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La forma de la espada
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el
pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos
campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia
secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había
sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias,
trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que
era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una
batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica
flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna
carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.
La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche
en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés;
acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra.
Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se
detuvo, como si hubiera revelado un secreto.
Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y
rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una
botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.
No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio
me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa.
Al fin me dijo con su voz habitual:
—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de
infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la
independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente,
se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel,
en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas
y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no
sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres
circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra
encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de
Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había
cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le
servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo
son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está
predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche;
seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me
impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con
cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón
de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de
una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió.
Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé
de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la
pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó;
una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.
En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había
visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era
desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca
usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX;
cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla.
Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran
interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto
balbuceó con perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.
Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión
de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)
Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre
los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que
la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los
compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los
ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.
Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me
abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si
lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano;
por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los
otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito
es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el
penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que
fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer
estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo
rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me
confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra
deplorable base económicá', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C'est une affaire flambée murmuraba.
Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal,
nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las
rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un
maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido
cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de
la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete,
después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente
vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.
Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de
hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé
antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna
de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he
hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”.
—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.
Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la
historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent
Moon. Ahora desprécieme.
EL RETORNO
(cuento)
Roberto Bolaño
Tengo una buena y mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que
Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay
cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida
no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada
noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama
vida interior: el calor de una cierta desmesura.Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había
divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De
repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito,
y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un
breve instante de oscuridad.
Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.
En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente
en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán.
Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me
impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el
común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El
resto las vi por vocación de cinéfilo.
Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi
Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan,
tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de
efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi (efectos especiales
aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble
Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por
haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por
estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me
hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no
queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto
a reír a gritos.
Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido
bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos de piña mezclados con
cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber que venia después.
Cuando uno se muere el mundo real semueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras
unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tu sabes que son tus gafas
la que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo,
la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un
abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.
Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un
boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te
tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el
contrario, a tu cadáver.
Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero
cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción
mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi
cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera
desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro cardiaco sino lanzándome de la azotea de un
rascacielos, y lo único que hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un
voluntario de los que nunca faltan me hacia la respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba
el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría
toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de
seguridad ordenada que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba
grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba
cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de
la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba
definitivamente muerto.
Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez y sólo
entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi
cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehiculo y me
perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.
Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la
maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a ciencia cierta no
podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya
sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sabana y en otra habitación
sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había
nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo
fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.
Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un
par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala
espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de
ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un
bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con
irresponsable frecuencia acudí.
Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron)
y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa,
rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado
de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa
que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenia nada claro en
aquel instante.
Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo
observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron,
entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era depósito en
donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una
noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.
Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de cristal, y miraba
la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún
momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero
esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.
En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de
las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo
reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché como
el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria deseable que
hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las
baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.
Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún
momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir
reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de
mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez
de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los
pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba acostumbrando a mi
condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de
Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos
cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en
manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante,
se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.
Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus
gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca,
al principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde
reposaba mi cadáver.
Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla.
Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en
subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi
delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a
los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que
demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.
Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta
timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris,
con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar
mi casa, hacia la noche libérrima de París.
No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo
más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar
mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza
y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los
momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco,
cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.
El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí.
Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le
ordenó, no, le sugirióq ue se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las
instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una
cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a
conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.
Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por
un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos
detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con
desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía
de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.
Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante
que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos
llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de
inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los
labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido con
pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había
visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante
mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, sin embargo, era inconfundible: se movía con la misma
inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de
primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el
aplauso unánime del público.
Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de
Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble
(supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una
suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a
las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los
camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin
prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas
estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de
aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.
A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se
distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy
parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo
directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca
había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras, eléctricas,
un piano, un saxo, algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a
torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi
nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco
de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota
minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.
Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo
mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos
palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un
rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto
nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la
habitación y esperé.
Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada
debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo
sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se
sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo e levanté y me acerqué un poco y vi mi
cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi
el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su
discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve,
para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de
hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.
Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si que lo entendí todo y
me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una
bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con
una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de
hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero
no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera
querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento
por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado
mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de
Francia.
Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto
seguido se incorporó y durante y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi
cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.
Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o
en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una
mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.
En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su anterior
lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el
fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de
forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que
muy asustado no se le veía.
Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era
evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que
un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien
hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una
oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar
hubiera escapado como alma que lleva el diablo.
No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y
charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi
que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación
yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en
una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera
impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo
de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición,
yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma.
Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un
instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un
sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de
una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.
Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro
tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad
y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de
sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me
sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o
quimérica.
Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada
habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun estaba con el, pregunta que yo ineluctablemente respondía
en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida
fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un
pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es mas, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir
una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una
pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro
forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me
materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise
decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se
estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.
Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y
yo estaba cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no
eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una
fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había
ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.
Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una
habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera
vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la
esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en
donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como
imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio
atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había
instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo
que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.
Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con pocas y
medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta.
En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla
rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.
Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier
otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo mas desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude
Villeneuve, el mas grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras odia una
historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias
con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie
que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con
toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para
una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las
mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto
en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una
demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principalse deslizaron las primeras luces de la
mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.
Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí
razonablemente felices.
Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de todo, el
cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le
aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo
él. Mi decisión hacia rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que
no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario,
dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres,
que entraron sin decir una palabra.
Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que
uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver.
Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto
por la funda de la morgue. Ví como lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche.
Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al
sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y
elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.
Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba
conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera
labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir
hablando todo lo que quisiera.
LOS PÁJAROS
(cuento)
Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la tierra
descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o
mohosos, chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y
quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora
descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros
cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras
animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las
alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de
hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer.
Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los
cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego, disfrutaba del
sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín
brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones
superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera,
arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles.
Lo mismo que los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de
pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de los asuntos
prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de
negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en
el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano,
para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambas manos
levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas
extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración. La limpieza
de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de
Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más
profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer.
Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de
goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el
gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas,
para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que
no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.
En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una afición
de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos
semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase
posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no
exponer a la luz del día.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas
estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también
para mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas y
colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a piar a voz
en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de
cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas
llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de
albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las estanterías,
con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas
ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa
que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando
aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo
de los nuevos habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los
huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de colores,
parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo
multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo
una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de alguno se
desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del
aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y
buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que
se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio, con el ojo
velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación
de su soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia,
los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y
endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta
analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a
una momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco escapó a la atención
de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de aves,
enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que
trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue
de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos.
Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre de
llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos,
pavos reales y otros pájaros sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto se
hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles.
Desde el alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de
resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista
a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación
operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos
como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía
con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi padre.
Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de
inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y
con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través
de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre,
batiendo los brazos, lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó
lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de
tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su
imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.
Antología del cuento polaco contemporáneo, trad. y prólogo de Sergio Pitol, México, Ediciones Era, 1967, págs. 24-27.
EL HÉROE
Todo se adultera hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al pobre dragón de modo alevoso que no
debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones,
y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales. Me vio llegar
como a un huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un tajo.
Horrorizado por mi villanía, huí de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos del pobre bicho y con el
malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fea hazaña e intentó obtener la mano de la
princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio. No hubo
más remedio que apechugar con la hija del rey y tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.
La princesa no es la joven adorable que estás desde hace varios años acostumbrado a ver por las tarjetas postales. Se
trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado
interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los
horrores de todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en público conmigo,
haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene alma vulgar de actriz de cine. Siempre está en
escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa
sacrificada, de mujer superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.
En los momentos de mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes que me colman de infortunio:
“la sangre del dragón nos une”; “tu heroicidad me ha hecho tuya para siempre”; o bien “la lengua del dragón fue el
ábrete sésamo”; etcétera.
