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Buensuceso Rodríguez Abraham David Andrés

Cuento 1; Dra. Teresa Day


El origen del pueblo de las lluvias eternas

En un principio, todo era vacío y desolación, y en el profundo de la nada, habitaban Ea-etl, Diosa
de la luz eterna; y En-Etl, Dios de las inminentes sombras. Ambos dioses, dotados y excelsos de
sabiduría eterna, discurrían en diálogos eternos acerca la existencia, de su existencia; de cuán
poderosos y perseverantes podrían ser, y sobre todo, sobre la creación del universo.
Ambos dioses, cansados de infinitos debates que no llegaban a un mutuo acuerdo acerca de
la creación originaría, decidieron crear otros seres para que les ayudasen a definir la forma, el color,
la magnitud y el tiempo del espacio, y, así, discutir sabiamente la inminente creación del universo.
Para ello, recurriendo a la arena y el agua divina que se encontraban escondidas en lo más recóndito
del vacío.
El primer día, crearían el lugar donde habitarían los nuevos seres. Ea-etl, tomó con una divina
con su mano izquierda un pequeño contenedor con la arena divina en su interior, y empuñando la
mano derecha contra su corazón, esparciría con una sutil e inigualable serenidad la arena por el
vacío; En-etl, una vez esparcida la arena, suspendida en la nada, tomaría un pequeño cántaro
verdeazulado, arrojando el divino liquido contra los pequeños granos suspendidos. Y así, llenarían
el vacío: el universo, creación original; los planetas, vastos de inmensas aguas, hogar de los nuevos
seres; las estrellas, guías de los viajeros; las lunas, cobijo de las sombras, creadora de vida y, los
soles, fuente de energía y de luz, producto de las palmas de ambos dioses después de frotarlas
suavemente, uno contra el otro; dando paso así, a la formación de la noche y el día.
En el segundo día, En-etl, se arrancó un delgado, pajeado y fino cabello de la cabeza, que
pondría en la palma de una de sus cuatro manos, y tras soplar suavemente contra aquel cabello,
surgiría del serpentear provocado, una pequeña avecilla: un colorido colibrí, cuyo aletear formaría
los vientos. Al día siguiente, Ea-etl, al tomar entre sus manos al más pequeño planeta, estrujándolo
hasta conseguir de él una pequeña semilla, que encontraría en uno de los planetas donde, con uno
de sus seis senos, crecería el primer árbol. Y de sus semillas germinaría a su vez, toda la clase de
plantas y árboles que ahora existen, cuyos frutos alimentarían a los seres que allí vivirían.
Llegado el cuarto día, ambos dioses, con el líquido y arena divinas, moldearían las figurillas
de barro de cada una de las especies animales y dotarían a cada una de tres atributos divinos: una
singular capacidad de comunicarse, una insuperable habilidad física y una excepcional belleza. Y
para que no estuviesen solos, a cada especie le otorgó una pareja con cual reproducirse; todas ellas
maravillarían a los dioses, satisfechos de sus creaciones.
Al quinto día, en que serían creados los primeros hombres y las mujeres, En-etl y Ea-etl,
deliberaron; convinieron en que a esta especie le tocaría cuidar de las otras, por lo que crearon, a
partir del mismo barro divino y la flor Ic-móctlí o “dulce flor”, ocho seres: cuatro mujeres y cuatro
hombres, todos con rasgos distintivos y únicos. Cada pareja tenía una obligación mandada por los
dioses: a la primera, le tocaría cuidar de las tierras de donde brotarían los alimentos; a los segundos,
los mares, elemento vital de las tierras para su germinación; a la siguiente, se le dio a la tarea de
cuidar de todas las especies, para satisfacción de ellos y de los mismos dioses, y a la cuarta se le
asignó cuidar de los otros hombres, de cuyos cuidados surgiría la ley divina, orden de los hombres
y los animales en la naturaleza. Y así hasta el fin de los tiempos.
Así, los dioses maravillados y satisfechos de sus creaciones, habiendo hablado con cada
especie y reconocido su belleza, decidieron dejar que vivieran libres y plenos; sin embargo, había
un problema: la especie humana bebía de las aguas de los mares, dispuesta para las otras especies,
cuya substancia era salada los hacía morir rápidamente sin remedio alguno. Los dioses, meditando
ágilmente, convinieron otorgarle aguas dulces a cambio de un sacrificio: debían honrar la bondad
de la luz y la obscuridad con el sacrificio de cualquier especie a más tardar, a la próxima luna
menguante.
La especie humana, no llegaba a un acuerdo, porque, así como los dioses estaban
maravillados de la belleza de todas las especies y dotados de un corazón y una inteligencia que los
hacia palidecer, sufrían por no decidir qué especie dar como tributo a los dioses para salvar su
especie. Llegado el día de ofrendar y salvar a la especie humana, los pueblos recién creados no
lograron decidir qué especie dar como tributo, por lo que enfermos de beber las aguas salinas, iban
desvaneciéndose uno a uno.
Pluma Ágil y Ave Colorida, los originarios del pueblo al cuidado de las aguas, consumado
su amor puro, viendo a sus hijos y a sus nietos crecer, decidieron aceptar el designio de los dioses
y sacrificar una especie, por lo que subieron hasta la punta del monte Nesh-mu o “pico alto”, y
desde la punta, donde todo daba vueltas, al unísono gritaron:
—Henos aquí, dioses divinos, que para salvarnos hemos decidido sacrificar una especie de
entre todas, como nos lo han solicitado.
Los dioses, en respuesta, abrieron un hueco en la tierra de donde surgirían las llamas
abrazantes de las estrellas, exigiendo se les informara de la especie elegida a sacrificio para su
salvación, la cual deberían arrojar al fondo de aquellas insoportables llamas.
Pero Pluma y Ave tenían un plan: en el momento en que los dioses esperaban en la
inmensidad de lo divino una respuesta, la anciana pareja, agarrados de la mano y con un dulce
abrazo, se arrojarían al fuego soltando un alarido que surcaría los aires:
-Decidimos sacrificar una especie: la nuestra; nuestro amor, que salvara las especies y la
nuestra.
Los dioses destellantes, cuyas centellas arrojadas por furia a la tierra, crearían las primeras
lascas de donde surgiría el fuego y las centellas; sin embargo, estaban tristes por el acto valeroso
de tales viejos, pero el acto de Ave y Pluma habría dado resultado. Ea-etl y En-etl, reconociendo
el sacrificio de sus creaciones, derramarían lagrimas que caerían al mundo eternamente y que, en
combinación de la reciente creación de los rayos, provocarían los más fuertes incendios, dejando
los vastos bosques hechos ramas y cenizas, pero cuyo fuego y mares de humo inundarían el cielo,
creando las nubes, contenidas de lágrimas divinas, convulsionarían, precipitándose dulcemente
sobre el mundo, dando origen a las aguas dulces.
Así, los seres humanos y demás especies beberían de las aguas dulces, y de dichas aguas
sobrevivirían las aves de su largo vuelo, y sería el hogar de nuevas especies marinas, y de su ciclo
vital germinarían las tierras, y la especie humana bebería de ellas; ellos, la venerarían, dando origen
así al pueblo de las lluvias eternas.

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