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AULA WAGNER Y DE ESTUDIOS ESTÉTICOS DEL VICERRECTORADO DE CULTURA Y

DEPORTES DE LA U.L.P.G.C.

SECCIÓN: Textos
Texto: Guillermo García-Alcalde: La Walkiria. Seres divinos y emociones
humanas

LA WALKIRIA. SERES DIVINOS Y EMOCIONES HUMANAS *

Guillermo García-Alcalde

Tras el prólogo El oro del Rin, la primera jornada de la Tetralogía wagneriana El


anillo del nibelungo es La walkiria. Estas obras y las dos jornadas siguientes, Sigfrido y El
ocaso de los dioses, conforman el más extenso trabajo de música dramática (casi dieciséis
horas en total), y la mayor creación poético-musical de todos los tiempos. Desde que
Wagner, también autor de sus libretos, comenzó a escribir el primero (1848) hasta la
conclusión de la última partitura (1874) pasaron veintiséis años. La dedicación del artista a
la Tetralogía no fue exclusiva en ese dilatado lapso de vida, pues en su transcurso nacieron
otras dos obras maestras: Tristán e Isolda y Los maestros cantores de Nüremberg. La
autobiografía de Wagner --limitada en el tiempo-- y sus escritos posteriores demuestran,
sin embargo, que nunca dejó de pensar en el desafío del Anillo, aunque ocasionalmente
necesitase descansar de él y oxigenar la imaginación con otras historias y distintos lengua-
jes. La unidad estructural de los cuatro dramas, gestados según la técnica leitmotívica en
un orden no estrictamente paralelo al de su ubicación final en el conjunto, así como la
identidad estilística, proclaman la madurez de los primeros bocetos relativos al drama
inicialmente titulado El joven Sigfrido (convertido después en Sigfrido, segunda jornada
del ciclo) y La muerte de Sigfrido (finalmente transformado en El ocaso de los dioses,
jornada tercera y final), capaces de estimular durante 26 años a un genio naturalmente
dotado del instinto de la innovación.

A despecho de sus propósitos, El oro del Rin y La walkiria fueron estrenados en


Munich en 1869 y 1870. Wagner prefería reservar las cuatro “premieres” del El anillo del
nibelungo para una presentación unitaria, deseo que pudo cumplir en el primer Festival de
Bayreuth los días 13, 14, 16 y 17 de agosto de 1876, bajo la dirección musical de Hans
Richter. El ciclo está dedicado a Luis II de Baviera, el rey loco, que vivió obsesionado por
su devoción a Wagner e hizo posibles muchos de sus proyectos.

Utilizando notas de 1848, el borrador inicial del libro de La walkiria, segunda jornada
del Anillo, fue escrito del primero de junio al primero de julio de 1852. El 15 de diciembre
del mismo año salió impreso el texto completo y definitivo de los cuatro dramas. Esbozó el
apunte musical de esta primera jornada entre junio y diciembre de 1854, completó un
borrador durante el año siguiente y terminó la partitura el 23 de marzo de 1856. Catorce
años más tarde sería el estreno indeseado de Munich y pasarían veinte hasta la
presentación en Bayreuth.

Es significativo que durante el tiempo de mayor dedicación a la obra viviese Wagner


la fase apasionada de su amor por Mathilde Wesendonk, determinante de la concepción
inicial de Tristán e Isolda y tal vez influyente en el hecho de que el mundo mitológico de
la Tetralogía (dioses, semidioses, héroes, gigantes, enanos, dragones y otros símbolos)
cediese lugar en La walkiria a los sentimientos humanos entre personajes todavía míticos,
como el amor entre los hermanos gemelos Siegmund y Sieglinde, hijos del dios Wotan y
de una mortal; o la relación paterno-filial de Wotan y su también hija, la walkiria Brunilda.
Transferidas a criaturas de naturaleza divina o semidivina, estas emociones humanas
diferencian poderosamente la segunda jornada de los otros tres dramas del ciclo, marcados
por relaciones simbólicas exentas de sentimentalidad. Ni siquiera el amor de Brunilda y
Sigfrido (hija y nieto de Wotan, o sea tía y sobrino en los nada convencionales esquemas
erótico-familiares de Wagner) lleva a las dos últimas jornadas la emotividad de Siegmund
y Sieglinde en La walkiria, porque recupera la tonalidad épica que conviene a la alegoriza-
ción de los grandes valores y contravalores del mundo contemporáneo, oblícuamente
encarnados en las tradiciones mitopoéticas de la antigüedad nordeuropea.

En definitiva, el primer acto de La walkiria es, si no lo más representativo del ciclo, sí


lo más cálidamente humano en el proceso de la compasión al amor, vivencias ajenas a las
divinidades mitológicas y a los “dioses” industriales de mediados del XIX. Wagner
transfiere al poema y la música su deseo de Mathilde, social y moralmente “culpable”
porque el esposo de la amada es el más generoso protector del artista. Tal vez de ello
derive la culpabilidad de la pasión incestuosa entre los gemelos Siegmund y Sieglinde
(ásperamente condenada en el segundo acto por Fircka, imagen quisquillosa y antipática de
la diosa del matrimonio y del hogar), como también la voluntad de Wagner en emplear su
genio para que el amor culpable nos parezca sublime: un reto de probable
autojustificación, que sonaría a falsete en cualquier otro artista...