Y luego las conmemoraciones, los discursos, la retórica huera…, toda la triste máquina de la gloria. ¡Qué asco de mí
mismo por haber comprado con una villanía bienestar y honores!
De fusilamientos (1940)
De fusilamientos y otras narraciones, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, págs. 58-59
Luisa Valenzuela
OTRO
(cuento)
Luisa Valenzuela (Argentina, 1938)
Ella va caminando por el parque, su pelo al viento, cuando aparece el otro surgido de la nada. Un muchachito con
idénticos pantalones negros y la cara totalmente pintada de blanco, una máscara sobre la cual de manera inexplicable
se sobreimprime la máscara de ella: sus mismas cejas elevadas, sus ojos azorados. Ella sonríe con timidez y él le
devuelve exactamente la misma sonrisa en un juego de espejos. Ella mueve la mano derecha y él mueve la izquierda,
ella da un paso amplio y él da el mismo paso, el mismo modo de andar, los idénticos gestos, las cadencias.
Empieza el juego de proyectos, proyecciones. Fantasías como la de lavarle la cara al otro y encontrar tras la pintura
blanca la propia cara. O acoplarse con él como una forma un poco torpe de completarse a sí misma. O dejarlo partir y
quedarse sin sombra.
Vanos proyectos mientras el otro la va siguiendo por el parque, reflejando cada uno de sus gestos. Adentrándose cada
vez más en la espesura a dos pasos de distancia. Las mismas expresiones. Hasta que él cruza, sin avisar, sin
proponérselo, el abismo separador de los dos pasos y ocupa el lugar de ella. Para siempre.
BREVS. Microrrelatos completos hasta hoy, Córdoba (Argentina), Alción, pág. 30, 2004.
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con
arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas
como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar,
y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y
cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el
Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo
lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al
llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se
meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de
polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del
Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta
permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer.
Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que
volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su
triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía
envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las
chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
cuento infantil el gigante egoísta
Escritor Oscar Wilde
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que
rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se
vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la
ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín
del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la
Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera.
Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo
un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni
un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el
Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían
trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos,
que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros
revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un
rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín
que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente.
El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre
él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al
árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los
niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más
alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le
acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros
vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el
Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más
hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy
triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante
más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su
primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un
enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era
simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo
de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el
pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro
enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el
pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero
cubierto de flores blancas.
6 PASOS PARA ESCRIBIR UN CUENTO personajes que le importen al lector.
¿Cómo son ellos? ¿Tienen nombre?
Un cuento es una obra de texto en ¿Cómo se relacionan? ¿Qué piensan
forma narrativa, que puede tener una sobre la vida? ¿Cómo se visten? ¿Por
extensión desde unas cuantas palabras, qué? ¿Para qué? Son preguntas que hay
hasta varios miles de ellas. Escribir un que formularnos y responder; entre
cuento de 500 palabras parece algo más elaboradas sean las preguntas y sus
fácil, pero no lo es. Uno de 10,000 es respuestas, con mayor claridad nos
un reto importante hasta para el más darán el material del que están hechos
experimentado cuentista. Aquí les dejo nuestros personajes y sus acciones.
unos consejos básicos para cualquier Ojo: No todas las preguntas y
taller de cuento o escritor solitario, respuestas son útiles para tu narración;
para crear un cuento en sólo 6 pasos: tal vez has descubierto que tu
personaje es guapo o que tiene cabello
1. Tema negro, pero si eso no es relevante para
Lo primero que hay que hacer es elegir el desarrollo del relato, tal vez sea
un tema para el cuento. El tema es un mejor dejarlo fuera. “Altair es un joven
resumen breve que nos dice de qué inquieto y con deseos de escapar del
trata tu cuento. Puede ser una oración aburrimiento y las obligaciones que la
sencilla, como ésta: “Un joven sociedad le quiere imponer. Boris, su
construye unas alas mecánicas para mejor amigo, desea destacar y tener
intentar llegar al sol” o una palabra una vida feliz, sin meterse en
que englobe lo que para ti es lo problemas con los demás. Aunque son
esencial de tu cuento, por ejemplo: polos opuestos, son los mejores
“Felicidad”. amigos”.
