplio, como los mapas continentales o los mapamundis— son documentos
sobre el mundo, que contienen las imágenes que una sociedad tiene sobre ella misma y
sobre las demás. Un estudio de la evolución de la cartografía occidental no sólo nos dirá
mucho de las técnicas gráficas de los europeos, de sus formas de viajar y de la clase de
información geográfica que consideraban relevante en cada época, sino que también nos
hablará de cómo han ido concibiendo los límites del mundo, cómo han percibido los países
remotos en relación a los propios: en su tamaño relativo, distancia, ámbitos de poder,
recursos naturales e incluso —especialmente en la llamada geografía humana— en las
características de sus poblaciones. Porque los mapas, como instrumentos de comuni-
cación, no sólo recogen las visiones del mundo de una sociedad, sino que contribuyen a
reproducirlas [4].
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Este mapa de 1821, realizado por el norteamericano Woodbridge, muestra el mundo según la perspectiva
eurocéntrica. Las religiones del mundo son sólo tres, ordenadas de mejor a peor: Cristianismo, “mahome-
tanismo” y “paganismo”. Las zonas cristianas son “ilustradas” o “civilizadas”, las “mahometanas” son “semi-
civilizadas” y las “paganas” son “bárbaras” o “salvajes”. Como curiosidad obsérvese que sólo Etiopía (“Abi-
sinia”) es cristiana y “bárbara” al mismo tiempo, por tener su propio cristianismo autóctono africano.
Latitudes ideológicas
Como técnicas específicas de comunicación, los mapas no son meras sumas de imágenes y
textos: poseen códigos propios. He apuntado antes que la presencia, distribución y tamaño
relativo de sus elementos constituyen en sí mismos algunos de sus mensajes centrales. Hay
condicionantes técnicos en la propia confección de un mapa que imponen a su autor deter-
minadas elecciones. La necesidad de reducción de escala le obligará a graduar la impor-
tancia de los componentes de un territorio, recogiendo sólo algunos y dejando invisi-
bilizados a otros. Una segunda elección por motivos técnicos se planteará al pasar el
planeta de su forma esférica a una superficie plana, o sea al optar por una de las célebres
proyecciones terrestres. Esta circunstancia impondrá decisiones sobre algunas de las
cuestiones centrales de todo mapa: qué tamaño relativo tendrán sus elementos, cuáles apa-
recerán en el centro y cuáles en la periferia, cuáles estarán arriba y cuáles abajo. La
trascendencia de estas decisiones radica en que el tamaño y la distribución espacial se
asocian en nuestro simbolismo visual a valores determinados. Lo mejor es más grande y
está en el centro o arriba, lo peor es más pequeño y está en la periferia o abajo.
a) Lo grande y lo pequeño
Es suficientemente conocida la vinculación que tantas sociedades del mundo hacen entre
los conceptos de grande y mejor. La representación plana de una superficie esférica nece-
sariamente distorsiona algunas partes de la misma: las que quedan en la periferia del plano
pueden aparecer más pequeñas de su tamaño relativo real, especialmente en las proyec-
ciones llamadas ortográficas. Todo depende entonces de dónde decidimos situar el punto
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central de la composición. Que estas cuestiones no se dejan al azar se puede observar
contemplando la mayoría de los mapamundis occidentales, que muestran a los países
europeos con un tamaño desproporcionado. Si nos fijamos en el siguiente mapa, con cuyas
dimensiones estaremos familiarizados, observamos que Europa y Sudamérica parecen ser
aproximadamente igual de grandes.
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No parece necesario detenernos a preguntarnos por qué los mapas europeos del mundo
presentan a Europa más grande de lo que realmente es. Un continente que se ha conside-
rado superior al resto del mundo no podía quedar en unas dimensiones geográficas margi-
nales, no podía aceptarse a sí mismo —según la mordaz caracterización de Nietzsche—
como “una pequeña península de Asia”…
b) El centro y la periferia
La longitud de Japón como centro del mundo en un mapa japonés del siglo XIX.
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Mapa de “hojas de trébol” de Heinrich Bünting (1581), mostrando a Jerusalén en el centro del mundo.
Pero el recurso no es en absoluto exclusivo de los mapas occidentales. El mapa del uigur
Mahmud al-Kashgari, que acompañaba a su tratado Compendio de las lenguas de los
turcos (siglo XI), colocaba en el centro exacto del mundo a Balasagun, la capital del Kanato
Negro (hoy en Kirguistán). El mapa incluía a otras culturas no turcas de Asia, como Iraq,
Yemen, India, China y Japón, pero las relegaba a la periferia de la composición, como si
fueran satélites del kanato. En la cartografía china tradicional el estado chino aparecía
siempre en el centro, haciendo honor a su nombre (Zhongguó, “país del medio”). El
mundo se ordenaba a partir de este eje central.