PRIMER ACTO. LINAJE DEL HÉROE

Consecuente con el propósito, la música utiliza algunos de los más perfectos


leitmotiven de la Tetralogía. Perfectos no solo por su plasticidad ilustrativa y sus
posibilidades de variación y combinación dramatizante --común a todos los del ciclo-- sino
por su belleza intrínseca, que libera y sublima todo un universo emocional. Tan solo tres
personajes Siegmund (tenor), Sieglinde (soprano) y Hunding (bajo) hacen de este acto,
junto a la orquesta, una experiencia única. El muy nutrido orgánico del Wagner central (62
arcos, maderas a cuatro, 8 trompas (cuatro de ellas pueden ser tubas wagnerianas), 3
trompetas, 4 trombones, tuba contrabajo, dobles timbales, triángulo, platillos, tambor,
carillón y 6 arpas) luce su esplendor desde el preludio, no un vorspiel completo sino la
dilatada (115 compases) introducción preparatoria de la primera escena, que describe la
tempestad nocturna en el exterior de la morada del guerrero Hunding y de su esposa
Sieglinde. Truenos, relámpagos y violentas ráfagas de viento y lluvia estremecen el pulso
de un imponente ritmo de negras a 3/2 en el grave orquestal.

La tormenta se apaga progresivamente y concluye piano en los violonchelos y los


timbales después de agitarse en el tutti y en chirriantes intervenciones de maderas y
metales que, a modo de puente unificador, citan motivos de Doner y Fricka en El oro del
Rin, prólogo de la Tetralogía. En la vivienda que aparece en escena arraiga un fresno.
Entra el agotado Siegmund y se tiende al lado de la lumbre. Canta a solo unas palabras
entrecortadas (“Sea de quien sea este hogar, aquí descansaré”) y pierde la consciencia.
Chelos y trompas con sordina ilustran su sueño, entremezclados a los últimos jirones de la
tormenta y evocadores de la persecución sufrida por el recién llegado. Es el motivo
llamado “Postración de Siegmund”.

Sieglinde, que entra creyendo recibir a su esposo, se sorprende ante el extraño y le


observa preguntándose (sin acompañamiento orquestal) si estará enfermo. Va brotando un
tema de violonchelo que es el propio de Siegmund y caracterizará otras intervenciones o
apariciones escénicas.

La mujer sigue inquiriéndose los motivos de la inesperada llegada y la fatiga del


visitante, que, vuelto en sí, pide agua. Las cuerdas suenan delicadamente, preparando la
atmósfera de atracción que nacerá de inmediato entre ambos. Violonchelo y violines
enfatizan el clima cuando ella le alivia trayéndole un cuerno lleno de agua. Suena el
motivo de la “compasión de Sieglinde”.

Siegmund fija la mirada en la mujer y su motivo característico va tomando cuerpo en


el solo de violonchelo hasta desembocar en un espléndido tema de amor que anuncia el
mutuo reconocimiento, aún intuido por los dos hermanos, y también un sentimiento
amoroso entre hombre y mujer.

Oscuramente, esa atracción les hace evocar una identidad de raza, la de los
desdichados y perseguidos welsungos, que origina un nuevo motivo entretejido al del
amor.

Pregunta él a quién debe el alivio y controla ella sus reacciones al aludir a Hunding, su
esposo y amo de la morada, y pedirle que espere su regreso. La ternura de la música se
impregna gradualmente de acentos inquietantes (trazos descendentes de las violas pizzicato
y ritmos abruptos) mientras narra Siegmund la persecución de que ha sido objeto por un
tropel de enemigos, así como su huida cuando la tempestad le arrebató el escudo y la lanza.
Wagner describe el diálogo combinando los motivos de la tormenta, la postración del
hombre y la compasión de la mujer, que le trae otro cuerno con hidromiel. Bebe ella el
primer sorbo mientras suena una vez más el motivo del amor. Expresa él su gratitud y se
incorpora para irse. Una cierta agitación orquestal cesa de súbito cuando Sieglinde le
pregunta excitadamente quién le persigue. Siegmund confiesa huir de la desdicha de un
infortunado destino, del que quiere alejarla a ella. Se oye el motivo del sufrimiento de los
welsungos. Pide la mujer que no se vaya, pues “no puedes traer males a donde la desgracia
mora”. Volviendo a la lumbre, Siegmund decide quedarse (“aunque me llamo Portador de
infortunio”) y esperar a Hunding.

Durante un interludio orquestal cruzan silenciosas miradas de curiosidad y simpatía,


hasta que suena lejanamente la llamada de Hunding, cuyo motivo se afianza en un ritmo
cortante de las trompas sobre cuerdas graves y crece hasta que la aspereza de las tubas
signa su entrada, armado de lanza y escudo.

