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1ero de secundaria tenacidad con que las olas barrían esa costa

Ridder y el pisapapeles seca.


Al doblar un sendero avistamos la casa,
Julio Ramón Ribeyro
banal como la de cualquier campesino
del lugar, construida al fondo de un corral que
Para ver a Charles circundaba un muro de piedra. Precedidos por
Ridder tuve que una embajada de perros y gallinas llegamos a
atravesar toda Bélgica la puerta.
en tren. Teniendo en —Hace como diez años que no lo veo —
cuenta las dimensiones dijo madame Ana—. Él vive
del país, fue como completamente retirado.
viajar del centro de una ciudad a un suburbio Nos recibió una vieja que podía ser una
más o menos lejano. Madame Ana y yo gobernanta o una ama de llaves. Ridder
tomamos el rápido de Amberes a las once de estaba sentado en un sillón de su sala-
la mañana y poco antes de mediodía, después escritorio, con las piernas cubiertas con una
de haber hecho una conexión, estábamos frazada y al vernos aparecer no hizo el menor
en el andén de Blanken, un pueblo perdido en movimiento. No obstante, por las dimensiones
una planicie sin gracia, cerca de la del sillón y el formato de sus botas, pude
frontera francesa. apreciar que era extremadamente fornido y
—Ahora a caminar—dijo madame Ana. comprendí en el acto que entre él y sus obras
Y nos echamos a caminar por el campo no había ninguna fisura, que ese viejo
chato, recordando la vez que en la corpachón, rojo, canoso, con un bigote
biblioteca de madame Ana cogí al azar un amarillo por el tabaco, era el molde
libro de Ridder y no lo abandoné hasta que ya probablemente averiado de donde habían
terminé de leerlo. salido en serie sus colosos.
—Y después no quiso leer otra cosa que Madame Ana le explicó que era un amigo
Ridder. que venía de Sudamérica y que había querido
Eso era verdad. Durante un mes pasé conocerlo. Ridder me invitó a sentarme con
leyendo sus obras. Intemporales, transcurrían un ademán frente a él mientras su ahijada le
en un país sin nombre ni fronteras, que podía daba cuenta de la familia, de lo que había
corresponder a una kermese flamenca, sucedido en tantos años que no se veían.
pero también a una verbena española o a una Ridder la escuchaba aburrido, sin responder
fiesta bávara de cerveza. Por ellas una sola palabra, contemplando sus dos
discurrían hombres corpulentos, charlatanes y enormes manos curtidas y pecosas. Tan sólo
tragones, que tumbaban a las doncellas en de vez en cuando levantaba un ojo
los prados y se desafiaban a combates para observarme a través de sus cejas grises,
singulares, en los que predominaba la fuerza mirada rápida, celeste, que sólo en ese
sobre la destreza, Carecían de toda elegancia momento parecía cobrar una irresistible
esas obras, pero eran coloreadas, acuidad. Luego recaía en su distracción, en su
violentas, impúdicas, tenían la fuerza de un torpor.
puño de labriego haciendo trizas un terrón de La gobernanta había traído una botella de
arcilla. vino con dos vasos y una tisana para
Al ver mi entusiasmo madame Ana me su patrón. Nuestro brindis no encontró ningún
reveló que Ridder era su padrino, y es por eco en Ridder, que sin tocar su tisana
ello que ahora, anunciada nuestra visita, nos jugaba ahora con su dedo pulgar. Madame Ana
acercábamos a su casa de campo cortando seguía hablando y Ridder parecía, si
una pradera. No lejos distinguí un pedazo de no complacerse, al menos habituarse a esa
mar plomizo y agitado que me pareció, en cháchara que amoblaba el silencio y lo ponía
ese momento, una interpolación del paisaje al abrigo de toda interrogación.
de mi país. Cosa extraña eran quizás las Aprovechando una pausa de madame Ana
dunas, la yerba ahogada por la arena y la pude al fin intercalar una frase.
—He leído todos sus libros, señor Ridder, y
créame que los he apreciado mucho. Pienso
que es usted un gran escritor. No creo Por hacer algo me puse de pie, encendí un
exagerar: un gran escritor. cigarrillo y di unos pasos por la sala
Lejos de agradecerme, Ridder se limitó una escritorio. Fue sólo en ese momento cuando
vez más a clavarme sus ojos celestes, esta vez lo vi: cúbico, azul, transparente, con
con cierto estupor, y luego, con la mano, las aristas biseladas, estaba en la mesa de
indicó vagamente la biblioteca de su sala, que Ridder, detrás de un tintero de bronce. Era
ocupaba íntegramente un muro, desde el exacto al pisapapeles que me acompañó
suelo hasta el cielo raso. En su gesto desde la infancia hasta mis veinte años, su
creí comprender una respuesta: “Cuánto se ha réplica perfecta. Había sido de mi abuelo, que
escrito.” lo trajo de Europa a fines de siglo, lo legó a
—Pero dígame, señor Ridder —insistí—, ¿en mi padre y yo lo heredé junto a libros y
qué mundo viven sus personajes? ¿De qué papeles. Nunca puede encontrar en Lima uno
época son, de qué lugar? igual. Era pesado, pero al mismo tiempo
—¿Época? ¿Lugar? —preguntó a su vez y diáfano, verdaderamente funcional. Una
volviéndose a madame Ana la interrogó sobre noche, en Miraflores, fui despertado por un
un perro que seguramente les era familiar. concierto de gatos que celaban en la azotea.
Madame Ana le contó la historia del Salí al jardín, grité, los amenacé. Pero como
perro, muerto ya hacía años y Ridder seguían haciendo ruido, regresé a mi
pareció encontrar un placer especial en el cuarto, busqué qué cosa arrojarles y lo
relato, pues se animó a probar su tisana y primero que vi fue el pisapapeles. Cogiéndolo,
encendió un cigarrillo. salí nuevamente al jardín y lancé el artefacto
Pero ya la gobernanta entraba con una contra la buganvilla donde maullaban
mesita rodante anunciándonos el almuerzo, los gatos. Estos huyeron y pude dormir
que tomaríamos allí en la sala, para que el tranquilo.
señor no tuviera que levantarse. Al día siguiente, lo primero que hice al
El almuerzo fue penosamente aburrido. levantarme fue subir al techo para recoger
Madame Ana, agotado ya su repertorio el pisapapeles. Inútil encontrarlo. Examiné la
de novedades, no sabía qué decir. Ridder sólo azotea palmo a palmo, aparté una por una
abría la boca para engullir su comida, con una las ramas de la buganvilla, pero no había
voracidad que me chocó. Yo reflexionaba rastro. Se había perdido, para siempre.
sobre la decepción, sobre la ferocidad que Pero ahora, lo estaba viendo otra vez,
pone la vida en destruir las imágenes más brillaba en la penumbra de ese interior
hermosas que nos hacemos de ella. Ridder belga. Acercándome lo cogí, lo sopesé en mis
poseía la talla de sus personajes, pero no su manos, observé sus arista quiñadas, lo miré
voz, ni su aliento. Ridder era, ahora lo al trasluz contra la ventana, descubrí sus
notaba, una estatua hueca. minúsculos globos de aire capturados en
Sólo cuando llegamos al postre, al beber el cristal. Cuando me volví hacia Ridder para
medio vaso de vino, se animó a hablar interrogarlo, noté que interrumpiendo
un poco y narró una historia de caza, pero su siesta, me estaba observando,
enredada, incomprensible, pues transcurría ansiosamente.
tan pronto en Castilla la Vieja como en las —Es curioso —dije mostrándole el
planicies de Flandes y el protagonista pisapapeles—. ¿De dónde lo ha sacado usted?
era alternativamente Felipe II y el mismo Ridder acarició un momento su pulgar.
Ridder. En fin, una historia completamente —Yo estaba en el corral, hace de eso unos
idiota. diez años —empezó—. Era de noche, había
Luego vino el café y el aburrimiento se luna, una maravillosa luna de verano. Las
espesó. Yo miraba a madame Ana de gallinas estaban alborotadas, pensé que era
reojo, rogándole casi que nos fuéramos ya, un perro vecino que merodeaba por la casa.
que encontrara una excusa para salir de Cuando de pronto un objeto cruzó la cerca y
allí. Ridder, además, embotado por la cayó a mis pies. Lo recogí, era el pisapapeles.
comida, cabeceaba en un sillón, —Pero, ¿cómo vino a parar aquí?
ignorándonos. Ridder sonrió esta vez:
—Usted lo arrojó.
1ero de secundaria escuchar esa música maravillosa. Él le
AMOR CIBERNAUTA narraba con gracia los pormenores de su
Diego Muñoz Valenzuela (Chile, 1956) agitada vida social, burlándose
agudamente de los mediocres. Ella le
enviaba descripciones de sus giras por el
mundo con compañías famosas. Ninguno
de los dos jamás propuso encontrarse en
el mundo real. Fue un amor verdadero,
no virtual, como los que suelen
acontecernos en ese lugar que llamamos
realidad.

Ángeles y verdugos, cuentos, Santiago de Chile,


Mosquito Comunicaciones, 2002
Se conocieron por la red. Él era
tartamudo y tenía un rostro brutal de
neanderthal: gran cabeza, frente Epitafio
abultada, ojos separados, redondos y Gonzalo Salesky
rojos, dientes de conejo que sobresalían (Córdoba, Argentina)
de una boca enorme y abierta, cuerpo
endeble y barriga prominente. Ella
estaba inválida del cuello hasta los pies y
dictaba los mensajes al computador con
una voz hermosa, pausada y clara que no
parecía tener nada que ver con ella; Cuando supo que se acercaba la hora,
tenía el cuerpo de una muñeca se decidió a escribir su epitafio. Para ser
maltratada. Fue un amor a primer recordado en el lugar donde vivió
intercambio de mensajes: hablaron de la siempre, para plasmar algún
armonía del universo y de los pensamiento agradable o simplemente
sufrimientos terrestres, de la necesidad para despedirse. Quería dejar algo. Lo
del imperio de la belleza y de los necesitaba. Como una especie de
abyectos afanes de los mercaderes de la consuelo ante su inminente partida.
guerra, de la abrumadora generosidad
del espíritu humano que contradice la No sabía qué le esperaba allí, del
miseria de unos pocos. Leían incrédulos otro lado. Por más leyendas o historias
las réplicas donde encontraban una que supiera, lo aterraba el hecho de
mirada equivalente del mundo, no igual, comenzar su último viaje sin saber el
similar aunque enriquecida por historias destino.
y percepciones diferentes. Durante
meses evitaron hablar de sí mismos, Al fin tuvo la frase exacta entre sus
menos aún de la posibilidad de labios y sólo en ese momento sintió que
encontrarse en un sitio real y no virtual. podía partir. Tranquilo, ligero de
Un día él le envió la foto digitalizada de equipaje y sin cuentas pendientes. Cerró
un galán. Ella le retribuyó con la imagen los ojos, y luego de esos nueve meses
de una bailarina. Él le escribió que le parecieron eternos, nació.
encendidos versos de amor que ella leyó
embelesada. Ella le envió canciones con EPITAFIO – Finalista del I Premio Nacional de Narrativa
su propia voz, él lloró de emoción al Breve “Villa de Madrid” (España).
EL CUENTO en absoluto. Lo tacha. Piensa otro.
Quim Monzó Cuando lo relee también lo tacha.

