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DIOS PROBABLEMENTE EXISTE

Escrito por Juan Antonio Herrero Brasas

La campaña de promoción del ateísmo en los autobuses urbanos, inicialmente


impulsada por la Asociación Humanista Británica y después trasladada a
España por la Unión de Ateos y Librepensadores de España, fue concebida
como respuesta a una provocación del fundamentalismo religioso. Entusiasta y
económicamente apoyada por el biólogo evolucionista y ateo militante Richard
Dawkins, dicha campaña ha conseguido al menos abrir un incipiente debate
sobre una cuestión que nunca ha dejado de ser vital: ¿existe Dios?

En 2004, el filósofo Antony Flew, tras toda una vida dedicada a promover el
ateísmo, anunció haber llegado a la irrefutable conclusión de que Dios existe.
Las razones para este cambio de convicción las explica en su libro There Is a
God. En él nos informa de que su lema siempre ha sido seguir la evidencia
racional, le lleve a donde le lleve. En este caso, la evidencia procede de los
últimos avances de la ciencia y de la matemática. El origen de la vida, la
extrema complejidad y carácter arbitrario de las leyes físicas y lo
estadísticamente improbabilísimo de que por un proceso de ciego azar la
evolución haya dado lugar al mundo en que vivimos son las cuestiones que han
llevado a Flew a afirmar la existencia de un Poder y una Inteligencia supremas
más allá del mundo físico.

Un mismo Einstein, extasiado ante la complejidad de las leyes de la física y el


insospechado orden que revelan, afirmó la existencia de Dios, de quien dijo
que «no juega a los dados» con el universo, pues todo parece responder a un
perfecto cálculo.

No hace falta ser un intelectual de élite para entender el argumento más común
para la existencia de Dios, argumento que a lo largo de los siglos han
ponderado tantos pensadores en el mundo occidental. Me refiero al llamado
argumento cosmológico. Se trata de un argumento cuasi-intuitivo que delinearé
aquí del modo más simple posible para beneficio del lector no familiarizado con
los formalismos del lenguaje filosófico. Dicho argumento se basa en la
imposibilidad de entender el origen del universo sin postular un creador.
Contrariamente a lo que afirmaba Aristóteles, y a lo que muchos sostenían
hasta el mismo siglo XIX, ahora sabemos con certeza que el Universo no es
eterno. Tiene una edad (unos 13.700 millones de años) y, por tanto, tuvo un
principio. Y de la misma manera que todo lo que tiene una edad y un principio,
el Universo no existía antes de ese principio.

Si no existe nada más que materia, si no hay Dios, nos encontramos con que el
Universo -en última instancia una roca inmensa- ha decidido existir y ha dado
lugar a su propia existencia. Pero esa es una conclusión poco plausible.
Normalmente no vemos piedras aparecer en el aire sin motivo ni causa alguna.
Es más, pensaríamos que es algo imposible, o al menos extremadamente
improbable, y eso en un mundo donde existen piedras y donde podría existir
una misteriosa ley física que permitiera tal fenómeno. Si eso nos parece
imposible, cuánto más el pensar que una roca de las dimensiones del Universo
vaya a dar lugar a su propia existencia a partir de la nada, de la absoluta no
existencia.

En su conocido ensayo Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell nos informa
de que a los 18 años de edad descartó el argumento cosmológico porque si
Dios ha creado el Universo entonces habría que preguntarse quién ha creado a
Dios, y ello nos llevaría a una infinita y absurda cadena de dioses. Mejor
quedarse con el Universo sin más.

Mal ejemplo de filosofía el de Bertrand Russell. Evidentemente, tener un


principio, y con ello implícitamente una edad, es una condición de los objetos
naturales. De Dios precisamente lo que se afirma es que está por encima de la
naturaleza (es «sobrenatural») y, por tanto, no está sujeto a las condiciones de
la naturaleza, condiciones que El mismo ha legislado. Preguntarse por la edad
de Dios es análogo a preguntar cuánto pesa, cuánto mide, cómo huele. Son
preguntas que sólo tienen sentido en los seres naturales.