Hunding se detiene al ver al extraño y dirige a su mujer una dura mirada inquisitiva.
Los motivos de la Postración y la Tormenta se funden en la respuesta de Sieglinde,
prolongada en la gratitud de Siegmund (“Asilo y refrigerio debo agradecerle: ¿Quieres
reprocharle eso a tu mujer?”). El esposo ratifica la hospitalidad y le ordena a ella “¡Dispón
la cena para los hombres!”. Mientras trae a la mesa alimentos y bebidas, Sieglinde mira a
Siegmund. En un clima de tensión presidido por su motivo musical, el anfitrión repara en
el gran parecido de los hermanos, cuyo vínculo aún ignoran todos, y pregunta por los
avatares que le han dejado en tan mal estado. Alude el interrogado a la tormenta y al
destino, inquiriendo a su vez sobre el lugar donde se halla. El motivo de Hunding vuelve a
ilustrar su altiva respuesta, que finaliza exigiendo el nombre del extraño. Tras una pausa
retorna el motivo del Sufrimiento de los welsungos, seguido del de Sieglinde y el del amor.
Presionada por su esposo, la mujer también pide el nombre. Siegmund inicia su relato
apoyado en un recitativo. Dice no poder denominarse mensajero de paz ni de alegría sino
portador de infortunio. Refiere que su padre era llamado Lobo y que él llegó al mundo con
una hermana gemela a la que apenas conoció, como tampoco a la madre de ambos, muerta
ésta y desaparecida aquélla en la destrucción de la morada familiar por los “hijos de la
envidia”. Padre e hijo huyeron y vivieron juntos largos años en el bosque. “Como hijo del
lobo muchos me conocen”, responde por fin a Hunding, cuyo motivo ha estado sonando
amenazador durante todo el relato. La orquesta dibuja una imagen de acoso y huida cuando
Siegmund alude a la separación de su padre, de quien solo encontró una piel de lobo en la
espesura. Muy ténuemente, los trombones hacen sonar el tema del “Walhalla” en El oro
del Rin, sugiriendo así que el padre aludido es el dios Wotan.

Desde la separación y la pérdida de su padre, Siegmund vaga solo por el mundo y


sufre el rechazo de hombres y mujeres, provoca discordias, despierta iras y, como
“Portador de infortunio”, tan solo ocasiona pesares. La tristeza de la música, articulada en
varios motivos, es agobiante. A instancias de Sieglinde, el joven huésped describe su
último avatar, en el que perdió las armas. Quiso proteger a una muchacha cuyos padres
pretendían casarla a la fuerza, dando muerte a los hermanos de la doncella y
desencadenando mayor dolor. Los parientes le cercan y desarman mientras ella perece.
Una potente figuración orquestal de la lucha se repliega finalmente en la emocionada
variación sobre el motivo “Portador de infortunio”, mientras concluye Siegmund: “Ahora
sabes, mujer que interrogas, por qué no me llamo “Mensajero de paz”. El repetido motivo
de Hunding durante el relato ya había delatado a éste como perseguidor. El mismo lo
ratifica murmurando aparte que “al regresar al hogar, encuentro en mi propia casa la huella
del asesino fugitivo”. Indica entonces a Siegmund que su hospitalidad se limita a esa noche
y por la mañana deberá defenderse de su venganza. El motivo de la “compasión de
Sieglinde” acompaña desde el clarinete y el corno inglés el intento de apaciguar al esposo,
que la echa de la estancia ordenándole que lo aguarde en la alcoba. En su salida, recoge
ella ciertas raíces y las mete en un cuerno, mientras mira a Siegmund y trata de orientar sus
ojos hacia el tronco del fresno. Oboe, cuerdas en trémolo y trompeta baja, alternando con
el rudo motivo de Hunding, describen la densidad psicológica de una escena más elocuente
en las actitudes y las miradas que en las palabras. El anfitrión insiste; “Mañana vendré en
tu busca, Hijo del Lobo. Ya me has oido. ¡Prepárate!”. Recoge entonces sus armas y se
encierra en la alcoba.

Siegmund queda solo en escena. A partir de este momento se encadenan las escenas
más exaltadas del primer acto. Quedamente se insinúa en modo menor el Motivo de la
Espada, que irá ascendiendo y modulando a mayor.

Recuerda Siegmund que su padre le prometió una espada para una gran pesadumbre, y
no concibe otra mayor que la de encontrarse en casa enemiga como presa de una venganza,
y, además, inflamado de amor por la “sublime y hermosa” mujer del vengador. Abatido,
invoca a su padre con la doble entonación en octava descendente del nombre Welsa!. Los
tenores prolongan cuanto les permite el fiato el calderón de la nota aguda para crear un
efecto de brillante dramatismo