Todos los títulos que se le ocurren le


destrozan el cuento: o son obvios o
hacen caer la historia en un surrealismo
que rompe la sencillez. O bien son
insensateces que lo echan a perder. Por
un momento piensa en ponerle Sin título,
pero eso lo estropea todavía más. Piensa
también en la posibilidad de realmente
no ponerle título, y dejar en blanco el
espacio que se le reserva. Pero esta
A media tarde el hombre se sienta ante solución es la peor de todas: tal vez haya
su escritorio, coge una hoja de papel en algún cuento que no necesite título, pero
blanco, la pone en la máquina y empieza no es éste; éste necesita uno muy
a escribir. La frase inicial sale enseguida. preciso: el título que, de cuento casi
La segunda también. Entre la segunda y perfecto, lo convertiría en un cuento
la tercera hay unos segundos de duda. perfecto del todo: el mejor que haya
escrito nunca.
Llena una página, saca la hoja del carro
de la máquina y la deja a un lado, con la Al amanecer se da por vencido: no hay
cara en blanco hacia arriba. A esta ningún título suficientemente perfecto
primera hoja agrega otra, y luego otra. para ese cuento tan perfecto que ningún
De vez en cuando relee lo que ha escrito, título es lo bastante bueno para él, lo
tacha palabras, cambia el orden dentro cual impide que sea perfecto del todo.
de las frases, elimina párrafos, tira hojas Resignado (y sabiendo que no puede
enteras a la papelera. De golpe retira la hacer otra cosa), coge las hojas donde ha
máquina, coge la pila de hojas escritas, escrito el cuento, las rompe por la mitad
la vuelve del derecho y con un bolígrafo y rompe esta mitad por la mitad; y así
tacha, cambia, añade, suprime. Coloca sucesivamente hasta hacerlo añicos.
la pila de hojas corregidas a la derecha,
vuelve a acercarse la máquina y El porqué de las cosas, 1994
reescribe la historia de principio a fin.
Una vez ha acabado, vuelve a corregirla ACTIVIDAD:
a mano y a reescribirla a máquina. Ya 1. ¿Con qué palabra o concepto relacionas cada
entrada la noche la relee por enésima cuento? Explica tu respuesta en 4 líneas.
2. ¿Qué cuento te gustó más? ¿Por qué? Explica
vez. Es un cuento. Le gusta mucho. 3. CREA UN CUENTO DE UNA CARA A PARTIR DEL
Tanto, que llora de alegría. Es feliz. Tal TEMA DE UNO DE LOS CUENTOS
vez sea el mejor cuento que ha escrito
nunca. Le parece casi perfecto. Casi,
porque le falta el título. Cuando
encuentre el título adecuado será un
cuento inmejorable. Medita qué título
ponerle. Se le ocurre uno. Lo escribe en
una hoja, a ver qué le parece. No acaba
de funcionar. Bien mirado, no funciona
"Primacía
de la tristeza" de los hombres. Y agrega el filósofo
español que cualquier intento de elogiar
por Marco Aurelio Denegri el mundo suele resultar patéticamente
frágil y sobre todo frívolo.

La realidad carece de virtudes, es


desalmada, o como dice Savater, “no
tiene corazón”. Es cruel y despiadada,
dolorosa cuando quita y tacaña cuando
concede. Sentirse contento con una
realidad así es llana imposibilidad.

Pablo Macera ha dicho que en el Perú lo


En nuestro idioma, hay trescientos y normal es sentirse mal y que la salud es
pico de vocablos concernientes a la una forma de adaptación
necedad, pero los que conciernen a la incorrecta. “Quien se siente feliz en el
sabiduría ni siquiera llegan a diez. Los Perú –afirma Macera– es un miserable;
que se refieren a la tristeza son definitivamente; ni siquiera un tonto.”
veintisiete, pero apenas hay diez A juicio de Fernando Savater, no hay
referentes a la alegría. Detengámonos nada en la vida que sea causa de alegría
en este último asunto y desarrollémoslo para nadie; pero así mismo nada es
hasta donde el espacio nos lo permita. obstáculo definitivo para la alegría.
Hay algunas personas, no muchas, que
La alegría es un sentimiento de placer han resuelto decir ¡sí! a la vida y
originado generalmente por una viva proclamar a los cuatro vientos su alegría
satisfacción y que suele manifestarse de vivir. La suya no es una alegría
con signos exteriores. La alegría es un accesoria y ocasional, sino entrañable,
sentimiento grato y vivo, un sentimiento consubstancial y permanente. Lo cual
de complacencia. La alegría equivale a resulta notorio y notable en un país como
contento, gozo, satisfacción, agrado, éste, tan deprimido y
buen humor, regocijo, esparcimiento y melancólico. Federico More decía que
jovialidad. Cuando la alegría es intensa y aquí en el Perú, para llevar talento se
ostensible se llama júbilo. necesita permiso, como para portar
armas. Y dígase lo propio de la alegría.
Nietzsche decía, y con razón, que es Aquí el talento y la alegría, y con cuanto
más fácil compartir las penas que las mayor razón la felicidad y naturalmente
alegrías de los demás. Creo que esto se el placer, causan recelo y rechazo.
debe a que el mundo es, según reza la Quienes lo nieguen, revelan con su
expresión proverbial, un valle de negativa que confunden lastimosamente
lágrimas. No podría ser un valle de lo espurio con lo auténtico.
alegría por las muchas penalidades que
se pasan en él.