2. Escenario 4. Conflicto
Normalmente, el tema te permite Sin el conflicto, un cuento se puede
elegir el escenario, es decir el mundo convertir en una simple estampa o en
donde se desarrollará tu historia, pero un texto que no conduce a ninguna
no siempre es así. Para saber cómo es parte. En otras palabras, es un texto
este mundo, piensa en todas las aburrido que no interesará a nadie.
posibilidades que quieras o necesites, y Para mantener enganchado al lector,
que te ayudan definir el “dónde” y el hay que darle drama, hay que
“cuándo” de tu relato. El cielo, ¿es provocarle problemas a nuestros
azul o es gris? ¿Las calles son rectas o personajes, preferentemente con los
laberínticas? ¿Hay muchas ciudades o que el lector pueda identificarse, y
predominan las zonas rurales? Por obligarlos a emprender acciones. A
ejemplo: “El escenario es una ciudad nadie le interesa la descripción
industrial, como Londres, en el siglo detallada de la vida de un hombre
XIX.” ordinario durante un día ordinario, pero
si ese hombre despierta una mañana y
3. Personajes descubre que se ha convertido en un
Esto es lo más difícil. Para que un texto monstruoso insecto, es más probable
sea un cuento, debe contar algo que que el lector decida quedarse con
interese al lector, y para que un cuento nosotros hasta que nuestro personaje
sea un buen cuento, debe tener resuelva su problema. “Altair pierde el
trabajo por usar las instalaciones para la comunidad, y cuando Altair regresa,
experimentar con sus nuevas máquinas, lo reciben casi como a un héroe, pero
y la comunidad comienza a verlo como poco a poco vuelven a mostrar cierto
un bicho raro. Su amistad con Boris se recelo por sus prácticas. Boris se casa,
va deteriorando conforme sus Altair acude a la fiesta, donde conoce a
diferencias se vuelven más marcadas, la hermana de su amigo y se enamoran.
hasta llegar a ser incompatibles”. Ella decide seguirlo, causando más
fricciones entre ambos”.
5. Más conflictos
Si ese hombre que se convierte en 6. Resolución
insecto descubre que sólo ha soñado y No importa si es feliz o triste, pero el
al despertar todo vuelve a la final de un relato debe ser creíble
normalidad, o bien, que sí se (dentro de los parámetros de la
transformó pero al día siguiente vuelve narración) y natural. Si un día, de la
a ser un hombre, lo que tenemos es nada, llega un mago y con sus poderes
algo aburrido. Sí, tal vez sea un transforma al hombre insecto en un
cuento, pero uno que no le interesará a hombre de verdad, tenemos una
casi nadie. Para que ese cuento sea un resolución estúpida, especialmente
buen cuento, hay que desarrollarlo porque en nuestro mundo ficticio jamás
más. Agregando nuevos personajes y se mencionó la existencia de magos ni
describiendo el drama de su relación de elementos sobrenaturales, y el
con ellos, y la forma en que enfrenta personaje no resolvió su problema, sino
esa extraña situación, mantendremos la que se lo resolvió alguien más: el
tensión y la atención; si un hombre se autor. La resolución más natural sería
convierte en insecto y luego vuelve a la que él de alguna manera descubre que
normalidad, no tenemos nada; si un se ha convertido en insecto porque se
hombre se convierte en insecto y no ve a sí mismo como un insecto, y para
consigue recuperar su forma y cada vez recuperar su forma debe trabajar su
le resulta más urgente volver a ser una autoestima, o bien sencillamente jamás
persona porque tiene que ir a trabajar, comprende por qué se ha convertido en
entonces ya tenemos un buen eso y se vuelve una carga para la
argumento y un lector enganchado familia, y cada vez se siente más y más
hasta que se resuelva el conflicto. angustiado hasta que muere.
“Altair se arriesga cada vez más con sus
alas, hasta que desaparecer y todos los
dan por muerto. Se pone en evidencia
el hastío por aburrimiento de la vida en