El joven pide la espada con una excitación creciente y el motivo musical, desarrollado
en sucesivas transfiguraciones, se ilumina en el do mayor de la trompeta cuando la mirada
descubre el pomo del arma clavada en el fresno. Compara su brillo con el de la mirada de
Sieglinde y se deja llevar de ensoñaciones hasta que la luz del fresno se apaga. Vuelve
sigilosamente la mujer tras administrar a Hunding un brebaje narcótico, e inician los dos
hermanos un dúo de amor y victoria que alcanzará acentos memorables. Previamente canta
ella el famoso monólogo Der Manner Sippe, tejido por Wagner con los motivos de la
Espada y el Walhalla. Narra cómo fue obligada a casarse con Hunding contra su voluntad.
En la fiesta de esponsales apareció un forastero con un ojo tapado por el ala del sombrero
(el tuerto Wotan) que infundió temor a todos y a ella consuelo. Hundió en el fresno una
espada hasta el puño, anunciando que quien quisiera poseerla debería arrancarla del tronco.
Todos lo intentan y fracasan. El grito de guerra de los welsungos apoya el canto cuando
afirma saber a quien destinó Wotan la espada. Si llegara el elegido olvidaría ella todo
sufrimiento y “le estrecharía como un héroe en mis brazos”. Sobre el fragor de la orquesta,
es abrazada por Soegmund, quien se adivina destinatario de la espada y de ella misma. Su
apasionado Dich selige Frau crece en intensidad amorosa. El tutti orquestal subraya el
ímpetu del hermano-amante hasta un clímax de seis arpas cuando la puerta del fondo se
abre de golpe. Absolutamente transfigurada, la orquesta en pleno describe una majestuosa
noche de primavera iluminada por la luna. Nadie ha entrado ni salido sino que “Huyó el
tormentoso invierno” (Winterstürme wichen…) y en la deliciosa luna y el aire tibio
“resplandece la primavera” (leuchtet der Lenz). Es el gran motivo primaveral que
desemboca en el Motivo de Amor cuando Siegmund comprende al fin que ambos son los
hermanos gemelos separados por el infortunio y cobra conciencia de su deseo. “Tú eres la
primavera” (Du bist der Lenz), responde ella. Cuando se abrazan en éxtasis suena el
Motivo del arrebato amoroso, O Süsseste Wonne!

El dúo deriva rápidamente a tonalidades de himno. La hermana rescata de su memoria


los perdidos rasgos del hermano y contempla su semblante como si viera la propia imagen
reflejada en el arroyo. Wagner pinta la suprema felicidad del momento con el arrebato de
la orquesta, la tensión de las voces y la orfebrería de los motivos entretejidos como si
quisiera contener la inmensidad del mundo en el deseo amoroso. De pronto inquiere
Sieglinde por qué el hermano llamaba Lobo a su padre. Confiesa él que su nombre era
Welsa y la hermana lo comprende súbitamente todo: ambos son welsungos, hijos de
Welsa, hermanos gemelos, amantes. Le designa como “Pregonero de victoria” y afirma
que la espada fue clavada para él. Siegmund aferra el pomo que sobresale del fresno y
entona un himno centrado por el nombre que dá a la espada: Nothung (“Liberadora”), cuya
invocación en salto de octava descendente se identifica con las patéticas llamadas
anteriores a su padre Welsa.

Arranca la espada del tronco y la blande victorioso antes de ofrendarla a Sieglinde.


Los motivos resonantes son el del Heroismo y el Grito de guerra welsungo. El de la
Primavera apoya la incitación a huir juntos, protegidos por Nothung. La pasión inunda la
música con impulsos únicos en la historia de este arte. Cuando llega gloriosamente al
último acorde, Siegmund ha abrazado frenéticamente a Sieglinde y ella se le entrega con
un grit. De este encuentro indescriptible nacerá Sigfrido, el héroe central de la Tetralogía.
Wagner revisitará genialmente en Tristán e Isolda el asunto del amor (también culpable)
pero la locura juvenil de los hermanos welsungos, vertebrada después en la más profunda
imagen de la pasión, seguirá siendo por siempre una página única.
SEGUNDO ACTO. LA GESTACIÓN DEL HÉROE

Con la intensidad fortísimo que cerró el primer acto, ataca el segundo un nuevo
vorspiel orquestal de 74 compases. La maestría motívica vuelve a manifestarse en la
transición que evoca los momentos cumbre del acto anterior y los transforma en los que
han de caracterizar el resto de la obra. A la pasión de los hermanos que huyen tras su única
entrega amorosa, perseguidos por el pulso permanente del ritmo de Hunding, yuxtapone
Wagner el motivo de las walkirias y sus frenéticas galopadas. El sonido orquestal quiere
traducir a la vez hechos e imágenes, situaciones vividas junto a la fabulación de
emociones, luchas, temores y presentimientos.

Este acto condensa en el monólogo de Wotan la retromirada “narrativa” de Wagner,


presente en todos sus dramas y especialmente en los de la Tetralogía. Con peculiar estilo
recitativo, uno o varios personajes detienen la acción para informar de los precedentes
mitológicos, históricos e ideológicos, o simplemente para resumir los hechos del drama
precedente. El monólogo de Wotan comunica esa síntesis y da carta de naturaleza en La
walkiria a los símbolos y alegorías del gran relato, cuyos significados pueden no ser
unívocos pero siempre están más allá de la lectura primaria de la fábula. El oro sería el
poder legítimamente transmitido por la antiquísima progenie pangermánica, encarnada en
las razas de los dioses y los héroes; los nibelungos, que tratan de usurpar ese poder, tienen
los rasgos que en otros escritos atribuye Wagner a los judíos; la decadencia del poder que
ambiciona el dominio del mundo se sustancia en la “cesión de soberanía” del forzado
pactismo (¿democrático?) que opone Wotan a la sagrada auctoritas...etc. Estas u otras
lecturas, nunca suficientemente explícitas en los textos directos del artista, han fomentado
un debate ambiguo en torno a la Tetralogía y las ideas de Wagner que, en última instancia,
es irrelevante para la genial creación artística. De ahí que la recurrencia “narrativa” de
Wagner (que no es meramente funcional, porque abunda en páginas magistrales) deba ser
menos entendida como prédica ideológica que como propósito de coherencia en un relato
de proporciones inusitadas, donde los hilos conductores pueden diluirse en el formidable
valor artístico de las situaciones poéticas y su transcodificación musico-escénica.