Bien dice Savater que la insatisfacción es


la reacción humana más general y
espontánea respecto a lo que en cada
momento histórico constituye el presente
"Comunicación" realmente, tiene que producir un efecto,
debe tener una consecuencia.
por Marco Aurelio Denegri Ahora bien: en la situación televisiva son
fácilmente discernibles y perceptibles
estos componentes; quiero decir, es
claro este proceso comunicativo. Y si se
dijera por ahí que el efecto que tiende a
producir un programa como el que dirigía
es el de la entretención e información
del televidente, se diría la verdad,
porque entre otras cosas persigue eso.
Informar y entretener son dos fines
televisivos perfectamente admisibles. El
programa se propone ser una especie de
Se ha dicho y redicho tanto de enganchador emocional del televidente,
la Comunicación, que el tema ha llegado porque quiere moverlo, suscitarlo y
a convertirse en lugar común; y si no se motivarlo; intenta prender al
ha convertido en eso, está en trance. Lo televidente, interesándolo cabalmente.
cual es lamentable porque el lugar La suscitación del espíritu crítico es
común es la expresión trivial, o sea la fundamental en la Nueva Educación. De
carente de importancia y novedad. los tres principios pedagógicos básicos, el
primero es la crítica, que está antes que
Pero, además, de tanto llevarse y traerse la creación, que es el segundo, y antes
este asunto, se ha confundido en no que la cooperación, que es el tercero.
escasa medida. Y a mí me parece que Pero para educar a la gente como es
cuando tal cosa ocurre, lo mejor, para debido, no sólo hay que propender a la
que el orden vuelva y también la suscitación del espíritu crítico, sino que
claridad, lo mejor es regresar a lo además hay que promover la
sencillo, a las formulaciones simples pero capacitación para el diálogo lúcido y, por
no por eso desdeñables. Y como ahora no lo tanto, para la mayor y mejor
tengo ánimo ni tiempo para enfrascarme comunicación con los demás; y hay que
en sesudas consideraciones acerca de la tratar también de crear nuevas actitudes
comunicación, bastará decir que con el y nuevos valores.
verbo comunicar significamos el hecho
de descubrir, manifestar o hacer saber a Hacer todas estas cosas es concientizar a
uno alguna cosa. Eso es comunicar. la gente. No hacerlas, desfavorecerlas y
obstaculizar su afloramiento, promoción
La Comunicación es un proceso cuyos y desarrollo, es alienar a la gente.
componentes son: primero, el Iniciador,
que es el Emisor o Emitente; segundo, el
Receptor o Recipiente; tercero, el
Mensaje, que es lo que el Iniciador emite
y dirige al Receptor; cuarto, el modo o
vehículo, un medio por el cual llega
dicho Mensaje; y quinto, un Efecto. La
Comunicación, para que ocurra
5to de secundaria necesita completarse. O que la completen.
La grieta ¿Quiénes son los grandes carentes de la
historia? ¿Qué les falta? ¿Cuál es su falta? ¿A
Darío Sztajnszrajber qué faltan? Unos carecen y otros tienen. Y los
que tienen son únicos, ya que la condición de
Del otro lado de la la posesión es la totalidad. Es única la
grieta no hay nada. posesión, aunque muchos posean. Pero se
No hay un otro posee o no se posee. Parece no haber una
lado, no hay grieta, tercera opción. Así hay poseedores y
no hay nada. No desposeídos. Por eso no hay grieta, porque
puede haber nada poseer o no poseer son formas de la posesión.
del otro lado de la grieta porque si no habría Lo que seguro no puede haber son otras
grieta, y si hay grieta, hay algo del otro lado. formas. Y cuando algo no encaja en las
Pero no puede haber un otro lado porque hay formas, se vuelve nada. Se vuelve oscuro,
un único lado que es éste. Un mundo con un primitivo, animal. Se vuelve negro, femenino,
solo lado, aunque si hay un lado, debería locura. Se vuelve extranjero, extraño,
haber otro; pero no puede haber otro y por monstruoso. Sin forma. Necesitado de ser
eso sostenemos quimeras extrañas como que conformado, domesticado, administrado
el mundo solo tiene un lado. Es que si tuviera según las formas instituidas. De ahí que lo que
más de un lado, no sería el mundo, ya que el no aplica, lo que no se deja conformar,
mundo es uno y es todo. Pero el todo no informar, dar forma, resquebraja las
puede tener lados, ya que no sería el todo, categorías y se vuelve un monstruo. Pero no
sino una parte, un fragmento, una diferencia. puede haber monstruos porque del otro lado
Y si hay diferencias, hay lados. Y si hay lados, de la grieta no hay nada. No debe haber nada.
hay grietas. Y si hay grietas, hay conflicto. Los monstruos son ficciones, relatos, cuentos
Pero el conflicto quebranta la totalidad, la infantiles, porque la monstruosidad es
hace estallar, la devuelve a su estado de inadmisible. A los monstruos se los cura o se
ensoñación, la vuelve metáfora. La devuelve a los sacrifica, pero no pueden ser algo. El ser
su condición de metáfora. La ilusión de una no admite la anomalía porque del otro lado de
totalidad cerrada sobre sí misma que no la grieta no puede haber nada y así el
puede aceptar la grieta, el otro lado, la monstruo es sacrificado. Sacrificio viene de
diferencia. Es que la diferencia es un resto. sagrado. Hay en el acto de sacrificio del
Resta. Interrumpe la expansión ilimitada de monstruo una consagración. Nos consagramos.
una totalidad en busca de su propia armonía. Su muerte consagra nuestra supervivencia.
Y si hay armonía, no hay conflicto. Y si no hay Nuestra posesión. Dependemos de su
conflicto, no hay diferencia. Y si no hay disolución. Su muerte nos da vida. Disuelve el
diferencia, hay violencia. Hay violencia conflicto. Es un acto de violencia que acaba
cuando una de las partes se totaliza. Y se cree con la violencia. Su muerte es justificada para
única. Y se cree verdadera. Y arroja a la no estar en peligro, ya que si hubiera grieta,
falsedad todo lo que está del otro lado de la habría peligro. Ya que si hubiera grieta,
grieta que, como es falso, no existe. Si lo habría un otro lado que pondría en cuestión
verdadero es el todo, lo que resta no es nada. nuestra totalidad. Pero si nosotros no somos
O es resto, una sobra, nada. Y la nada tiene la la totalidad, podríamos no ser nada. Y
forma de la carencia, de la ausencia, de la nosotros no solo somos algo, sino que somos
falta. Está en falta. Delinque. No está del otro todo. Y somos los que estamos de este lado de
lado ya que de ser así, sería algo. Pero no es una grieta que no existe, no puede existir, ya
algo, sino nada, y por eso no puede estar del que del otro lado de la grieta no hay nada…
otro lado, ni puede haber otro lado. Ni puede
haber grieta. Del otro lado de la grieta no hay ACTIVIDAD:
nada. Una nada que cobra sentido en función 1. Redacta un artículo de opinión de 5
de la totalidad que lo completa, lo nomina, lo párrafos, donde reflexiones filosóficamente
hacer ser. La carencia solo se explica sobre un tema. Sé original.
negativamente como una ausencia que
—Bueno, Armando, vamos a ver, ¿qué estás escribiendo ahora?
La temida pregunta terminó por llegar. Ya habían acabado de cenar y estaban ahora en el salón de la residencia
barranquina, tomando el café. Por la ventana entreabierta se veían los faroles del malecón y la niebla invernal que subía
de los acantilados.
—No te hagas el desentendido —insistió Oscar— Ya sé que a los escritores no les gusta a veces hablar de lo que están
haciendo. Pero nosotros somos de confianza. Danos esa primicia.
Armando carraspeó, miró a Berta como diciéndole qué pesados son nuestros amigos, pero finalmente encendió un
cigarrillo y se decidió a responder.
—Estoy escribiendo un relato sobre la infidelidad. Como verán ustedes, el tema no es muy original. ¡Se ha escrito tanto
sobre la infidelidad! Acuérdense de Rojo y Negro, Madame Bovary, Ana Karenina, para citar sólo obras maestras… Pero,
precisamente, yo me siento atraído por lo que no es original, por lo ordinario, por lo trillado… Al respecto he
interpretado a mi manera una frase de Claude Monet: el tema es para mí indiferente; lo importante son las relaciones
entre el tema y yo.. Berta, por favor, ¿por qué no cierras la ventana? ¡Se nos está metiendo la neblina!
—Como preámbuló no está mal —dijo Carlos— Vamos ahora al grano.
—A eso voy. Se trata de un hombre que sospecha de pronto que su mujer lo engaña. Digo de pronto pues en veinte o
más años de casados nunca le había pasado esta idea por la cabeza. El hombre, que para el caso llamaremos Pedro o
Juan, como ustedes quieran, había tenido siempre una confianza ciega en su mujer y como además era un hombre
liberal, moderno, le permitía tener lo que se llama su «propia vida», sin pedirle jamás cuentas de nada.
—El marido ideal —dijo Irma— ¿Me escuchas Oscar?
—En cierto sentido sí —prosiguió Armando— El marido ideal… Bueno, como decía, Pedro, lo llamaremos así, comienza a
dudar de la fidelidad de su mujer. No voy a entrar en detalles sobre las causas de esta duda. Lo cierto es que cuando
esto ocurre siente que el mundo se le viene abajo. No solo porque él le había sido siempre fiel, salvo aventurillas sin
consecuencia, sino porque quería profundamente a su mujer. Sin la pasión de la juventud, claro, pero quizás en forma
más perdurable, como pueden ser la comprensión, el respeto, la tolerancia; todas esas pequeñas atanciones y
concesiones que nacen de la rutina y en las que se funda la convivencia conyugal.
—Eso de la rutina no me gusta —dijo Carlos— La rutina es la negación del amor.
—Es posible —dijo Armando— Aunque esa me parece una frase como cualquier otra. Pero déjame continuar. Como
decía, Pedro sospecha que su mujer lo engaña. Pero como se trata sólo de una sopecha, tanto más angustiosa cuanto
incierta, decide buscar pruebas. Y mientras busca las pruebas de esta infidelidad descubre una segunda infidelidad, más
grave todavía, pues databa de más tiempo y era más apasionada.
—¿Qué pruebas eran? —preguntó Oscar— Sobre este asunto de la infidelidad las pruebas son difíciles de producir.
—Digamos cartas o fotos o testimonios de personas de absoluta buena fe. Pero esto es secundario por ahora. Lo cierto
es que Pedro se hunde un grado más en la desesperación, pues ya no se trata de uno sino de dos amantes: el más
reciente, del cual tiene saspechas y el más antiguo, del cual cree tener pruebas. Pero el asunto no termina allí. Al seguir
investigando sobre la frecuencia, la gravedad, las circunstancias de este segundo engaño, descubre la presencia de un
tercer amante y al tratar de averiguar algo más sobre este tercero aparece un cuarto…
—Una Mesalina, quieres decir —intervino Carlos— ¿Cuántos tenía al fin?
—Para los efectos del relato me bastan cuatro. Es la cifra apropiada. Aumentarla habría sido posible, pero me hubiera
traído problemas de composición. Bueno, la mujer de Pedro tenía pues cuatro amantes. Y simultáneamente además, lo
que no debe extrañar pues los cuatro eran muy diferentes entre sí (uno bastante menor que ella, otro mayor, uno muy
culto y fino, otro más bien ignorante, etc.) de modo que satisfacían diversas apetencias de su carne y de su espíritu.
—¿Y qué hace Pedro? —preguntó Amalia.
—A eso voy. Imaginarán ustedes el horrible estado de angustia, de rabia, de celos en que esta situación lo pone. Muchas
páginas del relato estarán dedicadas al análisis y descripción de su estado de ánimo. Pero esto se los ahorro. Solo diré
que, gracias a un enorme esfuerzo de voluntad y sobre todo a su sentido exacerbado del decoro, no deja traslucir sus
sentimientos y se limita a buscar solo, sin confiarse a nadie, la solución de su problema.
—Eso es lo que queremos saber —dijo Oscar— ¿Qué demonios hace?
—Para ser justo, yo tampoco lo sé. El relato no está terminado. Pienso que Pedro se plantea una serie de alternativas,
pero no sé aún cuál es la que va a elegir… Por favor, Berta, ¿me sirves otro café?… Pero se dice, en todo caso, que
cuando surge un obstáculo en nuestra vida hay que eliminarlo; para restablecer la situación original. ¡Pero, claro, no se
trata de un obstáculo sino de cuatro! Si solo existiera un amante no vacilaría en matarlo…
—¿Un crimen? —preguntó Irma— ¿Pedro sería capaz de eso?
—Un crimen, sí. Pero un crimen pasional. Ustedes saben que la legislación penal de todo el mundo contiene
disposiciones que atenúan la pena en caso de crimen pasional. Sobre todo si un buen abogado demuestra que el agente
del crimen lo cometió en estado de pasión violenta. Digamos que Pedro está dispuesto a correr los riesgos del asesinato,
sabiendo que dadas las circunstancias la pena no sería muy grave. Pero, como comprenderán, matar a uno de los
amantes no resolvería nada, pues quedarían los otros tres. Y matar a los cuatro sería ya un delito muy grave, una
verdadera masacre, que le costaría la pena capital. En consecuencia, Pedro descarta la idea del crimen.
—De los crímenes —dijo Irma.
—Justo, de los crímenes. Pero, entonces, se le ocurre una idea genial: enfrentar a los amantes, de modo que sean ellos
quienes se eliminen. La idea la concibe así: puesto que son cuatro —y comprenderán ahora por qué ese número me
convenía— haré una especie de eliminatorias, como en un torneo deportivo. Enfrentar a dos contra dos y luego a los
dos ganadores, de modo que por lo menos tres queden eliminados…
—Eso me parece ya novelesco —dijo Carlos —¿Cómo diablos hace? En la práctica no creo que funcione.
—Pero estamos justamente en el mundo de la literatura, es decir, de la probabilidad. Todo reside en que el lector crea
lo que le cuento. Y este es asunto mío. Bueno, Pedro divide a los amantes en el Uno y el Dos y en el Tres y el Cuatro.
Mediante cartas anónimas o llamadas telefónicas u otros medios revela al Uno la existencia del Dos y al Tres la
existencia del Cuatro. Todo ello mediante una estrategia gradual y una técnica de la perfidia que le permiten despertar
en el agente escogido no solo los celos más atroces sino un violento deseo de aniquilar al rival. Me olvidaba decirles que
los amantes de Rosa, así llamaremos a la mujer, estaban ferozmente enamorados de ella, se creían los únicos
depositarios de su amor y por lo tanto la revelación de la existencia de competidores los ofusca tanto como a Pedro
mismo.
—Eso sí es posible —dijo Carlos— Un amante debe tener más celos de otro amante que el mismo marido.
—Para resumir —prosiguió Armando— Pedro lleva tan bien el asunto que el amante Uno mata al Dos y el Tres al Cuatro.
Quedan en consecuencia solo dos. Y con estos procede de la misma manera, de modo que el amante Uno mata al Tres.
Y al sobreviviente de esta matanza lo mata el propio Pedro, es decir, que comete directamente un solo crimen y como
se trata de uno solo y de origen pasional goza de un veredicto benévolo. Y al mismo tiempo logra lo que se había
propuesto o sea eliminar los obstáculos que contrariaban su amor.
—Me parece ingenioso —dijo Oscar— Pero insisto en que en la práctica no funcionaría. Suponte que el amante Uno no
logre matar al Dos, que simplemente lo hiera. O que el amante Tres, por más que esté enamorado de Rosa, sea incapaz
de cometer un crimen.
—Tienes razón —dijo Armando— Y por eso es que Pedro renuncia a esta solución. Eso de enfrentar a los amantes con el
fin de que se exterminen no es viable, ni en la realidad ni en la literatura.
—¿Qué hace entonces? —preguntó Berta.
—Bueno, yo mismo no lo sé… Ya les he dicho que el relato no está terminado. Por eso mismo se los cuento. ¿No se les
ocurre nada a ustedes?
—Sí —dijo Berta— Divorciarse. ¡Nada más simple!
—Había pensado en eso. Pero, ¿qué resolvería el divorcio? Sería un escándalo inútil, pues mal que bien un divorcio es
siempre escandaloso, más aún en una ciudad como esta que, en muchos aspectos, sigue siendo provinciana. No, el
divorcio dejaría intacto el problema de la existencia de los amantes y del sufrimiento de Pedro. Y ni siquiera aplacaría su
deseo de venganza. El divorcio no sería la buena solución. Pienso más bien en otra: Pedro expulsa a Rosa de la casa,
luego de demostrarle e increparle su traición. La pone en la calle brutalmente, con todos sus bártulos o sin ellos. Sería
una solución varonil y moralmente justificada.
—Lo mismo pienso yo —dijo Oscar— Una solución de macho. ¡Puesto que me has engañado, toma! Ahora te las
arreglas como puedas.
—El asunto no es tan simple —continuó Armando— Y creo que Pedro tampoco elegiría esta solución. La razón principal
es que expulsar a su mujer le sería prácticamente insoportable, puesto que lo que él desea es retenerla. Expulsarla sería
hacerla aún más dependiente de sus amantes, arrojarla a sus brazos y alejarla más de sí. No, la expulsión del hogar, si
bien posible, no resuelve nada. Pedro piensa que lo más sensato sería más bien lo contrario.
—¿Qué entiendes tú por contrario? —preguntó Irma.
—Irse de la casa. Desaparecer. No dejar rastros. Dejar sólo una carta o no dejar nada. Su mujer comprendería las
razones de esa desaparición. Irse y emprender en un país lejano una nueva vida, una vida diferente, otro trabajo, otros
amigos, otra mujer, sin dar jamás cuenta de su persona. Y ello aún suponiendo que Pedro y Rosa tengan hijos, aunque
mejor sería que no los tuvieran, pues complicaría demasiado la historia. Pero Pedro se iría, abandonando incluso a sus
supuestos hijos, pues la pasión amorosa está por encima de la pasión paternal.
—Bueno, Pedro se va, ¿y qué? —preguntó Berta.
—Pedro no se va, Berta, no se va. Porque irse tampoco es la buena solución. ¿Qué ganaría con irse? Nada. Perdería más
bien todo. Sería un buen recurso si Rosa dependiera económicamente de Pedro, pues tendría al menos ese motivo para
sufrir su ausencia, pero había olvidado decirles que ella tenía fortuna personal (padres ricos, bienes de familia, lo que
sea), de modo que podría muy bien prescindir de él. Aparte de ello, Pedro ya no es un mozo y le sería difícil emprender
una nueva vida en un país nuevo. Obviamente, la fuga beneficiaría solo a su mujer, la que se vería desembarazada de
Pedro, estrecharía sus relaciones con sus amantes y podría tener todos los otros que le viniera en gana. Pero la razón
principal es que Pedro, así lograra instalarse y prosperar en una ciudad lejana y como se dice «rehacer su vida», viviría
siempre atormentado por el recuerdo de su mujer infiel y por el gozo que seguiría procurando y obteniendo del
comercio con sus amantes.
—Es verdad —dijo Amalia— Eso de desaparecer, me parece un disparate.
—Pero este recurso de la fuga tiene una variante —empalmó Armando— Una variante que me seduce. Digamos que
Pedro no desaparece sin dejar rastros, sino que simplemente se muda a otra casa luego de una serena explicación con
su mujer y una separación amigable. ¿Qué puede pasar entonces? Algo que me parece posible, al menos teóricamente.
Pero esto requiere cierto desarrollo. ¿Me permiten? Yo pienso que los amantes son raramente superiores a los maridos,
no sólo intelectual o moral o humanamente sino hasta sexualmente hablando. Lo que sucede es que las relaciones del
marido con la mujer están contaminadas, viciadas y desvalorizadas por lo cotidiano. En ellas interfieren cientos de
problemas que nacen de la vida conyugal y que son motivo de constantes discrepancias, desde la forma de educar a los
hijos, cuando los hay, hasta las cuentas por pagar, los muebles que es necesario renovar, lo que se debe cenar en la
noche…
—Las visitas que es necesario hacer o recibir —añadió Oscar.
—Exacto. Estos problemas no existen en las relaciones entre la mujer y el amante, pues sus relaciones se dan
exclusivamente en el plano del erotismo. La mujer y el amante se encuentran sólo para hacer el amor, con exclusión de
toda otra preocupación. El marido y la mujer, en cambio, llevan a casa y confrontan a cada momento la carga de su vida
en común, lo que impide o dificulta el contacto amoroso. Por ello digo que si el marido se va de la casa, desaparecerían
las barreras que se interponen entre él y su mujer, lo que dejaría el campo libre para una relación placentera. En fin, lo
que quiero decir es que la separación amigable tendría para Pedro la ventaja de endosar a los amantes los problemas
cotidianos, con todo lo que esto trae de perturbador y de destructor de la pasión amorosa. Pedro, al alejarse de su
mujer, se acercaría en realidad a ella, pues los amantes terminarían por asumir el papel del marido y él el de amante. Al
convivir más estrechamente con los amantes, gracias a la partida de Pedro, y al ver a este solo ocasionalmente, la
situación se invertiría y en adelante irían a los amantes las espinas y al marido las rosas. Es decir, Rosa donde Pedro.
—Todo eso me parece muy elocuente y bien dicho —intervino Oscar— Invertir los papeles, gracias a una retirada
estratégica. ¡No esta mal! ¿Qué les parece a ustedes? A mi juicio es el mejor recurso.
—Pero no lo es —dijo Armando— Y créanme que me molesta que no lo sea. Un autor, por más frío y objetivo que
quiera ser, tiene siempre sus preferencias. ¡Ah, sería maravilloso que las cosas pudieran ocurrir así! Preservar la
condición de marido y ser al mismo tiempo el amante. Pero en esta solución hay una o varias fallas. La principal, en todo
caso, es que Rosa ya está probablemente cansada de Pedro y no puede soportarlo ni de cerca ni de lejos, ni como
marido ni como amante. Todo lo que se relaciona con él está impregnado de las escorias de su vida en común de modo
que, por más que no vivieran juntos, le bastaría verlo para que resurgieran en su espíritu todos los fantasmas de su
experiencia doméstica. El esposo arrastra consigo la carga de su pasado marital. Lo que le impedirá siempre acercarse a
su mujer como un desconocido.
—En definitiva —dijo Carlos— veo que las posibilidades de Pedro se agotan…
—No, hay todavía otra posibilidad. Simplemente no hacer nada, aceptar la situación y continuar su vida con Rosa como
si nada hubiera ocurrido. Esta solución me parece inteligente y además elegante. Revelaría comprensión, realismo,
sentido de las conveniencias, incluso cierta nobleza, cierta sabiduría. Es decir, Pedro aceptaría tener en la cabeza un par,
o mejor dicho, cuatro pares de magníficos cachos y pasar a formar parte resignadamente de la corporación de los
cornudos que, como es sabido, es una corporación infinita.
—¡Hum! —dijo Carlos— No estoy de acuerdo con eso. Claro, revela amplitud de espíritu, ausencia de prejuicios, como
dices, pero creo que sería poco digno, humillante. Yo al menos no lo aguantaría.
—Yo tampoco —dijo Oscar— Y atención, Amalia. Llegado el caso, que sirva de advertencia.
—¡Oh, qué maridos tenemos! —dijo Amalia— Unos verdaderos falócratas.
—Pero esta alternativa tiene sus ventajas —insistió Armando— La principal es que, al aceptar la situación, Pedro
mantendría a su mujer a su lado. Una mujer que lo engaña, es cierto, y que carnal y espiritualmente pertenece a otros,
pero que al fin está allí, a su alcance y de la cual puede recibir esporádicamente un gesto errante de cariño. Conservaría
no su cuerpo ni su alma, pero sí su presencia. Y esto me parece una maravillosa prueba de amor, de parte de él, una
prueba digna de quitarse el sombrero.
—Sombrero que no podría calarse Pedro en su adornadísima cabeza —dijo Oscar— No, evidentemente, no me parece
bien eso de aceptar la situación. Consentir, en este caso, es disminuirse como hombre, como marido.
—Es posible —dijo Armando— Pero sigo pensando que sería una solución ponderada y que requiere cierta grandeza de
alma. Es preferible quizás ser infeliz al lado de la mujer querida que dichoso lejos de ella… Pero en fin, digamos que
tampoco es el buen recurso.
—No puede matar a los amantes… —dijo Carlos— No puede echar a la mujer de la casa, no puede tampoco
desaparecer, ni divorciarse, ni acomodarse a la situación. ¿Qué le queda entonces? Hay que reconocer que tu personaje
se encuentra metido en menudo lío.
—Hay todavía otro recurso —dijo Armando— Un recurso directo, limpio: suicidarse.
Irma, Amalia y Berta protestaron al unísono.
—¡Ah, no! —dijo Irma— ¡Nada de suicidios! ¡Pobre Pedro! La verdad es que me cae simpático. ¿Y a ti, Berta? Tú que
tienes influencia sobre Armando, convéncelo para que no lo mate.
—No creo que lo mate —dijo Berta —El relato se convertiría en un vulgar melodrama. Y además Pedro es demasiado
inteligente para suicidarse.
—No sé si será inteligente o no —dijo Oscar— Después de todo es una suposición tuya. Pero la situación es tan
enredada que lo mejor sería pegarse un tiro. ¿No crees, Armando?
—¿Un tiro? —repitió Armando— Sí, un tiro… Pero, ¿qué resolvería esto? Nada. No, no creo que el suicidio sea lo
indicado. Y no porque se trate de un desenlace melodramático, como dice Berta. A mí me encanta el melodrama y
pienso que nuestra vida está hecha de sucesivos melodramas. Lo que ocurre es que esta solución sería tan mala como la
de desaparecer sin dejar rastros. Con el agravante de que se trataría de una desaparición sin posibilidad de regreso. Si
Pedro se va de la casa le queda la esperanza del retorno y hasta de la reconciliación. ¡Pero si se suicida!
—Es verdad —dijo Carlos— Yo prefiero tener siempre en el bolsillo mi ticket de regreso. Pero tampoco es una solución
absurda. Si Pedro se suicida se borra del mundo, borra también a Rosa, a sus amantes, es decir, borra su problema. Lo
que es una manera de resolverlo.
—No te falta razón —dijo Armando— Y voy a reconsiderar esta hipótesis. Aunque entre resolver un problema y eludirlo
hay una gran diferencia. Y además ¡quién sabe! ¡A lo mejor el dolor de Pedro es tan grande que lo perseguiría más allá
de la muerte!
—En buena cuenta tu personaje está fregado —bostezó Oscar— Veo que no has encontrado una solución a tu historia.
Pero nuestra historia es que ya pasó la medianoche y que mañana trabajamos. Y nosotros sí tenemos una solución:
irnos al tiro.
—Espera —dijo Armando— Me había olvidado de otra posibilidad…
—¿Todavía hay otra? —preguntó Berta.
—Y una de las más importantes. En realidad debería haberla mencionado al comienzo. También es posible que Pedro
llegue a la conclusión de que Rosa no le es infiel, que todas las pruebas que ha reunido son falsas. Ustedes saben bien,
tratándose de un asunto como este la única prueba plena es el flagrante delito. Todo lo demás, cartas, fotos,
testimonios, son recusables. Puede haber error de interpretación, puede tratarse de documentos apócrifos o
falsificados, de testimonios malévolos, en fin, de circunstancias que se prestan a una acusación sin fundamento. Y la
verdad es que Pedro no tiene la prueba plena.
—¡Acabáramos! —dijo Oscar— Debías haber empezado por allí. Nos has tenido dándole vueltas a un problema que en
realidad no existía. ¿Nos vamos, Irma?
—¿No quieren un coñac, una menta? —preguntó Berta.
—Gracias —dijo Carlos— La historia de Armando nos ha divertido, pero Oscar tiene razón, ya es tarde. De todos modos,
Armando, espero que cuando nos reunamos la próxima vez hayas terminado tu relato y nos lo puedas leer.
—¡Oh! —dijo Armando— Los relatos que más nos interesan son por lo general aquellos que nunca podemos concluir…
Pero esta vez haré un esfuerzo para terminarlo. Y con la buena solución.
—¿Nos traes nuestras cosas, Berta? —dijo Amalia.
—Yo se las traigo —dijo Armando— Pónganse de acuerdo con Berta para la próxima reunión.
Armando se retiró hacia el interior, mientras Berta y las dos parejas se despedían. ¿Dónde sería la próxima cena?
¿Donde Oscar? ¿Donde Carlos? ¿Dentro de quince días? ¿Dentro de un mes? Un ruido seco, perentorio, llegó del fondo
de la casa. Quedaron paralizados.
—Se diría un tiro— dijo Oscar.
Berta fue la primera en precipitarse por el corredor, justo cuando Armando reaparecía
llevando un bolso, una bufanda, un abrigo. Estaba pálido.
—¡Curioso! —dijo— Estas son las coincidencias que a uno lo desconciertan. Al buscar una pastilla en mi mesa de noche
desplacé mi revólver y no sé cómo salió un tiro. Atravesó el cajón de la mesa y rebotó contra la pared.
—¡Buen susto nos has dado! —dijo Oscar— Es así como ocurren los accidentes. Es por eso que yo jamás tengo armas a
la mano. Pon un poco más de atención otra vez.
—¡Va! —dijo Armando— Tampoco hay que exagerar. Después de todo no ha pasado nada. Los acompaño hasta la
puerta.
El malecón seguía brumoso. Armando esperó que los autos arrancaran y entrando a la casa corrió el picaporte y regresó
a la sala. Berta llevaba a la cocina los ceniceros sucios.
—Ya mañana la muchacha pondrá orden aquí. Estoy muy cansada ahora.
—Yo en cambio no tengo sueño. La conversación me ha dado nuevas ideas. Voy a trabajar un momento en mi relato. No
me has dicho qué te pareció…
—Por favor, Armando, te digo que estoy cansada. Mañana hablaremos de eso.
Berta se retiró y Armando se dirigió a su escritorio. Largo rato estuvo revisando su manuscrito, tarjando, añadiendo,
corrigiendo. Al fin apagó la luz y pasó al dormitorio. Berta dormida de lado, su lámpara del velador encendida. Armando
observó sus rubios cabellos extendidos sobre la almohada, su perfil, su delicioso cuello, sus formas que respiraban bajo
el edredón. Abriendo el cajón de su mesa de noche sacó su revólver y estirando el brazo le disparó un tiro en la nuca.
Jorge Luis Borges
(1899–1986)