Como parte del argumento cosmológico se suele incluir el misterio que


representan las leyes de la física, su carácter arbitrario y el hecho de que
todas, en su inconcebible complejidad, estuvieran en pleno funcionamiento
desde el primer instante del Big Bang (de lo contrario la expansión del Universo
no podría haber tenido lugar). Una mera roca, la pura materia, si es que eso es
lo único que hay, no tiene capacidad para inventar leyes de semejante
complejidad y ponerlas en marcha en el mismo momento de su nacimiento.

Pero es la Teoría de la Evolución lo que con más frecuencia se ha convertido


en arma arrojadiza del ateísmo militante. La evolución biológica, se conciba
como se conciba, no plantea un problema especial para la religión. Es, en
última instancia, una expresión más de la inteligencia divina. La cuestión crucial
está en el origen de la psique humana, es decir, el alma. Incluso Alfred Russell
Wallace, hombre de izquierdas y originador, junto con Darwin, de la Teoría de la
Evolución, no pensaba que la psique humana, por su naturaleza tan diferente,
pudiera ser resultado de la selección natural.

La relación entre cerebro y pensamiento es algo que no entendemos, pero una


analogía quizás nos ayude. Si pudiéramos traer a nuestro tiempo a un
entusiasta científico del siglo XVIII y le pusiéramos a chatear por internet en un
ordenador portátil sin conexiones visibles de cable, seguramente concluiría que
los hombres del siglo XXI hemos logrado crear máquinas que piensan, el
objetivo final de la ciencia. Sería muy difícil explicarle la enorme complejidad
del sistema, y que nos creyera.

Pues bien, si Dios existe, la relación entre cerebro y alma/pensamiento


representaría el internet final, por así decir, una creación más de la mente
divina, que en su extrema complejidad tan sólo la ciencia del final de la historia
podría llegar a entender.

Ciencia y religión ocupan dos ámbitos de pensamiento estrictamente


separados. La religión habla de verdades últimas. La ciencia sólo puede
hablarnos de lo que aquí y ahora conocemos, que es necesariamente muy
limitado. La ciencia de ayer es el chiste de hoy y, sin ninguna duda, la ciencia
de hoy será el chiste de mañana.

Sobre aquellas cosas que la ciencia no sabe simplemente debe callar, y no


ponerse al servicio de ideologías. Las lagunas de la ciencia no se pueden
cubrir con actos de fe. Que la ciencia un día averiguará o demostrará tal o cual
cosa es una expresión de fe. Es convertir a la ciencia en algo que no es: una
religión, o peor aún una superstición. Lo que la ciencia no sabe simplemente no
lo sabe. Y no hay que construir conjeturas ideológicamente motivadas ni actos
de fe sobre ello porque entonces lo que se está haciendo es ciencia ficción en
sentido estricto.

Una buena parte del mundo científico ha adoptado el llamado ateísmo o


materialismo metodológico. Es decir, la exclusión sistemática, como cuestión
de principio, de cualquier causa no material. Ello a veces lleva a hacer
afirmaciones disparatadas, como es el caso de Dawkins en algunos de sus
más conocidos libros. En otros casos esa militancia científica conduce a
ignorar, o incluso falsear, datos y eventos que constituyen un reto al
conocimiento científico.

El mayor obstáculo que presenta la religión convencional es su falta de


respuesta satisfactoria al problema del mal y el sufrimiento. Eso es lo que lleva
a muchos al abandono de la religión y al ateísmo, y es un problema que es
imposible tratar ni someramente en la brevedad de estas líneas.

El ateísmo, por otra parte, es difícil de sustentar intelectualmente. El problema


es que frecuentemente se sustenta en una percepción extremadamente
selectiva de la realidad, y se reviste de la característica arrogancia de quien
cree saberlo todo cuando en realidad es víctima de la más patética ignorancia.

Juan Antonio Herrero Brasas

profesor de Etica Social

en el departamento de Estudios de Religión

de la Universidad del Estado de California en Northridge.

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