En un escarpado panorama de cumbres y abismos, Wotan, dios de dioses, padre de los


gemelos welsungos y de las walkirias, llama al combate a Brunilda, la más amada de sus
hijas. En pocas palabras, acompañadas por instrumentos graves, resume su voluntad de
que, en el inminente encuentro armado, gane Siegmund y muera Hunding. Resuena el grito
de guerra de la walkiria en la difícil y famosa entrada que sube en muy pocos compases del
sol al do agudo, punteada por el ritmo de la cabalgata. Se oye pronto el motivo del carro de
Fricka, esposa de Wotan, acercándose aceleradamente. Mezclando acentos de queja y de
ironía, la walkiria declina en el dios el enojo de disputar con la recién llegada.
Entusiasmada como está con la orden de apoyar la victoria de Siegmund, se aleja
repitiendo su grito de guerra.

La orquesta prefigura una imagen de pesimismo que subraya Wotan, resignado a la


querella doméstica. Estalla el motivo de la ira de Fricka en sus primeras amonestaciones
por la permanente ausencia del esposo y dirige su alegato contra los hermanos culpables y
la desdicha inferida a Hunding. Ella, protectora del matrimonio, exige castigo y reparación
durante un recitativo ligeramente acompañado. Su interlocutor escucha sombrío antes de
emitir una respuesta muy significativa del pensamiento del propio Wagner ante el
matrimonio convencional: “No es sagrado el juramento que une a quienes no se aman”. La
diosa reivindica de continuo la protección de los votos conyugales y condena el amor
incestuoso de los hermanos, quienes, al contrario, suscitan en el dios inocultable ternura.
Aconseja él celebrar antes el amor que los prejuicios y a partir de ahí crispa Fricka su
alegato, mezclando el propio despecho por las repetidas infidelidades del esposo con la
condena del amor de los gemelos y el presentimiento del final de los dioses que no
respetan sus propias leyes. Wotan replica la iracundia de la diosa conteniendo el tono para
hacerle comprender su proyecto de que un héroe no sujeto a las leyes de los dioses
recupere para éstos el oro del Rin que ni él ni los de su raza pueden reconquistar tras el
acuerdo con los gigantes.

Jalonan el diálogo los motivos del anillo y del pacto, procedentes de El oro del Rin. La
diosa rechaza que los héroes puedan lograr lo que está vedado a los dioses e intensifica su
discurso “institucional”. Las respuestas del dios van perdiendo fuerza y arrecian las
acusaciones de Fricka a medida que aumenta la postración de aquél. El asedio dialéctico
incorpora al comentario orquestal los acentos más desolados y premonitorios de los
motivos de la desesperación y la angustia divinas. Cuando Wotan pregunta “¿Qué quieres
de mí?” le exige ella abandonar a Siegmund y no protegerle del arma del burlado Hunding.
Asiente el dios pero ella aún recela de Brunilda, cuya libertad de acción quiere Wotan
respetar. Llega ténuemente el tema de la walkiria que se aproxima y Fricka aprovecha el
momento para arrancar del esposo la promesa de vincular a Brunilda a la reivindicación de
su honor divino. Cede el dios y su esposa se retira triunfante.
Comienza la segunda escena con el triste presentimiento de Brunilda al ver a su padre
ensimismado. A las preguntas opone el dios invocaciones contra su compromiso, con una
orquesta en principio liviana que se adensa y crece combinando los motivos de la
desesperación, la maldición, la cólera de la diosa, la fatalidad y la renuncia. Pide Brunilda
que le confíe sus penas, mientras el clarinete bajo evoca el amor de los hermanos. Sobre
largos pedales de violonchelos y contrabajos comienza el famoso monólogo de Wotan,
básicamente narrativo y de grandes dimensiones, en el que rememora su voluntad de
dominar el mundo, los pactos fallidos que hubo de trabar, el poder de Alberich al renunciar
al amor y robar el oro del Rin, el trueque con los gigantes que construyeron el Walhalla,
morada de los dioses, la advertencia de la Erda (la gran Parca, la “madre original”) sobre la
desaparición de la raza divina, el nacimiento de Brunilda y sus ocho hermanas para formar
y liderar un ejército de héroes en el Walhalla y así conjurar el augurio de la Parca.

En la magistral rotación que acompaña el monólogo reaparecen los motivos de la


obra-prologal, El oro del Rin (donde suceden explícita o implícitamente los hechos
narrados). Llega Wotan al punto de explicar su impotencia para hacerse con el anillo que
desvía el poder hacia otra raza, obligado como está por su pacto con los gigantes. En el
nacimiento de un héroe libre, su hijo Siegmund, estaba la posibilidad que imaginó para
rescatar el tesoro. Las exigencias de Fricka y su forzada promesa --otro pacto que
empequeñece el poder del dios-- desvían el propósito largamente urdido. El panel motívico
adquiere progresivamente tal fuerza y espesor que Wotan debe emitir con la mayor
potencia. Es un momento trágico, con el protagonismo lacerante de los motivos de la
desesperación y la maldición.