La forma de la espada
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)

Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el
pómulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembó le decían el Inglés de La Colorada. El dueño de esos
campos, Cardoso, no quería vender; he oído que el Inglés recurrió a un imprevisible argumento: le confió la historia
secreta de la cicatriz. El Inglés venía de la frontera, de Río Grande del Sur; no faltó quien dijera que en el Brasil había
sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglés, para corregir esas deficiencias,
trabajó a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen también que
era bebedor: un par de veces al año se encerraba en el cuarto del mirador y emergía a los dos o tres días como de una
batalla o de un vértigo, pálido, trémulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enérgica
flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su español era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna
carta comercial o de algún folleto, no recibía correspondencia.

La última vez que recorrí los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatá me obligó a hacer noche
en La Colorada. A los pocos minutos creí notar que mi aparición era inoportuna; procuré congraciarme con el Inglés;
acudí a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un país con el espíritu de Inglaterra.
Mi interlocutor asintió, pero agregó con una sonrisa que él no era inglés. Era irlandés, de Dungarvan. Dicho esto se
detuvo, como si hubiera revelado un secreto.

Salimos, después de comer, a mirar el cielo. Había escampado, pero detrás de las cuchillas del Sur, agrietado y
rayado de relámpagos, urdía otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peón que había servido la cena trajo una
botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.

No sé qué hora sería cuando advertí que yo estaba borracho; no sé qué inspiración o qué exultación o qué tedio
me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglés se demudó; durante unos segundos pensé que me iba a expulsar de la casa.
Al fin me dijo con su voz habitual:

—Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de
infamia.
Asentí. Esta es la historia que contó, alternando el inglés con el español, y aun con el portugués:
“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la
independencia de Irlanda. De mis compañeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacíficas; otros, paradójicamente,
se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que más valía, murió en el patio de un cuartel,
en el alba, fusilado por hombres llenos de sueño; otros (no los más desdichados) dieron con su destino en las anónimas
y casi secretas batallas de la guerra civil. Éramos republicanos, católicos; éramos, lo sospecho, románticos. Irlanda no
sólo era para nosotros el porvenir utópico y el intolerable presente; era una amarga y cariñosa mitología, era las torres
circulares y las ciénagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra
encarnación fueron héroes y en otras peces y montañas... En un atardecer que no olvidaré, nos llegó un afiliado de
Munster: un tal John Vincent Moon.
Tenía escasamente veinte años. Era flaco y fofo a la vez; daba la incómoda impresión de ser invertebrado. Había
cursado con fervor y con vanidad casi todas las páginas de no sé qué manual comunista; el materialismo dialéctico le
servía para cegar cualquier discusión. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo
son infinitas: Moon reducía la historia universal a un sórdido conflicto económico. Afirmaba que la revolución está
predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman sólo pueden interesarle causas perdidas... Ya era de noche;
seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me
impresionaron menos que su inapelable tono apodíctico. El nuevo camarada no discutía: dictaminaba con desdén y con
cierta cólera.
Cuando arribamos a las últimas casas, un brusco tiroteo nos aturdió. (Antes o después, orillamos el ciego paredón
de una fábrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgió de
una cabaña incendiada. A gritos nos mandó que nos detuviéramos. Yo apresuré mis pasos, mi camarada no me siguió.
Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmóvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volví, derribé
de un golpe al soldado, sacudía Vincent Moon, lo insulté y le ordené que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la
pasión del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilería nos buscó;
una bala rozó el hombro derecho de Moon; éste, mientras huíamos entre pinos, prorrumpió en un débil sollozo.