Representación del mundo en la tradición china. El ámbito 1 representa al poder central (el emperador). El 2
a los súbditos internos. El 3 a los súbditos externos. El 4 a los estados tributarios. En el exterior están los
países bárbaros, clasificados genéricamente según los puntos cardinales.
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c) Arriba y abajo
En otra metáfora espacial, compartida por muchos pueblos de la Tierra, arriba representa
lo positivo y abajo lo negativo. Los buenos pensamientos son “elevados”, los malos
instintos son “bajos”. El Cielo está arriba y el Infierno abajo. Las escalinatas de los tronos,
los estrados, las tarimas y los podios señalan quién es más importante en un determinado
lugar: el que está más arriba que los demás. En la cartografía occidental moderna el norte
del mundo, que incluye a Europa y Norteamérica, está arriba y el sur abajo. Sin embargo,
como es bien sabido, esto no siempre fue así. En la Edad Media muchos mapas europeos
colocaban a Asia, es decir a “Oriente”, en la parte superior. La razón de ello es que estos
mapas, que no querían contradecir la geografía bíblica, entendían que Asia era el
continente más sagrado, por encontrarse allí Jerusalén y por ser la parte del mundo que
había albergado al Paraíso Terrenal.
Al menos desde el siglo X los mapas musulmanes medievales representaban el sur arriba y
el norte abajo, como también lo hacía la escuela de cartografía mallorquina que en 1375
confeccionó el impresionante Atlas catalán, atribuido a Cresques Abraham. Seguramente
los árabes orientaban los puntos cardinales de otras maneras con anterioridad, a tenor de
que la palabra shamal todavía significa “norte” e “izquierda” al mismo tiempo.
Diversos estudios demuestran que, al menos en nuestra cultura, los elementos percibidos
en la parte superior de un mapa son más valorados que los que se hallan en la parte
inferior. La investigación a tal respecto llevada a cabo por Meier, Moller, Chen y Riemer-
Peltz [5] reveló que los compradores de propiedades urbanas tendían a preferir los lugares
situados en la parte alta de los mapas o planos convencionales. Estos autores llevaron a
cabo varios experimentos prácticos. En uno de ellos enseñaron a un grupo de personas el
mapa de una ciudad imaginaria. A otro grupo le enseñaron el mismo mapa, pero orientado
al revés. Se pidió a los miembros de los dos grupos que marcaran con una cruz el lugar
donde preferirían vivir en el caso de que se mudaran a esa ciudad. La abrumadora mayoría
señaló un lugar claramente más arriba de lo que parecía ser el centro de la ciudad. Después
bastantes participantes expresaron abiertamente su opinión de que las personas con un
buen nivel económico debían vivir al norte del centro de las ciudades, es decir en las zonas
altas de sus planos. La metáfora alto / bajo asociada a las clases sociales se superponía al
arriba / abajo espacial. Tal vez por ello siempre se ha hablado de barrios bajos.
Notas
[1] “En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola
provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el
tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron
un mapa del imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntual-mente con él.
Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese
dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los
inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas
por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas
geográficas.” (Jorge Luis Borges: “Del rigor en la ciencia”, en El hacedor).
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[2] Denis Wood y John Fels: “Design on signs: myth and meaning in maps”. Cartogra-
phica vol. 23 (1986), pp. 54–103. Sobre la ausencia general de crítica respecto a la
supuesta objetividad de los mapas es interesante el libro de Yves Lacoste: La géographie,
ça sert d’abord à faire la guerre. París: Maspero, 1976 [La geografía, un arma para la
guerra. Barcelona: Anagrama, 1990].
[3] Véase David Woodward y G. Malcolm Lewis (eds.): Cartography in the traditional
African, American, Arctic, Australian, and Pacific societies. Chicago: University of
Chicago, 1998 [The History of Cartography, vol. II, 3].
[4] “De hecho, las formas en que llegamos a “ver el mundo” son en buena medida conse-
cuencias de cómo este mundo aparece representado para ser visto en los mapas que
hacemos de él.” (Christopher De Sousa: “Cartography: Semiotics”, en Keith Brown (ed.):
Encyclopedia of Language and Linguistics. Oxford: Elsevier, 2006, pp. 206-212).
[5] Brian P. Meier, Arlen C. Moller, Julie J. Chen y Miles Riemer-Peltz: “Spatial metaphor
and real estate: North–South location biases housing preference”. Social Psychological
and Personality Science vol. 2 (2011), pp. 547-553.
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