Wotan llega a clamar por su propio fin ante la incredulidad de Brunilda, incapaz de
asumir el cambio de su padre. Este narra entonces otro aviso de la Parca, según el cual el
nibelungo Alberich, que renunció al amor por el poder, podría engendrar un hijo con el
mismo propósito: rescatar el tesoro para sí. La amargura del dios es insondable cuando
enfrenta la capacidad del enano de engendrar sin amor, a su incapacidad de dirigir a un
héroe libre en la reconquista del tesoro. Pregunta al fin Brunilda qué debe hacer, y emite él
la orden prometida a Fricka: abatir a Siegmund y dar la victoria a Hunding. Protesta la
walkiria, pero Wotan la conmina a obedecer con un discurso vehemente en el que amenaza
con destruirla. Un agitado puente orquestal de 23 compases separa la alterada salida del
dios del adagio en el que Brunlda articula su primera reacción. Este interludio expresa
admirablemente los sentimientos cruzados que inquietan a la walkiria. Cuando habla, con
un acompañamiento sumario, lo hace perpleja y como rendida hasta que el corno inglés
glosa su tristeza. Ella pronuncia finalmente su desolada aceptación: “¡Pobre welsa mío! En
el mayor peligro debe dejarte la inconstante que te es leal”

La tercera escena comienza orquestalmente con una espléndida fusión de la célula


rítmica del grito de guerra de las walkirias y el motivo amoroso de los gemelos welsungos,
pues en su transcurso se entrelazará el destino de estos con el de su medio hermana
Brunilda. Huyendo del perseguidor, aparecen Siegmund y Sieglinde. Los motivos de la
huida, el amor y el presentimiento se mezclan en la móvil alternativa del trastorno de ella y
los esfuerzos de él por tranquilizarla. Se abrazan fugazmente y pronto se abisma la
hermana en invocaciones de culpabilidad por lo sucedido (“¡Soy una impura sin honor!”) y
arrastrar a su hermano y amado a un peligro mortal. El delirio de la muchacha es objeto de
una memorable descripción instrumental, con el eco obsesivo del cuerno de caza de
Hunding, acuciantes diseños de violonchelos y violas, siniestros clarinetes y fagotes o
imitaciones de los aullidos de la jauría que los busca. Todo remansa en el sublime lirismo
de un paréntesis amoroso en la pesadilla de Sieglinde, con las cuerdas en sordina, pero se
sobrepone el terror de sus visiones hasta que cae desvanecida en brazos de Siegmund. Este
comprueba que respira y apoya en sus rodillas la cabeza de la amada, besándola en la
frente. De nuevo el corno inglés, luego la trompa, violonchelo y clarinetes entonan con
especial emoción el motivo de amor.

La cuarta escena hace entrar a Brunilda sobre un delicado toque de tubas wagnerianas.
El motivo del destino y el que anuncia la muerte sostienen largamente la piadosa mirada de
la walkiria, mientras el motivo del Walhalla recuerda su condición divina. Pide a
Siegmund que la mire y él inquiere su identidad. En la respuesta, ya auncia al welsungo
que va a morir (“Solo los consagrados a la muerte me ven aparecer”) Quiere él saber si en
el Walhalla encontrará a su padre Welsa, además del ejército de héroes caidos. Asiente
ella, y el joven vuelve a inquirir si también podrá abrazar allí a su amada. Tras la respuesta
negativa se hace un silencio. El besa dulcemente a Sieglinde y anuncia a la walkiria que no
la seguirá.

El motivo del destino en la trompeta, reforzado por las tubas, presagia que la
resistencia será vana porque Hunding le dará muerte. Blande del welsungo la espada
Nothung como garantía de victoria y Brunilda declara sombríamente que el dios que le dio
la espada le condena ahora a muerte. Se vuelve Siegmund sobre su hermana dormida. Con
progresión orquestal a los fondos graves, lamenta el destino que acaba de conocer y toma
la decisión de darse muerte a sí mismo y a su amada antes que ir sin ella al Walhalla,
dejándola desamparada en el mundo. Muy conmovida, Brunilda reprocha a Siegmund pero
resuelve defender a ambos y al hijo que ella gesta, vulnerando la voluntad de Wotan y su
deber de obediencia. Ya suenan los cuernos de caza de la tropa de Hunding, que se acerca
mientras la walkiria jura a su medio hermano que ganará la batalla con su ayuda. Sale ella
y entra la orquesta en una tempestuosa espiral de motivos. Después, silencio.

En tiempo lento, la quinta escena comienza sobre una atmósfera de arrobamiento con
cuerdas pianísimo, el tema de amor en los violonchelos y una tierna tonada en el clarinete.
Siegmund contempla a Sieglinde dormida mientras recuerda el diálogo precedente con
Brunilda y piensa en la inmediata batalla. Cuando el cuerno de Hunding se hace
imperativo, el héroe va a su encuentro confiado en la espada Nothung. Los cromatismos de
los arcos graves describen una tormenta, Sieglinde sufre una pesadilla con escenas de su
niñez y despierta gritando. Oculto en la niebla. Hunding desafía al héroe, que acude
valerosamente al reto mientras su hermana corre hacia ellos. Deslumbrantes centellas dejan
ver a la walkiria protegiendo a Siegmund con su escudo. Con un horrísono estallido de la
orquesta, aparece Wotan, que intercepta con su lanza el golpe mortal de la espada Nothung
y la rompe en pedazos. Hunding hunde la suya en el pecho del desarmado Siegmund. Con
un eco de la cabalgata, la walkiria recoge en su corcel a la desfallecida Sieglinde y ambas
salen huyendo. Los trombones reiteran el motivo del destino. Lleno de desprecio, mientras
suena su desesperación, Wotan da muerte a Hunding. El dios se propone castigar a
Brunilda por su desobediencia y desaparece en su búsqueda entre relámpagos y truenos.