En aquel otoño de 1922 yo me había guarecido en la quinta del general Berkeley. Éste (a quien yo jamás había
visto) desempeñaba entonces no sé qué cargo administrativo en Bengala; el edificio tenía menos de un siglo, pero era
desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecámaras. El museo y la enorme biblioteca
usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algún modo son la historia del siglo XIX;
cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla.
Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trémula y reseca la boca, murmuró que los episodios de la noche eran
interesantes; le hice una curación, le traje una taza de té; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto
balbuceó con perplejidad:
—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.

Le dije que no se preocupara. (El hábito de la guerra civil me había impelido a obrar como obré; además, la prisión
de un solo afiliado podía comprometer nuestra causa.)

Al otro día Moon había recuperado el aplomo. Aceptó un cigarrillo y me sometió a un severo interrogatorio sobre
los “recursos económicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lúcidas; le dije (con verdad) que
la situación era grave. Hondas descargas de fusilería conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los
compañeros. Mi sobretodo y mi revólver estaban en mi pieza; cuando volví, encontré a Moon tendido en el sofá, con los
ojos cerrados. Conjeturó que tenía fiebre; invocó un doloroso espasmo en el hombro.

Entonces comprendí que su cobardía era irreparable. Le rogué torpemente que se cuidara y me despedí. Me
abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si
lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano;
por eso río es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los
otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon.
Nueve días pasamos en la enorme casa del general. De las agonías y luces de la guerra no diré nada: mi propósito
es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve días, en mi recuerdo, forman un solo día, salvo el
penúltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los dieciséis camaradas que
fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurría de la casa hacia el alba, en la confusión del crepúsculo. Al anochecer
estaba de vuelta. Mi compañero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitía descender a la planta baja. Lo
rememoro con algún libro de estrategia en la mano: E N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillería”, me
confesó una noche. Inquiría nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. También solía denunciar “nuestra
deplorable base económicá', profetizaba, dogmático y sombrío, el ruinoso fin. C'est une affaire flambée murmuraba.
Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental. Así pasaron, bien o mal,
nueve días.
El décimo la ciudad cayó definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las
rutas; había cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadáver, menos tenaz en mi recuerdo que un
maniquí en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la puntería, en mitad de la plaza... Yo había salido
cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodía volví. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de
la voz me hizo comprender que hablaba por teléfono. Después oí mi nombre; después que yo regresaría a las siete,
después la indicación de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardín. Mi razonable amigo estaba razonablemente
vendiéndome. Le oí exigir unas garantías de seguridad personal.

Aquí mi historia se confunde y se pierde. Sé que perseguí al delator a través de negros corredores de pesadilla y de
hondas escaleras de vértigo. Moon conocía la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdí. Lo acorralé
antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranqué un alfanje; con esa media luna
de acero le rubriqué en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he
hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio”.

Aquí el narrador se detuvo. Noté que le temblaban las manos.

—¿Y Moon? —le interrogué.

—Cobró los dineros de Judas y huyó al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquí por unos borrachos.
Aguardé en vano la continuación de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.

Entonces un gemido lo atravesó; entonces me mostró con débil dulzura la corva cicatriz blanquecina.
—¿Usted no me cree? —balbuceó—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la
historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparó: yo soy Vincent
Moon. Ahora desprécieme.
EL RETORNO

(cuento)

Roberto Bolaño

Tengo una buena y mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que
Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.

Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay
cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida
no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada
noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama
vida interior: el calor de una cierta desmesura.Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había
divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De
repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito,
y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un
breve instante de oscuridad.

Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.

En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente
en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán.
Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me
impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el
común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El
resto las vi por vocación de cinéfilo.

Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi
Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan,
tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de
efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi (efectos especiales
aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble

Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por
haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por
estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me
hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no
queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto
a reír a gritos.

Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido
bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos de piña mezclados con
cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber que venia después.
Cuando uno se muere el mundo real semueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras
unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tu sabes que son tus gafas
la que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo,
la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un
abismo, y el abismo contribuye a tu mareo pero tampoco importa.

Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un
boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te
tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el
contrario, a tu cadáver.

Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero
cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción
mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi
cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera
desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro cardiaco sino lanzándome de la azotea de un
rascacielos, y lo único que hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un
voluntario de los que nunca faltan me hacia la respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba
el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría
toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de
seguridad ordenada que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba
grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba
cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de
la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba
definitivamente muerto.

Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez y sólo
entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi
cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehiculo y me
perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.

Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la
maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a ciencia cierta no
podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya
sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sabana y en otra habitación
sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había
nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo
fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.

Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un
par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala
espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de
ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un
bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con
irresponsable frecuencia acudí.

Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron)
y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa,
rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado
de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa
que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenia nada claro en
aquel instante.

Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo
observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron,
entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era depósito en
donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una
noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.

Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de cristal, y miraba
la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo aunque en algún
momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero
esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.

En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de
las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo
reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché como
el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria deseable que
hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las
baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.
Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún
momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir
reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de
mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez
de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los
pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba acostumbrando a mi
condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de
Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos
cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en
manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante,
se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.

Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus
gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca,
al principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde
reposaba mi cadáver.

Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla.
Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en
subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi
delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a
los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que
demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.

Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta
timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris,
con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar
mi casa, hacia la noche libérrima de París.

No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo
más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar
mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza
y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los
momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco,
cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.

El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí.
Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le
ordenó, no, le sugirióq ue se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las
instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una
cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a
conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.

Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por
un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos
detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con
desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía
de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.

Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante
que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos
llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de
inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los
labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido con
pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había
visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante
mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, sin embargo, era inconfundible: se movía con la misma
inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de
primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el
aplauso unánime del público.

Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de
Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble
(supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una
suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a
las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los
camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin
prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas
estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de
aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.

A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se
distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy
parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo
directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca
había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras, eléctricas,
un piano, un saxo, algo triste y melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a
torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi
nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco
de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota
minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.

Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo
mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos
palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un
rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto
nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la
habitación y esperé.

Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada
debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo
sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se
sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo e levanté y me acerqué un poco y vi mi
cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi
el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su
discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve,
para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de
hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.

Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si que lo entendí todo y
me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una
bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con
una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de
hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero
no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera
querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento
por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado
mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de
Francia.

Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto
seguido se incorporó y durante y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi
cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.
Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o
en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una
mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.

En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su anterior
lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el
fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de
forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que
muy asustado no se le veía.

No hay problema, dije conciliador, está perdonado.

Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era
evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún mas pequeño que
un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más bien
hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una
oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar
hubiera escapado como alma que lleva el diablo.

No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y
charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi
que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación
yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en
una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera
impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo
de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición,
yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma.
Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un
instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un
sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de
una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.

Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro
tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad
y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero significativas gotas de
sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me
sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o
quimérica.

Aquí estoy, dije.

Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada
habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aun estaba con el, pregunta que yo ineluctablemente respondía
en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida
fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un
pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es mas, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir
una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una
pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro
forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me
materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise
decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se
estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.

Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y
yo estaba cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no
eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una
fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había
ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.

Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una
habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera
vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la
esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en
donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como
imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio
atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había
instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo
que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.

Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con pocas y
medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta.
En realidad ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla
rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.

Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.

Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier
otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo mas desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude
Villeneuve, el mas grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras odia una
historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias
con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie
que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con
toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para
una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las
mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto
en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una
demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principalse deslizaron las primeras luces de la
mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.

Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí
razonablemente felices.

Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de todo, el
cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al mismo tiempo le
aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo
él. Mi decisión hacia rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que
no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario,
dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres,
que entraron sin decir una palabra.

Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que
uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver.
Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto
por la funda de la morgue. Ví como lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche.
Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al
sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y
elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.

Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba
conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera
labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir
hablando todo lo que quisiera.
LOS PÁJAROS

(cuento)

Bruno Schulz (Polonia, 1892-1942)

Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la tierra
descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o
mohosos, chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y
quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora
descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros
cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras
animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las
alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de
hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer.
Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los
cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.

Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego, disfrutaba del
sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín
brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones
superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera,
arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles.
Lo mismo que los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de
pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de los asuntos
prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de
negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en
el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano,
para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambas manos
levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas
extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.

Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración. La limpieza
de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de
Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más
profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer.
Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de
goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el
gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas,
para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que
no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.

En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una afición
de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos
semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase
posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no
exponer a la luz del día.

Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.

Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas
estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también
para mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas y
colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a piar a voz
en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de
cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas
llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de
albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las estanterías,
con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas
ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa
que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando
aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo
de los nuevos habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los
huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.

Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de colores,
parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo
multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo
una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de alguno se
desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del
aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y
buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que
se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio, con el ojo
velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación
de su soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia,
los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y
endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta
analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a
una momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco escapó a la atención
de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.

No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de aves,
enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que
trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue
de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos.

Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre de
llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos,
pavos reales y otros pájaros sobre nuestros techos.

No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto se
hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles.
Desde el alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de
resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista
a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación
operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos
como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía
con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.

Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi padre.
Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de
inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y
con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través
de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre,
batiendo los brazos, lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó
lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de
tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su
imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.

Antología del cuento polaco contemporáneo, trad. y prólogo de Sergio Pitol, México, Ediciones Era, 1967, págs. 24-27.
EL HÉROE

Julio TORRI (México, 1889-1970)

Todo se adultera hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al pobre dragón de modo alevoso que no
debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones,
y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales. Me vio llegar
como a un huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un tajo.
Horrorizado por mi villanía, huí de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos del pobre bicho y con el
malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fea hazaña e intentó obtener la mano de la
princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio. No hubo
más remedio que apechugar con la hija del rey y tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.

La princesa no es la joven adorable que estás desde hace varios años acostumbrado a ver por las tarjetas postales. Se
trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado
interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los
horrores de todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en público conmigo,
haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene alma vulgar de actriz de cine. Siempre está en
escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa
sacrificada, de mujer superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.

En los momentos de mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes que me colman de infortunio:
“la sangre del dragón nos une”; “tu heroicidad me ha hecho tuya para siempre”; o bien “la lengua del dragón fue el
ábrete sésamo”; etcétera.

Y luego las conmemoraciones, los discursos, la retórica huera…, toda la triste máquina de la gloria. ¡Qué asco de mí
mismo por haber comprado con una villanía bienestar y honores!

¡Cuánto envidio la sepultura olvidada de los héroes sin nombre!

De fusilamientos (1940)

De fusilamientos y otras narraciones, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, págs. 58-59

Luisa Valenzuela
OTRO
(cuento)
Luisa Valenzuela (Argentina, 1938)
Ella va caminando por el parque, su pelo al viento, cuando aparece el otro surgido de la nada. Un muchachito con
idénticos pantalones negros y la cara totalmente pintada de blanco, una máscara sobre la cual de manera inexplicable
se sobreimprime la máscara de ella: sus mismas cejas elevadas, sus ojos azorados. Ella sonríe con timidez y él le
devuelve exactamente la misma sonrisa en un juego de espejos. Ella mueve la mano derecha y él mueve la izquierda,
ella da un paso amplio y él da el mismo paso, el mismo modo de andar, los idénticos gestos, las cadencias.
Empieza el juego de proyectos, proyecciones. Fantasías como la de lavarle la cara al otro y encontrar tras la pintura
blanca la propia cara. O acoplarse con él como una forma un poco torpe de completarse a sí misma. O dejarlo partir y
quedarse sin sombra.
Vanos proyectos mientras el otro la va siguiendo por el parque, reflejando cada uno de sus gestos. Adentrándose cada
vez más en la espesura a dos pasos de distancia. Las mismas expresiones. Hasta que él cruza, sin avisar, sin
proponérselo, el abismo separador de los dos pasos y ocupa el lugar de ella. Para siempre.
BREVS. Microrrelatos completos hasta hoy, Córdoba (Argentina), Alción, pág. 30, 2004.

Ernest Hemingway: Un cuento muy corto


En las últimas horas de una tarde calurosa lo llevaron a la azotea desde donde podía dominar toda la ciudad de Padua.
Las chimeneas se perfilaban sobre el cielo. La noche tardó poco en llegar y entonces aparecieron los proyectores. Los
otros bajaron al balcón, llevándose las botellas. Hasta donde estaban Luz y llegaba el bullicio. Luz se sentó en la cama.
Estaba fresca y lozana en la noche cálida.
Luz cumplió el servicio nocturno durante tres meses y todos estaban contentos. Ella lo preparó para la operación, y
aquel día le dijo en tono de broma: “Si no se porta bien le pondré un enema”. Después vino el anestésico y él no pudo
decir disparates en aquel difícil momento. Cuando empezó a utilizar las muletas, solía tomar las temperaturas para que
Luz no tuviera que levantarse de la cama. Había pocos pacientes y todos estaban enterados. Todos querían a Luz.
Mientras regresaba por los pasillos, pensó en Luz, acostada en su cama.
Antes de que él volviera al frente, los dos fueron a rezar al Duomo. Estaba oscuro y en silencio, y había otras personas
orando. Querían casarse, pero no había tiempo suficiente para las amonestaciones y ninguno de los dos tenía la partida
de nacimiento. Vivían, en realidad, como marido y mujer, pero deseaban que todos lo supieran para no correr el riesgo
de perder esa condición.
Luz le escribió muchas cartas que él recibió después del armisticio. Un día le llegaron al frente quince cartas juntas, y las
leyó de cabo a rabo después de clasificarlas por fechas. Le hablaba del hospital y de cuánto lo quería. Le decía que no
podía vivir sin él y que, por la noche, lo echaba mucho de menos.
Después del armisticio acordaron que él volviera a su país para conseguir un empleo que les permitiera casarse. Luz no
regresaría hasta que él tuviera un buen trabajo, y entonces se encontrarían en Nueva York. No iba a beber más, por
supuesto, y no necesitaría ver a sus amigos ni a nadie en los Estados Unidos. Solamente obtener el empleo y casarse. En
el tren que los condujo de Padua a Milán tuvieron una disputa porque la mujer no estaba dispuesta a volver en seguida.
Se despidieron con un beso en la estación de Milán, pero el altercado no había concluido. Para él fue muy desagradable
decirse adiós de esta forma.
Volvió a América en un barco que zarpó de Génova. Luz regresó a Pordonone, en donde se inauguraba un nuevo
hospital. El lugar era solitario y lluvioso, y en la ciudad se hallaba acuartelado un batallón de arditi. Aquel invierno de
tanta lluvia y barro, el comandante del batallón hizo el amor con Luz. Era la primera vez que ella conocía a un italiano.
Por fin escribió a los Estados Unidos diciendo que lo suyo solamente había sido una chiquillada. Que lo sentía y que se
daba cuenta de que probablemente él no podría comprenderlo, pero que quizá algún día la perdonaría y le agradecería
aquello, y que esperaba casarse en la primavera siguiente. Que seguía queriéndole, pero que ahora comprendía que lo
suyo solamente había sido una cosa de chicos. Que confiaba en que se abriera camino en la vida y que tenía plena
confianza en él. Que estaba segura de que así era mejor para los dos.
El comandante no se casó con ella ni en la primavera siguiente ni nunca. Luz no recibió respuesta a la carta que envió a
Chicago. Poco tiempo después él contrajo una gonorrea por culpa de una vendedora de la sección de pasamanería de
un almacén con la que hizo el amor en un taxi, paseando por Lincoln Park.
Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899-1961)
“A Very Short Story”
In Our Time, 1924, París

CAPERUCITA ROJA, un cuento de James Finn Garner (Estados Unidos, 1939)


Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un
día, su madre le pidió que llevara una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo
considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a
afianzar la sensación de comunidad. Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física
y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque
era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la
suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar verse intimidada por una imaginería tan obviamente
freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja fue abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.
-Un saludable tentempié para mi abuela, quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como
persona adulta y madura que es -respondió.
-No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola estos bosques.
Respondió Caperucita:
-Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional
condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia y globalmente válida- que la angustia que
tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y, ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de segregado social de esa
esclava dependencia de pensamiento lineal tan propio de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de
la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella, devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta
completamente válida para cualquier carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo
masculino y femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.
Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:
-Abuela te he traído algunas chucherías bajas en calorías y en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa
matriarca.
-Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo suavemente el lobo desde el lecho.
-¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan
grandes tienes!
-Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
-Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!…, relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.
-Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.
-Y… ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!
Respondió el lobo:
-Soy feliz de ser quien soy y lo que soy -y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja con sus garras dispuesto a
devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino la deliberada invasión
que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo
prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero, apenas
había alzado su hacha, cuando tanto el lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.
-¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? -inquirió Caperucita.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.
-¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un neandertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el
arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista! ¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los
lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero
y le cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus
objetivos, decidieron establecer una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos, y
juntos, vivieron felices en los bosques para siempre.

“Little Red Riding Hood”, en Politically Correct Bedtime Stories,1994.