TERCER ACTO. ESPERA DEL HÉROE

La introducción del tercer acto, conocida por “Cabalgata de las walkirias”, es la


página orquestal sin duda más conocida de Wagner, con frecuencia vulgarizada en
trivialidades e incluso caricaturizada hasta el delito como símbolo totalitario. Sin embargo,
es en la forma un brillantísimo poema épico-sinfónico que, en solo medio centenar de
compases instrumentales, despliega todas las facetas de un material sencillo, plásticamente
descriptivo y desbordante de ritmo y vida. Este nuevo modelo de la genialidad
orquestadora y motívica de Wagner, concreta en un gesto las muchas alusiones de los actos
anteriores a la misión de las walkirias en el plan divino de Wotan, al tiempo que ilustra sus
galopadas celestes sobre caballos alados para rescatar a los héroes muertos en combate y
formar con ellos el ejército defensor del poder de los dioses sobre el mundo.
Lo instrumental es seguido de inmediato, con la misma temática, por los gritos de
guerra de cuatro de las ocho walkirias hermanas de Brunilda, que llegan en salvaje
cabalgada mientras las otras cuatro esperan y observan en la cima de la gigantesca roca
donde se reúnen al concluir sus misiones. Gerhilde, Helmwige, Waltraute, Schwerleite,
Siegrune, Grimgerde, Rossweisse y Ortlinde hacen oir --sucesiva, simultánea o
coralmente-- sus gritos restallantes, intercambiando saludos, bievenidas y noticias de los
héroes que trasladan al Walhalla. Cuando creen estar prestas a seguir viaje hasta la morada
de los dioses, Helmwige advierte la ausencia de Brunilda. Lanzan llamadas y cuando ella
se acerca desenfrenadamente, sin detenerse, ven que no lleva un héroe muerto a lomos de
su caballo Grane, sino una mujer desmayada. El motivo de los gemidos que ya fueron
oidos en actos precedentes vuelve aquí a ilustrar la óde las guerreras por la extraña
conducta de su hermana. Ella se detiene al fin, sofocada por la fatiga, y pide protección y
ayuda porque Wotan la acosa. Perciben la proximidad del dios en los estruendos de una
tormenta y, reparando en la joven desmayada, preguntan quién es. Brunilda narra lo
sucedido en el segundo acto, su desobediencia y el castigo que teme. Aterradas, sus
hermanas le dirigen reproches y vigilan con ansiedad la cercanía de Wotan, padre de todas.

Temerosas, niegan a Brunilda un caballo para seguir huyendo. Sieglinde, que ha


vuelto en sí, declara triste y serenamente que no desea huir. Muerto Siegmund, también
ella prefiere morir. Muy agitada, Brunilda le descubre que en sus entrañas lleva a un
welsungo, fruto de su ùnico encuentro amoroso con el hermano. Todo cambia súbitamente
para la joven, que entona en gozosos agudos su deseo de salvarse y ruega protección para
el hijo de Siegmund. Nuevas sombras sonoras entre las walkirias, que no se atreven a
desafiar a Wotan. La welsunga sigue suplicando tutela para el hijo que gesta, y Brunilda
resuelve quedarse y afrontar el castigo, indicando a la joven madre que huya sola. Todas le
aconsejan dirigirse hacia la cueva donde el dragón Fafner custodia el tesoro de los
nibelungos. Wotan evita ese lugar y nunca la encontrará.

Brunilda la exhorta una vez más a la huida y le confirma la gran verdad: “Cobijas en
tu seno al héroe más noble del mundo”. Estalla entonces gloriosamente el tema de
Sigfrido, anticipo de Wagner, aún sin nombrarlo, de la venida al mundo del héroe central
de la Tetralogía. La walkiria entrega a la joven madre los trozos de la espada Nothung que
recogió en el campo de batalla. Aquel que logre fundirlos llevará el nombre de Sigfrido y
será un triunfador. Con un canto de majestuosa belleza sobre el motivo de la redención por
el amor, Sieglinde expresa a la walkiria su gratitud y desaparece presurosa.
Trémolos y fusas en cuerdas y fagotes reproducen el fragor tempestuoso de la entrada
del dios, que paraliza de terror a sus hijas cuando llama a Brunilda con un grito de dos
notas en octava descendente. El revuelo de las guerreras alterna con las súplicas de amparo
de su hermana ante la cólera divina. La ocultan entre ellas, indicándole que no responde si
es llamada. Tonitronante, el dios exige su presencia. Las demás tratan de distraerle y él las
amenaza enfurecido. La turbulencia orquestal sube al límite glosando y reforzando las
invocaciones del dios y las quejas temblorosas de las guerreras. Cuerdas, trombones y
tubas fortísimo comentan las palabras con que Wotan declama su indignación por la
femenil blandura de sus hijas, creadas y educadas para la guerra, y muy especialmente su
decepción con la predilecta (“fuente inspiradora de mi voluntad”) por romper la sagrada
alianza e intentar torcer sus designios. El clima de insoportable tensión de los dicterios del
dios, la angustia de las walkirias y el silencio de Brunilda, desenlaza con la salida de ésta
del círculo de las hermanas que la ocultaban. Pide a su padre que le imponga la pena y
entona él una grave requisitoria que concluye en repudio. Sobre los motivos del presagio
de la muerte y del renunciamiento, canta Wotan la expulsión de su hija de la raza divina.
Quedará desterrada en la roca, sumida en sueño profundo y presa del primero que pase y la
despierte. Entre los sollozos de las guerreras --magníficos contrapuntos corales-- amenaza
el padre con condenar al mismo castigo a aquella que tome partido por Brunilda. Les
ordena regresar al Walhalla y suena nuevamente la “cabalgata” hasta que se desvanece. El
clarinete bajo diseña una atmósfera crepuscular en la que el dios y su hija predilecta
quedan solos. Toma el corno inglés la declinante melodía y se extingue unida al fagot.