Cuentos infantiles políticamente correctos, trad. Gian Castelli Gair,
Barcelona, Circe, 1995, págs. 14-19.
EL CERDITO
(Cuento)
Juan Carlos Onetti (Uruguay, 1909-1994)
La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras
habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín pardusco. Miró el reloj que le colgaba del
pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que
llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora,
enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de las aulas a la hora de pereza y
calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre
lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos
y sonrisa; otras, ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no transcurría ninguna tarde sin haber reproducido algún
gesto, algún ademán del nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panqueques que envolvían el dulce de
membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la
puerta de entrada. La anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por
fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que
habían trepado los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las
habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba
comer con una sonrisa inmóvil; pero aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio
le estaba recordando al nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimiento de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno
caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego
quedó quieta en el suelo de la cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan
le propuso a Emilio:
-Dale otro golpe. Por las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno
a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra, desperdicios del
cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en
forma de cerdito con una ranura en el lomo.
Presencia y otros cuentos (1986)
Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 1995, págs. 429-430.
Cuento de Haruki Murakami: El hombre de nieve
Me casé con un hombre de hielo.
Encontré al hombre de hielo en el hotel de unas pistas de esquí. Es posible que aquél fuera el lugar más indicado para
conocerlo. En el vestíbulo de aquel bullicioso hotel, atestado de gente joven, el hombre de hielo estaba solo, leyendo
tranquilamente un libro en el rincón más alejado de la estufa. Ya casi era mediodía, pero a mí me dio la impresión de
que la límpida y fría luz de la mañana todavía seguía brillando sólo a su alrededor.
—¡Mira! Aquél es el hombre de hielo —me susurró una amiga. Pero yo, entonces, no tenía la menor idea de qué era un
hombre de hielo. Tampoco mi amiga lo tenía muy claro. Lo único que sabía era que se llamaba de ese modo.
—Seguro que está hecho de hielo. De ahí le debe de venir el nombre —me dijo ella con una expresión muy seria. Como
si hablara de algún fantasma o de alguna víctima de una enfermedad
El hombre de hielo era alto y sus cabellos, a ojos vista, rígidos. De cara parecía joven, pero su pelo, tieso como el
alambre, estaba entreverado de algo blanco como la nieve cuajada en el suelo. Sin embargo, dejando eso aparte, su
aspecto no difería apenas del de un hombre normal. No se le podía llamar guapo, pero, según cómo te lo miraras, tenía
un aire muy atractivo. Había algo punzante en él que se te clavaba muy hondo en el corazón. Y ese algo residía,
especialmente, en su mirada. En sus ojos silenciosos y transparentes que centelleaban como un carámbano en una
mañana de invierno. Aquellos ojos parecían poseer un destello de vida verdadera dentro de un cuerpo transitorio.
Permanecí unos instantes allí de pie, contemplando desde lejos al hombre de hielo. Pero él no alzó la cabeza ni un solo
instante. Siguió leyendo el libro, inmóvil, sin hacer ningún movimiento. Como si estuviera convenciéndose a sí mismo de
que estaba completamente solo.
La tarde del día siguiente, el hombre de hielo se encontraba en el mismo lugar, leyendo el mismo libro. Tanto al
mediodía, cuando fui al comedor a almorzar, como al atardecer, cuando volví de las pistas con mis amigos, él estaba en
la misma silla del día anterior proyectando la misma mirada sobre las páginas del mismo libro. Al día siguiente, igual.
Cayera la tarde, avanzara la noche, él seguía allí, solo, leyendo con una placidez semejante a la del invierno al otro lado
de la ventana.
En la tarde del cuarto día, esgrimí una excusa y no subí a las pistas. Me quedé sola en el hotel y estuve vagando un rato
por el vestíbulo. Todo el mundo había ido a esquiar y el vestíbulo estaba desierto como una ciudad abandonada. El aire,
muy caliente y húmedo, contenía un extraño tufo melancólico. Era el olor de la nieve que la gente arrastraba, adherida a
la suela de sus botas, al interior del hotel, y que en ese momento se deshacía ante la estufa sin que a nadie le importara.
Atisbé afuera por una ventana, y por otra, hojeé el periódico. Luego me acerqué al hombre de hielo dispuesta a dirigirle
la palabra. Yo soy más bien tímida, no suelo abordar a desconocidos si no tengo necesidad. Pero, en aquel momento,
algo me impelía a hablar, a toda costa, con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel y, si perdía aquella
ocasión, ya no se me volvería a presentar otra.
—¿Usted no esquía? —le pregunté intentando dar a mi voz un tono natural.
Él alzó la cabeza despacio. Con cara de estar pensando: «No sé por qué, pero me ha dado la impresión de haber oído
soplar el viento a lo lejos». Me clavó aquellos ojos suyos. Luego sacudió la cabeza en silencio.
—No, yo no esquío. Me basta con estar aquí leyendo mientras contemplo la nieve. —Sus palabras formaban una blanca
nube parecida al bocadillo de un manga. Yo pude ver las palabras, tal y como lo digo, con mis propios ojos. Él les quitó la
escarcha frotándolas suavemente con el dedo.
Yo ya no supe qué añadir a continuación. Me ruboricé y me quedé allí plantada. El hombre de hielo me miró a los ojos.
Me pareció verlo sonreír por un instante. Pero no estoy segura. ¿Había sonreído realmente? Quizá sólo me había dado
esa impresión.
—¿Por qué no se sienta un momento? —me dijo el hombre de hielo—. Podemos hablar un rato si quiere. Tengo la
sensación de que usted siente curiosidad por mí. Debe de querer saber cómo es un hombre de hielo, ¿verdad? —Y se
rio, aunque sólo un instante—. No se preocupe. Aunque hable conmigo, no va a resfriarse.
Así que hablé con el hombre de hielo. Nos sentamos juntos en un sofá de un rincón del vestíbulo y hablamos con
reserva mientras contemplábamos la nieve que danzaba al otro lado de la ventana. Yo pedí un cacao y me lo bebí. Él no
tomó nada. El hombre de hielo no parecía mejor conversador que yo. A eso hay que añadir que no teníamos en común
ningún tema de conversación. Primero hablamos del tiempo. Luego, de lo cómodo que era el hotel. ¿Está aquí solo?, le
pregunté. Sí, me respondió. El hombre de hielo me preguntó si me gustaba esquiar. No mucho, le respondí. La verdad es
que he venido porque mis amigas insistieron mucho. Pero yo apenas sé esquiar. Yo me moría de ganas de saber cómo
era el hombre de hielo. Si era verdad que estaba hecho de hielo. Qué comía. Dónde vivía en verano. Si tenía familia o
no… Ese tipo de cosas. Pero el hombre de hielo parecía reticente a hablar de sí mismo. Y yo no me atrevía a preguntar.
Porque pensaba que, tal vez, a él no le apeteciera tocar esos temas.
En cambio, sí habló de mí. Es realmente difícil de creer, pero el hombre de hielo, fuera por la razón que fuese, me
conocía a fondo. La composición de mi familia, mi edad, mis aficiones, mi estado de salud, la universidad a la que iba, los
amigos con quienes salía, lo sabía absolutamente todo. Incluso conocía al dedillo cosas de un pasado lejano que yo ya
había olvidado por completo.
—No lo entiendo —le dije sonrojándome—. Me da la impresión de haberme quedado desnuda delante de la gente.
¿Cómo es posible que sepas tantas cosas de mí? —le pregunté—. ¿Puedes leer la mente de las personas?
—No, yo no puedo leer la mente de los demás. Pero lo sé. Así, sin más —dijo el hombre de hielo. Como si clavara la
mirada en el interior del hielo—. Si te miro así, fijamente, puedo saberlo todo sobre ti.
—¿Ves el futuro? —le pregunté.
—El futuro no lo conozco —me dijo el hombre de hielo con semblante inexpresivo. Y sacudió la cabeza despacio—. El
futuro no me interesa lo más mínimo. A decir verdad, en mí no cabe el concepto de futuro. Porque en el hielo no existe
el futuro. Sólo contiene el pasado, y lo contiene cerrado de una manera hermética. Dentro de él existe la totalidad de
las cosas, nítidamente selladas como si estuvieran vivas. El hielo es capaz de conservar muchas cosas de esta forma. De
una manera limpia y clara. Ésta es la función del hielo, su esencia.
Nos seguimos viendo incluso después de volver a Tokio. Pronto empezamos a quedar todos los fines de semana. Pero
nunca íbamos al cine, ni entrábamos en una cafetería. Tampoco comíamos juntos. Porque el hombre de hielo apenas
comía. Siempre nos sentábamos en el banco de algún parque y hablábamos. Hablábamos realmente de muchas cosas.
Pero, por más tiempo que pasara, el hombre de hielo no parecía decidirse a hablar de sí mismo.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué no hablas nunca de tus cosas? A mí me gustaría saber más cosas sobre ti. Dónde
has nacido. Quiénes son tus padres. Cómo te has convertido en un hombre de hielo.
El hombre de hielo se me quedó mirando unos instantes a los ojos. Luego, sacudió la cabeza despacio.
—Es que yo no lo sé —dijo el hombre de hielo con tono calmado, pero resuelto. Y exhaló una compacta y blanca nube
de aliento—. Yo no tengo pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de todas las cosas.
Pero en mí no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he
tenido. Ni siquiera sé cuántos años tengo. Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad.
El hombre de hielo estaba solo como un iceberg en medio de las tinieblas.
Y yo me enamoré profundamente del hombre de hielo. Y el hombre de hielo amaba, simplemente, a mi yo del
presente, sin pasado, sin futuro. Y yo amaba al hombre de hielo del presente, sin pasado ni futuro. Era maravilloso.
Incluso empezamos a hablar de casarnos. Yo acababa de cumplir veinte años. Y el hombre de hielo era el primer hombre
de quien me enamoraba en serio en toda mi vida. Qué significaba amar al hombre de hielo era algo que yo, en aquellos
momentos, no podía ni imaginar. Pero creo que, aunque hubiera estado enamorada de otra persona, tampoco lo
hubiera sabido.
Mi madre y mi hermana mayor se opusieron de forma categórica a mi boda con el hombre de hielo. Eres demasiado
joven para casarte, me decían. Ni siquiera conoces exactamente su identidad. Ni siquiera sabes dónde ha nacido, ni
cuándo. ¿Cómo vamos a decirles a nuestros parientes que te casas con un tipo así? Además, ¡él es de hielo! ¿Qué harías
si, por casualidad, se te deshiciera?, decían ellas. Parece que no lo entiendas, pero al casarse, uno tiene que estar
dispuesto a asumir una serie de responsabilidades. ¿Y cómo puede un hombre de hielo asumir sus responsabilidades
como marido?
Pero esas preocupaciones eran innecesarias. En realidad, el hombre de hielo no estaba hecho de hielo. El hombre de
hielo sólo era frío como el hielo. Por lo tanto, aunque estuviera en un sitio cálido, no se derretía. Su frialdad se parecía al
hielo. Pero su cuerpo no se componía de hielo. Y aunque ciertamente era de una frialdad extrema, ésta no robaba la
temperatura corporal de los demás.
Y nos casamos. La nuestra fue una boda sin felicitaciones. Ni mis amigos, ni mis padres, ni mis hermanas, nadie se alegró
de nuestro casamiento. Ni siquiera celebramos la ceremonia nupcial. Tampoco pudimos inscribirnos en el registro civil
porque él no tenía certificado de nacimiento. Simplemente, los dos decidimos que nos habíamos casado. Compramos
un pequeño pastel y nos lo comimos. Ésa fue nuestra pequeña celebración. Alquilamos un pequeño apartamento y el
hombre de hielo, para ganarse la vida, entró a trabajar en unos almacenes frigoríficos de carne de ternera congelada. Él
resistía muy bien el frío y, por más que trabajara, no se cansaba. Apenas comía. Por lo tanto, su jefe lo tenía en gran
estima. Y le pagaba un sueldo mucho más alto que a los demás empleados. Y nosotros vivíamos tranquilos y felices sin
que nadie nos molestara y sin molestar a nadie.
Cuando nos abrazábamos, yo pensaba en un bloque de hielo que debía de existir, silencioso y solo, en alguna parte. Me
preguntaba si el hombre de hielo conocía el lugar donde se encontraba aquel bloque. Era una roca de hielo congelada,
tan dura que costaba imaginar que pudiera existir algo más duro. Era el bloque de hielo más grande del mundo. Se
encontraba en algún lugar remoto. El hombre de hielo traía a este mundo el recuerdo de aquel bloque de hielo. Al
principio, cuando me abrazaba, me sentía invadida por el desconcierto. Sin embargo, pronto me acostumbré. Incluso
empecé a amar encontrarme entre sus brazos. Él seguía sin decir una palabra sobre sí mismo. Tampoco sobre cómo se
había convertido en un hombre de hielo. Yo no le preguntaba nada. Nos abrazábamos en la oscuridad y compartíamos
en silencio aquel bloque gigantesco. Dentro de ese hielo estaba encerrado con pulcritud todo el pasado del mundo a lo
largo de cientos de millones de años.
En nuestro matrimonio, no existía ningún problema propiamente dicho. Nos amábamos de forma profunda el uno al
otro, nadie se interponía en nuestro amor. La gente que nos rodeaba no acababa de acostumbrarse al hombre de hielo,
pero, a pesar de ello y con el paso del tiempo, al menos empezaron a dirigirle la palabra. Empezaron a decir que, en fin,
tampoco era tan diferente de la gente normal. Pero ellos, en el fondo de su corazón, no aceptaban al hombre de hielo
ni, por supuesto, tampoco a mí por haberme casado con él. Nosotros éramos un tipo de personas distinto a ellos y, por
más tiempo que pasara, esa zanja era imposible de rellenar.
Tampoco lográbamos concebir un hijo. Quizás entre un ser humano y un hombre de hielo hubiera incompatibilidades
genéticas que lo impidieran. En cualquier caso, al no tener ningún niño, a mí me sobraba el tiempo. Por la mañana
arreglaba la casa en un santiamén y, luego, no tenía nada más que hacer. Carecía de amigos con quienes charlar o ir a
alguna parte, tampoco conocía a nadie en el barrio. Mi madre y mis hermanas todavía estaban enfadadas conmigo por
haberme casado con el hombre de hielo y no me dirigían la palabra. Para ellas yo era la oveja negra de la familia, alguien
de quien se avergonzaban. Ni siquiera contaba con alguien con quien hablar por teléfono. Mientras el hombre de hielo
trabajaba en el almacén frigorífico, yo permanecía siempre en casa leyendo o escuchando música. Por mi carácter, yo
era una persona a quien le gustaba más estar en casa que salir, tampoco me asustaba la soledad. Sin embargo, todavía
era joven y pronto me agobió esa sucesión de días idénticos sin cambio alguno. Lo que me hacía sufrir no era el
aburrimiento. Lo que yo no podía soportar era la reiteración. No sé por qué, pero empecé a verme a mí misma como
una sombra repetida dentro de esa reiteración.
Entonces, un día se lo propuse a mi marido. ¿Por qué no hacíamos un viaje, para cambiar de aires?
—¿Un viaje? —dijo el hombre de hielo. Me miró con los ojos entre-cerrados—. ¿Y por qué diablos quieres ir de viaje?
¿Acaso no eres feliz aquí conmigo?
—No se trata de eso —le dije—. Yo soy feliz. Entre nosotros no hay ningún problema. Pero me aburro. Quiero ir lejos y
ver algo que no haya visto nunca. Respirar un aire que no haya respirado jamás. ¿Lo entiendes? Además, todavía no
hemos ido de luna de miel. Tenemos dinero ahorrado, a ti te deben un montón de días de vacaciones. Creo que éste es
el momento ideal para marchamos tranquilamente de viaje.
El hombre de hielo lanzó un suspiro tan profundo que casi parecía congelado. El suspiro cristalizó en el aire de una
manera audible. Cruzó sobre las rodillas sus largos dedos cubiertos de escarcha.
—Bueno, pues si a ti te apetece ir de viaje, yo no tengo nada que objetar. A mí no me parece muy buena idea, la verdad.
Pero, en fin, si eso te hace feliz, estoy dispuesto a marcharme, iré a donde tú quieras. En el almacén, si las pido, creo que
podré tomarme unas vacaciones. Hasta ahora he trabajado muy duro. Dudo que haya algún problema. Por cierto, ¿ya
has pensado adónde te gustaría ir?
—¿Qué te parece ir al Polo Sur? —le dije.
Lo elegí pensando que, haciendo tanto frío, seguro que a él le interesaría ir. Además, a decir verdad, yo siempre había
querido ir al Polo Sur. Quería ver la aurora boreal y los pingüinos. Me imaginé a mí misma cubierta con un abrigo de
pieles con capucha, bajo la aurora boreal, mirando jugar a los pingüinos.
Cuando lo oyó, el hombre de hielo clavó sus ojos en los míos. Fijamente, sin parpadear. Y, como un afilado carámbano
de hielo, me atravesó los ojos hasta llegar al fondo de mi cerebro. Él permaneció unos instantes reflexionando en
silencio, pero al final, con voz sorda, me dijo que le parecía bien.
—De acuerdo, si tú quieres ir al Polo Sur, vayamos al Polo Sur. ¿Estás segura de que es ése el lugar al que prefieres ir?
Asentí.
—Creo que, dentro de dos semanas, podré tomarme unas vacaciones. Imagino que te dará tiempo de prepararlo todo
para el viaje. ¿Estás de acuerdo? ¿Seguro?
No pude responder de inmediato. Porque notaba la cabeza fría y embotada debido a aquella mirada, tan fija, parecida a
un carámbano, que me había lanzado el hombre de hielo.
Sin embargo, con el paso del tiempo empecé a arrepentirme de haberle propuesto a mi marido ir de viaje al Polo Sur.
No sé por qué. Pero tenía la sensación de que, en cuanto yo acabé de pronunciar las palabras «Polo Sur», algo había
cambiado en su interior. Los ojos de mi marido eran dos carámbanos mucho más agudos que antes, su aliento era
mucho más blanco que antes, sobre sus dedos había mucha más escarcha que antes. Se volvió mucho más taciturno que
antes, mucho más obstinado que antes. Dejó de comer por completo. Todo eso me causó una enorme inquietud. Cinco
días antes de partir me decidí a pedírselo. Que abandonáramos la idea de ir al Polo Sur. Pensándolo bien, hacía
demasiado frío allí y eso no sería bueno para la salud, le dije. He pensado que sería mejor que fuéramos a otro lugar
más normal. Europa estaría muy bien. Podríamos ir a España, por ejemplo, a descansar. A beber vino, comer paella y ver
corridas de toros. Pero mi marido hizo oídos sordos a lo que yo decía. Permaneció unos instantes con la mirada clavada
a lo lejos. Luego me miró. Me miró fijamente a los ojos. Su mirada era tan profunda que sentí como si mi cuerpo fuera
desapareciendo gradualmente. Yo no quiero ir a España, dijo mi marido, el hombre de hielo, con voz resuelta. Lo siento,
pero en España hace demasiado calor para mí, y hay demasiado polvo. La comida es demasiado picante. Además, ya
hemos adquirido los dos billetes para ir al Polo Sur. Incluso ya te has comprado un abrigo de pieles y unas botas forradas
para el viaje. No podemos tirar todo eso. Ahora tenemos que ir allí.
A decir verdad, yo tenía miedo. Presentía que si íbamos al Polo Sur nos ocurriría algo irreparable. Tuve un sueño
horrible, recurrente. Estoy paseando y me caigo dentro de un profundo agujero que se abre en el suelo, y allí dentro me
voy congelando sola, sin que nadie me encuentre. Encerrada en el hielo, clavo la vista en el cielo. Estoy consciente. Pero
no puedo mover ni un dedo. Es una sensación terriblemente extraña. Me doy cuenta de que, minuto a minuto, me voy
convirtiendo en pasado. No hay futuro en mí. Sólo un pasado que se va acumulando. Y entonces, de repente, todos me
están contemplando, ellos están mirando el pasado. La visión de cómo yo voy pasando de largo mirando hacia atrás.
Luego me despierto. A mi lado, el hombre de hielo está profundamente dormido. Duerme sin un suspiro. Como algo
muerto y congelado. Pero yo amo al hombre de hielo. Lloro. Mis lágrimas caen sobre su mejilla. Entonces él se despierta
y me abraza.
—He tenido una pesadilla espantosa —le digo. Él sacude la cabeza despacio en la oscuridad.
—Es sólo un sueño —me dice—. Los sueños vienen del pasado. No del futuro. Ellos no tienen que controlarte a ti. Eres
tú quien debe controlarlos a ellos. ¿De acuerdo?
—Sí —le digo. Pero no estoy convencida.
Mi marido y yo cogimos el avión para el Polo Sur. No logré encontrar ningún pretexto para impedir el viaje. Tanto el
piloto como las azafatas de aquel avión que se dirigía al Polo Sur eran terriblemente taciturnos. Quería contemplar la
vista por la ventanilla del avión, pero unas gruesas nubes me lo impidieron. Además, las ventanillas pronto se cubrieron
de una capa de hielo. Mientras, mi marido permaneció en silencio leyendo un libro. Yo no sentía ni un ápice de la
excitación y alegría que suele acompañar a un viaje. Simplemente estaba haciendo algo que había decidido hacer.
Cuando bajamos la escalerilla del avión y tocamos tierra, noté cómo un gran temblor sacudía el cuerpo de mi marido.
Fue más breve que un parpadeo, la mitad de un instante, y nadie se dio cuenta de ello, ni siquiera se reflejó en su
rostro. Pero a mí no se me pasó por alto. Dentro del cuerpo de mi marido algo se había estremecido con gran violencia,
aunque de manera secreta. Clavé la vista en su perfil. Plantado allí, contempló el cielo, se miró las manos y respiró
hondo. Luego me miró y sonrió alegremente.
—¿Aquí es adónde querías venir? —me dijo.
—Sí —contesté.
Ya lo suponía hasta cierto punto, pero el Polo Sur resultó ser una tierra todavía más solitaria de lo que imaginaba. Allí no
vivía casi nadie. Sólo había un pequeño pueblo anodino. En el pueblo sólo había un pequeño hotel, evidentemente,
anodino. El Polo Sur no es un lugar turístico. Ni siquiera se veían pingüinos. Ni tampoco la aurora boreal. A veces me
dirigía a la gente con la que me cruzaba por la calle y les preguntaba dónde podía encontrar a los pingüinos. Sin
embargo, la gente se limitaba a sacudir la cabeza en silencio. Ellos no entendían mi lengua. Así que dibujé un pingüino
en un papel. Con todo, ellos siguieron sacudiendo la cabeza sin decir una palabra. Yo me sentía sola. A la que dabas un
paso fuera de la ciudad, ya no veías más que hielo. No había ni árboles, ni flores, ni ríos, ni lagos. Fueras a donde fueses,
no encontrabas más que hielo. Una vasta superficie de hielo que se extendía hasta donde te alcanzaba la vista.
Pero mi marido, con su aliento blanco, las manos cubiertas de escarcha y aquellos ojos como carámbanos clavados en la
distancia, iba todo el día de aquí para allá, incansable, lleno a rebosar de energía. Enseguida aprendió la lengua de
aquella tierra y empezó a hablar con la gente de la ciudad con un tono de resonancia duro como el hielo. Hablaban
durante horas, con la seriedad pintada en el rostro. Pero yo no podía entender de qué diablos hablaban tan
apasionadamente. Mi marido estaba fascinado por aquella tierra. Tenía algo que lo embelesaba. Al principio, eso me
irritó. Sentía que me había dejado atrás. Me sentía traicionada, ignorada.
Pero pronto, en aquel mundo silencioso rodeado por una gruesa capa de hielo, fui perdiendo todas las fuerzas.
Despacio, poco a poco. Y pronto desapareció incluso mi irritación. Parecía haber perdido en alguna parte la brújula de
mis sensaciones. Perdí el sentido de la dirección, perdí la noción del tiempo, me perdí de vista a mí misma. No sé
cuándo empezó, ni cuándo acabó. Pero, a la que me di cuenta, estaba encerrada sola dentro de la insensibilidad, en
aquel mundo de hielo, en un invierno eterno que había perdido todos los colores. Incluso después de perder la mayoría
de sensaciones, yo lo sabía. Que ese marido mío que estaba en ese momento en el Polo Sur no era mi marido de
antes. No es que fuera diferente. Él seguía siendo tan atento conmigo como siempre, me hablaba con cariño. Y yo sabía
muy bien que las palabras que pronunciaba eran sinceras. Pero yo lo sabía, por supuesto. Que era un hombre de hielo
distinto al que yo había conocido en el hotel de las pistas de esquí. Pero no tenía a nadie a quien quejarme. Toda la
gente del Polo Sur apreciaba a mi marido y no había nadie que entendiera una palabra de lo que yo les decía. Todos
exhalaban un aliento blanco, tenían la cara cubierta de escarcha y bromeaban, discutían y cantaban en la sorda lengua
del Polo Sur. Encerrada sola en la habitación del hotel, contemplaba aquel cielo gris sin perspectivas de que despejara a
meses vista, y aprendía la terriblemente complicada (y que yo no creía poder llegar a saber jamás) gramática de la
lengua del Polo Sur.
En el aeródromo ya no había ningún avión. Después de que partiera el avión que nos trajo a nosotros, ya no volvió a
aterrizar ninguno más. Y la pista de aterrizaje pronto quedó enterrada bajo el duro hielo. Como mi corazón.
—¡Ha llegado el invierno! —exclamó mi marido—. Es un invierno muy largo. Los aviones ya no vendrán, ni tampoco los
barcos. Todo, absolutamente todo, está congelado. Al parecer, no nos quedará más remedio que esperar hasta la
primavera —dijo.
Tres meses después de llegar al Polo Sur descubrí que estaba embarazada. Y yo lo sabía. Que el niño que yo pariría sería
un pequeño hombre de hielo. Mi útero se congelaría, finos trozos de hielo se mezclarían con mi líquido amniótico. Podía
sentir su gelidez dentro de mi vientre. Yo lo sabía. El niño tendría la mirada de carámbano igual que su padre, y sus
dedos estarían cubiertos de escarcha. Yo lo sabía. Que nuestra familia ya nunca más saldría del Polo Sur. El eterno
pasado, con su peso desmesurado, nos aferraba los pies con fuerza. Y nosotros ya no nos podríamos soltar jamás.
A mí, ahora, apenas me queda corazón. Mi calor ya se ha esfumado en la distancia. Incluso a veces me olvido de que
alguna vez lo tuve.
Pero aún puedo llorar. Estoy verdaderamente sola. En el lugar más frío y solitario del planeta. Cuando lloro, el hombre
de hielo me besa la mejilla. Y mis lágrimas se convierten en hielo. Entonces, él toma en su mano mis lágrimas de hielo y
se las pone sobre la lengua. «Oye, te quiero», me dice. Y no miente. Lo sé muy bien. El hombre de hielo me ama. Pero el
viento que viene soplando de alguna parte se lleva atrás, muy atrás, hacia el pasado, sus palabras convertidas en blanco
hielo. Yo lloro. Continúo derramando grandes lagrimones de hielo. En una casa de hielo del Polo Sur congelada en la
distancia.
EL GIGANTE EGOÍSTA, un cuento de Oscar Wilde (Irlanda, 1854-1900)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con
arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas
como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar,
y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y
cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el
Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo
lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al
llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se
meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de
polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del
Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta
permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer.
Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que
volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su
triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía
envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las
chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
cuento infantil el gigante egoísta
Escritor Oscar Wilde
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que
rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se
vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la
ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín
del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la
Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera.
Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo
un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni
un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el
Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían
trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos,
que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros
revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un
rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín
que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente.
El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre
él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al
árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los
niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más
alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le
acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros
vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el
Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más
hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy
triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante
más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su
primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un
enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era
simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo
de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el
pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro
enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el
pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero
cubierto de flores blancas.
6 PASOS PARA ESCRIBIR UN CUENTO personajes que le importen al lector.
¿Cómo son ellos? ¿Tienen nombre?
Un cuento es una obra de texto en ¿Cómo se relacionan? ¿Qué piensan
forma narrativa, que puede tener una sobre la vida? ¿Cómo se visten? ¿Por
extensión desde unas cuantas palabras, qué? ¿Para qué? Son preguntas que hay
hasta varios miles de ellas. Escribir un que formularnos y responder; entre
cuento de 500 palabras parece algo más elaboradas sean las preguntas y sus
fácil, pero no lo es. Uno de 10,000 es respuestas, con mayor claridad nos
un reto importante hasta para el más darán el material del que están hechos
experimentado cuentista. Aquí les dejo nuestros personajes y sus acciones.
unos consejos básicos para cualquier Ojo: No todas las preguntas y
taller de cuento o escritor solitario, respuestas son útiles para tu narración;
para crear un cuento en sólo 6 pasos: tal vez has descubierto que tu
personaje es guapo o que tiene cabello
1. Tema negro, pero si eso no es relevante para
Lo primero que hay que hacer es elegir el desarrollo del relato, tal vez sea
un tema para el cuento. El tema es un mejor dejarlo fuera. “Altair es un joven
resumen breve que nos dice de qué inquieto y con deseos de escapar del
trata tu cuento. Puede ser una oración aburrimiento y las obligaciones que la
sencilla, como ésta: “Un joven sociedad le quiere imponer. Boris, su
construye unas alas mecánicas para mejor amigo, desea destacar y tener
intentar llegar al sol” o una palabra una vida feliz, sin meterse en
que englobe lo que para ti es lo problemas con los demás. Aunque son
esencial de tu cuento, por ejemplo: polos opuestos, son los mejores
“Felicidad”. amigos”.

2. Escenario 4. Conflicto
Normalmente, el tema te permite Sin el conflicto, un cuento se puede
elegir el escenario, es decir el mundo convertir en una simple estampa o en
donde se desarrollará tu historia, pero un texto que no conduce a ninguna
no siempre es así. Para saber cómo es parte. En otras palabras, es un texto
este mundo, piensa en todas las aburrido que no interesará a nadie.
posibilidades que quieras o necesites, y Para mantener enganchado al lector,
que te ayudan definir el “dónde” y el hay que darle drama, hay que
“cuándo” de tu relato. El cielo, ¿es provocarle problemas a nuestros
azul o es gris? ¿Las calles son rectas o personajes, preferentemente con los
laberínticas? ¿Hay muchas ciudades o que el lector pueda identificarse, y
predominan las zonas rurales? Por obligarlos a emprender acciones. A
ejemplo: “El escenario es una ciudad nadie le interesa la descripción
industrial, como Londres, en el siglo detallada de la vida de un hombre
XIX.” ordinario durante un día ordinario, pero
si ese hombre despierta una mañana y
3. Personajes descubre que se ha convertido en un
Esto es lo más difícil. Para que un texto monstruoso insecto, es más probable
sea un cuento, debe contar algo que que el lector decida quedarse con
interese al lector, y para que un cuento nosotros hasta que nuestro personaje
sea un buen cuento, debe tener resuelva su problema. “Altair pierde el
trabajo por usar las instalaciones para la comunidad, y cuando Altair regresa,
experimentar con sus nuevas máquinas, lo reciben casi como a un héroe, pero
y la comunidad comienza a verlo como poco a poco vuelven a mostrar cierto
un bicho raro. Su amistad con Boris se recelo por sus prácticas. Boris se casa,
va deteriorando conforme sus Altair acude a la fiesta, donde conoce a
diferencias se vuelven más marcadas, la hermana de su amigo y se enamoran.
hasta llegar a ser incompatibles”. Ella decide seguirlo, causando más
fricciones entre ambos”.
5. Más conflictos
Si ese hombre que se convierte en 6. Resolución
insecto descubre que sólo ha soñado y No importa si es feliz o triste, pero el
al despertar todo vuelve a la final de un relato debe ser creíble
normalidad, o bien, que sí se (dentro de los parámetros de la
transformó pero al día siguiente vuelve narración) y natural. Si un día, de la
a ser un hombre, lo que tenemos es nada, llega un mago y con sus poderes
algo aburrido. Sí, tal vez sea un transforma al hombre insecto en un
cuento, pero uno que no le interesará a hombre de verdad, tenemos una
casi nadie. Para que ese cuento sea un resolución estúpida, especialmente
buen cuento, hay que desarrollarlo porque en nuestro mundo ficticio jamás
más. Agregando nuevos personajes y se mencionó la existencia de magos ni
describiendo el drama de su relación de elementos sobrenaturales, y el
con ellos, y la forma en que enfrenta personaje no resolvió su problema, sino
esa extraña situación, mantendremos la que se lo resolvió alguien más: el
tensión y la atención; si un hombre se autor. La resolución más natural sería
convierte en insecto y luego vuelve a la que él de alguna manera descubre que
normalidad, no tenemos nada; si un se ha convertido en insecto porque se
hombre se convierte en insecto y no ve a sí mismo como un insecto, y para
consigue recuperar su forma y cada vez recuperar su forma debe trabajar su
le resulta más urgente volver a ser una autoestima, o bien sencillamente jamás
persona porque tiene que ir a trabajar, comprende por qué se ha convertido en
entonces ya tenemos un buen eso y se vuelve una carga para la
argumento y un lector enganchado familia, y cada vez se siente más y más
hasta que se resuelva el conflicto. angustiado hasta que muere.
“Altair se arriesga cada vez más con sus
alas, hasta que desaparecer y todos los
dan por muerto. Se pone en evidencia
el hastío por aburrimiento de la vida en

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