La escena final de esta primera jornada de la Tetralogía es el imponente dúo de la


despedida. Un dúo de enormes dimensiones que se apoya inicialmente en chelos y bajos
para traducir un clima deprimente, melancólico y denso. Brunilda interroga a su padre sin
comprender la enormidad del castigo. Trata de justificar su acción, recusada siempre por
las respuestas de Wotan, y poco a poco se va imponiendo la nobleza de sus móviles
(motivo de amor a los welsungos) que suavizan la cólera del dios. En rigor, ambos
deseaban lo mismo, la vida de Siegmund y su victoria, pero el primado fatal de las leyes le
obligó a “cegar la fuente de su amor”. Este pasaje reviste una importancia cardinal por
traducir reacciones compasivas en el corazón del dios --por tanto, humanas--, aún cuando
la hélice de los motivos siga recordando desde la orquesta la justificación de su dureza. Ese
proceso psicológico y afectivo de Wotan será otra de las cusas de la caída de los dioses,
cuya naturaleza no es ni puede ser análoga a la humana sin riesgo de autodestrucción.
Resignada a la pérdida de la condición divina y a su alejamiento, Brunilda rechaza una
vez más el oprobio del abandono a cualquier hombre (“¡Que no sea indigno el ser que me
conquiste!”) Aunque no lo nombra, la orquesta deja entender que la walkiria ya piensa que
Sigfrido, el hijo de los gemelos welsungos, será su futuro salvador. Así se expresa,
finalmente, y Wotan reacciona en contra, si bien gradualmente con menos fiereza. Es cada
vez más consciente de que ambos querían lo mismo y a las mismas criaturas, pese a lo cual
la potestad divina exige la crueldad exenta de sentimientos. Cuando, a petición de ella,
empieza a describir este conflicto de esencias hy sustancias, aparece el cromatismo
descendente que describirá hasta el final de la obra el sueño de la desterrada. Ella implora
que la proteja de la humillación rodeando su sueño profundo con un cerco de fuego
disuasorio de los indignos.

Siempre más conmovido, comienza Wotan sus adioses --los patéticos Leb wohl!-- al
tiempo que aprueba la protección del fuego, Tan solo obtendrá la doncella “quien sea más
libre que yo, que soy un dios”. Resuena una vez más el tema de Sigfrido articulado con el
motivo de amor de Brunilda. El mágico sonido del fuego empieza a inundar el espacio, aún
antes de que el dios entone su bellísimo y emocionado canto de amor por la hija castigada:
Der Augen leuchtendes Paar (“Esos dos ojos fulgentes...”) Un largo beso en los ojos sume
en el sueño a la doncella, que es llevada por su padre a un lecho de musgo al pie de un
pino. Le ajusta el casco y pone el escudo sobre su cuerpo. Tras un periodo orquestal
intensamente afectivo, Wotan invoca al dios del fuego, Loge (Loge, hör!) con tres golpes
de su lanza en la roca. Al tercer golpe brota el fuego de la tierra y cierra en un gran
perímetro el cuerpo dormido de Brunilda. “¡Quien tema la punta de mi lanza no pase jamás
por este fuego”, exclama Wotan. Desaparece de escena, mientras absolutiza el espacio
sonoro una de las concepciones más portentosamente mágicas de la música teatral de todos
los tiempos; música que, armada sobre los cromatismos y enarmonías de los motivos del
sueño y del fuego, da también el pulso de la ternura del dios por su hija, humanizada y
abandonada en un castigo que no desea. Cae la noche y brilla el fuego sobre la soledad
profunda de la durmiente. La orquesta concluye pianísimo esta prefiguración de las
hazañas del héroe sin miedo que en la jornada siguiente romperá la lanza del dios para
despertar y amar a Brunilda, protagonizando en la última el fin de la raza divina.

* El presente texto ha sido generosamente cedido por el autor, miembro del Consejo Rector del Aula
Wagner y de Estudios Estéticos del Vicerrectorado de Cultura y Deportes de la Universidad de Las
Palmas de Gran Canaria.

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